sábado, 28 de agosto de 2010

Una academia (4)

Anónimo y ajeno a la tierra de este lugar, negado a los usos y al ritmo de las cosas, empezaría a extrañar a los espías al paso del tiempo, cuando se convirtió en un huésped recurrente de la misma agua del manantial oculto, de las mismas manías al mirar el cielo desde la senda, ser el mismo observador en el barranco, estático en la peña más alta... Serio en la andadura entre los árboles, con el morral a cuestas y una rama de manzano larga y pelada, o un escamujo, que nunca se apoya en el suelo, como aderezo atávico de defensa, a veces agitado, con miedos a el dios sabe qué. Sería entonces cuando despertó una atención interesada: "Mucho anda y desanda éste por aquí, y mucho dar vueltas sin saber que hay detrás ni que hay delante."
Pero el converso iba a enterarse de todo... Más tarde o más temprano, como siempre sucede.
Dice Panes, pero se lo dijo mucho más tarde, cuando Brell andaba enredado de mucho diálogo con Silvia Jara, que Jara, el padre, mató en la guerra, o después, o antes, a tres hombres que eran tres malas bestias: "El viejo Beyle, de quien tan amigo eres, sabe esas historias y muchas más."
Beyle avalaba la autoridad del antiguo pastor: "¿Qué no sabrá ése? Si él lo dice..."
Se vive porque hay que vivir, y si se mata es porque hay que matar, y no hay otra justicia de hombres o de dioses que defenderse del mal que nos hacen. Esas cosas se cuentan en sitios donde huelgan las patrañas.
De momento, Brell, cauto, deshilvana una biografía pudibunda de amaneceres irisados y tormentas ruidosas de montaña, a buen paso, de más de una legua a la hora, despreocupado. Cuando llueve busca un refugio improvisado o corre a la caseta de piedra negra, una cualquiera en la falda del monte más cercano, de pedruscos de rodeno arcilloso ajuntados por el barro y un entramado de cañas como techo. Cuando el sol le llena de sudor que le enceguece se arrima al costado de las umbrías. Se moja el rostro con fruición, descansa a la sombra y mordisquea la fruta jugosa. Va desnudando su memoria, que aún le acosa de reproches y malas intenciones, de los malos años, uno a uno, todos han de salir a la luz, al examen del sol, mientras camina por derroteros nuevos, pero en círculos que delimitan tan sólo una bola del mundo de aventuras precarias y expectativas íntimas que no son sino las calladas y amargas soberbias de un desengañado, de uno que no pudo librarse de ideas ejemplares aunque previamente, con inocencia o picardía de acólito, se había engañado en todo, en casi todo, o sólo en lo esencial.
Le vigilan unos ojos sabios en la mezcolanza de la tierra, y otro loco surge a sus espaldas desde el aire, a grandes zancadas se le cruza de un arbusto a la cañada matosa y abrupta, como en un vuelo. El, sin saber, ya perdido en entretantos. Su boscosidad más que afuera, en el exterior a la luz del sol, está dentro de sí, en la lobreguez arterial y confusa de su inacción, en su entrega resuelta a lo novedoso, a lo todavía oculto, intuido.
"¿Quién le enseñó a dibujar?", pregunta a Panes, que no le contesta porque no lo sabe. Ni él ni nadie.
"¿De dónde le viene esa afición?", insiste.
No la ve, pero el tintín de la altura anuncia su presencia escondida, no muy lejos del ganado, urdiendo imágenes, esbozando a carboncillo la forma tosca con aplicación infantil: una explicación entretenida de lo que [ella] ve.
Ahora Brell ya conoce su existencia. La hace real. ¿Qué, si no?

