miércoles, 29 de septiembre de 2010

Ensayos para un estilo (16)

Tenía una absoluta obsesión con los cuadernos de notas, con los apuntes y los diarios. Se diría que deseaba registrarlo todo, como si el arte no bastara. Y ella necesitaba hacerse entender por encima de todo, lo cual no dejaba de extrañarme, ya que la clave de su arte residía en mantenerlo lejos de lo denotativo, y tampoco creía en las sutilezas e ingenios de la connotación que, a su juicio, siempre terminaba malogrando la poética procesual de la plástica. Pero he aquí que ella se nos hace visible en sus diarios y anotaciones personales y artísticas. Una mezcla de vida y obra en la que sí creía, una dualidad en la que siempre confió y que consideraba indivisible. Una yuxtaposición descarnada, en verdad reveladora. Luego la totalidad de sus obras nos proyectan un reflejo de la auténtica E. Veamos: ¿Era esto lo que nos proponías? ¿Qué nos decías, qué construías alejada de un lenguaje representacional tan vacuo e ineficaz ya luego de tantos estilos, de la pluralidad de una estética de la imagen tan devastada por tan multitudinaria afición a lo largo de los siglos? ¿A qué nos convocas?
De repente, la ciudad de Nueva York se había vuelto dadivosa.
La última exposición individual de E.: “News Drawings, 1970”, en la Fischbach Gallery, N.Y. El círculo se cierra: su primera exposición individual, en 1963: “Recents Drawings”, en Allan Stone Gallery, N.Y.
También ese año funeral de 1970 cerca de una treintena de exposiciones colectivas presentan trabajos de la artista.
Mayo de 1970: entrevista de Cindy Nemser.
Una semana después E. estaba muerta.
En las calles ya se siente el hedor del verano, la fetidez del aire cargado de tibieza y manteca frita que emerge de las oficinas, de los bares y cafeterías, las aceras se adensan de olores, una primavera de los sentidos que deja en el paladar un sabor a piedra quemada y gasolina, a asfalto viejo y rastros corporales.
Sesenta y dos plantas más arriba de la mescolanza de olores. Asisto sentado, en un ángulo de la espaciosa habitación, que huele a rico papel, a tintas insólitas, a maderas. De cuando en cuando dejo vagar la vista a través del enorme ventanal sin cortinas, diviso a lo lejos el Hudson, la serpenteante autopista que corre a lo largo de su curso, una lámina grisácea, silenciosa como el resto de la ciudad que se hace visible desde este lugar, un silencio sólo roto por las palabras casi susurrantes de las dos mujeres a diez metros de mí. Escucho cosas que ya sé, pero me resultan tan nuevas dichas en este momento que presto una atención religiosa, y presiento su muerte, adivino la total ausencia de E. al verla sentada, plácida y extraña, como de otro universo. Sabía que iba a morir, y, apartando la vista de la luminosa ventana la miraba una y otra vez reteniéndola, capturando todas sus imágenes desde hacía días: dormida, leyendo, junto a la ventana, con la taza de café en la mano, mirándose en el espejo, alisando una prenda de vestir, con un libro sobre el regazo y los ojos cerrados…
Entrevista: “En cierto sentido soy una artesana intelectual (?), no puedo desligar esa faceta de mi trabajo. XXX.

Una tarde especialmente fría me acerco a la librería de R.Y., en la calle Green, en el Village. R., muy concentrado, revisa algo en la caja registradora. R. tiene alrededor de cuarenta años, es de baja estatura, fornido, de aspecto campesino y, sin embargo, es el intelectual más reflexivo que he conocido, a la vez que el más coherente con su propio y endiablado carácter. El clásico tipo que no cambiaría sus camisas de cuadros ni sus pantalones anchos de pana ni por un millón de dólares. En invierno un tabardo marinero lo protege del frío. No usa gafas para leer y anda despeinado constantemente. Lo ha leído todo, al menos todo lo que entra en su librería, una especie de tienda de libros mixta cuya escasa venta de novedades la compensa con el libro usado. Es un librero a la antigua usanza, inmediatamente te hace ver el interés que siente por los libros que compras que, naturalmente, ya ha leído. Muchas veces oculta su desdén con la ironía, pero son las menos. Fue E. quien me presentó (quizá sería mejor decir que me señaló) a R. en el transcurso de una fiesta a la que fuimos invitados. R., sentado en un sillón, completamente dormido, se derrengaba a un lado con un libro entre las manos. Eran más de las doce de la noche, una hora absolutamente intempestiva para un librero honrado.
-Se ha estropeado –dice al verme entrar.
-Vuelve a los viejos tiempos, cuando el dinero se metía en un cajón.
Levanta la vista sonriendo, aún con las manos sumidas en el artefacto que se alza en una esquina del pequeño mostrador curvo.
-Hace años que debería haberlo hecho. Facturo menos que el tipo que vende perritos calientes en la esquina.
Finalmente descubre que se ha atascado un pedazo de papel en el rodillo.
He venido por un par de libros.
Escucha con atención los títulos y deniega con la cabeza:
-Me temo que no tengo ninguno de los dos en este momento.
-No importa –le contesto-, puedo pasar otro día.
-En una semana, si te parece.
-De acuerdo.
Salgo de la librería y busco una boca de metro.
Una hora más tarde, en la calle Brodway, los encuentro fácilmente. Los compro. Un comprador de libros (un comprador compulsivo) es lo más infiel que puede echarse uno a la cara. Se lo digo al cabo de tres días, cuando vuelvo a la librería en busca de E., que había acordado esperarme allí esa tarde.
-Pero que español comprador de libros raros más hijo de puta.
-Oxímoron –pronuncio en castellano.
-¿Qué…?
Pregunto por otro libro. Este lo tiene: un volumen de poesías de la colección Pocket Poets. Ferlinghetti y él habían sido muy amigos hasta que aquél se aburrió de Nueva York y se marchó a San Francisco. Durante mucho tiempo ha recibido libros de la City Lights Press Collection y antiguas ediciones en rústica publicadas por la misma librería regentada por aquél. Cuando voy a pagarle aún me embarga un invencible sentimiento de culpabilidad, así que merco también una de las novedades del año.
A su pesar, me mira con extrañeza y unos segundos más tarde con absoluta incredulidad.

