jueves, 29 de abril de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (13)


En la ya centenaria historia del cómic existe una confusión bastante curiosa que el paso del tiempo no ha hecho más que reforzar: contra lo que pudiera parecer el cómic, cuando nace en 1896, estaba destinado en realidad a los adultos, y no es hasta años más tarde que surgen las llamadas “tiras” dirigidas en su calidad de simple entretenimiento a un público infantil, aunque en el amplio espectro de su propuesta englobara asimismo a aquel público adulto que leía los suplementos dominicales de los diarios. Con la pronta aparición de los llamados (en la jerigonza técnica de los dibujantes) “monos” la audiencia millonaria no tarda en provocar un ensanche de los límites del tebeo que, entrado ya en el siglo XX, atiende múltiples estratos de la población infantil al tiempo que cumple las expectativas de un público iletrado (o incluso culto, que logra adivinar el posibilismo formal y artístico de la narración gráfica en años posteriores) hasta llegar a devenir en nuestros días un auténtico medio de expresión capaz de rivalizar con las otras artes plásticas.
En todo caso, ha sido esta evolución del comic como vehículo visual de la narración y su consolidación como género lo que ha propiciado a su vez una interrelación y curiosas yuxtaposiciones en su desarrollo. Así, al tiempo que satisface en sus profusas variantes demandas inocentes de diversión para el destinatario más candoroso depara otras trayectorias temáticas mucho más complejas, tanto en su expresividad y ambición estilística como en su exposición más adulta y desinhibida: erotismo, violencia a ultranza, historias de terror y sadomasoquismo y un largo etcétera que colma ampliamente los numerosos nichos de una audiencia plural.

miércoles, 28 de abril de 2010

1975 (2)

Recuerdo muy bien a Marisa Brulard siempre con libros bajo el brazo y la ostentosa revista de opinión sobresaliendo del bolso de cuero de marca italiana, y recuerdo su notable afición al gesto elegante y a la mirada audaz pródiga de promesas encubiertas que solía dirigir a su interlocutor, hombre o mujer, niño, joven o viejo, pues esto no parecía importarle nada, ya que cifraba sus conquistas en la inmediatez, en el supremo y único instante de obtener una atención absorta y entregada del todo, rendida a su indisimulada deferencia de sonrisas y delicadas insinuaciones. Luego, si era un hombre joven y dispuesto quien había incurrido en el equívoco, pronto desvanecía en el aire cargado de luz y murmullos de la sala de exposiciones, en el vestíbulo del teatro o en la penumbra mínima del pequeño café de moda el interés suscitado y, en cuidado coqueteo, disipaba cualquier atrevimiento que no hubiese medido ella antes en su cálculo. Lo que en verdad le subyugaba eran las relaciones novelescas, no del todo efímeras, más prometedoras que efectivas.
Pero durante aquellos años en que eran posibles todas las aventuras ideológicas el sexo sancionaba verdaderamente al individuo, y, en consecuencia, a ella misma. El sexo nos definía actuantes, capaces y retadores sin remordimientos burgueses en los nuevos azares del siglo (y era una simple década, unos años de nada, acaso de fruslerías) que ya nos liberaban de antiguas soflamas y miedos morales, de religiones muy candorosas en el anuncio de sus crueles pero imposibles castigos.
El sexo era la transgresión de todo aquello que deparaban mediante preceptos ridículos los días grises del presente, el repudio orgulloso y animal de un legado cerril y aburrido, la mejor respuesta de unos cuerpos en el vaivén ya del futuro y su atractivo alboroto, nos arrojaba a otras connivencias de mayor entusiasmo.
El sexo de Marisa Brulard era como de una noble cetrería, la gracia del oro sobre una piel de terciopelo. Había más fulgor narcisista que lujuria en sus ojos. Su erótica procedía del inteligente descuido de una cabellera nogalina que lanzaba destellos en el aire perfumado, de la gota de rica y perdurable esencia que resbalaba por el cuello de cisne, del busto gracioso y niño, de la falda corta de exquisito diseño que dejaba ver fugazmente el camino en tibias sombras a los muslos ceñidos por medias de cristal hasta la unión de las ingles y el pubis hechicero.
El suyo, paradójicamente contradictorio con la exquisitez que desplegaban sus artes femeninas, era un sexo sin paz, de inquietud, interesado sin duda, pero de falsa complicidad con la práctica perversa, de conciliábulo espurio, de cálculo y de fraudes, sin amor y con toda la pasión fingida del onanista.
En un ángulo de la memoria infestada de personajes sublimes, perfectos y escurridizos, Marisa Brulard sería el recuerdo asociado al mármol, al reflejo prístino del bronce y el cristal tallado de rosas transparencias... Selectos figurantes, en tiempos más crueles, de un vodevil lujoso e inane, al final volátiles como los sucesos del sueño de tan distante y frágil textura.
Brell, siempre en la ocasión de la refriega, en la vanguardia de todo, salvó un anochecer de protestas y veloces carreras delante de la policía violenta y enloquecida en las calles mojadas y llenas de octavillas y cascotes, de figuras negras y gritos destemplados a Marisa Brulard que, sin ideales propios, enardecía su tiempo en lances ajenos y reivindicaciones muy alejadas de su auténtica peripecia. Ambos estudiantes en la misma facultad, apáticos, entre aburrimientos y pequeños reveses domésticos divertirían aún adolescentes sus jornadas de tedio elucubrando en mugrientas tabernas de moda una confusa urdimbre de leyes revolucionarias y justas concebidas no obstante al dictado de arbitrarias reglas de inexorable cumplimiento para el bienestar universal.
Se entregarían afectados, o cándidos y altruistas, jóvenes y puros, a la utopía y el sexo, a la voz airada y al libro censurado, a la canción instrumentada de bandería y al proselitismo entre la muchedumbre soliviantada por la consigna. En definitiva, luchaban y se justificaban mediante una conducta política que tenía más de estética que de voluntad social. Liberados de la batalla y el disparo, eran los suyos actos ruidosos de transgresión cultural, fútiles escaramuzas que, sin embargo, también conllevarían el riesgo y el horror. A manotazos trataban de escapar de la indignidad, de la sumisión a lo injusto y del servilismo de la falta de libertad. En el fondo, lo único que deseaban era construir un mundo bien hecho para ellos y sus sucesores en los radiantes años de después. Eso acababa ennobleciéndolos.