Una academia (3)

(Inquiría a Panes, que está harto de saberes pequeños y tediosas explicaciones.
"Usted sabe que no es el loco quien me acecha desde arriba."
"Podría ser él también."
"Eso ya lo sé. Pero no es él", se empecinaba.
"Entonces, la otra", había confesado finalmente Panes.)
No es el loco sigiloso en la senda, estruendoso en la cumbre, inocente todo el tiempo. Es la chica, Silvia Jara, sigilosa también y muy callada, la sombra que a él acecha. Ella conduce el ganado, deja pasar los días y las horas en la tierra que la ha visto nacer... Ella le descubrirá a menudo desde arriba de la montaña, conociendo de antemano sus ridículas excursiones y devaneos entre los árboles, viéndole ascender los angostos barrancos de piedras pulidas y enormes con los pinos combados sobre pendientes, viéndole trabarse en zarzales y espinos.
El día que Brell encontró, ya en la cumbre del monte aireado y claro, vasto y luminoso, el torpe dibujo de su retrato sintió un vestigio de esperanza que alumbró como a llamaradas otro porvenir menos devastador que el que andaba temiendo desde los años pasados entre errores, miedos y cautelas inútiles.
No supo por qué, ni entendió otras razones que las que brotaban de su propio aturdimiento, pero la idea de un recurso mágico y liberador (una rauda ilusión) le prendió de pronto: la única salvación, a pesar de todo, estaba más allá de la ficción, estaba en la realidad miserable opuesta a toda literatura y a todo artilugio creativo.
"(¿Por qué se oculta?", pregunta sabiendo la respuesta.
Panes le miraba con sorna:
"Hay mucho cuerdo estorbador por esos mundos." Y Brell no podía por menos de pensar: "Mareando la geometría.")
[T.B., 1992: "¡Suponerlo de esa manera...! Aunque eso sería muy apropiado para la época de Brell, en ese tiempo de violencias interiores, huido de todo (?), razonador de nimiedades... ¡Y qué entusiasta para el abandono! ¡Qué prisas ante el vacío! Desaparece: no ocurre nada."]
"Me gustaría conocerla", decía Brell sin segundas, (ni siquiera se comprende sí mismo en ese sitio, todavía...)
"A lo mejor, a ella no le gusta conocerte a ti."
Brell saca la hoja, la desdobla y se la tiende a Panes.
"Encontré esto."
Panes observa con atención el dibujo. Duda por un momento. Al final, asiente con la cabeza. Mira a Brell. Repasa las facciones borrosas. Dice: "Pues éste eres tú."
A Brell le asombra el parecido que guarda el retrato, a pesar del encaje bastante infantil del dibujo. También el trazo fuerte y grueso de la línea, recia y forzada, revela el deseo de mitigar la falta de una estructura rigurosa, la presencia de una "línea sin honor". Suplanta la natural habilidad una técnica endeble, torpe aún. Pero, y he ahí el pasmo de Brell, el dibujo logra justificarse a sí mismo con la misma potencia de verdad que la hoja informe sacudida por el viento en el árbol, la piedra en el camino, la nube en el cielo. Es auténtico: imperfecto, real, genuino.
A merced de una inspiración violenta y solitaria, escéptica y rodeada de un silencio casi eterno, sin alarde, sin medrosidad, esa joven oculta entre piedras dibuja, puede que incluso pinte. ¿O será un simple pasatiempo en esa espera mineral y duradera, fija ella a la tierra como la encina vieja, llena de sombras, luces y destemple?
"¿Cómo de tan lejos y ese parecido?". No posó ningún modelo... de cerca. ¡Y qué modelo!
Un ojo de mirada abiertamente bella y vigilante, sosegado de tantos escondites naturales. Esta será una clase de entretenimiento pastoril, de ocio al sol y recreo en la marina claridad de la mañana temprana.
Brell ha desoído la lógica de la montaña bajo la luz. Tiene sus alarmas ese mundo y, rápidamente, se alerta ante lo desconocido. No se ha percatado de la delicada atención de un espíritu montaraz y colectivo en espionaje sutil (mil ojos y ojillos en el cielo, en el árbol, en la tierra, desde el agua), que registraba todo movimiento del intruso ruidoso y sin gracia que era él. Pronto era visto sin sorpresa y también libre de malicia, como algo bastardo pero previsible que no ocasionaría descalabros irremediables: algún insecto aplastado bajo su bota, desmantelada la arquitectura de una tela de araña, sembrado el caos universal en el minúsculo hormiguero. Y a través de los días su figura se haría familiar, sin temor, sin alterar al loco, sin inquietar a nadie.
El sería como una forma de dibujo en el plano de la mirada. Un dibujo en movimiento, un modelo sin más, y bastante irritante por su ingenuo deambular lleno de pausas o prisas enérgicas. Acaso sin colores, sólo un motivo para dar rienda suelta a la mano, abocetarlo con más imaginación que fidelidad, una apariencia de escaso volumen, apenas un grafismo en el aire impoluto de la hoja de papel.

