viernes, 31 de diciembre de 2010

Una academia (23)

Otro día (antes de ahora, o después) le preguntó ella acerca de Van Gogh, ese amigo suyo, o lo que sea, de la ciudad de Abajo. Un amanecer (lejano), Brell le había facilitado ilustraciones de sus obras (todas las de Arlés, algunas de Auvers-sur, el dibujo feo y genial de cuando estuvo, desorientado y sin dinero, en Brabante...). Las cosas de ese artista parecían repugnar a la novicia. Exaltaba el mundo, pero con absoluta sencillez, lo desnudaba bajo el sol, un arte inexplicable... La turbaron el profundo sentimiento que adivinaba detrás de los colores y la violencia de la expresión. No le gustaban esos cuadros desmañados. Parece que grita al pintar, dijo. Es un artista furioso, nada imaginativo. En su obra todo es pobre, parece de verdad.
Brell disimulaba su indignación.
"Gritaba. De eso se trata. La gente a su alrededor andaba sorda de entendederas. Ese artista no tenía ninguna buena razón para estar imaginando algo que superara el propio paisaje..." Se calla. "Lo verdadero nunca es pobre", se dice por lo bajo.
Silvia Jara dice que tiene que irse. Esos discursos febriles de Brell la confundían.
"¿Has entendido lo que he dicho?", preguntaba él encorajinado "Si no hay río, no se pinta. Y ya está."
Oía Brell el cuerpo de ella, que rozaba los tallos y ramas al levantarse del suelo y abandonar el lugar, y permanecía muy quieto hasta que todo quedaba sumido en el silencio. "No verla, no verla nunca", se decía puesto en pie, mirando la noche profunda por donde ella había desaparecido.
Tosca y de malos colores esa pintura de Silvia Jara, y encima se afea de añadiduras improbables, de colofones y chafarrinones de telón. La hará dolerse de esas puerilidades.
En realidad, Brell nunca supo demasiado bien cuando empezó a pintar Silvia Jara. Probablemente lo haría desde muy niña, cuando cualquier cosa, planta o animal le pasaba de altura. Al correr del tiempo el dibujo ya era de trazas adecuadas, los colores casi obscenos de tan atrevidos. En lo alto de la sierra se imagina la pastora que pinta y pinta más lo que imagina que lo que ve.
Pronto advirtió eso el latoso maestro: "Pinta lo que veas. No lo imagines."
A veces parecía enfurecido al no hacerse comprender [comprender lo sencillo...].
Ella lo ignoraba, y harta ya de las reconvenciones en las que aquél se obstinaba, dejó de mostrarle pinturas o dibujos. Tuvieron sus más y sus menos. Así, unas semanas.
"Está bien", pensaba Brell, "tengo todo el tiempo del mundo." (Y contumaz bajaba y subía la montaña como un trabajo cualquiera, empecinadamente. Todos los días.)

jueves, 30 de diciembre de 2010

Una academia (22)

¿Está equivocado?: sin arte, más allá de la naturaleza, todo es falso. No sirve de nada. El arte debería ser la complicación, una duda manifiesta, la prueba de una emoción. Del terror a la nada. ¿Entonces...?
"Hay falta de una técnica básica", se dice sin engañarse. [Olvidarla después, o destruirla... (Beetho.)]
El sencillo fundamento (un desnudo, el cavador, la vieja, el loco, el ciprés, las estrellas, la última fiesta -14.07.90-) que sostiene la idea se resiente de la tosquedad de la línea gruesa del trazo, cuya intensidad trata de fortalecer la endeblez del dibujo. Ampara la forma mediante la cárcel del grafito. Rellena luego con claroscuro. El auxilio grosero fuerza la imagen, la define con ardides.
¿Y si...?
A Brell se le antoja una empresa llevadera, hasta ingeniosa. Comenzaría a corregir los cuadros de Silvia Jara, incluso a inventárselos (!?).
Se propuso asimilar un arte genial al pasatiempo de aquélla. Sería como una burla a la admiración universal y mojigata, y en numerosos casos fraudulenta, que de modo tan fácil se rinde ante las claves de una obra de la que nunca entiende verdaderamente su carácter genial. ¡Qué réditos devengan a veces algunos muertos y sus pinturas! Quería apropiarse de una inspiración majestuosa y simple, única y blasfema, solitaria, agreste... ¿a través de esa hembra tonta y seguramente presuntuosa? Un museo de aire y de luz que no vería nadie salvo él. En la soledad de la sierra y lejos del justiprecio crítico y avisado, a salvo del tráfico artero de los talentos indefensos.
Más modesto él en la glosa:
"Un cuadro no vale más allá de aquella jornada de sol o de coraje o de fe que entretuvo su ejecución: el agua fresca, el vino, la sal, la carne y la fruta, el andar y luego la casa en reposo, encender una pipa, una copa de anís, la paz de la luna y el sueño. Un cuadro nunca vale más allá del beneficio del día de hoy y a veces el del día de mañana. El plato de sopa, el pan y la miel, el aceite puro de oliva, el olor de la albahaca y el laurel, la ropa limpia y holgada, el corazón tranquilo, un jarrón con flores y la plena conciencia de crear cada día, a cada paso, en todo momento. Un cuadro no vale más que el espíritu de un hombre, y no vale ni mucho menos lo que un solo día, un solo minuto, de la vida de un hombre..."
"Ya que inventas", le dice un día a Silvia Jara con una doblez que le distrae íntimamente", inventa los colores y deja las cosas como están. Si no hay río, no hay río."
Está el río, responde ella.
A él le gustaría verle el rostro de mentirosa, pero no puede, ni podría tampoco. Silvia Jara está enredada en la ya casi completa oscuridad, entre zarzas y matas de romero y arbustos de aladierno y torvisco. Su voz de fluido desparpajo le embarga de inquietud pero también de rebelión, de un júbilo inocente ante los días buenos o nada más que distintos pero excitantes que se dibujan como una promesa en el futuro. Antes de que él replique, insiste ella. Dice que está el río, que puede verlo muy bien, lo ve que desciende entre curvas, al pie de los pinos antiguos, desde siglos pule esas piedras blancas tan grandes, salta las rocas, fluye y se pierde hacia el Sur.
"¡Pero no hay río!", exclama él con impaciencia. "Ese manchón brota de la tontería. Yo veo una magnífica tierra roja, y las formas negras y verdes de los matorrales y los pimpollos, y todos esos troncos de pinos y carrascas, de nogales y olivos, y las piedras, la roca. ¿Y no ves el aire, ese hilo exquisito que teje todo lo que ves, la planta, la tierra y el agua?"
Silvia Jara, desde atrás de él, no profiere palabra. Guarda silencio como un animal orgulloso y tenaz, inmóvil en su madriguera, paciente y como de la tierra. ¡Le va a decir éste lo que ella ve!