Los hombres ventana, II

Un hombre ventana simplemente hizo pedazos la puerta del más duro acero y allí estaba (un) dios, saciado de trampas.
Tan enmascarado el belfo de bestia, tan ensangrentado.
La mueca elegante sobre la corbata

La verdadera historia

Movió entonces la brisa de la noche. Las llamas de la antorcha iluminaron de repente las sombras tierra adentro.
Tierra virgen. Sin dioses todavía.
No la hollaban ni la cruz ni la espada.
El negro mar atrás. La luz delante.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Ensayos para un estilo (15)

A los 15 años, aún en el instituto, una profesora, miss C., larguirucha y tímida, de cabello corto y labios enjutos, expuesta a la mofa cruel del adolescente (del adolescente de los años cincuenta) por lo estrafalario de su atavío cotidiano, le informa susurrando de una reciente exposición al margen de los canales habituales. Se ha inaugurado en la calle 9, y muestran sus obras más de sesenta artistas. Todos ellos pertenecen a una nueva corriente que de seguro ha revolucionado la plástica contemporánea: Expresionismo Abstracto.
“¿Tú sabes quién es Jackson Pollock?”.
Parecía el título de una novela, tal vez de una película de la aún lejana década de los setenta. Cinco años más tarde, cuando el cabeza de serie de la muestra se estrella conduciendo borracho su Oldsmobile V-8, la lengua cínica de otro aspirante a genio incomprendido le acaricia el oído con sarcasmo de ofidio a la bella jovencita a punto de ingresar mediante una beca en Yale: “Estuvo en el sitio justo en el momento oportuno… ¡Y se mató a la hora debida!”
“Sí, fue el mártir necesario.”
Muertos fueron todos: el gesto, la acción, el expresionismo, lo abstracto…

“¿La expresión de mi arte?”, replica E.
Nos encontramos en K&F, una cafetería de moda en una transversal de Delancey, en el barrio judío. Somos siete personas y tres paraguas al llegar con las cabezas agachadas entre risas apagadas y la ropa mojada a las puertas pintadas de rojo (ventanales enmarcado en verde) del angosto establecimiento sito en una calle estrecha y oscura a esas horas. Febrero de 1969, martes. Llueve con fuerza, interminablemente. Robert Morris, en el interior velado por luces tenues, aguarda en un ángulo de la barra forrada de madera negra. Se levanta sonriente al vernos entrar en fila india, encabezados por E. y Nancy W., una amiga de ésta, presunta artista aunque sin obra conocida hasta el momento. (Sin embargo, la chica escribe, me digo. “Eso no sirve”, recuerdo que dijo cierta vez alguien –pintor muy reconocido y cotizado en nuestros días- verdaderamente enfurecido refutando a su interlocutor en lo más acalorado de una discusión frente a las puertas del MOMA-. “¡No sirve, entiendes, no sirve!) Un camarero se apresura a juntar dos mesas redondas al fondo, cerca de la entrada a los lavabos, de los que parece emanar a ratos un olor a lavanda. Tras las presentaciones, llegan las comandas de cervezas, ponche y copas de vino blanco, cacahuetes y pasas de Corintio (?). Morris, una vez enterado de los detalles del evento anterior sonríe de manera aún más elocuente. El acto a que hemos asistido consistía en un happening de interpretación abierta (ignora al público –algo insólito, pues-; desprecia el componente de espectáculo que todo happening conlleva intencionalmente –su carácter teatral y hasta bufonesco- y reniega de lo artístico –el acontecimiento limitaba su efectividad a la muda contemplación del artista, también mudo, sentado de espaldas frente a un ángulo de la sala-), imposible por tanto de dilucidar. Sí hubo argumento epilogal: el tal Lebrain, el único ejecutante, afirmó muy convencido de la resurrección del nuevo arte, “ahora que, como todos sabéis, ha muerto”. Como ejemplo, él mismo. Invocaba el retorno de un arte renacido y pletórico, de infinita combinatoria, de insospechada pluralidad de significaciones. La muda sentada, al parecer, escenificaba la reflexión liminar que ello exigía antes de entrar en acción. Este último vocablo inició rápidamente una repuesta unánime. La declaración post-happening se estaba convirtiendo en una conferencia, y lo peor, a juicio del público asistente, que había empezado a murmurar en tono desaprobador, era que esa maldita charla ni siquiera formaba parte del maldito happening, ya culminado cuando el ejecutante se había puesto en pie. Aquel monólogo del vidente, del brujo nigromante y resucitador disgustaba profundamente a los espectadores. Eso me hizo comprender que, incluso naciente, el happening ya exigía una ordenación, un canon, una gramática generativa. No salía de mi asombro. Enseguida aparecen las reglamentaciones, una convalidación que certifica la justicia y bondad de “algo” todavía por definir. Los recientes sabios de la tribu pretenden imponer ya desde un comienzo una sintaxis de aquello que es único, efímero y por consiguiente irrepetible y carente de preceptos que guíen con posterioridad actuaciones futuras. En otras palabras, existen las reglas. Si técnica, oficio; si no técnica, reglas. ¿El gusto tiene reglas? La estética las tiene. ¿De dónde surgen los reglados? ¿Y de lo naciente, todavía adánico....? (Desarrollar para más adelante.) Tímido, he tomado asiento junto a ella, que animada por la conversación, parece haberse olvidado de mí. Los dimes y diretes se centran en los aspectos esenciales de lo que constituye un happening. Qué es y qué no es. Su validez o su inoperancia. También, su justificación como hecho artístico y su lugar en la historia del arte. Alguien llama la atención sobre “historia del arte” y “cronología del arte”. Nuevo debate. E. se encuentra en su salsa.

ARES. No sé si me gusta. Estamos desnudos debajo de la ventana sobre una sábana blanca, lo único que nos separa de las baldosas del piso. El sol del mediodía se cierne sobre el suelo donde yacemos. E. parece irreal, increíble su piel húmeda de calor, traslúcida su carne rosada, pasmosa la cabellera que se derrama en cascada a un lado del rostro. Bañada de luz cruda, apoteósica, de una quemazón apenas resistible. Es hermosas hasta bajo la luz más cruel del sol. Se vuelve hacia mí y se tumba de costado, apoyando la cara contra las manos juntas. Los ojos brillan risueños en el mar cegador que fluye del hueco abierto y se abate sobre los cuerpos: “Eres Ares”. Escrito en castellano suena de una prosa cacofónica, de una precariedad evidente, hasta incómoda. Disonancia reiterativa no desdeñable tampoco en el discurso inglés. Sonrío cegado por la luz: en la brutal claridad la recreo, recorro con ojos entornados la incitante excursión desde el cuello a los senos, el vientre terso, la mata profusa y negrísima que cubre el pubis, los muslos y las piernas recogidos sobre ella misma en postura fetal, alumbrándose de una fiereza carnal, de una potencia ígnea, y el blancor del tejido que ha de cubrirnos en el calor de la noche. “Ares”, luchador tenaz siempre vencido. Aborrecido por los dioses, poco amado. Sólo libre próximo a la muerte. Y, sin embargo…

(***)
Ciertas peculiaridades de parte del arte moderno exigen una nueva actitud ante la obra de arte como objeto vendible o promocionable. En este aspecto de la cuestión, ha desaparecido el punto rojo, tan escueto y explícito.
Instrucciones de uso.

