jueves, 25 de febrero de 2010

D.G. (Autorretrato-6)

Artistas (9)

Días antes de desaparecer (no creo que haya muerto) X..., que escribía poemas de una línea, sólo endecasílabos ¡sin ningún adjetivo!, propuso hallar la respuesta [Añad. en este punto que se apresuraría él, sin duda, a recalcar: "¡Y toda respuesta debe ser una solución...!" X. y su total timidez..., sentía nostalgia del... ¡futuro!] a determinadas preguntas. La melancolía fue invadiendo a los más atrevidos que aventuraban una contestación...¡ociosa!
Eran preguntas simples. ¿Cuál es el ámbito de la creación?...
[L., el escultor, definía solamente modos de apropiación: una forma muda etc. Otros... ¡qué sé yo!]
¿Por qué el arte... si ya no es un rito?
El arte como comercio de hombres, o cobardía, o coartada.
B., por ejemplo, se inmolaría. Bien. Ni una palabra: cada paso que hundía en el futuro engrandecía su alma pacífica y buena. En perfecto silencio. [Academia]
En fin, L., D.G., J., ¡hasta R., el falsificador de emociones!, convenían que la intimidad es un arte. Sólo cuenta lo privado, ese gran espectáculo de ti mismo. Es la medida exacta. Y se puede crear con la sola mirada, definiendo los límites justos. En cuanto a la vanidad... la soberbia: un arte menor disimulado de manías.
La mística moderna justificará más tarde o más temprano la piedad por venir. T.B.: "Querrás matar a M., podrido aunque esclavo todavía."
Ese arte tan distinto...; en efecto, querré ser genio o maldito, no saber de qué materia son los remordimientos... que nacen de aquello que hago con inocente desfachatez y arbitrio soberano, pues está la muerte, que siempre, incluso antes que su hedor, llega pronto a pesar de todo, tan malvada [no, sólo incomprensible] a veces.
En mi correspondencia con el mundo la propia sinceridad sería el correlato incuestionable. Ese comportamiento toleraba cualquier clase de arte y libraba del encanallado prejuicio.
X. [asintió]: donde mejor se instala uno es en la conciencia. (Pero ¡cuántos años de esa conversación!: todavía cierta candidez, el viento frío que rugía por las estrechas calles del barrio de C., algún sábado negro de invierno, quizá lluvioso, enardecidos por el vino barato, y las dos o tres ambiciones desmesuradas. En fin.)
Mi avatar entreteje el paisaje único que he de contemplar a la postre. Lo anima... [Observo desde la ventana, hoy, a la caída de la tarde, un glorioso cielo de tonos morados, rosas, magníficos claros y tenues transparencias de rubí... V., 16.4.2004.]
La muerte de M., en lo concerniente a B., sancionaba una parte de su pasado (el aspecto más equivocado de ese fardo inútil, a pesar de que él simulara un gesto incrédulo), estéril y esperanzador al mismo tiempo. Esto último no dejaba de ser chocante, y parecía admirarle mucho en los postreros años de nuestra amistad. Más de una vez oculté una sonrisa al advertir su profunda sorpresa por una circunstancia que no dudaba en calificar de paradójica. "Lo que me ha faltado verdaderamente ha sido el entusiasmo..., esa, digamos, afección inocente que desarticulara la dichosa dualidad [frustración y esperanza]... tan engañosa", concluía diciendo B. muy pensativo. [Sé que fingía al aparentar ese... esa perplejidad.] Se libró por fin de la contradicción ridícula... sin ser él ambiguo. Huyó. Más liso que un guante. Y punto. Así que eso refrendaba un nuevo programa; él sería oscuro (casi con toda probabilidad lo era desde que nació): "Y, bien, nuestro siglo está aturdido seguramente desde muchos siglos antes." [J.P., creo... Desde luego, no... G., ni yo mismo, claro. Debió, entonces, ser aquél quien sentenció en el transcurso de alguna de sus borracheras el vicio original de la época frente a un atónito Brell.]
Pero sobre todo B. fue uno de los justos que he conocido. Tuvo la cultura suficiente para serlo. Su acción revalidaba el más honorable altruismo: el único.
Yo lo sabía, aunque eso no bastaba para desprender de mí, como la costra endurecida y agrietada de una llaga antigua, las exigencias de una moral ecuménica y rígida a través de la cual me empeñaba por encontrar el verdadero sentido a todo lo existente. No ignoraba que durante mucho tiempo yo iba a ser de la naturaleza residual de lo superfluo (y de ese modo he llegado hasta aquí... ¡indemne!), un apéndice estrambótico (yo sabía de mi desgana, pero también que todas las naves tras de mí estaban quemadas) de la decadencia secular que ya caracterizaba las últimas décadas y la liviandad de sus propuestas.
Si nada había detrás... Ahora sería preciso renunciar a los mejores logros con tal de salvarse del desaliento, lejos del espanto. Por lo demás... Envidiaba a los personajes de novela, a los entes de cualquier ficción: ser algo parecido a eso (B. lo fue siendo real), cerrar las páginas de golpe, y muerto; abrir el libro, ¡hélas! resucitado... Una vida mezclada, de constante tránsfuga...: era como leer un libro al aire libre, sintiendo la brisa y el calor del sol sobre la piel... bien sumergido en avatares no tan extraordinarios, ser el libro.
M. era real, Brell era real, no brotaban de un lienzo emborronado de pintura ni de una imaginación pedestre. Eso los afeaba o los enaltecía, los hacía creíbles u olvidables, pero la mayoría de sus actos obedecían a una ley fantástica y encriptada (por lo que de singular había en ellos), del más puro nervio. No tenían que urdir estratagemas para alcanzar la pasión o la mística.
(Aun en el arte más inocente y salvaje, conmovedoramente ingenuo, se esconde el sacrificio, el acatamiento. [M., sin él saberlo, me dejó abatido en un sentimiento de dolorosa pesadumbre: "Serás tenaz", me dijo, "¡Pero eso no certifica nada de nada!"])
Y, al cabo...
¡Qué peregrino itinerario! La andanza, llena de peligros y sobresaltos, de caídas y alarmas, adopta al final visos de nadería. El amargo desvelo que produce esa convicción es hasta violento. Renunciar a las mejores obras...: ¡Vamos, me digo, eso es una suerte de salvación!
Me quedaba quieto ante la viscosa luz azul del ordenador, escribiendo con la televisión encendida, de día, de buena mañana, bajadas las persianas de lamas..., desoía las voces de fuera, un claror... Las palabras se encendían de blanco en la pantalla.

T. (5)

Lo primero que hace es dibujar pesadillas. Una fiebre mala lo ha invadido. La imagen se torna fantástica. Peces que vuelan, o son prodigiosos (peces de sangre blanca, sin hemoglobina, y otros seres más intrigantes, con colores propios, una luz química que nace de sus entrañas desafía la negrura de los soles apagados, luciérnagas magníficas, maravillosas lombrices luminiscentes que trazan la geometría azul de algunos mares). Se supone más allá de la realidad, y por eso la inventa lo más veraz que puede: pinta y dibuja seres deformados por la extravagancia, o por la crueldad y el dolor, es un hombre oscuro y tétrico que empalidece los rostros, sobre todo el suyo, sólido y lunar, esboza miradas relamidas en autorretratos, y en la testa coloca un astro ensangrentado, perspectivas del color de la luz selenita. Esconde el sexo, la sangre, la humillación y la muerte detrás del rango de la magia. Su síntesis, que aclama el cosmos, sólo conjura su pequeño misterio de hombre. Su alquimia es vistosa, pero la materia que extrae se descascarilla en su corto trecho, es irreal. Con otro daimon habrá de juramentarse. Algo habrá que hacer. De momento, sólo juega con el espectro del gran personaje del sueño. La anécdota le ronda alrededor como un misterio nada más que lleno de sombras. Descubrirá al paso del tiempo, metido en pleno desvarío tan sugeridor, que las imágenes esenciales buscan el aposento de la mejor realidad, no de los pedestres y ficticios trazos que la imitan fielmente. Se da de bruces con la materia, con la verdadera física de todo pensamiento. La metáfora del nuevo realismo será lo que el substrato y la vieja apariencia de las cosas materiales deparen. El naciente evangelio inaugura con la doblez de su simple y humilde mostración las claves dramáticas o plácidas del enunciado: la cruz (que es antes madera), la raya, la gota, el número, la letra, la huella. Le geología del alma destierra las apariencias de un decorado de colores bajo el sol, invade la poética de lo ambiguo, de la delación íntima, del horror ante un destino fatal. El hombre visionario se encierra en un reducto sin sonidos, sin voces, muy poca la luz, pero toda el alma. La solidez de la fábrica románica resguarda, al fin, la levedad y el miedo de un espíritu sobrecogido de estupor ante la réplica que del mundo hace su obra. Los ojos son los puntos de dos lágrimas, roja y negra, frente al espectáculo inerte de la sustancia tan viva. Detrás, el cerebro medita, aclara el desorden, y devuelve la imagen más real en una buena nueva que todavía carece de discurso. Aún es habla sólo. El asombro es mayúsculo.
Nueva es la mirada de quien mira.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Poéticas -M.M. (13)


Desgajado el realismo contemporáneo en facciones, sino antagónicas a nivel formal (lo real, lo evidente, proclama su codificación visual sin cortapisas), lo ideológico establecerá los elementos diferenciadores que las distinguen una de otra. Pero la intencionalidad prevalece en la categoría procesual de la obra de todas ellas, y aleja todas estas tendencias representacionales del realismo decimonónico y el más obtuso y pertinaz del siglo XX. Lo distintivo recae en un compromiso previo a su ejecución que mediatiza el discurso, a pesar de su transparencia formal, agregándole un manifiesto oculto, adyacente o literal. Ya se trate del nouveau realisme, el pop-art, el hiperrealismo, realismo crítico-social o realismo fantástico, lo figurativo en la acepción contemporánea equivale a una intención deliberada, a un propósito más allá de lo representado, aunque sólo sea un mero prurito técnico.
El cuadro que encabeza estas líneas exige al espectador una aceptación preliminar fácilmente adivinada en sus presupuestos: tal realismo no invoca aquel instrumento de reproducción fiel a unos caracteres típicos; antes al contrario, la inversión conceptual, el juego de unos espejos ingeniosos en la mente del artista y el entramado cultural que se oculta detrás, define una obra cuyas reminiscencias de todo tipo (incluso estilísticas y hasta evocadoras de lo intemporal del arte de épocas muy antiguas) se hacen presentes de manera inequívoca. La denotación, tan palpable, es engañosa. Es un doble juego que abarca desde el cultismo hasta la transgresión vanguardista mediatizada por la excelencia técnica.
Podría decirse en cuanto a la representación que se nos propone (tan escueta en el fondo, tan significativa en los detalles –el dorado, por ejemplo-) que nos hallamos ante una suerte de iconografía/soporte-iconología/símbolo apelando, con un amplio criterio del uso de la referencia, a las distinciones de Panofsky, tan sutiles en la nomenclatura de los estratos significativos de la obra artística. En resumen, una connotación de segundo grado respecto a lo iconográfico, como se ha venido a llamar a lo iconológico.