domingo, 26 de diciembre de 2010

Una academia (21)

Eran los días, uno a uno, el escenario de la trama: un fondo vertiginoso que le sumía en imágenes tan fugaces como las lenguas amarillas del fuego de los leños movidas por un aire repentino, dibujadas en silueta sobre las baldosas pulidas y rojas del hogar. El tiempo corría adelante y atrás, era el de antes y era el que sería después. Todo lo que era está siendo. Será lo que es ahora. No se sentía personaje: va y viene de trazos, y de las mañas que le sirven para renunciar a todo. Los días eran el lugar donde él y el tiempo dibujaban el sentido primero y la solución después del laberinto indescifrable para otros, para todos los otros. Ya sólo quería vivir, y ser un poco feliz, eso que nadie, al cabo, entiende.
[Y pierde... por tan poca cosa.] Durante la luz de la mañana y la tarde él era la acción; ahora, en la noche cálida del fuego, se piensa, o piensa lo de después. Imagina que desde el acto incomprensible de su nacimiento ha configurado mediante la excursión trágica o risible de sus movimientos y de sus vacíos blancos en el vasto telón de los días un dibujo, una maraña de líneas cuya disposición carece de modelo natural, a nada recuerda, algo es pero no es nada reconocible. Se tiene así: sólo líneas, y un desierto por dentro. Piensa a ratos. No hace nada. Se habla en voz baja. "Vine con la lluvia", se dice mirando el fuego, como si fuera el mar, un mar sin agua. En la lluvia fina desaparecerá entre verdes, grises, ocres, sienas. Está en un espacio extraño. Silencioso como el recuerdo: nadie oye las palabras del recuerdo. ¿Lo habrá inventado todo? ¿Un sueño? ¿Sale del fuego? ¿Es de agua, o de aire? También el futuro es un sueño.
Ahora ya cavila mucho porque aguarda felicidades.
Recuerda que maduraban los frutos en el árbol del verano. Brell iba y venía a la montaña. A cada momento el sonido del agua en el regajo, el sol, la tierra ancha, el aire silbando entre troncos de olivos añosos o pinos desgalichados. Iba y venía de ella. Eso no podía durar toda la vida.
Quiso encauzar lo que no asimilaba en aquel arte fácil. Silvia Jara lo dejó hacer: el proceso no le interesaba nada. Las cosas se hacen. Salen así, dice sencillamente.
Brell: "No veo veredas en ese valle, ni río, nada; sólo coscojas, piedras, pinos, una encina, la adelfa, lavanda y orégano, la sabina."
Son adornos, contesta muy segura ella. Debe pensar que de esa forma complementa una visión distinta, harta de la constancia diaria de lo real y su fatigosa cotidianidad. Si inventa, aleja la realidad del cuadro y lo cree más verdadero.
El no consentía réplicas, quizás porque ya está decidido a todo. (Ella le dejaba algunas obras sobre el suelo, por muy poco no hundidas en la alta hierba.) El, serio, observaba muy despacio los cuadros de pequeño tamaño, algunos casi formando cuadrados absurdos, u oblongos, de raras medidas. "La pintura", decía con voz cansada, "ya es adorno, es una falsa luz, un hechizo malo. Basta con eso. No le pongas más cosas. Deja de fantasear. Es tu mirada lo que cuenta. No hay nada que inventar..., [como no sea tu propia alma]."
Una y otra vez con esa suerte de monserga. Ella detrás, él delante. Un diálogo de trampas, como el arte o la palabra que son quimeras, se esfuma la una en el aire y el otro en la ilusión, y los días, que son mágica celada: imagen falsa, sonido hueco. El crepúsculo y la noche pronta. No la halagaba, nada de eso. Estaba, censuraba, se iba dejando atrás reniegos, mascullaba imprecaciones: turiferario... ¡de nadie! Si acaso... buen demiurgo ("Si pudiera transformarla...", se pregunta).
[¿En qué...?]

martes, 21 de diciembre de 2010

Una academia (20)

Ella le dejaba a su aire. El la creaba y descreaba cada momento, aunque sin premoniciones. Hoy era así, mañana asá. Pero la voz ya concibe una identidad no controvertida, ella es incontestable, nada puede anularla a medida que el tiempo y las palabras la concretan en una cosa sabia y natural del monte y el paisaje, como lo son el agua y las nubes, las plantas y el árbol. Ningún accidente la modifica, la hace de nuevo. Será como es ella, no como juegue a imaginársela él con premeditación.
Puede la mirada variar la imagen y el color de la naturaleza, pero no la mudará en sus líneas fundamentales, en la dureza tremenda de sus contornos de vida tenaz y mineral, hechura telúrica siempre sobreviviente antes y después del hombre. Perdurable hasta el final, pero hasta el final de todo.
Ahora que Brell ha sustituido el sol por el fuego puede entregarse al puro pensamiento, divagar a lo loco. No cesa su devoción por rondarla a ella mediante ocurrencias luminosas. Está bien dispuesto, y anticipa momentos deliciosos. Pero todavía la tiene a medio hacer, como se fragua moroso el recuerdo en la vigilia, prisionera en una fosca de líneas que son también los perfiles de la tierra.
Todos los viejos junto a él se han dormido. Se elevan las llamas, se oyen las quejumbres de los rescoldos, como el arroyo que corre a los pies y tropieza con guijos y ramas muertas. Ojalá la muerte del todo fuese el sonido de paz del agua, el crepitar del fuego, el aire entre las hojas, la nada suspendida entre el claror del cielo y la tierra.
Le sobreviene el reposo y no el horror frente al fuego, huyendo del terrible ruido de monstruo del sol. Crea recuerdos. De ellos, vivirá más adelante.
T.B.: "Fue taimado a pesar de todo."
Ocioso, o solo, pues los viejos están dormidos, o muertos, Brell vaticina desde el pasado verano (ahora en un otoño de aires de púrpura y ponientes rojos) la vida nueva.
Había sido aquél un verano dorado de suaves inquisiciones. Les rodeaba la plenitud, o le rodeaba a él, puesto que Silvia Jara era como de la tierra y sus colores, y las estaciones y los trabajos y los afanes y las esperas formaban parte de un ritmo misterioso e inexplicable pero a la vez tan sencillo y lógico como el aire o el agua, que no tienen leyes de hombres.
Las ideas fundamentales de Brell claudicaban ante la manera sencilla de la descripción del mundo de Silvia Jara.
Este [B., Brell, aquél... lo que sea] sólo urdía ya estratagemas para ocultar su inmensa turbación, la perdición de tantos años atrás. Ahora quiere salvarse. Está ella, y el lugar, falta él... Eran los días del verano, y los sonidos, como una conjura de fiestas y mitos, irrumpían en el monte transformado en un país feliz, era una existencia de tierra, de agua y de sol... El presente invencible.
Ha cambiado el sol por el fuego. Ha empequeñecido el universo: crece él, tan ínfimo y anónimo finalmente. La gloria ya sólo es una piel olorosa y tibia y una boca de agua, la calma de los días, el trabajo sencillo. Su catarsis ni es capaz de mover una pulgada de la más frágil hoja de árbol, pero a él le basta. Quiere una Silvia real, no grandiosa ni esencial para el mundo.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Una academia (19)