martes, 27 de abril de 2010

Poéticas - D.N. (20)


Pero, acaso, lo fundamental de estas prácticas del land-art más tajante con los libérrimos presupuestos que implica la tendencia se refiera al concepto “espacio”. En efecto, con los “escultores de la tierra” se nos convoca a una idea del espacio inherente a la obra artística que transciende ésta para formularse con entidad propia de modo tangible, re-escrito y visualizado mediante el objeto.
La noción espacial que Platón había diseminado en sus escritos pronto entra en colisión con los conceptos venideros. El pensamiento más homogéneo de Aristóteles concibe el espacio como “lugar”, a la vez que supone un conjunto de principios para la mejor percepción del mundo sensible. Aquel “habitáculo”, por así llamarlo, de Platón, donde finalmente se asentaban las ideas, pasa a ser el “lugar” en el que Aristóteles situa los objetos, sin que tengan necesariamente que explicitarse en los atributos de uno y otro las relaciones que pueden suponerse entre “espacio” y “lugar”. En este punto creemos que es donde hallamos las claves iniciales del elemento espacio como elemento artístico. Hay que señalar que son muchos los autores que identifican ambos conceptos, sin que haya ocasión para al apercibimiento de las disimilitudes que finalmente terminan existiendo entre ellos: el lugar donde está la obra y/o la acción artística no es el espacio que crean. En realidad, este debate es el mismo que afrontamos en el arte contemporáneo cuando dilucidamos varios espacios capaces de intervenir en el significado de la obra artística: espacio de ubicación y espacio de apropiación y aún de acotación por parte del objeto artístico.

lunes, 26 de abril de 2010

1975 (1)

He aquí lo que uno podría llamar
un mérito explícito (H.B.)

