miércoles, 30 de junio de 2010

La memoria

La luna pasa...
Pensar ejemplarmente en los paisajes que nos sucederán después de muertos: las nubes haciéndose y deshaciéndose, los verdes árboles de junio, en el río fugaz huyendo siempre, los dibujos de la sombra en la ribera…

No en las huellas doradas en la arena, no en las voces y las risas y unos ojos que brillaban anhelantes, no en la alegría de aquella tarde y aquel lugar azul...

martes, 22 de junio de 2010

Beatus

Mediodía. Una gota de agua brilla en la fruta redonda. Como un sol
de claros y misterios se hace dueña del plato, barro de luz, conciencia más pura de lo eterno.

lunes, 21 de junio de 2010

Ciudad de eternidad

En el atardecer se sumen los pasos vencidos. Un sol oblicuo y cálido adelanta la sombra de la anónima figura. Tuvo una vez un nombre en esa ciudad de ficus gigantes al lado del mar el hombre que transita el pasado. El cielo, rosa y azul, cambiante y antiguo, parece el de antes. Ahora lo sabe, era el de hoy.

Perdurable es el aire de la plaza ociosa donde se alzan los grandes árboles de antaño. Rótulos de polvoriento cristal aún proclaman los viejos menesteres y los arcaicos comercios olvidados, los secretos ritos de la infancia. Los espejos negros adornan vetustos edificios. Busca su vago reflejo en las oscuras olas del azogue. Se adivina de niño y se descubre de hombre. Descubre las voces y los días, descubre el limpio frescor de las mañanas y las innumerables tardes del estío profundo y las calles encendidas de la noche.

Atraviesa el puente de piedra.
Entonces ve al otro, fugitivo y niño,
alborozado, huir hacia el futuro.

sábado, 19 de junio de 2010

Las dudas poéticas de Rocamadour en sus idas y venidas parisienses del XXI (1)


Toda vez que la propuesta artística contemporánea alcanza una pluralidad tal que resulta de todo punto imposible contabilizar sus logros, sus fracasos o medianías, la aceptación universal de un canon de absoluta libertad se impone desde la mirada menos avisada del aficionado crédulo y la torticera del experto. Es arte todo aquello que proclama esa definición en boca de quien lo perpetra, o la invoca o la hace suya con desparpajo. A fin de cuentas, se trata de expresar lo más esencial de uno mismo y llevarlo a cabo mediante el sentido más democrático de la inspiración o el antojo, sin necesidad de justificarse ante nadie ni acogiéndose a reglado alguno capaz de infligir coerción. ¿A quien se le puede negar voluntad tan inocente? ¿Acaso existe alguien dueño de esa libertad, por lo demás indivisible? Más aún, ¿quién se cree que es a estas alturas quien dictamina lo que es arte o no es arte? Permeable y proteico, el arte recibe la
lluvia-tormenta y aun el diluvio de una invención constante, inagotable, renovable, caudalosa, infinita. El arte ha devenido una combinatoria cósmica sin duda, y cuya miscelánea multiplica sus posibilidades galácticas día tras día. Y no se trata de adosarle adiciones improbables como el fraude, la idiotez circense, el simplismo gamberro o el nihilismo lúdico. El arte contemporáneo ni siquiera es de mentiras. Todo lo que muestra es lo que es, alla prima, sin… ¡artimañas!
Es artista quien así se presenta y de esa manera se entiende, o da voces pregonándolo y se encanta con el eco que cosquillea sus orejas. A diferencia de otras épocas donde la experiencia, la técnica y el conocimiento prevalecían sobre la ocurrencia y lo insolente, cuando ser artista se pagaba la mayor parte de las veces con todo el tiempo del mundo, con el esfuerzo laborioso, con la aplicada entrega del alquimista, con hambre… y hasta con la vida, hoy pocos están dispuestos a pagar un precio por serlo: al parecer, nadie. Hasta ahí podíamos llegar. El artista, hoy, demanda su salario y la cotización que avale la pensión futura, como el conserje o el ferroviario o la secretaria de dirección. En el XXI todo eso suena a antigualla y se halla muy lejos de los quince minutos wharholianos de hace décadas. El arte ha devenido espectáculo de masas y, en la trastienda de los sabelotodos, secreto valor de tasación. El artista ha terminado por convertirse en el actor (peor aún, el figurante) de la función (mañana, tarde y noche). Giacometti fue un artista. Hoy, ya no. Es un activo financiero (104,3 millones de dólares es el precio alcanzado en una subasta reciente de una de las obras del escultor que, hombre tímido y noble del XX, habría regalado al primer amigo que se la hubiese pedido). Vincent van Gogh fue un pintor tenaz y disciplinado del XIX que pintaba a su pesar para los corrales de cabras, para tapar los agujeros en la pared desconchada o a cambio de media jarra de vino pasada la medianoche cuando la pesadilla rondaba su mente enferma: después de su siglo, tan demodé y pasado de moda, fue una penosa referencia para miles de pintamonas equivocados que confundieron el arte con un discurrir cronológico de llamativas alternancias abocado a la catástrofe (nunca la suya personal, por supuesto). Hoy, su lamentable biografía se ha visto sobrepasada por otra mitología multicultural y moderna, lista y calculadora, más acorde con la frivolidad y las solidarias cofradías imperantes en el valioso mercado de cambio del arte de nuestros días.
Hoy, para el espectador anónimo, es decir, la masa que guarda pacientemente cola a la entrada de los museos comerciales (cercano al lavabo donde vaciar la vegija y refrescar el rostro, sin necesidad de abandonar el recinto sagrado, se halla el restaurante donde saciar el apetito con el menú degustación), espesado de citas culturales y abrumado de canales de información, atontado por la maraña inaudita de Internet, creer en el artista-prestidigitador es una cuestión de fe, sin mayores hermenéuticas. Tragan lo que les pongan en el marco, cuelguen del techo o diseminen por el suelo, y pagan religiosamente el catálogo que les meten en una bonita bolsa de papel a la salida de la exposición.
Hoy, ser artista o no-artista es un gesto, una mueca, el nombre de un lugar de citas, el disfraz de la vestimenta o el desdén en la mirada, medianos saberes ocultos en el silencio soberbio o en la carpeta de los proyectos sublimes.
En la actualidad, ser artista es gratis. Como el gato callejero o la nube, pero sin gracia y en venta, con el tique de entrada en la mano.