Muerte de M. (fragmento 102)



Yo guardo con amor un libro viejo

Es silencio la lluvia, o las voces de antaño. Gloria al contador de huesos. Anegan la retina prendida en la ventana de gotas deslizantes aun antes que su boca y el hedor de la lengua los muebles del cadáver, el cuero y la madera de la casa cerrada, el rancio olor del aire de aquella arquitectura de papel. De estos días tan viejos (los tiempos se juntaron de la misma materia de la desolación) los sepultados libros bajo inocentes títulos hoy herencia del desprecio. Pero disfraza, invicta memoria, el polvo blanco del libresco gusano. Y de los ojos muertos la oscuridad sin nombre: allá donde te espera tan arrogante muerto. Engalana tu cólera. (Mientras pasas las páginas todavía, lecteur.)

martes, 23 de febrero de 2010

T. (5)

[Había salido del vértigo. La luz me golpeó el rostro con la llama de un calor desusado. La explanada, tan viva de gente, suplantó la procesión imaginaria (todos aquellos transeúntes reales de los cuadros...). Durante unos instantes temí que T. (ahí estaba, a mi lado, hermético, ceñudo y un poco triste) hubiese adivinado el delirio inesperado, la fuga extraña de mi entendimiento corporeizando figuras y magia. Disimulé la confusión, recompuse el gesto. T. llevaba sus ojos negros, alarmados y profundos hacia un lugar desconocido. No me miraba a mí. Me había costado mucho convencerle unas semanas antes para reunirnos. Poco mundano, era un hombre completamente reacio a las entrevistas. Le llamé desde París a su casa. Maquiné un engaño pueril que tuvo una insólita efectividad. ¿Podría recibirme en Barcelona? Lo asedié durante semanas. Hay un despacho en la Fundación. Allí lo atenderán. Hable con ellos, decía. Me excusaba yo con una obstinación incomprensible. ¿Qué quiere escribir? ¿Qué clase de publicación es la suya? ¿Escribir?, exclamé. No, no quiero escribir nada. No se trata de eso. ¿De qué, entonces? No me diga que es profesor de arte en alguna de esas facultades. Es difícil explicarlo por teléfono, me defendí. Me cuesta creerlo, replicó. Insistí. Se oponía él. Finalmente, dijo que a su regreso de Amsterdam iría a París. Tal vez podríamos hablar en esa ocasión. Días más tarde confirmó la cita. ¿Dónde? ¿Le parecía bien en el Beaubourg? De acuerdo, accedió. A primeras horas de la mañana nos encontramos allí. No me fue difícil reconocerle. El día había amanecido claro y terso bajo una luz de agua, azulada... Recordaba mejores años. Conversamos... No, en realidad, hablé yo... Me escuchaba manteniendo un respetuoso silencio. Luego, T. se despidió y entró en el museo, desapareciendo enseguida por uno de los accesos laterales.]
Siempre se ha movido entre fragmentos de la realidad, la gloria de ese arte es la materia reconocible, recupera el escombro y la transposición se apropia de la más bella y sugerente imagen de la naturaleza. La ordena en un nuevo lenguaje. El cuadro es como la vida: la representa siempre a ella, se nutre de ella, llega a ser vida hecha con la tierra, ennegrecida por el aire y el tiempo. La expresión de la luz y la sombra, de la soledad, de la locura, del sexo, del tiempo y también de la muerte... ¿Qué poética encierra una hechura tan terrenal, sin artificio, sin modelo? La técnica del alma prefigura la del pensamiento. La emoción concluye en la inocencia, el asco o la angustia. El cuadro se significa como el discurso final de los signos menos adulterados del mundo: están en él, y su combinación es graciosa, o es dramática, es hermosa. El viejo lienzo se pudre en su blancura manchada y falsa, en el espejo falaz de su trampa. Ahora el espesor del soporte se convierte en las entrañas más adecuadas para el autorretrato. El icono revela la potencia del material humano: se representa a sí mismo, te declara inútil para la imagen, no te quiere copiar, y no hay relación de semejanza, pues no se requiere, la selección estética se aleja de toda ficción, cuenta cosas verdaderas, son cosas verdaderas las que confunden a tu ojo, es el gran realismo que repudia lo que aparece inmediatamente del paisaje y el hombre. Es una práctica que convoca lo más conocido y que más extraño y complejo nos resulta cuanto más se evidencia su sencillez. La metamorfosis es mucho más grandiosa cuanto más tonto y burdo es el engaño: un pedazo de tela, un manojo de cabellos, una gota de pintura negra o roja, o amarilla, o azul o verde. ¡Pobre loco aquel Vincent van Gogh que mediante la pintura de paisajes celebraba un corazón enrevesado e insaciable y dejaba irrumpir alegremente la tragedia en el cuadro! Otra ya es la forma; a veces, más trágica si cabe. Deja en paz tu conciencia, y conmueve la de los otros. ¿Qué paisaje se ve ahora? El de la abjuración. La creencia es que pertenece a una idea que ya no se llama naturaleza, aun siendo esto lo que es, pues procede de un alcance transfigurado por los nuevos contenidos que se otorgan a los símbolos de siempre. ¿Un paisaje del alma?, ¿no fue la piedra barro y agua...? La regresión es notable: lo espiritual vuelve a avanzar (retrocede hasta la sombra luminosa del Medievo) Todo arte es simbólico: el acrílico es la mentira nueva de la luz de siempre.
T., usted nunca sabrá hablar. Es torpe, por eso se calla. Hace de la introversión y la tozudez su coartada. Pero no engaña a nadie. No ha aprendido a hablar.”

El testigo (3)

1937. El invitado ya anda cerca de los cuarenta años. En realidad, vive como un adolescente a la sombra de los padres, sin separarse de ellos en las continuas mudanzas de un barrio a otro de la capital, pues la familia cambia cada pocos años de domicilio. Esto no le había asombrado lo más mínimo hasta ese momento, tan natural le parecía prolongar ese tipo de unidad familiar. Siempre ha sido un hombre rutinario, a cubierto de las asechanzas del mundo bajo el escudo del hábito y la costumbre inalterable, hasta pegajosa. La salud de su padre, prácticamente ciego, algo que más tarde o más temprano ha de sucederle a él, declina con rapidez. Ahora se ve obligado a buscar un empleo cuya remuneración sea mucho más elevada que la que proporcionan las revistas literarias en las que colabora y los trabajos periodísticos de poca monta, sucintas biografías y reseñas, que publica en diversos semanarios, puesto que los libros de poemas y los cuentos no devengan beneficios en absoluto. Pero su falta de coraje, su aprensión hacia todo tipo de cuestiones prácticas lo ha inmovilizado en una secreta apatía desde adolescente, lo que le invalida para cualquier trabajo manual y aún de cierta clase intelectual más allá de lo literario o las diversas traducciones que le solicita alguna editorial amiga, como Sur. De otro lado, carece de titulación académica: una institutriz contratada por su madre durante unos años, la escuela primaria bonaerense y el colegio Belgrano, de los que salió con más de un coscorrón propinado por sus compañeros merced a su cursi vestimenta y melindres de niño ilustrado, y el bachiller cursado en un licée suizo, en su primer viaje a Europa, constituyen todo su bagaje oficial de estudios. En el instituto ginebrino sucedieron dos acontecimientos trascendentales: se descubrió como excelente latinista y consiguió la amistad de Abramowicz, un joven judío de origen polaco, más tarde abogado y comunista; a él dedicaría, setenta años más tarde, una de las más memorables elegías que se han escrito en el mundo (…entrar en la muerte como quien entra en una fiesta…). No ha asistido jamás a una universidad. Es un autodidacta (que al final de su vida acapararía doctorados honoris causa recibidos con todas las pompas típicas en los principales paraninfos). Por este tiempo ya es un escritor de prestigio y su nombre se extiende por los cenáculos literarios porteños, y, sin embargo, carece de medios. La fama, tan limitada fuera de ese ambiente, le procura muy discretas ganancias económicas. Y se hace imposible vivir a costa de la exigua pensión del padre, cada día minusvalorada por la inflación galopante. Pero trabajar ¿en qué? Por entonces ya le han sometido a tres operaciones de los ojos (todavía sufrirá otras tantas que no han de impedir la ceguera). Tres años antes, en el invierno de 1934, había programado con calculada minuciosidad su suicidio en la habitación de un hotel. Para ello compró un revólver, una novela policíaca que leería antes de pegarse un tiro y se bebió un par de copas de coñac (él,que sólo bebía leche). Afortunadamente, al final ni lo intentó siquiera. Prefirió escribir uno de los libros más destacables de su bibliografía, en cuyo prólogo de la reedición de 1954, veinte años más tarde de la primera impresión de volumen, afirma que lo “ejecutó un hombre asaz desdichado, pero que se entretuvo escribiéndolo”.
Sin saber qué hacer ni en qué trabajo emplearse, apela a los amigos buscando una solución. Las recomendaciones no tardarán en llegar. Entretanto el anfitrión, al que hace unos años que conoce, en un rasgo de comicidad (a ambos les caracteriza ese don), le brinda la posibilidad de ingresar en el mundo publicitario y le invita a redactar conjuntamente un folleto seudocientífico sobre las bondades del yogur y la leche cuajada para una de las empresas de su familia, “Lecherías La Martona”. Les pagarían 16 pesos por página, de un cómputo total de dieciséis. Lo más sorprendente de todo aquello fue que el anfitrión no dudó en declarar años más tarde que aquél trabajo supuso para él un “valioso aprendizaje”. Y añadiría en un gesto de excelente humor de sportman: “Cuando acabamos la redacción yo era otro escritor, mas avezado y experimentado”. Luego de esto, entre varios amigos y el mismo anfitrión lograrían introducir mediante el simulacro del empleo remunerado a aquel hombre medio ciego en uno de los paraísos que el destino iba a negarle como disfrute propio. Antes de finalizar el año el invitado ingresó como simple auxiliar en la biblioteca municipal de uno de los barrios más grises y lóbregos de la urbe. (21).

lunes, 22 de febrero de 2010

D.G. (Autorretrato-5)


Durante mucho tiempo me persiguieron los colores brillantes y vivos, ocres y cenicientos, definidos y puros del verano, del otoño, del invierno y la primavera de Montes. Sobre todo el latir de la tierra, el sonido sin más del aire y del agua.
Muchas noches he estado acostándome temprano sólo por traer a mi memoria los días pasados con la nitidez que otorga el silencio de la duermevela. Todas las voces y figuras que acudían a mi mente eran tan reales y próximas en esa circunstancia que llegué a pensar que todos ellos y aun yo mismo éramos pobladores de un sueño, y que al despertar a la mañana siguiente el pálido recuerdo en nada podía compararse a la pujanza y verismo de una existencia tan sólo sustantiva entre el sueño y la figuración, plena de autenticidad y de la materia de las cosas imperecederas, sin que pudiera turbarla nada de la grosera ristra de los hechos cotidianos.
El sueño me traía las imágenes tan plausibles que ni la evocación difusa y engañosa que despertaba con el alba lograba debilitar su clamorosa evidencia y la potestad de su certidumbre. De clave proustiana, yo me abastecía de aquellos embelesos que terminaban apaciguándome en una morosidad que desafiaba tanto la sustancia del espacio como la materia del tiempo.
Pero en el fondo, esa virtud... ¡Sé que todo es tan fugitivo! (Hoj. 298-299).

El sol (10)

No..., no sabe pintar. Brell andaba despacio y torpe por las empinadas y estrechas calles del pueblo. Siempre, a pocos pasos, el rumor del agua, la montaña delante, el caminito imprevisto y obligado que aparecía enfrente y descendía hacia la frondosa vegetación, se detenía ante un corral de piedra negra o conducía a la acequia oscura que serpenteaba entre nogales enormes y olorosos, bajo sauces y helechos fresquísimos.
Estaban las voces, el susurro. Estaba el compás del tiempo, una cadencia morosa sólo interrumpida por el corte primario pero rotundo de la mañana, la tarde y la noche.
Está el alboroto del ave que anuncia el amanecer de paja y de piedra. Suena la pesada campana de la iglesia. Después: la sombra corta y tenaz del mediodía, la sombra alargada y dorada de la tarde. El ladrido del perro nocturno acuchilla a lo lejos el grave silencio del monte: a solas, atado y esclavo, con desesperación, arroja de sí su corta y furiosa biografía.
¿Y este Brell...? Callaba su soledad instalado todavía en la esperanza, aunque, de momento, lamentablemente, no se piensa útil para nada.
He traído además un gran dibujo.
El pan, tierno y caliente, es un goce primitivo, casi obsceno, secreto del todo.
Guisa un pobre alimento sobre la llama entreazulada de un hornillo roto.
Compra una garrafa de vino a granel. Bebe en un vaso pequeño de cristal, que se entinta de un rojo espeso y se hace extraño.
La forma de la vida prevalece sobre toda abstracción, sobre todo pensamiento esquinado del Brell cabizbajo y hostil. Una monotonía uniforme del tiempo, y el pensar a veces que todo es un estatismo persistente, y es inútil (cuando mira rastrojos quemados, la parva al borde de la era antiquísima, el pedregal abrasado por el aire, la nube de polvo, la desnudez tremenda del tronco muerto, el cielo árido o blanco como el terror…). No sabe pintar.
El sol amarillo, el monte azul, el hombre verde, el camino de tierra roja. Hay una tapia vieja que se cae a trozos: cuando le da la luz de poniente parece de oro. Todas las tardes, a deshora, cogiéndole desprevenido, cruza la ventana una nube rosa, entre azules y blancos mustios.
Piedras y casas, plantas y sembrados, los árboles, los regajos de agua, configuran la escena. El sol en lo alto. La tierra calcinada o fértil, y el humus fresco y fecundo, que vive y airea de noche su fragancia escondida. El aire de milagro.
Todo tan distinto y tan lejano que no había sido posible concebirlo antes.
Va a apresurarse la vida aquí, y va a ser una multiplicidad de formas, la polisemia de un abierto vocabulario de sensaciones de vida... o de muerte.
En la vida del pintor, tal vez la muerte no sea lo más difícil de obtener.
[V.v.G. ha nacido en un país lejano, frío y oscuro... Pero evoca no sin melancolía en los peores momento de su estancia en Arlés la poesía del brezo auténtico, el sendero y la planta del jardín de la casa de Zundert... Siempre se pareció este artista obrero, hasta el día de su muerte, a un campesino de esa tierra de landas y cielo negro.]
Ya no es un lugar vacío. La noche de plenilunio palpita de modo especial, le trae un antiguo recuerdo de primavera, o la pesadumbre de una tarde lluviosa de otoño, cuando era un niño en la gran ciudad y miraba a través del cristal de la ventana cubierto por deslizantes regueros de agua las aceras desiertas; luego, la noche limpia y clara traía un luna gordísima y resplandeciente. Recuerda sus años párvulos, entonces el ojo miraba por vez primera y esculpía en su cerebro blanco la imagen nueva, nítida y precisa para siempre, el molde de todas las vivencias de después.
Un viento cálido, el chorro de agua pura, con el sabor de la infancia, el viento verde, las paredes azules, las voces lejanas en el atardecer, y, de repente, el lugar se ha poblado. (Hacía meses de eso..., etc. No va a desvelarse ahora, no. Sólo tiene ese lugar. Bien abiertos los ojos hasta el otoño anegado de charcas. Olvida tu maldita infancia.)
Va reconociendo un montón de rostros, sabe nombres. Unos serán modelos, otros...
Aparecen hombres, mujeres y niños por todas partes. ¡Qué elenco entre piedras viejas y sucias!
Comprendía cometidos del que se dedicaba a la tierra y también del que comerciaba con alguien de algo. Comprendía al que callaba, y al que le dominaba un afán dramático, y al que iba muriéndose sin darse cuenta.
Pronto se sabe quien ama, quien es codicioso, quien se engaña, y de algunos odios y ridículas pequeñeces también se sabe.
Existía, a pesar de todo, una ciencia que a cada cual colocaba en su lugar. Hay unas leyes bien aplicadas (trazo, color, perspectiva) que ilumina una realidad coherente de aquel mundo, la maraña de imágenes tiene sentido. Hay una apariencia... perceptible. Un dibujo...
"Adquiere Montes una fisonomía...", me dice en una carta que he perdido. [B. se sentía más seguro. Estaba en su casa... (como en su casa).]
Más razones tenemos de sentirnos cerca de los artistas que de los cuadros...
Acababa julio. Mudaba cien veces la luz. ¡Qué se le va a hacer!
Para Brell todo era un inmenso cuadro de colores violentos y de un trazo muy enérgico.
¿El fondo de qué?
Parece que Brell es otro. Las cosas, pues, deben de ser otras. El lo cree así.
Prefigura las visiones. O no: eran viñetas.
Esto renueva la eterna cuestión: la vida, ¿es enteramente visible para nosotros...?