Sería octubre o noviembre.
¿Qué fue de ella en el 67? ¿Y de ti?
“Hasta el 64 creo recordar que no pasé en toda mi vida más allá de la calle 86.”
En 1966, poco antes de que su padre muriera, le compró en una de las tiendas de anticuario que proliferan en Park Avenue una plegadera de plata con un galgo labrado en el mango. E. había vendido un par de acuarelas sobre papel a Seda&Stein.
Al llegar a la casa familiar le faltaba el aliento, estaba sudorosa y se sentía a la vez trémula y feliz.
El hombre enfermo, perplejo, la vio precipitarse al salón, rejuveneciéndolo todo, envuelta todavía con el aire fresco de la calle. Ella le tendió el bonito paquete que envolvía el presente. Su padre preguntó por qué: no era su cumpleaños, ni había que celebrar ninguna onomástica. Tampoco había que llevar demasiadas cosas en su próximo viaje…
Dos días después de que su padre muriera, E. buscó por todos los cajones de la casa la plegadera labrada. Nunca la encontró. “Va en la nave egipcia con él.”
En las semanas siguientes dibujó simulacros: de un río, naves, perfiles, relieves, ornamentos

Oración

Abandona las lóbregas aceras del Londres vespertino, rumor de piedra y viento. La hora violeta solemniza las pesadas puertas de hierro. Camina junto al río orlado de nieblas. Aquel edificio es Blue Tower. Enfrente, Crane House y White Buildings (los cubre una lengua de rojo espeso). Juega con el bastón de cáñamo brillante. Aún bailan los números en la cabeza, el tintineo de la moneda. Muere la tarde en el callejón de ratas. Las grandes hojas del periódico ocultan una desesperada quietud. La taza de té, la estufa, la comida de lata. La tulipa rosa, y el mantel de bordado primoroso y el rancio paisaje en la pared. La alfombra silenciosa: se alejan sus tímidos y enfermos pasitos. Mujer infeliz de párpados caídos, delicada piel, qué carne frágil y estéril. Al otro lado de la ventana, se abate una helada lluvia, se desliza sobre los raíles un tranvía vacío entre árboles fantasmales. Vibra la luz amarilla, incandescencia que hace germinar los rostros y los huesos de los muertos de las fotografías en el aire sofocante. Suenan las nueve. Las once. Oh, Dios. Temeroso de los divinos castigos, resignación ahora, silencio ahora.

El destino será dadivoso en mentores. Pero tu mujer se volverá loca. Tú serás poeta.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Una academia (6)

Podía haberle quedado el cuidado de la melancolía, un pasar hasta creíble para cualquiera, pero ha trastocado su desvalimiento, se ha metido en una tierra que no admite la tibieza. En cierto modo siempre ha buscado una protección, la que sea, de cualquier suerte. Por ejemplo, aquella que le defiende del futuro: la naturaleza libre de trabajos. Un paseo aristotélico y cauto, meditabundo. ¡Idealista a traspiés!
Saben su forma, tan de cerca le han dibujado que han logrado hasta reconocerle. Su repentina pincelada de intruso, de recién llegado a la senda y a la cumbre no abruma a nadie de temor, es sólo un modelo, unas líneas, un claroscuro, una porción de gestos, una seriedad sombría, muecas de cansancio. Una forma.
¿Cómo es ella, la que sabía de él desde el primer día que empezó a perderse en la montaña, a zanganear sin un cometido preciso o explicable? Ahora, unos ojos. El paseante ha estado transitando por caminos trillados de ciencia secular. Cuando él se creía en la mayor discreción, provocaba un ruido extraño. "En el fin del mundo...", se decía, y no era sino un aditamento inestable, peregrino y rara avis, pero bien avistado desde las alturas por algún personaje mayúsculo que no necesita moverse para contemplar el panorama en todas sus direcciones. Su paso era corto, y su trecho limitado. Toda su doliente intimidad de ridículo llorón ha sido objeto de una montaraz curiosidad. Al fin, ha sido un trazo en una hoja de papel, un dibujo, un garabato. Ha sido escudriñado, y, acaso sin interés, ha sido delimitado. [Atrapado entre los bordes del papel sucio, con pruebas de color en los márgenes: pringues amarillos, ocres, un rojo...]
Se sentía desconocido, solitario en el lugar del silencio y el paisaje, y no: anduvo en holladuras ya entrevistas, en cañadas exploradas, zancajeando sobre la escala reducida de un mapa sin enigmas ni tesoros, de antiguo registrado durante largas mañanas y tardes eternas de hastío, de aburrimiento pastoril y pacienzudo recreo de masovero (no, no viendo crecer la hierba: viendo ella la hierba de mil tonos de verde, sin tópico, y notando como crece la edad del mundo y se detiene el tiempo, qué sabia Silvia Jara).
La formación de un observador ante la realidad deriva de una inicial pleitesía: en sí misma es venero de inagotables interpretaciones y significaciones. Pero sólo verla así, de ese modo primitivo y auténtico, sin la mistificación de rancia añadidura: al infierno todas las academias y cuidados, toda la presunción. El paisaje y la figura cotidianos adquieren un relieve especial bajo la luz natural del sol, se plasman ante los ojos en su propia existencia esencial: "Sólo en el estado puro [Quema el sol, agrieta el ojo, llena de sudor los dedos que sostienen los pinceles manchados de pigmento, el cuerpo se cae de cansancio, horada ese rayo amarillo el seso, cuece el alma...] puede ser reinventada, vuelta a hacer en sus signos más profundos y verdaderos." (Dice Brell. Y lo dice en voz alta, en la soledad del monte calcinado donde sopla a ratos un aire de fuego, una ráfaga de sequedad que no parece terrenal.)

sábado, 25 de septiembre de 2010

Una academia (5)

