lunes, 29 de noviembre de 2010

Una academia (14)

Estaba él en esa hospitalidad natural que otros seres impensables, antiguos y olvidados han provisto de la manera sencilla con que obra la simple supervivencia. Otra gente del pasado creó los caminos que ignora Brell en su desafío y que holla Silvia Jara un día y otro día inconscientemente: fue un arte de la naturaleza erigido poco a poco que adecentaba la montaña de sendas y frutos comestibles: la vid, el almendro, el olivo... Así que todo ese avatar pequeño de la andanza de Brell está sembrado de las líneas y antojos de lo precedente, de la hilatura cabal de otra época. ¿Y Jara...? Ella estaba en el tiempo del paisaje de siempre, sin forzamientos, un dibujo virginal, con la exactitud de la piedra o la hoja de árbol, de la gota de agua o de la forma de la nube. Un dibujo sin censuras ni cortapisas, ni nada de fuera que pudiera contrariarlo.
La imaginaba a ella. Pero la cobraba del ensueño, como si ella tuviese una existencia más allá de la realidad evidente. No la veía mirándola, pero la imaginaba mejor de esa manera. La recreaba con cautela, atemorizado por alguna excesiva sutileza, sin perder de vista la tierra: nace ante él una naturaleza desprovista de parábolas, sólo de símbolos llanos y domésticos.
(Habitan entre las orillas del remedo, a trancas y barrancas de un extremo a otro de la pintura amarilla y el cielo azul y la tierra roja, unas figuras que en el soñar de Brell recorren el lugar donde los colores pueden conversar entre ellos.)
Todo el paisaje está libre de metáforas. No brota una poética crucial entre el alba de plata y el rojo crepúsculo en el cuadro inmenso que divisa Brell: las líneas y los volúmenes, el color y la forma, son convenciones elementales de un reto mayor. Un medio propio de conocimiento de proporciones inauditas para él hasta ese momento, una alarma constante.
La visión evoluciona lentamente, se modifica mediante aportes de nueva significación. La obra entera de la naturaleza va despojándose frente a Brell de todo aquello que no es esencial, y la reducción bajo el fuerte sol del mediodía o en la vaguedad del ocaso violeta y gris conforma una síntesis de expresión jamás contemplada antes, ni siquiera en las imágenes del sueño fragmentario y elíptico.
Panoramas y arboledas, trigales y girasoles, laderas y cielos, no son sino la escritura de una plástica que yacía tras el exceso y la perfección. Y ahora Brell se introduce en el espejo. Detrás de la naturaleza, siendo real y estando la apariencia de siempre, existe la tinta simpática del estilo del hombre que construye la doblez de lo que mira y de lo que siente, de lo que expresa.
"Como recién salido del cuadro", piensa entre las cosas verdaderas después de su viaje de ida y vuelta. Se ha plantado en lo terrenal, forma parte del mismo convoy de luz. Pero es otro. Puesto que mira con ojos nuevos se gesta sin esfuerzo la nueva expresión en la retina. Tan natural ha de ser lo que ve, como todo lo silvestre de la tierra.
El aire aplacado en un ocaso de julio que hace hervir de niebla y de rojo la jornada: pasa las horas bajo el sol.
Ha estado todo el día esperando, lee, no lee, hasta que...
Diariamente, con inexplicable diligencia, sube a la montaña. Acude todas las tardes a su cita. Sólo espera. No hace nada por evitar una simulación que él mismo desea que perdure: está a gusto en esa zona indefinible sin propósitos, sin objeto ninguno. Sin intercambiar, de momento, mentiras o disimulos fastidiosos. Siete días que persevera en esa paciente misión. Pasarán dos días más. Otro más... Luego, será el cuento de nunca acabar.
Un día Brell observa un dibujo con ceras de color que Silvia Jara…. ¡tiene que haber dejado a su alcance!: una secuencia montañosa bajo la amenaza de una próxima tormenta, pues eso barruntan unos cielos en torbellino, borrascosos, azules y violáceos. Todo en el papel es verdadero. ¿Cómo desmentirlo? Está el soporte de mala calidad, los colores intensos, la inocente construcción de la imagen, la referencia ideal de la representación. ¿Quiere ella que emita un juicio? ¿Para qué si no...? La hoja estaba doblada hacia adentro, ocultando el dibujo, depositada sobre la tierra con sumo cuidado, y una piedra pequeña y plana, pulida y roja, la oprimía contra la hierba para evitar que se la llevara el viento.
Brell no aparta la vista de la hoja de papel. "Esta es una manera de hablar", piensa. Sabe que desde algún punto escondido, no muy lejos de allí, unos ojos divertidos le miran a él mirar el dibujo.

martes, 23 de noviembre de 2010

Ensayos para un estilo (26)