[Entre 1972 y 1977, al estilo de …] Marisa Brulard era una especie de muñeca altiva, inaccesible en el fondo, de extraña perfección, escondida entre ropas caras de colores inesperados, provocativos y atrayentes, lejana, o tal vez encastillada, en sus secretos gustos de distinción y narcisismo disimulados bajo un falso aire de espontaneidad. Su mesura era cortés y contagiosa: una bella trampa irresistible.
Los ojos chispeantes delataban un monólogo interior rico y curtido de incesantes referencias librescas.
Tenía un espíritu arrogante. Podría incluso ser cruel si ello fuese preciso con tal de que la desgracia no la alcanzase a ella ni lo doloso a sus inveterados privilegios. Estos los suponía realmente conquistados para siempre, pues era de antiguo su razón. Ocultaba la altanería merced a las imposiciones y disfraces a que obligaba una época tan proclive a la mezcolanza, a la desfachatez interclasista que la modernidad de livianas culturas y tuteos afectados amparaba en sus ritos y compromisos sociales, en sus juegos interesados y triviales. Su devaneo con el hábito común y la precariedad obedecía a una democrática concordia de fiestas y ceremonias inocuas entre gentes de variado pelaje y propósitos ambiguos. Ese era el ánimo de entonces.
Era engreída, aunque ella nunca lo hubiese imaginado ni por asomo. Un análisis no demasiado minucioso bastaba para exponer los vicios originales; también, el derecho natural que se atribuía celosamente: su anclaje remitía a una posición de casta bien fortalecida a través de fáciles, aunque sólidas, reputaciones desde hacía años. El dinero acrisolaba ancestralmente una personalidad de gracias y osadías mediante salvaguardias prácticamente inexpugnables. Marisa Brulard estaba convencida de que saldría bien librada de cualquiera de los embates o falsos infortunios a que la abocase una juventud dorada y protegida de miedos groseros. “Estoy a salvo en todo momento”, pensaba de sí misma sin la menor vacilación.
Sin apenas desvelos por su parte, ya que había nacido en el seno de una familia culta y moderna, de calculada desenvoltura, bien afianzada en sus prerrogativas y en extremo inteligentes, tuvo la fortuna de crecer entre hileras de libros, huéspedes ilustres y personajes de cierto valor intelectual que frecuentaban la compañía y la discreta protección de sus padres, liberales y de un indisimulado progresismo. Colecciones de esculturas en piedra y madera, bustos de bronce patinado y numerosas pinturas contemporáneas de batiburrillo, toscas y precipitadas, oscilantes entre la figuración, lo abstracto de la materia y el improperio político, decoraban pasillos y habitaciones de la casa paterna, puesto que los vetustos óleos de la herencia familiar, adocenados y de un realismo costumbrista, enmarcados en barrocos y gruesos dorados, se ocultaban ahora a los ojos de los visitantes. Comprendió desde la infancia que la cultura es una regalía, un goce o un pasatiempo como el restaurante de prestigio, las compras de navidad en Londres, el verano griego o los estudios en la universidad sin agobios pero también sin sorpresas a lo largo de unos trimestres entretenidos y apacibles, de un dulce hastío por la ausencia del acicate que hubiera supuesto una irrefrenable ambición vocacional. Su vida transcurría entre unos dones cuyo único talento para disfrutarlos consistía en su simple custodia.
La arbolada y magnífica residencia de sus padres, muy lejos del centro de una ciudad sofocante y de los ruidosos suburbios repletos de coches y edificaciones baratas y vulgares, acogía sin recelo en los años de frivolidad política (ésos eran los trabajos, aquéllas las inversiones, todo el reto preciso para el beneficio en la sociedad de después) a cualquier intruso aseado aunque de aspecto irregular o extravagante, no impresentable en exceso, ocurrente o misterioso inofensivo, que hubiese irrumpido con el tino adecuado practicando algunas de las artes encomiadas en aquel tiempo de la dictadura cauta, resignada, agonizante y permisiva ya de veleidades conspiradoras y del pícaro proceder de los ingenios medianos que prosperaban en algunos de los bastiones de la rebeldía consentida: la pintura o el teatro y, en menor medida, la literatura denunciadora mal encuadernada y los films impertinentes y alegóricos.

viernes, 23 de abril de 2010

El testigo (7)

