miércoles, 31 de marzo de 2010

Babel

I. Dublin

Un día, en el torreón, blasfemó a gusto. (Era como la torre de ajedrez. Miraba a la bahía gris y verde.) Olvida la ciudad y sus laberintos que invitan al destierro inevitable. El mapa de los días es un sucio color ahora, memoria de mañana. Alguna vez las lágrimas corrompen la unción y la mirada de la virgen,
su azul e inmaculada vestidura. (Qué gran masturbador jesuítico. Disfraza con simiente la piedad.)
Esta es la época de las confesiones: mira que si los perros cavilaran y dialogaran entre sí los árboles. Se duele de sus hábitos secretos. Era escéptico y leía la biblia. No dobla el espinazo ante el cadáver de su madre, no implora gracia alguna. Ninguna patria vale lo que vale el sexo pelirrojo de miss Nelly. Excelentes compinches lo alentaban, celebraban sus magras ocurrencias en las brumas y voces del alcohol. Más allá de la costa está el recuerdo, el júbilo del agua más profana inspirará en las páginas del poeta un día, un solo día de leyenda. Jugaba con la huida. Y era el destino.

II. Trieste

Las antiguas ciudades del exilio muestran la herrumbre de sus viejas piedras, sus cielos minerales, la memoria de un tiempo que es el mismo que esta tarde quieta y crepuscular. Tenor flamante. Qué atroz y lento aburrimiento algunos días. Entonces piensa que es otro. Y en ella. ¿Quién? Oval retrato. (No es baladí el recuerdo del miope. Mira el vasto mar de la tierra verde de la infancia. No es justo saquearla en estos años cuando nada es puro y las palabras ya no son las justas. Puede que sólo evoque falsedades en el ocaso de su juventud. El sueño se ha trocado en fantasías, lúbrico corredor donde amanece exhausto de temor y de mentiras.)
Blanca y judía. Fulgor de su raza. Vamos al paraíso tú y yo solos ahora que nos abrazan los hilachos del crepúsculo, melocotón, luna. Sometidos ¿Quién? Y va deletreando verbos, sílabas tal vez impuras. Se goza en el silencio.
El señor profesor de los tranvías la observa de perfil, a contraluz. El súbito temblor de sus pupilas acristaladas. El falso rubor. La crea y la descrea, es meretriz, es solamente joven, es oscura, aún regala flores. Sangre azul. Pálido vientre abierto, violada, salvada. En la penumbra, agazapado escucha una sonata para clave. Su cabellera es la de Berenice, cubre la desnudez de los dos. Quién? En el apartamento de luz cruda los muebles viejos ropa muy usada cuasi ciego signor ojos de vaca senza religión sórdido tomista cuartillas arrugadas sin dinero (es rara la moneda que algo paga) trampas y latinajos casanova escupidor políglota enfático dante de voz sabia quid prisca redit venus boca y lengua hunde en el pubis soñado acariciada sangre errante. ¿Quién? Ella piensa que es más ella: los labios rojos abiertos, vírgenes aún, gruta, araña, agua, sombra. Mientras tanto él estudia a Blake, fuma virginianos, descubre el viaje a Itaca.

III. Paris

Cuando los hierros eran oro, el gas azul levitaba un poco por encima de las mojadas y brillantes aceras y el paisaje del mundo se encerraba en unos cuadros hermosos y baratos. Los libros tenían la letra grande y entre sus páginas amarillas y gruesas se guardaban las más bellas estampas. Llovía a menudo. Ahora no llueve nunca. Podía uno encontrarse con un gran monsieur. No lejos del río, el sena ése. No lejos de los jardines de grandes árboles envueltos en la bruma matinal. Cerca de la tienda de grabados de colores pastel, viejos colores pastel. Bajo el cielo a ratos azul, dorado, cruzado por las grandes nubes de marzo.
Sentado en su sillón. Confortable. Afuera hace frío. Anochece. Adentro la luz eléctrica quema. Fuma despacio. Piensa. El viejo O’. Recuerda un aria de Purcell. Taciturno. Todo está dicho ya. Diez veces le han operado los ojos. Todos los días son Viernes Santo. Masculla la frase: todavía no es lo bastante oscura. Blake: persiste en tu locura, te hará sabio.
Se detiene ante el escaparate de una bonita tienda. Fruslerías. Pero recita odas de Horacio y el poema incompleto de Coleridge. En el fondo: a great joker. En dirección al puente de hierro de Passy, exclama: ¡Florencia! (Mirando su bastón recuerda a Goethe). Encerrado en un taxi, un día de lluvia, gris, camino del Bois de Boulogne: Am Felsen fest, an dem er Scheitern sollte. Contempla el cuadro: Vermer, Delft. Amarillos. También él. Tal observancia no es rara. Como el hombrecillo del abrigo de pieles y sus grandes ojos de 1922.
But now, el gran libro blanco y azul está en marcha. Work in progress. Sus páginas como olas cifran la tierra una y otra vez, los pálidos colores de Irlanda. Se cuida de los vástagos, pero deja morir lejos y solo al padre allá junto al mar. El escribe sobre la noche. El despertar de las sombras. Le amenazan las bodas salvajes de de antaño: más terca es la nostalgia que el odio. No es de gustos, exquisitos. Vacilante. No es nada alambicado. Degusta pièces du Palais-Royal. Y había leído en la espada danesa el círculo, el pájaro, el canto. No destruye el fuego lo que el gran divertidor lega a los hombres. (Silueta delgada del brazo de la mujer. Su caminar atolondrado de ciego en la niebla, en el principio y en el final del viaje. Judío errante. Falso judío. La piel sucia. Podrido el aliento. Siempre legajos que van. Y vienen. Otra vez. En el viaje. Sí. En el.)

IV. Zurich

Buscando el infortunio, la primera vez la vio de soslayo. Pasó de largo. Huía de la tierra del padre. Sólo ese equipaje traía. Volvió sobre sus pasos. Bailarín que en la Gran Guerra sueña vigilante (acechan la ceguera y la pobreza) la fortuna, la gloria, la frontera. Presume de un succès d´estime. Estudia el griego. Las palabras venerables llevan a los mejores pensamientos. Ser en el mundo ofusca comprender el mundo. Ciega tus ojos, no creas lo que veas. Hay una mujer vieja que es sabia y muy alegre. Sabe cosas que jamás has visto. Sirena y Circe. Alza su casa junto al lago. Ojos de cristal: fabrica muñecas. Pómulos como pétalos de flor azul, rosa, marfil, rubias guedejas que dibujan tapices primorosos a la dorada luz de la mañana. Prodiga los consejos, y más tarde de pie sobre la barca, al viajero de ojos glaucos y porte distinguido despide cuando las aguas se agrisan y el viento agita las ramas aún verdes. Se ha cernido la noche de repente, el cielo se ha cubierto de tinieblas. Es la hora del destierro. Ve tú al país de los lagos y las nieves. Saluda (mas no lo hagas con grandes ceremonias) a esa otra dama que en la orilla aguarda que el círculo se cierre. La palabra es infinito número de encuentros. Un hombre todos los hombres. Un libro todos los libros. Una planta indefinible descansa sobre el túmulo. Muy pronto la nieve oculta el nombre cincelado en la piedra lunar. Borra sus huellas la silenciosa nieve que desciende sobre la tierra. Verdaderamente comprender que un día es todos los días.

martes, 30 de marzo de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (11)


El comic, que también termina adentrándose en el futuro, no es extraño a los avatares de éste.
Pasado el tiempo, los avances tecnológicos de la reproducción y los propios de la representación semántica (pues los jóvenes creadores supeditan el relato a la prevalencia del medio sujeto a investigaciones plásticas y a la experimentación constante), en manos de los clásicos el tebeo retendrá el reglado de antaño, el espíritu tradicional de la aventura narrada a través del discurso lineal, muy cuidado de dibujo y ajeno a un lenguaje gráfico distorsionador. En manos de los viejos dibujantes, o de alguno de ellos, recuperarán la emoción de unas viñetas que lejos de configurarse como un exponente de las innovaciones de un lenguaje vanguardista insistirán en la plasmación de unos encuadres y secuenciación perfectamente legibles desde las incipientes normas y usos de tantas décadas atrás. El Encubierto de Valencia con su millar de viñetas al estilo clásico, realista a ultranza, se erige (tan sabio, tan consciente de sus presupuestos) como un paradigma impagable de aquellos viejos tiempos del tebeo de pulpa. Y más allá de su propia autonomía como obra artística, parece rendir un homenaje secreto a todos aquellos compañeros de otras épocas que semana a semana publicaban y enviaban a los quioscos sus series de aventuras a través de unas claves y un concierto estético que, a pesar de todo, no ha periclitado el ejercicio de la literatura de la imagen del siglo XXI y su actual evolución de modernidad como medio de expresión.

lunes, 29 de marzo de 2010

Poéticas - J.B. (17).


(1). Book.
(2). About Archetypes.

La transformación ecológica que se deriva de las actuaciones del land art no es tanto el resultado artístico proyectado (de haberlo) como la apropiación espacial intencionada de un fragmento de la naturaleza que se ve sometido artística/artesanalmente. Como es lógico, las significaciones de un arte que supedita su discurso plástico a través de las connotaciones que puede transmitir la utilización de la naturaleza se inscriben tanto en las mediaciones físicas de esa intervención (selección de piedras, ramas, cortezas, hojas, troncos, tierra, agua) como en las supuestas relaciones que a niveles conceptuales se establecen deliberadamente; es decir, es posible hablar de “retorno a la naturaleza”, de “censura” hacia determinados tipos de contaminaciones en aquélla, “críticas” sobre lo tecnológico y su invasión en lo natural...
Pero, al mismo tiempo, en una utilización plástica de ese espacio, o de algún objeto de su entorno, que tantos depara la naturaleza, los artistas han superado el concepto espacial euclidiano y del objeto escultórico propiamente dicho. En una perversión muy metafórica, le agregan contenidos simbólicos que sólo el arte de lo muy simple es capaz de revelar por medio de una transformación. A la vez, el material transformado, la excrecencia natural (por así llamarla) electa del repertorio del paisaje o del objeto reinventado en las manos del escultor conmueve drásticamente cualquier convención previa que se tuviera del ejercicio escultórico.

domingo, 28 de marzo de 2010

Todo el tiempo del mundo

Esperada la muerte, asumidas realmente la causa inapelable y fecha aproximada (durante muchas noches
un cáncer silencioso, furtivo, ha recorrido a sus anchas y a sus locas el artefacto de la carne), estos últimos días
son sólo el escenario para una despedida que elude la oración
y exige la sabiduría de los hombres escépticos. Existen mandamientos que parecen venir de tan antiguo...
Mira el hombre culpable (pues tal es la sentencia que lo condena sin remedio) la eternidad del mar, las incontables olas que buscan el amparo de la tierra dorada una y otra vez, perdurables en los siglos. Así será, piensa turbado.

