jueves, 29 de diciembre de 2011

HESSE 37

Es una wittgensteiniana. De pura cepa. A la inversa: no puede decir las cosas, pero encuentra el modo de decirlas repudiando un lenguaje no ya limitado, sino embaucador, la máscara protocolaria de lo indecible. ¿Cómo dice las cosas? Las muestra. El abecedario de las visiones. Y ese lenguaje tiene la lógica del mundo y su basural orgánico y su embeleco metafísico. Una mística del objeto y sus connotaciones irrebatibles. Un arte extrínseco, sin necesidad de ahondar en lo esencial ni dotarlo de proposiciones: óxido, vidrio, madera, acero... También siliconas, fibras, polietileno… Conforma una química. Presenta el laboratorio de su fabricación. La magia de la metamorfosis. La tautología de la imagen ha sido desterrada, también sus equivalentes lingüísticos en este muestrario íntimo de que hace gala. Inventa el verso avenido por aluviones de materia, el párrafo es creado por la estupefacción que depara. Propone el desconcierto. Su epistemología se basa en lo chocante: de ahí se gestan las grandes ideas: el método del delirio, de la invención constante. Su discurso sintácticamente inclasificable: eso ya es un habla. Luego, articula emociones escondidas, los terrores, una gran apostasía: atisba dentro de sí en una ontología que tiene mucho de mortificación.
Abusa del objeto, lo muestra tal cual es. No piensa a través de él. Sólo es una consecuencia.

Entre el pensamiento y el mundo está el lenguaje, que no significa nada en realidad más allá de su propiedad referencial y comunicativa. Ahí es donde trabaja. Labora telas de araña, una plástica de intríngulis constante.

Todo había empezado muy pronto.
Es una adolescente. (¿Lo había sido alguna vez?).
Es una mujercita entregada a sus labores, y bien pronto se da cuenta de cuál es el camino y lanza la cestilla de la costura por la ventana con una mueca de asco.
El acné paralizante lo envía ella al diablo, toda la pereza e indolencia criminal de las espinillas y la dentadura irregular no son muros para ésta que sabe perfectamente lo que quiere.
No es ella de esos adolescentes
ensoñadores que hacen de la espera la llave prodigiosa del futuro: ninguna puerta abre la espuma de los días mientras yaces en tu dormitorio con la vista fija en el techo, imaginando para tu existencia mil desarrollos felices, finales venturosos, la dicha y la gloria.
Nada de eso. No es una ilusa que espera que el mundo se detenga a la puerta de su casa y suba las escaleras hasta su cama donde sueña despierta.
Cogió su bloc y su lápiz, se precipitó a la calle y se fue ella en busca del mundo, que es aquello que está fuera de ti, diverso y extraño, implacable y proteico, presto a las dentelladas propias o ajenas.

viernes, 23 de diciembre de 2011

HESSE 36

Corrige a Dios: crear el arte nuevo, adánico, sin modelo, mirar a su oscuridad o a la luz escondida dentro de sí.
Su barro inerte sin hechuras humanas.
Descripción de una lucha:
Delgadas láminas de material orgánico se mueven al compás del viento, los leves zarandeos provocan diversos estados en su forma, es lo aleatorio el principal factor del juego artístico, el que niega el principio de validez inmutable de lo escultórico: la piedra, la estatua incólume de Miguel Angel se mueve, se dobla y cambia de postura para desentumecerse, deshacerse, abstraerse de la forma, componerse de trastos, y finalmente resuelve por sí sola la infinita combinatoria formal recreada de mil pedazos distintos: lo que es es lo que ves.
Comprendo. La belleza es.
No hablamos de belleza, al menos en el sentido convencional de la acepción.
Hesse, eres literatura: una obra como una colección de tableaux diversos en la gran mesa del ingenio y la improvisación, alterables, intercambiables. Ninguna regla prevalece en su ordenamiento, pues su disposición obedece a un alumbramiento sin fórceps ni medicinas preventivas, y fue la gestación el fluido constante de un pensamiento sin trabas mientras:
se duerme,
se sueña,
se anda por las calles,
se come con una amiga,
se asiste a una obra de teatro off-Broadway,
se adquiere un libro de segunda mano (que resulta ser una joya bibliográfica) en The Green Train,
se contempla extasiada fragmentos inexplorados de cuadros en el Whitney,
se admira catástrofes en el museo de los monstruos de Queens,
se pasea inspirada a lo largo y ancho de Great Lawn, en Central Park, recordando viejas canciones de los años cincuenta,
se deambula (¡de nuevo!) por Coney Island, bajo un sol de oro y un mar de tópica turquesa,
está una sentada en la butaca afelpada de un cine de la calle 42,
está una oculta en el río primaveral e incesante de personas de la calle 23 a las 18 p.m.,
está una, sucia y cansada de la noche de julio, bajo la marquesina de Birdland a las cinco de la madrugada viendo salir a los jazzmen exhaustos,
está una en silencio, absorta en el círculo de su sangre, aferrada al crepúsculo lluvioso de noviembre,
está una, lúcidamente, quieta,
está una frente al puente de Brooklyn y recuerda la vida y la obra de aquellos dos poetas que fueron el vate de barba blanca y el suicida que miraba al Sur,
está una cansada,
reniega de Dios,
arroja otra creación al mundo como quien lanza una piedra a sus enemigos,
tiene miedo
y cae moribunda,
cierra los ojos
y está muerta.
“Ya te enseñaré yo a ti a hacer cosas incomprensibles, deicida.”