El anfitrión, en este año de 1963, siente una especial sensación agridulce. Acaba de recibir un premio literario, pero es secundario, no el primero, y él había puesto demasiadas esperanzas en su libro (El lado de la sombra), publicado poco después de la muerte de su padre. También este año una mujer (no podía ser de otro modo) ha pergeñado la primera biografía sobre él, que todavía no alcanza la cincuentena.
Algo no le deja ser feliz. Su padre, muerto hace unos meses, se le aparece como un espectro que sale con paso menudo de entre los anaqueles doblados bajo el peso de los libros. Lo recuerda a menudo: un hombre acaudalado y próspero negociante, ministro de un general golpista (uno de tantos en Argentina), buen aficionado a la poesía, a la hípica, cultivó las buenas maneras y esa desgana cortesana del magnate sin preocupaciones de supervivencia lujosa hasta el día de su muerte.
Pasada la medianoche está escribiendo en su cuaderno, sentado a una mesilla redonda cubierta con un tapete verde. Escribe a mano, con una estilográfica: una letra menuda, avariciosa de espacio. Nadie supo qué escribía en ese tiempo fuera de los libros de ficción, pues hasta varios años después nada publicó de sus textos personales. Notas, tal vez. Sus conversaciones malvadas con el invitado. Aforismos, alguna glosa crítica a una novela o un poemario recién aparecidos. En cualquier caso, escribe. Mucho tiempo después sabremos que ha llevado un Diario, una montaña de más de 20.000 folios escritos noche a noche casi sin saltarse una fecha, registrando lo espléndido del día, y hasta lo mísero del día, o el día escueto, sin anécdotas.
En el silencio de la casa el desdén hacia casi todo y todos adquiere una resonancia extraña, como si más allá de la escritura las razones de su desprecio fuesen reales, cuando en el fondo no son más que el pretexto imaginario para el lucimiento erudito o gramático, pues el anfitrión escribe siempre contra algo en las páginas nocturnas. En el invitado tuvo un buen maestro de hostilidades. Y, ahora, la tinta de su pluma ha de mojarse en ese estímulo, en el hostigamiento y el menosprecio.
Hace rato que el invitado ha salido de la casa. No lo echa de menos en estas horas. Lo recuerda fríamente, como un entomólogo del alma que clasifica las pasiones, los gustos y malquerencias. Se parecen demasiado entre sí. Y a veces está hasta cansado de él. Como de Silvina, su mujer, y del país y sus revoluciones y algaradas militares que se producen cada seis meses. No hace ni medio año los tanques y camiones con tropas armadas recorrían las calles de la capital, al igual que demasiadas veces en el pasado. En esa ocasión eran los propios oficiales del ejército, azules y colorados, que luchaban entre sí como en una partida de póquer. Hasta respetaban los semáforos durante el recorrido. La población tomaba todo esto a chacota. “Disculpe, soldado, ¿este tanque me deja en Plaza de Mayo?” Todavía no imaginaban la ferocidad criminal de esos oficiales asesinando a sus propios compatriotas una década más tarde. En estos días le abruma el escepticismo al dueño de la casa. El 2 de abril, de este año de 1963, al amanecer, otra intentona golpista de la Marina y elementos civiles anticonstitucionales ha quedado en nada. “El ejército argentino es una vergüenza”, se dice abatido el anfitrión, que desespera por un levantamiento militar conservador que durante lustros gobierne el país sin contemplaciones sindicalistas ni miramientos democráticos ni otras zarandajas. “Hoy no venceríamos ni a los españoles”, llegó a decir, claudicante, al invitado que, a su vez, también se siente defraudado por estas estas periódicas revoluciones, casi estacionales ya: “Se parecen demasiado a las peleas callejeras: muchos insultos y pocos golpes.”(814). Ambos, cada uno a su manera, abominan del inevitable trajinar plebeyo de la calle, de esas gentes anónimas que constituyen los forillos canallas de su Buenos Aires ansiado: culto y literario, afrancesado o cuando menos anglófono y lo más lejos posible de todo lo que recuerde su fundación hispana.
Modales y sentimientos aristocráticos invaden el alma libresca del anfitrión, tan acendrado en él el sigiloso ethos de la conquista y el poder del hechizo del galán, muy superior en eso al invitado, tan melifluo en sus relaciones con las mujeres, acobardado ante la posible aparición de la male elephant y la refriega física en la cama. Al contrario que su compañero de escarnios, él es un seductor nato, un gentleman, un conservador que sufre el mismo sobresalto por la arruga en la pernera del pantalón, un tono de voz subido como por el disparo a bocajarro en la cabeza de un sindicalista por parte de la policía. Figurín y amante infatigable que en el lecho dispensa la cortesía de relatar a su mujer sus numerosas conquistas, sin ahorrar mínimos detalles de la coyunda adúltera. Este año con la aquiescencia de su esposa ha reconocido legalmente otro hijo bastardo, al igual que hizo con su hija nacida diez años antes. Ambos son fruto de aventuras distintas. Se cuentan por decenas sus aventuras sentimentales. Nadie tiene por qué llamarse a engaño. Y menos su mujer, once años mayor que él, fea, literata, inmensamente rica, nacida en el seno de una familia del más antiguo abolengo criollo, representante de la clase poderosa y opulenta, ilustre beneficiaria de aquellos terratenientes de fincas que se pierden tras el horizonte de la pampa, oligarcas y patriotas de linajes que se confunden con el del propio país y cuyos europeizados descendientes en el siglo XX menospreciaban la lengua heredada y se expresaban en francés e inglés, teniendo que aprender el español, lengua trivial, sin rango literario, mucho más allá de la mocedad, a regañadientes. Fue un matrimonio sólido y reputado en la manera exquisita y suave de la conveniencia, compensado por las deficiencias de ambos y sus respectivas fortunas.
Ahora en el gabinete anexo al salón, envuelto por la penumbra que se extiende más allá del círculo de luz de la lámpara, en completo silencio, rodeado de bibliotecas de artesana madera, de libros de amplia caja y piel lujosa, escribe venial y algo descreído. Deja correr la pluma a la par que el pensamiento. Está fatigado. La efervescencia política de los meses pasados, cuando el golpe militar fracasado, le ha dejado de secuela una migraña no sólo somática sino hasta existencial. El invitado, despectivo, ironizaba entonces sobre la “revolución”, cuando tan sólo fue otra asonada sin historia. Veinte muertos: “¿Qué carnicería? Una carnicería para vegetarianos. Corrió sangre… bueno, de alguna hemorragia de la nariz.” (865).
Se hacía difícil creer en la aparición de un mandatario que gobernase con mano de hierro de una vez por todas. Que corriera la sangre de veras.
El invitado y el anfitrión aún tendrían que esperar hasta 1976, donde sí, esta vez sí, el terror de la noche, las charcas de sangre…

jueves, 22 de abril de 2010

El poeta enfermo

... una tarde de agosto, cuando va
oscurecer y se tiene aún el libro en la mano

J.G.d.B.

Respirar le hace daño, convalece en un descanso estricto y sosegado pues sería la urdimbre bien pensada de la espera la música barroca, el libro y el sueño. Bajo el frescor del ramaje, tendido en la tumbona, aspira el aire seco del pinar, el olor de la madera, la cercana roca, y el brezo. Contempla la sombra de los árboles, que es negra al mediodía, y el camino que se aleja en la pendiente entre los setos tupidos. Más allá la verja de hierro, tras ella las colinas bajo el sol cegador del verano. Es interior la herida, lo disipa con lentitud el embeleso, le embriaga ajeno al tiempo real y matemático del mundo. Lo alimenta su fiebre. El cuerpo vacío se desprende tenaz de encarnaduras, pero tan sabiamente, sin urgencias, se diría feliz, del siglo XVI.

miércoles, 21 de abril de 2010

Poéticas - E.H. (19)