"Pintaba lo mismo que tú", le dice, "árboles, campos, el cielo, el monte, las plantas, el sol, flores. No inventaba nada de lo que veía. Las cosas y los objetos que llevaba a las telas vivían más allá de la imagen que representaban pues un color desusado iluminaba las formas y las líneas con una osadía que nadie había intentado antes. Sus colores eran simples, como su mirada y su vida, pero eran nuevos y ya nunca fue igual..."
Calla para sí: era un arte violento porque él buscaba el sosiego. Propiciaba demasiado la inmolación...
¿Podría ella, sobre todo ella, librarse de la leyenda y la emoción algo fantaseada y espuria del culto. ¿Sabía algo ella de las falsas piedades...? No, que pronto borre de su memoria el nombre y las cosas y los asuntos de ese pobre artista tan raro.
No preguntaría: ¿Dónde conociste a ese hombre? Se puede vivir sin saber eso. ¡Qué le importa a ella!
¿Realmente Brell lo había conocido? Mantenía un silencio absoluto, mientras la otra, sin rostro, oculta, esperaba una respuesta imposible. [B. lo conoció mejor que otros, mucho mejor: en la ciudad de Abajo, entre cosas inservibles y malos oficios. Y lo conoció como todos, maltratando su propia conciencia y la memoria de aquel infeliz desposeído.] De haberlo escuchado T.B. habría aducido razones muy de tener en cuenta (si el retiro no es inminente e inapelable para siempre): "Se embauca a sí mismo rastreando coartadas, aquellas que más le sirven de acomodo. ¡Qué asco de justificaciones!"
¿Quién sabe a cada cuál en la huida, en la paz consigo mismo?
Pasaban los días. Como ella permanecía secreta a su vista, él la veía cada vez más clara, más libre de marañas.
"No te miraré nunca. ¿Para qué verte?"
La sentía cerca, inmersa en el olor de la noche próxima, en los arbustos, en el aire, en los árboles, como crecida del matorral fragante. Inalcanzable a tan sólo unos metros. Oía sus ruidos leves. A veces, hasta oía su respiración vegetal y verde.
Nunca logró saber, ni entonces ni mucho después, quién de los dos era el animal agazapado, quién disponía las sutilezas y argucias de la mecánica laboriosa del cazador oculto.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Una academia (18)