domingo, 18 de diciembre de 2011

HESSE 35

¿Cuáles son las proporciones correctas?
Un montón informe de trastos desafía cualquier escala vitrubiana: mirad, entre esos desechos se agazapa mi alma desnuda, todo aquello que me angustia o emociona: lo que en ello gozo o me torturo se halla ahí sepulto o insepulto entre los cables, los plásticos, los cristales y las telas… ¡los polímeros!
No eres un enunciado definitivo; con el tiempo terminas siendo una caricatura, unas líneas desgarbadas y feas, un rayajo gótico cargado de analogías ojivales y desprovisto de gracia.
Deconstrúyelo, entonces, desarma esa carne corrupta sostenida por huesos endebles. Tranfórmalo a ese cuerpo en abigarrado montón de materiales cuyo orden y concierto sólo a tu espíritu conciernan.
El Siglo XX es una solar donde arrojar todo aquello que expulsa el alma.
La belleza, bien es cierto, es sólo una relación… ¡pero de infinitas y variadas unidades simples!
Categóricas sí, pero arbitrarias.
Una dipendenza apenas perceptible, emboscada a lo largo y ancho y alto y bajo de ese amontonamiento o disposición objetual, detrás del cual se encuentra un ser humano.
Talleres de reflexión teórica:
adonde ningún ojo descubrirá el barro maleable, el torso monstruoso adivinado a través de la bolsa de plástico preservadora de la humedad: nada en estas iglesias del novicio depara lo humano, nada nos transporta a las sosegadas visiones de la estatuaria griega, cuando la levedad de la piedra tallada con mimo encomiable transmutaba en carne apetecible, en una piel tersa e inmaculada, en un reflejo del agua del color de la luna, de la pátina del deseo. ¿Qué manos modernas –se dicen como orantes- osarían replicar la clásica belleza de unas estatuas que, a despecho de su naturaleza canónica o ideal, se verían rebajadas a ejemplo estético de pusilánimes, a copistas sin talento? Ninguna alquimia contemporánea ha de mejorarlas en una apariencia inaugural que ha sido venerada siglo a siglo, ningún apócope ni remiendo hará de ellas materia superior.
Mejor dejarlas dormir en su sueño de siglos.
A otra cosa.
Para una teoría de los formatos de equiparación: pintura expandida y vídeo. Conceptos e idearios sobre el soporte plástico contemporáneo. Alternativas de una semántica de confrontación en el siglo XXI, logra leer en un cartel pegado junto a la puerta de entrada (¿a qué? ¿adónde? ¿hacia qué? ¿por qué?).
Hay un pequeño trabajo para ti, negro.
¿A cuánto por página?
Tú decides, pero no pases la raya roja. Lo malo es el tiempo.
¿Plazo?
Dos meses y medio.
Estará lista.
No esperaba menos de ti.
Además, tengo el título.
Magnífico.
Para un entendimiento poético de la instalación en espacios de adecuación plástica. Comportamiento y ejecución escultórica mediante un vocabulario matérico, espacial y objetual intuitivo: la moderna sintaxis del arte tridimensional.
Es perfecto.
Eso creo. Propende al esclarecimiento.
Afín al debate de los avisados, del entendido en la materia.
Pues manos a la obra.

Cuanto de bullshit tenga esta maldita reunión de objetos, será difícil saberlo. Quizás esta farfolla no responda sino a un autoengaño sublime y alimento visual para incautos. Un decorado quackery, aseados humbugs para soplagaitas bien vestidos de la Quinta o tipos marrulleros intelectuales del Village atrincherados en sus trenkas, sus libros de bolsillo, su cine europeo, su whisky de malta y sus botas de piel vuelta.
¿A eso aspira tu obra?
Existen pruebas suficientes para negar esa insidia, Escribidor.
Veamos eso, dijo Hesse casi inaudible, inconsciente, y me condujo a una habitación donde se apilaban cientos de objetos heteróclitos.
Me condujo a la confusión más absoluta: a lo sinnombre.

