sábado, 30 de octubre de 2010

Bendición de la tierra

He bajado de la montaña.
Brillaba la luna como una lágrima, a todas partes me seguía.
Un ejército de sombras guardaba el regreso a casa
donde esperaban el libro y la lumbre, la pluma, la página blanca,
el perro a la puerta y el caldero pegado a la llama,
el vaso, la jarra de vino rojo, la hogaza de pan,
el cuchillo y la cruz sobre la mesa.

viernes, 29 de octubre de 2010

Encuentros (1)

¿Y esas repeticiones, ese afán por seriar una y otra vez… En la repetición del absurdo…
E.: golpéales antes dos veces, tres, las veces que sean necesarias, y luego dejas que la imagen penetre en sus cerebros como… como una bala, ¿recuerdas?
No hay nada que justificar, y mucho menos que explicar. Y, sin embargo, es necesario hacerse oír… Quiero decir, repetir las cosas. Sí, eso es. Las amplifica. En otras palabras, si algo es significativo, tal vez sea más significativo dicho diez veces… En el lado opuesto, diría que si algo es absurdo, es mucho más absurdo si se repite. Es, digamos, exagerar una idea, cualquier sentido que ésta encierre.

Y, por Dios, no me vengas ahora con eso de una rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa.

Algo tiene de obsesivo, pero también de precario esta forma de insistencia. E., al final, ya en sus últimos meses de cabeza rapada y mirada desvalida, entre cirujanos y cristales, comprendió que no necesitaba ser artista, ni poeta, para justificar que estaba viva. Pero… era que moría.
“Ahora sólo quiero vivir. Ya no es como antes.”
Después de su primera operación, se lanzó con ganas a su obra en ciernes. La cuminó con éxito: Justo después. Y, luego... hubo una segunda operación. Y una tercera. Y, entonces: “Sólo quiero vivir, ya no tengo necesidad del arte y sus zarandajas…” Pero murió. Y, como diría el gran Hem, estuvo muerta.
Seis meses antes.
Cuando su extraño humor lo cree conveniente, Yeats permite que los jóvenes poetas lean sus propuestas poéticas entre las viejas estanterías y columnas de hierro negro forjado de su librería. La mayor parte de ellos son arrogantes y bellos, elegidos por los dioses… durante unos meses. Suelen leer sus laboriosos plagios (en gran medida inconscientes) con desparpajo a veces, siempre con solemnidad. El parto de los montes. Sólo les reconocí humildes y cariacontecidos, hasta viejos, el día que Anne Sexton, entre el humo de sus propios cigarrillos y la bruma del whisky girando en su cerebro, las piernas al aire y su mirada persuasiva dio una lectura memorable en el local atestado de curiosos, poetas aficionados y ladrones de libros que Yeats procuraba mantener a raya. Sexton… En cierto modo, ambas E., y la poetisa, que llegaron a conocerse (y creo que bastante más de lo que puede sospecharse), fraguaban una terapia creacional basada en un ego malherido o, en su contrario, monumental: trasegaban, la una con objetos, y la otra con palabras, con la metonimia intelectual de sus propias vidas. En Sexton, aunque lógicamente la elusión alcanzaba un mayor grado de uso debido a la legibilidad de su medio expresivo, el inteligente armazón nunca propicia que el yo alcance a desnudarse del todo, ya que la misma crudeza de sus versos logra desviar la referencia directa lejos de su autora; en resumen, universaliza su biografía de tal manera que la confesión nunca delata a quien escribe. Ahí radica su atractiva complejidad. E., aun sin deliberación, con menor complejidad por tanto, pues no precisa del encubrimiento, puede disfrazarse mucho mejor en los símiles plásticos que erige, tan difíciles de descifrar; sólo en los materiales de elección podía colegirse algún sustitivo plástico que encarnara su temores, fobias y debilidades.
La tarde del 28 de octubre Anne Sexton entró en la librería de Raymond Yeats como una ama de casa que viniera en busca de un libro de cuentos para niños, lanzada al interior por el aire dorado y otoñal de afuera. El recital iba a celebrarse a la seis de la tarde, pero sólo eran poco más de las cuatro cuando apareció en un traje blanco muy ceñido, una sonrisa muy dulce y un bolso de charol con todos sus pecados dentro colgado del brazo. Cruzó la puerta equilibrando su figura en unos zapatos blancos de tacón buscando con la mirada a Ray, que se hallaba de pie tras el mostrador. Como de costumbre, yo me encontraba en el lado de las revistas; como de costumbre, de cuclillas escarbando como un arqueólogo fetichista algún ejemplar atrasado del New Yorker o algún Saturday Evening Post con un cuento olvidado de Fitzgerald o de cualesquiera que fuese por entonces habitante mitológico imprescindible de mi Olimpo americano (Faulkner, Salinger, Cheever, Bellow, O’Hara, la Parker...). Yeats levantó los ojos del algún papel y los volvió a bajar como si nada al verla entrar. Emitió un gruñido a modo de saludo y, luego, sin mirar a la mujer, soltó a bocajarro:
-¿Aún no estás borracha, Sexton? -Yeats, terapeuta psiquiátrico a deshoras, conocía de sobra a la mujer. "¿Dónde demonios esconde ésta la petaca? ¿Debajo de las bragas?"
-No lo bastante para volver sobre mis pasos y largarme a Boston, librero barato.
Dudaba si debía ponerme en pie y saludarla (no la conocía personalmente) o permanecer donde estaba, invisible. Al final, fue ella la que se acercó. Sabía de mi relación con E. Bastante azorado, me apresté a la conversación. Muy pronto me hizo reír. Y treinta minutos después apareció por la puerta E.
Ambas se miraron mientras se les humedecían los ojos.
Se abrazaron entre sollozos, pues a E. ya la habitaba lo funesto.
Vive o muere.
Esta mujer alta, de ojos intimidantes, carnosa y huesuda a la vez, de rostro devastado, ha empezado a leer, y la voz, apenas modulada, brota de un acto desesperado que nadie es capaz de ver y todos perciben en el poema terrible.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Historia de la bohemia

Brisons la coupe de la vie;
Sa liqueur n’est que dupoison.

R
ostro de alcohol y bruma (cuanto sé de él) en su final de ahorcado, la figura baja y oscura y los ojos de cristal ya muertos huyen de su propia anatomía. Los pasos vacilantes, camino de un frío callejón de piedra y hierro de un París sin elegancia. Respira el aire negro de la noche, se ciñe la soga al cuello (cilicio definitivo).
Versos en la memoria aún, y la mueca de desprecio por las pasadas plegarias, por las bondades calladas. Aquel cuerpo en pena que tanto distrajo su alma en vilo se deja caer en el vacío, autopsia sin hilos, hoy marioneta de la dorada
y mentirosa infancia.

lunes, 25 de octubre de 2010

Número 8 (rojo sobre negro)