jueves, 17 de junio de 2010

Eva (IV)


El mejor refugio es el recuerdo (que nada tiene que ver con el pasado).
De aquel día registro una feliz sonrisa en sus labios, el cabello recogido en una cola de caballo graciosa y con garbo, y miraba el agua turbia, algo del cielo azul reflejado en la centelleante superficie, la forma de una plancha metálica a la que ella no dejaba de lanzar medidos vistazos, sumida en el cálculo de su apropiación: el arte está en la mirada, y de lo que deriva de ésta finalmente, lo expuesto, sólo es lo residual, la excrecencia material, en ocasiones hasta lo más prescindible.
Esta mística del escombro hace un uso magno del desperdicio: de sobra sabe ella la sustancia de lo entrópico en un universo cuya huida le aboca a su misma desaparición. Esta guapa y lista cuenta con el aliado del tiempo: a sus obras constituidas por lo más perecedero del material del siglo las concluirá el deterioro inevitable, se destruirán, se harán trizas y, contaminadas por los años y su decurso, se volverán definitivamente invisibles. Ya calculaba ella su desintegración, el final apoteósico de una agonía prevista en el enunciado mismo de su concepción. La ecuación postrera, implícita en su obra, la resuelve lo temporal.
De aquel día, acaso memorable por lo insustancial de sus anécdotas, recuerdo el paseo escrutador entre metales y tierras oscuras, las aguas verdes, a ella raspando la oxidada baranda y recogiendo en el cuenco de la mano la raspadura y el polvo como un tesoro.
De regreso a su taller, escondido en un área de lofts al sur de la ciudad, nos detuvimos en una cafetería tosca y algo siniestra con una luz roja de neón franqueando la puerta, aún en el extrarradio, y nos tomamos un par de cervezas fuertes y muy frías acodados en la barra de latón, bajo la persistente mirada de unos hombres silenciosos y serios, manchados de grasa, que comían y bebían y no parecían comprender nada de nada.

miércoles, 16 de junio de 2010

Eva (III)


Nueva York. Primavera, 1970.
Mira a través de la ventana.
Una luz verde y blanca parece dominarlo todo.
Está sola en la habitación. Una asepsia total.
Está reclinada en la cama, la cabeza apoyada sobre la almohada, y tiene el rostro vuelto a la luz de afuera.
Es una joven mujer calva.
Una moribunda sedente y rota directa a lo desconocido.
Las manos pequeñas, artesanas, poderosas sin duda, arrugan las sábanas, crean puñados de tela.
El bloc de notas y la estilográfica han caído al suelo hace rato, cuando se adormiló un poco. Pero ahora, aturdida, no tiene ganas de inclinar el cuerpo maltrecho, esforzarse desde la cama para recobrarlos. Además, ya ha escrito demasiado en ese bloc. En los últimos meses, aún descifrando los mimbres de la fatalidad que el destino le deparaba, exaltada por la rebelión y la ira inevitables, casi prestaba más atención a las notas que escribía que a la escultura.
El cerebro asesino todavía deja capturar algunas frases, palabras aisladas. Yacente, entrevé el dibujo de unas obras que nunca va a realizar.
Las visiones eran propias, de un léxico que nacía de la entraña rocosa que era ella, aunque las alentaban el soporte heteróclito, el detritus de la técnica. El material era una escritura (a pesar de todo), un alfabeto de pensamientos y ocurrencias destinado a fagocitarse a sí mismo deviniendo metáforas en un proceso de reconversión objetual, un discurso pletórico de laberintos y del recoveco que proporciona el equívoco plural del imaginario terreno.
En el fondo, y lo piensa ahora, que vuelve la cabeza hacia el vaso de agua sobre la mesilla, que no siente ninguna gana de llorar, pero sufre a escondidas en la blancura total de la indefensión, corroída por la pena, sólo la soledad de esa hora, de esa luz ultra que empieza a convertirlo todo en irreal, recrea aquello que la impelía a trabajar en la armadura tenaz de su obra: la luz irreal, la forma irreal, tan desconocida, un tropo que a fuerza de disparates alcanza el místico sentido de lo inefable.
La fórmula arbitraria que sustentaba la obra era una reflexión desde un museo formal compuesto del fantástico basural de materiales de aluvión, y vertía el drama de su conversión sobre el vacío, el cuerpo, la nada. Un biomorfismo que pendulaba entre lo mitológico y lo matemático, la razón y lo gestual. Luego, se adentraría en el no-caos. Para ello tuvo que arrumbar la referencia, la tautología de unas formas siempre enmascaradas bajo mil disfraces. Pura metáfora de lo indecible, puro nihilismo. El vocabulario extravagante de lo trágico.
Por fin, en el instante que estira el brazo hacia la luz, sin fuerzas para nada, sabe que el arte era exactamente eso, una puerta abierta a lo desconocido.

martes, 15 de junio de 2010

Eva (II)