El gran Jack el Vagabundo era uno de estos”, prosigue Raymond Th. Yeats inclemente, “pensativo y con un oscuro sentimiento de culpa. Aún lo recuerdo el día de la lectura de Howl echado en el suelo, con una jarra de vino matarratas al alcance de la mano. Náufrago entre lo católico y lo búdico, en esta temible encrucijada regaba diariamente su indecisión con litros de Tokay, la bebida de los zarrapastrosos, o Jack Daniel’s, cuando lo único que sabía hacer bien en realidad era escribir. Ese es el único puente al karma en todo inocente periplo, que sepas qué es lo que haces bien, y sólo eso es lo que al final te libra en el último eslabón de la cadena, y te aseguro que lo hay, de acabar con un taparrabos, sin lavarte durante semanas y comiendo un cuenco de arroz hervido con la Biblia budista de Goddard abierta a un lado o leyendo pasmado a cualquier otro santón. No basta la inteligencia para salvarte de las patrañas, la fe la tienes que tener en ti mismo. ¿Pero qué diablos les ocurre a todos estos jóvenes desocupados tras el misticismo y la iluminación bastarda…?”
Bien, yo te lo diré: apuran el cáliz rebosante de alcohol y drogas baratas o simplemente mortales (benzedrina, heroína, yagé, nembutal, peyote mexicano, morfina, marihuana, anfetaminas, Seconal, dexedrina, incluso se tragan los algodones empapados de porquería química de los inhaladores: yonquis del alma). Cuando despiertan aterrorizados al cabo de veinte horas creen que se han convertido en un gusano o en el tío de las barbas.
En ocasiones, para escribir sin gastar poco más que unos cuartos: vino dulce, la marea de los vagabundos.
¿Qué hay de Jay DeFeo? Cuando vuelvas de la nave-nodriza de Ketturg-Am-Ruhr, “The rose” pesará alrededor de una tonelada. ¿Y tú? Bien. (2010: las dos habéis acabado en el almacén para gatos del Whitney Museum.)
“Ahora ya sé mi camino” (Febrero de 1969), dice, y aún no ha reventado Kerouac, que lo hará siete meses más tarde en el sótano de su casa sentado sobre una caja de botellas de Johnny Walker. En realidad, se estaba suicidando desde hacía dos años oculto entre cuatro paredes, ajeno, y acaso con hostil animosidad hacia todos aquellos falsos clónicos adornados con flores que, llegados de universidades y falsos paraísos, se reunían en el parque Golden Gate de Frisco, hippies ángeles de escayola y de trapo atiborrados de zen y LSD, para conmemorar el Great Human Be-in, un mandala psicodélico y multitudinario que condujera a la gran meditación colectiva. Hijos sofisticados de aquel beat destrozado y fuera de lugar agarrado a una botella, lejos del anarquismo intrínseco de tipos como Cassady o del corrosivo desapego de Burroughs, disfrazaban las buenas intenciones, una revolución de cánticos, acuarelas y rosas, con los vistosos atuendos característicos de los conversos, todo apariencias, rompiéndose la cabeza traduciendo media docena de sutras. El vagabundo tenía que haber hecho caso al chino sabio, sentado en las sombras:
-Conviértase en un monje zen, coja las cosas imprescindibles, vaya a las montañas, escriba poesía y beba todo lo quiera. Está condenado, se va a morir en unos pocos meses, así que es preferible que muera de ese modo. A conciencia.
No lo hizo. Se dejó morir lentamente, inflado y borracho en la terrible domesticidad de una casa vulgar, mimética, en el último octubre purificador: vomitaba sangre a raudales hasta que perdió el sentido (Florida, 21-10-1969).
Mala firma. Y, sin embargo, antes, un ser excepcional, graduado en carreteras, tan lejos de las rancias mediocridades bien vestidas y cebadas del ámbito académico: un tipo capaz de escribir 36 metros de rollo de papel de teletipo de la United Press, un solo párrafo a un espacio, sin interrupción, sentado durante días ante la vetusta máquina de escribir, una Underwood negra con el rodillo más duro que una piedra, espantando a patadas a un perro que se empeñaba en comerse parte del papel ya mecanografiado y caído en el suelo.
Debería ser al contrario; mariposa, crisálida, larva, gusano. Uno de los posibles caminos inversos. A veces, sobran los años. Ciertos karmas. Por así decirlo.
“Ha conseguido la celebridad, y dinero”, dijo.
Era esa clase de tipos que bebe, escribe sin cesar y vende su sangre para conseguir algún dinero. Una biografía perfecta.
Sí, decenas de miles de personas leen su libro, en sus páginas se admiran del tipo duro con la mochila andrajosa a la espalda, cruzando varias veces a dedo el país enorme y hostil: al final de su vida, cuando vuelve a la carretera y se convierte de nuevo en autostopista, ni uno solo de los coches que pasan raudos a su lado se detiene a recogerlo, ignorando que ese pobre tipo que anda por el arcén con los pies llenos de ampollas sangrantes es precisamente el mismo autor que envidian leyendo sentados en el sofá y emulan en sus sueños de burgueses medrosos, a refugio en sus cálidos hogares. A partir de entonces, el autostopista abandonó definitivamente la carretera. Et tout le reste est littérature.
El recuento: lo materiales, una enumeración fatigosa, como busca palabras, sólo que en lugar de arrancarlas del cerebro te salen al paso: madera, cuerda, hierro, piedra, polvo…
¿Crees realmente que hubiera sido todo igual?
El orden. El caos.
Tiempo de profetas.
Yeats: “Ese maldito New Yorker en el que tanto te deleitas es la biblia de los tipos bien peinaditos a raya.”
“Tu inefable y reciclada Partisan Review, en la primavera del 63, empalideció de miedo y angustia cuando Grove Press publicó el (sic) Naked Lunch (11-1962).”
-Yo, antes, era comunista; ahora, soy budista. Entendámonos.
-Por supuesto.
“Más que al proletariado”, dijo uno de los conversos en el hediondo apartamento de la 48 con la Segunda Avenida,”lo que hay que ayudar es a la gente, ¿entiendes? Esa es la lucha. Eso es lo realmente importante. Los auténticos problemas de la gente, el día a día y todo eso (sic). ¿Comprendes? He dejado Berkeley y me hecho carpintero, pues este trabajo me permite meditar, aprendo lo verdaderamente esencial: zen, bengalí, sánscrito, pastún, hiduismo… Estudio mucho el I Ching.” Bueno, otros andan estableciendo las diferencias (¡cómo no!) entre el Hinayana y el Mahayana. Todo esto ocurre en Nueva York, en los pétreos desfiladeros de la urbe-símbolo, calles grises y oscuras flanquedas a ambos lados de altos edificios de apartamentos sórdidos y angostos, sin agua caliente, sin apenas calefacción, con cucarachas deslizándose por el minúsculo fregadero, resbalando por los sucios cristales de las ventanas, encima de la pequeña mesa adosada a la pared de la cocina, debajo de las camas…: excitante Nueva York años cincuenta.
Ella huyó de todo eso. Era una artista moderna.
Yeats: “Nadie podía salvarla.”
“Me perturbaba su vigor, su fe en sí misma, su arrojo”, dije. “Aunque, tal vez, no fuese ese sentimiento de falsa piedad lo que me embargaba, y lo piense ahora que ha pasado todo. Es probable que en realidad, debido a mi absoluta pereza e inanidad, lo que me hacía sufrir era su actividad constante, sus ganas de seguir adelante costase lo que costase. Era como una hormiga ciega, siempre mirando hacia delante.”
“Ese pathos hacia todo, pues todo lo transformaba en objeto artístico, en piezas del engranaje final de la obra que exponía en la galería... Eso era lo primero que percibías. Luego analizabas. Ese era el error. Sólo tenías que aceptar, a ciegas, como ella hacía las cosas. No querer comprenderlo todo, sólo lo necesario.”
La chica de la fibra de vidrio: vertederos, un alfabeto genial.
Al final, lo que te interesa de alguien es su acento, sea artista o lo que fuere. ¿Qué es capaz de reflejar desde el espejo de sí mismo?
Una noche, de regreso al apartamento bastante irritados (nos habíamos quedado sin entradas para la obra de teatro primeriza de un tal Manet -¿cómo el pintor?- o Mamet, Lady Variations, en el Village), estuvimos horas ante el silencio acusador de Yeats (cuya perplejidad no dejaba de ir en aumento) debatiendo, en ocasiones no sin crispación, los correctos significados o las posibles definiciones de: metáfora, alegoría, símil, analogía, símbolo… Terminamos abocados a un positivismo semántico que ineludiblemente nos llevaba a Wittgenstein (estrictamente: un abuso del lenguaje). Bien entrada la noche: no sabemos lo que es un símbolo, una clase de signo, su improbable inmanencia al significado de lo que representa: concepto frente objeto, el símbolo es el significado y no el significante. ¿Y la cosa…? ¿La cosa de E., sus cosas? “Hablemos de las metáforas, del correlato, de las suplantaciones…” “Es demasiado”, se lamenta Yeats levantándose del maltrecho sillón a punto de desvencijarse. (E.: “Tengo que restaurar ese maldito sillón… Etcétera. Era de su padre, el hogar perdido, el viejo sillón de papá etcétera.)
¿Cómo relacionarse con la realidad? ¿Cómo suplantar la palabra, la imagen vicaria para describir el mundo, la emoción o el dolor, el absurdo, la nada, el silencio? En especial cuando no deseas de ningún modo ser un maldito bhikku, un desertor vagando entre alcoholes o mano sobre mano no haciendo absolutamente nada.
Sin ella. Yo, huiré pronto; en cuanto a Yeats… ¡ha asistido a tantos descalabros!
Y, ahora, ¿qué? Libros, escondámonos en los libros. Cierra esa puerta de la vida, no dejes entrar el aire, apaga el sol, corre cortinas, junta postigos, calla.
Renglones rectilíneos. Se precisan para la catarsis, como el desorden precisa de su bullicio para fulminarse en la corrección.
Pollock y Kerouac son los basurales. El referente.
Una borrachera de misticismo.
De ellos (y la caterva de los sucedáneos) nace el geometrismo de después. La línea recta.
La bestia vuelve a comerse la cola.
El caos, de nuevo, estaba a la vuelta de la esquina. Pavor y diagonal.
Sólo hay tres formas de acabar, década de los sesenta: muerto y silenciado, como una bola de sebo brillante de alcohol o con la chequera de la cuenta corriente a cubierto en el bolsillo trasero del pantalón.
¿Qué tal esas tres formas en una (una y trina): muerto como una bola de sebo y alcohol y con billetes de banco en la faltriquera?
Vuelta a empezar. Toda mitología es un andar y desandar: dioses, hombres, dioses, hombres, dioses… ¿Quién crea a quién?
El arte, que es el mismo siempre, necesita de los antojos: eso le hace caminar inherente a la evolución del ser humano.
E.: ¿qué clase de religión has puesto en todo ello? El miedo y el absurdo. La armonía, lo rectilíneo, es para los débiles, la falsilla de la existencia. “No juego a ser Dios”, me confiesa. Ninguno de ellos (Rothko y compañía) jugaba a serlo, estaban demasiados ocupados en procurarse alimentos. Todos, hasta el más reacio, atrabiliario e intransigente de los irascibles, trabajaban para una agencia federal en el proyecto TRAP, una idea caritativa de la época de la depresión para no dejar morir de hambre a decenas de pintamonas sin un centavo. ¿Qué religión hay aquí? ¿acaso pintar se ha convertido en una liturgia, en una necesidad, en un trapicheo? ¿En una maldita limosna…?
Atento al buzón de los miércoles.
Curso por correspondencia.
Religión por correspondencia: conviértase en fraile, hable con Dios de tú a tú (de hombre a hombre, como quien dice).
Sea usted Van Gogh.
Un caballete, un maletín con los trebejos (acepción añadida: juguetes, vid. Diccionario de la Lengua Española, RAE, vigésima primera edición). Ya está usted en Arlés.
Sólo tiene que creérselo, amigo. La vida es demasiado corta para que le desenmascaren antes de tiempo, y, créame, después de muerto la cebada al rabo.
Dígase a los ojos delante del espejo: “Soy un genio.” Puede escenificar incluso. Agarre unos pinceles de pelo de marta, meta el dedo gordo de la mano en el agujero de la paleta churreteada, sostenga con los labios la fina espátula para los celajes sutiles y cosas semejantes, vuelva a mirarse en el espejo...
Mejor, mucho mejor. “Soy un genio”, dirá en voz alta.
Y, ahora, con su maravillosa estilográfica Montblanc (125 dólares de 1969), escriba muy reflexivamente esa frase 666 veces en su cuaderno de tapas de hule negro y páginas cuadriculadas amarillas. Y…
A rodar.
Hay orden y forma o no-orden y no-forma, pero lo ceremonial como norma, lo ritual solemne, es lo más ridículo que pueda pensarse del acto creativo, siempre una fiesta improvisada aunque a veces las cosa no funcionen como es debido y sobrevengan las dudas como un vendaval.
Te diré algo: cuando quise darme cuenta donde estaba, ya me hallaba muy lejos de lo que preví en un principio. Entonces analicé lo que estaba haciendo. Era bueno, eran unas buenas obras las que conseguía realizar, y me sentí bien. Trabajaba realmente bien en esa época. Me sentía a gusto con los materiales, y los procedimientos, los títulos me salían solos. Todo funcionaba. Así eran entonces las cosas. Sería a principios del 67, a poco de regresar de Europa.
E.: 1970. Reina de las teorías: “Preveo un futuro lleno de malentendidos.”
Sin embargo, hay que hablar... de arte. Pero ese parloteo es un monólogo en una larga noche. Me dispongo a escuchar. Etcétera. Ahora, antes de que amanezcan las jarcias de la nave de Delos, la conciencia escindida de ella, entre el deseo de salvación y la clausura de la muerte, entre dos sueños: el arte.