Una academia (2)

Desde las altas cimas de la sierra Brell observaría allá lejos, muy lejos, la presa gris y el agua sucia, el trajín de los excursionistas, la naturaleza falsa, como si de un cuadro retocado se tratara, el bullicio de una gente acotada entre mesas de piedra, paelleros sucios de ceniza y una fuente de tres caños adornada de azulejos siempre rodeada de niños correteando y hombres y mujeres con bidones de plástico en las manos.
A salvo en las planicies elevadas de la cadena montañosa, sin dolor por el recuerdo, sin ánimo para nada nuevo, libre y no pobre, o pobre y quién sabe cómo, sin que nada ni nadie pueda modificar su paisaje y su figura, su voluntad y sus días buenos o malos, Brell mira hacia abajo, tan hacia abajo que todo el panorama termina difuminado por la pálida luz del sol y la distancia. Azotado por el viento, sin fatiga, sin el alboroto del crimen o la mentira, sin ansia de novedad, pleno del sol y del árbol, del silencio y del trabajo y de la vida, ataviado como la tierra, de su mismo afán, Brell es ya de un profundo enraizamiento. Hombre de sierra y de sol, padre de dos hijos, hembra y varón, en trabajos... sin nombre. Por fin, oscuro. (Con esa mirada..., esta tierra.)
Está a salvo en la serranía, allá en lo alto donde nada hay de curiosidad para la gente de abajo, arriba donde el bosque es de incómodo andar y la expresión de la naturaleza se graba en los ojos pujante de colores y de trazos vigorosos y heridores de luz, donde toda la raya es tosca y la forma inabarcable, donde se anda a solas y de veras.
Pasa el tiempo, y es lo mismo. Sucede a la noche el día, el calor y la luz al frío y la lluvia, y así siempre. No se culmina una obra del color de la realidad, de la verdadera esencia del rumor del aire silbando entre el follaje y los arbustos, de la fijeza del tronco venerable y sólido hundido en la tierra rica de la materia de la vida. Jamás se concluye un cuadro así.
"Los únicos que han de sobrevivir han de ser ellos, los de la sierra, los que viven en el aire", presentía Panes. "Hay planes antiguos que condenan a todo este pueblo, a toda su mala o buena gente. Los días están contados", decía sin añoranza, evocando unos años de atrás que sólo conducían a ese destino funesto y a ningún otro.
Pero ya hacía mucho tiempo de esa conversación. Panes, muerto y enterrado, acude a la memoria de Brell en colores asepiados, de formas fugaces, imprecisas, casi borradas del todo. Brell lo sabe muerto de recordarlo vivo, o medio vivo.
Era en aquel tiempo que Panes le relataba a Brell los trabajos y los días de la invisible Silvia Jara, pastora, artista, callada y sin rostro, cuando el antiguo rabadán, que va dejando la piel a tiras mientras arrastra las piernas pavorosamente hinchadas, sabe que su propia condena como hombre es mucho más rotunda y próxima, y mucho más cruel, y los padecimientos del cáncer ya han eliminado su interés por aguantar una vida inmóvil, recelosa y agónica, y disipado también la afición al grosero espionaje sobre sus paisanos. El pantano, la gente y el Montes del futuro bajo las aguas estancadas, sucias, verdes, sin encantamiento, le importan a Panes poco menos que nada.
Un Brell reivindicativo, que no dejaba de atosigarle con preguntas, advertía que era mucha la gente de fuera que se oponía a la presa. Panes le contestaba sin miramiento: toda oposición en este asunto es un antojo de desocupados, vulgares romancerismos, una fiesta para ideales de escaso apremio. ¡Esa algarabía tonta... terminará siendo tan sólo un titular pasajero de periódico!
Las aguas ahogarán el pueblo de Montes: "Habrá dinero, casa nueva en otro sitio y otra mentira, mayor o peor fortuna, y eso será todo. El tiempo seguirá, rueda y rueda la feria de la vida, y cada día es un caballo."
De igual modo Beyle le hablaba a Brell del injusto castigo, cuando todo era aún tan real que los campos yermos del monte, la lujuria vegetal de la huerta, los sarmientos negruzcos y retorcidos que mostraban una desnudez de penuria bajo el sol inclemente del secano y los sembrados y bancales desahuciados entre pinos y espesas encinas no auguraban ni por asomo para las casas y las plazuelas de Montes el silencio marino de después. La gente del litoral quería agua para su industria, para su ocio, para sus bocas...: “Aquí todos somos viejos, una cochambre, con un pie en la tumba y otro en el infierno."
Pero Beyle murió antes que Montes. Casi en vísperas de la invasión bestia y mecánica, chirriante y ostentosa de las excavadoras y las grúas, de los grandes contenedores metálicos y los camiones de ruido ensordecedor. Antes que el polvo fino y amarillo empezara a esparcirse por entre las estrechas calles de Montes cada día más mudas y desiertas. Sin embargo, llegó adivinar que Brell acabaría viviendo en la montaña, que nada ni nadie iba a impedírselo y que sobraban las preguntas. Casi adivinó el mismo día de su muerte que Brell decidiría de una vez su destino sin arte ni ingenio, con paz y con trabajo. Tal vez, si fuese cierta la verdad de todo, habría mirado desde el otro lado de la muerte a ese Brell difuso, equívoco y sin talento alejándose del pueblo condenado bajo la lluvia en busca de todas las certezas que únicamente la tierra, la verdadera naturaleza, podían darle, a un Brell que ya luchaba por mezclarlo todo en el tiempo sin orden ni concierto, fundirse en el solo embrollo del ir y venir de los días y las noches.