No eran los suyos ojos implorantes. Todavía no; al contrario, la irritación le iba aproximando a la agresión (física, si pudiera) hacia todo aquello que se oponía a la más inveterada de sus creencias. Pero la enfermedad que iba a matarla estaba tan cerca que podía tocarse con los dedos, quizá estuviera ya sobre la piel de su rostro, de una plácida hermosura, a punto de entrar en ella, o ya en ella, dispuesta a revelarse a la luz, esa luz macilenta de cascotes y herrumbre que nos rodeaba.
-No soporto la alusión tan directa -exclamó de pronto-, todo aquello que sea capaz de interpretarse, dilucidarse, reconocerse. No acepto que no tenga a mi alcance algo contra esa maldición, contra esa mierda sucedánea de cualquier forma. En mi obra he de intentar que el resultado sea nada, corporeizar la nada.
-Es inevitable la analogía, el sobreentendido, todo ese fárrago de lo denotativo –afirmaba yo.
-Es un asco –replicó vehemente, y después de un corto silencio (podía oír su respiración entrecortada)-: Ya sé que nos traicionan los objetos, las imágenes y sus equívocos, el entramado grosero de su materia, su función o no…
Secundaba lo que ella decía, pero con un cansancio infinito, y porque entendía perfectamente lo que trataba de decirme la artista. Mi discurso era vago y hasta desinteresado, como liberando del cerebro el lastre de unos pensamientos confusos:
-Los objetos siempre explican algo a despecho de la invención o lo estrafalario de su disposición en el espacio. Hasta la misma materia que los constituye parece connotar lo indecible, lo inexistente.
Se escondió casi del todo debajo del abrigo negro y largo, talar, por poco no rozando la mugre de la tierra.
De la parte del río y las naves destartaladas y ruinosas que se alzaban en sus orillas soplaba un aire helado y turbio en un crepúsculo por instantes más sucio y desolador.
La sirena de una barcaza fantasmal a lo lejos pareció precipitar la noche.
No me miró al hablar, dirigía la vista hacia las grandes moles sombrías de las chimeneas que descollaban más allá de los muelles ya en tinieblas.
-No quiero que nada de lo que hago explique algo, signifique algo, recuerde a algo. No quiero discursos de ningún tipo, ni lenguajes, ni siquiera me hace falta la imagen.
-Pero –repuse-, ese noarte es imposible. Necesitas el objeto. Ese aislamiento, esa selección ya lo concreta, lo define incluso en lo ininteligible.
-Detesto las formas, pero ¿cómo trabajar con ellas desmaterializándolas, reduciéndolas al más completo silencio, a la mudez más asignificativa?
-No existe, y puede que no exista jamás, el arte invisible, que ni signifique, ni sea materia, ni sea objeto, apariencia…
Bajé la vista al suelo. Tenía los zapatos, y parte del dobladillo de los pantalones, embarrados. Toda la desazón que sentía al final de ese día la focalicé ahí, resumía una congoja inexplicable en esos sucios grumos de barro y polvo de hierro.
-Eso es lo malo de las apariencias –dijo después de una pausa-. No sólo nos delatan, también nos disfrazan de malentendidos contra nuestra voluntad, nos llenan de supercherías. –Suspiró, y añadió con voz lúgubre, premonitoria-: A nuestro pesar, siempre terminan por explicar algo que no deben.
(…)

lunes, 14 de junio de 2010

Eva (I)


Lo imaginario no suplanta decididamente la realidad, pero la amplifica neutralizándola: la verdadera máscara es el rostro. Hurga en lo que hay debajo.
El discurso de lo surreal avala tus labores de artista, autoriza el hoyo donde escarbas.
Y puestos en el lugar del sinsentido, defenestramos toda teoría, desdeñamos la proclama sabihonda capaz de prestigiar la nadería.
De ella, esa mirada suya tranquila de ayer horada sin saber el mundo enrevesado de hoy, un mundo que erosionan los vastos desiertos sin ella, un mundo y su caos adonde no puede volver para abolir dogmas y creencias tambaleantes con su propia, personal y poderosa incertidumbre, ni puede describir, ni sentir, ni tan siquiera representar mediante una refutación (ahora absoluta) que niega sin más lo literal, contradecir la misma vida con no-significados, pervertir la imagen con el improperio de lo ininteligible, burlar el arte con la mofa de la nada que discurre entre sus dedos como agua oscura, como la misma vida que de ella escapaba a raudales, sin compasión, bárbara muerte en la luz azul, en la tarde amarilla y quieta, en la pausa negra de la noche, sobre ella una cascada de crímenes por segundo…
Ethos paciente: mira desde cristales y plásticos el futuro que era el presente suyo.
Nos mira tan de lejos... Desde lo irracional: cabalga, por ejemplo, a lomos de la luz de una estrella muerta que ahora después de un millar de años alcanza el cielo del planeta.
Miraba siempre, hilaba aceros o material del XXI.
La mirada tranquila entre resinas, fibra de vidrio, los óxidos.

domingo, 13 de junio de 2010

Ensayos para un estilo (9)