lunes, 12 de diciembre de 2011

HESSE 34

¿Y ése que contigo va? Un escritorzuelo del demonio. El cronista del pasado que se aburría y bajó a la tierra, un seudocreador de puñados de planos interrelacionándose donde termina borrado finalmente a despecho de su omnisciencia. La sombra de una sombra. Un notario que levanta actas de materiales apócrifos, retales deshonestos, suposiciones, mentiras… Un negro con el depósito de la estilográfica demasiado cargado que mancha de tinta azul (la sangre más repugnante y cobarde) todo aquello que queda a su alcance.
Ella: necesita todo el espacio y mucho más de seis días. Es la Diosa. Y no descansa el séptimo día. ¿Para qué? El tiempo vuela.
Tampoco necesita un hombre a su lado.
Es una diosa, y eso es mucho más que un dios.
Aunque si cometes una transgresión tal vez sólo seas impuro hasta la puesta del sol (Levítico, III, 11-24).
Sed santos, porque santo soy yo (Levítico, IV, 19-3).
Ella, pura o no, improvisa levíticos, autos sacramentales de propia inspiración.
He aquí, mis hermanos en la muerte del arte, su Kashrut, un conjunto de leyes que no ha de demandar la consigna ni la prohibición en ninguna de las manifestaciones artísticas del futuro. Ejerce el libre albedrío. La fe sólo es el vacío, el miedo a la nada.
Eva, hoy, es la nada, está en la nada.
La libertad absoluta: mente, cuerpo y materia forman un revoltijo del que la afición ha de nutrirse.
1948: Así pues, dedico este modesto dibujo a mi daddy y al público en general.
Porque su vida en nada se parece a la de los otros, y sus sendas son extrañas (Sabiduría, I, 2-14).
¿Acaso no era su propósito vaciar la obra de toda condición estética aun sin incluirla en el discurso diario de las trivialidades humanas? Tal vez el arte, el objeto final susceptible de especulación y observación descabellada sea un maldito juego, un entretenimiento, pero no lo es en modo alguno la intervención del artista, levítica y solitaria, de recogimiento, y el proceso coadyuvante de su plasmación.
Y he ahí el fracaso, pues más tarde o más temprano, dependerá del cambalache programado, la obra adquiere una validez financiera (cuando no la tenía estética por deliberación), o plástica o histórica: se ha convertido en un producto artístico lo que sólo era lo residual de un proceso mágico, alquímico, esclarecedor y luminoso como el rayo gótico que de improviso recorre la oscuridad del espacio sagrado de la catedral y desvela el caleidoscopio de las vidrieras.
Una obrera del arte: unos, se manchan; otros, se envenenan. Los demás son los farsantes que comercian e inflan sus estómagos de aire: porque es desdichado quien desprecia la sabiduría y la disciplina, sus esperanzas son vanas y sus afanes estériles (Sabiduría, I, 3-11).
Come resina, respira óxido, úntate de cáncer. Muere por tu obra. Si es preciso, te cortas una oreja, te descerrajas un tiro en el pecho y tardas dos días en morir como el bueno de Vincent. ¡Bella agonía!
Puedes ahorcarte. Estrellarte con un automóvil. Cortarte las venas. Arrojarte al vacío. Galopar a lomos del caballo con la lanza de Thor clavada en el brazo. Ser más hombre que artista (o ser sólo hombre).
Y entonces estará el justo en gran seguridad frente a los que le afligían y menospreciaban sus obras (Sabiduría, I, 5-1).
O ser Picasso, sencillamente: El Gran Español Feliz

sábado, 10 de diciembre de 2011

HESSE 33

¿Conectada a qué?
A toda la brujería del bosque sumido en la niebla primitiva, pero también al nuevo reino del material, la urbe, la creencia y el ideal modernos. La suya es una cultura de la promiscuidad, de la yuxtaposición de lo creíble con lo antiguo del enredo metafórico. Reina sobre esta otra selva de piedra y acero que si artificial, abusiva y heterogénea no es tan distinta de aquélla prodigiosa, mágica, natural y llena de misterios y oscuridades cuando el fuego y la pintura en la cueva.

Aquella niña miraba al ojo de la cámara como viendo el futuro, como desentrañando del cristal brillante y negro los sucesos que iba a vivir, las personas que conocería, todas las imágenes del mañana que se escondían detrás de ese artilugio capaz de robar al tiempo una escena ya irrepetible y muerta pero tan auténtica y creíble como la niña que era y que en ese mismo instante aguardaba con la sonrisa en los labios aún inocentes el chasquido del disparador.
Veía luego las fotografías, lo fabricado en una décima de segundo por la cámara: de modo que eso era el tiempo, y eso era ella.
Un dibujo cabal del concepto.
Lo invertía: ese sonriente manchón blanco y negro y gris a duras penas expresaba la enorme complejidad que se escondía debajo de la falda, más allá de la carne, circulando invisible en los torrentes sanguíneos, subiendo y bajando entre los escollos de unos órganos y sustancias que alimentaban tan sólo lo visible, lo físico.
Ella era un millón de veces más difícil de dibujar que la fotografía que atestiguaba una apariencia sin duda fiel e inequívoca.
Descubrió, entonces, la vacuidad de la representación: el pensamiento debería carecer de un forma predeterminada, incluso reconocible.
El pensamiento era el objeto.

Anot. (c. 2/1961): Ha leído el breakfast de Capote.
Pero ella nunca quiso ser Holly Golightly, falsa e inútil y es posible que completamente idiota.
Subrayó algunas frases (solíamos ir al bar de Joe Bell en la esquina de Lexington Avenue unas seis o siete veces al día, no para beber, o al menos no siempre, sino para telefonear…) y encuadró con tinta verde un pasaje: el rodeo que dan ella y el escritor en ciernes para evitar el zoológico con los animales enjaulados y que tan difícil de soportar le resulta a la chica.
¿Qué piensa del tipo que escribe?
Lee a Simenon. Eso ya es una garantía siendo un… novelista norteamericano.
¿Cómo puede un auténtico escritor interesarse por una chica que tiene un gato, toca la guitarra, pronuncia merde y se lava la cabeza sólo cuando hace sol? Además canta tonterías como viajar por las praderas del cielo y ripios semejantes.
Amigo, eso sólo ya vale por un montón de chicas aseadas y… tediosas que, sin duda ninguna, nunca se tomarán un par de “manhattans” seguidos ni tres cócteles de champaña sin desplomarse al suelo.
Qué tipo… Un enano que no vende nada de lo que escribe y encima tiene la indecencia de publicar en una revistucha universitaria que no tiene la menor intención de pagarle ni un centavo por su trabajo.
Ella no lo hubiera consentido, se rebela ante eso.
Al final, él vende dos cuentos y se queda con el gato. Aunque su poco talento aún da para mañas: ha reemplazado los rieles del travelling por una silla de ruedas.
Ella ahueca el ala.
Fin.

jueves, 8 de diciembre de 2011

HESSE 32

¿Crisis?
Hesse al Negro Con Máquina De Escribir A Cuestas (otra vez no sabe donde ir, sin sitio donde dormir):
“Mozart para los días grises.”
Un piano a todas horas.
Y, con el sol, un jazz templado.