Una academia (1)

En los últimos días de su vida Beyle se había encerrado en un silencio obstinado que no claudicó un solo instante ni a la confidencia ni al último deseo, al antojo o al temor. No prosperaba en él ninguna curiosidad, ningún interés mundano ni recelo del más allá. Brell lo miraba postrado en la cama, inmóvil y con los ojos cerrados, con los ojos abiertos a veces, sin despegar los labios, sin proferir ninguna queja, y pensaba que lo único que deseaba el viejo era perder la memoria del todo y morir cuanto antes. Su mujer se arrastraba pesadamente de la cocina a la cama del moribundo, trastabillando entre los cantos de los muebles, apoyándose medrosa en las paredes abombadas pintadas de blanco, en silencio igual que él. Una sonrisa de pena y dolor, quizás de acatamiento, afloraba de cuando en cuando en la boca de la anciana. Tres años después, cuando ella también murió lejos de Montes, junto al mar, en una pequeña ciudad de industria y aluvión de emigrantes, encerrada en una habitación oscura, entre oprobios callados y sombras de familiares con caras de seriedad y de asco, de urgencia y fastidio, aún llevaba clavada en el alma la causa de su mutismo de tantos años en Montes, de su retiro y prolongada sumisión y del brillo ávido y acaso maligno en los ojos.
Momentos antes de morir se irguió como pudo de la almohada, llevó adelante el rostro demacrado y todavía logró inquirir con el estertor ronco de caverna de la muerte el destino de calamidad que hubiera querido para todos en Montes después que irrumpieran en su vida las injustas desgracias de la muerte terrible del padre, de la misma muerte terrible de suicida del hijo: "¿Se han muerto todos ya? ¿Mueren ellos? ¿Muere Montes?" No murió en paz, a diferencia de Beyle. Beyle agonizó sin dolor y sin asombro.
El día de su muerte no reconoció a Brell ni a nadie. Tal vez en su infinito cansancio ni siquiera reconoció a la muerte. Afuera de la casa hacía calor y llovía. Era un día gris y bochornoso de julio. Brell se sintió incómodo ante parientes que le miraban recelosos y que a él le costaba respetar. Enterraron al viejo a la mañana siguiente, en el pequeño cementerio de atrás del pueblo, en la misma ladera del cerro que abriga a Montes de los vientos del norte, bajo una lluvia fina e interminable, cálida y sonora.
Esa tarde Brell, sin que hubiera relación con la muerte de la mañana, después de un pensar agitado que no concluyó en nada, decidió en un arranque instintivo la suerte de su vida para mal o para bien, pues nunca lo sabremos, y se encaminó "sin nada en las manos", como indicó T.B., a las montañas abrumadas por la lluvia.
(Cuando una semana después fue ella a Montes a encararse con la casera, liquidar una deuda pequeña y recoger las pertenencias de Brell, libros y papeles en realidad, renunció a descubrirlo en cualquier lugar entre los árboles. Recogió todo y abandonó Montes sin hablar con nadie. "Era ambición lo de Brell, no era desaliento", me dijo de vuelta a una ciudad asfixiante, azotada por el calor. Y añadió:
"Ha desaparecido completamente."
En días sucesivos, como a cuentagotas, T.B. me mostraría apuntes, páginas de notas varias y algunas cartas, y también unos dibujos muy imperfectos, de un raro candor. Hizo alguna confidencia, seria y tranquila.
Más tarde, en pleno verano, T.B. y yo nos fuimos a Deiá. T.B. quería pintar tierra adentro, pero empujada por las olas del mar y "sintiendo el aire griego de la ribera", y a mí me daba igual estar en cualquier sitio junto a ella. Hablamos muy poco de Brell, y un tiempo después creo que hasta lo olvidamos, o fingimos con especial fortuna que lo olvidamos.)