Absorto en el fuego, en las secuencias entrevistas de una historia que está haciéndose de retazos veleidosos, no por ello menos ciertos, destino que erige de entre las llamas, como si una voz susurrante, lejana y primitiva le salmodiase al oído los actos, los cuadros y las escenas de una vida quieta lejos de la desesperación y la impotencia: le invita a la huida, a una sencillez.
Piensa que ya prefiere lo mudable, se quiere así. Lo que nunca se atrevió a hacer en su vida anterior de raros conformismos y groseras renuncias. Ya va matando el que era. Incluso crea...
Un día, cuando ya se hablaban y ella podía verle bien y él nada a ella, le dijo a Silvia Jara que pintase el paisaje real, que no lo imaginara:
"Pinta lo que ven tus ojos. Es suficiente con eso."
Sólo tenía que mirar en derredor, todo estaba allí: "... Es buena la luz que desciende del cielo en la mañana o antes del anochecer, o al filo del mediodía."
Negaba ella esa poquedad. No quiere el cuadro del paisaje: rebusca en su naturaleza. Pinta su cuadro, pinta sus ojos.
"¿Aburrido lo que ves? Está todo ahí, sin más", se indignaba Brell.
Pero eso estaba ahí todos los días. Ella lo sabe de sobra. Viene viéndolo desde que nació, o antes. Nunca cambia. Necesita verlo de otro modo.
Brell no admitía la réplica, pensaba que la invención no formaba parte de la verdad de la tierra: invéntate tú, deja en paz a la piedra azul o verde, o blanca. El registro inspirado de la naturaleza, toda la exuberante yuxtaposición de signos y señales no puede sino promover la más genuina de las expresiones en un artista, abona una técnica del alma, todo parece ir más allá del uso hábil de la mezcla de colores, del trazo artesano del dibujo o el manejo del pincel de pelo fino o grueso, del memo lapicero fantaseando, empañando la realidad de burlas.
Donde él veía una cadena de montañas bajo el cielo de acero o de tinta azul, o amarilla de fuego, ella anotaba una tormenta negra, una impresión ocasional y falsa que fingía ver cuando pintaba, o delineaba sin venir a cuento unas rayas de armonioso equilibrio (un sembrado inexsistente), unas líneas verdes escoltadas por un azul quieto arriba y unos trazos marrones ondulados abajo del lienzo. Era la de ella una estética de estímulos artificiosos, imposible de contrastar fielmente. El cuadro desmentía a rajatabla el momento de la ejecución: la tormenta había sido pintada un día plácido de sol; el árbol encumbrado y solitario en la colina no existía, y el girasol encendido bajo el cielo verde y blanco era una figuración que había pintado en el pequeño cuartucho de la masía abierta a la naturaleza a través de los sencillos ventanucos, o cuando estaba sentada a la puerta de los establos mientras una fina llovizna interminable de tarde de invierno empapaba la tierra y la hierba.
No obstante, era cierta la imagen, no engañaba su apariencia, le añadía la alegría o la pena de su espíritu solitario. El resultado final era una decoración a deshoras que sólo confundía la oportunidad de su circunstancia pero no su propiedad. Pudo haber habido ayer una tormenta: la pinta hoy, lo exige su ánimo de ahora. Al crepúsculo enmudece la luz del girasol, se encoge hacia la tierra, se humilla su color: ella lo pinta antes de la medianoche porque así se le ocurre, o porque es ahora cuando lo recuerda de fuego.
No recrea el paisaje: lo disfraza de ella misma. Siente que su mirada apropia mejor la realidad.
Brell ya lo ha comprendido, y le desconcierta que la pintura no sea en ella una afición inocente, un mero deseo de imaginar una imagen en el papel o en el lienzo mediante una técnica chapucera. Ella se deslinda de ese pasatiempo y convoca ante la visión dispar del panorama bajo la crudísima luz al mismo arte. Tiene gracia su dibujo, y el color es verdadero cuanto más rudo. Esta pintamonas ha desembarazado de buenas a primeras su estilo de la práctica habilidosa, tímida e inútil, pues eso le estorba, le coarta la imaginación, la deja desposeída y la convierte en una aplicada copista. Por encima de todo, inventa, pero... ¡demasiado! [Que deje de hacer eso..., decide B. Cuanto mejor mire las cosas normales, verdades más raras ha de encontrar.] Intenta descubrir la malicia o la duda, alguna falsedad en ella. La desafía a propósito. Habla de un pintor que conoció:
"El pino se agarra a la tierra roja de rodeno, y las encinas de cortezas grises y negras estampan el ramaje verdinegro contra el cielo azul; el campo en barbecho es de un color... baldío, motas de negro y rosa salpican la zarza, y allá el rosado del brezo salvaje y extendido, el maíz es un revuelto de verde, el sol amarillo, el río plateado. Se puede pintar el aire de cristal, o el olor del bosque luminoso de claros y sombras, o el de la mata florida de blanco, o el del peñasco ceniciento azotado en la altura por el viento cárdeno, la brisa de la colina violeta."
Casi lo ha declamado.
"Hace muchos años", refiere a continuación, hablando para sí, seduciéndola a ella adrede con el recitar de un habla obsceno y calculado, "vivía un hombre que era pintor. Había nacido en una región de brumas y cielos muy oscuros. Eso le apagaba el alma. Rezaba a dioses sordos y terribles. Se enajenaba fácilmente, incurría en desatinos, pero él creía que de ese modo fortalecía su fe cuando en realidad tan sólo ocultaba una pesarosa desconfianza y una negación continua a cualquier dios. Predicaba; se entregó a los más humildes de la tierra. Antes había intentado la falacia del comercio. No lo consiguió. Tras unos años de engaño y privaciones renunció a entender almas, sobre todo la suya. Ni eso pudo lograr. Se había quedado sin nada.
Durante algunos años leyó libros, anduvo indagando entre silencios y hombres. Viajó mucho sin sentirse de ninguna parte. No sabía valerse del amor, era marrullero y enredoso en ese arte, malograba un querer antes de alentarlo. Pobre y sin recursos, se alejó de su familia y se dedicó a la pintura. Nunca ganó nada. Era pobre antes y después de pintar. Comía mal mirando al sol, sufría el relente de noches, y alucinaba dando paseos tristísimos. Bebía mucho alcohol aderezado de endrina o anís o absenta o un brebaje de licor desconocido, y no pensaba cosas buenas. Sobre él se cernía la mala nueva del cuervo. Un día se mató. Había pintado centenares de cuadros. Al paso del tiempo sus pinturas costaban tanto dinero que ningún hombre o mujer podía comprarlas. Sólo eran capaces de hacerlo los estados y las grandes entidades financieras y las compañías mercantiles que especulan mediante valores de cambio y falsos prestigios. El pintor había sido un hombre complicado, bordeando impasible o frenético los lindes de la locura, pero era de una gran sencillez en su vida. No hubiera entendido todo lo que sucedió después de su muerte, que nada tiene que ver con el arte ni con él."

sábado, 11 de diciembre de 2010

Una academia (17)