Vivir estos instantes postreros en que la brisa y el sol se posan en la piel como una refutación del engaño del tiempo. Mira el horizonte que sólo oculta la muerte. Evoca los paisajes de antaño. Son los de hoy. Hubo una playa azul, el aire de este día, la emoción de ser como todos y serlo siempre.

sábado, 27 de marzo de 2010

Poéticas - J.B. (16)


En realidad, como es tan fácil apreciar en una primera ojeada (que es suficiente para su análisis), el artista del land-art, el escultor de la tierra, toma como punto de partida para sus obras la composición yuxtapuesta de cierto “assemblage” de objetos naturales. Estos artistas consideran la naturaleza como un “soporte” efímero, susceptible de experimentar plásticamente sobre él: el terreno propicio, en resumen, para alzar o simular una escultura monumental, ecológica o esencialmente primitiva, como un remedo de los viejos mitos. El hombre, la naturaleza, la intermediación entre ambos, dioses de la paganidad sin el texto borroso de la leyenda o la religión. Será el entorno lo que invoca lo majestuoso de la plástica.
El uso que deriva de este préstamo de la naturaleza sólo es metafórico en tanto la apariencia pronto va a ser demolida por intervenciones espúreas (el viento, la lluvia y la nieve, la mano del hombre), puesto que el hecho y el objeto artísticos van a permanecer en el lugar de su conformación, que es lo que lo convalida como tendencia artística. Lo cierto es que muchos artistas no consideran la naturaleza en sí misma sino como un medio y un espacio de experimentación, de una apropiación espacial y objetual que reinvindica meramente el hecho artístico en su praxis más inmediata, por lo que, aparentemente, importa poco el destino final de la “escultura”, el residuo estético. En todo caso, se ha visto en esta práctica una manera artística más tradicional de lo que pudiera parecer a simple vista. En efecto, las mediaciones posteriores que dan prueba fehaciente de su trabajo (cuaderno de notas, bocetos, fotografías, vídeos que serán puestos a la venta) reafirman sus trabajos como un producto más de consumo en el mercado artístico, o una forma en el más idealista de los casos de sutil perennidad: no existe la obra, aunque sí su huella que devengue beneficios. Porque lo ecológico de este arte también tiene un precio nada altruista: supera con creces al del propio mercado convencional, lo que le proyecta a lo clasista y excepcional, a un cierto tipo de gente, a los escogidos, sin preocupaciones de supervivencia cotidiana. Su constancia se hace efectiva mediante el documento gráfico, lo bocetado o fotografiado o pintarrajeado con la firma del artista, que es lo que tras un intercambio económico acaba finalmente como “producto artístico” en manos de los posibles coleccionistas (¿la verdadera obra entonces, más allá de lo natural, lo material, que acaba destruyéndose en la galería de la naturaleza?).

viernes, 26 de marzo de 2010

La heroína (14. Final)

Por un momento, el rostro de T.B. se iluminó del resplandor marino del crepúsculo, dorado y tibio. Exhalaba su cuerpo blanco y desnudo un halo áureo, como nunca antes había percibido nadie en ella, pues la inminencia de la muerte ya anunciaba la irrealidad de su condición futura, la transfiguraba como si fuera a fundirla en el aire.
Estaba sola. No se oía el mundo.
Luego, salió del trance, volvió a las tinieblas de la vida y se desvaneció en sus ojos para siempre el brillo fantástico que una gloria de júbilo había encendido poco antes, cuando sintió en su interior la verdadera luz, aquélla que nacía de su propia revelación y creaba la auténtica forma y el principio más secreto de las cosas. Dentro de poco ya no sabría nada. La leyenda se disiparía como la leve e inconsútil nube que no deja ni rastro.
Caminó hacia las olas.
T.B. detestaba el ruido, la triste formalidad de lo correcto, un arte sin compromiso, la compasión, el... Basta. El velo mágico del mar, verde y azul, la envolvería del todo sin dejarle oír nada. No sería un mal sudario.
Murió joven, aunque sin prisas. A conciencia. Una muerte por agua, lejos del sol. Las cosas suceden, y eso es todo.
Una vez T.B. llenó de palabras tres folios de color amarillo con tinta china roja, azul y negra intentando describirme con la mayor fidelidad un gigantesco ficus, una monstruosidad vegetal aferrada a la tierra con una fuerza inconcebible pero que erguía desafiante la vastedad de su materia al cielo, al aire inasible y tenue. T.B. tenía una letra picuda y enérgica, casi artificiosa. Si se me permite: visceral.
Detalló la rugosidad leprosa del tronco, el laberinto de las ramas, los colores y sus matices vigorosos o anodinos, la calidad de las texturas. El inventario de la gama del verde provocó catorce símiles, y no dejó de anotar el tono otoñal del envés de sus hojas. Supo definir hasta lo más minúsculo o despreciable para el ojo. Pero utilizaba adjetivos extraños, incluso francamente inapropiados. A decir verdad, en ningún momento pude imaginarme idealmente aquel maldito ficus. “¿Por qué no lo ha dibujado?”, pensaba yo al leer la morosa descripción. Al final, saqué la conclusión de que se trataba de un árbol realmente admirable, grande, alto, con una inmensa y enmarañada copa, tan enredado por todas partes que no dejaba llegar los rayos del sol al suelo, con unos huecos oscuros e intrincados en la base del tronco como fauces enormes de un animal mitológico... El perfecto escondite para una imaginación infantil.
Los caprichos de una memoria severa son desconcertantes. Recuerdo, pero recuerdo esencialmente las pequeñas cosas: una mañana temprano que ella bebía del agua fresca y pura de una centelleante jarra de cristal, sus pies desnudos sobre un suelo de yerba verdísima, una tarde de verano que la divisé de lejos vestida de blanco caminando bajo la sombra de las grandes catalpas frente el edificio de correos, el viejo grifo dorado y goteante en su estudio de la ciudad antigua, su voz ronca, las manos de obrera artista, la sonrisa insolente y bella...
A veces, T.B. callaba del todo. De golpe. Sólo miraba con unos ojos implorantes que poco a poco terminaban extinguiéndose sin dejar el menor vestigio de fulgor, como si no hubiese misterio alguno más allá de ella: el arte era una realidad más vigorosa y honesta que la propia vida, que en nada se parecía a aquél. Pálida imagen la del mundo... Su mansedumbre, entonces, era patética. No había lugar para la lucha o el desafío interminable. Sólo había desprecio.
Ya no ama la materia... (Está el agua. Todo lo borra.)
Sus últimos cuadros eran casi blancos, grandes y vacíos. Una tenue veladura, ni siquiera una mancha, acuarela, agua azul, plata, rosa..., recorría el espacio apenas tangible.
Dejó la tierra.

jueves, 25 de marzo de 2010

Poéticas - A.T.R. (15)


Una reflexión en torno los materiales utilizados por el artista contemporáneo conduce irremediablemente a aceptar el amplio concepto que las propuestas plásticas actuales entienden por “soporte”, el lugar de la acción artística. Si con anterioridad se había alcanzado un grado tal de libertad procesual como para admitir la súbita categorización de los procedimientos hasta elevarlos a un pattern estético, un elemento ya visible en la obra, transitivo y hasta prioritario en casos señalados, hoy en día ni siquiera cabe plantearse cualquier interrogante en cuanto a la valoración consensuada en el plano artístico de materiales, antojos, procesos, amontonamientos, disfraces, invenciones o manipulaciones. Nada resulta marginal o frívolo respecto a la selección objetual y/o material, ni a su mismo proceso de adecuación: reunión heterogénea de trastos, matar un animal, mostrar cadáveres de seres humanos disecados, elevar un solo tronco en el impoluto espacio de una galería -sacramentada, por supuesto-, una comida entre amigos, el ruido de una grabación, la proyección de un vídeo de la misma nada o del silencio, la fotografía desenfocada de la realidad (o no realidad), mierda de artista enlatada… Nada resulta superfluo, original o prohibido. Porque a nada se representa, y la realidad del juego es el juguete mismo. Es simplemente materia de mil usos. Como se ha dicho, el arte contemporáneo ya sólo es una cuestión de confianza. Porque, como también se ha dicho, estamos en el fin del arte. Pero el fin del arte de los próximos siglos. Un nuevo comienzo, en suma.

El sol (13. Final)