Los hechos…
La obra…
En el escenario de la gran ciudad. Ventanas como ojos, aceras como arterias, tubos como venas, puertas como los agujeros del cuerpo, pasarelas, túneles, espejos, estructuras-óseas, el pulso y la pulsión, he aquí el escaparate del hombre de las multitudes. Transmuta las formas, los rancios o vivos colores naturales del propio material, la transparencia del vidrio, la solidez del acero, la barra de hierro y el alambre, la súbita vulnerabilidad de la soga que cae, se tambalea, en nada se afirma hasta que no cae al suelo, colgada la soga es algo, una forma. La artista cuelga las cosas, la soga: sin ahorcamiento, es el vacío. Ciudad: miles de seres desconocidos: todos son el mismo, la misma, son como sombras, tan mecánicos como los automóviles a un metro de tu piel sucia del polvo y el vaho urbanos, tan ingratos y odiosos en su anonimato hostil, son sólo cuerpos. Si andas por las calles de Nueva York será difícil que tus ojos se crucen con otros ojos. Y si ello sucede, no te verán. Están como muertos, papila cancerosa. Eres lo contrario de lo que aparece en las pantallas de los televisores. Eres irreal, inexistente por desconocido, un muñeco andante, no eres ese personaje en plano americano de 625 líneas. Al final, sientes más ternura por un semáforo que por el tipo-nadie que a dos centímetros de tu lado aguarda para cruzar la calzada. En la ciudad de las muchedumbres, de los milagros y de la fortuna hay tiendas y teatros, bibliotecas donde leer, sitios donde comer y tomar una copa, luces donde deslumbrarte, música para embelesarte, parques donde morir despacio en el atardecer, hoteles donde esconderse, sueños donde inventarse de nuevo, y dormir, dormir aun en el fragor que nunca cesa en la ciudad de veinte millones de seres, y hay una carretera delante de ti por donde puedes huir siempre en círculo y hay también un aeropuerto no demasiado lejos donde te espera, si hay suerte, el viaje a ti mismo… Adiós, adiós.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Una academia (13)

El arte de Silvia Jara es un arte cándido y muy arbitrario en sus motivos. Sin haber oído aún una sola palabra de sus labios, porque no verla ya es un acatamiento irreductible, tiene en sus manos ahora una muestra trabajada ex profeso para él. La ha encontrado en el sitio donde toma asiento habitualmente, cerca del chamizo al borde de la montaña.
Ya va para siete días que Brell sube al monte, da dos voces de saludo, mira al perro, que mueve la cola muy corta al reconocerle, se sienta y se vuelve de espaldas al camino ancho que sale de los riscos. Así la espera para nada. Es el crepúsculo, cuando la brisa refresca la piel, con el sol vencido en un horizonte de pinceladas rosas y rojas, por encima de las montañas escarpadas del Oeste.
Las cabras, cansadas, van reuniéndose en torno al aprisco y los corrales, se apelotonan en grupos junto al canalón de la fuente, beben y se rehuyen. Las puertas de los establos están cerradas. La presencia de Brell le impone a ella la tardanza. No se dejará ver. Sólo meterá el ganado dentro de la cálida y gris oscuridad del corral cuando el otro desaparezca del todo senda abajo hasta el barranco, y luego al plano, y luego doble el camino, y siga recto hasta los ejidos del pueblo... y adiós.
En ese mundo de olores, poderoso y de plenitud real de las cosas, de quieta sencillez, con la figura de niebla de ella oculta entre matorrales, cerca o lejos, Brell burla al tiempo entusiasmándose con un proyecto siempre proyecto, una empresa efímera que se desvanece con la noche cerrada y se alumbra de nuevo con las primeras luces allá abajo, muy lejos, en el pueblo que tremula al alba.
La figuración le embelesa las horas de insomnio. Cómo será. Cómo no será. El juego pueril del escondite y el pasatiempo inocuo van conformando en él un apego de monstruosa inanidad: se da cuenta que sólo espera las horas, los minutos que restan hasta que se calce las botas, agarre el palo y acuda presuroso al lugar de la cita frustrada.
Cuando asciende hacia arriba ella ya lo ha visto desde mucho antes. Lo ha descubierto saliendo malparado de un recodo o de entre los árboles, aún pequeño de forma y casi irreconocible, todavía una simple nota que se mueve muy abajo en el monte. Silvia Jara, que domina el paisaje y sus ruidos, todas sus cambiantes apariencias y el fenómeno de su vasto relieve, ya sabe de él cuando irrumpe en la fronda primera del monte. Luego, cuando poco a poco sube por trochas empinadas, salva las ramblas áridas y polvorientas de estrechos barrancos y sigue por la senda casi perdida entre la maleza y las roquedas ella sigue sabiendo de él y su ascenso fatigoso y crepuscular. Conoce palmo a palmo los pasos que ha de dar, los obstáculos que evita, el tiempo y la torpeza con que se enreda en los aliagares y los bancales aterrazados, en las paredes y los ribazos medio derruidos que parcelan el monte de abandonos. Cuando está a punto de alcanzar los altos de la montaña ella ha podido esconderse de sobra en cualquier lugar. Hace mucho que sabía de él, mucho antes del empeño de Brell por estas citas de ahora. ¿Qué pinta éste? Supo de él desde los primeros días de sus incursiones, de su ansiedad por perderse entre los árboles y las fuentes escondidas, cuando buscaba caminos cegados por un barranco o sendas a ninguna parte. Sabía ella del extraño trastorno que le hacía merodear de un lado a otro de la montaña: no parecía buscar nada, todo parecía querer tenerlo, miraba hacia arriba sin ver siquiera, rastreaba la tierra descubriendo muy poco, era torpe y poco sabio en la andadura montés. Parecían gustarle los alardes: acababa extenuado, sediento, y se perdía en parajes difíciles con la inconsciencia de un niño y la rabia del adulto desorientado. El practicante simulaba oficiar alguna especie de ritual... o de extravío. [Su gnosis machacona: errático, de la nada a la nada..., andar por andar.]