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (6)


Todos los personajes se hallan encerrados en las viñetas. La invención los acota, su creación los inmoviliza en un recuadro gráfico que renueva su nombre y concluye siendo afortunado heredero del estatismo pictográfico de antaño. No pueden salir de ahí. Ni siquiera en la acción se mueven. Estáticos, detenidos y anestesiados, paralizados en el tiempo y el espacio. El objeto lanzado al aire se congela en un instante de duración cósmica. La lluvia se petrifica. El ave está en el cielo, no vuela. Ni los brazos ni las piernas se mueven. Las bocas abiertas se eternizan en la imagen, no vuelven a cerrarlas; hablan, pero tenemos que leerlos. Si se besan, literalmente se funden en un beso hasta la eternidad. Si matan, continúan matando hasta el fin de los tiempos. El que dispara, dispara una y otra vez; el que muere perdura en una agonía inacabable. El joven nunca deja de serlo. El viejo demora su final como si tal cosa. El que es niño, lo es para toda la vida.
Es una narrativa iconográfica que avala su extravagancia en fuentes muy antiguas, y su efectividad ha quedado contrastada desde siempre: los papiros egipcios, les images d’Épinal, las aucas, las aleluyas… Sólo la secuencia de las imágenes los hace verosímiles transportándolos de viñeta en viñeta, sólo la plumilla y el pincel del dibujante, trazando su contorno, el perfil de sus rasgos y la línea de sus manos, los adensa de realidad… y mentira a la vez. Todo resulta ser una percepción óptica acompañada del lenguaje verbal tan burlona como capaz.

domingo, 21 de febrero de 2010

El testigo (2)

El invitado, soltero, vive con su madre, a unos centenares de metros del lugar de la cita ritual. Una vez la ceguera, implacable, empezó su avance, el camino hasta el piso de La Recoleta se hizo peligroso. Todas las tardes, en torno a las ocho, espera que venga a recogerle en su flamante automóvil el anfitrión, un apuesto sportman casado con una gran dama adinerada de la sociedad y cultura argentinas (lo disculpa de la circunstancia su propio patrimonio personal no desdeñable; alivia el interesado enlace su dimensión de escritor, cosa que luce discretamente, como si el asunto no fuese con él). Esta noche, después de la cena, el invitado se siente especialmente crítico. Se diría que ha sufrido un contratiempo durante el día que ya muere, algún desdén adivinado, o supuesto. Podría ser una de esas mínimas y olvidables contrariedades que todo ser humano padece en el transcurso de la jornada, pero que para nuestro hombre, un dandy de clase media y sempiterna corbata, de gestos mesurados y tenaz introspección, constituye un auténtico fastidio, cuando no una afrenta. Su interlocutor finge que no se percata del malestar del otro, y acepta de buena gana las penosas y desalmadas palabras que va desgranando su invitado. Incluso las refrenda de viva voz, sin valerse del silencio cómplice, que en algo atenuaría los dardos envenenados lanzados sin piedad ahora, sin arrepentimiento después. El reproche se reviste de auténtica mofa, un festival de burlas e invectivas dirigidas a un viejo escritor español exilado desaparecido un año atrás, excelente poeta y premio Nobel de literatura. Las anécdotas sobre él, imposibles de probar (nadie puede rebatirlas, no hay testigos), rozan tal vez la injuria. La crueldad es obvia. Así, repantingado en el sillón de cuero inglés, sosteniendo aún la taza de café humeante, malhumorado y en plácida digestión, ni siquiera carraspea cuando se dispone a proferir la infame andanada hacia el muerto, ni siquera puede haber conjeturado (él, tan amante de las conjeturas) lo que dice, puesto que difícilmente ha sido capaz de observar en algún momento del pasado indicios que comprometieran a aquél en lo que afirma. “Era vanidoso, y siempre en el límite de la hipocondría, un escritor pobrísimo, intelectualmente débil”, sentencia el invitado. El anfitrión asiente con la cabeza, con una media sonrisa desdeñosa: refiere que el poeta muerto hubiera deseado vivir toda su vida en un sanatorio. “Su prosa era horrible”, se escucha como un disparo en la boca torcida del invitado. Desvelan para sí que aquel poeta era mezquino y sinvergüenza: “La Universidad de Puerto Rico no tardó en comprobar la mediocridad de su docencia, así que le notificaron que no era preciso que diera más clases. Le pagarían sólo por atender a los estudiantes que quisieran consultarle algo. Y, sabés, no se enojó por eso, no tuvo vergüenza de ello… Era como un poeta árabe, que se creyó que era un genio…”
Esta noche la charla ha seguido poniendo en solfa a otros poetas españoles, a los que hay que corregir con severidad, al decir de los dos. El invitado glosa censor y sabihondo un poema de A.M. El lo hubiera mejorado ostensiblemente.Y lo intenta. Y, más tarde, aún tiene tiempo de llamar idiota a su cuñado casado con su única hermana, un crítico sagaz e historiador de las literaturas de vanguardia. (502-503).

D.G. (Autorretrato-4)

La heroína (10)

Se azogaba mejor el lecho del río a medida que la imponencia majestuosa de Notre-Dame se hallaba más próxima, de las aguas parecían surgir los contrafuertes, las torres, la aguja celeste, la corona de espinas, los rosetones y los pináculos. Una recóndita villa marina y antigua parecía elevarse entonces fragmentada y brumosa.
Ciudad llena de música. Si place tan armónica arquitectura, se oye su alma. Lo declaraba convencida de un sortilegio que nada tenía de pacato. Sin embargo, su entusiasmo, tan débil, declinaba con rapidez frente a la rudeza de la tarde crepuscular. Hacía esfuerzos por animar un paseo entre las figuras y los emblemas góticos de un trazado medieval que era como un largo pasillo a la congoja de saberse en un puro tránsito a épocas todavía más crueles y oscuras. Era, en definitiva, una conmovedora excursión a través de edades hechiceras pero muertas, de un espectáculo concluso muy triste en el fondo.
Veía yo los colores: estampas de otro tiempo. Era imposible negar la destemplada grisura que pronto atenazaba las piedras y los ventanales, los campanarios y los tejados, los áureos chapiteles y las agujas dirigidas a un cielo inescrutable. Se desvanecía la luz dorada y yerma del sol en declive como una estela que viniera de muy lejos a morir en ese lugar de desencuentros.
Entonces, yo le hablaba incansablemente de unos años que precedían a la cólera de hoy, disimulando el derrumbe físico y la locura deliberada de ella. Me escuchaba sin mirarme, con los ojos fijos en algún vitral, o en un ático iluminado, o en el cielo mudo y frío. De repente, ni siquiera la notaba a mi lado. ¡Qué mudanzas!
¿Sentía cansancio...? Negaba con la cabeza, sin decir palabra. Recorría solitaria un magno derrotero hacia adentro. Su itinerario interior desplegaría minucioso todas las malas estaciones. El dolor debía ser indescriptible, pues ella aún no sabía del todo que iba a matarse.
"¿Te encuentras bien?".
Y medio me sonreía sin recelo [perfectamente desdeñosa...].
(Recordaba ella: -Brell...-
-¿Brell?-
-Aquel Brell...-
-Brell, que amontona mierda de cabras...)
Dirigía yo las idas y las vueltas del paseo, temiendo que la noche, aún lejana no obstante, se nos echara encima con su aire helado y negro.
¿No quería ella hablar...?
Rumiaba malas ideas, trucos para escabullirse. La dejaba inmersa en su contienda, retrasaba el paso, que doblara la esquina y desapareciera de una condenada vez. Me obligaba a retornar a un pasado de humillaciones o glorias, de pureza o desgracia, pero intolerable. Yo deseaba mantenerme a salvo de una desesperación demoledora... "No vayas a ponerte furioso...", me decía a mí mismo, mirando torvamente a mi alrededor, "Va a escaparse, la perderás de vista de una vez por todas..."
Pero no siempre huía o dejaba yo que me diera el esquinazo...
Antes que la oscuridad nos entristeciera por completo, decidía regresar al apartamento: "Se hace tarde...". [¿Para qué...?]
T.B., de forma increíble, no daba muestras de fatiga. La ocultaba exquisitamente, como se esconde la auténtica aflicción.
Repetimos a menudo aquellas salidas vespertinas, cada vez más callados e íntimos. La costumbre, pensaba yo, es la única cosa cierta a la que termina uno aferrándose. No puedo olvidar aquellas tardes moribundas, pétreas y cansinas, a lo largo de avenidas y calles que eran como pasajes a otro tiempo de aventuras más recogidas y vaivenes sentimentales que fueron más admirables. A eces, muerta la esperanza, una ilusión efímera brotaba como de la nada.
T.B. disponía de dinero, y lo gastaba sin pudor. Siempre lo hizo de ese modo. Compraba grabados muy caros (y otros muy baratos y divertidamente falsos) en algún bouquiniste atiborrado de libros mediocres y bobadas. Pero a ella le fascinaba la mercancía que atesoraban los tipos oscuros y ceñudos que, parapetados entre láminas de colores pálidos, reproducciones de época y volúmenes descabalados pero con nervios en los lomos de piel fingían una identidad de acrisolada sabiduría: lebreles eran de las culturas rancias de los siglos pasados. T.B. otorgaba a aquellos sucios y variopintos antros una categoría de aventura intelectual y artística que se me hacía difícil comprender.
Observaba los volúmenes volcados con los títulos al descubierto, ante la absoluta indiferencia del librero. Al rato, señalaba uno de los ejemplares. No insinuaba la menor intención de afrontar un regateo indigno: podía ser una edición olvidada de alguna novela bien impresa décadas atrás en Grenoble, Tours o Rouen. Así que señalaba con el dedo, camuflada por la capucha de la trenca: "¿Cuánto?", preguntaba, casi sin importarle la respuesta. Cogía el libro y pagaba. (No había tanta candidez en otras compras, mucho mejor tramadas. Logró con extraordinaria facilidad (de la que todavía me asombro) una litografía de las que ilustraron originalmente la obra de Hoffbauer, impresa por Firmin-Didot, a un precio muy razonable.) El placer de la adquisición estaba sin duda guiado por el goce estético de la posesión (el viejo y grueso papel amarillo, la piel sobada, la letra de oro quemada por el tiempo...), que no tardaba en disiparse, mucho más que por la expectativa intelectual que generaban unas páginas o una impresión artesana. En cualquier caso, sé que ella ya no tenía desde años atrás ninguna afición por el objeto. Satisfecha la pronta ansiedad, el desprecio era manifiesto. Todos los libros, grabados y alguna otra bagatela que compró durante nuestra permanencia en París acabó regalándomelos.
[Hoy.: enmarcada y colgada en la pared, por encima de la pantalla del ordenador, tengo la auténtica litografía del Hotel de Ville, por Charpentier, y guardo en un cajón del escritorio un pequeño volumen en piel de François le Champi (¡primera edición!), que me regalaría con una malvada y obscena dedicatoria francamente irreproducible. 5/05/99. Hoy, que releo Hem., para detalles. La traducción de Ferrater... En fin. (Contrasto edición A Moveable Feast, Ernest Hemingway Ltd., Nueva York, 1964) Hem: “teniendo hambre llegué a entender mejor la pintura de Cézanne...”]