Nace del interior de la mente, no del mundo circundante.
Podría ser una propuesta teórica. Podría ser. Aunque su contingencia física, el espacio que lo acoge y la intencionalidad de su creación (pues ha sido creado) lo revela asimismo como obra artística.
Es lo que se muestra.
Significa lo que se ve.
No hay sinécdoque que valga.
Existe una intención, un propósito que sustancia el hecho y lo aleja de lo maquinal o fortuito, de lo prescindible por su inanidad o disposición accidental. La mera acción de proponer una visión (una muestra tangible) al espectador valida el gesto artístico, por así llamarlo. Pero convengamos que nada de lo visible, salvo su configuración matérica, su forma, su color, equivale a un discurso. Ninguna gramática la sustenta (ni siquiera la propiamente objetual, ese erigir un objeto para su observancia en el templo/exposición). Lo que mueve a su disquisición no es un presunto código de relaciones, referentes o mascaradas metafóricas. Las asociaciones que puede inspirar al espectador son tan disparatadas como innúmeras las ocurrencias acerca de su sentido. No ofrece ninguna alternancia a lo precedente. No prefigura lo porvenir. No es antitético. Su extremismo le viene dado por la añadidura que depara la perplejidad de su contemplación, el asombro o la contrariedad de su no-significación. Tampoco es el antiarte, puesto que no subyace ideología alguna tras una conformación que desdeña la mínima representación o simbología hacia algo o de algo. Su proposición no esconde reto alguno. No va contra nada. Precisamente es lo más parecido a la nada al valerse del mutismo intrigante de sus hechuras. Es, simplemente.
Y, además, por paradójico y contradictorio que nos parezca, es un residuo cultural con valor de cambio. Es comerciable y reproducible. Por eso, además, finalmente proclama su derecho a existir como: 1/. objeto; 2/. objeto artístico; 3/. objeto comprable. Y (también además) no importa su lectura sino su invención, su sola realidad.

martes, 20 de abril de 2010

D.G. acepta su destino

Inmóvil en la tierra como el árbol, la piedra de misteriosa edad.
Ver el río alejándose, en el rostro sentir el aire fugitivo...
No importa demasiado.

lunes, 19 de abril de 2010

Poéticas - J.B. (18)

Thor, II

Respecto a la actitud de los “escultores de la tierra” es difícil conciliar en la tendencia dos propuestas que parecen repelerse a efectos plásticos en cuanto a su señalización en el paisaje o de la integración espacial de la intervención artística. Signos diametralmente opuestos se perciben en una u otra corriente del land-art. Así, determinadas experiencias alteran simplemente una realidad natural para provocar una estética que no parece desdeñar el artificio que la anima: inclusive en clave de ostentación; otras, aprovechan esa realidad natural para enmarcar el hecho artístico. La utilización que llevan a cabo unos artistas de un paisaje natural, del espacio ya propuesto por la misma naturaleza, les sirve para subrayar una actuación plástica, y en modo alguno osan transformar aquel paisaje. Sin embargo, otros son capaces de alteraciones e incluso modificaciones aparatosas y algunas veces hasta irreversibles: colorear químicamente una playa, “vaciar” montañas o realizar intervenciones que desvían el curso de un río. Lo que realmente consigue el land-art es dinamizar el concepto del espacio, y es en los escenarios naturales donde la sintaxis abrupta del paisaje se nos ofrece desmitificada, propiciando en consecuencia el lugar idóneo para una conducta artística procesual que necesita de lo amplificado, de lo desmesurado de un escenario que dota de morfología natural a la obra para su manifestación. Sólo el arte y sus alusiones serán los que nos transformen una realidad que, probablemente, no exigía para su constatación de ninguna de las alteraciones o provocaciones que efectúa una plástica deliberada. La censura, por tanto, es inexistente, y las referencias posibles a una degradación de lo natural revierten sobre el suceso artístico. La connotación sería, de admitirla por parte del espectador (que, insistimos de manera especial en ello, se halla muy lejos del lugar originario donde existió el proceso de la intervención), únicamente estética, un guiño espectacular sobre la función artística. De hecho, sabemos de artistas que contrastan el paisaje natural con el artificial, lo que evidencia una motivación sólo accionada por los móviles del arte, sin que importen demasiado a efectos de una preservación de la naturaleza las consecuencias contradictorias en el terreno ecológico de su quehacer artístico, puesto que prevalecen por encima de todo derivaciones sociales y culturales.

sábado, 17 de abril de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (12)