Lo veía, lo había visto todo el tiempo, afuera del restaurante, en el comedor, imprudentemente sentado en compañía de Muñoz Rigaud, Martín Chafer, Grau y Giner (los asténicos de todos los cursos, soporíferos y monosilábicos), los cinco en torno la mesa redonda (¿de qué demonios hablarían?), y nuestras miradas se habían cruzado un par de veces: Ignacio Brell, sólo cuatro pupitres detrás del mío, el compañero sobrio, delgado y serio (seguía siéndolo), autosuficiente y adelantado (a los trece años le descubrí bajo la tapa del pupitre una biografía de Stendhal oculta entre el diccionario de latín y el sectario libro de lecturas del F.E.N.), quien siempre me auxiliaba en los trances más ignominiosos, el que sin dudarlo siempre salía en mi defensa en las explosivas y frecuentes peleas en el patio de recreo. Juntos solíamos regresar a casa al término de las clases, en un paseo lento al mediodía o al atardecer que, sin embargo, nunca fraguaría en una amistad sólida ni alentaría la íntima confidencia. Por entonces, aunque por poco tiempo, los Brell vivían en el mismo barrio que el mío, a un par de manzanas una casa familiar de otra, y al llegar al cruce de san Vicente con Marvá, ya frente a la Finca Roja, nos despedíamos cortésmente, como dos caballeros que acabaran de conocerse y del que poco sabían uno del otro. Liberados definitivamente del colegio, nos cruzamos tres o cuatro veces en algunas calles de la ciudad desde entonces. El siempre con libros en la mano. Al principio nos saludamos con la cabeza, pero en la última ocasión ambos fingimos no habernos visto. No coincidimos jamás en ningún acto social o cultural, y los dos carecíamos de amigos comunes, salvo los conocidos compañeros de promoción colegial que, pronto, desaparecerían a su vez bajo la marea de las consecuciones, los logros y los casorios, las obligaciones y las falsas necesidades de los selectos: hasta que alguna reunión de antiguos alumnos, alguna conmemoración, como ésa, única y ejemplar, veinticinco años de graduación colegial, impresionante, eh, Montaner, quien iba a decirlo, nos congregaba de nuevo, amontonaba a esos desgraciados cuarentones bien vestidos a las puertas del restaurante ya medianamente saciados, perplejos y, especialmente, asustados en su fuero interno, pues el tiempo, peroraba Montaner Ripoll, o cualquier de ellos, quien fuese, todos en realidad al mirarse unos a otros, no se detiene, lo mata todo, acaba con todo, qué extraña sustancia la del tiempo, tan invisible, tan diferente a la materia que nos lo traduce a los ojos, y nos hace consciente de su decurso, del pavoroso poder de transformación que tiene sobre todas las cosas. Crecen, cambian, nuestros hijos, ya son como éramos, y a veces hasta les odiamos por eso, crecen las cuentas corrientes que proclaman las tarjetas de crédito, crece nuestro prestigio, crece la suma de nuestros días, la adición indeseable de años a aquellos niños y adolescentes que éramos, todo se empeña en sumas, un crecimiento metástico contra el que nada, ni siquiera el gimnasio ni el estiramiento del pellejo ni los vaciados de grasa de tu esposa o el mismo divorcio o las coyundas con jovencitas que pudieran ser tus hijas, pueden hacer, y nos resta la vida, una suma que no decrece, hacia atrás y hacia delante, una flecha estirada hasta una nada inconcebible. Lo vi, y era él, pero otro él, con algo a cuestas, pero con otras cosas menos, porque todo lo nuevo, u obsceno y abyecto, o bueno o noble, o reiterado hasta la náusea, también nos arrebata algo de lo que fuimos, lo vi y encaminé por fin mis pasos hacia la figura reclinada, contundente por todas las imaginaciones y cábalas que le debía desde que dejé de verlo y empecé a imaginarlo, se apoyaba ahora contra la pared cercana a la puerta, con las manos a la espalda, aún con un mínimo flequillo encanecido agitado por la brisa reconfortante, desabrochado el botón superior de la camisa, aliviado el nudo de la corbata azul, medio sonriéndome al ver que me aproximaba a él. Todavía eran las palabras de rigor, las primeras preguntas, los ojos escrutadores y al tiempo amables, y Lara Briz, por detrás, con la voz gutural, algo escandalosa, la que ya proclamaban sus años colegiales, chanceaba a nuestra costa, nos señalaba con el dedo, enarcaba las cejas buscando la aprobación de quienes nos rodeaban, la mayoría en mangas de camisa, con la chaqueta al hombro, mirad a éstos, están como siempre, miradlos, parece como si a estos dos nunca les pasara nada. Lara Briz el gordo tenía razón respecto a mí, soy el espectador que observa atentamente la función, cazador de monstruos, y, al final, no aplaude, en cuanto a Brell…

sábado, 12 de junio de 2010

Autorretrato (35)

Ensayos para un estilo (8)

Pude anticipar la culminación de años más adelante, una solapada identidad que la angustia y las confusiones no dejaban traspasar a la luz, una de las aristas de su dionísica sustancia que se perdía entre reflejos más anodinos: evocaba lánguidos cuadros memorables, un tortuoso sensualismo, la pintura lúbrica y mareante, nítido pompier de la carne más atrevida. La leyenda acerca de los otros, pequeña o grande, emerge de un piélago siempre emocionante y tapado de falsos gestos y dispares ocupaciones, discurre por impensables corredores de entretenimiento.
Una alta tensión se desbroza entre el pensamiento y la licencia voluptuosa. El hombre que se perdía en la callada plegaria transgredía vergüenzas y anticipaba delirios más colosales.
Mejor pintura aquella que, sutil o clamorosa, irrumpe en nuestra conciencia y nos procura el placer de la luz atrapada en unos colores de fuego.
Fue una sorpresa especialmente inesperada para mí, pues la visita la había presentido de lo más corriente.
Era un día de setiembre cálido y dorado, y el aire leve parecía adensado de un olor a aromas antiguos. La amiga más extraña (?) de Brell, T.B. [La pintora Teresa B..., de V...], con la que había iniciado una relación todavía inefable, vivía en un piso pequeño, aireado, alto y luminoso en las proximidades de la avenida de Francia, con excelentes vistas al mar. Era un apartamento lleno de plantas de brillantes hojas verdes, ligeras estanterías rojas repletas de libros y lienzos y tablas policromadas sin enmarcar en medio de luces diáfanas y sombras de placidez. Cualquier ángulo en la casa deparaba una sorpresa visual de suma originalidad, atractiva, una encendida muestra de adecuado entendimiento con las formas, los objetos y la referencia estética. Era como si la disposición de los muebles, hasta de los libros alineados escrupulosamente en los estantes, respondiese, en efecto, al trazado vigoroso y reconfortante a la vez de un dibujo muy meditado, capaz de enardecer el ánimo o infundir un estado de gracia.
Acudí a primeras horas de la tarde. Hasta ese momento T.B. no salía jamás del estudio, una antigua nave de suelo de tierra y paredes de fábrica, con grandes ventanas enrejadas, a un par de manzanas del apartamento. Se encerraba allí desde el alba, y no permitía la entrada a nadie. Por otra parte, yo me cuidaba mucho de contrariar una costumbre que era como el oficio inalterable de un estricto sacerdocio. Las manías en la práctica del arte son incomprensibles, variadas, conminatorias, hasta esenciales en algunos casos.
Tal era el pacto con ella, misteriosa y lejana las más de las veces, secreta y hermosa, acaso infantil en las tontas exigencias, y siempre, por así decirlo, donde estaba el amarillo: si para un lado, blanco; si para el otro, verde. Estaba en un punto indescifrable de lo místico. Uno ya podía adivinarlo en aquel tiempo.
Mirar lo prohibido. Pero ¿y si no hay nada prohibido para uno mismo? Antes del arte, está la mirada, la realidad. Toqué el timbre.
El fiasco no previene de la sorpresa buena o mala. Convives en el mundo, entre seres y cosas, entre la lógica, la inocencia y el cálculo, y, de pronto, irrumpe alevosamente un sueño malo que sacude los cimientos de un alma, incluso un punto heterodoxa, aunque siempre aletargada por el hábito, un alma que únicamente alcanza a ser herética sin llegar a la negación absoluta.