sábado, 20 de febrero de 2010

Artistas (8)

El amigo Schob., cínico y festivo, pondera las exaltadas inspiraciones de S.; respecto al Winterr..., cantado por el mismo F.S., manifiesta sus dudas. Es igual. Sabe uno muy bien con quien habla: con la muerte; aunque, malhadado, no la espere tan pronto. La tonalidad menor del Winterr. parece el susurro de un huraño reproche: no haber soñado tanto...
Queda la vida como un enorme cuadro gris, una pintura sin emoción llena de silencios ominosos y poblada hasta en sus más recónditas esquinas de una marchita luz.
[El acuciante deseo de ver la realidad la disfraza. Las sombras y las provisorias figuras que proyecta la impaciencia sobre ella terminan burlándola. La intención ofusca... Persigue uno finalmente una entelequia, una ingeniosa bagatela... V.G.: no elude violentar la realidad, la impresión verdadera, intensísimos colores... Sólo he visto un momento en la tierra y el cielo sin color, en L. Creo que estaba con J., y D.G.: caía la tarde plácida y gris en un crepúsculo tristísimo. J., en la parte de atrás de la casa, en medio del jardín pequeño y descuidado, profuso de hierbas desvaídas, quemaba documentos y papeles, toda una parte de la memoria del exilio. Ardía la delación, el mensaje, la carta y la confesión. J. atizaba la llamarada pacífica que ascendía al cielo blanco. Me entró un helor de metal que me crispó la espalda... Ya en el coche, escapamos por una carretera que se ensanchaba más y más bajo los pinos (siluetas).]
Aquellas reflexiones... Franciscanismos que había de evitar: "Paseaba solo entre los muros verdinegros de la ciudad medieval de góticas esquinas y penumbras, taciturno..." Mentiroso: estaba deseando llegar al apartamento, correr las cortinas de las ventanas, hurtarme del mundo, encender el televisor y bajar al máximo el volumen, poner en marcha el ordenador, no pulsar una sola tecla..., escoger el disco: escuchar algo muy alegre de la Escuela de Mannheim... Llueve muy suavemente afuera. Una lluvia...
Recrear la realidad es una pretensión que no admite la tibieza. El plagio, siempre, es obsceno: ¡A ver, esos colores como fuegos...! Mejor desmentirla... (Figurarla de otro modo. R.: "No interesarse jamás por un arte que refleja fielmente lo que ya le rodea, que se autolimita por la verdad de la apariencia... ¡esa artesanía!")
Había que negar una forma necia por inteligible de la realidad. Tal presunción anticipaba el suceso bronco, la heterodoxia. Pensaba en V.G., en... Hasta en Picasso, naturalmente. Después: literatura, poemas en aras del objeto. [El sonido, que no es nada... que desaparece... ¡la música sólo, una función sin significados...! J.: "Pero existe la asociación..." En efecto...]
Sin embargo, era púdico. Me dominaba la tibieza.
Característico de una inteligencia menor es observar la prudencia en todo. Rehusaba formularme preguntas verdaderamente desafiantes, que de verdad me lanzaran contra las cuerdas. "Las cosas que son sin artificio atestiguan más su esencia", me repetía alejándome de una encerrona epistemológica. Era escéptico ante la rareza. Admitía una conciencia a medias. Me asustaba la gente como Van Gogh (entra por la puerta desmanotado y gritón, o taciturno y mudo, amenazador, te busca entre los demás parroquianos con la mirada roja, crispado, alzando el puño, maloliente y mal vestido, pobre, rematadamente pobre...).
Un scherzo mitigaba el relieve dramático de cierta belleza en las cosas: basta la seriedad de la idea. (Sch.)
[Pero D.G. reprochaba esa torpe afición de mi contrapunto...: "Ya va tropezando ese estilo entrecortado... ¡Ha de caer!" 1/99.]
[Brell extasiado ante las hogueras de enero, encendido el rostro por la lenguas rojas y ardientes que flamean al aire frío de Montes... (Piensa B. en el fuego del solsticio de junio...), al cielo negro helado de estrellas blancas..., y las manos asidas fuertemente a otras manos en aquel lugar lejano de la tierra... Danzan en círculo sin que el terror atribule el alma... c. 17.1.1989.]

viernes, 19 de febrero de 2010

D.G. (Autorretrato-3)

La heroína (9)

A ratos la descubría observándome fijamente, difuminados los dos por la luz desvaída de grisura que se filtraba por el sucio vidrio moteado de gotas secas de lluvia y regueros de polvo. ¿Qué pensaría? ¿Me observaba desde el infierno? No... Cruzaba la mirada con ella, sostenía sin rendirme la lumbre desmayada de sus ojos: por fin me sonreía sin fuerzas, abismada en la apatía, con la manzana casi intocada en la mano a punto de caer y rodar por el suelo. [Yo me sabía muy lejos de ella, acaso de la culpa de allí mismo. Sé que nunca supo lo que yo sufría, el daño de ahora de su recuerdo maldito (20.02.99, en la tarde ventosa y gris, demasiado cálida para la época).]
Te quería, Mujer del Sur sin nombre, y no tu fantasma...
La tenía cerca, y no veía su preciosa boca ni sus labios bellos y rojos. El óvalo de la cara, macilenta y demacrada, parecía querer esconderse en el hueco enredoso del cabello de mil reflejos. Sus ojos verdes, apagados, eran como joyas antiguas que una pátina indecorosa había dejado sin destellos.
A los cuatro días agotamos todas las provisiones del frigorífico, los frascos de mermelada, los tarros de confitura y la batería de latas y envases de cartón de la cocina. En realidad, fui yo quien se abandonó a ese bandidaje maleducado. Ella no probaba bocado.
Una mañana me decidí por fin a salir del apartamento y comprar algo de comida, pero apenas di unos pasos. Afuera todo semejaba envuelto por una sombra de agua.
Regresé enseguida, temeroso y agitado por el azoramiento más infantil, acobardado por el frío.
Adentro el tiempo carecía de sentido: podía no existir. Era el vaivén de la luz lo que atestiguaba la postración. La noche se cernía como una curiosidad llamativa. La prórroga de la luz eléctrica (un sucedáneo desconsolador) que nos engañaba estaba repleta de máscaras, de sombras fantasmagóricas. Evidenciaba, a pesar de todo, dolorosas fidelidades a un pasado muerto. Era imposible librarse de él en el silencio más opresivo del insomnio, aun en lo más escondido de las tinieblas. Y, no obstante, ahora creo que era yo el que estaba al borde de la fatalidad, pues no existían coartadas que justificasen un destierro personal tan crítico y obstinado, a diferencia de ella, consumida por remordimientos y contradicciones insoportables y por el pavor helado de su presente. Me era difícil reflexionar sobre lo que estaba pasando. Pensaba sólo en T.B. Me estaba volviendo loco. "Tal vez...", me preguntaba sin acabar en nada. No, cualquier vestigio de esperanza se disipaba en la oscuridad verdemar de sus ojos.
Fue a partir de una semana en aquel encierro secreto y compungido que T.B. dio muestras de sentirse algo más repuesta físicamente. [Prefirió hacérmelo pensar de ese modo. Su estado emocional era devastador e impasible, ajeno a cualquier piedad hacia ella o hacia quien fuese. Urdía su escapada... Tenía que salir: una vez la vi abandonar urgentemente una pensión vieja y destartalada, aferrada a algo en la mano invisible y poderoso. Otro día se acercó por detrás un hombre. Iba bien vestido, incluso llevaba corbata, pero se veía claramente que vivía demasiado a la intemperie...: "Hola", le dijo en voz baja a T.B., sin dirigirme a mí ni un solo vistazo. "No te he visto desde hace siglos. ¿Dónde diablos...?" T.B. trataba de sonreír. "He acabado... con eso", dijo. "¿Completamente?", preguntó el tipo con expresión incrédula. "Sí, lo he dejado." "Entonces..., si no quieres...". El hombre empezó a alejarse de nosotros sin dejar de mirarla. T.B. no apartaba la vista de él, implorantemente. El otro comprendió y se dio la vuelta sin apresurar el paso. (Lo anoto ahora, 2001).] Por fin había aceptado mi sugerencia de dar algunos paseos cortos por las inmediaciones del edificio de apartamentos, sin un objeto definido.
Un sol aunque débil e inhóspito, de una luz velada y lejana, nos permitió vagar por los jardines y el bulevar Saint Germain.
T.B. se encontraba muy abatida, como si mudase de conciencia, desprendiéndose de todo el sentido de la vida y de las cosas:
Esa misma madrugada terrible había deseado morir. Le desazonaba no saber cómo. [Luego repitió demasiadas veces la misma cantinela. Su vida entonces, en el apartamento de París, era una total mascarada.]
Andábamos lentamente, muy abrigados, en torno a Saint Sulpice y sus calles adyacentes, inmersos en el variopinto y cortazariano trasiego de falsos estudiantes, o por las callejas de Saint Germain des Prés nubladas por el helor y la inevitable sensación hosca del extrañamiento que sentíamos, en las primeras horas de la tarde, cuando el sol desmayado se vertía oblicuo y espeso desde las negras pizarras de los tejados hasta el empedrado húmedo y oscuro. Delineaba esa luz los límites de una rancia arquitectura ennegrecida por las épocas. Hechizaba ese viejo museo fundado por el grano del tiempo, de tan singular atractivo en la materia de las paredes y las fachadas que uno podía imaginar cientos de cuadros informalistas sugeridos por las rayas, las grietas y las manchas, los desconchados y las agrisadas y terrosas texturas. (En la hora postrera ese legado suplicaría T.B. para los cuadros ya blancos fatalmente, la huella del pasado, pues todo lo ajeno a ello había dejado de interesarle.)
Yo no entendía aquella adversidad. A duras penas callaba el desasosiego que me afligía, atrapado en un sufrimiento sin purificación final: "¿A quién iba dirigida aquella rebelión funesta de ella? ¿A qué? ¿O por qué?" T.B. había sido tenaz y vigorosa, su arte se enraizaba en lo más natural de la vida, su propia materia, y siempre a través del coraje había celebrado en su obra el empuje del mar, la solidez de la tierra, la creencia de que el cielo, bueno o malo, era suyo.
Pero todo es siempre antes. Ella o el infortunio de ella la conducían a una extenuación ineluctable: el estoicismo lo tenía el mundo frente a una ella frágil, sola, después muerta.
Poco a poco alargamos los itinerarios hasta las orillas del Sena apaciguado por una luz terrosa y aletargada.
La miraba a mi lado alta y tan delgada... Quebradiza y enferma, tapada por la trenca azul marino, con el cabello escondido por la capucha y la bufanda negra alrededor del cuello. Caminaba como a solas, o en sus presentimientos y figuraciones disparatadas con alguien distinto a mí, en una distracción que negaba la fronda fascinante de la ciudad, los muelles, las plazas, los bulevares y las callejuelas, las agujas rematando edificios, la grisura evocadora o el fino dorado de la urbe antigua y sabia.
Volvíamos al apartamento y a la desdicha, poseído yo de una ternura malsana, irreprimible, hacia todo. El más profundo desconocimiento que experimentaba era el de mí mismo, vacío, sin furia, sin el menor golpe de sangre que me hiciese reaccionar, resignado, obediente a un pugnaz e irresistible mandato maldito. Me poblaba un desierto, no tenía ningún plan (despertaba, a veces, así, corrido, atravesado de escalofríos, entre penumbras inquietantes...)