1969. Finales de invierno.
E., sin ningún indicio previo que lo anunciase, ha enfermado, y espera de mí que haga de acompañante en una misión algo deplorable. Casi lo suplica, pues entre judíos anda el juego. (No sabíamos, no sabemos nunca, nadie, cómo la fatalidad nos acecha invisible, dispuesta a saltar sobre nosotros como una bestia silenciosa, inexorable, de entre sombras también invisibles. Inmersos en la jungla de la genética o el infortunio, tras las bodas oficiantes con la vida, al cabo la muerte…)
Transcurrido el tiempo, enfrentarse a unos hechos dolorosos ya acaecidos, e incluso peor, compararlos con el presente, resulta desolador por el sentimiento de compunción que nos asalta. Fundamentalmente porque, sabiendo lo que venía después, esa mirada retrospectiva te vuelve conformista con la providencia, aún eres capaz de creer en la bondad de aquellos hechos que, en lo esencial (sobrevivir), tal vez no te produjeron ni un rasguño, apenas te rozaron: tú salías indemne de ellos, ninguna agresión, ni siquiera aquella más horrible, la muerte, advenida a un ser querido, pudo contigo. Te salvaste mientras otros eran abatidos y cobrados como piezas de caza por una naturaleza insensible hasta la abyección. Eres el que recuerda, amanuense en el tiempo, eres el que está vivo, el cronista superviviente de los males o las venturas que atrás quedaron. Y aquí estás en el futuro traduciendo con palabras el pasado y los días y acontecimientos de los lejanos años, aquellos que ya no van a poder agredirte salvo en la memoria. Añoramos u olvidamos el pasado porque ya no nos daña; tememos el futuro por sus asechanzas y lo inescrutable de su avatar, ése el final de todo que se oculta agazapado en la rueda de los días y que, necesariamente, sólo puede llegar con él más tarde o más temprano.
Habíamos quedado a comer (una semana antes, ignorando lo que se avecinaba, festivos celebrantes de la pausa sagrada) un domingo frío y lluvioso, en el apartamento de E., con el librero Raymond Yeats, que había declinado la invitación la misma noche del sábado alegando ambiguos motivos personales que nunca fueron esclarecidos, y una artista retocadora, Helen Rainer, una de sus amigas íntimas, profesional del diseño gráfico (The New Yorker, Vogue, French Window…) y compañera de E. en la Escuela de Artes Visuales de Yale que no se retrasó ni un solo minuto. Traía un excelente vino blanco, que me apresuré a guardar en el frigorífico, y un tarro de frutas escarchadas. A lo largo del aperitivo, Yeats se convirtió en la diana de la conversación. Hasta la flecha más descabellada apuntaba hacia él. Nada de malicia había en ello, pero los comentarios y hasta alguna información sorprendente salió a relucir de manera paulatina. Rainer estaba muy familiarizada con el entorno de Partisan Rewiev de los primeros sesenta, donde conoció a Yeats, y sabía de buena mano un buen puñado de anécdotas acerca de éste. Una de ellas revelaba que, al hallarse Yeats muy próximo a los más conspicuos representantes de la pandilla de Ferlinghetti y Ginsberg habría sido testigo y actor de incontables lances y chascarrillos. Según se contaba, el librero habría elaborado un final adecuado a la novela incompleta de Gary Hemmings que éste había escrito obsesivamente bajo los puentes de París antes de suicidarse en Wyoming. Pero a falta de una comprobación pública, contrastada, esto podía responder a una de las múltiples fábulas que rodeaban a Raymond Yeats. Otra de las leyendas, quizás no espuria, certificaba la solvencia de Yeats en relación a su categoría literaria, algo de lo que apenas tenemos pruebas manifiestas, pues el librero neoyorquino es el clásico “escritor de manuscritos” y se halla muy lejos de lo que podríamos denominar “la cocina de la publicación”, mercantil y fatigoso colofón, por así llamarlo, de la labor creadora y que no garantiza nada de nada. Se daba por hecho que él y Ginsberg se encerraron durante una hora en los lavabos de la Six Gallery ultimando los poemas de Howl antes de la tumultuosa lectura. Lo que al parecer separó a Raymond Yeats de todos estos amigos ocasionales fue algo de lo más sorprendente. Conforme escribe años después en sus memorias Linda Holmes, Dust Nights (Clouds, 1977), aquél le confesó una tarde que estaba bebido que había llegado a odiar a todos aquellos santurrones “drogados por el maldito Zen y todo el falso misticismo de mochila del que hacían gala, follándose a cualquiera que se les pusiese por delante, hombre o mujer, e incluso a sus señoras madres, como en el caso de H.” (Vid. p. 156). Sencillamente, un día ya no pudo soportarlos a todos ellos, excepto a Corso y Ferlinghetti, “los únicos que sabían realmente lo que era tener un maldito libro entre las manos sin ensuciarse en él” (Vid. p. 178). Cerca de la media tarde E., que apenas había probado la ensalada de queso y unas pocas migas del pescado, se sintió indispuesta, febril, y decidió meterse en la cama. “Es un enfriamiento, nada de importancia”, sentenció tajante. Durante un rato consintió en que le hiciéramos compañía en torno a la cama, bebiendo el resto de la botella de vino. No me hubiera ido jamás de ese lugar, escueto de mobiliario pero con el adorno descuidado (E. odia la simetría casi tanto como lo “bello”) de unos pequeños cuadros, de un reduccionismo formal fascinante, colgados al tuntún en la pared y unos mínimos rimeros de libros sobre la moqueta del suelo a punto de desmoronarse. La luz inteligente de la lámpara de mesa, tan confortable, bien elegida, tamizaba los rostros y los objetos de un decorado íntimo que propendía a la absoluta serenidad. Con el vaso en la mano, en medio de aquellas mujeres jóvenes, artistas, excelentes conversadoras y el monótono vaivén sonoro de la lluvia de afuera cayendo sobre las aceras inhóspitas, el tiempo moroso, suspenso en un spleen irresistible, convocaba el ensueño. El problema era que esa tarde debían acudir las dos a casa de otro amigo del grupo de artistas y profesores invitados de Yale. Se habían comprometido en firme, y no podían eludir la cita. El y su mujer se hallaban en una situación difícil, crucial para su relación de pareja. Tal vez una charla entre todos ellos contribuyese a apaciguar los ánimos. La solución más fácil ante el impedimento de E., la ausencia de Yeats y el temporal calamitoso de afuera era que aceptase convertirme en caballero acompañante. “Es ridículo”, me defendí inútilmente, “se trata de una conversación que exige la plena confianza de los interlocutores. Soy un extraño para esas personas, a las que, por otra parte, no he visto jamás.” Los remordimientos de E. eran superiores a esa lógica discreción a la que yo apelaba. Se negó de plano a aceptar mi reserva. “Todo esto me parece en extremo inconveniente”, dije, pero la decisión de E. era ineluctable. Con una sola mirada y una medio sonrisa me suplicaba sin palabras el acatamiento. Me vi forzado a admitir mi condición de acompañante, un gregarismo que finalmente resultó grotesco y, como era de prever, fuera de lugar.
La lluvia era incesante, racheada, fría, y el helor cortante de un viento inclemente, inflexible y difícil de soportar, se estampaba contra los cuerpos indefensos. “Odio el viento, lo odio con todas mis fuerzas”, exclamó Helen Rainer al salir del metro en la tarde dominguera prematuramente anochecida, agachando la cabeza dentro de la capucha frente las embestidas de un aire loco, imprevisible, que lanzaba contra nosotros la lluvia desde todas direcciones. Pero el clima de esta ciudad no admite la templanza. No hay tregua. Ninguno de los dos conducíamos, y habíamos descartado la idea del taxi por razones económicas. Un invierno durísimo (que debió ser el del 68/69, diciembre tal vez, o quizás ¿fue febrero? sí, ahora recuerdo, a primeros de febrero del 69, en Brooklyn, en una de las callejas mal iluminas de Midwood). Con helor navajero, brutal, recorrimos un par de manzanas hasta que llegamos entumecidos a un chaflán oscuro donde se alzaba la casa de piedra (muy deteriorada a juzgar por lo poco que me fue posible ver desde el exterior) de dos plantas con una ventana ovalada en cada una de ellas de D., un pintor holandés que en breve tenía el propósito de emigrar a Israel. Su mujer, budista recién conversa (antes judía y poetisa hermética en yiddish), de una gordura morbosa, ojos saltones y boca agria, no iba a acompañarle, al menos eso declararía más tarde con terca vehemencia. Días antes había estallado la crisis matrimonial. El pintor holandés era amigo de E. y Helen, del grupo de Yale. Ambos, la mujer y él, pero especialmente la mujer, buscaban el auxilio de E. y la Rainer, algún tipo de solución brindada por aquéllas frente la ruptura que se avecinaba, quizás definitiva. Subimos a la segunda planta por una estrecha escalera de hierro, pues la primera se había habilitado como taller de pintura, mientras nos sacudíamos de encima el agua. Después de las presentaciones, tensas, entre educadas pero obligadas sonrisas, la mujer y Helen tomaron asiento en uno de los dos sofás de color beis encarados en medio de los cuales se interponía una mesa redonda de madera oscura, sin nada absolutamente sobre ella, y comenzaron a hablar en voz baja. Yo me senté en el extremo del otro sofá, junto la pared opuesta. La luz eléctrica, amarilla y sin tapujos, provenía de la lámpara del techo; provocaba un ambiente depresivo, de una incomodidad violenta; ninguna otra lámpara, de pie o de mesa, se veía en la pequeña habitación. Las paredes estaban cubiertas, casi tapadas en su totalidad por los malos cuadros del dueño de la casa, pintor pero falso artista, meras imitaciones de los campos cromáticos de Rothko, amigo asimismo de la pareja. Aquello me parecía un ejercicio de vanidad menor, ya que era evidente el carácter secular de las pinturas. En un ángulo de la habitación se erguía una biblioteca de madera barnizada. Durante mi penosa permanencia en la casa echaba frecuentes vistazos mal disimulados a los estantes: salvo un recetario de cocina y una historia del arte en edición escolar de bolsillo, a los que habría que añadir una biblia hebrea volcada con la cubierta al aire en el estante superior, los demás volúmenes eran novelas policíacas. Por encima, un calendario (y ahora sé: 21/2/1969) colgado en la pared que anunciaba una marca de alimentos en conserva, la sopa de Warhol. Un televisor encendido, pero con el volumen sofocado, agregaba a la atmósfera un no sé qué de triste pasatiempo, un acento de miseria espiritual (emitían escenas sin continuidad de partidos de fútbol americano), como una letanía que provocara un paréntesis letal en el ánimo. El hombre, que aún no había tomado asiento, cogió del mínimo aparador de madera maciza una botella de bourbon todavía con el precinto sobre el tapón. Entonces empecé a sentir un frío estremecedor, que me obligó a replegarme sobre mí mismo en el sofá quejidor, de raído tapizado, con el abrigo puesto, un loden verde que casi me rozaba los zapatos, aunque desabroché el botón del cuello que amenazaba con asfixiarme. Helen me miró asustada a su vez por la baja temperatura que había empezado a experimentar nada más entrar en el interior de la casa y que persistía después, así que no se despojó tampoco de la trenca de la que no libró ninguna presilla. Tampoco se quitó los guantes de piel. “Va a volver a colocarse la capucha de un momento a otro”, pensé. La mujer se dio cuenta, pero aparentó una normalidad que certificaba chocantemente su propia vestimenta, casi primaveral, un pantalón de pana y un suéter de fina lana que retaban, no sin imprudencia, la falta de calefacción en la estancia. Su marido compartía la misma despreocupación, y su atuendo consistía en una camisa gruesa de felpa, de las llamada de leñador, y unos vaqueros deslucidos. Una vez hubo desenroscado el tapón de la botella, la depositó sobre la mesa y desapareció un instante; al cabo de unos segundos entró en la habitación con dos vasos cortos (di por sentado que obviaba a las dos mujeres en la sesión de tragos que se avecinaba), se sentó en una silla frente a mí, y con una mueca de desprecio comenzó a escanciar el licor en uno de los vasos que me tendió a renglón seguido. El whisky me reconfortó al momento, pero me pareció percibir que Helen, a la que no quitaba