sábado, 20 de noviembre de 2010

Una academia (12)

El primer día que sugirió la cita ella, naturalmente, no se dejó ver. Brell llegó arriba con el crepúsculo, con el cielo rojo, rosa, azul y blanco, sintiendo el aire fresco en el rostro. Miró a su alrededor, aunque no la buscaba a ella ni a ningún ser humano. Un perro pequeño, blanco y canela, lanudo y de aire triste le miraba esquinado y cauteloso. Las cabras, que a él siempre se le antojaban de una fragilidad misteriosa y algo desmañadas, mordisqueaban, ya con desgana, del pasto ralo de las laderas en sombras grises. A ella no se la sentía por ningún lado. Sin embargo, Brell comprendió que era objeto de asechanza: Le doy miedo..." Al cabo de diez minutos huyó del lugar con timidez. [También él, con miedo... De eso se trata, ni vernos…] Dos días más tarde, a la misma hora, lo intentó de nuevo. Ella, con el mismo sigilo que la primera vez, permaneció sin dar señales de vida. "Está por aquí, muy cerca, sumida en algún agujero de la tierra, oculta por el arbusto y la yerba... Pero ¿adónde...? Ni quiero verla… Sólo sentirla agazapada en el verdor .
[Raros encuentros. "B., que se precipita con los ojos cerrados en la dicha o en la desgracia...": escribiría T.B. en un margen de la hoja sucia, rota… (Años más tarde la ceguera criminal sería la de ella, y no como la de aquél, inocente, casi...]
No verla. Pacta de esa forma el recíproco conocimiento. Brell entendía lo falso y lo poco sensato de ese proceder pero también adivinaba el especial atractivo que deparaba la circunstancia. Proponía en voz alta que ella siguiera escondida entre matorrales o detrás de alguna roca cercana: no hacía falta verse, si ella lo quería así. "Bastará con hablar", dice hablando a la nada. No obtiene contestación de ninguna clase. El monte va silenciándose poco a poco mientras se cierne la noche. Callado y aburrido, después de un rato se marcha.
Y, al otro día, lo mismo. Habla al aire, pero...
Brell pensaba que aquello tenía cierta gracia. Le costaba creer que a ella no le acuciara también la curiosidad. Sostener ese diálogo sin rostros tiene sus ventajas: uno se miente menos a sí mismo, hace más verdadero al otro... Se miden las palabras, no anda a locas el pensamiento.
Sería como si estuvieran en cuartos contiguos y hablasen a través de la pared. Cada uno a lo suyo, sin melindres, una relación sosegada, de intuiciones y presentimientos, sin el fiasco de la realidad del otro, de la imagen siempre engañosa.
Sondea B. en la nada, añade alguna cosa entre dientes. Quiere oír milagros. Espera. Ni una palabra. Se va.
"Si el padre y los hermanos te sorprenden" (calcula más que reflexiona), "mira, alguna mala acción, un desvarío... Date maña en bajar de donde subiste, o te das por muerto [y en paz]", le advierte Panes. Echa un vistazo al cuerpo de Brell, escueto, de poca estatura, no gran cosa: "Aunque bien pensado", añade con una sonrisa despectiva, "ella misma te pondría hecho unos zorros en cuestión de poco tiempo."
Todavía no la ha visto, y no tiene ni buena ni mala intención porque todo esto es un puro entretenimiento. Lo único que le importa de veras es la afición de ella a pintar, y la mayor o menor habilidad que tiene para hacerlo.
"Te presentas en la masía. Vas de mi parte... Ya te lo dije."
"No es eso, no es cuestión de conformarse con respuestas simples. [?]"
Panes no entiende a qué clase de respuestas se refiere Brell. Empieza a estar harto de Brell, harto de todo.
"Qué ganas de complicarlo", masculla desconcertado.
Le hace ver que los Jara han sido gente de alegrías y de penas como todo el mundo, con el mismo trabajo y tras la misma ganancia. Si parecen otra cosa es porque vivir en el monte, siempre en silencio, sin casas junto a la de ellos, ni vecinos, ni zarandajas de bar y de plaza, les adosa una hosquedad, un aire de aspereza que engaña la realidad.
"Salvo una fiereza de animales acosados que tienen cuando hay que tener, y buena prueba han dado de eso tanto los padres como los hijos, son gente hasta mansa, y sobre todo buena, sólo de lo suyo."
Qué se creía este escribemierdas...: todo es, en cualquier sitio, de dramática o feliz banalidad. Principio de carpintero: no hay que pasar de la medida en nada.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Ábaco

Cuando conocí al maestro me doblaba la edad. Pasó el tiempo
y los dos sumábamos más años. Un día, el maestro murió.
El tiempo se detuvo. Para él, no para mí. Así, pues, desde entonces el maestro me llevaba cada vez menos años. Dentro de poco
el maestro habrá muerto del todo. Irremediablemente yo olvidaré su rostro que, al igual que los días, fue tan sólo de polvo.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Ultima poesía de J.L.B.

Saber qué es el azul
más allá del espejo
del aire y de la luz
que engaña nuestros ojos.