El testigo (1)

El piso se halla en uno de los barrios señeros, parisinos, de la gran ciudad americana, sureña y cosmopolita, orgullosa de sus calles anchas y arboladas y grandes avenidas flanqueadas de edificios al modo de las capitales europeas, adornadas con mansardas y cúpulas solemnes y fachadas historicistas, especialmente en este barrio de gente rica. La urbe criolla, parece trazada por un haussmann importado con atraso que se inspirara en modelos más propios de otro siglo, pero saturada de multitudes presurosas y miles de vehículos, metrópolis frenética y magnífica. El piso es grande y luminoso, de amplias salas y gabinetes anexos, de habitaciones con balcones de laborioso hierro forjado que contemplan los verdes espacios de La Recoleta, donde son bellos los sepulcros y desnudo el latín. Amueblado con exquisito gusto, el espacioso apartamento tiene ese estilo falsamente descuidado que corresponde a las gentes que agregan al dinero una cultura fuera de lo común, y está colmado de cuadros, esculturas y estantes que soportan miles de libros en diversos idiomas, el inglés y el francés preferentemente, a pesar (al pesar de ellos) de que la lengua del país sea el español.
Dos hombres acaban de cenar en el salón de la casa, frente a unos grandes espejos enmarcados; también hay varias bibliotecas y óleos que ocultan las paredes. La cena ha sido frugal, sin vinos; la ha culminado un par de cafés muy calientes lentamente degustados. El servicio ha retirado los platos de la mesa, cubierta todavía por un mantel de hilo. Los hombres, ambos de ingenio vivo, sentados en cómodos sillones de piel al estilo inglés (tan alejado del hieratismo del asiento castellano), alargan la sobremesa en una noche cálida del otoño austral. Hablan. En una mesa pequeña, de espléndida madera, hay una máquina de escribir en la que el anfitrión, algunas noches, escribe cuentos policiales que traman entre bromas los dos literatos. La luz eléctrica, ahora regulada sabiamente, es tenue, confortable, aterciopelada, aunque uno de los dos apenas puede ya definirla: se está quedando ciego. La conversación se entrevera a veces de asuntos domésticos y familiares o de otra índole (política conservadora, la que ellos procuran para su joven país en permanente revuelta) y se enloda de llamativas pullas personales y sarcasmos pueriles hacia terceros, pues los dos se saben, en refugio tan acogedor e inaccesible, a salvo de la réplica o la agresión física (a la que tanto temen en el fondo). Pero los diálogos versan fundamentalmente sobre literatura. Peor aún: sobre literatos. Ellos lo son, y no menores: han publicado libros sobresalientes, algunos de ellos admirables. La crítica, la censura y la descalificación arbitraria –acaso gratuita- hacia el trabajo ajeno les envalentona por momentos en el curso de la charla. Por lo general, no dejan títere con cabeza. Incluso los grandes clásicos son objeto de la ironía o merecedores de una correción piadosa en alguno de sus textos y poemas. No hay testigos. Eso todavía les enardece más, les torna mordaces, sobre todo a uno de ellos, que conversa con su anfitrión con el aplomo que otorgan su mayor edad y su erudición. Feliz en sus despropósitos, el invitado se siente seguro rodeado de la discreción de las paredes amuralladas de libros y cuadros, por el silencio de la sala a la que no alcanzan los ruidos plebeyos de la calle en la noche de mayo, cuatro pisos más abajo. Este hombre, que antes que el sarcasmo utiliza en ocasiones la iniquidad crítica, no duda en admitir que prefiere pensar mal del escritor que no ha leído, que bien (512).

jueves, 18 de febrero de 2010

D.G. (Autorretrato-2)

Artistas (7)

"Ahora sé que no disponemos de una técnica específica para la creación en cualquiera de sus variantes: todo lo más se aprende una forma de expresión.
"Existe un lugar mágico, íntimo y casi sagrado para uno en la práctica del arte, está tu hueco y si perseveras, si eres capaz de hacer eso, ya no haces lo mismo que todos, puesto que en ese espacio intransferible es donde hay mucho de ti mismo, y eso es lo que te hace distinto." (J.D.G.B.)
[1.98...
Burdeos. Conferencia de prensa de Z.
Memorable estancia de tres días en esa ciudad de silencio, de húmedas nieblas y recorrido difícil, diciembre de... Las brillantes luces de cristal aumentan la indefensión. Alrededor todo es un educado miramiento, hasta el ruido comedido e inevitable que precede a las declaraciones del pianista, al término del recital del tercer día. Sé que debía preguntar algo, pero, inesperadamente, me sentí vacío, como si alguien tuviera que empezar a rellenar la monda avejentada que era yo. Cerré el bloc de apuntes, enrosqué la estilográfica, dejé apoyados los codos sobre los brazos del sillón, entrelazadas las manos sobre el regazo. Sólo escuchar. Sería suficiente con eso. Z. confesaba sus temores respecto a la técnica del piano. Más o menos afirmó que no existe, que aprender la nota es fácil, muy fácil, y que siempre es la misma nota para todos, pero que entre nota y nota hay un espacio, y es ahí donde uno revela mucho de sí mismo, donde halla la diferencia y lo único singular de su alma de artista. Luego habló de Schubert. Bien: "Es como si lo hubiera conocido de toda la vida... Sé de lo que quiere hablar conmigo..."]
Brell escucha la sonata de Schubert. Ha bajado el volumen del sonido y los acordes le llegan muy suaves, como un hilo de voz. Nacen de la misma atmósfera de la habitación en penumbras, forman parte del mismo aire que respira y brotan de la misma sensación de espíritu que le embarga en esa noche de...
"Van Gogh tuvo que aprender del paisaje para conocer su alma apasionada y oculta, la misteriosa tensión que, antes de magnificarla, por fin la destruía. Después de eso se fue sin trabas andando hasta el cielo.
"Está en su lugar: con la memoria blanca."

T. (4)

La materia desvela finalmente las imágenes. Es el emblema de la sustancia verdadera de las cosas con las que se vincula. Dibuja lo último, traza la misteriosa palabra de lo perceptible.
Un hombre es una mancha. Una bandera lo es. Lo es un sentimiento. Toda la vida nos emocionará siempre.
No es el artista trágico, pues es su pintura trágica. El vale menos, mucho menos, que sus obras: mira, y luego, pintarrajea, está descifrando un lenguaje que brota de la tierra como una orografía indescriptible y tenaz (se eleva hasta el cielo, pero sólo alcanza la medida del hombre).
Ya no hay naturaleza, que es un cuadro terrible, ¡qué imagen fastidiosa!
De nada conviene hacer una abstracción. La trama es la moral y los ejemplos de un espíritu alerta.
Luego esto, todo esto, ¿es lo que estaba detrás del ojo?
Tuvo la suerte de estar en París, pero antes tuvo la suerte de ser hijo de un país muy antiguo, de tallas doradas, rocas y mar. Vio la piedra vieja, el gótico mineral y el agua oscura, el aire negro, un cielo de hierro. Despreciaba lo obvio, resolver el arte en copias inútiles. Era demasiado realista, demasiado pegado a la tierra, a la que amaba por encima de todo. Ha amado el arte y la vida y la pasión de los hombres, y en los cuadros ha puesto capa sobre capa de color, creyendo siempre que la eficacia magistral es el conocimiento del ser y su realidad. A pesar de la piedra y la madera, del metal y del agua, ha sido siempre humano, y nunca se ha alejado de las magras esquinas del hombre ni de la estremecedora esencia de su huella. Ha creído en el hombre, en su destino de polvo. No ha querido su imagen natural, pues tan fácil es de réplica o de mistificación: ha buscado su miseria y su grandeza en el documento de la realidad de una aventura que va más allá de lo medroso de su paso por la tierra. Su ojo implacable y hondo escarba en los interrogantes inamovibles. Nada que ofusque esa tesitura aporta al arte verdad alguna, pues el arte no es sino la inquietud de un espíritu que crea entre atropellos e intolerancia mientras atisba en la nueva concepción, cerca de lo cotidiano, en la observancia de lo más sencillo (una montaña, una hoja de árbol, un pedazo de papel, el muro..., y así hasta el alma).
¿Debía olvidarse del mundo? Sólo se apropia de su habla soberbia, un montón de trastos y conjeturas que el hombre va dejando como un reguero místico tras de sí en su trayecto a la muerte: en el plano resulta como una vasta mancha de tierra roja y negra, como una herida abierta en el tiempo.

miércoles, 17 de febrero de 2010

D.G. (Autorretrato-1)

El sol (9)

Imaginemos que Brell:
A primeros de julio miraba los campos de trigo sacudidos por un aire abrasador.
("Volverán a sembrar el trigo verde, rojo, amarillo...", había vaticinado.)
Era un hombre delgado aunque de aspecto vigoroso, de ojos pequeños y hundidos de color claro, azul o gris. [D.G. habla de "una mirada de fuego". No he visto yo tal prodigio en nadie: cólera, exaltación, quizás odio... ¿Qué si no?]. Era un hombre que parecía distante o más allá de uno, inmerso en otras cosas muy sencillas o muy difíciles. La barba roja afirmaba un extraño rasgo de ausencia. Tenía la piel quemada por el sol. La ropa, de una cómoda sencillez, le venía ancha por todas partes. Exhalaba humildad; o no: una tímida rudeza de solitario. Olía a tierra y al aire del monte. Tenía algo de tristeza muy sano.
Hablaba el hombre como para sí. Brell lo entendió forastero: "¿Llevaba mucho tiempo en el pueblo?"
"Seis meses", había contestado con voz suave.
Un pájaro se ha posado en la rama de un olivo y, por un momento, se queda completamente inmóvil. Luego, de repente, dibuja un círculo en el cielo azul y emprende un vuelo fulgurante hacia el arroyo, al fondo verde del valle. El hombre lo sigue con la vista. No sabe qué pájaro es. Dice, y deniega con la cabeza: "Tengo mal los ojos. El sol me los ha quemado."
La luz de la mañana está en un apogeo extravagante, más que nunca despoja de matices al color.
[Brell] ...Tampoco ha podido identificar el pájaro.
A decir verdad, podrían... ¿hablar? [!!] Sí. Brell hace un movimiento afirmativo con la cabeza a la vez que frunce los labios (no ve nada bien desde niño: esa complicidad, a lo mejor, sirve para unirlos... En realidad, ve de una manera especial). El hombre, que no deja de mirarle a los ojos, hace un gesto idéntico, casi hermanado.
Una buena conversación facilita mucho las cosas. Son muchos los asuntos importantes que hay examinar con la cabeza fría.
V.v.G.:
"Era incapaz en Bruselas. Aunque todo eran inconvenientes: la luz era pobre, la gente, todos ellos, ponía objeciones a cualquier sugerencia mía. Sin embargo, me prometí que trabajaría mucho para conseguir lo que deseaba por encima de todo: tenía que olvidar el pasado... Más tarde, en Etten, cambió mi dibujo. Aprendí a ver. Constantemente me decía: ¡Ah, si pudiera pintar mejor! Mientras tanto, me resignaba a comer una ración de patatas con habas verdes, ¡y eso que nunca he oído un buen sermón sobre la resignación! El tiempo libre lo pasaba mirando carpetas de grabados en madera. Había reunido una buena cantidad de ellos. Era todo lo que tenía en este mundo. Me acostaba temprano. A veces, a las cuatro de la madrugada ya estaba en la calle; a esa hora, las cosas están todas en el mismo tono. Descubrí algo interesante: el color revelaba sentimientos en mí que no estaban antes. Por ejemplo, en Nuenen, el color era pobre, sucio... el tono de mi alma de entonces. Hubiera querido pintar a aquellos campesinos con la misma tierra que sembraban con sus manos. ¡Hubiera sido tan verdadero! Mucho más que esas puestas de sol convencionales, tan falsas y vacías, obtenidas con veladuras de cromo que resistirán poquísimo al paso del tiempo. Detestaba los cálculos de composición. Era sincero y salvaje. Yo seguía mi método. Estaba como en el futuro. Pero ya en Amberes uno de los falsos maestros me dijo despreocupadamente: dibuje como quiera, a usted no se le puede poner una camisa de fuerza. El tedio de las academias me enfurecía. Necesitaba respirar aire fresco. Me ahogaba. Estaré en el Louvre, le dije a mi hermano al llegar a París. ¿Qué hacer? No apartarse del camino. Inventar un alegre tapiz como fondo. Hay una vista desde lo alto de mi habitación, en la rue Lepic, un amanecer inquietante, la atmósfera mala... divisaba hasta las lejanas colinas de Saint-Cloud y Meudon. Pero algo me daba miedo. Poco adelanta uno pintando gladiolos y dalias, amapolas y rosas. Veía marchitarse todas esas flores... ¡Bah! Hago cosas más o menos tontas que siempre llego a lamentar. Tanguy me decía: todo hombre que gaste más de cincuenta céntimos al día es un maldito pillo. Yo iba mucho a Asnières... Pintaba y me emborrachaba con el bueno de Bernard, pintor como yo. A los 35 años tuve que huir de París. Era pobre y había fracasado. Era intolerable. Sin pensarlo demasiado me marché al Sur, pero yo hubiera ido al Japón, sí... He modificado todos mis prejuicios... Hay que tener paciencia, no desesperar...
"Yo nunca creí ser un pintor de paisajes. Me interesaba el ser humano. Es el contacto de uno con las cosas lo que realmente le hace tener ideas, más que mirarlas una y otra vez...
"Entregar el alma, tal vez... No, no, claro que no..."
(Otra vez vio B., a lo lejos, al hombre que descendía cárcava abajo:
"Tenía puesto un sombrero de paja, y una camisa roja, y miraba en torno a él con acusado nerviosismo, como si quisiera comprobar el efecto del sol en algún punto exacto del inmenso paisaje que le rodeaba. De pronto, dejó de caminar. La pequeña silueta, como una mancha imprevista en la naturaleza, parecía un trazo que reverberaba a la luz del aire, en la tierra, entre los árboles. Llevaba curiosos artefactos debajo de un brazo. Enseguida se puso de nuevo en movimiento. Seguí con la vista la figura menuda y algo estrafalaria hasta que desapareció por un sendero blanco de la solana, era como un punto que se empequeñecía más y más fundiéndose en la tórrida luz."
No le intrigaba demasiado... saber más de lo que debía. Tenía B. un auténtico hartazgo del retoque. Deja sin completar... etc.)
"Tengo mis leyes propias: éso es lo que hace sentirme optimista. Llegué a Arlés cubierto por la nieve. Era como un paisaje de invierno pintado por un japonés. Tuve que descubrir el sol... He visto cosas muy bellas. Ya antes de partir, conté que todo se resumía en encontrar en los colores la verdadera poesía... Y para eso está el esplendor del sol que aquí baña muy pronto toda la tierra, antes de la primavera..."
La ventana está abierta. Se ve una parte del cielo azul. Entra un aire dorado y limpio. En el interior la luz es diáfana. Brell bebe un vaso rebosante de leche fresca. El hombre destapa casi religiosamente el tarro. Con la hoja del cuchillo unta de miel blanca y densa una gruesa y esponjosa rebanada de pan.
Crepitan los caminos áridos, y el árbol, murmura la tierra, zumba la abeja: promueven la sensación más viva del estío.
"Aún en el desastre... la calma, esto es lo que yo me decía hasta el final..."
B.: "Afuera, bajo el sol intenso, el canto de la cigarra era de una gran estridencia. El tiempo estaba detenido como en un cuadro.
“Recuerdo que el bueno de Sócrates admiraba las cigarras, perduran verano a verano mientras todo se abate alrededor”, me dijo: Cantan todavía el antiguo griego..."
"...Pero, en fin, personalmente soy demasiado viejo y (sobre todo si me hiciera poner una oreja de papel) estoy bastante acartonado para irme de aquí." (V.v.G.)
Después de esto B. ya no vio nunca más...
Terminó por olvidar al hombre serio y adusto, que sólo salía de casa cuanto más temible se mostraba el sol del verano, se perdía entre los árboles y... sin cortapisas, sin...
También él se sentía un poco más viejo, pero no más triste.