El gordo y sabihondo Panes afirma que utiliza colores también, que uno de sus hermanos, el que cierra tratos de compras y ventas del ganado en las ciudades de La Plana, le suministra trebejos y tubos de color. Panes tiene una pintura de Silvia Jara, un lienzo de pequeñas dimensiones sin enmarcar: "Se trata de una escena nocturna", le dice a Brell. "Una imagen del bosque, y la luna grandota desde el cielo reflejándose en un charco de agua, entre riscos y arbustos."
Y Brell se recrea en la visión de la luna rielando en el agua apacible y fresca de la poza, en la mancha de la pálida oblea sacudiendo la negrura de la noche, emergente de la hojarasca y la broza del follaje y de los peñascos deformes de sombras y color lunar. Más aún: se imagina la mujer blanca, blanquísima, traslúcida, de calidad de piedra marmórea, con la cabellera clara y lunar también derramándose sobre su espalda desnuda y estatuaria, deslizándose enfermiza y espectral, paseando la blancura de su piel a lo largo de la noche azul del bosque, entre las copas tupidas y misteriosas y los troncos de caprichosas geometrías nocturnas y abisales.
Vería tiempo después la pintura: desmañada, casi torpe, o así se lo parece a él; pero sin modelo que atender, se revela muy estimable, hasta afortunada. De modo que no es el sol, una apoteosis de colores fáciles, sino la luna, la oscuridad metálica del cielo, la veladura del agua, el reflejo de la luz selenita, la sombra y los recortes de los arbustos sobre el fondo inaprensible. Mostrenca, de genial ocurrencia, un autodidactismo de osadía: no acabaría con ese arte el espíritu en extremada tensión. Su inspiración, de mérito, es el lenguaje más natural, pinta para sí, y sin atroz aburrimiento ni propósitos de falsa esencialidad. Su acto y la libertad que se otorga retornan a un naturalismo primitivo y auténtico, sin la menor consideración intelectual y con la magia de la mayor de las simplicidades. El objeto de este arte sin fórmula y sin reglado conceptual ni misticismos es la apropiación de un discurrir humano y una naturaleza sin alquimias. Fruto de un deseo de realidad alejado de imposturas y del conjunto de las razones cabales.
Ahora que el mundo secreto bajo el sol del monte le ha desvelado una persecución silenciosa, una mirada trazada desde el ocultamiento, comprende que ni siquiera en lo más escondido de sus temores y de su huida ha quedado libre del todo. Se le revuelve su identidad de animal mal alimentado, de escasas palabras y de un pasado de fracasos llevaderos pero sin estímulo ninguno. Está ahí, a la vista. Es modelo de atención no emocionada, no causa lástima su orfandad agreste y parca. Sólo le observan. Después de todo, siempre algo agazapado en la realidad desbarata un análisis correcto, sencillo, adecuado. De lo más profundo, o simple, de la realidad surge el imprevisto, el viraje a lo desconocido, a la modificación, a la sorpresa infinita de lo vivo y lo dinámico.
Nunca estuvo cubierto en la desnudez; se pensaba confundido entre una vasta feria de escondrijos, recodos, cuevas y espesuras, y está a la vista, doliente o no, puro u obsceno. Nunca permaneció del todo invisible, incrustado como un raro esmalte o marquetería en la mudez natural de la roca o el tronco. Nunca hubo metamorfosis ni mimetismo, su color neutro no era bastante para disimularlo. Lo revelaba como era, y lo disponía entre las otras manchas con simpleza.
En verdad, se hallaba como una cosa móvil, y aun despreciable, en los forillos, y él se pensaba inadvertido, un secreto pensador en una naturaleza grandiosa de revelaciones, de palabras por inventar y pinturas todavía inconcebibles en la mente del ser humano de su época.
Prefiguraba entendimientos para él sólo: un visionario egoísta hasta que participara magnánimo la buena nueva del mundo recién hecho. Porque sus correrías deberían haber sido ajenas hasta que él hubiese inaugurado el espectáculo. Y, ahora, (qué ocurrencia, o qué dislate), resultaba que era mezquino y corriente su pretendido misterio rondando los árboles, muy alicorta su indagación sobre sí mismo.
Estilizaba la naturaleza, tal vez incluso la idealizara en su fuero interno, y aquélla, tan prosaica, lejos de cualquier sublimación, le devuelve unos ojos vulgares tras unos matorrales, un latido cálido y carnoso que dibuja su forma difusa (la de él, la de cualquiera de las cosas) con dedos estropeados por labores groseras y tareas rudas de serranía.
Su figura sin identidad ni especial significación, sin claror ni prestancia naturales, acaba delimitada con tosquedad por la punta roma de un lapicero de grafito.
[T.B.: "No quiere uno ser Kafka, y es peor." 8/90]

viernes, 24 de septiembre de 2010

Ensayos para un estilo (14)

Me presenta a Donald Judd, a Sol Lewit, a Morris.

En 1966 en el Jewish Museum se celebra la exposición Estructuras Primarias, que supone el lanzamiento del minimalismo (economía de medios, materiales industriales, serialismo, ordenación, estructuras de repetición -plexiglás, acero inoxidable, planchas de hierro, superficies laminadas, aluminios, hierro galvanizado-).
Y, luego, la entropía de E.
Estados mínimos de orden y complejidad, tanto desde la forma como desde la misma percepción.

¿Qué novelas lee?
Menciona tímidamente a Simone de Beauvoir, aunque ninguna de sus novelas.
Le gustan los saltos narrativos.
Nadie lo hubiera dicho.
¿Días felices, de Samuel Beckett? ¡Vamos, qué manera de fantasear a base de seres indefensos…! ¡No son de papel, estúpido!

No puede haber nada después de esto: veo caparazones, corfas. Disfraces carnales, sanguíneos, huesudos pudriéndose segundo a segundo, enfermando, muriendo, desapareciendo de la tierra, planeta pequeño de un sol mediano de un sistema mediocre en un universo aún naciente (¿se expande o no se expande?).

Enferma, aún sin temor, sin imaginar (toda previsión en el arte arredra) la fatalidad a la vuelta de la esquina, acude debilitada al acto inaugural de la exposición en el Finch College, en diciembre de 1969. Lee una declaración. La teoría de la perfecta nada hecha objeto, el gesto hecho concreción, una cristalización finalmente.
Me invita a tomar asiento. Había previsto tomar notas, pues siento un extremado cansancio en utilizar la pesada grabadora de cinta, activar su susurrante mecanismo, un trasto de los primeros años sesenta que adquirí de saldo en Milán. El hecho de enganchar las cintas magnéticas ya resultaba demasiado técnicamente para mí.
-Su obra deriva del minimal art, la gesta aquella aspiración de Morris: “La obra escultórica reconstituida como objeto pero con toda la potencia perceptiva del arte figurativo, de la escultura representacional, con su mismo atractivo visual…”
-En cierto modo, esa fue una intentona pronto frustrada. Enseguida se alcanzó un vocabulario plástico que pareció generar su propia lógica, su sintaxis, como algo que termina siendo funcional estéticamente, decorativo.
-Usted renegó de ello…
-Inmediatamente.
-La impulsaba la no forma, el imaginario de un desorden, por así llamarlo, nacido del material elegido para su conformación…
-No es del todo exacto. Aunque en un principio… Lo que deseaba conseguir en realidad era la no pintura, la no escultura…
-Pero eso sería como una mudez.
-Es verdad, pero elaborada, consciente (subrayado mío). Mi ambición, desde un punto de vista conceptual era llegar al no-arte, a lo no connotativo, a lo no antropomórfico e incluso a la forma no geométrica. A la nada estética, una especie de refutación. Era el riesgo total lo que perseguía, lo que en un plano artístico no es (subrayado mío).
Luego, Kaprow, los happenings de los sesenta, etc.
La noche de insomnio en el hotel, por lo ruidos urbanos de afuera, las luces que se colaban por la ventana de guillotina, por ella que rondaba el pensamiento una y otra vez…
Tres días más tarde…

“Odio lo bello, lo perfecto, lo justo en todo…”
¿Qué explica eso?
En 1965 me dije: “¿Cómo creer en todo esto?”