Un día, Brell subió manzanas allá arriba. Frescas y jugosas, rojas y brillantes, recién compradas en la plaza del pueblo. A media tarde, entre la largura de las sombras, ascendió la senda con cierta emoción. Al llegar a lo alto el sol enorme y mustio aún se veía por encima de los picos de Peña Blanca y Alto Azul. Se sentó sobre la hierba. Tuvo que esperar, y se entretuvo imaginando. ¡Qué paciente era entonces!
De día... ¡Este búho invisible!
No tarda en oír el rebaño que se aproxima. Deja pasar unos minutos. Murmura unas palabras, y su voz se le antoja extraña en el silencio, precaria, sin vigor, nada hermosa, chocante del todo, una fantochada entre lo natural. Dice que... [Cualquier cosa... Eso mismo, manzanas.] Abre el morral.
"¿Quieres una?", pregunta con miedo, sin creer todavía en nada.
Casi sin darse cuenta de lo que hace, alarga un brazo hacia atrás con una manzana roja en la mano, sin mover el torso, manteniendo la cabeza rígida, sin girarla, con la vista hacia delante.
Con voz más firme, aunque trémula, asegura que no volverá la cabeza. Ni va a mirarla, este Adán trastocado…
Siente como otra mano invisible (como de aire, o de agua, o de sol, o de tierra, o no mano) coge la manzana, muy suavemente pero con decisión, y, entonces, sí, oye unos pasos alejándose hacia la espesura de los matorrales: oyó una cosa nueva en el monte.
(Tiene ella la boca llena de manzana, y Brell la entiende a duras penas. A él se le hace la boca agua.)
Ese día dejan que la noche se abalance sobre ellos: se posa el aire azul y negro en la tierra...
Brell ha abierto las puertas del corral. Mansamente entran los animales. Cierra de nuevo la entrada, la asegura con la tranca.
Ya no puede sino difuminarse por completo en algo extraño lo más lejos posible de la realidad indeseable.
Vuelve a sentarse. Silvia Jara no sale de su escondite ni un momento.
Surge el diálogo como fluye el agua fácil del manantial, como se hace el viento en la luz de la mañana, como cruzan las nubes tranquilamente el cielo: no son de una especie temible ellos dos, qué pena de futuro u otra cosa.
"Eres hermana de Vicente, el loco."
Y él, ¿de quién es hermano...?
La voz sale de atrás, más allá de los matorrales.
¿De dónde viene éste...?
"De abajo, del pueblo", contesta Brell. Y piensa: "De ningún sitio."
En realidad, no es de por aquí... [Allá en la urbe: ni una huella del corzo, ni del muflón, ni la estela de la jineta, ni el vuelo del halcón, ni la tierra verde...] Viene de Abajo, de muy abajo...
"¿Cómo se llama este sitio?"
[El Siglo.] Brell sonríe: “Tiene la voz ronca..., como T.B.”
Fuera de todo esto: quizás el diablo, el mundo que se apaga.
El verano fue una sucesión de diálogos, un entrometerse de Brell en la cosa ajena que era ella. A su vez, Silvia Jara, tan franca de inspiración, libre de todo, entendería la novedad, y le alegró ese pasar el tiempo: entre la demasiada luz, el ardor del cielo, la parsimonia de la montaña en el estío, la hora eterna de la cigarra...
Recuerda Brell el comienzo de su esperanza actual, en la quietud del otoño, sin nada ya en el pasado (recién hecho) de malas trazas, en el presente nuevo. Y el futuro, bueno, ¡para qué!
Muchas son las cosas que han cambiado. Es... otro.
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El fuego como sol. Una realidad apagada, u otra. Ahí está Brell.
En ese recinto de noche y conformidad, de aliento mortecino y muerte segura, de cansancio y de viejos, de indiferencia del mundo, deja Brell pasar las horas y se siente sazonado de venturas que han de llegar a él como los días y el aire. Esconde muy adentro su secreto de Silvia Jara que por momentos acrecienta una ansiedad, un temor de escalofrío que le brota del corazón y le entumece la garganta: perderla, no saber tenerla, o no comprender verdaderamente su raza buena y fiera; volver él al silencio gris entre la noche y el día; dejarla a ella diluirse en la transparencia del aire o disolverse en un polvo de arena amarilla, hacerse nada o más invisible de lo que ya es. Y, ahora, ella lo es todo. Es inevitable. Es precisa, y es lo único. Los pecados se forjan en el miedo, o en una soledad de roca.
"Sin ella, todo sería como una traición, terminaría convertido en un desengañado a perpetuidad", se dice, casi musitando, pues sólo le rodean sordos viejísimos junto al fuego, en la línea de la muerte. ¡Para qué levantar la voz!
Se ha callado Beyle: dormita, y las otras viejas, como un coro de sombras negras sin amenazas ni tumultos ni fatales augurios, sostienen fija la mirada en las puntas asaeteadas de las llamas (¡en algo pensarán!). Son esas esfinges vigilantes un estatismo de friso griego, o la retahíla negra de una tragedia muda, de poca cosa, o un efecto indeterminado que oscila en la pared de la caverna.
Mientras, está pensando en el sol, en Silvia Jara, en cascadas de agua verde que se precipitan a un arroyo oculto entre los pinos y las grandes piedras blancas, cubierto por los zarzales salpicados de moras rojas y negras que brillan al cielo.
Acaso ante la luz ancestral Brell no admite el cambio brutal del futuro: niega el pantano, el olvido y la colección de finales que se avecinan. Sabe, y no ve todavía, de la muerte de Beyle, del ahogo de Montes en un lago de turbiedad, de su propia y natural permanencia en la montaña alejándose definitivamente de una vida mentirosa, de los negocios más allá del hambre y de la felicidad, del frío y la sucia desdicha, de los ríos de gentes silenciosas y taciturnas, un poco hostiles, del todo sombrías, de la muerte a créditos, del cansancio disfrazado de interés. [Se sale, simplemente, del camino.]

jueves, 9 de diciembre de 2010

Una academia (16)