Sólo delante del caballete, pintando, siento un poco de vida. Se ha encerrado de nuevo. Se mira otra vez. Sostiene los pinceles con fiereza. El paisaje de su rostro, blanco, amarillo, rojo, y los ojos azules, escrutan el orden oculto de la fatalidad. Ese paisaje tan sensacional, pues oculta toda una naturaleza sin cosas ni nombres, le conmueve de extrañeza. Tal vez ahonda en las sombras de la cantera de Glanum. Lo que allí vio.
El eterno sol intenso.
Quizá debería volver al Norte. Antes tuvo unas razones para ir al Sur. Y ahora tiene otras razones para ir al Norte. Y acabar así.
Bueno, ¿sabes lo que espero cada vez que creo merecer una vida mejor? Que la familia sea para ti lo que para mí es la naturaleza, la tierra y la montaña, la hierba, el trigo amarillo, el aldeano, es decir que encuentres en tu amor por la gente más que un motivo para trabajar: que eso mismo sea tu consuelo y tu misma fortaleza.
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En el umbral de la eternidad el inventario del ayer requiere la cordura. La impaciencia es para los que aún piensan en la ilusión y tienen la esperanza. La desesperación flamea en la negrura del pensamiento. ¿Por qué semejante castigo? ¿Adónde va uno si el camino es tan malo? La nada como conclusión. Que sea vivir el no saberlo.
La vida es más interesante que los paisajes, pero ahora no sirve de nada quejarse.
El hombre del Norte piensa en París y deja pasar el invierno en el Sur, y es un invierno calmo, que hostiga de grises, de atardeceres tenebrosos y mañanas mortificantes, de mediodías silenciosos y vigilias terribles, pero sufre, y muchas veces cae abatido como una bestia mientras entretiene la melancolía con el recuerdo del sol: invierte emocionado la proeza e ilumina la visión con una noche de soles, como si fueran las escenas el negativo de su conciencia. Todo prefigura, tan despacio, la violencia del acto de más tarde. Y luego otra vez la lentitud de las cosas y los seres, la muerte paso a paso en la celda sin luz.
Están las brutales anécdotas: la mutilación, la locura, la miserable agonía hasta la muerte..., pero al final se escapa la comprensión de este hombre y el arte que lega al mundo. Es un mero manojo de temores y sobresaltos, resignado ante los ataques y escrupuloso analista de sus propios síntomas. Su último autorretrato parece la imagen del otro sosteniendo el diálogo horrendo con los mismos ojos del pobre enfermo: seré tu asesino, agazapado ahí, adentro de ti, y te mataré sin que nada en este mundo pueda ya impedirlo.
¿Podía haber tenido algún otro medio de salvación que no fuera el mismo sacrificio? ¿Por qué torturarse creyendo que ése es su único deber, su misión incontestable en esta vida? ¿Existe el hombre maldito, condenado de antemano...?
La locura no disfraza la verdad que habita en su alma: se inmola porque ha agotado la serie de sus pecados menores y su ambición de artista, y uno a uno sus cuadros han colmado el gran dibujo de su paso por la tierra. Ha configurado su andar a través de un circuito de pesares, audacias y calladas cobardías. Puede que en el fondo sea medroso: actúa uno mejor en el arrebato. Que sea otro quien luche en la vida y se encargue de los trabajos sociales. El es demasiado taciturno, prefiere refugiarse en la exaltación, en la soledad, en la pobreza. Lo quiere así, huir de todo aquéllo: obtener el éxito y acaso la fortuna requiere un fatigoso concurso de mundana hipocresía, de mercantil estupidez, de continuas chinchorrerías e irritantes imposiciones que nunca cesan.
Ya no es posible la enmienda. Nada es capaz de mudar el destino implacable. Está en tierra de nadie. Se copia a sí mismo. Está acabado.
Aún mira las montañas a lo lejos, los cercanos ramales de los Alpes, el último rastro de la vida misteriosa y fascinante de más allá de los barrotes.
A veces se engaña inútilmente. Continuemos, pues, el trabajo tanto como sea posible hacerlo, y desde luego como si nada hubiese ocurrido.
Ha salido del manicomio. Pero no sabe donde está.
No reconoce nada su mirada muerta.
No logra investir de farsa la realidad de su vida, y termina entregando ésta en un supremo acto de tontería, de sencilla resignación. Uno nunca quiere matarse, es sólo que desea cambiar las cosas: "Ya ve, he querido matarme y he fallado estúpidamente...”
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Existe un viaje postrero donde toda pretensión carece de sentido, y todo el paisaje retrocede hasta más allá de la línea del horizonte. Sólo ve uno lo que piensa.
En falsa libertad, Van Gogh viaja a París. No prolonga mucho la estancia en la gran ciudad, teme el artista la porfía del diálogo, el tremendo cansancio de ser uno lo que es, de las justificaciones, el decorado: la rica arquitectura, los sonoros carruajes, la lluvia fina, la gente en las aceras, la luz de gas. En verdad, lo que quiere es el retorno a la tierra. Dejó atrás la húmeda campiña de primavera, con el aire cargado de aromas renovados, de ricas fragancias vegetales, y, ahora, entre hombres y edificios, añora tanto la naturaleza que la espera le hace daño.
¿Qué le aguarda? Una habitación desnuda, con el ventanuco inclinado en el techo bajo, una luz mala que ilumina su tragedia de hombre solitario, maldito y perdido. Dos cielos tempestuosos y azulones y mares de trigo amarillo y verde alrededor de un hombre que ha sido burlado por las triquiñuelas del drama: así se retrata, desnudo... Como grotescas excrecencias cuelgan los pinceles de las manos callosas.
No debió olvidar nunca que el arte es un juego, reglas de leyes no escritas, una norma de pasatiempo, ante todo era importante el reto de la vida, la ganancia de la paz y la mesura en la sangre frente a los desvaríos de la creación. Pero, claro, no podía él pensarlo de ese modo.
Pinta un cuadro de azul y blanco, lo más inaugural y puro que había concebido jamás: sobre un fondo azul, que es un cielo enorme, inacabable, traza la nueva vida para un bebé. Aunque a él le acompaña la mala suerte de siempre. Ya hasta la tumba. He caído enfermo en la época en que trabajaba en el cuadro, el de las flores en el almendro. Si hubiera podido proseguir mi faena, puedes estar seguro que hubiera pintado otros árboles en flor. Ahora, ya casi se han terminado los árboles en flor. Verdaderamente, no tengo suerte.
Ya está de nuevo bajo el sol. Ha abandonado París, que huele a lluvia de flores abiertas. Y poco tiempo después volverá otra vez a París, un domingo de primeros de julio. Y cuando el tren le devuelva por fin, definitivamente, al pequeño pueblo, a la tierra, hace del silencio el arma más mortífera. Apenas hablará hasta la agonía tranquila, muriendo sin entender el porqué de las cosas, tan distante que sólo vive en lo más adentro de sí mismo, donde nada, ninguna luz, es capaz de llegar.
Pero continúa pintando, que es su manera cabal de llevar su vida adelante, aunque no sepa muy bien adónde le va a conducir todo esto. Trasiega entre visiones y paisajes, y ejecuta la técnica moderna, aquélla que empobrecerá todas las academias y ridiculizará todas las sabidurías sustentadas sólo por la habilidad. Se pregunta cosas. Establece alianzas con los buenos demonios. Anticipa pactos con las futuras visiones. Prepara el viaje.
No entra en el templo de Auvers: lo convertirá en una chapuza, en el gótico del año 2.000, una imagen de fuego, de arrebatados azules y violetas, y azul cobalto y azul ultramar, líneas que parecen trazar un excéntrico despecho. Ese cuadro es una expresión de rabia y desorden ante el inmenso vacío y fraude que se adivina entre las penumbras, donde no existe la huella de ningún dios, pero le falta perversidad, la llama y la voz del genio de vuelta de las cosas. Le sobra la blasfemia.
Deambula, está como sin estar. Observa con la mirada perpleja de hombre bueno y afligido la ciencia de la vida sencilla.
¿Quiénes son los seres humanos que ahora habitan en los huertos de olivos, naranjos y limoneros?
Su figura delgada, tensa y tostada por el sol aparece y desaparece de improviso por entre macizos verdes y lilas, bajo árboles de ramaje exuberante, o merodeando en torno a olivos y cipreses, los álamos y los tilos, pero siempre con suma agilidad: una silueta silenciosa, inesperada y exótica, pronta a disiparse.
Quema el sol los trigales, enloquece a los pájaros que sobrevuelan con gran excitación la tierra reseca y las piedras polvorientas, los caminos de los campos amarillos, las calles sumidas en la ardiente neblina.
Ya no existe el lugar apacible, el agua fresca después del avatar, el verdor oculto. La noche es negra e incierta, y el amanecer lleva a los años de atrás, donde está todo lo malo, o donde no hay nada.
Esto es todo lo que había: línea a línea, todo el verbo.
Acaba los tubos con sosiego, medita pintarrajos. Le complace inventarse colores nuevos y sugerentes. (Ha mudado el paisaje en tonalidades más suaves y delicadas, deja la palabra vencida: desfallece...)
En realidad, ha mudado todo. Está solo, tiene miedo y no sabe adónde ir. Estaba agarrado a una ilusión, y nunca había aprendido a desembarazarse de ella. ¡Una quimera! Lo supo siempre, pero negarse a saberlo, si no le engañaba, al menos aplazaba la decisión, impedía revelaciones dolorosas.
Ahora ya sabe la clase de tipo que es. Un irresoluto que va demorando cobardemente pagar el precio de su severa condición. Ha robado el fuego.
Fuera del campo del sol, todo es un infinito fastidio y un infierno sin deseos ni apetencias. Sabe que nunca ha estado más cuerdo que en esos momentos: la verdadera vida no la tiene él, la tiene el otro. El no ha conseguido nada, es una fiera pacífica al acecho, un peligro silencioso y permanente. Así, pues, se ha convertido en algo sombrío y amenazador.
Sus agitados paseos de escrutador le abruman de interrogantes. ¿Cómo será la vida de después, la palabra de después, los sentimientos, y la pasión y la fe, y el arte y la poesía de después? ¿Sabrán de él? ¿Qué tramoya harán del martirio? ¿Sabrán que era hombre bueno y que halló la cordura en el arte? Por ser lo que siempre ha sabido lo que es anduvo a las malas con su tiempo, su básica intranquilidad casi aniquila a quienes le querían. Ahora, ya todo está.
No podía censurarse. Era que los tiempos eran otros, y otro el hombre.
Una vez dijo que el arte era oficio de tejedor, donde los distintos hilos no debían mezclarse. El hizo precisamente lo contrario. Descubrió pronto su torpeza, pero también su falta de compromiso.
Durante los últimos días de su vida de artista guardaba sus pinturas en un pestilente corral de cabras. Amontonaba las telas clavadas en el sencillo bastidor contra la pared. Nadie las miraba nunca. Los cuadros permanecían todavía con los colores soberbios, tiernos y flamantes en completa oscuridad, escondidos a la luz, a...
Una tarde, dorada y en calma, decidió que era tiempo de volver a la casa del padre.
En el día del Señor, dejó el pan y el vino sobre la mesa. Salió a la pujante claridad de la hora amarilla.
Luego, en pleno calor, al aire libre, sin dudar, se matará a medias bajo la magnificencia del sol. Titubeante regresará sobre sus pasos. Se desvanecerá lentamente, implacablemente, con el rostro vuelto hacia la pared desnuda, miserable e incomprendido, sufriente, con todos los temores de antaño agazapados en el estómago, pues esa herida negra, sin fondo y nauseabunda es el resumen de todos los amargos años del pasado. Un altísimo castigo el de ahora. Poco a poco se irá muriendo sin el sol.
La angustia desaparece, y la condenación y también la desgracia, y la ansiedad, y el monto de manchones inextricable y avieso de los años por venir. Su paciencia de ahora es la de un animal salvaje moribundo, recogido sobre sí mismo durante horas y horas, encorvado a la nada, solo entre los otros, sobre todo solo, como siempre, con los ojos cerrados (llenos de luz, pero sin cielo ni tierra).
Puesto que nunca ganó nada, y vivió, el precio que ahora paga por tanta la eternidad de después no es elevado. Es justo.
Pues bien, la verdad es que lo único que puede hacerse es que los cuadros hablen por nosotros. Ciertas telas, aun en el desastre, guardan su calma. Por mi trabajo he arriesgado mi vida, y he medio destruido mi razón. Pero, ¿qué quieres...?
Ha pintado el sol, después de todo.

miércoles, 24 de marzo de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (10)


Estas dos culturas de la imagen casi nacen a la par. El cine y el cómic se inscriben en la evolución de una cultura de masas que hace de lo visual la piedra axial de su nomenclatura. El lector deviene espectador en un caso y en otro, si bien los bocadillos del tebeo exijan un cierto tipo de lectura-guía, aunque siempre precipitada, de comprensión fugaz, una detención en la escritura adicional, nunca prioritaria, a la imagen propiamente dicha. Sin embargo, son evidentes las diferenciaciones lingüísticas. Son lenguajes distintos; así, la imagen en movimiento de la cámara cinematográfica propende a una enjundia y enriquecimiento visual dominados por una dinamización verosímil, que acentúa o paraliza la acción, siempre controlada por su creador. El cómic recrea casi sin limitaciones un mundo imaginario o realista, secuenciado sin pausa por la disposición de las viñetas, pero tropieza en el estatismo, y a pesar de la pericia del dibujante para imprimir la sensación de movimiento el tempus, más allá de la credulidad del lector-espectador, encastilla el relato en una presunta ilusión cinética que desgajada del curso de la historia que se nos cuenta termina mostrándosenos de una iteración e inmovilidad inevitables, hasta enfáticas.

El sol (12)