“El lenguaje es comunicación antes que significación. Puedo comunicarme con alguien a través de sonidos, sin extrañar por tanto los significados. Y esa es una manera interesante de hacer arte”.
La artista le ha pagado al Gran Escritor un sandwich de queso y pollo.
Sin dejar de comer, él la sigue hasta Central Park cargando la mochila y la máquina de escribir.
Ella bebe directamente del botellín de una Coca-Cola.
Después: tumbados en medio de la llanura verde de Sheep Meadow, rodeados por la ciudad invisible de la que sólo emergen al cielo blanco las líneas regulares de los rascacielos que sobresalen por encima del cerco de los árboles. Son como monstruos callados, hoscos, que acogen en su interior otros monstruos pululando, maniobrando, encerrados en sí mismos.
No contesta. Parece dormir. No está.
Y otro día:
Él le lleva manzanas secas que le ha comprado por unos pocos centavos a una niña Amish en Columbus.
No prueba bocado.
Si por ella fuera, dejaría hasta de beber agua. Pero no para matarse. Vivir del aire… y no morir nunca. Límpida en su interior de cristal.
Sólidos, indiscutibles, los materiales de la artista del aire, hasta podredumbre, una sucia escombrera, la desesperación… y la calma.

Misticismo: he ahí el silencio, sólo lo intuitivo te acerca a la verdad secreta de todo, a su más profundo significado y esencialidad: el arte es una praxis de la conciencia. El silencio me conduce a lo maravilloso, a lo creado realmente; el lenguaje me condena a lo trivial, a lo insulso de una tautología que se enmascara mediante el signo: ya no nos basta un solo universo; tienen que haber más, muchos más, miles de millones de ellos. Sólo así se explica el silencio.

¿Qué hay de las repeticiones? Si repito algo absurdo, es doblemente absurdo. Morir joven: morir dos veces adulto.

domingo, 4 de diciembre de 2011

HESSE 31

En el 69.
De Kooning en el MOMA. Más de un centenar y medio de cuadros. Un bosque cromático que se desparrama a lo largo y ancho de las inocentes paredes.
¿A qué joven de los cincuenta y primeros sesenta no podía gustarle De Kooning? Bastan tres dedos de una mano.
En efecto, un tipo atractivo, listo y con gran sentido de la oportunidad: el niño de oro de su tiempo. Otro más.
Aunque doblemente precavido y astuto que Pollock, que Gorky, que Barnett Newman el Jovial.
Alargaría su vida hasta acabar medio idiota, mojando el pincel inútil en la baba que se escurría a los lados de la boca.
Una especie de misa negra a la que le obliga a ir la artista enamorada (en el fondo la acompaña muy complacido, y a duras penas cogen un taxi en el SoHo que los deja abandonados en la 79 con Lexington por no se sabe qué manifestación que interrumpe el tráfico. Comprará el catálogo sin dudar ni un segundo: en el 2000 lo podría vender a algún coleccionista incauto a muy buen precio).
Como niños malos: si rascamos (descascarillamos) revelamos una mezcla de astucia, habilidad, época, mercado, estética…
Grandes cuadros, grandes embelecos memorables.
Como niños malos: despotricamos… o alabamos. Al 50%.
Habéis tocado el cielo. Y en Londres, en la Tate: Morris, Ellsworth Kelly, Tony Smith; en la Whitechapel: el show de la Frankenthaler.
Como niños malos, nos acercamos a los “padres” resucitados en el Guggenheim: los silencios de Klee, la ascesis de Giacometti, la matemática de Braque, la lujuria incansable de Picasso y su desmedida y voraz correría pictórica.
¿Cómo definir esta ciudad, acallar los cantos de sirena de la desmesura de sus mercados, Hesse?

sábado, 3 de diciembre de 2011

HESSE 30

Julio de 1953. 35 grados a la sombra. Es Nueva York, la fétida: las aceras se derriten, los árboles polvorientos bajo el sol agonizan a la mitad del día.
¿Qué tienes en las manos?
La realidad del dibujo la confunde. Medita un rato.
Lo cierto es que no hay que figurar el mundo. He ahí el error.
Arranca la hoja.
¿Qué tienes en las manos?
Un tubo de goma, y enseguida descubre, en un ángulo de la habitación, el pedazo de cartón, restos de arena de la playa de Coney Island.
No hay nadie en casa. Se halla completamente desnuda, a solas como nunca había estado estado, y teme los espejos.
De pronto, queda inmóvil, pensativa.
¿Qué tienes en las manos?
Si cierras los ojos, te ves mucho mejor. No sabe cuanto tiempo permanece quieta, sintiendo la calentura húmeda y asfixiante sobre cada centímetro de su piel.
Con los ojos cerrados se contempla de una pieza en la penumbra abrasadora de la tarde.
La desnudez en todo, en lo más ardiente del día.
¿Por qué?, brama en todas sus páginas el Talmud.