ojo de encima, tiritaba mientras no dejaba de escuchar a la gorda plañidera en el mejor estilo Rainer: hermosa, complaciente y estatuaria; sobre todo, empática con cualquier semejante con los brazos caídos, atenta y comprensiva. Quizás le viniera bien unos sorbos de whisky. Con la trenca puesta, los guantes y las rodillas una contra otra, daba una sensación de orfandad que inspiraba ternura. Pero en ese instante, la mujer, había levantado la voz, y con los ojos llorosos, exponía la precaria situación que la decisión del marido iba a provocar en todo tipo de frentes, especialmente el económico, aunque aquél se mantenía en un mutismo hosco, como si el asunto no fuese con él. “Ahora que Dan comienza a vender los cuadros a buen precio, que empezamos a salir a flote, se vuelve loco de repente y quiere echarlo todo por la borda… ¡No entiendo absolutamente nada!”, exclamaba con una expresión mezcla de incredulidad y desesperación. A mí todo aquello me estaba pareciendo de una impudicia sin límites, pues comenzaba a entender que a la mujer le preocupaba más la posible rebaja de la cotización de las obras de su marido, debido al sorprendente viraje que éste iba a imprimir a su vida, que la misma relación que le unía a él, y que yo había creído primordial en toda aquella refriega, por lo demás carente de verdadero interés para mí en todos sus aspectos. Sin embargo, había una cuestión que acrecentaba mi curiosidad a medida que consolidaba mi juicio (penoso, naturalmente) sobre aquellos dos personajes. ¿Qué clase de vínculo les unía a un artista como Rothko, en quien yo ya adivinaba una estatura ética y plástica muy por encima de los pintores de su tiempo? ¿Cómo era posible que las mejores mentes de una generación abocadas irremediablemente a la autodestrucción consumieran mucho de su tiempo precioso en naderías tan evidentes como aquellos dos especímenes? ¿No eran capaces de distinguir, a despecho de su genialidad, lo trivial de lo sublime, el remedo del talento, lo mediocre de lo esencial? Afuera bramaba el viento, como deseando atravesar los cristales de las ventanas y participar de la tormenta callada de adentro, y empecé a temer que el viaje de regreso, si es que se hacía posible, iba a convertirse en un infierno: de la casa a la boca del metro, del vagón a la calle al cabo de media hora, de la calle al cálido apartamento de Houston, todo ello bajo una lluvia incesante y un viento irrefrenable, con el paraguas maltrecho y ya completamente inservible a esas horas. Habría que tomar un taxi hasta el mismo Manhattan, algo que nos costaría una fortuna. Sólo deseaba salir de una vez de aquél antro investido por el hedor de un domingo amarillo, descorazonador y gélido. Como fuere, si algo había de insólito en aquel escenario, ello era mi pacífica resignación, mi espera tranquila, al menos en apariencia, a que concluyese la intervención de Helen en aquel drama extravagante. El holandés bebía en silencio, y a pesar de que yo rehusaba con un gesto de la mano que llenara mi vaso, él hombre no dejaba de hacerlo huraño, sin dirigirme una sola mirada, así que me encontraba en un dilema difícil de resolver: si no apuraba tragos, me helaba de frío; si continuaba imitándole, no tardaría en acabar ebrio, y dudo mucho que Helen Rainer, decidida y desenvuelta, pero delgada y frágil, hubiera podido arrastrarme ella sola hasta casa. La perspectiva de quedarme echado como un fardo en la cama o en el sofá de esos dos temibles anfitriones hacía que me mantuviera poseedor de una lucidez a prueba de mezcal, absenta y orujo gallego a la vez, todo en uno. El susurro gimoteante de la mujer apenas era inteligible para mí, y la adusta expresión del hombre no invitaba a una charla distendida. Hacía rato que me refugiaba en una mudez desabrida, hostil. Observé a Helen, generosa y callada, escuchando unas argumentaciones cuya razón, si bien era legítima, adolecía de verdadera trascendencia, además de hallarse bien lejos de cualquier efectividad: el tipo quería largarse a la tierra prometida y la poetisa judía reconvertida en budista no podía convencerle de lo contrario; por otro lado, tampoco era posible convencerla a ella para que se le uniera en su viaje de promisión… o lo que fuese. La mujer, cuando hablaba de su marido, a escasos dos metros de su corpachón, desmadejada, blanda y llorosa, parecía hacerlo de una tercera persona muy lejos de allí. Había objetivado al hombre de tal forma que éste se convertía en algo invisible, hasta inexistente, lo que producía una extraña sensación de comedia frívola a despecho de sus mejillas húmedas y el arrugado pañuelo rojo que retorcía una y otra vez sobre su regazo. Alcé la vista a los cuadros de la pared. Eran de una infame pedantería plagiaria. Prácticamente, fotocopias intelectuales de las primigenias pinturas de Mark Rothko. ¿Por qué se empeñaban los menores talentos en secundar los atisbos y vislumbre ajenos plasmados en la obra de los artistas de primera fila? Tan sólo alcanzan una plástica de vaciedad irrefutable. Incluso aquéllos menos talentosos deberían saber que, libre de reglados técnicos, de la tiranía artesana del oficio, no sólo era la imaginación la piedra axial de una pintura o escultura modernas: la aparente ocurrencia plástica que se nutría de los más oscuros laberintos del alma o la sabiduría informaba mucho más en una lectura atenta de la superficie. El holandés, si bien no imitaba descaradamente la plástica de Rothko, abusaba impunemente de sus hallazgos, de la valentía intelectual y artística de quien iniciara con estupor, desesperación y tenacidad otro más de los numerosos y legítimos derroteros del arte contemporáneo. “Mi arte no es abstracto”, solía replicar Rothko a quienes así lo entendían, “está vivo.” Por entonces, el artista se había separado de su mujer, recibía el honoris causa por Yale, había renovado el contrato con la galería que le representaba y vendía un conjunto de obras por un millón de dólares. Y, sin embargo, el pintor se sentía cada día más aislado y desesperado, asustado y receloso, casi paralizado por el temor hacia todo. Pero D. sólo tomaba de aquél la visible abstracción, la cáscara vacía de una metafísica ególatra y vivísima a causa de su exasperada sinceridad. D. era un discípulo subsidiario, una tentativa vicaria de experiencias inalcanzables por la elementabilidad sutil que se ocultaba tras su plasmación. Este hombre bebedor, taciturno y confuso que ahora tenía frente a mí no había pagado ningún precio por allegar a aquel dramatismo cromático y formal valiéndose de un léxico pictórico mínimo. Su estética procedía de otro talento y otras emociones ajenas. Incluso la bebida en él, así como el desastre de su vida personal abrumada de indecisiones e incertidumbres, parecía una farsa. Sospecho que el alcohol para Rothko, a diferencia de aquél falsificador, lejos de un fácil estimulante o un solitario y accesible embrutecedor era el vino sagrado de una liturgia que le proyectaba a una práctica artística muy por encima de lo aparentemente trivial de su sencillo formalismo. En D., lejos de lo trágico, y tan cerca de una estética de suplantación, su mediocre poética, reducida a una domesticidad lacerante, únicamente revelaba algo positivo: el recuerdo inevitable hacia la obra del otro creador que, él sí, había de morir en el empeño, una vez que había creado escuela y armado conceptualmente unos modelos de plástica pictórica tan alejados de la naturaleza y sus patrones como inmanentes a la emoción sutil del espíritu valiéndose de variaciones cromáticas mínimas, escuetas, de una ascesis chocante. D. sería incapaz, siempre, de pagar el mínimo precio o de sacrificar la escasa dosis de valor para allegar a una plástica propia. Sólo era una copia bien disimulada. Poco antes de salir del apartamento, E. y Helen me habían revelado parte de la biografía calamitosa de D. Carbentus. Nacido en La Haya, se había trasladado a Nueva York en los primeros años cincuenta, ya en la treintena (había nacido en 1924), se instaló en el SoHo y empezó a pintar unos cuadros de factura expresionista que parecían convocar todos sus malos sueños. Unos años más tarde, intimó con Rothko a través de su mujer, a la que había conocido durante una lectura poética en la librería de Raymond Yeats, una judía de origen ruso emparentada lejanamente con aquél, o procedente de la misma zona de la antigua Dvinsk, en Rusia. Ese encuentro cambió su vida por entero y le trastornó para siempre en un sentido artístico. Varió radicalmente de estilo y temática pictórica y ya sólo pudo convertirse en un imitador, a pesar de que procurara ocultar la devastadora influencia de quien le había apadrinado de forma generosa (Rothko trató de introducirlo sin éxito en la cuadra de la Marlborough). Aterido por el frío, aletargado (sino con fiebre paradójica) por el licor, dirigía miradas implorantes a Helen, que parecía haberme olvidado. Carbentus alargó la botella casi vacía hacia mí. Con un gruñido instó a que llenara mi vaso. Obedecí. La cruel Leda, pensé sin venir a cuento. De nuevo el sueño… y su hermana, la muerte. Der Doppelgänger, acompaña el ritmo de un sentir nada emocionado. Escancia, cobarde. “Hizo del arte la misa de un alma desesperada, inteligente, aquel judío artista, Rothko, no este otro atormentado del no saber del más allá que cree imprescindible dejar rastro (la firmita de su existencia, la rúbrica de su artificio) para luego disolverse en un kibutz perdido en un valle pedregoso”, recuerdo que pensaba, a punto de la ebridad. La botella de bourbon estaba vacía. Carbentus la miraba fijamente. Al cabo de un rato alzó los ojos y me echó un vistazo de arriba abajo, derrengado como estaba en el sofá y luchando contra el frío y una invencible somnolencia, debía ofrecer una imagen penosa. Por vez primera, sonrió. “Voy por otra botella”, dijo levantándose con lentitud, y descubrí que tenía una voz ronca y poderosa, pero con un matiz burlón, hasta simpático. Abrí la boca, pero antes de que emitiese el menor sonido el holandés volvió a hablar: “Si no quiere seguir bebiendo, no lo haga”, concedió caritativamente. “Espero una visita”, advirtió. Asentí. Aquella oportunidad nos propiciaba la coartada a Helen y a mí para salir disparados de aquel lugar. El hombre había regresado con la botella en la mano. Se sentó de nuevo en la silla. Durante un rato permaneció en silencio. Luego, desenroscando ya el tapón de la segunda botella, preguntó con indiferencia: “¿Conoce a Mark Rothko?”. Negué con la cabeza sorprendido. “Hace rato que debía estar aquí”, dijo. “No creo que tarde en llegar.”
Aún giraba entre brumas alcohólicas, cuando sonó el timbre de abajo en medio de un aguacero bíblico.
El hombre de estatura alta, grueso y calvo, de cara ancha y flácida, con unos lentes redondos que acentuaban su miopía, se quedó por unos instantes bajo el dintel de la puerta mirándonos, sin decidirse a traspasar el umbral. Del escaso cabello pegado a los aladares le resbalaban gotas de agua y su ropa estaba empapada. Toda su figura parecía desencajada, como el boceto de un cuadro sin acabar enmarcado en el cerco de la entrada, y un halo de oscuridad que le acompañaba apaciguó de golpe el terrible amarillo de adentro. Tras él, Carbentus.
Horas después, ya en la calle, la cortina de agua nos impedía ver el suelo más allá de un metro de nuestros pies. Ibamos de acera en acera por barrios desconocidos luchando con el paraguas destrozado, pues ya habíamos desdeñado el viaje de regreso en metro, cruzando calzadas desiertas, fantasmagóricas y oscuras, sólo rasgadas por el haz de luz que de cuando en cuando proyectaban los faros deslumbrantes de algún solitario coche deslizándose bajo la lluvia. Tardamos cerca de una hora en hacernos con un taxi conducido por un energúmeno sabelotodo, experto en los chismes del Daily News del día anterior y las estupideces y lugares comunes de la actual politiquería, que nos dejó en el apartamento de Manhattan bajo un cielo encolerizado y enemigo pasada la medianoche, no sin reclamar con una sonrisa amenazadora una propina generosa.
Antes del amanecer, reconfortado entre las cálidas sábanas, fuertemente estrechado al cuerpo tibio de E., a la que trataba de librar de la fatalidad, soñé con los murales de Seagram.
(02-1969/10-2010).