Saber alborozado
que yo no era mi nombre.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Una academia (11)

"Mi mal de pastor me ha estragado", rezonga Panes con profundo resentimiento. "Es un mal oficio, y una mala ventura es lo que se encuentra uno al fin." A ese menester de cuidar ganado, al raso y al sol, bajo la lluvia, azotado por el viento cortante, abrasado por el ardor de poniente, día a día, toda la vida y todo el tiempo, no alcanzan muchos ni muchas. Curte y hace perder la piel, desnuda el alma, afea el cuerpo en un santiamén. Cosa de pocos.
La silueta de niebla anticipa una recreación pasmosa: será lo que sea, no va a desvelarla mediante encarnaduras caprichosas, que vaya espesándose la urdimbre de su cuerpo de animal magnífico poco a poco, palabra a palabra, pincelada a pincelada. "Deja pasar el tiempo", se dice mirando a través de la ventana, mano sobre mano, con las reproducciones de los cuadros de Vincent van Gogh colgadas en la pared, detrás de su cogote.
A su alrededor el aire de julio se ha adensado de olores: del tronco del pino, de las hojas resecas de las plantas, de la tierra cálida crecida de ramas y tallos muertos, de la mata enérgica y polvorienta. Le envuelven vaharadas espesas del olor a la materia vieja del monte, y el rostro se le quema por las nubes de calor y el fuego del sol. Le aturde el relieve crepitante del paisaje.
Está como emergente de un mundo condensado de rico vocabulario. Se nota adherido a una pegajosa atmósfera, a una textura profusa modelada de gruesos manchones de pasta de colores vivos, ni siquiera atenuados por la veladura del aire de calina.
......................................................................................................
Ese día de julio tan colosal, de clamor y encuentro minucioso con la tierra y su hedor ardiente, Brell ha bajado muy aprisa del monte, y a esa hora, con el sol en lo alto, ya se halla lejos del futuro lugar de los encuentros con Silvia Jara. Ha dejado una nota clavada en la puerta de vieja madera de uno de los corrales. Ella no debe temer nada. El es buen amigo de Panes, de Beyle, de otros. Es de fuera. Pero ahora vive en el pueblo. Eso es todo. Sabe algunas cosas [La retina poderosa, las almas, lanzazos del sol, ese grumo minúsculo de tierra vieja: los libros no sirven para nada...], y sabe que a ella le gusta pintar. Podrían hablar de eso, o podrían hablar de otra cosa.

martes, 16 de noviembre de 2010

Ensayos para un estilo (25)

“¿Hablar?” Me mira y asiente con la cabeza, pero permanece en un absoluto silencio. Un golpe de brisa se ha movido de repente, y más allá, sobresaliendo por encima de los setos geométricos, oscilan las copas de los arboles esbeltos, hasta aquí alcanza el susurro del aire entre las hojas verdes y brillantes. Ahora comprendo: sí que habla. A su manera.
G. Corso. “Me gusta ese tipo”, dice Yeats. “Somos inmortales.” (Raymond Yeats, arruinado, apareció muerto en The Green Train, donde solía dormir sobre montones de revistas viejas y de la que apenas salía, la mañana del 21 de diciembre de 1994; la librería, que había cerrado sus puertas tres años antes, estaba prácticamente vacía de libros y habían cortado el suministro eléctrico; unos baldes llenos de agua procuraban una mínima higiene. Gregory Corso murió en 2001, en feliz santidad literaria hacia la eternidad). “Un amigo del alma. Un poeta. Un poco menos podrido que los demás. Había intentado atracar un banco (no llegó ni a poner el pie en la entrada). Así que, a la cárcel. Y de allí, lógicamente (sic), a Shelley. Impulsos naturales, digámoslo con estilo.”
El tipo –continúa Yeats- ama los libros con desesperación, como sólo pueden hacerlo aquellos a los que se les ha puesto en las manos Rojo y negro antes de leer nada, salvo la página de deportes en los diarios y la cartelera de los cines. A partir de entonces, si logran acabar el maldito libro del maldito Stendhal, ya no tienen salvación.
Corso se dejó ver un millón de veces por la librería de Raymond. Robó todos los libros que el librero quiso que robara haciendo la vista gorda. En cierto modo, lo apadrinó. “El hecho de que le birlara (genética tenaz) la novia a Kerouac”, afirmaba Yeats con media sonrisa, “le agregaba todavía más encanto a su picardía italiana. Además, ¿qué hacía Kerouak con esa vagina medio india y medio mulata entre las manos, él, ambiguo y cobarde, temeroso de ese receptáculo al que siempre temió y definía como un “instrumento de tortura”? A diferencia de Corso y pocos más, la mayoría de la gente que he conocido se mueven entre supercherías. El gran Jack el Vagabundo era uno de estos”, prosigue Raymond Yeats inclemente, “pensativo y con un oscuro sentimiento de culpa. Náufrago entre lo católico y lo búdico, en esta temible encrucijada regaba diariamente su indecisión con litros de Tokay o Jack Daniel’s, cuando lo único que sabía hacer bien en realidad era escribir. Ese es el único puente al karma en todo inocente periplo, que sepas lo que haces bien, y sólo eso es lo que al final te libra de acabar con un taparrabos, sin lavarte durante semanas y comiendo un cuenco de arroz hervido con la biblia abierta a un lado o leyendo pasmado a cualquier otro santón. No basta la inteligencia para salvarte de las patrañas, la fe la tienes que tener en ti mismo. ¿Pero qué diablos les ocurre a todos estos jóvenes desocupados tras el misticismo y la iluminación bastarda…?”
Bien, yo te lo diré: apuran el cáliz rebosante de alcohol y drogas baratas. Cuando despiertan aterrorizados creen que se han convertido en un gusano o en el tío de las barbas.
..............................................................................................
E.: ¿qué clase de religión has puesto en todo ello? El miedo y el absurdo. La armonía, lo rectilíneo, es para los débiles, la falsilla de la existencia. “No juego a ser Dios”, me confiesa. Ninguno de ellos (Rothko y compañía) jugaba a serlo, estaban demasiados ocupados en procurarse alimentos. Todos, hasta el más reacio, atrabiliario e intransigente de los irascibles, trabajaban para una agencia federal en el proyecto TRAP, instaurado realmente para no dejar morir de inanición a decenas de pintamonas sin un centavo.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Material de derribo (o como fabricar el poema perfecto)

No la toques más, que así es la rosa

Materiales los prescritos desde antiguo:
amores y sentires, la consabida infancia
que el tiempo ha mancillado,
y los duelos y el tiempo, la noche, y el sueño...

(Añadir la rosa inevitable marchita por los años, por los versos,
si pura o no, encendida, de un instante adjetivo o fulgor, y el alba,
dones, donaires...)

domingo, 14 de noviembre de 2010

Una academia (10)