Te voy a enseñar a comer yo a ti.
Y, al cabo de un rato, pone debajo de sus narices un bonito plato ribeteado con vírgulas azules y rosas, una jarra de agua fresca, vino dulce del color de la miel y un par de vasos y servilletas amarillas de papel.
¿Qué demonios es esto?
Plato único: tarta de queso con fruta glaseada comprada en la tienda de frau Böta.
¿Qué clase de ayuno judío es éste?

Curiosamente el pensamiento, la conciencia, se pudre sin despedir olores y muere mucho antes que el propio cuerpo, que tarda sus buenos días en hacerlo, descomponiéndose asquerosa, agusanadamente. La materia se toma su tiempo pútrido, lo hizo antes: 4.000 millones de años. No obstante, la conciencia (chasquea los dedos), zas, en un santiamén, adiós, hasta nunca, e incluso en el sueño inocente/inconsciente toma las de Villadiego. La conciencia… ¡A saber en qué cementerio acaba la volandera!
-Doctor… Se muere.
-No sufre.
-Parece que quiere hablar.
-Es un acto reflejo –masculla el doctor suspirando.
De repente, todo ha acabado. Y, sin embargo…
El doctor se rasca la barbilla, mira el cuerpo yacente, inmóvil, un fardo que habrá que enterrar o quemar: “Qué cosas… Nunca me acostumbraré.”
El doctor tiene la bata blanca inmaculada. Casi hiere a los ojos su blancor.

Y El Fantaseador Infatigable prosigue su mentira.

Joanna la portuguesa bajo su cuerpo. Gime. Es bella y delgada, de ojos hermosísimos, se entrelaza a él con fuerza, se funde en su piel con el calor de la noche de julio. La ventana abierta, los ruidos incansables de la urbe y sus sombras rojas, de una Nueva York que nunca despierta del día: él sueña con la judía.