1931.
En este tiempo que la huerta como una fortaleza verde e imbatible circunda la ciudad pequeña y chata dominada por cientos de campanarios que se elevan a un cielo de azul primitivo y hondo, como brotado extravagantemente de ella misma, recién llegado, el dibujante en sus andanzas callejeras remeda con maneras algo torpes y con bufanda de adolescente tosedor todavía al cuello un personaje con el que sueña desde niño, el que él mismo pocos años después acabaría conformando sin mayor esfuerzo: un tipo alto, esbelto y con el sombrero de fieltro y ala ladeada coronando el rostro de galán bien afeitado y vestido a la moda.
Todo fue mucho más fácil de lo que imaginaba. Y lo fue porque tan magnífica como modesta era su ambición: ser libre, autosuficiente y, sobre todo, trabajar en aquello que entendía como su verdadera vocación y que le procurara el dinero para serlo.
El paso rápido, y el periódico en uno de los bolsillos del abrigo entallado, el bigote bien perfilado, un puñado de pesetas al alcance de la mano, una mujer a la vuelta de la esquina...
Pero aún faltan unos años para configurar el dibujo ideal de sí mismo, con sombrero en la testa y gabardina de trinchera.
Este martes, 30 de junio, a media tarde, mientras no deja de andar, el dibujante se dice que sus dibujos se le “caen” por todas partes de las viñetas, y las historias que intenta pergeñar se pierden entre fragmentos e invenciones de otros autores; son relatos brumosos, lances rebuscados explicados por textos en exceso retóricos abocados a la inoperancia. La aventura se mezcla con la extravagancia, lo imposible con lo verosímil. Ya aprenderá, es constante por encima de todo y no deja que nada le distraiga de aquello que cree fundamental. Acaba de salir de la adolescencia. No ha cumplido 17 años, ¿por qué no soñar como lo hacen los propios personajes de sus historias? El futuro se muestra prometedor. Hace unos días terminó unas páginas de las que no se siente indigno. Él mismo, como su país, parecen hallarse en el umbral de todo. La República es un hecho. Hace un momento, de entre las monedas sueltas en el bolsillo, ha sacado 10 céntimos y ha comprado El Mercantil Valenciano, ha ojeado algunas de sus largas columnas y luego, plegado de nuevo, ha colocado el delgado periódico de grandes hojas entre las páginas del libro comprado días atrás. El diario, de tipo sábana, incómodo de leer, anunciaba en primera plana la victoria de la Alianza Republicana-Socialista en las elecciones del pasado domingo. Eso le complace. De haber podido (su edad se lo impedía), habría votado por esa candidatura, pues a buen seguro es la más apropiada por su carácter moderado para el primer gobierno democrático de la iniciada República. El esperaba el cambio de régimen con ansiedad desde un año antes. Sabía de los prohombres encarcelados poco tiempo atrás que luchaban por instaurar la República, detenidos y desterrados por una Monarquía que, salvo las anécdotas históricas del reinado de Amadeo de Saboya y la Primera República, arrastraba una decadencia de siglos. El dibujante escucha todas las noches en la casa paterna los noticiarios radiofónicos en un flamante aparato Atwater-Kent, y no es ignorante de las filípicas que Azaña, Alcalá Zamora o el venal Lerroux lanzan como dardos envenenados contra el borbón y su séquito de inaudita ineficacia y marasmo desconsolador, arrinconados ya contra las cuerdas de la historia moderna de España. Atrapado por las ondas el adolescente disfruta de las soflamas de estos hombres de fácil discurso, y que poco tiempo después constituirían el primer Gobierno Provisional de la Segunda República.
Con cuanta alegría contenida (siempre fue reacio a manifestar en público –y hasta en privado- sus sentimientos), contagiado por el clamor popular de aquella tarde del martes 14 de abril, recibió en las mismas calles la alborozada implantación de la República. Antes del anochecer España ya era republicana. El casi podía vivir en la imaginación, a pesar de la distancia, las vulgares peripecias en Madrid de Maura y Azaña entre las cinco y la siete de la tarde, a bordo de un taxi, dirigiéndose por fin a Gobernación y, una vez en el edificio de la Puerta del Sol, proclamar como si tal cosa el cambio de régimen, cosa que harían valiéndose de un teléfono y llamando tranquilamente a cada gobernador en provincias ordenándole que traspasara el mando.
En especial, los aspectos esenciales de la personalidad del dibujante se forjan durante estos años de iniciación. Así, no sólo asoman ya los distintivos más sobresalientes que caracterizarán su madurez, sino que estos años (tan pocos en realidad) cristalizan una ideología y una inclinación intelectual que los acontecimientos políticos, sociales y culturales de más adelante, a pesar de la virulencia de alguno de ellos, no van a modificar un ápice. El aprendiz de dibujante de 1930 y el anciano de 80 años que en las postrimerías del siglo aún sostendrá el plumín y el pincel pueden identificarse y reconocerse sin apenas variaciones en aquel temprano ideario moral y político, salvo el grado de inocencia y credulidad que el paso del tiempo atempera. El dibujante cambiará de opinión muchas veces, pero jamás de principios. Fue siempre, a lo largo de las décadas, hasta su misma muerte, el joven agnóstico, republicano y liberal que ahora vemos andando con el periódico y el libro un día de junio de 1931. Más es un hijo impresionable de la edad de plata y la cultura republicana que un residuo anacrónico y escéptico de la generación del 98. El dibujante, decididamente, está metido de lleno en la estética recién alumbrada de la República, una escenografía plástica que se destaca sobre todo en la tipografía de los rótulos de los comercios y los títulos de los libros. La cartelística de esos años, a la que no sería ajeno el propio Renau, incide asimismo, y muy especialmente, en una invención tipográfica que parece arropar de manera imperecedera la atmósfera, el estilo y el pensamiento de toda una época.