Ahora una selección de sus alumnos en la Escuela de Yale la ayuda físicamente en la realización de sus obras. La obra de arte moderna como esfuerzo, un desarrollo material que exige una energía adicional a lo intelectivo. Lo procesual, un elemento hasta ahora irrelevante, elevado a categoría artística. Forja, cosido, soldado, atado, enhebrado…

Cada 40 segundos se suicida alguien en algún lugar del mundo (2010). Hacer de la vida un instrumento de esclarecimiento, de apreciación de una realidad que siempre va a escapársenos, nunca de agresión a nosotros mismos. La verdad de todo es vivir, y el cuerpo como vehículo de una travesía impredecible. La muerte no nos sirve.
El suicidio deja todo a medias, imperfecto, incorregible.
Pero también es la respuesta adecuada a una condena prematura, una rebelión magnífica ante la injusticia suprema de la desaparición definitiva, a traición.
Pero ella contraataca:
“¡Qué desperdicio!”, exclama en U2 (“Pues tú, querida, estás en U2. ¿Sabes? Décadas después de tu muerte, un conjunto musical
adoptaría ese nombre, una especie de celebridad, de famoseo en la plástica de los conciertos multitudinarios.)

MOMA. Calle 53 (construido en 1939). La beso muy despacio mientras andamos a paso lento en el jardín de las esculturas.

Muerte de su padre: verano 1966. Desquiciamiento.

1969: Torres gemelas: 40 plantas.

Albers.
En el 71 le llamé por teléfono a Orange, pues la oportunidad de la exposición en el MOMA parecía favorecer tales encuentros. Se mostró cauto pero accesible, todo indicaba que podría entrevistarle. Entonces mencioné mi relación con E. En ese instante cortó la comunicación de inmediato. No volvió a coger el teléfono. Nunca me recibió.
“Háblame de Albers.”
“Es un ser compasivo. Su seriedad paternal, acogedora, no exime de la firmeza en sus enseñanzas.”
“¿Cómo se ve desde U2? ¿Sabes que murió seis años después de tu marcha, en el 76?”
“¿No tuvo tiempo de huir…?”
“¿Cómo…?”. (Pero enseguida estoy en el juego). “Entiendo… No, al parecer la muerte le cogió de improviso. O ya no tuvo ganar de seguir adelante… ¡De viajar!”
(¡Gran sorpresa! ¡E. ya no está en U2! ¡Ha cambiado de universo! A bordo de la Up the Down Road III (que ha mejorado sensiblemente el prototipo anterior), llego y no la encuentro. Pregunto a algunos de los pálidos deambulantes, a punto de desmoronarse como un montón de piedras, aunque una de las bocas se abre como un agujero. Etcétera. “¿Y eso?”, inquiero al final, después de un par de miles de años luz, al tenerla enfrente de nuevo fresca como una rosa recién cortada, en U3, donde todos son tan pálidos y de apariencia extenuada como en U2. “Circunstancias desaconsejables: me perseguía otro tumor… ¡Casi me alcanza!”).
Albers: En la Universidad de Yale confrontaría valientemente el simplismo genial de su geometría en un país donde estaba en su apogeo un expresionismo abstracto tan rico de improvisadas inferencias como baluarte de ingenio en provocaciones plásticas asignificativas. “Sólo es una base de entendimiento de la nueva estética”, aseguró al precipitar a un nutrido grupo de alumnos (entre ellos E.) a una reflexiva teoría en contraposición al gestualismo intuitivo campante en esos años. Algo del rigor de la Bauhaus había quedado en el camino del exilio, pero las variaciones cromáticas y las límpidas invenciones geométricas auguraban fértiles evoluciones formales y conceptuales. El subjetivismo de la acción desbordante promueve como reacción una ordenación formalista, de fría pulcritud. Al cabo, esta última de nuevo engendra la polisemia del desorden y la metaforización lingüística en la maniobra artística.

Queda el poso de la traición en la lengua. Como a tierra, el agua del sucio crisol: “Pero él me comprendió enseguida. Supo del lenguaje plástico al que me veía abocada. Lo aceptaba sin más: éramos alumnos.”
Albers la miraba con desasosiego pero con ternura. Tienen tantas cosas en común. En 1969, meses antes de morir, E. le informa de su enfermedad violenta y tajante. Dijo: “Sin cortapisas”. El viejo alemán, de ademanes medidos, hasta cortesanos, tenaz experimentador e inevitable racionalista, trasplantado por fuerza a una América desordenada, no encuentra las palabras adecuadas de consuelo, enmudece ante la muerta inminente. (E. desfallece, ha desaparecido el flequillo en la frente ahora feamente despejada y la melena oscura se vierte hacia la nuca con desgana, se hunden los ojos oscuros en las órbitas huesudas. Va en mangas de camisa, seria y con expresión ausente. Permanece junto al maestro de cabello lacio y blanco peinado a la perfección con la raya a un lado, encorbatado pero libre de la americana… Aparta la mirada, se esconde tras los lentes redondos.)

Ensayos para un estilo (13)

El azar aceptado

Arte asimétrico en oposición a una lectura ordenada, milimetrada…

Retrocedo en el tiempo. Me lleva ella de la mano. Otoño de 1954. ¡Qué bella es! ¡Qué afortunado soy al tenerla a mi lado! Desde el futuro te había amado. (Deberías tener en cuenta esto: la ninfa acaba de cumplir 18 años y ya necesita apelar a terapias psiquiátricas: el germen del tumor.) De su mano prisionero. Fuera de las clases en la Cooper Union, cogemos uno de los dos Elevated Highway, el que parte del Bowery siguiendo el East River sin perder de vista la Tercera Avenida. Contemplo de su mano parte de la ciudad de sur a norte, más abajo, a la altura de un primer piso, doméstica y medible, directa y casi obscena, asociada al ruido del empotramiento de hierros y maderas bajo las ruedas del anacrónico ferrocarril. El futuro: soñar estas visiones neoyorkinas gestadas por toda una imaginería fílmica en los cines de doble sesión.

Observo el campo visual, orden, desorden, la periferia, y en todas partes seres y vehículos en movimiento…

Innumerables compañeros, cada uno con su teoría, su forma de hacer, desparecen, se dispersan, sólo pocos de ellos triunfarán, y uno o dos de ellos, se convertirán en activos financieros. (Ilustrar con ejemplos).

Hablemos de Samuel Beckett.
En 1973: la resucito.
En un sótano de Queens del que ella se vale de cuando en cuando (así lo imagino), almacén de las obras descompuestas de H. y A., leemos Final de partida. “Haz una obra que pueda titularse Hamm.” Ya viejo, bien entrado el siglo XXI, tan irreal para ella a pesar de sus universos paralelos de eterno acomodo, he devenido un auténtico hamm, hasta colérico, huraño, aunque solitario y mudo.
Respecto a mí. Soy Clov. ¿Dónde nos metemos?
¿Qué tal en un cuadro?
No es demasiado original. Estoy segura de que otros lo habrán imaginado igualmente.
Lo que importa es lo que hagamos nosotros. Estamos en cuadro.
De acuerdo. ¿Qué cuadro?
Me parece que uno de Pollock.
¿Por qué no Albers, o Picasso?

Pollock: enérgico anda alrededor de un lienzo en el suelo:
-¿Sabes? Es posible, viendo la pintura, comprobando donde soltaba los chorros de pintura, dibujar la excursión en torno al cuadro, sus idas y venidas por el espacio del sucio garaje...” Las sendas metafísicas.