martes, 29 de noviembre de 2011

HESSE 29

¿Dónde vive el coleccionista?
Es un tipo de Los Ángeles. Pero ahora anda por Boston. Compra terrenos, especialmente en parajes boscosos con grandes claros abiertos a la edificación. Algo trama. (Y no será honorable.)
Dos horas de viaje en automóvil hacia Vermont, donde el hombre disfruta de una segunda o tercera residencia.
Es una casa diseñada por Frank Lloyd Wright en 1952. (250.000 dólares).
“¿Qué sabes del tipo?”
“Todo. Tiene dinero. Un especulador nato.”
“Pero la casa…”
“Parece desmentir esa tosquedad, pero no es así. Y es cierto, fue obra de Lloyd Wright. Él estuvo aquí… El aire huele a sagrado.”
“Algo bueno deben de tener, su familia, él mismo…”, dijo.
La casa…
Habrá libros por todas partes…
Les abre la puerta el mismo anfitrión. Un falso gesto de sorpresa. Estaba prevista la hora de su llegada, lo que incita al sarcasmo. Les esperaba. Estaba todo acordado. Así que, finge. El Testigo sonríe burlón. Es inútil llevar a cabo algo espontáneo con un tipo como ése.
Libros de gran formato, tres (ver, no leer) encima de una de las mesas auxiliares del salón; una novela policíaca de bolsillo sobre el sofá de piel de vaca; una estantería de roble forrada con lomos negros, azules y verdes (por debajo del medio centenar).
Luces: amarillas y ocres.
¿Una copa?
Nada de eso.
Y tampoco hay invitación para sentarse. Se trata de una exhibición, un recorrido que excluye la sabia conversación. Es una cuestión de ego y vanagloria.
El dueño:
“En realidad”, empezó infame, “lo adquirí aconsejado por mi asesora financiera. Una mujer estupenda, una lince en todo. Una brocker de fiar. Nada de fondos ni cestas de valores opacos. “Oro”, advirtió. “Y arte de los cincuenta y sesenta, lo último. Vamos a eso…”
Lo adquirí…: se refería a una de las pinturas de Hesse (una de las que yo quería catalogar).
Etcétera.
Por lo demás, ¿cómo pudo el viejo león de Wisconsin diseñar un hogar de tales hechuras conociendo al cretino con billetera repleta y listo para los negocios que se la encargó? El desajuste entre ambos “conceptos”, él y la casa, el mercachifle y el arquitecto, el artista y don Nadie, es intolerable.
El feliz propietario de naderías, puesto que nada entiende, y, por consiguiente, cualquier cosa artística que posea terminará deslizándose como agua entre sus finos dedos pasados por la manicura, viste como un dandi “de los 50”: el fular de seda debajo de la camisa azul celeste, perfectamente anudado, deja ver el cuello esbelto y bronceado; luce un fino bigote, fuma en boquilla dorada y es excelente el corte de pelo echado hacia atrás. La mano derecha en el bolsillo del pantalón blanco con pinzas. Exhala seguridad, una parsimonia elegante.
“Adelante, le dije –nos relataba eufónico-, tú eres la experta. Y la lista Claire enseguida empezó a seleccionar artistas, obras… Es una de mis empleadas geniales.”
Despide un olor discreto a colonia sin alardes, de seca fragancia, carísima.
“Amontoné Hockney, Hesse, Warhol…”
“¿Podría enseñarme la casa?”
“… Carl Andre, Lichtenstein, Kitaj, dibujos de Morris…”
“La casa, ¿podría verla?”
“¿Perdón…?”
“La casa…”
“Con mucho gusto... De Kooning, Clyfford Still…”
La casa en 1970: 1.275.000 $.
Aún no la vende. La construcción resiste, y también la madera, bien tratada a lo largo de los años. “Aguantaré hasta el final”, se dice el inversionista.
Pero no hablamos de arte, hijos de puta de cuatro perras, piensa, hablo de pasta. Nos mira de arriba abajo, y sé que piensa exactamente eso: correctos y bien educados, pero visten ropa barata.
El Gran Propietario había rehusado que el propio Lloyd Wright diseñara los muebles, como solía hacer en casi todos sus proyectos inmobiliarios. Por supuesto, eso era lo único que repugnaba la armonía de la maravillosa concepción material y espacial de la construcción, órgano regido por leyes propias.
En la casa, de planta abierta, la chimenea actúa como núcleo central en torno al cual se estructura el interior y abandera al mismo tiempo los volúmenes horizontales del exterior, ya que se erige a lo alto aunque ancha y muy escuetamente. Coexisten espacios muy diferenciados. Hay resoluciones técnicas casi asombrosas; además, la invención estética de artista más que de arquitecto las invisibiliza: sistemas ocultos de riego, vigas de acero escondidas en la cubierta voladizo, machones de ladrillo que, al margen de su disposición eminentemente estética, cumplen una función estructural, macetones de profusa jardinería que culminan la armonía de los ángulos. Piedra, ladrillo y madera. Es suficiente con eso. Grandes ventanas por las que entra la luz a raudales, una organización formal que acota hasta tal punto lo espacial que ese hábitat parece ser el único apropiado para una existencia feliz del hombre. Y el que manda en todo momento es el espacio interior, el techo y la pared que abrigan del frío y cobijan de la lluvia y la cólera del viento… Y la naturaleza envolvente, visible, sin ningún impedimento que la oculte, acariciadora de la construcción en todo momento: “…lo único que llegaremos a conocer del cuerpo de Dios.”
“Acompáñenme, por favor.”
Le mira aquiescente.
“¿Sabe? En una de las habitaciones de mis hijos encontrará colgados un Pollock y un Newman, un lienzo de la O’Kefee de pequeño formato. Creo que va siendo hora de venderlos, ¿no?, antes de que nos metamos de lleno en los años setenta… Desmitificadores, me temo.”
“Si él lo quiere… le seguiré el juego”, se dice El Catalogador (vive de farol).
De modo que, miente con todas las de la ley:
“Hará usted muy bien. Los directores de los museos se han vuelto volubles. Nadie puede negar una evidente saturación en el mercado del arte. Y los setenta, efectivamente, lleva usted razón, son una incógnita. ¡Cualquiera sabe! Yo me desprendería de ellos enseguida. Las galerías han cerrado el grifo y el arte americano aún no interesa en Europa. ¡Habrá una desbandada general, créame!”
“¿Habla usted en serio?”
“Todavía está a punto de recoger excelentes dividendos. Me atrevería a asegurar que un cuarenta por ciento por encima del precio que pagó.”
(Sabe de lo que habla).
Se ha descompuesto el tipo, la cara cerúlea, el azul del iris que vibra:
“¿Un cuarenta por cien…?”, exclama. “No es mala venta, en todo caso”, termina reconociendo mientras retira la boquilla de la boca.
Sólo cinco años más tarde algunos de esos cuadros rondarán el millón de dólares: multiplicarían por cien su valor… de mercado.
El paseo inmobiliario y artístico ha perdido interés. Sólo es una casa, sólo son cuadros absurdos, debe pensar el inversor. Sólo son unos invitados y, ahora, un estorbo hasta criminal. Ahora ya le falta tiempo para todo: para coger el teléfono, para hacer sumas, para concebir estrategias de venta, para coger las llaves del flamante Corvette rojo y plateado del 53, uno de los trescientos hechos a mano ese año, y salir disparado hacia Manhattan, calle 57 Oeste.
La mirada se ha acerado; la boca se encoge hacia adentro: “Bien, deben disculparme. Tengo asuntos urgentes que atender.”
Les acompaña presuroso a la puerta.
Él Embaucador Vengativo puede oír los regueros de sudor resbalando sobre la piel delicadamente tostada, oler la adrenalina que exhala la piel…, el olor del dinero al alcance de los dedos elegantes y culpables mezclándose con la irrupción hormonal que se activa ante las tretas y galimatías que exigen el trueque y la ganancia.
Buen provecho.
Una obra original: buscan las firmas, sabe. Asegúrese.
Les dan la vuelta, miran por delante, por detrás: ¿Están firmados, no?
Por supuesto.

martes, 22 de noviembre de 2011

HESSE 28

Como creador yo no la mataría. No se me ocurriría. Es más, ella no se merece morir. Ni como heroína de novela ni como encarnación de una artista cualquiera, una de tantas. Es inmortal. Vamos a decirlo de ese modo. Pero los milagros e infortunios de la vida bien parece que estén gobernados por un idiota con el cerebro lleno de ruido y horror, análogo al beocio de la novela de Faulkner.
Yo sería un dios más justo, menos ruin y más explicable.
Un creador menor, pero sentimental.