lunes, 15 de febrero de 2010

Poéticas - M.M. (12)



¿Que percibe el artista al retratarse? La percepción que le alcanza de ese ejercicio básicamente técnico debe ser en primer lugar un extrañamiento de sí mismo, una complacencia que mucho tiene de distanciamiento ante su propia figura. El es un fragmento de la realidad, una realidad sobre la que especular plásticamente, un motivo más de exploración. Van Gogh se autorretrató por necesidad decenas de veces; Rembradt lo haría otras tantas por un imperioso deseo de autorreconocerse a través de las diversas vicisitudes de su burguesa aunque accidentada biografía. El artista se toma como pretexto, y la finalidad no es ofrecernos un retratado, unos rasgos distintivos, sino que descansa sobre la misma praxis, desvelar mediante lo visual lo que de intrínsecamente pictórico se halla en el original formal, por así decirlo. Más allá de fáciles psicologismos, de una instrospección bastante prescindible por lo demás, ya que la imagen que proyectamos a los otros nunca es idéntica a la que el espejo nos devuelve a nosotros mismos, el autorretrato para el artista ha devenido un soporte más sobre el que indagar procesos y conceptos, temas y ocurrencias estéticas. Si convenimos que el retrato ha constado desde sus remotos orígenes de tres estadios bien definidos en su evolución (plasmación naturalista del retratado/interpretación artística de la imagen del retratado/ausencia de relación objetiva entre retrato y modelo), podemos suponer futuras pretensiones de realización plástica incluso más o menos sofisticadas de aquellos tres ciclos fundamentales, o una conjunción de todos ellos, o una derivación, o un sucedáneo, un replanteamiento, una reflexión…

domingo, 14 de febrero de 2010

Conversaciones (5)

La puerta de cristal azul del pequeño despacho estaba abierta casi del todo: el ángulo entre el dintel y el umbral creaba unas sombras que [Es preciso hacerlo observar: simultáneamente aquel tiempo y la memoria en éste, mucho después, hoy, ahora, mañana. Not. 8/98.] dejaban ver gran parte de la sala de exposiciones. Una treintena de cuadros, viejos materiales, la disciplina de los viejos formatos, el óleo y el lienzo (¡o la tela de saco!), dispuestos calculadamente por diferentes sitios del suelo, se apoyaban contra la pared, justo en frente de los puntos ya señalados para colgarlos. La luz tan suave, de penumbra incipiente, subrayaba lo... crepuscular, ese presunto misterio que (ahora) orla a F.B. (...)
Las medidas de los cuadros: escrupulosas, Vermeer, Velázquez, Goya, el propio B. Medidas exactas, pues. Un soporte tradicional para la invocación, el desprecio o la pena por el drama contemporáneo. Vueltas del revés, las obras sólo mostraban las arpilleras vulgares con horrendos fragmentos de enormes números de color rojo. Los soportes eran ese basto tejido (¿de estopa?) industrial que él mismo había... confeccionado sobre los modestos bastidores... Pero el montaje resultaba casi perfecto, artesanal, desde luego.
Tales pinturas, tan sinceras, no precisan del marco: un simple listón pintado de blanco inmaculado. (Vicent van Gogh: "Fue Gauguin quien inventó el...") Una orla de sensatez, la de F.B.
E.B.: "¡Esa falsa pobreza...! En cualquier caso..."
Advertía mi sorpresa. Sorbió un poco de vino. Esbozó una sonrisa mala, la mirada de burla, o ya del aburrimiento de verme ensoñador y nostálgico.
Refirió que F.B. rehusaba dar explicaciones, como suelen hacer, con frecuencia, la mayor parte de los artistas.
Esa misión de monje aplicado... ¡Oh...!: "¿Prepararse él las telas?", exclamé de pronto falsamente impresionado. "Por supuesto", aseveró.
(Empezaría ahí la distorsión, esa práctica censuraba otros trabajos más cómodos de los artistas actuales. F.B. podía prescindir de... lo fácil, pero nunca renegaba (era pintor) de... una memoria altiva, la del pasado, o la tradición... Esas fidelidades artesanas explicaban su fe por alcanzar una... verdad (...) [¿Superior?] Bueno, buscaba una ortodoxia ¡liberadora!)
"Le han visto comprar los pigmentos... Llevarlos en grandes bolsas de papel amarillo a su estudio... ¿puede llamarse estudio a aquel... antro? Adquiría los listones en...” (Sentado en el suelo, con las piernas entrelazadas, la cabeza agachada: pacientemente moliendo en el almirez... bajo la luz que a duras penas atraviesa los cristales sucios de la ventana. ¿Acaso no pintaba él mismo las arpilleras de blanco, midiendo la capa adecuada del grosor, potenciando el grano sugeridor de la mejor textura, más densa de significantes...)
"¿Qué ocurrirá con estas pinturas dentro de unos años? No cabe duda de su inevitable deterioro...", dice.
Un lienzo de grietas, un pensamiento e imagen a medias, resecado (peor al engañarlo con el barniz, que es plumaje de brillo falso). [F.B., adelgazaba tan rápidamente, pronto quedaría exánime. Veamos: se acentuaban los pómulos, se hundían los ojos en unas cuencas en sombras, las encías podridas, amarillas y sangrantes, la escueta carne comprimiéndose, pegándose al hueso miserable, la boca ya era un agujero oscurito..., los negros medallones en el rostro.]
"Se va a descascarillar esa... pintura (¡así lo dijo la cruel y bella mercader!), la costra apelmazada se desprenderá..."
Miraba su rostro ovalado por el cerco del cabello... (Nunca iba a dejar de ser hermosa pero, entretanto, en mi ánimo, a instancias de esa inclemente remembranza de F.B.: experimento una confusa mezcla entre la pena, los remordimientos, el pesar y el sobresalto... Todo eso delante de una faz bella, de estremecedor equilibrio (ahogar ese cuerpo de placer, retorcer el gemido de su cuello sublime y moderno), la carne soberbia como álgebra mareante... No la de... Bacon, ni... ¡menos la otra! [8/98.])
Bien. "Es cierto, los colores se apagarán, mustios, dentro de... Es posible...", le dije ocultando la invencible irritación que empezaba a soportar.
"El resultado de todo esto... ¿no será una lamentable tentativa de nada?"
"Me sorprende que tú, precisamente, pienses que..."
"¿Sí?" (La sonrisa tan decidida.)
[F.B. era un individuo hacia adentro, pero libre de fantasías, muy pegado a la realidad, a la que seguramente detestaba, aunque... Esa tristeza dominadora que debilitaba su... intención. Not.: Cursó estudios en la Facultad de... ¡También algunos dioses -y hasta diablos- han podido salir de ahí...!]
E.B. (que ha ensombrecido la expresión): "Sospecho que existía una gran incoherencia, algo que no funcionaba bien a la hora de seleccionar los datos. Trabajó mucho, pero... ¿por qué desconfiaba sin remedio de la...? El resultado es ambiguo. Claro que sabía pintar, lograba pensar de ese modo... Por supuesto que sí. Los cambios en un artista, eso es lo preocupante, ¡y no debería serlo! Verdaderamente, el cambiar es lo que les aleja de la artesanía, ese decorativismo inútil... ¡pero tan efectivo...!"
No sé cómo (o sí): de pronto pensaba en las manchas del rostro, la piel macilenta, configuraban una especie de. (sic).
La última obra de F.B. inauguraba una nueva etapa. Suele decirse de esa manera. Culminada la inicial trayec... etc., el artista se enfrenta desde el acto y la reflexión al discurso esencial que ya postulaba la evolu... etc. Era una fase de creación dominada por el amor a la vida pero también por el desconcierto que le suponía la propia existencia, el arte, la facultad de recrearse en todo eso y desvelarse a sí mismo hasta lo más inconcebible o tenebroso, o lo más ruin... los sentimientos más difíciles. Bueno, el testimonio de algo oscuro, o muy oscuro.
El libro ése..., que diría J.: las pinturas contra la pared, unas antorchas, ahora apagadas, de luz y color vueltas a las sombras. La curiosidad era latente. ¿Por qué no verlas de una maldita vez? El buen arte de la experiencia, la técnica divertida, correcta y deficiente... Es fácil descubrir lo que el pintor, cualquiera de ellos, se ha propuesto al concluir la obra: proclama una pintura honda o temerosa, el simple ejercicio formal, una imagen, una metafísica, una plástica de rayones sin más, qué sé yo, y en F.B., sin duda, están esas llagas postreras de su vida, la enfermedad que le destruía encenagándole de líquidos y pus, el asalto de la locura a la poca razón... toda la angustia de afrontarse cada mañana al despertar... y acabar derrotado o concluso en los cuadros, delante de la ventana gris o llena de sol [abierta a una vida... más cruel.] Pero me repugnaba la sola idea de contemplarlos, comprobar que eran malos o innecesarios o de una enternecedora y cándida torpeza. ¿Supurarían los lienzos a través del color? Pequeñas corrientes de jugos y puses se deslizaban por la indecente verticalidad... espesas secreciones. En ese momento, muerto F.B., me esforzaba por creerle pintor de gran talento, un genio quizás o también un hombre... si fantasioso, de cabales designios y poseedor de un arte encomiable. No juzgar con severidad esos cuadros... Menos a él, al artista, al muerto podrido en vida, dejándose la piel...
Como sin ganas, en la ausencia de todo, con una rara inflexión en la voz (la noté otra, ajena, qué extraña), pregunté por los temas de los cuadros. (¿Sabía contar las cosas que veía? Esa narración, el deseo de expresarla a los demás, impúdicamente...) E.B. desconfía de la genialidad. No oculta su indiferencia hacia casi todo. En cuanto al dramatismo, o la tragedia... no es persona que se impresione fácilmente. "En verdad, la vida es un juego muy estúpido." [Pero su amor al dinero, ese lujo material que le rodea...: "Llevo razón, nada se salva finalmente. Por supuesto, ni tú ni yo..."] Su respuesta carecía... Bien, no recuerdo en absoluto desde que la conocí el menor signo de piedad en su conversación, puede que ternura, sí, pero en relación a... ni una muestra de... misericordia. Puede decirse de ese modo. Informó sin mirarme:
"¿Los cuadros...? Viñetas, grandes viñetas repletas de carne humana. Formalmente son como trallazos, la feroz expresión del miedo. Seres que se muestran desnudos, muy repelentes, todas esas imágenes convulsas... Aunque, es el color de la carne lívida, y también de un rosa pálido, lo que... Delatan una ceremonia de horrores, o espantos muy privados bajo relámpagos de una luz..., o como rayos..., sobrecogedora."
Señaló con la copa en la mano, hacia fuera de la puerta: "Míralos tú mismo."
Por un momento dudé.
Pero... me negué a hacerlo. Podía imaginarlos. Los veía. Tenía lástima de mí, no de él.
[9/4/98: Ese color de la carne, ahora lo sé, lo descubrí (o logré verlo por vez primera) un mediodía en un París envuelto en una bruma cenicienta, un día de otoño, andando por St-Jacques (miré antes el cieloblanco (sic), por encima del Luxembourg, sin hojas, inhóspito, que yo cruzaba cabizbajo, aún sin desayunarme). La carne, como la concreción de lo purulento, la costra de un rostro: inopinadamente el tipo salía de un portal con la jeringa en la mano, casi me atropella, ¡encima me recriminó!, la carne violenta, colérica, ni siquiera la encendía los ojos llenos de ira y fuego muerto, se marcharía ¡airado! ese pedazo de mierda blanquecina, un muerto a plazos... También, la cara de T.B., la carencia fatal que la decoloraba, tres años antes, París malo y lluvioso.]
E.B. luchaba por precisar. Decía que los cuerpos se entrelazaban como buscando amparo o consuelo en los montones de carne fría (?), abigarrados conjuntos en agonías desoladas (??). Más o menos, algo parecido, mucho más concisa, con el aire ausente, sin involucrarse. ("Son ventas, una mercancía.") Me era imposible obtener un reflejo de la esencialidad de ese absoluto que dejaban suponer sus palabras. Su lenguaje tan sospechoso... Una actitud totalmente indecorosa, ese distanciamiento... una obscenidad. "En el fondo, se trata sólo de figuras desmedidas, sin freno", explicó. Pensé que la materia putrefacta de los cuerpos abolía cualquier huella del alma: un artefacto nada sublime, corrupto del todo, perdido ya el miedo a la mayor de las perversidades. E.B. hurgaba más en aquel dato que en alguna otra inspiración menos doliente o fingida. F.B. [¡Recordar su mirada dulce, triste y negra, al cabo tan indefensa!] buscaría en la condena y el terror a la enfermedad una pregunta concreta que formulaba después en las masas desgarradas de aquellos seres descompuestos. Eso podía conjeturarse sin dificultad. En torno a esa degradación se organizaba y justificaba el inmundo amontonamiento que proyectaba el cuadro. Si abriéramos esas carnes en canal no encontraríamos ningún esqueleto: las sostiene su abyección, un fluido concentrado. "No veo conciencia (???) en esas pinturas, sólo descubro un espanto sin misterio", dijo. "Materia nada más."
Una especie de... Tiempo después he conocido a Z. en... (era un café de toldos azules y sillones metálicos blancos, de amables camareras con chaleco y pajarita, en Venecia (¡nada de san Marcos!), durante la Bienal de 199...) Z. fue pareja de F.B. durante largo tiempo. Me lo dio a conocer el escultor W., que acompañaba a D.G. desde V.: "Voy a presentarte...", etcétera. Ahora Z. había contraído también la misma enfermedad que F.B. No viviría demasiado tiempo: calcular esa muerte lenta, inexorable. Podía percibir el temor en sus pupilas contraídas y brillantes, en las manos suaves y limpias. Ese escultor..., en compañía de W. y D.G. ¿quién era?... Estaba allí también... J.M.V.LL. [Not. sobre Z.: acaba de morir, 2/99.]
Después, en V., D.G.:
"Rebuscaba humoradas... el tipo. O saboteaba su horror, y el mío, el de cualquiera en una época enferma..." [Liszt, correspondencia con Heine, abril de 1838. Pero sigue: ...y con ella todos nosotros. No, no la época, la enfermedad simplemente, eterna. La enfermedad desde el principio de los tiempos hasta el final de los tiempos. No existe la solución.]
E.B. confesó que F.B. la había hecho su albacea (se resignaba mal ante esa custodia obligada, exclamó en improperios que omito), como si el muerto pretendiera desde entonces su complicidad futura, una suerte de esclavitud post mortem: ella se movía entre el arte y su gente, algún crítico ingenioso y capaz, compradores compasivos, así que podría... A E.B. no le complació lo más mínimo la idea. No sabía de qué forma librarse de ese engorro. Mientras, se moría F.B. como burlándose, y sin embargo:
"Las palabras de..."
"¡Una tontería! Lo cierto es que le oí bromear acerca de... De eso. ¿Se puede vivir con la amenaza a cuestas? ¿De dónde salen las fuerzas... el coraje suficiente...? No merece la pena morirse... despacio, poco a poco. ¡Una tortura tan innecesaria!" [F.B.: "Sabrás lo que debes hacer, Brulard."]
"Su piel me recordaba... ¡qué ocurrencia!... a las pinturas de aquellos años cuando... Entonces los colores vivos parecían estar proscritos, y todo el mundo vestía de negro, muy serios, vigilantes de la solemnidad... Todo tenía que ser esencialmente importante, hasta la más desdichada y estéril exposición, el libro más huero, el más vacuo de los poemas, el film…”
(Aprovecho un instante que E.B. ha detenido la mirada sobre mí, unos ojos siempre tan ricos de ironía. Apuro la copa de un solo trago: una insinuación descarada. Volverá a llenarla otra vez de vino, ¡sé generosa!, no tardará en hacerlo.)
"Ese truco visual, ese artificio... ¿cómo se llama? Dalí abusa mucho de él en sus obras más detestables, las menos creíbles... Los perfiles escondidos..., las manchas al parecer tan inútiles. El retrato de... ¡Voltaire!..."
"¡Voltaire...! Otros..."
"Una especie de..."
"... anamorfismo..."
"¿Sí...?"
"En un sentido... Qué inversión del orden... Una tarde, aún bañada de luz, iba con... ¿J? Acabábamos de comer en S... Dimos un paseo hasta el lindero del bosque de pinos y encinas, muy lentamente, mirando en derredor el paraje cubierto de matorrales y arbustos... esa morfología tan rica de relieves y oquedades, de absurda vegetación, cada cosa por un lado... J. había estado silencioso durante minutos, muy pensativo. De repente, dijo: "Esas manchas, ¿sabes?... Veo en la naturaleza un contorno familiar, dibujan una especie de... Me recuerdan algo real..." Hizo una larga pausa...: "¡Ah, ya sé...! ¡Los dibujos de Rosarchs (sic)...! Esos caprichosos diseños..." [Rorschach. Aunque mejor conocer por el color y su proyección el sentimiento... verdadero: Düss. Expresar a través de la preferencia la sensación de paz, de libertad.] Tardé en reponerme de la sorpresa. ¿No es una perfecta transferencia...? Después de esto... ¡Bah!... Tamaño desaire... Que la naturaleza informe te lleve a... ¡una plantilla tan aleatoria de análisis psíquico! Pero ya éramos dos paseantes cabizbajos mientras se amarilleaba la tarde, rastreando divertidas referencias abstractas, y cada uno, tan juntos, a su manera. Una transposición bajo la añeja y cortante luz vespertina, densa, como de oro: me veo flanqueado por J., ¡descubriendo en las sombras alargadas de las piedras y las plantas, en los perfiles nítidos al aire, manchas de tinta semejantes a las de las hojas dobladas de R., negras y rojas, verdes y grises! Esa tarea estrafalaria nos llevó mucho tiempo... Demasiado...: "¡Eh...! Se hace de noche", exclamé. J. alzó la vista hacia mí y me miró extrañadísimo. De golpe, todo empezaba a azularse alrededor nuestro... Un estrépito tan interior, súbito."
E.B. me había escuchado con una pacífica curiosidad.
"Una forma de divertirse, supongo", dijo al cabo de unos instantes. "He conocido ocupaciones de tal calibre..." Asentí:
"Míralo de este modo: sólo existen las asociaciones, ¿comprendes? Todo entramado cultural del signo que fuere las necesita... el símil, o la comparación... ¿Te acuerdas de V.? Era brutal a través de su voz tan meliflua, engañosa. Su didáctica de chanzas... En una de sus clases, en B..., en aquel instituto cochambroso del suburbio, lleno de ratas y tuberías reventadas, con todos los muros pintarrajeados de figuras con sexos enormes, azules, amarillos, rojos, blancos, seres como peces desproporcionados, de bocas voraces: "... Bien, bien...", soltó, "Ya hemos puesto término a la lectura de ese tedioso librillo, conjunto canalla de topicazos... ¡Conque se hizo la luz en su cerebro, eh!... Como si se hubiera desprendido la venda de los ojos... ¡De ninguna manera...! Negaremos tajantemente los lugares comunes: ¡se arrancó los ojos, y fue como si se hubiera puesto una venda ante el cerebro...! Imaginad los reguerillos de sangre surcando la piel suave... y puede que joven..."
“¿V...? Luego está vivo, después de todo..."
“Los tipos como V. no se mueren nunca.”
“Es cierto... ¡Sólo desaparecen...!”
“Ahora también da clases de plástica en B..., pero ya no en aquel instituto tan divertido, con los cristales de las ventanas rotos y las aulas sin puertas...”
"... Recuerdo que alguien me contó algo parecido a eso. Era un montón de anécdotas ese cínico. Pero creo que terminaba siempre bebido… La poética de la ebriedad perpetua, imbéciles, espetaba a los demudados bachilleres…”