Este día de junio, aliviado por la brisa marina que desde el mar se cuela por las calles todavía con edificios bajos, lo vemos próximo ya al chaflán de María Cristina con san Vicente y Emilio Castelar. Viene de Caballeros, andando ligero y, como casi siempre, va solo. Cuando llega a la altura del edificio Martí, acabado de construir hace escasos meses, enfrente ya del pasaje Ripalda, se detiene un instante, se aleja unos pasos de la acera y desde en medio de la calzada, apenas con tráfico, echa un vistazo a la mole que se yergue imponente dividiendo las dos calles. El ornamento, la balconada y los otros elementos plásticos que embellecen la arquitectura casticista del edificio y magnifican su fachada y el amplio vestíbulo de mármol es obra de su padre, que por entonces habrá colaborado con otros arquitectos de su tiempo interviniendo en los realces estéticos de varias decenas de edificios principales de la ciudad. El dibujante, con la cabeza alzada a lo alto, lo contempla sin disimular una sonrisa de orgullo. Luego, sigue su camino silbando por lo bajo. Presiente tantas coincidencias, un cúmulo de ellas parece sobrevenir para allanar su derrotero, como si el destino empezara a colocar delante de su camino una serie de secretas casualidades que pasado el tiempo comenzarán a adquirir sentido.
El libro intonso que le acompaña, entre cuyos pliegos sujeta El Mercantil, es “Oriente”, un relato pormenorizado del viaje que Blasco en 1905 llevó a cabo por tierras de Turquía, aunque antes, en los primeros capítulos, describe a vuela pluma algunos países de la Europa central, y hasta la página 110, de un total de poco más de 300, no alcanza los Balkanes (sic). El libro se detiene especialmente en la antigua Constantinopla. Se trata, en definitiva, de un refrito, un conjunto de pintorescas crónicas ya publicadas en diarios de Argentina (La Nación), México (El Imparcial) y en El Liberal, de Madrid. Lo publica la editorial valenciana Prometeo, con cubierta de Dubón, al igual que otras obras del autor. Los libros del novelista con portadas ilustradas por aquél, o por Povo y Pertegás, soy hoy muy cotizados. Al dibujante adolescente la edición en rústica le ha costado 4 pesetas. Según se afirma en la contraportada del volumen hasta 1924 se había vendido del valenciano cerca de 3 millones de ejemplares de todas sus novelas. El tiene una buena colección de obras de Blasco, que compra directamente en las oficinas de la editorial, en Germanías, o bien las solicita al apartado de correos. Su libro favorito es "Cañas y barro", y la edición que atesora, a diferencia de las otras, modestas sin duda, es de un elevado precio: es de pasta de color marfil, con relieves y título plateados. La publicó Sempere, la editorial valenciana más prestigiada por el profuso catálogo de sus fondos. Ambiciona el dibujante (que todo dibujaría) ilustrar las obras del impetuoso y prolífico novelista.
Las terrazas de Emilio Castelar están llenas de gente. Los camareros, con holgadas camisolas blancas y el cabello pulcramente engominado, no descansan entre mesa y mesa portando la bandeja en la palma de la mano. En muros y paredes el sol languidece, amarillo y tenue, frente a las sombras tajantes y sólidas que empiezan a agrisar la plaza. Todo el mundo parece tener una sed infatigable, aunque sigue soplando el aire de levante, que todo lo refresca en la ciudad veraniega. Delante del quiosco Moderno se detiene de nuevo y escudriña los titulares de los periódicos de la tarde. Todas las primeras planas con la noticia de un Lerroux victorioso. Intenta leer los titulares, pero está distraído por la agitación que le rodea, por sus propios pensamientos. Una mujer pasa a sus espaldas, deja tras de sí una estela fragante que le envuelve, que casi le embelesa. Queda pensativo. Y de repente, aún sin apartar los ojos de los periódicos, un sentimiento de triunfo, de absoluta esperanza le embarga otra vez. Se nota en el umbral de todo, a punto de cruzar la línea que separa los sueños de la realidad acuciante.
Decide soñar, todavía no es lo bastante hábil para hacerlo a través de los personajes imaginarios que plasmará años más tarde. Sueña: es un galán de cine, o un villano, un gánster derrotado por la melancolía, un romántico perdedor con el cigarrillo entre los labios. La aventura aguarda. Tiene la prestancia, los trajes de sastrería, la intención, “pasta” en el bolsillo. Todo puede ocurrir.
Se apoya contra la esquina de Sangre, junto a un rimero de periódicos en el suelo, que el tipo dentro del cubil del quiosco no pierde ojo mientras trajina en sus ventas menudas. Saca el dibujante el suyo que sostiene bajo el brazo. Despliega el diario tan incómodo. No lee, sólo espera. Piensa en grandes hombres, aquellos que saben moldear el destino, como dándole la forma de ellos mismos. Como Azaña. Como Blasco. O el mismo propietario liberal de El Mercantil, un tipo de leyenda: se dice que todas las noches, después de pagar a los empleados y los costes de la imprenta y distribución, el diario le deja mil pesetas de ganancia. Todavía no lo sabe, pero tiempo después conocerá a uno de los hijos bastardos del periodista potentado, que se hará su mejor amigo, y que, ya convertidos uno en dibujante experimentado y el otro en avezado guionista (escribirá más de dos mil guiones), conjuntamente darán a la luz a más de una docena de personajes delirantes envueltos en tramas de todo punto descabelladas trabajando en los años cuarenta y cincuenta para la misma editorial.
Sí, el dibujante aún anda de personaje. Simula leer. Vuelve la hoja hasta dar con la programación de espectáculos. En el Lírico, Su noche de bodas, con Imperio Argentina (ni hablar, huye de las españoladas); en el Coliseum, Un hombre, con Gary Cooper; en el Olympia, ¡Mío serás!, con Jeanette Mac Donald (a la que adora)… Pero en esta ocasión no va a meterse en un cine. Dobla por enésima vez el periódico y se pone en movimiento como un autómata, como un doble más heroico y desconocido de sí mismo. Recorre Sangre, cruza san Vicente y enfila a Velluters con paso calmo (levita sobre las aceras).
Diez minutos más tarde llegó a una degradada calleja poblada de peligros oscuros. Se hallaba frente a un portal casi tenebroso que apestaba a filtraciones de gas subterráneas, a olores infectos. Un poco más allá algunos hombres y mujeres, pegados a las paredes desconchadas, susurraban entre ellos. Dio un paso adelante y traspasó el umbral de la entrada. Al fondo, al costado de una angosta escalera, en lo más denso de la penumbra, descubre el fulgor de unos ojos de mujer que brillan desde el hedor y la humedad.