sábado, 19 de noviembre de 2011

HESSE 27

Ah, qué lista. Ha descubierto un truco formal que da mucho juego: en sus diarios y apuntes se oculta tras un distanciamiento fructífero. Escribe en 3ª. persona.
La inferencia orgánica. Protuberancia: seno; agujero: útero. ¿Otra vez… lo femenino?
Del puro geometrismo al desorden, lo heterogéneo.
La página en blanco. A un lado un croquis con el diseño y la nomenclatura de los materiales, instrucciones para el proceso final en la galería, la disposición, el entramado antojadizo sobre el suelo, en el aire, la pared como soporte: instalación en marcha. Pero ahora, la página en blanco. Está cansada, y esa luz amarilla…
Le gusta la tinta azul: símil demasiado evidente/metáfora como plástica, no es una equivalencia, es una sugestión capaz de ser plasmada: con ella escribe, se significa.
Etcétera.
La instalación como reflejo de la pesada carga de la memoria, de la conciencia estragada.
El apósito material.
Desde muy joven enredada en hospitales, el cuerpo como una traición.
-Desnúdese.
La acompaña su hermana mayor.
-Quítese la ropa.
La hermana mayor, vigilante.
Está harta del cuerpo, pero lo ama hasta con desesperación, él la vincula a las cosas y a las visiones, a la realidad, a los otros. Y en él se reconoce, por él llegan a ella.
-Tiéndase, separe las piernas. Más.
Siente que la hurgan.
Su cuerpo agujero…
2-11-1960: útero – dolores –ovarios –
El cuerpo siempre presente. ¡Qué escultura!

Una anotación: martes, op. (eración).

1966. Abril. Diario: las fuerzas latentes.

Lecturas médicas y quirúrgicas.
Recién vuelta de Alemania. Pide consejo, recaba opiniones sobre literatura médica, pues no está muy versada en eso. Finalmente, compra un pesado volumen encuadernado en piel de color azul: Gray’s Anatomy. A los tres días lo complementa con un diccionario médico en tres tomos.
Es suave, silenciosa y eficaz en sus asuntos: a nadie permite entrometerse. Dentro de sí los demonios. Es su estilo.
Se aficiona a leer esos tenebrosos volúmenes. Página tras página: revelaciones, la maquinaria viscosa, sangrienta y cromática de su interior.
A los pocos días, él la imita. La mimesis es un efecto inevitable en él (qué raras devociones).
-¿Empiezo por la “A”?-, pregunta El Interrogador.
-Empieza por donde quieras.
Abre el tomo II.
“D”.
Dolor: “El dolor es un estado de conciencia, una superposición psíquica a los reflejos protectores subconscientes…”

Se mira en el espejo. Deberías quererte.
EIDOS.

Cascadas filiformes descienden al suelo…

Geometría. Biomórficas.

Membranas esponjosas/Interiores/Fluidos.

Pandora: fibra de vidrio: desenreda la memoria: Right After.
Despojos.
Fischbach Gallery.
Nueva York, 1970.
Entrada libre
Una exposición.
(De su alma… a despecho del dibujo inocente, de la materia tan reconocible, la simplicidad infantil.)

lunes, 14 de noviembre de 2011

HESSE 26

Sueña.
ARES.
No sabe si le gusta. Recordad que el verano del 69 en Nueva York fue algo terrible, abatido por una ola de calor en verdad asfixiante. Se hallan desnudos debajo de la ventana sobre una sábana blanca, lo único que les separa de las baldosas del piso. El sol del mediodía se cierne sobre el suelo donde yacen. Hesse parece irreal, increíble su piel húmeda de calor, traslúcida su carne rosada, pasmosa la cabellera que se derrama en cascada a un lado del rostro. Bañada de luz cruda, apoteósica, de una quemazón apenas resistible. Es hermosa hasta acribillada por el rayo más cruel del sol. Se vuelve hacia él y se tumba de costado, apoyando la cara contra las manos juntas. Los ojos brillan risueños en el mar cegador que fluye del hueco abierto y se abate sobre los cuerpos: “Eres Ares”. Escrito en castellano suena de una prosa cacofónica, de una precariedad evidente, hasta incómoda. Disonancia reiterativa no desdeñable tampoco en el discurso angloamericano. Sonríe cegado por la luz: en la brutal claridad la recrea, recorre con ojos entornados la incitante excursión desde el cuello a los senos, el vientre terso, la mata profusa y negrísima de fascinante judía que cubre el pubis, los muslos y las piernas recogidos sobre ella misma en postura semifetal, alumbrándose de una fiereza carnal, de una potencia ígnea, y el blancor del tejido que ha de cubrirles a medias en el calor de la noche. Ares, luchador tenaz siempre vencido. Aborrecido por los dioses, poco amado. Sólo libre próximo a la muerte. Y, sin embargo…