No saber qué es ella. Si forma o mujer, si una música del monte y del árbol, si un musitar de palabras que apenas oye al principio, cuando ya el temor se ha disipado y a la primera inquietud sucede la manía felina de seguir agazapada.
¿Qué sabe ella de él? Su titubeo fisgón por el monte, su peregrinaje sin rigor ni de claro cometido por sendas inútiles entre los campos y los barbechos resecos y amarillos y los bancales yermos y también amarillos. Un excursionista del tiempo venido de la indolencia y los males imaginarios. Su rostro puede ser el de la multitud, un hombre de esos eternamente atosigado. No tiene identidad, es una pacífica rareza que habla con voz grave de cosas simples, como ella. "Pues esa mujer", se decía a sí mismo convencido, "es simple."
(El quería saber lo que nunca había sabido: de qué manera se vive natural, se es así, se culmina uno así. Pero sin la esperanza todavía de su conquista y mucho menos de la ganancia de un sitio en ese lugar, vivir ahí para siempre. Quiere lo simple. Se conforma con eso. De modo que...)
Nada hay de simple en ella ni en ese lugar. Ella se ha librado de la simpleza y la incuria, ontogenia meritoria al paso de los años si consideramos los caminos tan fáciles para un embrutecimiento. Por eso Brell teme los ojos, levantar los párpados ante leyendas difíciles, abrirlos a la luz y encontrarse con un paisaje de acentos y mayúsculas sin lindes bajo un sol que nunca engaña al aire ni a las formas: ver su complicación, ver que él se equivoca en lo más sencillo.
Los ojos que no quieren mirarla temen encarar el pasado otra vez, malograr el futuro reduciéndolo al presente, desvelar de palabras y conciencia un ensueño aún prodigioso por ser sin nombre y ser demasiado bello para pintarlo.
Los ojos son lanzas de un saber artificioso que proyecta un pasado malo, compuesto de deserciones y cansancio, son como heridas abiertas a la belleza natural de las cosas: lo vería todo inconcluso y falso, sesgado por la frustración de atrás. Mejor lo entrevisto y soñado, el anticipo nebuloso de toda novedad en aquella figura que sale de la bruma: la vida celebrada, la paz de la tierra, el fruto y la salud, lo que será la muerte en la negrura terrible de la eternidad: no saber la verdad nunca.
[Mejor la mentira: el cielo, azul; el sol, amarillo.]
No quiere mirar. A él ya le han visto, lo han cercado en líneas, limitado de lejos como un horizonte marino, pero mirarla a ella sería como enquistarse en un espejo bruñido y límpido y habitarlo de malicias, de resabios y ascos, llevar la ciénaga a esa luz de brisa y de agua, y apercibirse en su reflejo de lo que más desprecia...
No mirarla, ése es el sentido de la época hermosa de ahora, el juego en el que tan fácilmente se distrae. Acallar los ojos, tenerlos así, pues hablan demasiado. Enturbian sin pudor las imágenes inocentes con toda clase de presunciones. Los ojos están llenos de referencias y colores malgastados por el abuso, faltos de realidad por ser simple copia de la realidad. Por los ojos abiertos, y por eso los sella bajo maldición de eterno aburrimiento, le penetra el insolente vaivén de las cosas y su verdad mezquina, alterada de roma exactitud y grosera evidencia.
Al otro lado del espejo el lugar se puebla de mágicas carrollianas: el diálogo feliz, el encuentro sorprendente de lo fantástico al son de un arte invisible, una sonata que encanta la jornada con la clarividencia de la belleza original. (La música, sí, es más allá de todo, es como el aire, a él le debe, fugitiva, el existir, y nada hay que recuerde a ella en la naturaleza.)
Ver desde adentro, desde la imaginación blanca, que es la suprema negación del color, es el más alto desafío.
Los ojos le niegan la realidad, construyen falsas apariencias: ¿Ve él acaso con sólo los ojos la imagen y los colores puros? Los mantendrá cerrados. Como si escuchara música. Y, así, sabe que el amarillo es la mancha de la luz, y que el negro acrecienta el azul de un misterioso hechizo, que es sutil el verde.
¿Cómo es ella? ¿Del color del alba, o dura y morena de piel, de cabello negro y la carne como costra de tierra, estragada, o trigueña o grácil y de mirar de agua?

viernes, 12 de noviembre de 2010

Ensayos para un estilo (24)

Un mal día para Raymond Yeats: “¡Ya me cansa tu cantinela sobre el New Yorker! Sólo es un… reflejo mortecino de la auténtica realidad social! ¡Y sólo les falta oler a colonia!” De hecho, este librero hoy malhumorado y puntilloso, llevaba semanas intentando colarme una colección de ejemplares de los años cincuenta de Partisan Review. Eso sí, a un increíble buen precio para mí, unos pocos centavos por número. “Mira”, dice, y abre ante mí las sobadas y tristes páginas de una de las revistas de años atrás: un artículo de Trilling, una entrevista con Lessing, crónicas de Sontag. “Ahí tienes materia suficiente durante días…” Se da media vuelta y desaparece por la puerta del fondo de la librería, donde está el lavabo. Culpable, abandono por un momento el lado de las revistas y llevo mi atención a un rimero de libros viejos pegados a la pared. Ediciones de tapa blanda, como dicen los libreros americanos, paperbacks. Escarbo con absoluta codicia. Raymond vuelve del lavabo, me mira ceñudo. Farrell. Lewis. Sinclair. Todo ese tipo de literatura social que, en el fondo, tanto ama Yeats. Son libros muy usados, pequeños, con portadas antiguas, sucias y dobladas en los cantos, de hojas ya enmarronadas por el tiempo, a punto de descabalarse. Cincuenta centavos el volumen, sea de quien fuere, independientemente de su grosor y sin contemplar ni poco ni mucho su noble antigüedad. Caldwell. Dreisser. Wright. Pensamientos, conjeturas. En todo caso, alardes contra lo insolidario, una rebelión contra la fatalidad, el falso determinismo. Se desliza de mis manos otro libro, Robert Penn Warren. Caen Wolfe, Dos Passos. Cae Steinbeck. Caen Steffens, Algren, Halper…, la columna de libros viejos que se viene al suelo. Salgo de la librería, ante la sonrisa complaciente de Ray, en busca de E., en las primeras horas de la tarde. En la bolsa de papel verde: la saga de Lonigan, un libro de James Agee y tres ejemplares del Partisan de los años treinta. ¿Por qué esta tropa de pensadores y escribidores necesita transmitir a los demás el estilo de sus divagaciones. Cambia el mundo, el entorno etc.” Fueron muriendo ellos: el mundo seguía en su pertinaz traslación. “Ahí tienes a Wilson”. Ya veo. En realidad, dijo E., me gusta leer a los franceses, Sartre, Camus. Ya. Tengo mucho de europea. “Eres europea.” “Soy americana... Soy europea de América.” No ha leído mucho, me digo. “He leído montones de libros, ¿sabes?” Claro. Simone de Beauvoir, En attendant Godot, Joyce. Quien no. Reunimos todas las monedas sueltas en el cuenco que forma con sus manos de artista obrera. Compramos unos emparedados en un puesto callejero, refrescos de cola. Diablos, cualquiera sabe la clase de porquería que se mete uno en el estómago, lo que se pudre ahí adentro entre los jugos y las vísceras, en la llena oficina del estómago, amigo Sancho. Entramos en Central Park por Columbus Circle sin dejar de hincar el diente. Nos adentramos un poco hasta la extensión del césped. “Hay muchas cosas de que hablar”, asegura, y siempre que lo dice permanece en silencio durante horas, algo que me irrita considerablemente. “Entropía”, digo. La palabra suena fatal en esta zona tranquila y verde, de simétricos setos y caminitos de tierra aplastada, con la crestería de los rascacielos grises y oscuros de la parte del Hudson sobresaliendo por encima de los árboles, recortados sobre un cielo azul purísimo, de fines de invierno. Estamos sentados sobre el césped, comiendo un salchicha grasienta embutida en un panecillo que sabe a madera, pero una madera limpia, digamos, y que despide cierto aroma a leña quemada, algo muy raro, creo; tal vez sólo sea mi bocadillo, pues E. lo come despacio, masticando sin prisas, sin advertir nada extraño a juzgar por su semblante reflexivo. “¿Sabes?”, dice, y me dispongo a escuchar.

martes, 9 de noviembre de 2010

Una academia (9)