Autorretrato (34)

Nota del suicida

Solo en el cuarto del modesto hotel en la ciudad de diez millones de seres.
El sol calcina la tarde.

Qué terrible la grieta donde los ojos se asoman al mundo
perfectamente de la nada, de la muerte de todo.

No veré la luz del día.
Cerradas las ventanas
os acuchillo con los ojos cerrados
.

Autorretrato (33)

Autorretrato (32)

jueves, 10 de junio de 2010

Ensayos para un estilo (7)

Pero le duele el tiempo, y todo lo por venir no es sino una confusa amalgama de ratos y días que le inspiran temor porque no logra comprender su sentido.
Lo que es en realidad cierto en este razonamiento es que, estando en vida, no podemos irnos a una estrella.
En estos días se siente lejano a esa naturaleza que tanta vida ha hecho germinar en él, pero es consciente de su grandeza cercana, aunque ahora hosca, y la fascinación que le produce. Y tampoco puede, en justicia, abstraerse de ella, pues ama demasiado las cosas reconocibles y se halla enraizado bien a su pesar en lo terreno y en todo aquello que constituye el aspecto exterior de la realidad.
Desde la casa escucha nuevos ruidos que no le son familiares, el signo de la cruda temporada invernal y un tenue resplandor desconocido lo aleja del rito y la costumbre de los meses pasados. Le embriaga de melancolía el olor fresco a tierra y a agua. Se adentra más y más en sí mismo, creyéndose a salvo en las galerías de la memoria. ¿Cuántas veces habrá pensado en el niño extraño, misterioso y solo que fue? A media mañana, el humo que asciende de las chimeneas envuelve al pueblo de una fragancia sustanciada de leña de encina, de manzano, de pino y olivo ardiendo en los toscos hogares de las cocinas. La gente ha desaparecido.
De la mano de la luz cernida se abalanza el tiempo implacable, todo lo contamina a su paso, lentamente lo destruye, como un enemigo fenomenal e invisible.
En el aire calmo de la tarde, corta y fría, parece suspenderse una emoción contenida por el orden de los ciclos naturales, el incesante giro de la rueda cósmica que con lenta e implacable precisión inspira una falsa eternidad y tanto burla a la vida.
Luego, de noche, calla todo, y vuelve el sonido del agua, el silencio de la tierra.
[¿Escribir sobre Van Gogh? No, no...]
Son inciertos los caminos de un artista. Y esa escritura innecesaria, que había colmado hojas y hojas, de nada sirve ahora. Sin embargo...
Queda pasmado ante la elección ajena: ¡Un pintor que ama a Giotto, y le percibe mejor que a los poetas...! El Dante, Petrarca..., ese parloteo.
A veces es vana la pretensión. Sigue siendo un artificioso que escribe a tientas en la noche mientras duermen los justos.
[En una de sus cartas a T.B.: "Sólo leo", miente.]
Por los verdes caminos de la huerta, al atardecer, conversa con Beyle. También en la casa, o apoyados tranquilamente contra el ribazo húmedo y feraz, dejando pasar las horas hasta que el cielo se ennegrece del todo...
Pero hablaba poco. Al amparo del viejo, improvisa alguna confesión en voz alta. Tiene, aún, manías de evangelista. Su mala conciencia...
Ese único amigo, viejo (ha de verle morir) y sordo (en nada contradice sus mentiras), le cuenta cosas de inesperada providencia. En ocasiones, le confunde con una conclusión imprevista:
"Lo conté años atrás", suele decir, mirándole de un modo extraño, al terminar el relato antiguo o una historia curiosa. Y B., a su vez, le mira incrédulo. Cuando le interpela ante esa confusión, Beyle le responde con sencilla naturalidad: "Al otro, al que vino antes."
Creo que terminaré por dejar de sentirme solo en la casa, y que, de algún modo, en invierno, los días de mal tiempo, en las largas veladas, encontraré una ocupación que, quizás, me absorberá.
B. invita a Beyle algunas tardes de la semana a tomar una taza de café muy caliente en la casa. El viejo siempre acepta en silencio, como si nada, como si le diera igual, sin mudar lo más mínimo de expresión. Se sientan, se miran, y esperan a hablar. Componen un cuadro raro.
Será mucho más tarde cuando él, que ha aprendido a prestar atención, se sienta a gusto en esa ocupación de anfitrión, embelesado por un relato trabajosamente urdido, entrecortado de silbidos, de un estertor súbito y angustioso. La nostalgia [Pero pienso ahora: ¿no era desprecio?] anima los ojos turbios y blancos de Beyle cuando balbucea el recuerdo de las cosas pasadas. La voz resonante y sin matices le llega a medias sepultada por insospechadas gravedades y mesuras. "No cabe duda que esto es sencillamente la serenidad", se dice escuchando entre los libros, los cuadros pobremente clavados en el bastidor, la carpeta de dibujos, frente al hombre magnífico, cargado de años, que ya prolonga una existencia en la paz más absoluta, ajeno al tiempo, al error, a toda obligación, inmersos los dos en el círculo de luz amarilla y opulenta de la lámpara, mientras afuera brama el viento sombrío del otoño.
El arte en el cual trabajamos sentimos que tiene un gran porvenir todavía... ¿Pero qué dirás tú y qué terminará pareciéndome esto a mí dentro de algún tiempo? ¿Quién habrá sabido de nosotros?
Le cuenta cosas Beyle. El le deja hablar. Del forastero nada quiere saber el viejo. Será que es poca cosa, o eso aparenta. ¿Le ha preguntado alguien de dónde es, o qué es lo que quiere? Sus mezquinos asuntos importan muy poco, o no importan nada. ¿A Beyle? No... ¡bah! El viejo huye de la escarcha, del helor de la mañana, del frío implacable de la puesta del sol. Le gusta verle cerca de él a la noche, en torno a la lumbre. [B.] Solamente le hace compañía, y acaso agregue algo de exotismo, pero muy doméstico y previsible en todo lo que hace y lo que dice. Nada lo revela singular, sólo es nuevo .
Beyle escarba en la fronda del recuerdo, que es una madeja revuelta donde el hilo hace tiempo que anda perdido. Hurga en el monto gris, múltiple y enmarañado de tantas cosas vistas o oídas, lo que le contaron, lo que él vio, o supo. Sus frases entreveradas de emoción a veces, de prudencia siempre, terminan ordenadas con sobriedad. Evoca lo que era sin ornamento, no hay nada sobrante o añadido que erosione la nitidez de un recuerdo que brota fatigoso pero sin malicia ni engaño.
Ante el viejo, se escuda en la simpatía, da por sentado un respeto imposible de calificar, ¿compasión?, ¿encanto? Su deferencia es la del acólito. Acepta esa jerarquía tan tosca de la experiencia vital e iletrada, y mantiene bajo esa égida libremente consentida su libresca cultura de nombres que allí son un gratuito adose a las cosas, algo inútil e inservible. Beyle le podría decir, "¿Para que sirve lo que haces?" ¡Pche! Para un hombre como él absolutamente de nada.
Una noche soñó que Beyle era un árbol muy enraizado en la tierra, y muy viejo: de las ramas brotaba la ronquera. Despertó. Se dijo: "Beyle no existe."