El viaje a Amsterdam: el tren de los niños a Treblinka… (ay, no el tren de la bruja y la escoba de los domingos soleados en la Feria de las navidades)
En todas las épocas, todo niño cree que el mundo le reserva algo hermoso, sin embargo éstos, camino del gas de cianuro, ya ven el infierno que se esconde tras la negrura de la noche, no les engañan, y les domina el terror.

Fugitiva ella (del infierno).

Residencia al llegar a N.Y.: Manhattan – Uptown. Enclave judeo-alemán.

Esta chica lista ni siquiera se pelea con las compañeras del Pratt Institute. Va a lo suyo, con los libros bien sujetos contra el pecho y la mirada decidida adelante, sin fijarse en los centauros de granos y tupé. No es rica, funciona con becas, llega hasta Yale. Donde llegaría si no…

Josef Albers. Yale. Escuela de Artes Visuales. El color. Y el viejo alemán discursea sobre razones cromáticas.

Quiere vestirse. Diseña. Crea un mundo un poco mejor hecho. Vamos a decirlo de ese modo.

Recién salida de la adolescencia: terapias psiquiátricas. ¿Cómo no iba a querer ser Catherine?
Padre, no soy culpable en absoluto de todo lo malo que ha ocurrido en mi vida. Ni un sólo gesto, ni una sola mirada o pensamiento míos han podido ser causantes de mi desgracia. He amado de la vida hasta lo más nimio.

Una tarde fría de enero me acerco con ella a la calle 57. Entramos en la galería. Yo había rehusado acudir el día de la inauguración, demasiada gente y demasiado desconocida para mí. Inmediatamente me sale al paso Accession III. Miro a uno y otro lado, me absorbe el aire industrial de las piezas, unas obras que remiten en su morfología a una plástica deliberadamente desconcertante: hay humor, no hay normas, hay analogías impensadas, hay un serialismo provocador e imaginativo, son los materiales los que dictan los conceptos. La veo alejarse de mí. Como una niña traviesa, desordena los elementos de una de las obras, y luego mira en torno a sí asegurándose que nadie la ha descubierto. Pero estamos solos ella y yo.
Ha adivinado que le he visto perpetrar la modificación. Se ríe.
Doy vueltas alrededor de Repetition Nineteen III.
Cuarenta años más tarde. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Me alejo de una pequeña turba de adolescentes. Vuelvo a contemplar la obra. Me invade una pena inmensa por todo lo que ha terminado siendo después de tanto tiempo. Atenazado de desesperanza repaso en mi mente aquella biografía de júbilo y estupor que fue la chica a la que le gustaban los colores.
“Estás en el MOMA.”
E., muy pálida, una pátina prerrafaelista, asiente con la cabeza.
A spring happening, marzo de 1961.
Sin público, no happening.
Más allá del propio espectáculo que para el artista es él mismo (todo artista, excéntrico y chillón o tímido y silencioso, es un ególatra redomado), la proyección pública de sus ocurrencias exige un destinatario que si no refrende la obra permita al menos quedar subyugado o provocado por aquélla. Fustigar, cuando la técnica ha dejado de ser el auténtico soporte de la obra, cuando el oficio queda arrumbado en manos de las huestes de aficionados y aplicados artesanos, es el auténtico soporte teórico de unas propuestas que excluyen el discurso racional de lo plástico. Comprometer al espectador será la norma de un arte que indaga en lo transitivo.
Reuben Gallery. Allan Kaprow convoca la turbación. E. y T. D., en compañía de dos docenas más de personas, son encerrados en una estructura en forma de vagón de ganado. A través de unas pequeñísimas aberturas intentan averiguar qué sucede fuera del recinto. Un escalofrío recorre la espina dorsal de E.: estás en el tren de los niños camino del gas de Auschwitz, pronto será noche cerrada, al llegar al campo, los kapos te sonríen, te levantan la falda de los 10 años, acarician tus mejillas de niña condenada a ser pasto del Zyklon B. Por un momento se siente presa del pánico. Ha de salir de allí como sea, librarse de esa diablura terrorífica. El sudor comienza a humedecer su cuerpo, alrededor de sí nota un vacío que parece absorberla. Ya le parece oler a cianuro. La cabeza va a estallarle. Está a punto de gritar con toda la fuerza de sus pulmones. De pronto se produce un ruido ensordecedor. Las paredes de madera se derrumban: están libres. Un hombre de expresión torva, subido a una excavadora grita y gesticula, les conmina a desaparecer de allí a grandes voces: “¡Salid a la calle, bastardos!”.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Ensayos para un estilo (12)

De la grisura de las fotografías de los sesenta rescato una ciudad donde la quinceañera judía de las trenzas y las crenchas, de grandes ojos negros y boca jugosa, camina apresurada sobre la nieve aún limpia de las aceras a esta hora temprana de la mañana neoyorkina, abrigada hasta los ojos por prendas de vestir acogedoras y pesadas, la camiseta de felpa, las bragas de algodón, la camisa de franela, el grueso jersey y la falda larga, la bufanda de colores chillones, el gorro azul, los calcetines de lana, las botas de piel y el fardo del abrigo: una más de las cientos de miles de adolescentes de Brooklyn que acuden medio adormiladas al instituto. Una colegial anónima de la que nadie podría en ese tiempo y espacio prefigurar la fortuna o la tragedia. ¿Y quién diría nada de esos miles de bañistas que pueblan apretados y desnudos como en un hormiguero las arenas de Coney Island en los primeros días de julio? Esa niña desconocida, que espera con los ojos risueños lo mejor del destino (interminable, eterno), aguarda en bañador amarillo en la cola de la Gran Noria que se eleva majestuosa y brillante sobre las aguas del mar y la desembocadura del Hudson.
Un cuerpo en crecimiento, y la mente creciendo en él también.
Pero lo revierte todo de una epidermis que humaniza lo abstracto, la artista encarna los materiales de una sustancia antropomórfica. El metal podría gotear sangre, supurar pus, así que lo envuelve con látex tan suave, blandito, qué fina textura, y no vayáis a confundirlo con un espantapájaros de lo metafísico.
Afuera, la urbe donde siempre crece la hierba, sólo tienes que disponer de la dentadura adecuada, saber arrancarla a mordiscos de la frialdad de su cemento. La lucha por la vida, una busca diaria de felices momentos, huyendo del tinte maléfico de la amargura castrante. Adelante, naderías.
El ruido de la ciudad, las voces; los colores y las formas, la vana geometría de un movimiento incesante, tan efímero en el espacio, va a configurar la urdimbre de fondo donde hilar la trama de una enferma. El clamor del silencio de los objetos, su violación. He aquí ella, apresada, captura deliciosa de la parca, pues va directa al arca de los disfraces de la celebridad.
E. hace rato que mira mis manos vacías, tan negadas a la caricia. No son nada generosas estas manos, y tan torpes para lo manual: ninguna mecánica puede esperarse de ellas. E.: “Qué lástima”. Yo asiento desde la silla, y luego giro un poco la cabeza hacia la ventana tan diáfana. Me gustaría que lloviera. Por la poesía. Enriquezco los recuerdos con el lastre de la suposición, de una estética demasiado personal que aleja de lo mediocre. Sólo por eso, el recuerdo adensado de anécdotas climáticas, algún olor y, zas, un verso libre que recupera aquel instante, la lividez de su tez, o el brillo de rebeldía (aún) en sus maravillosos ojos de judía inteligente, bella y heroína a punto de morir. El silencio se hace largo. Me parece oír la lluvia inexistente. Me creo que la luz se agrisa. Vuelvo la cabeza y descubro que Eva me mira fijamente. O quizá no. Está completamente ausente, absorta en sus pensamientos y, de modo ocasional, los ojos se han detenido en mí, en mi atavío de payaso elucubrador. Su mirada me traspasa limpiamente, proyectada al todo de antes. Susurra: verde y blanco. Palabras moribundas que atenazan su garganta, los colores del fuego que la abrasa. Yo me asemejo a un extraño animal varado aunque potente y de insultante salud (pero sólo ante mis ojos), para ella debo ser poco más que una huella del mundo de afuera, una desvergonzada solitud frente a la muerte que ella encarna en forma de amasijo de carne enferma.
Amarse en la tarde gélida de invierno, desearla sabiendo que poco a poco va a escurrirse de mis brazos muerta y famosa.
Hacer el amor debajo de una ventana lluviosa...