"Presentí que empezaba a creerla, o no, [surge de la niebla, o del sueño...] pero que terminaría huyendo a su lugar limitado y recogido. Deseaba fundirme en ese fuego pequeño de tristezas de después, de cotidianas tragantonas y domésticas criaturas tan naturales como la vida primaria y germinal de la semilla en la tierra. Buscaba ese amparo, ese ser elemental entretenido de holganzas sin desatada ambición, esa tregua abatida y quieta en un tiempo que fuese de una vez la eternidad o parte de ella, pero de su misma materia. Ansiaba como carcome un cáncer lento el artefacto de la carne recorrer despaciosamente el corredor tibio de su piel recién hecha, mirarme en sus ojos recién abiertos, sentir su palpitar de mujer naciente. Deseaba, puesto que hasta ahí había llegado a la postre, la destrucción incondicional del tiempo: ir delante y atrás escogiendo lo mejor que había sido o fuera a ser y era, plasmarlo en ese presente de mañanas limpias, anocheceres mansos, el aire puro, la buena tierra...
"No debía con mala inteligencia desbaratar a manotazos en la aborrecible vigilia o en el primer sueño o en la duermevela de la aurora la silueta que emana del dulce costado del dormir, no podía deshacer tal claroscuro, borrar el dibujo de ese mujer. No desdeñaría el goce secreto que resulta de vivir una figuración, alentarla con suspiros o blasfemias, precipitarse hasta la extenuación en el seno más esencial de lo imaginario, allí donde el consuelo y la fe que se halla no se debe a nadie sino a uno mismo..."
No, no debía verle, o verla él a ella. La realidad era quebradiza y mentirosa (un engaño tonto: no creer más allá de los hechos escuetos). Hacer otra realidad ahora, cuando todo estaba perdido... Ese era el verdadero reto. Ella salida de la niebla, brotada de la misma naturaleza, como si nada, entre el aire y la luz, era creada con ese objeto, un carrusel de emociones, ficciones, finales...
No, no iba a dejarla perder. Y no quería verla, ni que le viese. Después ya daría vuelta a la trama, a la urdimbre de la sustancia del sueño o a la cosa de la que está hecho el arte, su construcción y su magia...
Tuvo que creer en ella. Tuvo que crearla. Concretarla y defenderse de la abstracción y el ideal ornato de sus expresiones. Porque sólo eso se merecía ya, ni recompensa ni castigo. Soñar, sólo.
[Aquel hombre del norte en el sur, de talentos medianos, se juramentaba para la nada en noches de reflexiones sombrías, enteramente solo: soñaba cielos azules, un sol grande y amarillo entre paredes.] Mira el paisaje: no le basta.
Ahora tiene la figura.
(Algo repudia de sí mismo).
Sin cesar, reinventa.
¿Cómo es ella?
¿Cómo no es?
Ella tendría una sumisión vegetal, o una fiereza inesperada, esa quieta (o agitada) tozudez montaraz, ni pura ni bestia, una hembra sin miedos, de sexo de plenitud abierto y quemante, de pensamiento claro y escueto de nombres y definiciones, ojalá que ignorante del sinsabor del anonimato en la ciudad y el vértigo del medro colectivo, muy lejos del fracaso puesto que no sabría del éxito. Sería, o no sería, de mirar nítido y de piel morena, de una tristeza y alegría naturales, de palabra directa y curiosa. Pero sobre todo era lo que él podía inventar ahora. La reconstruía con pedazos de la realidad de ese modo, se expresaba él en ella, una representación final del más puro ensimismamiento. ¿De dónde la rescata, de qué memoria extravagante...? Silvia Jara era el corolario más preciso de sus raros entresueños. Entre el cielo y la tierra, sólo un ser entre la vida y la muerte... Le dio por pensar que ella concretaba la clave axial de su siglo abrumado de teorías y aporías, de tanto postulado. Ella sería de aire y sería de luz. Más sencillo que eso... Sus raíces lo harían a él más terrenal y creíble, menos culpable de haber nacido y no saber para qué. Va a convertirse en el rehén más consentido de las razones primitivas. Va a brotar un diálogo de esa ocurrencia. Un nuevo discurso de un Brell mono gramático, simio copión, mandarín, tutor de aprendizajes.
"Ahora ya sabe que ando tras ella", dice Brell, y Panes, renegando del terrible calor de julio que reabre los surcos sangrientos de su piel, que sume la pudridera de su cuerpo condenado en un dolor vivo, le mira, le cree, porque ya, al cabo, está por creerlo todo.
El otro moribundo, ("Es que yo sólo he conocido un hombre."), Beyle, insiste en preguntarle como es ella, si ha salido al padre matador de bestias que no cree en las guerras civiles de los hombres. Y Brell le asegura que es un diálogo de ciegos: "Nos basta con hablar."
[Y anochece: un cielo rojo y azul.]
¿Cómo es ella? El sabrá.

lunes, 8 de noviembre de 2010

El último cuadro

Entre colores acaeció un caos.
El amarillo comenzó a temblar suavemente, una tenue vibración
que reverberaba al aire.
El azul mudó de lugar. Fue planta.
El árbol fue grumo. La forma (pues la pincelada era forma)
sólo era textura derritiéndose en el vacío blanco.
Escurriéndose el verde como la lava el bosque se hizo trizas.
El cielo se deshizo, (el ave negra surcó la cascada de luz
y desapareció por el horizonte).
Resbalaba el rojo del lienzo hasta venirse abajo,
hasta mezclarse con los delicados sienas,
los lilas se hundieron en la tierra pavorosamente oscura,
la piedra ascendió a la nube, fue pintura todo.
Una pasión. Un duelo. Se anudaron los trazos
en una inmensa plegaria.
Ya nunca fue silencio el cuadro.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Escritores en Tánger

Ser de sí mismo nómada, víctima de sus idas y venidas,
fugitivo de la casa del padre.
No es otra la ciudad, es la de siempre,
aquello que traías de muy lejos: lo soñado, lo perdido.

Le desnuda el sol. Despojada el alma de toda identidad
no mira el rostro en el temido espejo, ese ser encarnado de apariencias: los amores a medias escondidos, la amistad en el alba,
el alcohol embravecido y ruin en los ocasos.
En la oscuridad brota el poema, letra herida, innecesaria.

Le he visto escribir, lento, seriamente, mudo, sin oír el mar.
Sentado como un árabe, inspirado por el desierto próximo,
su pluma, sólo a veces, sería la memoria de una virtud lejana.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Una academia (8)

Subió de nuevo a los corrales. Empezaba a improvisar una cubierta protectora de ramas y matas cuando algo le hizo volverse. Por el camino de la sierra, indefinida entre la bruma que empezaba a disiparse, muy a lo lejos, se perfilaba una tenue figura, casi irreal, casi de la misma materia de la niebla, pero cierta y tangible como el aire fresco y húmedo que respiraba. Por un instante permaneció inmóvil mirando hacia la imagen tan leve y exquisita, sin atinar a hacer nada. Una décima de segundo antes de reaccionar, aún forzaba la vista encandilado, rastreando la línea y el volumen de la silueta evanescente, una forma sin nitidez, de una presencia tan etérea y escurridiza como la de los personajes de los sueños, pero de un andar gracioso y verdadero.
Por fin, corrió tras las tapias bajas de los corrales sin preocuparse de más arreglos. En aquel sitio la ladera del monte era intrincada y abrupta. Bajó malamente, precipitado, lastimándose con las ramas y tropezando a cada momento, maldiciendo, con un sofoco casi infantil: "Ella no pudo verme", se decía en voz alta, para creerse.
Después pensaría que la huida tenía más de esperanza que de temor, que el pronto sagaz de animal acosado ya prosperaba en él como la incipiencia de un largo dialogar con ella, con todo, y consigo mismo, matando leyendas a medio hacer, viéndose y no viéndose...
Notó las punzadas del deseo, el futuro colmado de veras, todo como a través del velo acuoso de lo incierto o de lo más querido por inventar. A trompicones bajaba de lo alto sumido ya en la ilusión de aquello que es por completo verosímil porque es absolutamente ficticio, gestado mediante el fórceps de la imaginación y revelado a la luz libre de toda composición de traba racional: la realidad del paisaje se impone sobre su interpretación, vive por sí misma, está por encima de uno y de otro, de todo, por encima de Brell.
Proclama esta historia (de un corazón), la idea y los costurones de la trama y su frágil hilado de dibujos y de color (o palabras). [Recuerdo aquel corazón. ¿Tenía la forma del corazón?] La génesis tenía un origen adensado de vislumbres tan nuevos como impensables mucho antes y mucho después. Brell hace auténtica a la figura de niebla, él, que en el paisaje real del monte no es sino un adose miserable, de poquedad grotesca, inconveniente, fuera de lugar, extraño al marco y a los límites del plano, es como la pátina de cultura mala: el mal cuadro, la rancia escritura, la sosa melodía...
Recordaría, un vez más, todavía, a Van Gogh, su suerte tan distinta. Se avergüenza del íntimo alborozo que aquella biografía suscita impunemente en un tipo como él, pues ahora conoce bien que su carácter, como el de tantos otros, carece de abnegación, aún pudiendo ser trágico. No tiene nada por qué matarse.
Su ideal era ser invento. Hubiera querido ser, y no lo era [Mucho más sencillo que todo eso, era vulgar, vive, trabaja, ama, se muere...], personaje no de su historia, ni siquiera historia de sí mismo. Cualquier cosa menos eso. Alumbrado al fin como un hijo del sol. Fluye por sus venas torrenteras de color, es una mugre de óleo coloreado: "Expresar el amor de dos enamorados por la unión de dos complementarios, su mezcla y sus oposiciones, las vibraciones misteriosas de los tonos aproximados. Expresar el pensamiento de una frente por el resplandor de un tono claro sobre un fondo oscuro... Estoy seguro que no está ahí el espejismo realista, mas ¿no es algo que existe?" ... No ser él: ser dibujo, ser virtual.
Confirmaría él mismo a T.B. la alquimia postrera, la mágica inversión en materia y figurante de la otra realidad. Una quimera de desesperado. Devenir otro, un animal feliz, hasta no pensante: la planta verde y vigorosa que vive al sol.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Una academia (7)