La heroína (8)

¡Qué plástica meléfica y complicada! Avisaba de un pesimismo esencial y angustioso, pero a la vez concluía atestiguándose a sí misma como la imagen de un pasado que en nada debía malograr los días, los trabajos y las buenaventuras (o sólo una leve dicha) por venir. Una lasitud invencible comenzaba a apoderarse de mí. Las imágenes de en derredor se difuminaban cada vez más turbias, como si al cabo viniesen vagarosas y sin precisiones de cualquier lugar del pasado, y, ahora, detenidas en la ambigüedad, se anclasen en el presente y el futuro de otra dimensión, pero desganadamente. Otras visiones más perennes iniciaban su conformación espesándose de manera gradual de un fondo que no era de mí mismo y que me atemorizaba... De ellas ya surgían vivos rumores, aunque todavía apagados, las voces distraídas, muy mesuradas, los diálogos interminables.
Llevé la taza a los labios. He aquí que bebo el líquido tan caliente y aromático, toca éste el velo del paladar: apacigua un alma miedosa del frío, anhelante de la serenidad (ser de otra potencia).
Nace el gigante de mí... (Nacer yo de él.)
Pensé que hubiera querido ser el mismo siempre... Y haber estado allí, que era ningún sitio. Un tipo sin historia y sin conciencia. Sin sufrir cambios de ninguna clase. Sin tener aspiraciones de nada. Vivo o muerto vagaba por el espacio con el sabor de la tisana en el paladar, sin tener que afanarme con el cuerpo a cuestas tan innecesario y funesto. Sin la locura, pero también sin arrogantes certidumbres. Desnudo de obras, y sobre todo de su cavilación... Sí, había un tiempo verdadero, no el tiempo inventado de los hombres, ornado por la memoria o la imaginación (sitios, personas y actos, pasiones, otros enriquecimientos...).
Estar allí... Pero en otro momento, lejos de la angustia y el miedo. Y también sin T.B., sin ella, sin ella para siempre...: como ahora que no existe, solamente con su recuerdo, que a veces daña, y a veces no. No creer nada... No ser.... O ser producto de una ajena invención, un personaje apenas esbozado por otro, intuido apenas... Y saber que pasamos en el tiempo como si éste fuese un túnel de sombras y luces, de noche y de día, como una ráfaga impresa en la memoria de algún ser enfermizo y artificioso, tan pequeño y humilde como nosotros, y que todo se reduce a eso: no una emoción o una piedad, una pesadumbre, la impostura del sentimiento, el martirio del amor, o la ambición mala, buena remembranza acaso... No, sólo ficción.
(...)
Estaba su cuerpo.
La miro cómo se mira ella en el espejo de agua, una lámina tersa de soles de plata. Se imprime su cuerpo en el fondo testarudo de la imagen falsa e infinita. Veo su carne macilenta, un escueto volumen que acaba desparramado en el pubis de araña. El rostro alargado del espejo devuelve la mentira de su forma: una mujer, una insondable diferencia. No existe. Brota del reflejo de un sueño de olas y nubes blancas. Su apariencia está a punto de desvanecerse tras el engaño ingenioso. La modelo de palabras, a ella que habita en los vastos desiertos de los espejos negros de la náusea.
Se mata esta heroína. Su sustancia es ya como el polvo de la ciénaga. La metáfora de su condición son los ojos muertos, la piel herida, el tedio de la sangre, el hastío fúnebre de nacer día a día para la nada.
Liba del licor blanquísimo donde reconforta...
¿Qué mira en la hondura de ese lago azogado de malos recuerdos y pasadas vergüenzas? ¡Qué pasmosa biografía de terror y cansancio deja atrás esta adicta de la desmemoria! Antes de morir, pues...
Así que... ¿recorro ahora las calles y acabo en los lugares exactos? Permanece el recuerdo por mucho que tu prisa fugitiva y miedosa te ahuyenta a zancadas del pesar: he huido, la he dejado en su región de agua y de fuego contemplando la máscara de su cara enferma en el azogue engañador. Todavía he huido más lejos, hasta el mismo futuro, hasta hoy, hasta el ahora de hoy donde escribo sin remordimientos. Pero aun tan lejos, la recobro a ella liviana y moribunda, ajada y proscrita, zarandeada por feroces escalofríos y calenturas repentinas en un apartamento escondido de un París invernal, blanco y calladamente cruel.
El temblor ininterrumpido de la artista vencida me conmueve y me despoja de enterezas: la veo en su convulsa desnudez pálida y abyecta, mojada y huesuda, indefensa y silenciosa, sacrílega y suicida. La baño una y mil veces, me aterra su pobre carne acuchillada por los puñales de los huesos casi mondos, a punto de descarnarse, y sus grandes y profundos ojos despavoridos me laceran el alma cobarde. No me atrevo a tocarla, y la toco con el cuidado de la brisa lamiendo el pétalo. ¿De veras por algunos cuerpos fluye sangre? Aguardo su desmayo, la derrota aplazada de los dos. Me muero con ella.
Está extenuada. Su débil respiración, casi exangüe, apenas turba su pecho. Le seco el rostro, toda la piel, el cabello rojo y las manos de mármol, el cuello de cera tan frágil, la envuelvo en sábanas blancas, limpias y tibias, rebosantes de olorosa agua de colonia. Me siento junto a ella. Poso los dedos sobre su frente de sepulcro. Vigilo la fiebre, el sueño, mi miedo.
La noche que temía... [Las palabras de Aleixandre: historia del corazón. La noche empezaba, la noche larga... Aquí, en el borde del vivir. C. 1953... La noche... que desnuda también.]
Mientras, la luz madura y densa está a punto de caer definitivamente de la ventana ovalada como un fruto marchito de colores viejos. La penumbra se aposenta en la alcoba dibujando sombras mortecinas por los rincones. Somos, que ella ha abandonado el mínimo perfil angustiado en mi regazo y mantiene los párpados cerrados, un pompier de alegórico martirio, una piedad, una pintura torturada y suspendida en los hilachos espesos del crepúsculo.