Beyle le dice que El Siglo, adonde tanto acude ahora para nada, no tenía dueño reconocido. Mala tierra de sierra. Jara se apropió de ella. Nadie hizo preguntas, y Jara trabajó la tierra, compró ganado, tuvo hijos, dejó pasar el tiempo, los días y la muerte. Juró que mataría al primer hombre que dudara de su derecho. ¿Quién iba a hacerlo?: era tierra mala, tierra de nadie entre el cielo y la vida. Justo el mejor lugar donde podía irse dejando morir Jara, ir haciendo a otros. ¿No era como tierra vacía, algo que había que sembrar? Sería Jara, pues. Para siempre.
Un clan de la tierra. Pasaron los años. Y ahí está Brell, venido por sorpresa, un nuevo mojón de raza: todo él a punto de enhebrarse entre los pequeños ritos naturales. Yo creo con firmeza que hasta su último día.
(No se imagina en el futuro aún, cosa muy a destiempo en ese presente sin pasión, pero trata de adivinarla a ella, y en eso entretiene los días y las horas.)
[Ella] Velada está por el misterio. Tendrá la voz algo seca, grave, o ruda, un timbre de desdén, o una soberbia de persona que ve pasar los días en soledad. El tono será imperioso, dejando traslucir al mismo tiempo el nerviosismo y la firme decisión de no permitirse ninguna debilidad.
¿Cómo es...? El sabrá.
"Todavía conservo el retrato que me hiciste", sueña que le dice... veinte años más tarde, frente a la chimenea de piedra, ardiendo los leños, la lluvia afuera, la copa en la mano, la paz.
"Me gusta, aunque parezco muy poca cosa en el papel, con los ojos casi muertos, sin nada donde mirar", se dice a sí mismo en un hilo de voz, muy cansado, una tarde, adentro de la casa solitaria y fría, con el cielo de afuera teñido de intensos violetas, y verdes y platas..., oscureciéndose el cielo de tormenta.
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Una tarde, en El Siglo, oye ruido a sus espaldas, un roce, un paso vacilante. A punto está de volverse, de verla definitivamente. Pero no, resiste la tentación (en realidad, ¿ha oído algo?), le vence el temor a frustrarlo todo. Permanece inmóvil dejando que el airecillo muy fresco del atardecer en el monte, de una dulce fragancia, le alivie el rostro sofocado.
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Naturalmente, ella le ha dibujado muchas veces, casi tantas como lo ha visto. Lo divisaba a menudo por abajo de la sierra, en el sotobosque, entre los árboles. Una figura... ¡pche! Lo veía subir por el camino de El Sol y se decía: mira, ya esta ahí ése. Le resultaba raro verle escalar las pendientes, saltar de roca en roca. Un loco que a pleno sol caminaba sin rumbo fijo y desdeñaba detenerse en la sombra. Aquello no tenía objeto. ¿Qué buscaría? Pero, ¿buscaba algo? Y, así, un día y otro. Parecía que le hubieran dado cuerda. Al cabo del tiempo Silvia Jara descubriría la verdad, y empezó a ignorarlo: no busca nada, o no sabe lo que busca, o eso es todo lo que hace, andar. No lo olvidó porque un día sí y otro no, una mañana o una tarde, podía verlo merodeando entre los pinos, bajando una quebrada, mojándose el torso y la cara encendida con el agua fría de las pozas y los manantiales. Desde arriba lo veía ya como algo natural del monte, como un suceso más, inofensivo y carente de misterio y de gracia. Era como el aire, o como el pájaro que emprende el vuelo. Un motivo... otro más. Era un hombre sin interés quizás algo curioso. No rompía equilibrio alguno. Lo hizo modelo sin pasión ninguna; y, más tarde, lo desechó. "Parece como sin alma", terminó diciéndose, avizorando desde arriba su figura delgada, como una mota de color en la robustez de la naturaleza. Así que se entregó a sus pasatiempos, al mediano rigor de sus costumbres sin perder de vista el orden de las cabras. A él lo oía, abajo, haciendo un ruido tosco aquí y allá. Lo despreciaba tranquilamente.
Pero el día que Brell casi la sorprende al llevar el ganado a los corrales le invadió una confusa vergüenza que pronto dio paso a la ira. No lo había previsto, nunca pensó que él llegara hasta lo más alto, hasta las lomas de El Siglo. Ese trastocaba por fin el mundo, irrumpía patoso en el cerco de sus calmados y soñadores entretenimientos: es real, y ha llegado hasta ese lugar él sabrá cómo. Casi se dio de golpe contra él, pudo evitarlo por poco y ocultarse detrás de los arbustos, sin tiempo para otra cosa. Se quedó quieta mientras el otro curioseaba adentro de las cuadras. Luego, lo vio salir con un papel en la mano. Enseguida supuso que había encontrado uno de sus dibujos. Lo pensó ladrón, lo maldijo.
El ganado, con la fatiga y el hartazgo del día, se acercaba a los establos. Ella no se atrevió a moverse. Dejaba pasar el tiempo. El aire ya era de noche y empezó a preocuparse. Ese mal tipo, tan lleno de tontunas, no se iba.
Al final, con los animales ya a las puertas, lo vio descender la montaña, y, aliviada, siguió con la vista la figura que se mezclaba en el contorno tranquilo de las cosas de la tierra, envuelta por las sombras del anochecer.
"Ahora", se diría pensativa, "ése ya ha encontrado el lugar. Vendrá siempre."
No todo empezó sin saber. De pronto, ha pasado el tiempo.
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La brisa muy fresca y la luz demasiado amarilla habían anunciado el otoño pausado y nostálgico.
("Pues que presione bien la mina sobre el papel, un HB-2 blando, nítido, vigoroso: y así se apreciará mejor el roquedal, el sauce desmochado y la encina negra, el nido del pájaro, el trazo fulgurante del gavilán, la mota del grajo, tosco, refunfuñador de copa en copa, la vieja que se encorva oculta de sayas al suelo, el perfil campesino del hombre quemado por el cáncer del sol, el tronco del árbol, la choza al atardecer, la siega, el sembrador, la cigarra que canta tan débil -se ve la noche de nieve en sus ojos-, la piedra y el barro..."
NO HACE FALTA QUE TE HAGAS TRAER LOS PINCELES Y LOS LAPICES DE LA CASA SENNELIER DE PARIS.)
Medita cabizbajo, llegan los primeros helores, bajará el invierno poco a poco de las cumbres nevadas con toda crueldad: aquella muerte pobre y bruta del joven suicida Beyle, después del duro trabajo de la tierra. Le da por pensar eso frente a los dos viejos, y se dice, hurtando la mirada sin culpa del padre, de la madre impertérrita: "¿Qué explicación tiene...? Se aburría el diablo, salió a entretener su maldita eternidad..." [Sin embargo: pag. 305: ...se aburría el diablo, y bajó a la tierra..."] Está Brell constantemente alrededor del fuego de leños. Sopla Beyle por el hueco de la caña los rescoldos, y suena el estertor profundo del pecho, se aviva el revuelo de las llamas. Afuera, el aire frío del final del otoño ilumina la conciencia. El silencio en la noche augura las veladas morosas del invierno, el lento crepúsculo, el sueño hondo. Tornan a apaciguarse el sol y los colores. Todo es una postrimería. La tierra se muere.
Recuerda Brell los tiempos del verano, ya vencido, se goza en ellos a la vez que se rinde a la ilusión del futuro que empieza a tramarse burdamente a despecho de los posos de muy atrás, del pasado malo.
Los días transcurren con lentitud. ¿Qué de extraordinario iban a deparar...? Poco había de alentador hasta ahora. Silvia Jara no delataba su presencia.
PINTALA CON LA LUZ DEL NORTE... (Es más sutil, no burlará tus sentidos.)
El sabía que ella andaba detrás. Sentado junto a la piedra, fantasea una conversación. No obtenía respuesta. Hablaba al aire. Soliloquios de trastornado.
LA MIRA EN RELIEVE, A ELLA Y AL MISMO PAISAJE: LLEVA PUESTAS SUS GAFAS ANAGLIFICAS.
No oía jamás ni una palabra.
"¿Es muda?", le preguntó a Panes de una vez.

martes, 7 de diciembre de 2010

Una academia (15)