domingo, 24 de octubre de 2010

Work in progress (7)

1969. Finales de invierno.
E., sin ningún indicio previo que lo anunciase, ha enfermado, y espera de mí que haga de acompañante en una misión algo deplorable. Casi lo suplica, pues entre judíos anda el juego. (No sabíamos, no sabemos nunca, nadie, cómo la fatalidad nos acecha invisible, dispuesta a saltar sobre nosotros como una bestia silenciosa, inexorable, de entre sombras también invisibles. Inmersos en la jungla de la genética o el infortunio, tras las bodas oficiantes con la vida, al cabo la muerte…)
Transcurrido el tiempo, enfrentarse a unos hechos dolorosos ya acaecidos, e incluso peor, compararlos con el presente, resulta desolador por el sentimiento de compunción que nos asalta. Fundamentalmente porque, sabiendo lo que venía después, esa mirada retrospectiva te vuelve conformista con la providencia, aún eres capaz de creer en la bondad de aquellos hechos que, en lo esencial (sobrevivir), tal vez no te produjeron ni un rasguño, apenas te rozaron: tú salías indemne de ellos, ninguna agresión, ni siquiera aquella más horrible, la muerte, advenida a un ser querido, pudo contigo. Te salvaste mientras otros eran abatidos y cobrados como piezas de caza por una naturaleza insensible hasta la abyección. Eres el que recuerda, amanuense en el tiempo, eres el que está vivo, el cronista superviviente de los males o las venturas que atrás quedaron. Y aquí estás en el futuro traduciendo con palabras el pasado y los días y acontecimientos de los lejanos años, aquellos que ya no van a poder agredirte salvo en la memoria. Añoramos u olvidamos el pasado porque ya no nos daña; tememos el futuro por sus asechanzas y lo inescrutable de su avatar, ése el final de todo que se oculta agazapado en la rueda de los días y que, necesariamente, sólo puede llegar con él más tarde o más temprano.
Habíamos quedado a comer (una semana antes, ignorando lo que se avecinaba, festivos celebrantes de la pausa sagrada) un domingo frío y lluvioso, en el apartamento de E., con el librero Raymond Yeats, que había declinado la invitación la misma noche del sábado alegando ambiguos motivos personales que nunca fueron esclarecidos, y una artista retocadora, Helen Rainer, una de sus amigas íntimas, profesional del diseño gráfico (The New Yorker, Vogue, French Window…) y compañera de E. en la Escuela de Artes Visuales de Yale que no se retrasó ni un solo minuto. Traía un excelente vino blanco, que me apresuré a guardar en el frigorífico, y un tarro de frutas escarchadas. A lo largo del aperitivo, Yeats se convirtió en la diana de la conversación. Hasta la flecha más descabellada apuntaba hacia él. Nada de malicia había en ello, pero los comentarios y hasta alguna información sorprendente salió a relucir de manera paulatina. Rainer estaba muy familiarizada con el entorno de Partisan Rewiev de los primeros sesenta, donde conoció a Yeats, y sabía de buena mano un buen puñado de anécdotas acerca de éste. Una de ellas revelaba que, al hallarse Yeats muy próximo a los más conspicuos representantes de la pandilla de Ferlinghetti y Ginsberg habría sido testigo y actor de incontables lances y chascarrillos. Según se contaba, el librero habría elaborado un final adecuado a la novela incompleta de Gary Hemmings que éste había escrito obsesivamente bajo los puentes de París antes de suicidarse en Wyoming. Pero a falta de una comprobación pública, contrastada, esto podía responder a una de las múltiples fábulas que rodeaban a Raymond Yeats. Otra de las leyendas, quizás no espuria, certificaba la solvencia de Yeats en relación a su categoría literaria, algo de lo que apenas tenemos pruebas manifiestas, pues el librero neoyorquino es el clásico “rompedor de manuscritos” y se halla muy lejos de lo que podríamos denominar como “publicador”, falso colofón, por así llamarlo, de la labor creadora y que no garantiza nada de nada. Se daba por hecho que él y Ginsberg se encerraron durante una hora en los lavabos de la Six Gallery ultimando los poemas de Howl antes de la tumultuosa lectura. Lo que al parecer separó a Raymond Yeats de todos estos amigos ocasionales fue algo de lo más sorprendente. Conforme escribe años después en sus memorias Linda Holmes, Dust Nights (Clouds, 1977), aquél le confesó una tarde que estaba bebido que había llegado a odiar a todo aquellos santurrones “drogados por el maldito Zen y todo el falso misticismo de mochila del que hacían gala, follándose a cualquiera que se les pusiese por delante, hombre o mujer, e incluso a sus señoras madres, como en el caso de H.”. Sencillamente, un día ya no pudo soportarlos a todos ellos, excepto a Corso y Ferlinghetti, “los únicos que sabían realmente lo que era tener un maldito libro entre las manos sin ensuciarse en él.” Cerca de la media tarde E., que apenas había probado la ensalada de queso y unas pocas migas del pescado, se sintió indispuesta, febril, y decidió meterse en la cama. “Es un enfriamiento, nada de importancia”, sentenció tajante. Durante un rato consintió en que le hiciéramos compañía en torno a la cama, bebiendo el resto de la botella de vino. No me hubiera ido jamás de ese lugar, escueto de mobiliario pero con el adorno descuidado (E. odia la simetría casi tanto como lo “bello”) de unos pequeños cuadros, de un reduccionismo formal fascinante, colgados al tuntún en la pared y unos mínimos rimeros de libros sobre la moqueta del suelo a punto de desmoronarse. La luz inteligente de la lámpara de mesa, tan confortable, bien elegida, tamizaba los rostros y los objetos de un decorado íntimo que propendía a la absoluta serenidad. Con el vaso en la mano, en medio de aquellas mujeres jóvenes, artistas, excelentes conversadoras y el monótono vaivén sonoro de la lluvia de afuera cayendo sobre las aceras inhóspitas, el tiempo moroso, suspenso en un spleen irresistible, convocaba el ensueño. El problema era que esa tarde debían acudir las dos a casa de otro amigo del grupo de artistas y profesores invitados de Yale. Se habían comprometido en firme, y no podían eludir la cita. El y su mujer se hallaban en una situación difícil, crucial para su relación de pareja. Tal vez una charla entre todos ellos contribuyese a apaciguar los ánimos. La solución más fácil ante el impedimento de E., la ausencia de Yeats y el temporal calamitoso de afuera era que aceptase convertirme en caballero acompañante. “Es ridículo”, me defendí inútilmente, “se trata de una conversación que exige la plena confianza de los interlocutores. Soy un extraño para esas personas, a las que, por otra parte, no he visto jamás.” Los remordimientos de E. eran superiores a esa lógica discreción a la que yo apelaba. Se negó de plano a aceptar mi reserva. “Todo esto me parece en extremo inconveniente”, dije, pero la decisión de E. era ineluctable. Con una sola mirada y una medio sonrisa me suplicaba sin palabras el acatamiento. Me vi forzado a admitir mi condición de acompañante, un gregarismo que finalmente resultó grotesco y, como era de prever, fuera de lugar.
La lluvia era incesante, racheada, fría, y el helor cortante de un viento inclemente, inflexible y difícil de soportar, se estampaba contra los cuerpos indefensos. “Odio el viento, lo odio con todas mis fuerzas”, exclamó Helen Rainer al salir del metro en la tarde dominguera prematuramente anochecida, agachando la cabeza dentro de la capucha frente las embestidas de un aire loco, imprevisible, que lanzaba contra nosotros la lluvia desde todas direcciones. Pero el clima de esta ciudad no admite la templanza. No hay tregua. Ninguno de los dos conducíamos, y habíamos descartado la idea del taxi por razones económicas. Un invierno durísimo (que debió ser el del 68/69, diciembre tal vez, o quizás ¿fue febrero? sí, ahora recuerdo, a primeros de febrero del 69, en Brooklyn, en una de las callejas mal iluminas de Midwood). Con helor navajero, brutal, recorrimos un par de manzanas hasta que llegamos entumecidos a un chaflán oscuro donde se alzaba la casa de piedra (muy deteriorada a juzgar por lo poco que me fue posible ver desde el exterior) de dos plantas con una ventana ovalada en cada una de ellas de L., un pintor holandés que en breve tenía el propósito de emigrar a Israel. Su mujer, budista recién conversa (antes judía y poetisa hermética en yiddish), de una gordura morbosa, ojos saltones y boca agria, no iba a acompañarle, al menos eso declararía más tarde con terca vehemencia. Días antes había estallado la crisis matrimonial. El pintor holandés era amigo de E. y Helen, del grupo de Yale. Ambos, la mujer y él, pero especialmente la mujer, buscaban el auxilio de E. y la Rainer, algún tipo de solución brindada por aquéllas frente la ruptura que se avecinaba, quizás definitiva. Subimos a la segunda planta por una estrecha escalera de hierro, pues la primera se había habilitado como taller de pintura, mientras nos sacudíamos de encima el agua. Después de las presentaciones, tensas, entre educadas pero obligadas sonrisas, la mujer y Helen tomaron asiento en uno de los dos sofás de color beis encarados en medio de los cuales se interponía una mesa redonda de madera oscura, sin nada absolutamente sobre ella, y comenzaron a hablar en voz baja. Yo me senté en el extremo del otro sofá, junto la pared opuesta. La luz eléctrica, amarilla y sin tapujos, provenía de la lámpara del techo; provocaba un ambiente depresivo, de una incomodidad violenta; ninguna otra lámpara, de pie o de mesa, se veía en la pequeña habitación. Las paredes estaban cubiertas, casi tapadas en su totalidad por los malos cuadros del dueño de la casa, pintor pero falso artista, meras imitaciones de los campos cromáticos de Rothko, amigo asimismo de la pareja. Aquello me parecía un ejercicio de vanidad menor, ya que era evidente el carácter secular de las pinturas. En un ángulo de la habitación se erguía una biblioteca de madera barnizada. Durante mi penosa permanencia en la casa echaba frecuentes vistazos mal disimulados a los estantes: salvo un recetario de cocina y una historia del arte en edición escolar de bolsillo, a los que habría que añadir una biblia hebrea volcada con la cubierta al aire en el estante superior, los demás volúmenes eran novelas policíacas. Por encima, un calendario (y ahora sé: 21/2/1969) colgado en la pared que anunciaba una marca de alimentos en conserva, la sopa de Warhol. Un televisor encendido, pero con el volumen sofocado, agregaba a la atmósfera un no sé qué de triste pasatiempo, un acento de miseria espiritual (emitían escenas sin continuidad de partidos de fútbol americano), como una letanía que provocara un paréntesis letal en el ánimo. El hombre, que aún no había tomado asiento, cogió del mínimo aparador de madera maciza una botella de bourbon todavía con el precinto sobre el tapón. Entonces empecé a sentir un frío estremecedor, que me obligó a replegarme sobre mí mismo en el sofá quejidor, de raído tapizado, con el abrigo puesto, un loden verde que casi me rozaba los zapatos, aunque desabroché el botón del cuello que amenazaba con asfixiarme. Helen me miró asustada a su vez por la baja temperatura que había empezado a experimentar nada más entrar en el interior de la casa y que persistía después, así que no se despojó tampoco de la trenca de la que no libró ninguna presilla. Tampoco se quitó los guantes de piel. “Va a volver a colocarse la capucha de un momento a otro”, pensé. La mujer se dio cuenta, pero aparentó una normalidad que certificaba chocantemente su propia vestimenta, casi primaveral, un pantalón de pana y un suéter de fina lana que retaban, no sin imprudencia, la falta de calefacción en la estancia. Su marido compartía la misma despreocupación, y su atuendo consistía en una camisa gruesa de felpa, de las llamada de leñador, y unos vaqueros deslucidos. Una vez hubo desenroscado el tapón de la botella, la depositó sobre la mesa y desapareció un instante; al cabo de unos segundos entró en la habitación con dos vasos cortos (di por sentado que obviaba