martes, 8 de junio de 2010

Nave

Al alba insomne de una lluvia obstinada, como un viaje indeseado, se precipitan los recuerdos.
Sobrevive una infancia de pasillos moderadamente lúgubres, las calles pobladas de hombres de negro, los perros del atardecer con ojos polvorientos.
Y la voz de la madre desde el fondo de la casa como el aroma de una fruta podrida.

Autorretrato (31)

Corazón

Era la forma violeta de la piedra o la blanca de la nube o acaso la
grieta en el muro o el rayo de sol que brota del metal, evocaba
también el sonido del agua y el aire silbando entre los pinos
y a punto estuvo de cogerlo entre las manos
y jugar con ello, o sopesarlo.

En recuerdo de un poeta árabe

A Oriente el cielo de la noche era prodigiosamente bello, iluminado por resplandores silenciosos de oro y fuego.

Una joven de cabello largo, bella y pálida, se sentaba todas las mañanas en el pequeño jardín bajo la sombra fresca de un manzano y leía un libro de Virgilio mientras las bombas caían sobre la ciudad lejana, al otro lado de las montañas.

Yo la espiaba muchas veces desde la ventana de mi habitación, aquella primavera invitado en la casa del poeta muerto.

lunes, 7 de junio de 2010

Apunte

De un hombre inacabado, que deja escurrir la última gota de sangre, los últimos hilachos encendidos del crepúsculo que enrojan la ventana, la escritura termina siendo sagrada: tiene el tormento, y la angustia.
De un trago vacía el vaso. Detiene el gesto.
Y la tarde... cómo muere.

Autorretrato (30)

sábado, 5 de junio de 2010

Ensayos para un estilo (6)