Lo examina cuidadosamente. Quiere ver más allá de las líneas y los colores desmedidos. La cadena de montañas nevadas, el cielo poblado de trazos oscuros y nubarrones, una misteriosa claridad que inunda de definición los contornos y los volúmenes, las formas de lo reconocible, la imagen real. Y... sorprendentemente: una mancha verde sin sentido, y tres rayones amarillos que son como venablos de luz a ninguna parte, una inspiración repentina, gestual, caprichosa y magnífica.
Más que nada le divierte el absurdo del presagio: se sugiere un acto colosal. ¿Por qué una tormenta? Está claro, quiere decir más de lo que dibuja. Estimará en poca cosa el paisaje, y busca la emoción de otro discurso, el de la fantasía. No le basta la montaña, o la línea del árbol, o sólo el sol. Su realismo precisa de características adjetivales. Busca el añadido a la representación pues la apariencia sola de la realidad semeja cosa de simples; así, sin más, le endosa una circunstancia al paisaje que lo turba de inquietud. Es un efectismo gratuito y descarado. Su preocupación íntima de pastora fantasiosa desdeña la realidad y eleva sus aspiraciones, no sabe que basta y sobra con su idea solamente. Todavía no sabe que puede significarlo todo a través de lo que ve.
Podría decírselo..., podría. En fin.
Le parece ridículo gritar, levantar la voz y romper la paz de un silencio emocionante.
Y entonces, sin pensarlo apenas, comienza a hablar muy despacio, tenuemente, como si su interlocutora se encontrase a escasos centímetros. Musita, en efecto. "Si quiere oírme, que se acerque", se dice. Aún baja más el tono, ya es casi un susurro inaudible. Por un instante siente que su torpe salmodia profana un espacio sagrado.
¿De qué habla? Procura que las palabras sean sencillas, declaran su interés por su pintura, incluso hacia ella misma..., que entiende muy misteriosa.
Emboscada en algún sitio, la destinataria del vacilante mensaje prolonga su reserva. No aparecerá.
Finalmente, Brell murmura ya para sí mismo, hasta que se calla de una vez. Deja transcurrir unos minutos. ¿Qué va a hacer con el dibujo?, pregunta. ¿Se lo lleva... o no se lo lleva? ¿Puede guardárselo? No hay respuesta. Nada, no se oye nada. Dobla la hoja y la deja a su lado, de nuevo sobre la hierba. Coloca la piedra roja encima. Mira en derredor. Le envuelve un aire fresco, las sombras verdes y nocturnas.
Experimenta algo de rabia ante el silencio inconmovible. El perro pequeño le mira con los ojos muy abiertos; está sentado sobre sus cuartos traseros, indiferente al ganado y sin delatar a su dueña en ningún momento. No es una sensación de ofensa lo que solivianta a Brell. Comprende que no es miedo sino prudencia lo que siente la artista desconocida, pero le duele el recelo tenaz que lo relega al ostracismo sin remisión. Podría, ¡ya lo creo!, fastidiarla quedándose ahí todo el tiempo que quisiera, ya bien de noche. ¿Qué haría ella? Tendrá que guardar el rebaño antes de partir a la masía, lejos de allí. No puede irse sin hacer eso previamente. Hay que encerrar a la grey.
Brell se pone en pie. Ni por un segundo deja de mirar de frente. Los constantes balidos de las reses se le antojan lastimeros en la luz azul y oscura. Comienza a andar hacia la pendiente sin volver la cabeza. Una senda limpia de broza baja sinuosa entre los árboles y los matorrales hasta el camino, largo y cansado, de regreso al pueblo. Desciende con mucha calma. A la misma hora que hoy, volverá mañana.
La creación es la metáfora del creador. Qué simple: está la obra, y habla de su dueño. Es imagen, un tropo resuelto en una apariencia afortunada, un antojo plausible... ¿o nada de todo eso? Y, sin embargo, nos habla de otra cosa, de la cosa cierta, de aquello que es por encima de texturas o el dibujo de unas palabras. Brell, bajando de la montaña...
El dibujo de Silvia Jara inaugura otra reflexión en Brell: ella es real, y la quiere para sí. El dibujo la sanciona de una vez por todas. La pintura de después será la prueba fehaciente. Su existencia ya está lograda.
Ahora se lamenta de no haber traído el dibujo. Sería, en las horas negras del insomnio, una confirmación feliz en su divagar.
Apenas cena, con prisa. Se asoma al balcón. La noche de julio es estrellada, limpia y tibia, festiva y meridional. La plaza del pueblo está invadida por niños que no cesan en sus correrías en torno a la fuente, y se oyen sus risas y gritos ininterrumpidos. De los bares próximos han sacado mesas y sillas al aire libre. La breve consumición propicia las largas partidas de naipes. Hay corrillos de veraneantes que hablan entre sí cerca de las paredes, con atuendos claros, y andan despacio de un lado a otro, cómodos y desenvueltos, sin urgencia. Otros beben del agua fresca del caño, toman asiento en la escalinata que sube hasta el portalón del templo. Todos entre automóviles que estrechan el espacio, rodeados de casas viejas, de casas nuevas sin gusto, bajo un cielo raso lleno de soles nocturnos y brisa templada.
Brell sale, camina tres pasos del callejón y entra en la casa de Beyle, junta tras él el pesado portón de cuarterones, de quicio muy quejidor. Cesa la algarabía de la plaza, que se aleja, queda como un leve fragor detrás de la gruesa madera.
Se sienta en la cocina. Frente a él Beyle, su mujer, alguna otra vieja, algún otro viejo. No hay fuego al que mirar. Deja, pues, que Beyle hable del pasado, de las épocas de bonanza del viñedo, del olivo, de la almazara de antaño y las destilerías con las mismas palabras fatigosas de siempre. Las imágenes del recuerdo, fragmentado, libre, de vuelta y revuelta en el habla, aletean entre la luz eléctrica y amarilla y espesa de la estancia, parecen levitar, posarse sin violencia sobre las cabezas inclinadas de los viejos como el humo perezoso que asciende en grises volutas del cigarro maloliente en los labios entreabiertos de Beyle. La voz quebrada evoca los días de mejores industrias y más holgada población de Montes. Entonces las antiguas fábricas de anisados y holandas del tiempo de su propio nacimiento, cuando a punto estaba de doblar el siglo, competían en ese lugar de montañas con las fábricas de hilados y tejidos que producían miles de libras de seda.