El vestíbulo del purgatorio (que antecede al infierno) es una sala, una sala muy larga, inacabable, y tiene a ambos lados hileras de camas con colgaduras blancas que ocultan la locura y la muerte más lenta. Las paredes son blancas, y también el techo con grandes vigas es blanco. Hay ventanas con pequeñas cortinas de color rosa, o verde claro. El suelo es de ladrillos rojos.
En la espera uno se encierra en su habitación de ventana enrejada, en silencio y con miedo. La de Vincent van Gogh da al campo, a una tierra llena de trigales y viñedos, de olivares.
Antes de llegar a la antesala puede divisarse un fragmento de la naturaleza lejana: el cielo de colores pálidos, los árboles que mecen sus ramas en el aire cálido, las estribaciones montañosas como volúmenes suaves y ondulados en lontananza, al fondo de la llanura verde que rodea por entero el edificio para reposo de dementes.
En el jardín reina la desolación en forma de hierbas y maleza, de pinos retorcidos y bancos de piedra ennegrecida y musgosa. Hay un estanque al que las profusas copas de los grandes árboles otorga una sombra fría, de visión intrigante y tenebrosa, como si en sus turbias y quietas aguas anidasen todos los peligros escondidos que acechan a la mente del loco.
El tránsito es de vuelo corto, apenas sirve para mucho más. Pasea el pintor entre falsas avenidas de castaños con macizos de flores rosas y amarillas, junto a pequeños cerezos en flor, rozando las plantas de glicina, sobre senderos de guijarros, y a veces se aísla en minúsculos huertos de olivares de follaje gris, él, que ha visto mil paisajes bajo el sol y ha retocado pincelada a pincelada el lenguaje y los colores de la tierra.
Se ha estrechado la visión del mundo en ese jardín antiguo. Los hombres ridículos todo lo empequeñecen con la mezquindad de sus empresas. Rehuye sus miradas: se mira a sí mismo entonces, como nunca lo hizo antes ni volverá a hacerlo después. Es algo que ya conoce de sobra, se ha pintado treinta y siete veces en el transcurso de los cuatro años auténticos de su vida de artista. Un retrato por cada año de su vida como hombre que ha ido de desastre en desastre.
Sostiene diálogos terribles, pues. Habla consigo mismo enfrente del espejo.
¿Qué ve...? ¡Qué ha de ver! Ha desintegrado su espíritu luchando a brazo partido contra los rayos del sol... Expresaba bien al astro mediante un amarillo furioso. Ahora le dicen que ése es el color del loco.
Bajo las ramas el resplandor del sol durante el verano triste y desesperadamente vacío se mitiga hasta la grisura, hasta una tonalidad de dolor. Los troncos rechonchos y negros aprisionados entre las tapias despiertan su afición a falta de otra cosa, van gestando su terror de después.
¿Se librará alguna vez de la culpa? ¿Siempre será presa del tormento y la desazón?
Yo tengo un poco el girasol.
Es ingenuo ¡y teme demasiado todo! Ha pintado el acceso del infierno con la puerta del fondo iluminada por el sol, sumido el umbral en claridades, en un juego de sombras muy holandés. Omite los barrotes. Se quiere libre, muy libre, casi del todo invisible.
No todos los días son bastante claros para escribir con un poco de cordura.
Ha perdido la perspectiva. Nunca la tuvo realmente. Las gradaciones las fija su turbulencia. Se pasa mucho tiempo encerrado en la celda: una cama metálica con muelles; una silla pegada a la pared; una puerta negra de hierro. El corredor conventual que lleva al encierro le despoja de toda mística y lo sume en la sordidez terrible de la locura. Se pregunta en un silencio adusto cientos de cosas, mientras los otros locos profieren gritos terribles envueltos en la manía o en los actos repugnantes.
El estaba ebrio de luz. Ahora es un cobarde atemorizado en la oscuridad, encerrado en un agujero donde pululan en danza siniestra sombras y fantasmas, un montón de terrores nuevos.
Una vez tuvo una habitación en el sol, de tal claridad que le cegaba el reposo: las paredes eran de un violeta pálido; el suelo, de cuadros rojos. La madera del techo, y las sillas de enea, del color de la mantequilla fresca; las sábanas y la almohada del color del limón, verde claro, y roja la colcha, y la ventana verde, y las puertas de color lila. Todo bañado por la luz del sol, el lugar del pensamiento.
No oye sonidos. Su cerebro empapado de óleos y acribillado de punzadas nerviosas ahoga el ruido de afuera, pues todas las voces son innecesarias. Se desliza como un lento, esquivo y delgadísimo espectro por la estrechez del recinto. Es tan leve como la textura de la imaginación.
Pinta jarrones que están rebosantes de flores, de un color... recordado. Ahí parecen haber culminado sus andanzas bajo el sol, la excursión es de su mirada: él está indefenso, detenido en el asombro, sentado o de pie, inmóvil, sin ánimo de rebelarse contra nadie, contra nada... Quizás, algún día...
Y otra vez había dicho que se puede expresar poesía nada más que ordenando bien los colores. El resultado es más extraño que en la realidad.
Hoy, no. Restringe la visión, cerca la viñeta de trazos firmes, como barras de hierro. Pinta árboles cubiertos de hiedra, árboles cuyos anchos y gruesos troncos se hallan repletos de huecos y de misteriosos escondrijos donde soñar aventuras de desdicha o de fortuna, como en los cuentos infantiles del norte cargados de brumas, nieve y crueldad en su riguroso y luterano entretenimiento. Los lienzos se mudan en lirios, en árboles de lilas, en tierras violetas y nubes moradas, y pinta grandes mariposas de la noche para no tener que matarlas.
Y cuando vuelve a la campiña, a las fincas de trigo bajo el disco del sol, su libertad es de mentiras, y la naturaleza también. Algo ha cambiado que modifica el ritmo del mundo, antaño de brillantes colores, en un compás de sosería, y meses más tarde en brochazos de tragedia.
No logra ver el paisaje porque en realidad ya no quiere ver el paisaje. El propio cuadro que cobra vida poco a poco mediante pinceladas de grueso empaste le oculta el motivo de la naturaleza: prodigiosas visiones, una transmutación emerge...
No lo comprende. ¿Qué clase de broma es ésa? Una forma invisible parece surgir irremediablemente de la pintura, que cada vez depara una representación más abstraída y difusa, pero más auténtica, esencial. Una secreta escritura se alza de la espesura de color, brota una imagen autónoma y es tan nueva que ni siquiera puede verse una igual iluminada por el sol...
Por supuesto, son alucinaciones. Está loco. Ve cosas que nadie en su sano juicio afirmaría que ve. Está bien donde está: entre las ruinas de un mundo viejo y los vislumbres de una estética de escombros, entre las apariencias rotas del pasado y el desvelo mesiánico que depara anticipar el futuro. Si trabaja como un poseso, equivocándose por tanto, es porque se resiste a la quimera: ¿qué cosa empaña la imagen de las cosas y el sol? ¡No es esto lo que yo pinto en el lienzo!
Al final se da por vencido. Recuerda lo que ya ocultó hace tiempo atenazado por el miedo y la inquietud, cuando de la tela se elevaba una voz misteriosa y profunda. Sé lo que ocurre, vuelvo a las ideas que tenía cuando pintaba en pleno campo... En vez de tratar de copiar exactamente lo que tengo ante mis ojos, recurro al color para, empleándolo de una forma arbitraria, dar mayor vigor a mi expresión.
Su obra es un experimento que alumbra el éxito cuando ya la materia se impone a una representación que paulatinamente se viene abajo. De ese modo todas las cosas, aun las más simples, se muestran en una gesta que oscila entre lo elemental y lo desorbitado. Sus cuadros hay que verlos con llaneza, sencillamente, y con un poco de estupor, no demasiado: hacen inmensa y sobrecogedora la faz visible del mundo.
Por las inmediaciones del edificio todo es ralo, en lugar de real parece un cuadro, aunque las líneas y los volúmenes forman una singular ficción y los colores han dejado de ser naturales, sin consistencia. Observa los cipreses, una sombra egipcia cargada de mitos... Pero las copas tupidas de la vieja encina, la hiedra húmeda y falaz, los campos de oro, no impiden el griterío de su cerebro...:
Delante de la cantera sombría, contemplando un interior insondable que inspira pavor, a la luz de julio, estalla su cabeza como si una bala silenciosa le reventase el cráneo y la sangre espesa y los pedazos de seso caliente brotasen a través de las órbitas de los ojos, de los oídos, de su boca apestada de gritos y espumarajos bajo el sol tórrido y brutal. Luego, se disipa la neblina roja, pierde la conciencia: he ahí otro encuentro con el dios, vuelve de nuevo el gran personaje lamentable y zarandea a su siervo creador.
Durante largas y terribles noches de después discutió con el peor de los dioses, lo maldijo a él y a la infamia de su torpe creación tan dolorosa. No hubo acuerdo.
Exactamente un año más tarde ambos fracasarían del todo, el mal dios y el hombre bueno.

martes, 23 de marzo de 2010

Artistas (10)


(…) Huid de los sueños. No admiréis ese aprendizaje técnico del pasado, de los restos de un arte artesano que proclamaba su sabiduría con el ojo puesto en el quehacer de unas épocas muy diferentes a las actuales, un simulacro de arte y unos procedimientos prestos ya a convertirse en pasto de aula de laboratorio (ha de desaparecer el óleo de esas clases de pintura, concluir la masa de barro en otros materiales flexibles que secunden lo ideal o lo metafórico), unos seminarios que honrarán a la palabra, y cuyas múltiples y polivalentes teorías de vertedero sustituirán unas prácticas de asunción disciplinar adocenadas, desterrarán el pincel y el palillo, el grafito, dejará de hacerse arte para empezar a reflexionarse sobre qué es el arte y a qué deseáis que os conduzca (al todo o a la nada), una docencia que hará del pensamiento y la cháchara su modelo interdisciplinar, acomodaticio y múltiple de secretas referencias: pensaréis. De artistas a pensadores en el corto vuelo de oruga a mariposa (o viciversa). Estad atentos a lo que pensáis. Qué importa lo que veáis. La historia del pasado, su insistencia en ella, la dejaremos en manos de los aficionados en excursión matinal, esos adoradores de las necrópolis y los museos, los cementerios y los libros de reproducciones, siempre en busca de una guía útil de advertencias y sobrada del análisis esclarecedor de lo que no se puede decir. Atended la teoría, los porqués, los cuántos, las razones que hacen de un hombre artista de las impresiones futuras, heredero de una estética radicada en lo más profundo de los interrogantes del presente y los patrones remotos de lo más oscuro de los tiempos, cuando la cueva, el rayo, la magia, el ciervo… Y que todo sea olvidado. Sed pensadores.¡Qué tránsito por los corredores del infinito concepto!
( De Senecio, II, 3)

La madera de Messkirch

Adentro de la casa el silencio se posa a las cosas como una sombra y el día lentamente se ha apagado, pero permanece el calor de su huella. Todo parece disolverse en el tiempo de la noche: la mesa, la silla, la pluma, el papel ya para siempre en blanco. Ni él ni el mundo son un sueño (acaso él, muerto, será de su misma sustancia, será un recuerdo).
Esta mañana sus pasos le han llevado lejos, hasta muy adentro del bosque oloroso por la lluvia del amanecer. El aire del oeste ha despejado enseguida la niebla. Entonces ha visto al pájaro en la rama de repente alzar el vuelo, desaparecer entre los árboles. En el cielo claro y limpio se alejaba la nube. Ha evitado su pie un hormiguero todavía en pleno caos por el agua caída horas antes. Ha presentido un extraño animal agazapado tras los matorrales, hasta a él llegaba su aliento sofocado. Una araña hilaba su aviesa arquitectura iridiscente entre dos troncos. “Es la vida en sus múltiples formas”, se dijo con encomiable simplicidad. También ha visto caer la hoja encendida de un roble en el follaje aún mojado, detenerse un momento en el aire. Extrañamente quieta parecía eterna entre el cielo y la tierra.
Camina por el sendero, y no sabe adónde, con la gozosa seriedad (pues también él lo es) de un viejo maestro de la vida y de los libros.
Ha contemplado el arroyo huyendo sin cesar de ese lugar y el correr de sus aguas sobre las piedras era un agitado murmullo (algo reflejaban del presente, sin embargo: su trémula figura, el claror del sol de ese instante fugaz). De regreso a la cabaña un sentimiento de piedad le ha sobrecogido: todo en la naturaleza viviente parece empequeñecerle, ajustarle en la dimensión de lo efímero.
Ha saciado el hambre. Sentado a la mesa frente a la hogaza de pan, el vaso teñido por el vino, permanece inmóvil con la vista fija en las llamas. El fuego del hogar da pábulo a tantos recuerdos de la infancia... (las palabras eran recientes, más justas), y en ese feliz retorno se extravía, todo se torna elemental y profundo.
Más tarde piensa el nombre de las cosas (piensa en las cosas antes de su nombre, piensa las cosas en el nombre).
Y a la mañana siguiente, cuando abandona la pluma y sale afuera, el silencio se rompe, la nube no se toca, es inaprensible el agua que limpia sus manos, el cielo es un azul muy misterioso nada más, y el tiempo nos deja, se aleja mientras él permanece quieto como los árboles, junto a la casa hecha de su misma madera.

lunes, 22 de marzo de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (9)