a las dos mujeres en la sesión de tragos que se avecinaba), se sentó en una silla frente a mí, y con una mueca de desprecio comenzó a escanciar el licor en uno de los vasos que me tendió a renglón seguido. El whisky me reconfortó al momento, pero me pareció percibir que Helen, a la que no quitaba ojo de encima, tiritaba mientras no dejaba de escuchar a la gorda plañidera en el mejor estilo Rainer: hermosa, complaciente y estatuaria; sobre todo, empática con cualquier semejante con los brazos caídos, atenta y comprensiva. Quizás le viniera bien unos sorbos de whisky. Con la trenca puesta, los guantes y las rodillas una contra otra, daba una sensación de orfandad que inspiraba ternura. Pero en ese instante, la mujer, había levantado la voz, y con los ojos llorosos, exponía la precaria situación que la decisión del marido iba a provocar en todo tipo de frentes, especialmente el económico, aunque aquél se mantenía en un mutismo hosco, como si el asunto no fuese con él. “Ahora que Dan comienza a vender los cuadros a buen precio, que empezamos a salir a flote, se vuelve loco de repente y quiere echarlo todo por la borda… ¡No entiendo absolutamente nada!”, exclamaba con una expresión mezcla de incredulidad y desesperación. A mí todo aquello me estaba pareciendo de una impudicia sin límites, pues comenzaba a entender que a la mujer le preocupaba más la posible rebaja de la cotización de las obras de su marido, debido al sorprendente viraje que éste iba a imprimir a su vida, que la misma relación que le unía a él, y que yo había creído primordial en toda aquella refriega, por lo demás carente de verdadero interés para mí en todos sus aspectos. Sin embargo, había una cuestión que acrecentaba mi curiosidad a medida que consolidaba mi juicio (penoso, naturalmente) sobre aquellos dos personajes. ¿Qué clase de vínculo les unía a un artista como Rothko, en quien yo ya adivinaba una estatura ética y plástica muy por encima de los pintores de su tiempo? ¿Cómo era posible que las mejores mentes de una generación abocadas irremediablemente a la autodestrucción consumieran mucho de su tiempo precioso en naderías tan evidentes como aquellos dos especímenes? ¿No eran capaces de distinguir, a despecho de su genialidad, lo trivial de lo sublime, el remedo del talento, lo mediocre de lo esencial? Afuera bramaba el viento, como deseando atravesar los cristales de las ventanas y participar de la tormenta callada de adentro, y empecé a temer que el viaje de regreso, si es que se hacía posible, iba a convertirse en un infierno: de la casa a la boca del metro, del vagón a la calle al cabo de media hora, de la calle al cálido apartamento de Houston, todo ello bajo una lluvia incesante y un viento irrefrenable, con el paraguas maltrecho y ya completamente inservible a esas horas. Habría que tomar un taxi hasta el mismo Manhattan, algo que nos costaría una fortuna. Sólo deseaba salir de una vez de aquél antro investido por el hedor de un domingo amarillo, descorazonador y gélido. Como fuere, si algo había de insólito en aquel escenario, ello era mi pacífica resignación, mi espera tranquila, al menos en apariencia, a que concluyese la intervención de Helen en aquel drama extravagante. El holandés bebía en silencio, y a pesar de que yo rehusaba con un gesto de la mano que llenara mi vaso, él hombre no dejaba de hacerlo huraño, sin dirigirme una sola mirada, así que me encontraba en un dilema difícil de resolver: si no apuraba tragos, me helaba de frío; si continuaba imitándole, no tardaría en acabar ebrio, y dudo mucho que Helen Rainer, decidida y desenvuelta, pero delgada y frágil, hubiera podido arrastrarme ella sola hasta casa. La perspectiva de quedarme echado como un fardo en la cama o en el sofá de esos dos temibles anfitriones hacía que me mantuviera poseedor de una lucidez a prueba de mezcal, absenta y orujo gallego a la vez, todo en uno. El susurro gimoteante de la mujer apenas era inteligible para mí, y la adusta expresión del hombre no invitaba a una charla distendida. Hacía rato que me refugiaba en una mudez desabrida, hostil. Observé a Helen, generosa y callada, escuchando unas argumentaciones cuya razón, si bien era legítima, adolecía de verdadera trascendencia, además de hallarse bien lejos de cualquier efectividad: el tipo quería largarse a la tierra prometida y la poetisa judía reconvertida en budista no podía convencerle de lo contrario; por otro lado, tampoco era posible convencerla a ella para que se le uniera en su viaje de promisión… o lo que fuese. La mujer, cuando hablaba de su marido, a escasos dos metros de su corpachón, desmadejada, blanda y llorosa, parecía hacerlo de una tercera pesona muy lejos de allí. Había objetivado al hombre de tal forma que éste se convertía en algo invisible, hasta inexistente, lo que producía una extraña sensación de comedia frívola a despecho de sus mejillas húmedas y el arrugado pañuelo rojo que retorcía una y otra vez sobre su regazo. Alcé la vista a los cuadros de la pared. Eran de una infame pedantería plagiaria. Prácticamente, fotocopias intelectuales de las primigenias pinturas de Mark Rothko. ¿Por qué se empeñaban los menores talentos en secundar los atisbos y vislumbre ajenos plasmados en la obra de los artistas de primera fila? Tan sólo alcanzan una plástica de vaciedad irrefutable. Incluso aquéllos menos talentosos deberían saber que, libre de reglados técnicos, de la tiranía artesana del oficio, no sólo era la imaginación la piedra axial de una pintura o escultura modernas: la aparente ocurrencia plástica que se nutría de los más oscuros laberintos del alma o la sabiduría informaba mucho más en una lectura atenta de la superficie. El holandés, si bien no imitaba descaradamente la plástica de Rothko, abusaba impunemente de sus hallazgos, de la valentía intelectual y artística de quien iniciara con estupor, desesperación y tenacidad otro más de los numerosos y legítimos derroteros del arte contemporáneo. “Mi arte no es abstracto”, solía replicar Rothko a quienes así lo entendían, “está vivo.” Por entonces, el artista se había separado de su mujer, recibía el honoris causa por Yale, había renovado el contrato con la galería que le representaba y vendía un conjunto de obras por un millón de dólares. Y, sin embargo, el pintor se sentía cada día más aislado y desesperado, asustado y receloso, casi paralizado por el temor hacia todo. Pero L. sólo tomaba de aquél la visible abstracción, la cáscara vacía de una metafísica ególatra y vivísima a causa de su exasperada sinceridad. L. era un espécimen subsidiario, una tentativa vicaria de experiencias inalcanzables por la elementabilidad sutil que se ocultaba tras su plasmación. Este hombre bebedor, taciturno y confuso que ahora tenía frente a mí no había pagado ningún precio por allegar a aquel dramatismo cromático y formal valiéndose de un léxico pictórico mínimo. Su estética procedía de otro talento y otras emociones ajenas. Incluso la bebida en él, así como el desastre de su vida personal abrumada de indecisiones e incertidumbres, parecía una farsa. Sospecho que el alcohol para Rothko, a diferencia de aquél falsificador, lejos de un fácil estimulante o un solitario y accesible embrutecedor era el vino sagrado de una liturgia que le proyectaba a una práctica artística muy por encima de lo aparentemente trivial de su sencillo formalismo. En L., lejos de lo trágico, y tan cerca de una estética de suplantación, su mediocre poética, reducida a una domesticidad lacerante, únicamente revelaba algo positivo: el recuerdo inevitable hacia la obra del otro creador que, él sí, había de morir en el empeño, una vez que había creado escuela y armado conceptualmente unos modelos de plástica pictórica tan alejados de la naturaleza y sus patrones como inmanentes a la emoción sutil del espíritu valiéndose de variaciones cromáticas mínimas, escuetas, de una ascesis chocante. L. sería incapaz, siempre, de pagar el mínimo precio o de sacrificar la escasa dosis de valor para allegar a una plástica propia. Sólo era una copia bien disimulada. Poco antes de salir del apartamento, E. y Helen me habían revelado parte de la biografía calamitosa de L. Carbentus. Nacido en La Haya, se había trasladado a Nueva York en los primeros años cincuenta, ya en la treintena (había nacido en 1924), se instaló en el Soho y empezó a pintar unos cuadros de factura expresionista que parecían convocar todos sus malos sueños. Unos años más tarde, intimó con Rothko a través de su mujer, a la que había conocido durante una lectura poética en la librería de Raymond Yeats, una judía de origen ruso emparentada lejanamente con aquél, o procedente del mismo pueblo. Ese encuentro cambió su vida por entero y le trastornó para siempre en un sentido artístico. Cambió radicalmente de estilo y temática pictórica y ya sólo pudo convertirse en un imitador, a pesar de que procurara ocultar la devastadora influencia de quien le había apadrinado de forma generosa (Rothko trató de introducirlo sin éxito en la cuadra de la Marlborough). Aterido por el frío, aletargado (sino con fiebre paradójica) por el licor, dirigía miradas implorantes a Helen, que parecía haberme olvidado. Carbentus alargó la botella casi vacía hacia mí. Con un gruñido instó a que llenara mi vaso. Obedecí. La cruel Leda, pensé sin venir a cuento. De nuevo el sueño… y su hermana, la muerte. Der Doppelgänger, acompaña el ritmo de un sentir nada emocionado. Escancia, cobarde. “Hizo del arte la misa de un alma desesperada, inteligente, aquel judío artista, Rothko, no este otro atormentado del no saber del más allá que cree imprescindible dejar rastro (la firmita de su existencia, la rúbrica de su artificio) para luego disolverse en un kibutz perdido en un valle pedregoso”, recuerdo que pensaba, a punto de la ebridad. La botella de bourbon estaba vacía. Carbentus la miraba fijamente. Al cabo de un rato alzó la vista y me echó un vistazo de arriba abajo, derrengado como estaba en el sofá y luchando contra el frío y una invencible somnolencia, debía ofrecer una imagen penosa. Por vez primera, sonrió. “Voy por otra botella”, dijo levantándose con lentitud, y descubrí que tenía una voz ronca y poderosa, pero con un matiz burlón, hasta simpático. Abrí la boca, pero antes de que emitiese el menor sonido el holandés volvió a hablar: “Si no quiere seguir bebiendo, no lo haga”, concedió caritativamente. “Espero una visita”, advirtió. Asentí. Aquella oportunidad nos propiciaba la coartada a Helen y a mí para salir disparados de aquel lugar. El hombre había regresado con la botella en la mano. Se sentó de nuevo en la silla. Durante un rato permaneció en silencio. Luego, desenroscando ya el tapón de la segunda botella, preguntó con indiferencia: “¿Conoce a Mark Rothko?”. Negué con la cabeza sorprendido. “Hace rato que debía estar aquí”, dijo. “No creo que tarde en llegar.”
Aún giraba entre brumas alcohólicas, cuando sonó el timbre de abajo en medio de un aguacero bíblico.
Horas después, ya en la calle, la cortina de agua nos impedía ver el suelo más allá de un metro de nuestros pies. Ibamos de acera en acera por barrios desconocidos luchando con el paraguas destrozado, pues ya habíamos desdeñado el viaje de regreso en metro, cruzando calzadas desiertas, fantasmagóricas y oscuras, sólo rasgadas por el haz de luz que de cuando en cuando proyectaban los faros deslumbrantes de algún solitario coche deslizándose bajo la lluvia. Tardamos cerca de una hora en hacernos con un taxi conducido por un energúmeno sabelotodo, experto en los chismes del Daily News del día anterior y las estupideces y lugares comunes de la actual politiquería, que nos dejó en el apartamento de Manhattan bajo un cielo encolerizado y enemigo pasada la medianoche, no sin reclamar con una sonrisa amenazadora una propina generosa.
Esa noche, reconfortado entre las cálidas sábanas, estrechado al cuerpo tibio de E., a la que trataba de librar de la fatalidad, soñé con los murales de Seagram.
(02-1969/10-2010).