"Mi padre plantó medio centenar de almendros el día que nací. Ahora ya no sirven para nada, están todos viejos, con el tronco negro y sin savia, a punto de morirse como yo. Ese árbol tiene la vida medida del hombre."
¿Pero existe el tiempo de atrás, todo ese conjunto de circunstancias dudosas, de gentes y empresas olvidadas engullidas por los años? Escucha Brell los recuerdos del otro, la historia muerta ya, inerme, sólo viva en el relato de penosas intermitencias de un viejo sin nostalgia y terriblemente cansado, que deja que la memoria trace una crónica hilvanada de arbitrarias casualidades: cuenta lo que recuerda; lo que no recuerda, no existe.
Un día Beyle le enseñó a Brell una antiquísima fotografía, tal vez la primera que se hiciera en Montes, una instantánea de cantos mordidos, deslustrada en algunos puntos. Registraba un día de fiesta en el pueblo. Había baile en la plaza. Había unos hombres y unas mujeres, mozas y mozos, niños, todos con ligeros atavíos de domingo, las camisas blancas, blancas las blusas, las mangas de los hombres arremangadas por encima del codo, los niños con pantalón hasta la rodilla, todos muertos sin remedio ninguno, brumosos e incomprensibles en la distancia, casi tan viejos como las piedras muertas, niños imposibles e inextricables (pues la fotografía se remontaba al año 1888). Los grupos se arremolinaban en el breve espacio de la plazuela acotado por el fotógrafo. Unos se miran entre sí, otros sonríen a esquinas invisibles, pero casi todos miran al objetivo, sonrientes, cándidos ante el artilugio y felices por la sorpresa, y aun hay otros que mantienen una postura envarada, de rigidez ante la grave razón del momento: "Esto os eterniza", diría el hombre técnico y misterioso de la cámara, y rápidamente las caras expresan asombro e inocencia, la risa nerviosa se muda en ingenua solemnidad. La época moderna les roba de su sitio a todos ellos, y la ingeniosa mecánica que atrapa la luz los fija en la emulsión conmovedores y ciertos, arrebatados al tiempo real de su existencia, los transporta a un futuro indiferente. Pero no los pinta vivos, los reduce a una creación de amaño, a un montón de sombras y bultos grises, sin color, como unas luces sin alma.
Beyle señala entonces un adolescente enclenque y borroso, de cabeza rasurada casi por completo, entremedio de un cortejo de faldones inacabables de mujeronas y entre dos mozos de pelo revuelto con anchos pantalones de pana, entre hombres y mujeres oscuros, entre todos. "Este sería mi padre", le dijo a Brell con cierta incredulidad, y a él, diablo de ocurrencias insólitas, indignantes, le parece ver la imagen funeral y la amargura desesperada del nieto y del hijo suicida de mucho después.
No hay fuego donde llevar la vista. Brell escucha la voz del viejo y se figura sin palabras unas imágenes de tonalidad inaprensible (¿la luz de la muerte?), como surgidas del trémulo matiz del resplandor de unas llamas (ahora) inventadas en la pared de baldosas rojas. En su interior (pero no sabe lo que es el alma) todo parece anticipar adioses, la ausencia definitiva de sí mismo.
¿De qué le están hablando?
Escucha como un batir de olas, como un rumor de aire antiguo y frío: "Ya entonces", le decía Beyle, "se hablaba del pantano, pero como si se hablara de una de las guerras de nuestros antepasados. Hace más de cien años."
Piensa Brell en el tiempo ido y no suyo, y la mirada casi dormida se posa en la mujer de Beyle, que no murmura una sola palabra, es una comparsa de atavíos negros en el fondo silencioso, vieja de verdad y sin futuro, sin miedo pero también sin afanes, que a toda hora asiente con una media sonrisa lo que oye, que afirma complacida el relato del otro, como dándole razón una y otra vez. Los otros viejos, al igual que ella, son oyentes silenciosos y de una timidez senil, asiduos de las sencillas veladas de los Beyle. No dicen nunca ni una palabra. Ni una.
(Mucho antes de ahora, mucho antes que Brell asistiera desde las montañas al ahogo de Montes bajo las aguas del pantano, mucho antes que él llegara al pueblo, imagino a la mujer de Beyle tan atrás en el tiempo que dudo de su infancia desasistida y secreta, y de la otra mujeruca, también de negro y con una mirada tan llena de vergüenza que atribula, niñas herméticas envueltas en las remotas vicisitudes del hambre y la guerra, cuando los años del cáñamo, tejiendo y haciendo hilo ante la rueca y el huso, mercando los ovillos a los tejedores que fabricaban las prendas de lienzo en la ciudad grande y lejana, un destino tan improbable como temido...)
Y, no..., la vieja, la vieja de siempre con alcuza, está ahí en la cálida noche de julio sin fuego de leña en el hogar, frente a un aparato de televisión en blanco y negro con el volumen poco audible que lanza su desmañado resplandor de acero sobre los rostros de esos viejos, de ese Brell que puebla el Montes de hace cien años mientras urde con un anhelo inconfesable y cobarde la huida del fracaso de su presente que tanto teme. No, no huir de él, de sí mismo, sino de ese presente, de ese sueño inexplicable que lo ata a las cosas del pasado innecesario.
Entre las lenguas de agua yacerán los cientos de cahíces de trigo, los miles de cántaros de vino y los miles de arrobas de frutas. Grandes y felices tiempos sepultados por un manto difícil.
"¿Hay alguien en la foto de los Jara de antes?"
El viejo duda. ¡Qué complicado saberlo!
Sin embargo, al cabo de unos minutos señala con el dedo una mancha: "Este es un Jara."
Pensará en ella en todo instante: Jara. Brell atrapa los momentos que han pasado juntos, tan cerca el uno del otro pero sin mirarse, temiendo descubrirla bajo la luz reveladora.
Más tarde le ha contado a Beyle los encuentros, las rarezas de él, la manía persistente, la avenencia de ella al simulacro, el ocultamiento.
"Ya hace días de todo esto", confesará en voz baja, asaltado por un repentino pudor.
Beyle no entiende el pacto... tácito: ¿No verse cara a cara? ¿Ni de ninguna otra forma? ¿No es cosa de necios?
"Es una especie de juego..."
"¿Y de qué se habla...? ¿Es ésa manera de razonar?".
"Igual que si nos viéramos."
"¿Cómo es ella?"
"No lo sé."
"Su madre era una fiera callada."
Funde Brell el sueño con la realidad, y es una turbia transparencia. ¡Que mistificada pintura!