En 1932 el dibujante tiene dieciocho años. Ha cursado estudios de primaria y secundaria. Aunque vagamente, tiene intención de matricularse en Bellas Artes. Pero se encuentra indeciso. Sabe que dibuja bien. Y que puede ganar bastante dinero con esa habilidad. Ya lo gana. ¿Por qué habría de perder el tiempo con profesores que enseñan lo que él puede aprender por sí solo? El que sabe, hace. Pero… en san Carlos, la escuela oficial de arte de la ciudad, con rango de estudios superiores, podría conocer gente interesante. Los hermanos Renau, por ejemplo (a los que terminará conociendo después de todo). Mientras reflexiona sobre ello, vende sus dibujos, sus historias ilustradas, tiene dinero en el bolsillo. Y lee. Es un lector que subraya los libros que compra con un lápiz de grafito violeta. Todo tipo de novelas, rusas, francesas sobre todo, los clásicos castellanos en ediciones de La Librería Fernando Fe o Biblioteca Nueva y la de bolsillo (¡la primera del mundo!) de Calpe, unos libros casi minúsculos muy bien editados en tapas blandas amarillas y los títulos en rojo. Su padre le ha regalado hace unos años, cuando acabó secundaria, el Espasa abreviado, tres gruesos tomos de miles de páginas encuadernados con lomos de piel de color burdeos, que uno de los hijos del dibujante, casi cien años después, conservará como un tesoro. Ha leído Don Quijote de la Mancha tres veces. El Persiles, que el dibujante ha comprado ese mismo año (hay dinero de sobra en el bolsillo), de la editorial Sopena, se le atraganta. Sólo la dedicatoria como antesala de la “historia septentrional” que el escritor moribundo dedica al conde de Lemos le emociona; también las dos páginas iniciales del prólogo, con un Cervantes derrotado por la hidropesía a horcajadas sobre un jamelgo en el camino de Esquivias. Pero el dibujante no logra pasar del “Voces daba el bárbaro Corsicurbo…” que da comienzo a los trabajos de Persiles y Segismunda.
El dibujante, a esa temprana edad, ha intentado ilustrar Las mil y una noches, que abandona, luego de media docena de témperas, ante lo ímprobo de la empresa. Y La Divina Comedia en varias ocasiones, infructuosamente. No llevará a cabo esa labor en toda su vida: “Mis dibujos se parecían demasiado a los grabados de Doré. Eran grabados… ¡dibujados! Mal asunto.” Sin embargo dibujará con éxito la obra de Cervantes, y la figura del bueno de Alonso Quijano, que no su desquiciado caballero, al que no duda en trazar apocado en la noche, pensativo entre riscos, o con el yelmo bajado sumido en las tinieblas de una España exhausta que bate su espíritu entre lo renacentista y lo barroco, lo ideal, la contrarreforma, la realidad tan humana…
En 1932 la ocupación preferida del dibujante es comprar libros y revistas ilustradas americanas y europeas, de donde entresaca una mitología compuesta de figuraciones sinfín, un heteróclito baúl de apariencias, modas y decorados variopintos de los que se servirá más adelante para sus propias creaciones. Todo lo colecciona y recorta.También se goza en recorrer las calles y plazas del centro histórico, antiguo y medieval, de la Valencia que más ama, la que se pierde en orígenes oscuros (sesenta años más tarde más sabio, más cansado, tan solitario en el fondo, recobrará esas penumbras de la historia en El Encubierto, la última obra de su vida).
Es un flâneur incansable, atento y curioso, y a veces sin rumbo fijo. Pasea por una ciudad republicana, festiva y pujante que comienza a perfilarse como una atractiva capital, una Valencia menos provinciana y recoleta que parece dejar atrás el blusón, la alpargata y la tartana. Años después el dibujante intentará trazar una topografía urbana mediante el diseño aproximado de sus monumentos y fachadas más llamativos, al tiempo que hará lo mismo con el fácil costumbrismo, tan identificativo, de Blasco. Siempre llamará de ese modo al escritor, Blasco, (sólo los no valencianos utilizan los dos apellidos, o los que no lo leen, o los que lo desprecian). El temario del exuberante narrador, desde la laguna de El Palmar (Cañas y barro) a los naranjales de Alcira (Entre naranjos) y la huerta que como una muralla verde protege la ciudad del erial de tierra adentro (La barraca), proporcionan al dibujante un inventario de su tierra que se inscribe en la idiosincrasia más reconocible pero también en un realismo alejado de la fantasía y tan querido para el dibujante naturalista que alcanzaría a ser.
Dieciocho años y las manos en los bolsillos, llenos de duros contantes y sonantes. Se mira a hurtadillas en los cristales de los escaparates. Una figura delgada, altiva, de estatura por encima de la media. También es un soñador, y aunque no haya escrito una poesía en su vida, de poeta son sus gestos, y hasta la sonrisa, la vestimenta, las imaginaciones. Pasea por la Valencia de los primeros años treinta, una urbe bulliciosa, ateneísta y con media docena de periódicos que derriba callejas y abre avenidas, que airea plazas y se expande entre los huertos y el mapa rumoroso de sus acequias. La Plaza de Emilio Castelar ahora se llama Blasco Ibáñez, es el centro neurálgico de la ciudad. Antes era Baixada de san Francesc. Mañana… ¡quién sabe! El dibujante, alerta al movimiento de las gentes, del tráfico incipiente y los tranvías, camina a buen paso, pues siempre sería un excelente andarín, y piensa que el tiempo no se detiene, que es fácil comprobarlo en los cambios acelerados que sufre la fisionomía de una ciudad que conoció desde muy chico, a los ocho años, cuando vino a vivir al centro desde un pueblo del arrabal rico y hortelano. Todo parece dinámico y apresurado. Todo se transforma. En breve, al oeste de la ciudad, abrirán una gran avenida, una Gran Vía semejante a la de Madrid. Ya han empezado a derribar antiguos edificios de menos de tres plantas. No sabe el dibujante en esos momentos que nunca culminarán su trazado, y quedará entre provinciana y pretenciosa, mucho antes de alcanzar la ribera del Turia, más allá del Mercado Central, orgullo de la ciudad agraria y comercial.
El dibujante ahora se halla en una de las calles más animadas, Pi y Margall (después Calvo Sotelo, y después Ruzafa… todo se transforma), flanqueada de numerosos cafés y teatros. Pasa delante del Teatro Lírico y sin ocultar una sonrisa avanza decidido entre la gente. Es media tarde. Un sol dorado de primavera arranca reflejos de las copas de los árboles. Palpa los duros en el bolsillo. A menos de cien metros se encuentra el cine Capitol. Va directo como una flecha a la fachada art-decó de la flamante sala. Acaban de inaugurarlo meses atrás. Posiblemente el mejor y más moderno cine de la ciudad. Las películas serán la gran pasión, jamás defraudada, del dibujante durante toda su vida.
En cartel Cimarrón, de Wesley Ruggles. Con Richard Dix y Irene Dunne.
Cuando horas más tarde sale del cine, ya es de noche, y un aire acariciador y oloroso del azahar de los naranjos en los alcorques de las aceras le refresca la cara.
Dieciocho años, y seis duros de plata sonando en el bolsillo. Bueno, ahora un poco menos. Va cargado de revistas (y oculta entre ellas una novela de las llamadas en la época sicalípticas); y los cines de estreno son algo caros, 1,50 pesetas la butaca en el Capitol, cine sonoro, como reza la publicidad en El Mercantil Valenciano, pero él siempre preferirá éstos a los de doble sesión, de 40 y 60 céntimos, como el Ruzafa o el Suizo, en los que no pondrá el pie nunca.
Está un poco lejos de casa, pero regresa andando. Le gusta moverse anónimo entre gentes desconocidas y tranvías abarrotados. Y se halla animado, solitario pero feliz. Va pensando en la próxima historia que ha de dibujar. De seguro que va de exploradores.

lunes, 15 de marzo de 2010

El testigo (6)

Suplantar la espada o la pistola o las propias manos por armas mendaces propias de los cobardes, como la lengua y la pluma, y más a escondidas, a cubierto de la réplica o el golpe, en ese vasto y cálido apartamento donde los libros defienden de las voces, donde ambos hombres perpetran las incursiones en el universo literario valiéndose del ingenio recíproco y despachan a los colegas con el insulto y la mofa, conduce en ocasiones por la falta de arrojo y la mucha impunidad a la vesanía. Pero no hay testigos. Nada que temer. Todo en el orden sagrado de la digestión y la charla, de esa autosatisfacción que dispensa la sabiduría entornada entre la plática y la sosegada penumbra envuelta en el olor del cuero y la madera, del papel y el lienzo, de saberse vivo con la taza de pulcra porcelana humeante de café aromático entre los finos dedos, en la comodidad, en la tibieza, sin el puñetazo de la respuesta contraria, quizás inteligente...
La víctima del denuesto de tantos años después entre el anfitrión y el invitado, de esa noche de junio de 1963 (894), es Federico García Lorca, poeta, dramaturgo y, por encima de todo, hombre inofensivo y bondadoso.
Muchos años antes.
Madrid, julio de 1936.
La noche del sábado 11 de ese mes el poeta la ha pasado en compañía de Pablo Neruda, cónsul, poeta, semental infatigable y amante de los circos y las caracolas del mar, cenando en la casa (la casa de las flores) que éste tiene en Madrid, en el barrio de Argüelles. Un amigo común, diputado, se ha unido a ellos en la cena. La capital de esa España rota poblada de pistoleros es mentidero de rumores y amenazas. Tampoco faltan la venganza y el disparo: al día siguiente, domingo, facinerosos de la derecha asesinan antes de la medianoche a un teniente de la Guardia de Asalto republicana. A la madrugada sus compañeros vindican su muerte ejecutando a un vehemente prohombre y diputado de la facción contraria. Los tres amigos, aún sin saber nada de aquellos sucesos que va a sobrevenir, en la sobremesa se confían los temores que les embargan. A Lorca le atenaza el miedo: el brujo de las palabras ya prefigura los ríos de sangre; un mago siempre anticipa el futuro de sombras. Ante la sorpresa de sus compañeros de cena, que le aconsejan que desista de la idea, les dice a los otros que abandona Madrid, que se va a casa del padre, en Granada. Allí estará seguro, entre su gente. Tiene la certeza que la tragedia que se avecina será indiscriminada y ciega, que “los campos de Madrid van a anegarse de sangre”. Sus interlocutores adivinan la tremenda angustia de un hombre al que ya le domina la turbación. Su genialidad de poeta y los razonamientos de los comensales de nada sirven ante su instinto de conservación que, fatalmente, es falible en esta ocasión. Busca la guarida allá donde nació, sin saber que va hacia su propia muerte.
Al día siguiente Lorca da una lectura de La casa de Bernarda Alba en el número 38 de la madrileña calle de Lagasca. Entre los oyentes algunos escritores de los más granados de la generación del 27: Dámaso Alonso, Jorge Guillén, Pedro Salinas… y el cuñado del invitado, Guillermo de Torre, casado con su hermana Norah unos años atrás.
El día 13 de julio, por la noche, el poeta sube al tren y sale de Madrid. Llega a Granada por la mañana, aún fresca, recién amanecida. El terror, que huele en el mismo andén, no le dejará ni un solo instante hasta que le acribillen a balazos un mes más tarde, atenazado por el sufrimiento, la incredulidad y el espanto. Ni siquiera el 18 de julio, la fecha más infame en la historia de España, onomástica del poeta y su padre, que celebran al aire libre en la Huerta de san Vicente todavía ignorantes del golpe militar, se libró de la inmensa agitación que le impedía un momento de sosiego. Fue una fiesta sombría y de funestos presentimientos. Rodeado parientes y amigos, de regalos, risas y felicitaciones, del olor de los pinos y la brisa del verano, la visión terrible que tanto anticipaba su escritura esclarecida (Yerma, La casa de Bernarda Alba, Bodas de sangre) malogra cualquier atisbo de alegría. Noches después sueña que está tumbado en el suelo rodeado de mujeres enlutadas: el negro cortejo de un país que mata a sus poetas.
El pavor que siente Lorca los días previos a su fusilamiento es inenarrable. Sólo la muerte le salva del infierno al que se le ha sometido durante semanas de incertidumbre y desesperanza. Podemos imaginar su dolor, la tortura de la espera hasta la noche de su muerte a tiros al pie de un olivo.
Pero en el otro lado del mundo el invitado lleva sus imaginaciones a lo intolerable: no ha sufrido nunca la agresión física. Ni siquiera se percata de su desfachatez al hablar de asesinados, de la muerte, que tantas veces ha transformado en anécdota literaria. Sólo han sido un pretexto para el lucimiento gramático.
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Al final de su vida el invitado, un viejo calculador de ceguera, bastón y autocomplacencia, que tanto se esfuerza por prepararse una escenografía literaria de su propia muerte en la vieja Europa, en el centro de la historia y la cultura antiguas, tan lejos de su nacimiento austral, de los orígenes de su familia y de su idioma que ya le otorga la inmortalidad, no duda en exagerar la flaqueza ajena, las pompas triviales del gran poeta, burlón y feliz comicastro en su gira americana décadas atrás, que también cultivaba su juvenil escenografía, aunque la del propio invitado fuese más aparatosa y deliberada, pues si el joven poeta se divertía, el viejo invitado cincuenta años más tarde diseñaba el teatro mismo de su final, cavaba literariamente su tumba ginebrina, ya se buscaba en las enciclopedias post mortem, lejos de La Recoleta que tanto había celebrado poéticamente.
En efecto, Lorca era como un niño grande. Cree interpretar un papel simpático y universal. Este granadino en la Argentina, que visita Buenos Aires en 1934, dos años antes de su asesinato, departiendo conferencias y recitales durante varios meses, que asiste con entusiasmo infantil a los estrenos de sus obras dramáticas, ha hecho irremediablemente un enemigo ilustre: el invitado, genio de las letras y poseedor de un gran rencor. Lorca es inconsciente en su vida privada del éxito y lo risueño y magnífico de su existencia (pues de todo eso tiene), tan alejado del cálculo y lo racional como próximo está el porteño medio ciego de sometimientos tan oxidantes, que desde esos años no dudaría en denigrarlo. Lorca, ignorante de los recelos y la pequeña envidia que provoca su desenfado, actúa indiferente a las afinidades literarias o intelectuales. Bromea por doquier, se ríe de sus propias gracias, y, sobre todo, desea agradar a todo el mundo. Al invitado, exquisito homme de lettres, jamás le gustó Lorca, que conoció y trató en diversas ocasiones, “ese andaluz profesional” que escribe “poemas horribles” y al que llama manflora (894).
Esa noche de junio de 1963, de un otoño ya frío, ventoso, en la calma del apartamento del anfitrión, el invitado dictamina implacable la “escasa valía de Lorca”. Yerma le pareció un drama tan tonto que se marchó al principio de la representación. Nunca le gustó nada el “derroche verbal” del poeta, fusilado poco después del encuentro del 34. Pero esto último no es algo que le conmueva especialmente. A fin de cuentas gran parte de su celebridad se debió a su muerte: “Supongo que tuvo la suerte de ser ejecutado, ¿no?”, se pregunta el invitado al asesinar por segunda vez al poeta, sin sentirse culpable en absoluto.
No hay testigos.