viernes, 22 de octubre de 2010

Work in progress (6)

1969. Finales de invierno.
E., sin ningún indicio previo que lo anunciase, ha enfermado, y espera de mí que haga de acompañante en una misión algo deplorable. Casi lo suplica, pues entre judíos anda el juego. (No sabíamos, no sabemos nunca, nadie, cómo la fatalidad nos acecha invisible, dispuesta a saltar sobre nosotros como una bestia silenciosa, inexorable, de entre sombras también invisibles. Inmersos en la jungla de la genética o el infortunio, tras las bodas oficiantes con la vida, al cabo la muerte…)
Transcurrido el tiempo, enfrentarse a unos hechos dolorosos ya acaecidos, e incluso peor, compararlos con el presente, resulta desolador por el sentimiento de compunción que nos asalta. Fundamentalmente porque, sabiendo lo que venía después, esa mirada retrospectiva te vuelve conformista con la providencia, aún eres capaz de creer en la bondad de aquellos hechos que, en lo esencial (sobrevivir), tal vez no te produjeron ni un rasguño, apenas te rozaron: tú salías indemne de ellos, ninguna agresión, ni siquiera aquella más horrible, la muerte, advenida a un ser querido, pudo contigo. Te salvaste mientras otros eran abatidos y cobrados como piezas de caza por una naturaleza insensible hasta la abyección. Eres el que recuerda, amanuense en el tiempo, eres el que está vivo. Y aquí estás en el futuro traduciendo con palabras el pasado y los días y acontecimientos de los lejanos años, aquellos que ya no van a poder agredirte salvo en la memoria. Añoramos u olvidamos el pasado porque ya no nos daña; tememos el futuro por sus asechanzas y lo inescrutable de su avatar, ése el final de todo que se oculta agazapado en la rueda de los días y que, necesariamente, sólo puede llegar con él más tarde o más temprano.
Habíamos quedado a comer (una semana antes, ignorando lo que se avecinaba, festivos celebrantes de la pausa sagrada) un domingo frío y lluvioso, en el apartamento de E., con el librero Raymond Yeats, que había declinado la invitación la misma noche del sábado alegando ambiguos motivos personales que nunca fueron esclarecidos, y una artista retocadora, Helen Rainer, una de sus amigas íntimas, profesional del diseño gráfico (The New Yorker, Vogue, French Window…) y compañera de E. en la Escuela de Artes Visuales de Yale que no se retrasó ni un solo minuto. Traía un excelente vino blanco, que me apresuré a guardar en el frigorífico, y un tarro de frutas escarchadas. A lo largo del aperitivo, Yeats se convirtió en la diana de la conversación. Hasta la flecha más descabellada apuntaba hacia él. Nada de malicia había en ello, pero los comentarios y hasta alguna información sorprendente salió a relucir de manera paulatina. Rainer estaba muy familiarizada con el entorno de Partisan Rewiev de los primeros sesenta, donde conoció a Yeats, y sabía de buena mano un buen puñado de anécdotas acerca de éste. Una de ellas revelaba que, al hallarse Yeats muy próximo a los más conspicuos representantes de la pandilla de Ferlinghetti y Ginsberg, habría sido testigo y actor de incontables lances y chascarrillos. Según se contaba, el librero habría elaborado un final adecuado a la novela incompleta de Gary Hemmings que éste había escrito obsesivamente bajo los puentes de París antes de suicidarse en Wyoming. Pero a falta de una comprobación pública, esto podía responder a una de las múltiples fábulas que rodeaban a Raymond Yeats. Cerca de la media tarde E., que apenas había probado la ensalada de queso y unas pocas migas del pescado, se sintió indispuesta, febril, y decidió meterse en la cama. “Es un enfriamiento, nada de importancia”, sentenció tajante. Durante un rato consintió en que le hiciéramos compañía en torno a la cama, bebiendo el resto de la botella de vino. No me hubiera ido jamás de ese lugar, escueto de mobiliario pero con el adorno descuidado (E. odia la simetría casi tanto como lo “bello”) de unos pequeños cuadros, de un reduccionismo formal fascinante, colgados al tuntún en la pared y unos mínimos rimeros de libros sobre la moqueta del suelo a punto de desmoronarse. La luz inteligente de la lámpara de mesa, tan confortable, bien elegida, tamizaba los rostros y los objetos de un decorado íntimo que propendía a la absoluta serenidad. Con el vaso en la mano, en medio de aquellas mujeres jóvenes, artistas, excelentes conversadoras y el monótono vaivén sonoro de la lluvia de afuera cayendo sobre las aceras inhóspitas, el tiempo moroso, suspenso en un spleen irresistible, convocaba el ensueño. El problema era que esa tarde debían acudir las dos a casa de otro amigo del grupo de artistas y profesores invitados de Yale. Se habían comprometido en firme, y no podían eludir la cita. El y su mujer se hallaban en una situación difícil, crucial para su relación de pareja. Tal vez una charla entre todos ellos contribuyese a apaciguar los ánimos. La solución más fácil ante el impedimento de E., la ausencia de Yeats y el temporal calamitoso de afuera era que aceptase convertirme en caballero acompañante. “Es ridículo”, me defendí inútilmente, “se trata de una conversación que exige la plena confianza de los interlocutores. Soy un extraño para esas personas, a las que, por otra parte, no he visto jamás.” Los remordimientos de E. eran superiores a esa lógica discreción a la que yo apelaba. Se negó de plano a aceptar mi reserva. “Todo esto me parece en extremo inconveniente”, dije, pero la decisión de E. era ineluctable. Con una sola mirada y una medio sonrisa me suplicaba sin palabras el acatamiento. Me vi forzado a admitir mi condición de acompañante, un gregarismo que finalmente resultó grotesco y, como era de prever, fuera de lugar.
La lluvia era incesante, racheada, fría, y el helor cortante de un viento inclemente, inflexible y difícil de soportar, se estampaba contra los cuerpos indefensos. “Odio el viento, lo odio con todas mis fuerzas”, exclamó Helen Rainer al salir del metro en la tarde dominguera prematuramente anochecida, agachando la cabeza dentro de la capucha frente las embestidas de un aire loco, imprevisible, que lanzaba contra nosotros la lluvia desde todas direcciones. Pero el clima de esta ciudad no admite la templanza. No hay tregua. Ninguno de los dos conducíamos, y habíamos descartado la idea del taxi por razones económicas. Un invierno durísimo (que debe ser el del 68/69, diciembre tal vez, o quizás ¿fue febrero? sí, ahora recuerdo, a primeros de febrero del 69, en Brooklyn, en una de las callejas mal iluminas de Midwood). Con helor navajero, brutal, recorrimos un par de manzanas hasta que llegamos entumecidos a un chaflán oscuro donde se alzaba la casa de piedra (muy deteriorada a juzgar por lo poco que me fue posible ver desde el exterior) de dos plantas con una ventana ovalada en cada una de ellas de L., un pintor holandés que en breve tenía el propósito de emigrar a Israel. Su mujer, budista recién conversa (antes judía y poetisa hermética en yidish), de una gordura morbosa, ojos saltones y boca agria, no iba a acompañarle, al menos eso declararía más tarde con terca vehemencia. Días antes había estallado la crisis matrimonial. El pintor holandés era amigo de E. y Helen, del grupo de Yale. Ambos, la mujer y él, pero especialmente la mujer, buscaban el auxilio de E. y la Rainer, algún tipo de solución brindada por aquéllas frente la ruptura que se avecinaba, quizás definitiva. Después de las presentaciones, tensas, entre educadas pero obligadas sonrisas, la mujer y Helen tomaron asiento en uno de los dos sofás y comenzaron a hablar en voz baja. Yo me senté en el extremo del otro, junto la pared opuesta. La luz eléctrica, amarilla y sin tapujos, provenía de la lámpara del techo; provocaba un ambiente depresivo, de una incomodidad violenta; ninguna otra lámpara, de pie o de mesa, se veía en la pequeña habitación. Las paredes estaban cubiertas, casi tapadas en su totalidad por los malos cuadros del dueño de la casa, pintor pero falso artista, meras imitaciones de los campos cromáticos de Rothko, amigo asimismo de la pareja. Aquello me parecía un ejercicio de vanidad menor, ya que era evidente el carácter secular de las pinturas. En un ángulo de la habitación se erguía una biblioteca de madera barnizada. Durante mi penosa permanencia en la casa echaba frecuentes vistazos mal disimulados a los estantes: salvo un recetario de cocina y una historia del arte en edición escolar de bolsillo, a los que habría que añadir una biblia hebrea volcada con la cubierta al aire en el estante superior, los demás volúmenes eran novelas policíacas. Por encima, un calendario (y ahora sé: 21/2/1969) colgado en la pared que anunciaba una marca de alimentos en conserva, la sopa de Warhol. Un televisor encendido, pero con el volumen sofocado, agregaba a la atmósfera un no sé qué de triste pasatiempo, un acento de miseria espiritual (emitían escenas sin continuidad de partidos de fútbol americano), como una letanía que provocara un paréntesis letal en el ánimo. El hombre, que aún no había tomado asiento, cogió del mínimo aparador de madera maciza una botella de bourbon todavía con el precinto sobre el tapón. Entonces empecé a sentir un frío estremecedor, que me obligó a replegarme sobre mí mismo con el abrigo puesto en el sofá quejidor, de raído tapizado. Helen me miró asustada a su vez por la baja temperatura que había empezado a experimentar nada más entrar en el interior de la casa y que persistía después, así que no se despojó tampoco de la trenca de la que no libró ninguna presilla. Tampoco se quitó los guantes de piel. “Va a volver a colocarse la capucha de un momento a otro”, pensé. La mujer se dio cuenta, pero aparentó una normalidad que certificaba chocantemente su propia vestimenta, casi primaveral, un pantalón de pana y un suéter de fina lana que retaban, no sin imprudencia, la falta de calefacción en la estancia. Su marido compartía la misma despreocupación, y su atuendo consistía en una camisa gruesa de felpa, de las llamada de leñador, y unos vaqueros deslucidos. Una vez hubo desenroscado el tapón de la botella, la depositó sobre la mesa y desapareció un instante; al cabo de unos segundos entró en la habitación con dos vasos cortos (di por sentado que obviaba a las dos mujeres en la sesión de tragos que se avecinaba), se sentó en una silla frente a mí, y con una mueca de desprecio comenzó a escanciar el licor en uno de los vasos que me tendió a renglón seguido. El whisky me reconfortó al momento, pero me pareció percibir que Helen, a la que no quitaba ojo de encima, tiritaba mientras no dejaba de escuchar a la gorda plañidera en el mejor estilo Rainer: hermosa, complaciente y estatuaria; sobre todo, empática con cualquier semejante con los brazos caídos, atenta y comprensiva. Quizás le viniera bien unos sorbos de whisky. Con la trenca puesta, los guantes y las rodillas una contra otra, daba una sensación de orfandad que inspiraba ternura. Pero en ese instante, la mujer, había levantado la voz, y con los ojos llorosos, exponía la precaria situación que la decisión del marido iba a provocar en todo tipo de frentes, especialmente el económico, aunque aquél se mantenía en un mutismo hosco, como si el asunto no fuese con él. “Ahora que Dan comienza a vender los cuadros a buen precio, que empezamos a salir a flote, se vuelve loco de repente y quiere echarlo todo por la borda… ¡No entiendo absolutamente nada!”, exclamaba con una expresión mezcla de incredulidad y desesperación. A mí todo aquello me estaba pareciendo de una impudicia sin límites, pues comenzaba a entender que a la mujer le preocupaba más la posible rebaja de la cotización de las obras de su marido, debido al sorprendente viraje que éste iba a imprimir a su vida, que la misma relación que le unía a él, y que yo había creído primordial en toda aquella refriega, por lo demás carente de verdadero interés para mí en todos sus aspectos. Sin embargo, había una cuestión que acrecentaba mi curiosidad a medida que consolidaba mi juicio (penoso, naturalmente) sobre aquellos dos personajes. ¿Qué clase de vínculo les unía a un artista como Rothko, en quien yo ya adivinaba una estatura ética y plástica muy por encima de los pintores de su tiempo? ¿Cómo era posible que las mejores mentes de una generación abocadas irremediablemente a la autodestrucción consumieran mucho de su tiempo precioso en naderías tan evidentes como aquellos dos especímenes? ¿No eran capaces de distinguir, a despecho de su genialidad, lo trivial de lo sublime, el remedo del talento, lo mediocre de lo esencial? Afuera bramaba el viento, como deseando atravesar los cristales de las ventanas y participar de la tormenta callada de adentro, y empecé a temer que el viaje de regreso, si es que se hacía posible, iba a convertirse en un infierno: de la casa a la boca del metro, del vagón a la calle al cabo de media hora, de la calle al apartamento de Houston, todo ello bajo una lluvia incesante y un viento irrefrenable, con el paraguas maltrecho y ya completamente inservible a esas horas. Habría que tomar un taxi hasta el mismo Manhattan, algo que nos costaría una fortuna. Sólo deseaba salir de una vez de aquél antro investido por el hedor de un domingo amarillo, descorazonador y gélido. Como fuere, si algo había de insólito en aquel escenario, ello era mi pacífica resignación, mi espera tranquila, al menos en apariencia, a que concluyese la intervención de Helen en aquel drama extravagante. El holandés bebía en silencio, y a pesar de que yo rehusaba con un gesto de la mano que llenara mi vaso, él hombre no dejaba de hacerlo huraño, sin dirigirme una sola mirada, así que me encontraba en un dilema difícil de resolver: si no apuraba tragos, me helaba de frío; si continuaba imitándole, no tardaría en acabar ebrio, y dudo mucho que Helen Rainer, decidida y desenvuelta, pero delgada y frágil, hubiera podido arrastrarme ella sola hasta casa. La perspectiva de quedarme echado como un fardo en la cama o en el sofá de esos dos temibles anfitriones hacía que me mantuviera poseedor de una lucidez a prueba de mezcal, absenta y orujo gallego a la vez, todo en uno. El susurro gimoteante de la mujer apenas era inteligible para mí, y la adusta expresión del hombre no invitaba a una charla distendida. Observé a Helen, generosa y callada, escuchando unas argumentaciones cuya razón, si bien era legítima, adolecía de verdadera trascendencia, además de hallarse bien lejos de cualquier efectividad: el tipo quería largarse a la tierra prometida y la poetisa judía reconvertida en budista no podía convencerle de lo contrario; por otro lado, tampoco era posible convencerla a ella para que se le uniera en su viaje de promisión… o lo que fuese. Alcé la vista a los cuadros de la pared. Eran de una infame pedantería plagiaria. Prácticamente, fotocopias intelectuales de las primigenias pinturas de Mark Rothko. ¿Por qué se empeñaban los menores talentos en secundar los atisbos y vislumbre ajenos plasmados en la obra de los artistas de primera fila? Tan sólo alcanzan una plástica de vaciedad irrefutable. Incluso aquéllos menos talentosos deberían saber que, libre de reglados técnicos, de la tiranía artesana del oficio, no sólo era la imaginación la piedra axial de una pintura o escultura modernas: la aparente ocurrencia plástica que se nutría de los más oscuros laberintos del alma o la sabiduría informaba mucho más en una lectura atenta de la superficie. El holandés, si bien no imitaba descaradamente la plástica de Rothko, abusaba impunemente de sus hallazgos, de la valentía intelectual y artística de quien iniciara con estupor, desesperación y tenacidad otro más de los numerosos y legítimos derroteros del arte contemporáneo. “Mi arte no es abstracto”, solía replicar Rothko a quienes así lo entendían, “está vivo.” Por entonces, el artista se había separado de su mujer, recibía el honoris causa por Yale, había renovado el contrato con la galería que le representaba y vendía un conjunto de obras por un millón de dólares. Y, sin embargo, el pintor se sentía cada día más aislado y desesperado, asustado y receloso, casi paralizado por el temor hacia todo. Pero L. sólo tomaba de aquél la visible abstracción, la cáscara vacía de una metafísica ególatra y vivísima a causa de su exasperada sinceridad. L. era un espécimen subsidiario, una tentativa vicaria de experiencias inalcanzables por la elementabilidad sutil que se ocultaba tras su plasmación. Este hombre bebedor, taciturno y confuso que ahora tenía frente a mí no había pagado ningún precio por allegar a aquel dramatismo cromático y formal valiéndose de un léxico pictórico mínimo. Su estética procedía de otro talento y otras emociones ajenas. Incluso la bebida en él, así como el desastre de su vida personal abrumada de indecisiones e incertidumbres, parecía una farsa. Sospecho que el alcohol para Rothko, a diferencia de aquél falsificador, lejos de un fácil estimulante o un solitario y accesible embrutecedor era el vino sagrado de una liturgia que le proyectaba a una práctica artística muy por encima de lo aparentemente trivial de su sencillo formalismo. En L., lejos de lo trágico, y tan cerca de una estética de suplantación, su mediocre poética, reducida a una domesticidad lacerante, únicamente revelaba algo positivo: el recuerdo inevitable hacia la obra del otro creador que, él sí, había de morir en el empeño, una vez que había creado escuela y armado conceptualmente unos modelos de plástica pictórica tan alejados de la naturaleza y sus patrones como inmanentes a la emoción sutil del espíritu valiéndose de variaciones cromáticas mínimas, escuetas, de una ascesis chocante. L. sería incapaz, siempre, de pagar el mínimo precio o de sacrificar la escasa dosis de valor para allegar a una plástica propia. Sólo era una copia. Aterido por el frío, aletargado (sino con fiebre paradójica) por el licor, dirigía miradas implorantes a Helen, que parecía haberme olvidado. L. alargó la botella casi vacía hacia mí. Con un gruñido instó a que llenara mi vaso. Obedecí. La cruel Leda, pensé sin venir a cuento. De nuevo el sueño… y su hermana, la muerte. Der Doppelgänger, acompaña el ritmo de un sentir nada emocionado. Escancia, cobarde. Hizo del arte la misa de un alma desesperada, inteligente, aquel judío artista, Rothko, no este otro atormentado del no saber del más allá que cree imprescindible dejar rastro (la firmita de su existencia, la rúbrica de su artificio) para luego disolverse en un kibutz perdido en un valle pedregoso. La botella de bourbon estaba vacía. L. la miraba fijamente. Al cabo de un rato alzó la vista y me echó un vistazo de arriba abajo, derrengado en el sofá y luchando contra el frío y una invencible somnolencia. Por vez primera, sonrió. “Voy por otra botella”, dijo levantándose con lentitud, y descubrí que tenía una voz ronca y poderosa, pero con un matiz burlón, hasta simpático. Abrí la boca, pero antes de que emitiese el menor sonido el holandés volvió a hablar: “Si no quiere seguir bebiendo, no lo haga”, concedió caritativamente. “Espero visita”, dijo. Asentí. Aquella oportunidad nos propiciaba la coartada a Helen y a mí para salir disparados de aquel lugar. El hombre había regresado con la botella en la mano. Se sentó de nuevo en la silla. Durante un rato permeneció en silencio. Luego, desenroscando ya el tapón de la segunda botella, preguntó con indiferencia: “¿Conoce a Mark Rothko?”. Negué con la cabeza sorprendido. “Hace rato que debía estar aquí”, dijo. “No creo que tarde en llegar.”
Ya en la calle, la cortina de agua nos impedía ver el suelo más allá de un metro de nuestros pies. Ibamos de acera en acera por barrios desconocidos luchando con el paraguas destrozado, pues ya habíamos desdeñado el viaje de regreso en metro, cruzando calzadas desiertas, fantasmagóricas y oscuras, sólo rasgadas por el haz de luz que de cuando en cuando proyectaban los faros deslumbrantes de algún solitario coche deslizándose bajo la lluvia. Tardamos cerca de una hora en hacernos con un taxi conducido por un energúmeno sabelotodo, experto en los chismes del Daily News del día anterior y las estupideces y lugares comunes de la actual politiquería, que nos dejó en el apartamento de Manhattan bajo un cielo encolerizado y enemigo pasada la medianoche, no sin reclamar con una sonrisa amenazadora una propina generosa.
(02-1969/10-2010).