jueves, 9 de septiembre de 2010

Plumier

Efectivamente, hay palabras que han nacido para ser escritas, calladas en la página y leídas a solas en los días de mayor incertidumbre. Arbitrarios dibujos cifrados para recordar del pasado la fugaz encarnadura del niño que no ha dejado de crecer en silencio (¿qué otras razones podría tener el adulto enmascarado para hacer de la escritura un gran negocio inconfesable?), devuelven la perenne imagen del rayo de sol atravesando la mañana de verano en el salón de ventanas abiertas, la luna fría de octubre, la tierra de abril, el cielo de noche clara.
Releo la torpe redacción (¿todavía la recuerdo?) en letras grandes y azules encerrada en el cuaderno escolar hasta hoy mismo, un día cualquiera de invierno.
Lo inevitable es el ayer, el mundo igual de todos… de siglos, de infancia.

Ensayos para un estilo (11)

Estoy en la habitación blanca del hospital. Doy cabezadas frente a su cama. Ella duerme. Tiene la cabeza totalmente rasurada. La artista duerme.
La noche interminable. Una tortura para nada.
Alguien comparaba su desgracia con la de Sylvia Plath. Qué estupidez. Ese montón de mujeres desdichadas o malditas, o castigadas, destruidas. Toda esa femeneidad de la fatalidad y la mala literatura, ese saco editorial de sugestivas referencias. Fue la vida quien traicionaría a E., que no tenía nada de maldita: la preparó a conciencia para una muerte joven, y ella no tuvo la mínima posibilidad de vencer a pesar de la lucha encarnizada que emprendió al enterarse de su enfermedad.
Alguien informó debidamente: “Existe el libre albedrío, se llama magia.”
Ella creía en el arte, un sustituto de aquélla:
-Me basta con mi obra.
“No es suficiente. Hay que apelar a la magia.”
Se hizo maga. De una manera autodidacta, digamos.
-Voy a engañar al tiempo –me dijo una mañana en la cocina, apenas levantada de la cama.
-Magnífico. Dime cómo.
-Es sencillo. Viajaré hacia atrás, haré del pasado mi lugar favorito.
Hace una pausa. Parece reflexionar, o finge que lo hace. Toma asiento. Tiendo servicialmente hacia ella la cafetera italiana. Pensativa, coge una taza de color rojo de la mesa. Dice:
-Aunque hasta hoy el pasado era la peor de mis pesadillas. Pero ahora comprendo que es el mejor lugar para defenderme, no hay dudas respecto a él, no me ha herido de muerte. A pesar del daño que me ha hecho desde que nací, es el único escondite que tengo para burlar el futuro. Aún estoy ilesa... si me doy prisa.
Con cuidado le lleno la taza hasta la mitad de café aguado, típicamente americano.
Mira a través del cristal sucio de la ventana. El cielo está gris, se diría que frío, aunque ya vamos a entrar en mayo (1970).
Consideraciones sobre el espacio y el tiempo. ¡Cuantos días pasamos leyendo y traspasando las fronteras de lo imposible años atrás!
Un martes (día de brujas) empezamos el viaje: es un hecho probado en la ciencia de nuestros días que tanto el espacio como el tiempo se mueven, y la violencia que emplean para ello es inimaginable, nada existe en la naturaleza comparable a esa potencia inaudita. A partir de esa evidencia tenemos que hablar de una nueva estructura cuatridimensional unificada susceptible de introducir nuevas teorías revolucionarias respecto al universo que conocemos. Por desgracia, la física contemporánea no cesa de colocar barreras frente las mentes más desbocadas. Sólo desoyendo las leyes inevitables de ésta podemos liberar nuestra imaginación.
Pongamos ante nosotros aquello que no está sujeto a ninguna ley.
Imaginemos entonces.
Por lo demás, respecto al origen de la creación y lo que se esconde al otro lado de la muerte nadie sabe nada de nada.
Borges era un auténtico maestro de las conjeturas. De ahí la sabia ironía de sus textos. Dudaba hasta del lenguaje, al que tuvo que “traducir” con humor. ¿Dónde está ahora Borges?
Imaginemos, concedo.
En el Reino de las Conjeturas, Alicia…
E. lo hace y, con una voz extrañamente infantil, ha sentenciado con desparpajo que es una constructora de mundos.
-Está decidido. Me vuelvo al pasado.
Existen las singularidades. Ahí, todo revoca las leyes físicas. No hay antes ni después.
Están las cómicas o trágicas incongruencias del tiempo y el espacio que se producirían en la eventualidad de viajar al pasado, está la posibilidad de un pentimento cósmico capaz de borrar los hechos sucedidos como una goma colegial borra los garabatos en la página de un block.
Se lo hice notar con suavidad, pero con firmeza:
-¿Así de fácil? Viajas al pasado, introduces elementos insospechados de contingencia: hasta mi nacimiento puede ser imposible, matar a tu mismo padre antes de haber nacido, cambiar el curso de la historia, neutralizar una apuesta al publicar los resultados previamente… ¿De qué manera resuelves todas esas paradojas?
Las abolió con presteza:
-Una vez en el pasado nada puedo hacer por modificar el futuro, de la misma forma que nada malo puede esperarse de él. ¿Sabes?, es un pasado que no le concierne.
-Vienes del futuro, ya sabes lo que hay en él inmediatamente después del pasado en el que te sumerges de nuevo.
-En ese pasado ya no existe aquel futuro. Es como las mortificantes circunstancias que prevalecen en el tipo que verdaderamente posee el don de la premonición: puede ver lo que ha pasado, no lo que va a pasar, así que no puede cambiar nada de nada.
-Pero tú juegas con ventaja en cualquier caso.
-No se trata de eso. Ningún suceso puede pertenecer a la vez al pasado y al futuro. Algo misterioso lo hace cambiante… ¡siendo el mismo! Además, no se alteran los hechos, sólo se neutralizan, se sustituyen por otros más halagüeños en… ¡otro universo! El que abandono se queda intacto: yo muero. Eso es todo.
-De modo que hablamos de misterios.
-No. Hablamos de espacio-tiempo, una dualidad de la que todavía nada se conoce en realidad pero de la que podemos intuir lo mágico que ha de brotar de ella algún día.
-¡Y donde existen el pasado y el futuro a la carta!
-Existen los universos paralelos. Viajo al pasado, construyo otro universo. Miles de millones de universos paralelos nos aguardan. Estoy en el pasado, soy yo, la del presente, pero soy otro yo en otro lugar, sin dejar de ser la misma… en ¡otro universo! ¡No altero en absoluto el que he abandonado!
-¿Se envejece en ese universo? ¿se muere en él?
-Naturalmente. Es un universo como otro cualquiera. Visto uno, visto todos. Pero ahora ya me aguarda otro final… ¡que me apresuraré a cambiar, naturalmente!
-Y los demás… ¿qué demonios pasa con los demás? Tu familia, tus amigos, yo mismo, tu obra…
-Nada. Estáis conmigo en ese universo electo… ¡Y también en el otro, el que me ha matado con saña! ¡Os quedáis sin mí! Lloráis mi muerte, mi absoluta desaparición. Pero no pasa nada. ¡Yo os traigo al mío, todo vuelve a ser igual y no sois extraños para mí, iniciamos nuevos derroteros! Os llevo constantemente en la mochila.
-Ajá. Tú nos llevas al otro universo en tu compañía, te creas otra biografía, nos creas de nuevo... ¡Qué singular!
-En efecto. Hablamos de singularidades. En un universo sin ley puede ocurrir cualquier cosa.
-Es decir, eres un dios. Creas y descreas…
-Eso es. Pero no, no un dios. ¡Soy artista, merezco el libre albedrío de mi propia existencia, de todo lo que me rodea, y lo quiero junto a mí allá donde vaya!
-… Y, dime, ¿son réplicas perfectas? ¿Nos mejoras, acaso?
-En absoluto, sois intocables. Nada de mejoras. No olvides que tú también sigues en aquel mundo donde yo ya no existo.
-No sé si me gustaría vivir en dos universos.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Ensayos para un estilo (10)