(…) El es el tipo que oculta en la apariencia mesurada un ogro que suele rebuscar en la más inconfesable de sus dimensiones la lujuria secreta, la obscenidad total y catártica. Un tipo bien vestido (pero informal, ese estudiado desaliño del adinerado, ropa de exquisita textura en su desenvoltura, cara), pulcro, atractivo sin duda, aseado, y en la limpieza matinal de la mañana, en la hora inofensiva, todo parece girar en torno a la esencial pregunta de mientes para adentro: ¿cómo fue aquel tiempo, sus ordalías, los tiempos de M.D.? (...) envueltos los dos en una atmósfera de aturdimiento, humillación recíproca e irresponsabilidad que hoy cuesta entender, habitantes anónimos y de paso furtivo en la sombría buhardilla que daba a un patio de luces estrecho y maloliente, trémulos tirados sobre un camastro sucísimo, quejumbroso y comunal, una polvera colectiva de horario concertado entre otros empobrecidos como ellos dos… ¿Sabes que desaparecen las clases magistrales? Ridículo parlanchín pariendo imperturbable con expresión fingida sutilezas semánticas, anacolutos improvisados con voz hueca. Alentemos la investigación del propio alumno, el debate, el trabajo alumnario en equipo, que sean ellos los ridículos, bueno, eso es algo que los profesores de Bellas Artes hace tiempo que auspician y por lo que se dejarían la piel, en el fondo prácticos con débiles teorías, pero ¿y él?, ¿qué será de sus alumnos dóciles e iletrados sin los apuntes, la cháchara profesoral, inútil y olvidable que les endosa escéptico y sin ninguna aprensión? Cambian las denominaciones, los planes de estudio, y las licenciaturas universitarias no serán sino un mero diploma sin el menor interés, una prolongación del instituto masificado, habrá que financiarse cursos de postgrado en las oficinas bancarias depredadoras y recelosas, condenados a caros másters inventados con celeridad de converso reciente que supondrán nuevos filtros universitarios, nuevos pagos, ataduras prorrogantes, ahora que todo el mundo inunda por doquier los campus, hasta el hijo de mi mayordomo, la hija de mi palafrenero, compliquemos un poco más las cosas, la facilidad siempre es enemiga de la calidad aristocrática, chocante democracia abusiva de la enseñanza, ¿no están las becas?, fíate de tu gobierno que cuida por tus ancestros, por ti mismo, esa pandilla adinerada de politiqueros profesionaleste proporcionará el pago de la entrada al espectáculo de la dorada juventud rubia de soles y cervezas, de selectivas maestrías. M.D se rasca delicada y suavemente con un dedo (el corazón) la mejilla izquierda, le mira sonriente, y a él hasta se le ocurre que coqueta, malévola, como si aún dispusiera del cuerpo grácil, fresco y escurridizo, muslos túrgidos que invitan a la lamida, al mordisco labial, al ariete enhiesto hasta lo más oscuro de su cálido agujero, ha colocado las gafas de sol por encima de le frente, sujetas sobre el cabello revuelto, bien lavado y perfumado de suave acondicionador, una cuarentona desquiciada por la edad, el reverso de lo que fue apoderándose de ella, la carne gastada, la piel mancillada por el color y el estigma menudo del tiempo en forma de pecas y máculas, pero también prisionera de las frivolidades de la enseñanza académica y los tejemanejes universitarios que obnubilan su bienestar y la enrabietan más de la cuenta, bien cebada y siempre ahíta, con la casa de las afueras llena de muebles de Ikea y libros de Taschen, algún cachivache de teca y cristal biselado importado de Java, ella es una obra gráfica, se descubre pensando mientras le devuelve la sonrisa silenciosa, adentra con la mirada en sus ojos lacustres aunque un poco muertos ya de tedio y las odiosas premoniciones de la enfermedad acechante, un derrotero minimal entre objetos, personas, intereses zafios e incomprensibles al cabo de los años, que desemboca las más de las veces en un interrogante plano frente el día que se vive, esa luz omnipotente de la jornada entre alumnos, delicatesen y capuchinos en el inevitable starbuck de la esquina, diluyéndose a pesar del libro en el sobaco hasta ser tragada por la noche cansina e inesperada, pero hay que seguir, hay que luchar, poder más que ellos, los enemigos de siempre, aunque no se sepa muy bien por qué ni para qué: lo que no entiendo no me sirve, los que no me entienden están contra mí, sé lista ya que no inteligente, selecciona aquello que allana tu camino (tus dotes histriónicas, tus fingidos desmayos de doncella, la promesa del cuerpo aún deseable para tipos hastiados de sus parejas o los trastos domésticos de sus esposas) entre semejantes, inferiores y sacrificados espíritus superiores, el decano, por ejemplo, algún vicerrector, el mismo rector, hasta el mismísim@ ministr@ de educación, ya que en éstas estamos, sirves para eso, y tales enredos te salvaguardan de cualquier podredumbre… ¡a estas alturas, perfumes y dietas contra el cuerpo cuarentón!, se descubre de pronto censurando Brell, el Profesor. A lo que puede uno llegar. Es una acuarela que el paso de los años terribles ha diluido en una amarillez invasora por todo el mapa de la piel estragada por mil potingues, una languidez interior sólo sacudida por un carácter rabioso, adivina su cuello escondido bajo el accesorio de un pañuelo rojo, la epidermis arrugada, marcada de pliegues… Ella, también testigo de él, ya no cómplice, ni amante, ni amiga…, testigo nada más en la venganza y el fiasco del tiempo, compinche. La tiene a su espalda, alejándose cada uno por su camino, una a la gruta y los laberintos de muros y pintarrajos de adentro, a la espesura que ha acabado por estafar a los dos, el otro vacilante aún, a dos pasos del exterior, a punto de que la luz de afuera, brutal, de una primavera sin reservas ni melindres, lo exponga desnudo, lo delate en la claridad del aire más huérfano todavía por la crueldad del recuerdo y las fisuras de un pasado latente. Pero ya afuera el sol le obliga a entornar los ojos, se detiene un instante frente a los escalones que descienden a una de las minúsculas aceras del campus que serpentean entre las zonas más holgadas del césped, cruzadas por varios grupos de desaseados con bastidores y lienzos en las manos de aquí para allá, ajenos a él, que está confuso, como si temiera caer, como penetrando en la marea descarnada y explícita de un sueño, en su crueldad acogedora e inquietante, donde la angustia abraza como el agua, quizá inofensiva sangre, los ritos más temidos de la sangre, templada la sangre en las sienes que palpitan, una pasión, dudando si seguir adelante. O no. Estar ya en las ruinas de ese mundo que atrás de él cae en pedazos entre un polvo de óxido, antiguos hierros y piedras de ruina. Afuera teme tambalearse, pero erguido, apuesto, farsante, con la seguridad del estafador experto, camina, conduce sus pasos con mesura, hacia ella, a la que descubre sentada en la terraza bella, seductora e irrenunciable bajo el sol nuevo de todas las promesas.

El escolar muerto

Un aire ausente que le hacía habitante de un tiempo mucho más allá de aquel cuando yo lo miraba una y otra vez a hurtadillas en la algarabía del patio de recreo o en el silencio del aula con olor a lápices y papel o tal vez camino del colegio con la cartera en la mano en el amanecer de invierno con extrañeza y hasta con temor como si no existiera realmente,
como si hubiera viajado desde el sueño que hoy me lo recuerda en el dos mil diez con las nieblas, los fríos, las lluvias del cincuenta y tantos.

viernes, 4 de junio de 2010

Poéticas - L.A.B. (27)


El cuerpo como sintagma, como recipiendario principal de un lenguaje visualizado desde una conformación plástica que asienta su mayor credibilidad en lo que de representacional conlleva la propuesta en relación al muestrario inagotable de la naturaleza, inclusive, asimismo, en aquellas proposiciones lindantes con la experimentación.
Es un hecho evidente que lo formal, la belleza o no-belleza de ese objeto único, desnudo corporal/desnudo artístico, prevalece sobre la invención “deconstructiva”. Estamos en realidad ante un pretexto más, independientemente de su valoración inicial como referente, para una plasmación artística. La única abstracción posible es nuestro estupor, el revuelo íntimo que nos provoca la tentativa de perfección en sí, más allá de lo visible e inteligible de la naturaleza, el asombro ante una forma de arte que, sin excluir nada, reinventa la mimesis a partir de presupuestos plurales en busca de una "belleza técnica".
La épica del desnudo, bien desde el severo escorzo, lo deformante o la lasitud subrayada por la dulce somnolencia del modelo, revela la impronta de un arte que invoca en todo momento su veracidad artística para, alejándose de la idealización, recabar un concepto más de armonía estética.

jueves, 3 de junio de 2010

martes, 1 de junio de 2010

Ensayos para un estilo (5)