domingo, 14 de marzo de 2010


Bien entrada la noche.
Escucha música (la sonata 21). Leerá (tiene tiempo de sobra).
Cerrados los ojos. El segundo movimiento es una pacífica expiación. La regla, humildemente acatada, impide el altercado con el dios. Atrás queda la cólera. Sólo son susurros, un poquito de blasfemia.
"¿Mejora a alguien la condena"?, se pregunta.
Ya era bien entra... (03,00: maitines; 03,37: lectura; 04:12: oración...) da la noche: casi ni se oye la música, es una magia que modulan las sombras.
Muchos días, a las cinco de la mañana (laudes) ya está en pie.
El helor parecía desprenderse como una costra de las mismas paredes. Se ha cubierto con una manta vieja que encontró en el interior de un arcón. Huele mal, a rancio y humedad, pero al menos le calienta. "Olía como a un fardo pesado de años", diría más adelante.
Más de una vez esperó toda la noche (penitencia, prima) a que el alba se extendiera sobre toda la tierra. No detesta él esas emociones.
Ha calentado el vino. Sostiene el vaso de metal con ambas manos. Sorbe con suma lentitud. Sacramento.
Confunde su conciencia con el fraseo compungido del piano, todo es un traer y llevar remordimientos, las culpas sin definir, la pena por padecer... ¿a santo de qué?
Se había propuesto leer hasta el amanecer. Tenía varios libros de excelente contenido al alcance de la mano, algún dibujo humano o misterioso que admirar.
A un lado, junto a libros inocentes, un cuaderno de tapas rojas como la sangre, hojas sueltas, las malas confesiones...
Cerrados los ojos de nuevo. Sueña con los dibujos fatales de las grandes mariposas: quiere creer que en el caprichoso trazado de su dibujo evanescente se halla todo el arcano, la belleza y la maldad del universo.
Llegan los acordes como una brisa nocturna que brota de la misma tierra serenada, tal y como habían sido inspirados en un tiempo tan lejano: un espacio de debida apropiación.

sábado, 13 de marzo de 2010

El sol (11)

Sí, cambia el mundo que ve el ojo. Parece mentira que la noche emborrone el día de tal manera. Lo agrisa inocentemente y en unos instantes lo deja irreconocible, atezado del todo, lo deja del revés sin cortapisas, lo pone de vuelta y media aunque, a veces, lo ilumine un poco de palidez y misterio con un resplandor frío y azul, lunar. Es del todo falsa esa luz que derrama el plenilunio sobre la tierra encogida y apagada, empoquecida. Sin luna que nos mienta, esta noche es verdadera. Se entiende a duras penas el maremagno celestial, ese firmamento que sólo se revela en la hora de los sueños. El cielo negro está colmado de estrellas, alguna solitaria, azul y brillante, otras a puñados, y aun otras amontonadas y anónimas que son un polvo blanco. La ventana abierta en lo alto de la casa, a un palmo de la vieja chimenea, es un buen observatorio. Se orienta al Sur, y como es un buen punto cardinal propicia muchos nombres, abastece el universo temible de curiosas ingenuidades, de burdas maquinaciones: ¿un águila...?, ¿un cisne en el cielo, un reptil? El tiempo borra esos engaños, cambiará sus formas. Lo que es hoy no ha de ser mañana en su inacabable peregrinaje: el cisne será una espada, el águila se encerrará en un círculo, la serpiente alumbrará un pétalo de flor... Tal punto blanco burla los sentidos: son dos cuerpos celestes, una anodina expresión, una estrella binaria. Falsa imagen, pues, esa luz de tan lejos. No es una estrella sola: son dos, o puede que tres. Un cielo punteado de figuras caprichosas, cosas que no se ven sumidas en una honda negrura. Se termina por sentir una tibia indiferencia ante unos trazos tan perdidos en el tiempo. El contorno de la noche se fragmenta lejanísimo: abona la patraña. El paso de los siglos condena esos dibujos que han de desbaratarse del todo. Entonces la imaginación se entrega a un ejercicio pueril: aspectos y perfiles extraños se configuran al cabo de milenios en un cielo aterrador y moderno, de otro millón de años. Dibujos impensables ahora: animales desconocidos, gestas sin prevenir, hechos por suceder. (Pero más allá del futuro, hay otro cielo oculto, otras constelaciones, otro mito.)
(...)
[¿B.? Se está borrando B.] Está en lo alto de una colina, ya en el ocaso del sol, grandioso y rojo. La luz decadente dora la verde copa de los pinos en la ladera. Las sombras de los árboles se vierten suavemente, largas y de límites precisos, son como un recorte nítido en el suelo rojo, unas manchas que informan de apariencias verticales y aéreas sobre el declive de tierra sembrado de piedras pequeñas y brillantes. Se asienta el panorama bajo el cielo tremendo con absoluta sencillez, como lo más natural.
Poco a poco desciende hasta el pueblo que, allá a lo lejos, como naciendo de la montaña, se eleva en un conjunto abigarrado y gris, y blanco, rojo y verde, amarillo y ocre, negro y naranja, una luz tamizada a veces por las franjas azules y malvas, violetas y púrpuras, que tiñen las nubes que pasan, o no pasan, y se suspenden sobre la tierra estáticas, multicolores y sin forma.
Baja [Se está borrando B.] por la senda sin prisas. Le acompaña el murmullo escondido de un regajo de agua cubierto de matorrales y zarzas, cantarino y alegre.
(...)
Se han avivado los colores, bañados por una luz muy bella que es materia casi cromática. Una luz que desaparece y se hace cosa: arbusto o peñasco; tronco, viña o trigal. Está el melocotonero rosa bajo un extraño cielo verde, enraizado en una tierra todavía más extraña, azul, y, a veces, roja como el rubí. Está un arco iris apenas entrevisto en un paisaje de lluvia y de oro.
(...)
La montaña lila descubre una pureza no concebida antes. Hay un azul glorioso. Y el amarillo sagrado irradia la gesta que más ansía el corazón: parece una masa ardiente.
(...)
Una línea se hunde en el cielo: lo rompe rojamente, anaranajada, amarilla.
(...)
Estaba exhausto.
Una senda (y nada parecía que hiciese camino entre tanta espesura, que llevara a alguna parte, que al final hubiese lugar... ¡que ése fuese el destino!) se abre ante él. ¿Será posible? Nace de un recodo de peñas y arbustos, de verdascas que dificultan el paso, bajo el cielo azul desnudo del todo, hermoso y rotundo, apenas graba su huella pelada y terrosa entre un tumulto de maleza, caminito sin definir, engañador: adelante... Es la victoria. ¡Qué festival de sorpresas! Se aventura allí este hombre. No, más aún: se precipita.
(...)
Dejó de elevar la mirada hacia un cielo quieto o mudable y lo despojó de misterios: ya lo había hecho propio. (H. 256).
¿La tierra? Un inventario desordenado, bien medido no obstante, de cálculo correcto: contra el nuevo horizonte, el ciprés se yergue a lo alto, el agua del arroyo se mueve incansable (¡que movimiento tenaz, está viva esa agua vagabunda!) entre piedras y árboles siempre por el suelo, la espiga se comba al aire, la planta (¡qué más da si azul o roja!) se agarra a la tierra, y el cielo, amarillo o gris, o verde... Pero nunca se toca el cielo.
(La gran tragedia del olivo es que vive y vive, retorcido y negro, viejo y abandonado en el yermo, y, así, años y años, ve su fruto despreciado, nada de su carácter totémico admira un espíritu de otras generaciones modernas, lejos del aceite sagrado de los dioses.)
La piedra está quieta, el tronco (del roble, del álamo o del castaño, del almendro, del manzano o de la encina) vive, hasta puede que palpite algún mediodía de sol o en la noche más oscura y mágica, pero vive muy para sus adentros, severo y escondido en el misterio. Se dice él: "Hablan, se entienden los árboles entre sí."
¿Cuál es el auténtico museo que exploran sus ojos? ¿Todavía una pintura ceremonial? ¿El suplicio de la semejanza? ¡Ah, no!
Minucias chocantes... aunque de concierto muy meditado. Sabe muy bien lo que quiere. Pero...
Entre ser un buen o un mal pintor, he elegido lo primero. No tenía otra elección... (520).
Ningún trastorno equivoca su trabajo, nada logra embarazarlo de sinsentido, es a todas horas razonable, medido finalmente.
Este ojo sin experiencia... ["¿La experiencia? Un maldito cadáver." (N.)]
Que todo sea nuevo.
Medita el paisaje: todo son acciones cuidadosamente consideradas... Desde hace mucho tiempo, cuando creía que el mundo le reservaba algo bueno y hermoso, concebía el destino más simple: "Copio a Millet. Dibujo El sembrador, Las horas de la jornada... ¿Puedes enviarme por correo Los trabajos de los campos?"
Este ojo sacrílego ¡qué escándalo promueve!
Consiente con Voltaire: No creas absolutamente nada en todo lo que imaginas (603).
"Cogeré mi lápiz...", dijo.
(Al llegar a Arlés, extasiado, había dicho el pobre hombre: "Nunca antes había tenido tanta suerte...")
Entonces ve flores amarillas y púrpura. Es el oriente.
El cielo gris; la tierra amarilla.
La hoja violeta: el cielo amarillo.
Resplandece el sol, ese halo...: azufre pálido.
Una piedra naranja, canchales de acero.
No es agua, es azul prusia; la tierra, ahora, malva.
La línea de esas montañas (no, de esa montaña) recuerda el perfil aguileño del rostro de tu padre enmudecido para siempre en su lecho de muerte. (Hoja 62).
El camino es rojo, sinuoso; en la quieta panorámica, zigzaguea bajo el sol blanco y la sombra negra. La copa verde de un pino grande y viejo se inclina sobre él. [Lo mancha.]
El cielo sin color, ni blanco. (O un cielo de luz sola. O un cielo de lienzo.)
Dos figuras en un ángulo: sin definir, tal vez temerosas, caminan en diagonal, bordeando un campo de girasoles apagados en el ocaso. Trazos de rosa en el cielo que oscurece (poco a poco, poco a...)
El soto verde, con algún claror de blanco; detrás, un cielo bajo muy raro: quizás no sea cielo, una ocurrencia.
Otro camino: negro, en parte descarnado, en parte bien asentado. Recto. Demasiado. Como una línea inverosímil.
Quietas las cosas, suspendidas en una creación viva: el trigo, las verdes y erguidas sabinas, otro campo en barbecho. A lo lejos, un par de colinas azul celeste.
Autorretrato. Lo que queda de él, ya lejos del escándalo: contra la pared roja, muy abrigado hasta el mismo cuello, demacrado y herido (le engaña de nuevo el espejo), con las mejillas hundidas, tocado con la grotesca gorra, fuma una pipa, no comprende nada, ¿qué ha sucedido? ¡Peor lo que vendrá...!
Antes: un peral... ¡azul!
Pero el racimo violeta, el sarmiento negro, el buen vino (bendito, imprescindible y querido) que ha de sangrar de las viñas verdes, púrpuras y amarillas.
En el otoño el dibujo escondido: el mistral despiadado barre con furia las hojas amarillas y ocres muertas.
Arriba, un cielo azul, un primer plano de arena gris, laureles rosas.
Se mira... ¡este oriental!: "La cabeza está modelada plenamente con la pasta clara, el fondo sin sombras. He almendrado un poco los ojos, a lo japonés" (545).
Lo habita todo la luz, así que... ¡Cuántos hilvanes asoman por las costuras de esos cuadros inocentes e intensos! Se le ve venir a éste.
La luz: basta con el amarillo.
La casa blanca, la ventana verde, el techo rojo: suficiente para pintar de verdad un buen cuadro, sin remilgos enojosos.
La adelfa, venenosa y bella: blanca o roja, es igual.
La silla amarilla, de enea, con la pipa sobre el asiento. Advierte de la presencia fascinante y poderosa del hombre, próxima y genial. El lugar vacío (escribe en febrero de 1890, refiriéndose a ese extraño cuadro) habla mucho de él. La madera desnuda, los ladrillos rojos del suelo, la cachimba junto al cucurucho, y lo más real que no se vislumbra... ¡Qué magnífico autorretrato!).
Un ciprés negro... demasiado alto. Oscuro, y el cielo desciende en pérfidas espirales: aterra al hombre desnudo de aquí abajo, como un mar embravecido espanta al náufrago agarrado a un único madero, sufriendo sin blasfemar por el embate de las olas. ["La pérfida ola..." (Shakespeare, V.H., Hauteville-House, 1864 -Hugo, acodado sobre la balaustrada blanca, junto a su hijo, mira el mar...-. Ese librillo rojo que siempre le acompaña, un crisol de verdad de culturas, pequeño para tanto peso, gran lectura de verano, entre piedras y retamas, el sol y la cigarra, los leves ruidos de la tierra...) 1.2.2006]
Otra piedra [a un lado del cuadro, el de iris y flores color miel] azul turquesa..., y otra en forma de estrella, de un verde muy vivo.
Hoja seca, ocre: fondo rojo.
Otro matorral azul; asomando por un ángulo, rojos troncos de árboles desconocidos, quizas inventados. Una estrecha senda amarilla discurre a un lado: desemboca en el cielo neto y duro, frío, azul cobalto.
Traza la emoción el esquema de la línea roja: una sección áurea que apunta directamente al. (sic) (Y bien: pinta paisajes francamente verdes, francamente azules.)
La gran pintura moderna es un jardín que limita con un cielo de azul apagado: una línea roja, verde y negra; otra amarilla, blanca y azul; otra negra, verde y malva; otra azul celeste, y un punto de rosa anaranjado; una mancha amarilla y blanca, un toque bermellón; dos rayas más: pinceladas de cobre una, y otra de tonos blancos, crema, negros.
La naturaleza, al fin, adquiere los contornos de la mayor de las certidumbres: sé lo que estoy haciendo.
"Yo antes firmaba los cuadros, pero me arrepentí enseguida... Demasiado tonto. Bueno, puse una exorbitante firma roja en una marina, ¡porque quería una nota roja sobre el verde!..." (524).
Unos guantes azules junto a un cesto de naranjas y limones del mismo color.
Qué tema: tétrico olivar.
O: un oscuro follaje [negro].
Es capaz de pintar azul sobre fondo azul.
Dice: "un campo de hierba alta y madura de un tono fauve", (junio de 1890).
"...un muro blanco y un solo árbol."
Un cielo tormentoso arroja sobre la tierra un relámpago blanco que ilumina fugazmente la llanura verde.
Finalmente: troncos azules se elevan de un suelo rojo, una nube verde, el agua amarilla, el cielo espiral... La tierra exhala un grito...
¡Este perdulario en todo...! Menos en la pintura, en la pintura... Y, luego:
Cuervos negros se abaten desde el cielo negro y azul sobre los campos de trigo amarillo.
"En este momento me quedan cinco francos en el bolsillo"
(538).
"...en mi calidad de pintor y de obrero..." (577).
(...)
El tema (la tierra) era suntuoso.
Sólo faltaba el sol con un celo soberbio, una majestad cotidiana, para magnificar su bulto y su corteza fantástica.
Ha trazado en su mente un mapa exacto de las tierras de Montes y sus difusas y arbitrarias fronteras de piedra, de polvo y de agua. Ha descansado bajo la sombra de altos árboles, ha estado perdido entre montañas, tumbado junto al arroyo. Sale y entra por aquí y por allá, por planos y hondonadas, por umbrías y barrancos. Ha dormido en cuevas. Siguió un día el rastro del caracol, ¡qué lejos le llevó esa huella de color desconocido! Ha calmado la sed en solitarios y refrescantes manantiales. Cargado va de nuevas: el bosque es un bicho viviente de ruido (aire, hojas de árbol, el chirrido infatigable del insecto, la algazara de los pájaros, el color furtivo, intenso e inesperado de la mariposa). Mete la cabeza en un entramado de follajes y descubre al jabalí escondido y temeroso en lo más hondo, jadeante y maravillado. Bajo el sofoco del sol de los eriales y secanos vuelan las piernas sobre el pedregal, transitan la senda dura, amarilla y torturada, descienden la rambla muerta de piedras grandes y quemantes, sin una gota de agua. Ya reconoce muchas y sutiles formas de pájaros, sus trinos jocundos. Sabe de plantas. Cosquillea levemente el aire sobre su piel quemada por el sol y... eso basta para que dictamine cual de los cinco vientos reinantes en la comarca señala la veleta negra que remata el campanario de la iglesia.
Después de las duras caminatas alcanza el pueblo durmiente, en silencio bajo la potestad del sol.
Ha hecho del verano la culminación siempre renovada, ha hecho de él su verdadero aposento, el único refugio. A la excitación de la andanza sucede la promesa pueril de la espera. Abre las pesadas puertas de madera de la casa, y un frescor oscuro se estampa en el rostro anhelante todavía, lleno de sudor.
Abierto de par en par el balcón, el aire caliente penetra en la casa sumida en sombras y transmite la peripecia del monte, la dureza de la roca, el agua viscosa del arroyo, el canto de la cigarra, el crujido de la tierra, los colores del mundo. Puede que haya gozo, y el pesar a veces, escondidos en el alma enorme.
Ha descubierto la tierra. Ha enclavado su destino para siempre en las cosas de la tierra.
Está en el tiempo, ha logrado ese milagro. Tiene conciencia de sí y de la premura incomprensible de la vida náufraga deslizándose hacia la nada más patética e inmutable.
Ya tiene la forma del discurso.
(Hojas 257-59.)
(...)
Carga la mochila a la espalda, a la cintura la cantimplora vacía, un sombrero de paja le cubre la cabeza. Está exhausto, y tiene sed. Se ha aproximado a las primeras casas. La calle es larga y estrecha. Sin gentes. El olor a guisos de comida parece salir de los goznes de las ventanas, de las mismas piedras. Casas y gentes, ventanas y piedras están sumidos en una quietud de roca milenaria, telúrica, un estatismo absoluto de color, de trazo inerte. Una vida inmóvil, una imagen detenida en un plano de magia y mudez. El cielo es de un azul hondo. Sólo cerca de la cuesta que conduce a la plaza alcanza a oír algo: el sonido de un televisor, y luego de dos, y de tres.
(...)
"Usted no es Vincent van Gogh", solía decirse sonriendo para sí y mirando a los demás tan absortos en sus asuntos, tan indiferentes a él al cabo de poco tiempo de su llegada al pueblo.
(...)
Por lo demás, escribía muchas cartas. Eran cartas de una extensión poco común, y dos o tres eran perversas.