En la naturaleza, desafiando la pulcritud de las leyes más originarias, él es un pegote, un referente caprichoso o insulso, sorprendente, inacabado. De donde viene [Quédate adiós, mundo, pues en tu palacio prometen para no dar, sirven a no pagar, convidan para engañar...] hay urbes que causan estruendo a toda hora, desórdenes sin venir a cuento, respetos fingidos, la ambición es incomprensible y contumaz, pues la muerte y la angustia (que en ese lugar y en esas montañas acaecen igual pero tan sencillas como los ciclos más principales y de forma tan natural como la lluvia o la noche) acechan mil veces entre la mañana y la tarde, y todo parece una simulación, la copia técnica de una vida verdadera: ésa que ya empieza en él a germinar [Quédate adiós, mundo, pues en tu compañía el que acierta va más perdido, el que te halla es peor librado...], recobrándolo sin estilo falsificado.
Ahí en la montaña lo postizo que hay en Brell termina enmarañado en el pedazo de papel, como una nube, o un matojo, o una piedra de extraña largura. Es posible que ni tan siquiera se pregunten de dónde viene [Quédate adiós, mundo, pues en tu palacio ni se parescen en la condición ni menos en la conversación...], a qué, ni tampoco pretendan saber quién es, qué es. Ha llegado y, así de brusco, es parte del paisaje. Es grotesco o no, es estrafalario, risible, o es grave y pacato, un enunciado de líneas, un puñado exiguo de colores que se pasea sin expresión por el corral inmenso de la naturaleza.
¿Qué aporta con su trazo descolorido a la incesante geometría de la luz y la sombra? ¿Era algo preciso, inevitable, concluía un paisaje...? ¿Lo realza o describe? ¿Era necesario en el siglo?
¿Qué miran cuando lo miran? He aquí que va configurando escenas, cuadros temporales: su mancha entre encinas pequeñas y retorcidas, la figura oscura contra el trigal amarillo, el rostro ceñudo ladeado sobre la verde hierba, un recorte sobre el cielo azul, otro sobre la tierra gris. Instauraba una breve nota de color, inauguraba una nueva traza contra el paisaje del fondo. La artista laboriosa y muda así debió entenderlo. Luego, tuvo que consentir al anónimo entremetido, vigilarlo, huir de él, evitar su realidad.
Un día de aire plateado, fino de llovizna, casi frío para ser ya un amanecer de junio, Brell restituyó lo robado. Salió muy pronto de casa, con la teñidura gris del alba, cruzó el pueblo y subió a la sierra. Llegó mucho antes de que la muchacha sacara el ganado y anduviera ya paseándolo por los declives y las vertientes tapizadas de vegetación.
Alcanzó la loma, y allí no había nadie más que la grey encerrada en los corrales. Al otro lado, por donde el camino ancho venía bajando o subiendo de más allá de la serranía, la niebla comenzaba a desvanecerse. Brell sentía los pinchazos fríos de las menudas gotitas sobre el rostro, y se notaba absurdamente sobrecogido por una emoción inédita. Algún balido sobresaltaba el silencio y advertía de la hora inminente de la salida de los establos. Entonces se apresuró. Extrajo de la pequeña mochila la hoja doblada del retrato... Agrega además, sin conocer todavía ni él mismo el propósito, un puñado de reproducciones, seis, tal vez siete, de la obra de Vincent van Gogh, hojas arrancadas sin misericordia de un libro, pero que ahora, al verlas sobre la hierba, se le antojan a Brell sin gracia, lejos del verdadero espíritu del artista.
Dejó el dibujo y las copias bajo el alero roto sepulto de jaramagos, junto a la rústica portezuela de sólidas tablas de pino casi invadida de malvas y cardos. La escueta provisión, el peregrino ejemplo, censuraba su ingenuidad de iluso moderno.
[Es privilegio de aldea que no tengan allí los hombres mucha soledad ni enojosa importunidad...] Ya descendía cuando le asaltó el temor de una lluvia recrecida.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Encuentros (2)

Se ha llenado la librería de gente, pero el tono general del habla es de susurro educado, un murmullo hasta elegante y respetuoso con una poetisa que cuenta con un Pulitzer también en el bolso de los pecados.
Ray inicia el acto con una somera introducción. Perpetra una burla consentida por las más protocolarias reglas sociales. “¿Qué puedo decir de Anne Sexton?”, se pregunta el muy taimado en voz alta dirigiéndose a los congregados. Y se calla lo que mejor sabe, oculta un hermanamiento raro, esencial, una connivencia sagrada con la futura suicida que procede de una adivinación casi prodigiosa de sus hechuras y desmesuras, disuelve su intervención en unas palabras de compromiso y graciosas convenciones.
¿Qué puedes decir?
Lo puedes decir todo. Eres el hombre. Y estabas allí. Y resulta que no dices nada, librero cobarde. Sólo palabras a medias para engreídos en una velada poética.
Abruma la andanada de versos rotos, tan reconocibles que se transforman en universales, y cuanto más se alejan de su dueña por la complicidad que consiguen más te sientes la diana de su flecha, versos blancos como aves negras que sólo sobrevuelan la angustia y tristeza propias.
Con la mirada puesta en E., insistentemente puesta en E., esta sobreviviente de las pastillas y el alcohol, de las más letales depresiones, ahí sigue aún, aferrada a su terapia, sostenida por ese pequeño puñado de hojas a las que se agarra como un náufrago a su madero.
Sobrevivirá unos pocos años más, superviviente siempre en la cuerda floja, vacilante y frágil. Ventrilocua de sí misma, arrastra su muñeca tras los amaneceres desolados. Pero, también un día, se acabó… al final del sucio callejón de Nerval te aguarda el monóxido de carbono, marioneta sin hilos.
Vive o muere.

Somebody who should have been born
is gone.
Yes, woman, such logic will lead
to loos without death. Or say what you meant,
you coward...this baby that I bleed.


La voz, firme, aterciopelada, ronca a veces, envuelve a los asistentes que de pie, rodeados de libros, escuchan la ristra de un vademécum de soluciones personal, intransferible y, sobre todo, aterradoramente humano.