Muchos meses antes de ese día de entierro y escapada, cuando respirar para Beyle era ya morirse, pero todavía vivo, Brell le contaba sus aventuras con la gente de la sierra, y el rostro de Beyle se animaba al considerar la ocurrencia o la tontería, la invención y la realidad.
"Esto es asunto de tu imaginación", le decía el casi moribundo Beyle.
"Le aseguro que no”, respondía el otro sin el menor gesto de enfado, incluso divertido por el desconcierto del viejo.
"No puedo imaginarte entre la mierda seca de las cabras."
"Le enseño cosas. También ella a mí."
"Esa muchacha salió como el padre. ¿Cómo es?"
"Nunca le he visto la cara."
Lo que el viejo Beyle jamás habría de imaginar, pues el alcance de ese futuro se escondía más allá de su propia muerte, es que al final no sólo el deterioro de su memoria le iba borrando los días, los sufrimientos y los trabajos del pasado, así como la huella eterna del tiempo iba también deteriorando las casas, las gentes, los campos y las montañas de Montes, sino que una erosión repentina y fatal anegaría el lugar confundiendo su saga para siempre: Montes acabaría con los años encenagado por las aguas de un pantano de mezquinas dimensiones que ni siquiera, quién lo iba a decir, dejaba adivinar la espadaña del campanario, tan grande que parecía, ni la veleta de hierro negro en forma de ave fabulosa, ni nada de nada, y que andando el tiempo el paraje fue objeto del recreo y esparcimiento foráneos, con bancadas pintadas de rojo y papeleras metálicas para excursionistas de ciudad que llegaban en buen número en fechas de descanso escolar y durante los meses de verano. Muy pronto, el lugar alcanzaría cierto renombre. El nuevo trazado de la carretera comarcal facilitaba el acceso y la visita aburrida y cansina del domingo. No era raro ver en cualquier época la llegada de automóviles arrastrando remolques, y tiendas de campaña con lonas de colores chillones diseminadas bajo los pinos rectos, podados y limpios, alineadas en los pasillos rectilíneos de grava, gente anónima y festiva dispersa indolentemente por las inmediaciones de las aguas del pantano, un balsón de orilla incierta, feo y desigual, de aguas turbias y mansas en cuyo seno se escondía el mapa de Montes, la traza de sus calles, callejas y plazas, y de sus casas y graneros, de sus pajares y cuadras. Sólo el cementerio silencioso como las aguas, aún lejos de los márgenes, era el veraz testimonio de la vida antigua y desaparecida, y mostraba sin pudor el espectáculo de sus cipreses negros y enhiestos al cielo, las hileras de los nichos en hornacinas de ladrillo rojo: el recuerdo de Montes, los restos de la memoria, o el despojo.