jueves, 11 de marzo de 2010

Muerte de M. (fragmento 17)

Sin palabras, sin fe, fundirse en la carne vieja, rociarse del polvo de sus huesos, y del hastío de su espíritu, mojar la pluma en la hedionda saliva de los años de aquella inútil sabiduría, crecer de su silencio mientras talla la forma, el recuerdo sin huella, su prodigiosa ausencia de venenos.

miércoles, 10 de marzo de 2010

JOSE GRAU, dibujante - 1914-1998 (8)


1931. Ese arte incipiente del dibujante (arte por puro encantamiento, una fácil ilusión que despierta, tan efímera, el ánimo infantil) se cimienta en el seno de una república ilustrada, festiva de conocimiento y progreso, recién inaugurada en primavera. Más tarde, tratarán de cercenarla de la historia, sin que importe la sangre derramada. En ello la cotizaban. Nunca será lo mismo. El dibujante amaba como nada la república nacida de las calles: una adolescencia y primera juventud hacia adentro de sí mismo, ensoñadoras, y hasta herméticas (siempre sería un hombre tímido, sumido en grandes silencios), pero en el marco feliz de la fiesta política y democrática. Y la república se vendrá abajo como los sueños de humo, una falla de papel pronta a arder en tiempos menos nobles y heroicos. Pero entonces, antes que la sangre y el incienso, un vendaval de cultura, popular y burguesa, airea las rancias estancias de un país demasiado viejo que empieza a desperezarse, a renacer de nuevo. Nuestro héroe, que lo es, al igual que esos que delinea sobre el grueso papel sin dejar el candor en el tintero (no llega a veinte años) anda con paso rápido por las aceras bañadas de sol. Es un joven sumamente atractivo, bien vestido, confía en su talento, ninguna deuda que saldar, y todo lo cree posible, porque el mundo es tan joven como él. El futuro se ofrece halagüeño, sabe que ya tiene un objetivo que se proyecta mucho más allá de lo que es capaz de calcular. Hasta pocos meses antes de su muerte será un amante disciplinado del trabajo que ya ha elegido. Creará aventuras, pues no ha de vivirlas: “Era difícil creer lo que me estaba pasando… Por un azar afortunado, entré en contacto con la editorial a una edad muy temprana, dieciséis o diecisiete años. Mi primera colaboración era modesta, perfectamente olvidable. Y, sin embargo, allí estaba yo a las puertas de la editorial, con las páginas emborronadas en la mano. Era un sábado por la mañana, día de cobro. Entrego el episodio, aún con olor a tinta china, aguardo un momento y, sin decir una sola palabra, me sueltan treinta pesetas en la mano… No daba crédito a lo que sucedía. Aquello era todo el jornal de un trabajador de la época. ¡Seis duros de plata! ¡Por unas páginas! Con treinta pesetas pasaba toda una familia… Yo iba por la calle como flotando por encima del suelo, tocando los duros en el bolsillo del pantalón, diciéndome a mí mismo: pues esto interesa…”

El sol (11)