(…) adiestrar a cualquiera de esos pequeños diosecillos juveniles que transitan distintos y tan iguales a todas horas por el campus, hoy límpido y claro, de una sensualidad que parece flotar en tal medida que la mata a esta mujer que espera y la hace entretenerse en imaginaciones, observa sin disimulo la riada de alumnos que se desperdigan en todas direcciones entre las luminosas fachadas de las diversas facultades que bordean el paseo central, que los engulle o los vomita en cantidades curiosamente análogas, y todos ellos son sus referentes, el alimento que defeca su trabajo bien pagado, sus andares y gestos y frases modélicos, sus vestires, sus miedos y sus sueños, sus amores y sus perezas, su sexo a medio hacer, sus contadas monedas, sus borracheras del finde, y algunas secretas trapisondas de los más iniciados, algunos escondites morbosos del espíritu de los atormentados, pero su frivolidad general, sus desapegos, su juvenil indecencia, su descaro todopoderoso y desquiciado proveniente del chocolate o la maría, todo ello el repertorio casi infinito del que cuajan sus personajes de guionista especializada en adolescentes o jovencitos todavía enrabietados por el acné y otros asquerosos granos. ¿Qué sería de ella sin ellos? Atrapa sus miradas, sus locuciones antojadizas, la jerga y los palabros de moda, los giros idiomáticos tribales, sus ansias actuales y su confusión todavía infantil a pesar de sus edades veinteañeras, su total aturdimiento disimulado por el gesto brusco y el silencio hosco. Pero la guionista vive de ellos, de ellos brota la pasta que engrasa su mundo de regalías. Esos la visten y protegen su bienestar. Palabra de consejero delegado que bien le recordaron en la primera entrevista: “¿Piensas realmente que son tus folios los que te dan de comer?... ¡Por favor! Es la publicidad la que nos mete el dinero en el bolsillo. Es eso lo que vendemos, los programas es la excusa, y no la más inteligente u oculta. Toda esa chusma aburrida frente el televisor es la que nos mantiene: se aletargan unos de día y otros de noche, cada uno con su horario, su ocio, su edad o su dinero conforma el target comercial a batir, la diana entre ceja y ceja donde meter la bala del dispendio entre el cosmético o la marranada de yogures, consume lo que le pones debajo de las narices y de tanto en tanto entre anuncio y anuncio asisten a esa fétida trama de culebrón que también paren tus folios y tu desvergüenza. Lo que no saben es que la prioridad, lo televisivo, ya es sólo la oferta publicitaria.” ¿Entendió bien la escritora su función? ¿Ha comprendido que el héroe o la heroína ficcionales son los perfiles que persiguen los anunciantes? Y tanto, a ella toda esa martingala le venía como un guante. Distinguió a la primera la endiablada y sutil diferencia que distinguía un share de un target. Y en ese momento que lo piensa le parece tener frente a su cara, a escasos centímetros de su piel, ahogando la sensación de plenitud vital que experimenta, el rechoncho coordinador de la serie, un armario homosexual con pies aún no declarado el sabrá por qué (sólo debe temerse a sí mismo entonces), quien logra al cabo de disputadas sesiones dotar de sentido unos parches narrativos elucubrados por separado, la infame retahíla de anzuelos: quien se encarga de las madres, quien de los padres, quien de los trabajos y profesiones, el especialista en tramas y enredos, el inventor de situaciones, el que sugiere la historia aún deslavazada, quien de los hermanos, quien de las parejas y amantes, quien de los lugares de secuencia, los campos y escenas, quien de los diálogos de ellos y quien de los diálogos de ellas y después de todo esto, los anunciantes que sostienen semana a semana las filmaciones y deshacen tramas, imponen bebidas, porquerías biodegradables o alimentos sintéticos, dictan usos de vestir, zapatillas, botas y botos, ordenan modelos de automóviles, deciden centros comerciales, discotecas de moda y hasta mandan muertes y calculan edades, prodigiosas resurrecciones, inesperados regresos de protagonistas de vuelta de algún otro contrato. Pero ella, sólo ella, diseña adolescentes, nacen de un croquis mental, los boceta y define al final una perfidia camuflada de entretenimiento, es una diosa, mejor todavía: es dios, por ella viven, se sostienen acartonados pero ahí están su desquicio y sus conductas explosivas, su inventiva les ha inflado el aliento, es dueña de su carne y su espíritu, los crea y los acopla al conjunto de los demás personajes y los lances de sus humanos derroteros, los hace hablar, pues nunca piensan, ella creadora…, pero los viste de acuerdo los mandatos de quien financia, teledirige la música que escuchan idiotizados conforme unos parámetros siempre intercambiables, pues nada hay tan voltario como la decena de temas en candelero que seleccionan las discográficas, los lleva a locales de una modernidad preceptuada, los conduce donde el dinero obliga, los acuesta con unos o con otros, los enfrenta o los enamora, de ella son víctimas o victimarios, los hace estudiantes o incestuosos, atrevidos, delicuentes, mojigatos, hijos de papá o carne de cañón, putas niñas, chaperos codiciosos, bastardos o aplicados o simplemente jóvenes, su gracia especial. “Estás metiendo marcianos en la serie. Hazlos raritos. Con eso basta”, le espeta el miedoso bujarrón sobrado de alcohol y grasas, siempre pendiente del cóctel peliculero más audaz aunque no transgresor realmente (con crudeza), sólo eficaz para escandalizar a horas convenientes a los honrados padres de familia, a ellas derrotadas por el cansancio del día y escondidas en sus batas con olor a cocina y a ellos desparramados en el sofá nocturno, con los restos de la cena de bandeja delante, las arrugadas servilletas de papel, mutilaciones y restos diversos de pollo rebozado o costillas grasientas en el fondo de los platillos sobre la mesa baja sin recoger, el cristal pringoso de los vasos, una ristra millonaria de cabezas de familia en pantuflas que de nuevo empiezan a necesitar una ducha y un buen afeitado, que ocultan como pueden (…)

Autorretrato (28)