viernes, 16 de abril de 2010

Dripping

Bebe una taza de café. Hay testimonio de ello. Borracho observa caer la lluvia a través de la enorme ventana con los cristales rotos. Se precipita la noche, que todo lo enciende. Por los agujeros astillados entra un viento helado (algo malo de lejos). Las grandes pinturas se apoyan en el suelo vueltas contra la pared a su espalda. (Fue un día antes de matarse lanzando su coche al vacío, entre el vértigo y la locura. El acto tan posterior al suicidio solar de 1890 ratifica toda la maldición posible, la vida hecha pedazos, un dripping que salpica a lo sumo la conciencia dormida. Se le ha revelado, al igual que a aquel de Arlés, que le sobra el cuadro, el monstruo es él.)

Ha prorrogado una curiosa permanencia en el mundo, hasta el infinito arbitrario de sus apariencias. La tragedia lo habita, saberse maldito y desearlo más que nada. Mira hacia adentro el negativo atroz, lo que niega la común visión sedienta de realidad e imagen complaciente, la perfecta forma de la nada y también su perfecto color.

miércoles, 14 de abril de 2010

martes, 13 de abril de 2010

El otro

La ciudad blanca rige en el tedio de esa tarde. Lo adensa en lo colectivo y ahí lo disuelve líquidamente como la vidriera apresa la luz. Ciudad de agua, el sol la dora o la oculta en la pupila de fuego. Sus ruidos metálicos y el son de mar de sus piedras rojas elevan al cielo azul (medio azul, pálido hoy) un susurro de antigua conciencia unánime y vencida de país viejo. Más allá de la ventana abuhardillada morirá la tarde que sólo es color y tiempo y el aire vegetal y tibio de primavera, más allá de la fresca penumbra de adentro y del hombre doblemente analizador. Azul el cielo (o ya rosa) va plateándose, y ha de oscurecer. Languidece una canción de lejos, fado de aseada melancolía. De pie, frente a la cómoda, escribe como quien simplemente mira, o paladea el vino de oro. Inventa un hacedor, un tono existencial al costado del resplandor amarillo de la lámpara en forma de campana. Afuera, aún, el fragor de vida, muy tenue, voces de niño, risa perdida, qué sublime torpeza pensar y no vivir, tantas veces se lo dijo. Escribe una oda, o la sencilla coda de su abulia al término del día. De pie, oscura y alcohólica figura que inclina la cabeza calva y miope sobre el blancor enriquecido de tinta. Huele a madera en la espaciosa estancia. Una madera vieja y negra. A tabaco de Indias. A poso de cenizas. La tragedia pequeña y doméstica de los días se precipita insensible, sutil como la nube feble que apenas se percibe en el ocaso gris. Se siente la muerte tan escondida en el paso crepuscular de esa tarde (de este día). Alza la cabeza: marina ciudad de colinas que sube (o huye) del mar. Los otros como perpetuarme, los nombres con que celebrarme, sus obras que serán mi gloria. Ha cesado el ruido de las calles. Anochece. Todo se hace desierto, todo lo puebla la angustia. La luz, la brisa, el silencio de las puertas. Y todavía anochece más y apaga la apócrifa escritura.
Todas las noches algo que parece el bulto de un hombre se yergue, brota del suelo. Ser que desaparece en las sombras, que no será en el alba.

Autorretrato (11)