jueves, 21 de octubre de 2010

Work in progress (5)

1969. Finales de invierno.
E., enferma me pide que haga de acompañante en una misión algo deplorable. Casi lo suplica, pues entre judíos anda el juego. (No sabemos, no sabíamos, nadie, todavía, cómo la fatalidad nos acecha invisible, dispuesta a saltar sobre nosotros como una bestia silenciosa, inexorable, de entre sombras también invisibles. Inmersos en la jungla de la genética o el infortunio tras las bodas oficiantes de la adversidad, al cabo la muerte…)
Transcurrido el tiempo enfrentarse a unos hechos dolorosos ya acaecidos, e incluso peor, compararlos con el presente, resulta desolador por el sentimiento de compunción que nos asalta. Fundamentalmente porque, sabiendo lo que venía después, aún eres capaz de creer en la bondad de aquellos hechos que, en lo esencial (sobrevivir) apenas te rozaron: tú salías indemne, ninguna agresión, ni siquiera aquella más horrible, la muerte, advenida a un ser querido, pudo contigo. Te salvaste. Eres el que recuerda, amanuense en el tiempo, eres el que está vivo. Y aquí estás en el futuro traduciendo con palabras el pasado y los días y acontecimientos de los lejanos años, aquellos que ya no van a poder agredirte salvo en la memoria. Añoramos u olvidamos el pasado porque ya no nos daña; tememos el futuro por sus asechanzas y lo inescrutable de su avatar.
Habíamos quedado a comer (una semana antes, ignorando lo que se avecinaba, festivos celebrantes de la pausa sagrada) un domingo frío y lluvioso, en el apartamento, con el librero Raymond Yeats, que había declinado la invitación la misma noche del sábado alegando ambiguos motivos personales que nunca fueron esclarecidos, y una artista, Helen Rainer, una celebrada diseñadora de moda (The New Yorker, Vogue, French Window…) compañera de E. en la Escuela de Artes Visuales de Yale que no se retrasó ni un solo minuto. Traía un excelente vino blanco, que me apresuré a guardar en el frigorífico, y un tarro de frutas escarchadas. A lo largo del aperitivo, Yeats se convirtió en la diana de la conversación. Nada de malicia había en ello, pero los comentarios y hasta alguna información sorprendente salió a relucir de manera paulatina: muy próximo a los más conspicuos representantes de la pandilla de Ferlinghetti y Ginsberg, el librero habría elaborado un –inexistente por el momento a falta de una comprobación pública- final adecuado a la novela incompleta de Gary Hemmings que éste había escrito obsesivamente bajo los puentes de París antes de suicidarse en Wyoming. Cerca de la media tarde E., que apenas había probado la ensalada de queso y unas pocas migas del pescado, se sintió indispuesta, febril, y decidió meterse en la cama. “Es un enfriamiento, nada de importancia”, sentenció tajante. Durante un rato consintió en que le hiciéramos compañía en torno a la cama, bebiendo el resto de la botella de vino. No me hubiera ido jamás de ese lugar, escueto de mobiliario pero con el adorno descuidado (E. odia la simetría casi tanto como lo “bello”) de unos pequeños cuadros, de un reduccionismo formal fascinante, colgados al tuntún en la pared y unos mínimos rimeros de libros sobre la moqueta del suelo a punto de desmoronarse. La luz inteligente de la lámpara de mesa, tan confortable, bien elegida, tamizaba los rostros y los objetos de un decorado íntimo que propendía a la absoluta serenidad. Con el vaso en la mano, en medio de aquellas mujeres jóvenes, artistas, excelentes conversadoras y el monótono vaivén sonoro de la lluvia de afuera cayendo sobre las aceras inhóspitas, el tiempo moroso, suspenso en un spleen irresistible, convocaba el ensueño. El problema era que esa tarde debían acudir las dos a casa de otro amigo del grupo de artistas y profesores invitados de Yale. Se habían comprometido en firme, y no podían eludir la cita. El y su mujer se hallaban en una situación difícil, crucial para su relación de pareja. Tal vez una charla entre todos ellos contribuyese a apaciguar los ánimos. La solución más fácil ante el impedimento de E., la ausencia de Yeats y el temporal calamitoso de afuera era que aceptase convertirme en caballero acompañante. “Es ridículo”, me defendí inútilmente, “se trata de una conversación que exige la plena confianza de los interlocutores. Soy un extraño para esas personas, a las que, por otra parte, no he visto jamás.” Los remordimientos de E. eran superiores a esa lógica discreción a la que yo apelaba. Se negó de plano a aceptar mi reserva. “Todo esto me parece en extremo inconveniente”, dije, pero la decisión de E. era ineluctable. Con una sola mirada y una medio sonrisa me suplicaba sin palabras el acatamiento. Me vi forzado a admitir mi condición de acompañante, un gregarismo que finalmente resultó grotesco y, como era de prever, fuera de lugar.
La lluvia era incesante, racheada, fría, y el helor cortante de un viento inclemente, constante y difícil de soportar, se estampaba contra los cuerpos indefensos. “Odio el viento, lo odio con todas mis fuerzas”, exclamó Helen Rainer al salir del metro en la tarde dominguera prematuramente anochecida, agachando la cabeza frente las embestidas de un aire loco, imprevisible, que lanzaba contra nosotros la lluvia desde todas direcciones. Pero el clima de esta ciudad no admite la templanza. No hay tregua. Un invierno durísimo (que debe ser el del 68/69, diciembre tal vez, o quizás ¿fue febrero? sí, ahora recuerdo, a primeros de febrero del 69, en Brooklyn, en una de las callejas mal iluminas de Midwood). Con helor navajero, brutal, recorrimos un par de manzanas hasta que llegamos entumecidos a un chaflán oscuro donde se alzaba la casa de piedra (muy deteriorada a juzgar por lo poco que me fue posible ver desde el exterior) de dos plantas con una ventana ovalada en cada una de ellas de L., un pintor holandés que en breve tenía el propósito de emigrar a Israel. Su mujer, budista recién conversa (antes judía y poetisa hermética en yidish), de una gordura morbosa, ojos saltones y boca agria, no iba a acompañarle, al menos eso declararía más tarde con terca vehemencia. Días antes había estallado la crisis matrimonial. El pintor holandés era amigo de E. y Helen, del grupo de Yale. Ambos, la mujer y él, pero especialmente la mujer, buscaban el auxilio de E. y la Rainer, algún tipo de solución brindada por aquéllas frente la ruptura que se avecinaba, quizás definitiva. Después de las presentaciones, tensas, entre educadas pero obligadas sonrisas, la mujer y Helen tomaron asiento en uno de los dos sofás y comenzaron a hablar en voz baja. Yo me senté en el extremo del otro, junto la pared opuesta. La luz eléctrica, amarilla y sin tapujos, provenía de la lámpara del techo; provocaba un ambiente depresivo, de una incomodidad violenta; ninguna otra lámpara, de pie o de mesa, se veía en la pequeña habitación. Las paredes estaban cubiertas, casi tapadas en su totalidad por los malos cuadros del dueño de la casa, pintor pero falso artista, meras imitaciones de los campos cromáticos de Rothko, amigo asimismo de la pareja. Aquello me parecía un ejercicio de vanidad menor, ya que era evidente el carácter secular de las pinturas. En un ángulo de la habitación se erguía una biblioteca de madera barnizada. Durante mi penosa permanencia en la casa echaba frecuentes vistazos mal disimulados a los estantes: salvo un recetario de cocina y una historia del arte en edición escolar de bolsillo, a los que habría que añadir una biblia hebrea volcada con la cubierta al aire en el estante superior, los demás volúmenes eran novelas policíacas. Por encima, un calendario (y ahora sé: 21/2/1969) colgado en la pared que anunciaba una marca de alimentos en conserva, la sopa de Warhol. Un televisor encendido, pero con el volumen sofocado, agregaba a la atmósfera un no sé qué de triste pasatiempo, un acento de miseria espiritual (emitían escenas sin continuidad de partidos de fútbol americano), como una letanía que provocara un paréntesis letal en el ánimo. El hombre, que aún no había tomado asiento, cogió del mínimo aparador de madera maciza una botella de bourbon todavía con el precinto sobre el tapón. Entonces empecé a sentir un frío estremecedor, que me obligó a replegarme sobre mí mismo con el abrigo puesto en el sofá quejidor, de raído tapizado. Helen me miró asustada a su vez por la baja temperatura que había empezado a experimentar nada más entrar en el interior de la casa y que persistía después, así que no se despojó tampoco de su entallado abrigo de piel marrón. Ni se quitó los guantes de piel. La mujer se dio cuenta, pero aparentó una normalidad que certificaba chocantemente su propia vestimenta, casi primaveral, un pantalón de pana y un suéter de fina lana que retaban, no sin imprudencia, la falta de calefacción en la estancia. Su marido compartía la misma despreocupación, y su atuendo consistía en una camisa gruesa de felpa, de las llamada de leñador, y unos vaqueros deslucidos. Una vez hubo desenroscado el tapón de la botella, la depositó sobre la mesa y desapareció un instante; al cabo de unos segundos entró en la habitación con dos vasos cortos (di por sentado que obviaba a las dos mujeres en la sesión de tragos que se avecinaba), se sentó en una silla frente a mí, y con una mueca de desprecio comenzó a escanciar el licor en uno de los vasos que me tendió a renglón seguido. El whisky me reconfortó al momento, pero me pareció percibir que Helen, a la que no quitaba ojo de encima, tiritaba mientras no dejaba de escuchar a la gorda plañidera en el mejor estilo Rainer: hermosa, complaciente, elegante y estatuaria, sobre todo, empática con cualquier semejante con los brazos caídos, atenta y comprensiva. Quizás le viniera bien unos sorbos de whisky. Con el carísimo abrigo puesto, y a pesar de su prestancia y corte magnífico, daba una sensación de orfandad que inspiraba ternura. Pero en ese instante, la mujer, había levantado la voz, y con los ojos llorosos, exponía la precaria situación que la decisión del marido iba a provocar en todo tipo de frentes, especialmente el económico, aunque aquél se mantenía en un mutismo hosco, como si el asunto no fuese con él. “Ahora que Dan comienza a vender los cuadros a buen precio, que empezamos a salir a flote, se vuelve loco de repente y quiere echarlo todo por la borda… ¡No entiendo absolutamente nada!”, exclamaba con una expresión mezcla de incredulidad y desesperación. A mí todo aquello me estaba pareciendo de una impudicia sin límites, pues comenzaba a entender que a la mujer le preocupaba más la posible rebaja de la cotización de las obras de su marido, debido al sorprendente viraje que éste iba a imprimir a su vida, que la misma relación que le unía a él, y que yo había creído primordial en toda aquella refriega, por lo demás carente de verdadero interés para mí en todos sus aspectos. Sin embargo, había una cuestión que acrecentaba mi curiosidad a medida que consolidaba mi juicio (penoso, naturalmente) sobre aquellos dos personajes. ¿Qué clase de vínculo les unía a un artista como Rothko, en quien yo ya adivinaba una estatura ética y plástica muy por encima de los pintores de su tiempo? ¿Cómo era posible que las mejores mentes de una generación abocadas irremediablemente a la autodestrucción consumieran mucho de su tiempo precioso en naderías tan evidentes como aquellos dos especímenes? ¿No eran capaces de distinguir, a despecho de su genialidad, lo trivial de lo sublime, el remedo del talento, lo mediocre de lo esencial? Afuera bramaba el viento, como deseando atravesar los cristales de las ventanas y participar de la tormenta callada de adentro, y empecé a temer que el viaje de regreso, si es que se hacía posible, iba a convertirse en un infierno: de la casa a la boca del metro, del vagón a la calle al cabo de media hora, de la calle al apartamento de Houston, todo ello bajo una lluvia incesante y un viento irrefrenable, con el paraguas maltrecho y ya completamente inservible a esas horas. Habría que tomar un taxi hasta el mismo Manhattan, algo que nos costaría una fortuna. Sólo deseaba salir de una vez de aquél antro investido por el hedor de un domingo amarillo, descorazonador y gélido. Como fuere, si algo había de insólito en aquel escenario, ello era mi pacífica resignación, mi espera tranquila, al menos en apariencia, a que concluyese la intervención de Helen en aquel drama extravagante. El holandés bebía en silencio, y a pesar de que yo rehusaba con un gesto de la mano que llenara mi vaso, él hombre no dejaba de hacerlo huraño, sin dirigirme una sola mirada, así que me encontraba en un dilema difícil de resolver: si no apuraba tragos, me helaba de frío; si continuaba imitándole, no tardaría en acabar ebrio, y dudo mucho que Helen Rainer, estilista delgada y frágil, hubiera podido arrastrarme ella sola hasta casa. La perspectiva de quedarme echado como un fardo en la cama o en el sofá de esos dos temibles anfitriones hacía que me mantuviera poseedor de una lucidez a prueba de mezcal, absenta y orujo gallego a la vez, todo en uno. El susurro gimoteante de la mujer apenas era inteligible para mí, y la adusta expresión del hombre no invitaba a una charla distendida. Observé a Helen, generosa y callada, escuchando unas argumentaciones cuya razón, si bien era legítima, adolecía de verdadera trascendencia, además de hallarse bien lejos de cualquier efectividad: el tipo quería largarse a la tierra prometida y la poetisa judía reconvertida en budista no podía convencerle de lo contrario; por otro lado, tampoco era posible convencerla a ella para que se le uniera en su viaje de promisión… o lo que fuese. Alcé la vista a los cuadros de la pared. Eran de una infame pedantería plagiaria. Prácticamente, fotocopias intelectuales de las primigenias pinturas de Mark Rothko. ¿Por qué se empeñaban los menores talentos en secundar los atisbos y vislumbre ajenos plasmados en la obra de los artistas de primera fila? Tan sólo alcanzan una plástica de vaciedad irrefutable. Incluso aquéllos menos talentosos deberían saber que, libre de reglados técnicos, de la tiranía artesana del oficio, no sólo era la imaginación la piedra axial de una pintura o escultura modernas: la aparente ocurrencia plástica que se nutría de los más oscuros laberintos del alma o la sabiduría informaba mucho más en una lectura atenta de la superficie. El holandés, si bien no imitaba descaradamente la plástica de Rothko, abusaba impunemente de sus hallazgos, de la valentía intelectual y artística de quien iniciara con estupor, desesperación y tenacidad otro más de los numerosos y legítimos derroteros del arte contemporáneo. “Mi arte no es abstracto”, solía replicar Rothko a quienes así lo entendían, “está vivo.” Pero L. sólo tomaba de aquél la visible abstracción, la cáscara vacía de una metafísica ególatra y vivísima a causa de su exasperada sinceridad. L. era un espécimen subsidiario, una tentativa vicaria de experiencias inalcanzables por la elementabilidad sutil que se ocultaba tras su plasmación. Este hombre bebedor, taciturno y confuso que ahora tenía frente a mí no había pagado ningún precio por allegar a aquel dramatismo cromático y formal valiéndose de un léxico pictórico mínimo. Su estética procedía de otro talento y otras emociones ajenas. Incluso la bebida en él, así como el desastre de su vida personal abrumada de indecisiones e incertidumbres, parecía una farsa. Sospecho que el alcohol para Rothko, a diferencia de aquél falsificador, lejos de un fácil estimulante o un solitario y accesible embrutecedor era el vino sagrado de una liturgia que le proyectaba a una práctica artística muy por encima de lo aparentemente trivial de su sencillo formalismo. En L., lejos de lo trágico, y tan cerca de una estética de suplantación, su mediocre poética, reducida a una domesticidad lacerante, únicamente revelaba algo positivo: el recuerdo inevitable hacia la obra del otro creador que, él sí, había de morir en el empeño, una vez que había creado escuela y armado conceptualmente unos modelos de plástica pictórica tan alejados de la naturaleza y sus patrones como inmanentes a la emoción sutil del espíritu valiéndose de variaciones cromáticas mínimas, escuetas, de una ascesis chocante. L. sería incapaz, siempre, de pagar el mínimo precio o de sacrificar la escasa dosis de valor para allegar a una plástica propia. Sólo era una copia. Aterido por el frío, aletargado (sino con fiebre paradójica) por el licor, dirigía miradas implorantes a Helen, que parecía haberme olvidado. L. alargó la botella casi vacía hacia mí. Con un gruñido instó a que llenara mi vaso. Obedecí. La cruel Leda, pensé sin venir a cuento. De nuevo el sueño… y su hermana, la muerte. Der Doppelgänger, acompaña el ritmo de un sentir nada emocionado. Escancia, cobarde. Hizo del arte la misa de un alma desesperada, inteligente, aquel judío artista, Rothko, no este otro atormentado del no saber del más allá que cree imprescindible dejar rastro (la firmita de su existencia, la rúbrica de su artificio) para luego disolverse en un kibutz perdido en un valle pedregoso.
Ya en la calle, la cortina de agua nos impedía ver el suelo más allá de un metro de nuestros pies. Ibamos de acera en acera por barrios desconocidos luchando con el paraguas destrozado, pues ya habíamos desdeñado el viaje de regreso en metro, cruzando calzadas desiertas, fantasmagóricas y oscuras, sólo rasgadas por el haz de luz que de cuando en cuando proyectaban los faros deslumbrantes de algún solitario coche deslizándose bajo la lluvia. Tardamos cerca de una hora en hacernos con un taxi conducido por un energúmeno sabelotodo, experto en los chismes del Daily News del día anterior y las estupideces y lugares comunes de la actual politiquería, que nos dejó en el apartamento de Manhattan bajo un cielo encolerizado y enemigo pasada la medianoche, no sin reclamar con una sonrisa amenazadora una propina generosa.
(02-1969/10-2010).

miércoles, 20 de octubre de 2010

Obras Completas

Otra muerte por agua. Era hijo del horror, de aquellos campos.
Ya la vida sería su sepulcro bajo el cielo sombrío de los años.
Temía en las siniestras plegaduras del hombre los crímenes vanos, su destino de bestia y la materia de ceniza.
Sólo fue sombra, nada de la nada.
Colgado del alambre, personaje en el vacío
(el abismo es mirar hacia arriba).
Lega el verso, lega todo (pertinaz pasatiempo leer los claroscuros de quien vive en los márgenes del ser),
escritura y cuerpo, los poemas.

martes, 19 de octubre de 2010

Work in progress (4)