Esta mística del escombro hace un uso magno del desperdicio: de sobra sabe ella la sustancia de lo entrópico en un universo cuya huida le aboca a su misma desaparición. Esta guapa y lista cuenta con el aliado del tiempo: a sus obras constituidas por lo más perecedero del material del siglo las concluirá el deterioro inevitable, se destruirán, se harán trizas y, contaminadas por los años y su decurso, se volverán definitivamente invisibles. Ya calculaba ella su desintegración, el final apoteósico de una agonía prevista en el enunciado mismo de su concepción. La ecuación postrera, implícita en su obra, la resuelve lo temporal.
De aquel día, acaso memorable por lo insustancial de sus anécdotas, recuerdo el paseo escrutador entre metales y tierras oscuras, las aguas verdes, a ella raspando la oxidada baranda y recogiendo en el cuenco de la mano la raspadura y el polvo como un tesoro.
De regreso a su taller, escondido en un área de lofts al sur de la ciudad, nos detuvimos en una cafetería tosca y algo siniestra con una luz roja de neón alumbrando la puerta, aún en el extrarradio, y nos tomamos un par de cervezas fuertes y muy frías acodados en la barra de latón, bajo la persistente mirada de unos hombres silenciosos y serios, manchados de grasa, que comían y bebían y no parecían comprender nada de nada.
Se ha manchado con el kétchup, el rojo desleído sobre el abrigo negro. Lo mira ella en esta época de extrañezas.

Hablemos de arte. Cuarenta años después de su muerte aún es posible hacerlo. Una perífrasis de infinita combinatoria.

Me lancé a la calle en su busca.

¿Por qué está muda H.? Ahora ama los silencios. Se cierne…

Lee un libro sobre la gravedad, el tiempo, el espacio…

H. tiene un amigo, un confidente que…

El padre, que mira de frente a la hija: “Y miro de frente a la muerte. Después de todo…

¿Quién fue su madre…?

La galería R., en la 57 de X..

Campos de concentración, el exterminio calculado. Leyó…

No tiene ni una pizca de maldita. Al contrario, quiere vivir, culminarse en todo, saberlo todo, serlo todo…

-Feliz cumpleaños –le digo al verla entrar en la habitación. Ha dormido mal. Su rostro refleja incertidumbre y miedo, una sosegada devastación. Debido al tratamiento, la frente se ha alargado, se ha echado para atrás el cabello frágil, quebradizo. A veces, coqueta, se anuda una cinta de colores vivos a la frente. Todavía se gusta, y hay mucho de respeto a los demás en esa apetencia de agradar. Me mira sin decir nada. Examina mi vaso de leche en la mano, y luego aparta la vista y la lleva hacia delante con un gesto de desaliento. Comprendo que ha sido un error, pero el paquete dorado con el lazo azul en un ángulo descansa sobre la mesa de la cocina, se revela impúdico, sobresaliente en la fría luz de la mañana invernal y fría. Compruebo que de nuevo desvía la vista, hacia la ventana: el horror del mundo de afuera, porque… tal vez aquí dentro, en esta (a pesar de todo) calidez marina y blanca el tiempo se detenga, y nada muera, que todo sólo sea, todo sólo esté vivo… El camisón de liviano tejido, corto y amarillo, casi una minifalda, se entreabre un poco, la abertura deja asomar parte de los muslos, la piel morena y tentadora, y está la cabellera limpia y brillante, en magnífico desorden.

1966- Exposición LIPPARD.

En 1972, en el Guggenheim, la exposición (compuesta como los mecanos, alzada tridimensionalmente desde los planos y las anotaciones…)

Galerías de arte. (EE.UU.) y Europa.

Forma parte de una cuadra prestigiosa, zarandeada por el escándalo y la celebridad de sus adquisiciones tumultuosas. SAATCHI.

Marzo de 1970. “Envejeces como los materiales de tus obras, un lento deterioro que pudre la materia, la carne, los colores, la sangre, los huesos, los metales…” Ha enflaquecido. Poso la palma de la mano en uno de sus muslos. Ejerzo una suave presión, la siento latir, y me asusta la carne de este ser vivo a punto para la muerte.

¿Acaso no simulan formas humanas? Ella no lo sabe todavía. Pero si acaba de empezar… Más tarde, será arbitraria. La gran maga jugará con el espectador: esas formas blandas...

Materiales sintéticos, pero evitan aquéllos que evocan asociaciones, traducciones plásticas.

Infravaloran la forma, la rebajan a lo ininteligible.

1968. Exposición en el almacén de la Castelli Gallery, en la calle 108.

Más interés intelectual que visual…

Propósitos narrativos…