"Por la noche, charlábamos en el café, sentados a una mesa del fondo, casi en total oscuridad, ante dos vasos bien llenos de vino. Sospecho que, en ocasiones, así disimulaba el hambre. Me decía que."
(…)
Vestía muy pobremente. Ha de ser cuidadoso con los gastos. Veamos: el pago del alquiler, la compra en el colmado, la.
Una taza de leche: un franco; una rebanada de pan con mantequilla: dos francos.
(…)
No me preocupo: trabajo el paisaje y el color sin saber siquiera adónde me llevarán.
(…)
Despuntaba el día claro, sereno y de un profundo azul. El aire era como el filo de una cuchilla.
Brell sale del sueño sumido en total extrañeza. Se pregunta de qué está hecho este aire, esta luz, estos días recientes que nacen de las noches de Montes.
¿Quién se complace en el campo...?
Cielo, verde pálido (651).
Un cielo violeta, centelleante de amarillos aún... (559).
El calor del sol al mediodía incendia la mirada, se seca en el fulgor blanco.
El cielo azul del Oeste se mancha del blanco de zinc, rasga el firmamento sutilmente. En el cielo azul y blanco se agita el aire, un viento enfría la tierra como si viniera de muy lejos sorteando los montes.
Un cielo ultramar... (H.24).
(…)
Blancos retazos, y un agujero deslumbrante de luz dorada que lanza un rayo hasta el suelo, hasta ahí llega. Por detrás de las montañas del Norte hay una pincelada gris, y otra más allá azul y negra, un punto azul cobalto, la veladura siena. Una mancha roja, se torna verde, otra vez roja. Se apaga la luz, un aire oscuro ennegrece hasta la última piedra del pueblo. Estalla un trueno. Pero la lluvia no irrumpe hasta acabada la tarde, poco antes de un crepúsculo sin sol y sin sombras.
(…)
Durante mucho tiempo llovía a menudo de forma torrencial, pero a la medianoche quedaba el cielo limpio y lleno de estrellas blancas, amarillas, temblorosas, como si hablaran de otro tiempo (H.12).
Al amanecer, sólo el sol amarillo está en el cielo azul. Brell contempla con cierta perplejidad todo el aparato inesperado de un cielo tornadizo.
(…)
Este hombre guarda conmigo un parecido extraordinario. Fui a comprar un tarro de miel. Al volver lo encontré apoyado en la puerta de la casa. Le invité a entrar adentro. Puse encima de la mesa el pan del mejor trigo candeal, una jarra de leche fresca, el aceite puro de oliva y la miel. Nos sentamos y comimos. Hemos hablado mucho, muy sencillamente. Yo sentía que todo era perfecto, que nos comprendíamos muy bien (H.114).
(...)
Nada hay inmóvil en la naturaleza. Brillan las piedras. Un cuadro... ¡es tan falso! Hagámoslo real. Sólo es pintura. Esa materia ya es la verdadera. Creo más en esto, en el cuadro, que en una representación por muy afortunada que sea: la imagen quieta, detenida la mentira, los colores cambiados, el sentimiento que bulle y finalmente acrisola la expresión. No se parece a. (¡Y qué!)
(...)
La tierra: me atan a ella lazos más que terrestres (585).
(...)
Imaginemos que Brell:
A primeros de julio miraba los campos de trigo sacudidos por un aire abrasador.
("Volverán a sembrar el trigo verde, rojo, amarillo...", había vaticinado.)
He aquí un croquis todavía no muy definido: dos enamorados, él vestido de azul pálido, con un sombrero amarillo, y ella con una blusa azul y una falda negra, pasean al atardecer junto a una fila de cipreses verdes contra un cielo rosa, con una luna en cuarto creciente de color ligeramente limón.
Espero acabar este cuadro en breve. Me gusta pensar en él, sin saber de donde viene ni adonde va la pareja de...
[Carta.431]: ¡Y yo que tenía debilidad por lo oscuro!
(...)
Una tarde, después del resistero, B. toma el sol denso y amarillote apoyado contra la tapia medio derruida de un pajar abandonado, poblado de maleza por sus cuatro costados. Un lagarto, verde y rechoncho, de una quietud mineral, se agarra al muro de piedras sienas, rojas y grises. Todo está en calma, sosegado en un estío nada iracundo que hace brotar de la tierra los ruidos más serenos. Se consume uno en la paz consigo mismo, poco a poco, asolado por una pereza que se complace en dejar que todo pase de largo, que nada turbe la emoción detenida del instante, la crucial nadería especular que va de un lado a otro, a salto de mata, en una mente en blanco. Los días ya no se llaman, las horas ya no se cuentan. Creación tras creación, la pródiga naturaleza es divertida e inútil: esa protuberancia inmensa, verde y ocre que se eleva y recorta el mismo cielo a puntadas desmedidas es una montaña, y pudiera ser un espejismo. Mira como se vierte el sol en un silencio casi religioso sobre las cosas del suelo, mira como el cielo se incendia con una luz, o con otra luz, o aún con otra luz más distinta, baraja los tonos sin decidirse por ninguno. Qué zascandil el pensamiento alejándose sin vacilar del pasado, de las palabras de más, de lo viejo, sin saber adónde ir, y deje el presente tan vago, tan indescifrable, y lo deje hecho como a medias. Pero el caso es huir, se dice el pensamiento. Cualquier cosa, ahora, se cree B., es más verdad que todo lo de antes. No muy lejos, en la ladera de un monte en la umbría, entre piedras y árboles, afanoso en el bancal, alguien quema rastrojos. Una tenue columna de humo gris se eleva lentamente hacia un cielo blanco y azul, y el aire tibio se impregna de la sustancia viva del aroma del mínimo fuego. Al amparo de una potencia dramática o inaudita (flamea la flor entre los cardos, y morirá mañana; ese revuelo de la mariposa describe la agonía de dentro de unas horas; ha de acabar el día, morir ese pacífico incendiario...) todo es más grandioso de lo que parece: forma parte de una ordenación tenaz y misteriosa. La tapia vieja: zumban las abejas sobre las ortigas, lo baña todo el sol, y el color... que parece hablar.
Todo en la tierra acaba dialogando secretamente con el hombre silencioso.
(...)
B. se adentra en el campo de trigo crecido. Desaparece.
Un trazo ancho manchado por alguna veladura blanca es el cielo agrisado. Una alondra sobrevuela... Unas notas rojas, un acorde inspirado, la amapola como un goterón de sangre, de pétalos tan leves mecidos por la brisa fragante y seca.
Ya que no trabaja el hierro, ¿no podría ser él segador? ¿Para qué pintar? Bueno, no, no, volver a salir del trigal, verlo de lejos. (Y pintarlo... Verdaderamente: "...pintar siempre, agua fresca, aire puro, comida sencilla, dormir bien... ¡y no tener preocupaciones!")
(...)
Es más verano, más fuego y más sed, la ascesis de la colina pelada, del pedregal que la invade, donde la mata polvorienta y rala apenas es verde. Es más verano este pequeño desierto sin pino, de tierra blanca y candente, este yermo quemante que nubla los ojos de sequedad y sofoco. El aire algo gris y luminoso que como una llama golpea el rostro sin piedad, alerta de toda la desnudez de un espacio blanco, de la tiniebla blanca.
(...)
¿De dónde viene? B. se ha parado de golpe. De nuevo el olor a humo de rama quemada, de encina o de olivo. Cae la tarde. Se oscurece la yerba. Por todas partes se cierne la majestad de la sombra. Viene él de lejos, ha errado sin rumbo desde poco antes del mediodía. Está a un tiro de piedra del pueblo, ya distingue una figura que se mueve, algún balcón abierto a la frescura del valle.
Reanuda el andar. Y otra vez se detiene:
Dos grandes cipreses agitan levemente el vértice de sus copas. Detrás de los cipreses, una casa. Observa a un niño que repinta de color verde una cerca de madera. Lo hace con extremo cuidado, como si la pintura fuese un santo óleo. No derrama el pincel ni una sola gota en el suelo de hierba. La empalizada rodea la casa amarilla de dos pisos con antepechos en las ventanas de color celeste. El tejado es rojo; verdes los listones de las celosías. La casa aislada, entre pinos y cipreses, linda con los maizales que se extienden hasta el lecho fulgente del arroyo. El sol de un color de cobre muy antiguo, patinado por el atardecer, desciende muy solitario sobre las viejas montañas del Oeste verdes, oscuras y en silencio.
Mañana se avivarán los colores. La noche clara limpiará la materia, la despojará de rutina. Y al amanecer todo es nuevo, y poco a poco cotidiano, la tierra se irá haciendo más herida bajo el sol, será el crepúsculo y todo habrá vuelto a empezar a acabar.
(...)
...un hombre que con las solas cosas desentrañaba el tiempo, las detenía en la mirada: es un hombre que entiende la luz, y oye los ruidos naturales de la tierra (Hoja 112).
(...)
Se trata de una cuestión de color. Podría decir: ¿el paisaje? Un tatuaje sobre la tierra. No hay ojos inocentes. En cualquier caso, describe lo que no debe, aún es torpe: "... una bruma de color lila, creo, en medio de la cual está el sol rojo, cubierto un poco por un matiz violeta oscuro (...) Cerca del sol, reflejos de bermellón, pero más arriba una franja amarilla que se vuelve roja y azulona por encima, es lo que suele decirse que es el cerulean blue... (C. 225).
(...)
Apresuraba el paso ya cerca de la plaza de la fuente, subiendo y bajando callejuelas. Hasta que irrumpe en ella con el latido brutal en las sienes, fatigado hasta el miedo.
El sudor le abrasa la cara, y le tiemblan algo las manos. No siente las piernas, tanto que andan ellas. Se libra del zurrón, del palo duro y nudoso que le acompaña en las correrías. Casi se precipita al chorro de agua fresca que brota generosa del caño. Bebe a grandes tragos, se moja todo, hasta que se le apaga el tembleque del cuerpo.
Luego, saciada la sed, se echa para atrás el sombrero de paja y se planta frente la iglesia. Respira hondo y aliviado.
Es la hora de la siesta. La luz se extiende como una mancha tan blanca que destierra hasta las sombras. No hay nadie. Allí está él, cumplida a medias la jornada. ¿Qué clase de trabajo es el suyo? El agua repica en la fuente. Ningún ruido surge de las ventanas cerradas a cal y canto. El sol sañudo y de una quietud angustiosa en el cielo despejado, levemente gris, se abate sobre el pueblo apabullado, relumbra sobre las paredes que hieren de luz, sobre el hierro que centellea, hace crujir la pobre madera a punto de arder.
¿De dónde viene...?
B. mira los restos de una antigua inscripción en baldosas cerámicas en lo alto del muro de sillería. Una cruz de madera negra, grande y escueta, desnuda de adornos, está fijada a un lado. La inscripción impone al resto del pueblo sobreviviente el nombre y la identidad de unas vidas caídas en la pelea de la guerra o en la huida de después. Todavía la casa del dios, imponente y desierta, se presta a esos rencores. La historia de este día inerte, parsimonioso, en la paz rotunda de un sol inmenso que empobrece el cielo, se diría que es un ultraje a un pasado de congojas y crímenes horribles e inútiles, a aquel pesar remotamente humano tan baldío y a la postre desprovisto del menor signo de grandeza. El futuro lo ha desmenuzado en sobras irreverentes.
El tiempo de antes... Toda esa piedra sin esplendor, su destino falso, tan desnudo por la luz de ahora, tan poca cosa para un tema, a merced de una ligera cavilación, de una vergüenza pasajera. (...)
No, ningún signo de la auténtica naturaleza delata la época: es intemporal la mínima epopeya de este hombre. Pudo haber sido antes. Pudo haber sido después. La lluvia, el viento, la tierra, el cielo, son los mismos. Ningún color es distinto. Todo es lo mismo, oculto a lo moderno y a lo antiguo. Nada es viejo salvo las cosas, el cachivache, la invención doméstica o excepcional. El sol es el mismo, y los mismos son el rojo, el azul y el verde, el rosa y el violeta... Por supuesto, el amarillo. Dentro de cien años las zarzas tendrán igualmente reflejos amarillos, violetas y verdes... ¿Ha de cambiar la fruta sazonada de la vid, la copa del nogal, la neta esbeltez del álamo? ¿Ha de cambiar la mancha de la mora, el secreto de la miel, la oscura fronda del encinar? El lirio será azul o blanco, ¿y de qué color ha de ser la amapola, de qué forma el girasol? Alguien, probablemente equivocado, andará por caminos de polvo con un lienzo en blanco bajo el brazo y una caja de pinturas y un caballete a la espalda, y pintará el mismo almendro en flor de hace cien años, el olivo de tronco negro y retorcido, la viña roja y el ciprés oscuro, el gran sol del mediodía, una tierra tapizada de hojas anaranjadas y amarillas. Y, sin embargo...