1969. Finales de invierno.
E., enferma me pide que haga de acompañante en una misión algo deplorable. Casi lo suplica, pues entre judíos anda el juego. (No sabemos, no sabíamos, nadie, todavía, cómo la fatalidad nos acecha invisible, dispuesta a saltar sobre nosotros como una bestia silenciosa, inexorable, de entre sombras también invisibles. Inmersos en la jungla de la genética o el infortunio tras las bodas oficiantes de la adversidad, al cabo la muerte…)
Habíamos quedado a comer (una semana antes, ignorando lo que se avecinaba, festivos celebrantes de la pausa sagrada) un domingo lluvioso, en el apartamento, con una artista, una diseñadora de moda (The New Yorker, Vogue, French Window…) compañera de E. en Yale que no se retrasó ni un solo minuto. Traía un excelente vino blanco, que me apresuré a guardar en el frigorífico, y un tarro de frutas escarchadas. Cerca de la media tarde E., que apenas había probado la ensalada de queso y unas pocas migas del pescado, se sintió indispuesta, febril, y decidió meterse en la cama. “Es un enfriamiento, nada de importancia”, sentenció tajante. Durante un rato consintió en que le hiciéramos compañía en torno a la cama, bebiendo el resto de la botella de vino. No me hubiera ido jamás de ese lugar, escueto de mobiliario pero con el adorno descuidado de los cuadros pequeños en la pared y unos mínimos rimeros de libros sobre la moqueta del suelo. La luz inteligente de la lámpara de mesa, tan confortable, tamizaba los rostros y los objetos de un decorado íntimo que propendía a la absoluta serenidad. Con el vaso en la mano, en medio de aquellas mujeres jóvenes, artistas, excelentes conversadoras y el monótono vaivén sonoro de la lluvia de afuera cayendo sobre las aceras oscuras, el tiempo moroso, suspenso en un spleen irresistible, convocaba el ensueño. El problema era que esa tarde debían acudir las dos a casa de otro amigo del grupo de artistas y profesores invitados de Yale. Se habían comprometido en firme, y no podían eludir la cita. El y su mujer se hallaban en una situación difícil, crucial para su relación de pareja. Tal vez una charla entre todos ellos contribuyese a apaciguar los ánimos. La solución más fácil ante el impedimento de E. y el temporal calamitoso de afuera era que aceptase convertirme en caballero acompañante. “Es ridículo”, me defendí inútilmente, “se trata de una conversación que exige la plena confianza de los interlocutores. Soy un extraño para esas personas, a las que, por otra parte, no he visto jamás.” Los remordimientos de E. eran superiores a esa lógica discreción a la que yo apelaba. Se negó de plano a aceptar mi reserva. “Todo esto me parece en extremo inconveniente”, dije, pero la decisión de E. era ineluctable. Con una sola mirada y una medio sonrisa me suplicaba sin palabras mi acatamiento. Me vi forzado a admitir mi condición de acompañante, un gregarismo que finalmente resultó grotesco y, como era de prever, fuera de lugar.
La lluvia era incesante, racheada, fría, y el helor cortante de un viento inclemente, constante y difícil de soportar, se estampaba contra los cuerpos indefensos. “Odio el viento, lo odio con todas mis fuerzas”, dijo al salir del metro en la tarde dominguera prematuramente anochecida, agachando la cabeza frente las embestidas de un aire loco, imprevisible, que lanzaba contra nosotros la lluvia desde todas direcciones. Pero el clima de esta ciudad no admite la templanza. No hay tregua. Un invierno durísimo (que debe ser el del 68/69, diciembre tal vez, o quizás ¿fue febrero? Elle Rainer, una amiga de E., sí, ahora recuerdo, a primeros de febrero del 69, en Brooklyn, en una de las callejas mal iluminas de Midwood). Con helor navajero, brutal, recorrimos un par de manzanas hasta que llegamos entumecidos a un chaflán oscuro donde se alzaba la casa de piedra (muy deteriorada a juzgar por lo poco que me fue posible ver desde el exterior) de dos plantas con una ventana ovalada en cada una de ellas de L., un pintor holandés que en breve tenía el propósito de emigrar a Israel. Su mujer, budista recién conversa (antes judía y poetisa hermética en yidish), de una gordura morbosa, ojos saltones y boca agria, no iba a acompañarle, al menos eso declararía más tarde con terca vehemencia. Días antes había estallado la crisis matrimonial. El pintor holandés era amigo de E. y Elle Rainer, del grupo de Yale. Ambos, la mujer y él, pero especialmente la mujer, buscaban el auxilio de E. y Elle, algún tipo de solución brindada por aquéllas frente la ruptura que se avecinaba, quizás definitiva. Después de las presentaciones, tensas, entre educadas pero obligadas sonrisas, la mujer y Elle tomaron asiento en uno de los dos sofás y comenzaron a hablar en voz baja. Yo me senté en el extremo del otro, junto la pared opuesta. La luz eléctrica, amarilla y sin tapujos, provenía de la lámpara del techo; provocaba un ambiente depresivo, de una incomodidad violenta; ninguna otra lámpara, de pie o de mesa, se veía en la pequeña habitación. Las paredes estaban cubiertas, casi tapadas en su totalidad por los malos cuadros del dueño de la casa, pintor pero falso artista, meras imitaciones de los campos cromáticos de Rothko, amigo asimismo de la pareja. En un ángulo de la habitación se erguía una biblioteca de madera barnizada. Durante mi penosa permanencia en la casa echaba frecuentes vistazos mal disimulados a los estantes: salvo un recetario de cocina y una historia del arte en edición escolar de bolsillo, a los que habría que añadir una biblia hebrea volcada con la cubierta al aire en el estante superior, los demás volúmenes eran novelas policíacas. Por encima, un calendario (y ahora sé: 21/2/1969) colgado en la pared que anunciaba una marca de alimentos en conserva, la sopa de Warhol. Un televisor encendido, pero con el volumen sofocado, agregaba a la atmósfera un no sé qué de triste pasatiempo, un acento de miseria espiritual (emitían escenas sin continuidad de partidos de fútbol americano), como una letanía que provocara un paréntesis letal en el ánimo. El hombre, que aún no había tomado asiento, cogió del mínimo aparador de madera maciza una botella de bourbon todavía con el precinto sobre el tapón. Entonces empecé a sentir un frío estremecedor, que me obligó a replegarme sobre mí mismo con el abrigo puesto en el sofá quejidor, de raído tapizado. Elle me miró asustada a su vez por la baja temperatura que había empezado a experimentar nada más entrar en el interior de la casa y que persistía después, así que no se despojó tampoco de su trenca. Ni se quitó los guantes de piel. La mujer se dio cuenta, pero aparentó una normalidad que certificaba chocantemente su propia vestimenta, casi primaveral, un pantalón de pana y un suéter de fina lana que retaban, no sin imprudencia, la falta de calefacción en la estancia. Su marido compartía la misma despreocupación, y su atuendo consistía en una camisa gruesa de felpa, de las llamada de leñador, y unos vaqueros deslucidos. El whisky me reconfortó al momento, pero me pareció percibir que Elle tiritaba mientras no dejaba de escuchar al estilo Rainer: hermosa, complaciente, elegante y, sobre todo, empática con cualquier semejante con los brazos caídos. En ese instante, la mujer, había levantado la voz, y con los ojos llorosos, exponía la precaria situación que la decisión del marido iba a provocar en todo tipo de frentes, especialmente el económico, pero aquél se mantenía en un mutismo hosco, como si el asunto no fuese con él. “Ahora que Dan comienza a vender los cuadros a buen precio, que empezamos a salir a flote, se vuelve loco de repente y quiere echarlo todo por la borda… ¡No entiendo absolutamente nada!”, exclamaba con una expresión mezcla de incredulidad y desesperación. A mí todo aquello me estaba pareciendo una impudicia sin límites, pues comenzaba a entender que a la mujer le preocupaba más la posible rebaja de la cotización de las obras de su marido, debido al sorprendente viraje que éste iba a imprimir a su vida, que la misma relación que le unía a él, y que yo había creído primordial en toda aquella refriega, por lo demás carente de verdadero interés para mí en todos sus aspectos. Afuera bramaba el viento, como deseando atravesar los cristales de las ventanas y participar de la tormenta callada de adentro, y empecé a temer que el viaje de regreso, si es que se hacía posible, iba a convertirse en un infierno: de la casa a la boca del metro, del vagón a la calle al cabo de media hora, de la calle al apartamento de Houston, todo ello bajo una lluvia incesante y un viento irrefrenable, con el paraguas maltrecho y ya completamente inservible a esas horas. Habría que tomar un taxi hasta el mismo Manhattan, algo que nos costaría una fortuna. Sólo deseaba salir de una vez de aquél antro investido por el hedor de un domingo amarillo, descorazonador y gélido. Como fuere, si algo había de insólito en aquel escenario, ello era mi pacífica resignación, mi espera tranquila, al menos en apariencia, a que concluyese la intervención de Elle en aquel drama extravagante. El holandés bebía en silencio, y a pesar de que yo rehusaba con un gesto de la mano que llenara mi vaso, él hombre no dejaba de hacerlo huraño, sin dirigirme una sola mirada, así que me encontraba en un dilema difícil de resolver: si no apuraba tragos, me helaba de frío; si continuaba imitándole, no tardaría en acabar ebrio, y dudo mucho que Elle Rainer, estilista delgada y frágil, hubiera podido arrastrarme ella sola hasta casa. El susurro gimoteante de la mujer apenas era inteligible para mí, y la adusta expresión del hombre no invitaba a una charla distendida. Observé a Elle, generosa y callada, escuchando unas argumentaciones cuya razón, si bien era legítima, adolecía de verdadera trascendencia, además de hallarse bien lejos de cualquier efectividad: el tipo quería largarse a la tierra prometida y ella no podía convencerle de lo contrario; por otro lado, tampoco era posible convencerla a ella para que se le uniera en su viaje de promisión… o lo que fuese. Alcé la vista a los cuadros de la pared. Eran de una infame pedantería plagiaria. Prácticamente, fotocopias intelectuales de las primigenias pinturas de Mark Rothko. ¿Por qué se empeñaban los menores talentos en secundar los atisbos y vislumbre ajenos plasmados en la obra de los artistas de primera fila? Tan sólo alcanzan una plástica de vaciedad irrefutable. Incluso aquéllos menos talentosos deberían saber que, libre de reglados técnicos, de la tiranía artesana del oficio, no sólo era la imaginación la piedra axial de una pintura o escultura modernas: la aparente ocurrencia plástica que se nutría de los más oscuros laberintos del alma o la sabiduría informaba mucho más en una lectura atenta de la superficie. El holandés, si bien no imitaba descaradamente la plástica de Rothko, abusaba impunemente de sus hallazgos, de la valentía intelectual y artística de quien iniciara con estupor, desesperación y tenacidad otro más de los numerosos y legítimos derroteros del arte contemporáneo. “Mi arte no es abstracto”, solía replicar Rothko a quienes así lo entendían, “está vivo.” Pero L. sólo tomaba de aquél la visible abstracción, la cáscara vacía de una metafísica ególatra y vivísima a causa de su exasperada sinceridad. L. era un espécimen subsidiario, una tentativa vicaria de experiencias inalcanzables por la elementabilidad sutil que se ocultaba tras su plasmación. Este hombre bebedor, taciturno y confuso que ahora tenía frente a mí no había pagado ningún precio por allegar a aquel dramatismo cromático y formal valiéndose de un léxico pictórico mínimo. Su estética procedía de otro talento y otras emociones ajenas. Incluso la bebida en él, así como el desastre de su vida personal abrumada de indecisiones e incertidumbres, parecía una farsa. Sospecho que el alcohol para Rothko, a diferencia de aquel falsificador, lejos de un fácil estimulante o un solitario y accesible embrutecedor era el vino sagrado de una liturgia que le proyectaba a una práctica artística muy por encima de lo aparentemente trivial de su sencillo formalismo. En L., lejos de lo trágico, y tan cerca de una estética de suplantación, su mediocre poética, reducida a una domesticidad lacerante, únicamente revelaba algo positivo: el recuerdo inevitable hacia la obra del otro creador que, él sí, había de morir en el empeño. L. sería incapaz, siempre, de pagar el mínimo precio o de sacrificar la escasa dosis de valor para allegar a una plástica propia. Sólo era una copia. Aterido por el frío, aletargado (sino con fiebre paradójica) por el licor, dirigía miradas implorantes a Elle, que parecía haberme olvidado. L. alargó la botella casi vacía hacia mí. Con un gruñido instó a que llenara mi vaso. Obedecí. La cruel Leda, pensé sin venir a cuento. De nuevo el sueño… y su hermana, la muerte. Der Doppelgänger, acompaña el ritmo de un sentir nada emocionado. Escancia, cobarde. Hizo del arte la misa de un alma desesperada, inteligente, aquel judío artista, Rothko, no este otro atormentado del no saber del más allá que cree imprescindible dejar rastro (la firmita de su existencia, la rúbrica de su artificio)
Afuera, una cortina de lluvia nos impedía ver el suelo más allá de un metro de nuestros pies. Tardamos cerca de una hora en hacernos con un taxi conducido por un energúmeno sabelotodo, experto en los chismes del Daily News del día anterior y las estupideces sociales enhebradas de lugares comunes, que nos dejó en el apartamento de Manhattan bajo una lluvia encolerizada y enemiga pasada la medianoche, no sin reclamar con una sonrisa amenazadora una propina generosa.
(02-1969/10-2010).