sábado, 13 de febrero de 2010

El cáncer

Una noche (aquella noche) le embargó el temor a M.
Quizás intuyera lo de después. Perder la memoria. Quedar atrapado en el limbo terminal de las excrecencias y asquerosos atrasos del cuerpo podrido, de su prolongado hedor de piltrafa descompuesta. El desastre de vivir moribundo. Su espanto lo dilataba el tiempo que aún quedaba para morir. Presintió (y rechazó) el dolor de una muerte lenta e injusta. El registro de la maldita pequeña historia de dramas políticos, de guerras tercemundistas, de planes económicos, de gobernantes absurdos y carentes de interés y el dominio de una cultura intercambiable era una absoluta trivialidad. Le chocaba el milagro [C.] de volver a la nada, lo excepcional de haber vivido ¡sin más!
Revienta el cerebro, y revienta el mundo...
Al leer aquellas estupideces hasta encontraba uno cierta lógica, como si un desarrollo oculto vertebrara toda la dispersión de nombres y sucesos en un sentido de alcance desconocido... Parece que sí, que, en efecto, hay un gobierno de propósitos. Pero ¿a quién le importa hoy el Congo belga, Budapest, la filosofía de las flores, el nylon o Juan XXIII? Es tanto lo desmedido que resulta difícil hallar una explicación sensata que pueda aclarar los probables significados. Tal vez fuese posible entenderlo todo desde el punto de vista celular. Un organismo multiforme que genera los acontecimientos a partir de una secreta evolución funcional, como si lo suyo fuese una muy escondida misión... ¿casual...? No sabíamos nada. Todo es tan innecesariamente intrincado, difícil, y a la vez tan sencillo, tan prescindible, tan sentenciado... Un oscuro y fatal designio que nos conduce a la nada ¡más vulgar e incomprensible!, traiciona la vida y no justifica la muerte. Tanto tiempo así..., un orden (o desorden) tan nuevo y tan viejo a la vez, tan odioso, que ignora la piedad. Por principio debe existir una raíz profundamente maligna y egoísta en el ser humano que mantiene el desarreglo universal a pesar de una constante progresión que aspira a lo perfecto:
"Mira ese niño reventado por una bala. Mira su vientre al aire y la boca aún abierta..." [J.: “No: mira tú a ese niño negro, analfabeto, drogado y sonriente con la semiautomática reventándote de una bala a ti...”]
[Post., 04/2001: ¿hasta qué punto nos hacen los secretos...?] Pensar en M. y ver el dibujo torpe, la falsa perspectiva, el encaje burdo..., todo un conjunto de trazos desmañados y colores ensuciados por una infinita paleta mal compuesta y un pincel extravagante: podía verle a él, a M., como un pompier tragicómico, hasta risible por su grandilocuencia. (Pero habría una frase cruel, de un ser indigno, refiriéndose a M., mucho tiempo después de su muerte, estos días, del propio D.G.: "Ya era un viejo ridículo; ahora, era un moribundo patético." Ese brutal juicio reducía su existencia a meros entredichos y circunstancias anodinas. Pudo ser una vida quieta, pero, también, magnífica, estéticamente heroica, necesaria, valiosa. Dijo: "Peor que la muerte del dios: está loco.")

¡Qué minuciosa sintomatología describe lo impreciso, lo acata, reniega de lo justo! Ninguna ideología alcanza una forma definitiva de desarrollo; ninguna literatura humana se afianza en una finalidad determinada. Lo irreversible son lo maldito y lo insolidario, y la muerte, que no descansa. Parecen eternos los solares de la desgracia. Es progresivo el desprecio a los esfuerzos más generosos, y una mala conciencia lo recorre todo. Una evolución alborotada, dispar, logra disimular lo imperfecto, lo atenúa con el disfraz de sus mil formas y sentencias sociales, pero anida por debajo la fatalidad, lo cierto de su tragedia. La violencia y la locura interesada se revisten de maneras más sutiles y educan, hasta miman, una agresión universal y sagaz mediante metáforas y proclamas de inevitabilidad. Podría antojarse que un mandato tenebroso, independiente y ajeno a todo entendimiento calcula su avatar desde lo más escondido de las otras leyes humanas, y de éstas se alimenta. Finalmente su trastorno acaba con todo. No logro ver sentido a nada. No creo que el mal tenga sentido. Pero tampoco logro ver sentido alguno en el bien, que no sé lo que es. Tal vez miedo nada más, una posición de cobardía frente el mundo. Lo que regula el comportamiento humano no es sino un reglado oculto, perverso, tras las formas básicas de relación. Una sociedad acallada que ya se sustenta de la hipocresía absoluta, de la falsa necesidad, pretendiendo organizarse en la apariencia... ¿Es posible tal cosa? [Sobre el 28-3-97. Ese grumo convalidado de C.: la reflexión lejos de la mística, entre la sabiduría, la amargura y la farsa.] Otra sociedad paralela, nutrida de aquélla, ejerce su malsana influencia. Tiene sus mandamientos y sus normas sañudas: afán por sobrevivirse, qué mal cariz. Su objeto es la saciedad, prolongarse; su atroz devoción es lo disperso e innombrable. Esta sociedad vicaria, hija de la otra sin redimir y pusilánime, se guarda de ofrecer una imagen definitiva, no tiene un saber homogéneo, ni establece principios mejores. Burlona, no ha de alumbrar buenas nuevas. Su corrosión prolifera, se esparce en todo acto y teoría, los anega. Malbarata incluso el deseo de libertad… o el sacrificio. Complacerse, pues en ser…. [Postulaba que todo finalmente se dilucida desde ¿ser...? ¿no el ser...) Not. 4/97].
(...) [Anoto 10/01. Brell, T.B., D.G., el eterno cuaderno rojo... Bueno, eslabones de la ficción, por así decir, burla, burlando, de mano en mano... Me conmueve pensar en un B. con los sentimientos a la deriva. Lo imagino en la muerte y el decorado de M., un poco asesino. Acabado, débil, cobarde, el forro de sí mismo, pecio...]

Tampoco era muy generosa la última máscara de M., los harapos de su testamento con los que cubría su confusión.

La infiltración de la corriente maligna acrecienta las falsas galas de una forma de justicia. Inyecta en nosotros una resignada aceptación que nos hace creer que existen designios inescrutables desde el origen universal. Eso nos mantiene en la demora, nos torna impotentes. Los medios de que disponemos para atajar la enfermedad social son endebles, vencidos por el brío de una recidiva que, latente, actúa implacable. No avanzamos hacia el bien, sino hacia la falsa apariencia bondadosa de un sofisticado mecanismo de maldad. Es el disfraz el que evoluciona, y nos hace pensar que mejora una existencia, un estadio del ser humano que instaura nuevas vías de perfección. No es así. El futuro está cegado. ¿Qué extrañas fuerzas actúan sobre el conjunto de una sociedad de imparable progresión tan amañada que se culmina en la dolencia de la doblez, de la universal injusticia? ¿Cuál es el origen de todo? La misma tendencia al mal, la misma predisposición al más profundo primitivismo impide la respuesta. Es el factor humano, la sobrecogedora estulticia del hombre a pesar de todo. El ser humano como médium inocente de la maldición, de lo incompleto y de todo lo desconocido más allá antes y después de la vida. Somos imperfectos, y sólo la hipocresía nos salva día a día de la destrucción, nos hace sobrevivir. Pero ¿es hipocresía? ¿Es el origen fatal? Todo parece ser la simulación de una nada, o el tránsito penoso (o no) hacia ella... Estas palabras escritas no exigen (no merecen) custodia ninguna...
M. era de una dolencia antigua, decadente. O de un estéril pesimismo, muy igual a otros. (C. vislumbraba el pecado original en todos sus libros parisinos e insomnes: la conciencia no progresa, sólo cambia, muda su mal...)
Me pregunto cuál es el auténtico retrato de M.
Tú eres un hombre muy grande, pero muy tonto, le dijo un día una niña con cara de avispa. (Verlo de esa forma, distraído y flaco, sin la afición de la caridad pero libre de pecados innecesarios.)
Ahora me cuesta imaginarlo con un libro en las manos. Mejor así. No soñar nada. Bueno, pues ahí estaba bien, tonto, grande y sin libros. También es una traición haber nacido, y M. le desengañaba a uno hasta con crueldad (ya lejos de lo más piadoso... ¡para qué fingir!).

Tengo una casa en el bosque.
Ni siquiera los dioses la han visto.
Un fresno a cada lado,
Un avellano detrás.
Y un gran árbol encima.


Le gustaban a M. esos versos de un país antiguo y verde, perdido en la bruma, rodeado por el viejo mar.
Muerto M., y lejano Brell, cambiado irremediablemente el orden de las cosas, despintados (por fortuna) los años de atrás, a veces, hoy, por ejemplo, rememoro hechos señalados que acaecieron y que estuvieron sujetos, antes y después, al azar inexplicable.

[E.C. creía en el silencio. No lograba exaltarse. Pero temía tanto los insomnios, la atroz lucidez del otro... D.G. nos ayudó mucho entonces. A instancias de él visitamos a E.C. en París, de donde no salía jamás. Vivía en la quinta planta de un viejo edificio, en un minúsculo apartamento de tres piezas, pintado pobremente de blanco, de techo abuhardillado, con el retrete comunitario en el descansillo. Su mesa de trabajo era pequeña e incómoda. El desorden de los libros (se amontonaban en el suelo) no me conmovió. Sin embargo, una bolsa de plástico llena de recortes amarillos de periódicos, las prendas de vestir sobre las sillas, me produjo una sensación de... J. pensaba un par de cosas interesantes que...]
Un día de junio, tibio y limpio, E.C. nos ocultaba su perplejidad a la puerta del restaurante árabe, se mostraba muy cortés: "Pero, pasen... comeremos juntos." Yo rehusaba vivamente, intimidado. La vergüenza... no hubiera podido sostener el tenedor... ¡y menos comer...! E.C. dijo, antes de entrar al angosto y humeante interior del local: "Ya no escribo, naturalmente." Llevaba debajo del brazo un envoltorio. Tenía la mirada cansada. Supuse que le gustaba beber muy serenamente. "Sólo leo... sin apresurar nada... Pascal, cuatro gruesos tomos, su época de un terror luminoso..." Más tarde nos obligaría a seguirle. Fue imposible negarse, andar trémulo a su lado acogedor y extraño. A J. le regaló un pequeño volumen de... ¡y J. ni se inmutó, fue natural, sin preguntar, lo tomó de sus manos tan graciosamente! Hubo un momento que E.C. me miró con atención. Yo a él. Tenía el alma enferma, los labios fruncidos, los ojos del hastío (o la sabiduría), impasibles, los surcos profundos de la piel que ya dejaban aflorar la última máscara... [En ningún instante dejé de temer la sentencia, la palabra incendiaria pero cauta: "El sol nos trastorna, nos revela el mundo, y nos vincula a sus mentiras..." (6/1990). Tuve que recordar a Vincent van Gogh, de nuevo, ¡un santo ardoroso y espléndido! En el fondo... ¡todas esas religiones!]