domingo, 13 de noviembre de 2011

HESSE 25

¿Y si se gana la vida dibujando cómics?
La mano suelta, los dedos ágiles: ver…
“Dibujan los ojos.”
En el 54 da para mucho este género de la cultura popular, aún no dañado por la televisión.
Te plantas frente a la puerta de Eisner-Iger y te ofreces sin complejos: soy la mejor dibujante del siglo. Lo mío es la acción.
Son incontables las compañías que se dedican a sepultar de originales dialogados y entintados las numerosas editoriales que publican y distribuyen de manera infatigable serie tras serie, miles de ejemplares semanales durante años: un sistema barato e imbatible de entretenimiento por unos pocos centavos. Cientos de guionistas y dibujantes suministran a empresas especializadas gran cantidad de material a todas horas a fin de satisfacer la voracidad de un público adulto anclado ilusoriamente en los paraísos artificiales de la infancia.
No se da abasto. Ni siquiera Sangor-Pines logra abastecer con sus decenas de series una maquinaria semanal que encuentra su significado más sobresaliente en el continuará en el próximo episodio.
Un cómic… Podría intentarlo. Hacer de él una técnica de expresión propia, contar sus historias. A los dieciocho años la invención es el mejor instrumento con el que puede contar un adolescente. Se trata de imaginar historias y, en lugar de escribirlas, dibujarlas simplemente. Imaginación es lo que más le sobra a una. Y cualquiera puede dedicarse a este menester sin perder demasiado los escrúpulos, la chica de Yale o la sofisticada intelectual con aspecto de alumna de Smith College.
Sería posible incluso descartar los diálogos: sólo el sustento gráfico contaría la historia. ¿Para qué más?
¿Qué de malo hay en el pulp? Todo el mundo se ha manchado en alguna ocasión los dedos en esas páginas astrosas.
Por esa época el negocio todavía es floreciente: más de cuarenta millones de ejemplares se venden al mes en las tiendas de caramelos, quioscos y drugstores. Y… la mayoría de sus editores son judíos, en cuyas manos está un noventa por cien de las empresas dedicadas a la cultura popular.
Se siente con fuerzas hasta para dibujar un poema, una sensación, compartir un sentimiento… Eso es el significado. Respecto al significante lo dejaremos para años después, cuando una encuentre la forma de escribir una tragedia mediante un tubo de goma o un pingajo de fibra de vidrio bañado en resina.
¿Y qué clase de ilustración puede ser la suya? No tan explícita como las que exhiben como cebo las portadas de las antiguas historias de Pep Stories o Hot Tales: serían dibujos y acuarelas evocativas, una abstracción inteligente. ¿Iban a pagarle tan poco como a los pobres guionistas atados doce horas diarias a la Underwood: cinco centavos por palabra?
Un dibujante es una cosa seria, no como esos enloquecidos inventores de historias.
Seamos serios, ¿existe seriedad en ese centón semanal destinado a las mentes más primitivas de los lectores?
Por supuesto: y también inteligencia. Sólo los aficionados terminan denigrando y haciendo bajar tres escalones todo aquello que tocan movidos temporalmente por la necesidad o el antojo.
Ella, ahora, es una heroína, y también es el momento de ganar unos dólares: la peor combinación para meterse en un negocio que exige disciplina y, por qué no, talento.
Es ella la que no es seria. La frivolidad es la llave que acaba abriendo la puerta de la nada.
De modo que terminó enviando una acuarela a The New Yorker. Nunca más se supo de la cromática “abstracción evocativa”.
A otra cosa.
Una embriaguez es el arte. Seas crápula, sorbe los días como el áspero aguardiente de Cedar Tavern o el dulce vino del estío: ante la ventana abierta bañada por el sol terrible de la urbe, una apoteosis degradante, descendente hasta el asfalto derretido de julio.
Se lleva la copa a los labios, casi ni los moja, apenas un sorbo es bastante para conducirla a los paraísos artificiales de la imaginación y el léxico de las selvas y bosques vírgenes. Mil gotas de láudano diarias son suficientes para leer (y comprender) a Kant había proclamado Baudelaire. Qué chocantes fraternidades. Pero, tan joven y bella, no ha de procurarse el nepente apaciguador de males, ninguna droga ansía para el olvido: guarda para sí la creación y ni un solo átomo del tiempo le sobra. Su droga es el arte. Ella es ajena a la indolencia, al abatimiento. No es de esa raza de humanos que, mano sobre mano, ven venir hacia ellos el desierto que ha de poblarlos.

jueves, 10 de noviembre de 2011

HESSE 24

La descubre de lejos, saliendo del estudio. Va acompañada por el tipo que hace semanas les acompañó al cine sin despegar los labios y, al salir de la sala, desapareció de improviso sin decir palabra. Los distingue mal en la distancia, pero comprueba que sostienen una conversación animada. El tipo gesticula de cuando en cuando, a la manera del teórico.
El pensante.
El cineasta.
Utiliza elementos preexistentes. Un “assemblage”. Relaciona escenas diversas ya filmadas, planos sacados de aquí y acullá.
Acción:
“Catherine sonreía, pero su aspecto era el de los días en que preparaba alguna jugarreta.”
Un amor fou cuya frivolidad parecía anticipar la locura… aunque no la muerte de los amantes.
Sin embargo, hablemos en serio…
No dejo de hacerlo en ningún momento. Truffaut lo es.
[¡Qué diabólica analogía del destino, Hesse!]
… ¿Qué puedes decirme de Godard?
¿Otra vez?
Uno siempre vuelve a los viejos lugares.
En Vivre sa vie: el aire desolado, el clima de almacén y la luz encapotada de las imágenes, la amenaza y la ruina, confluyen ya al final, a la entrada al averno: Infierno&Hijos.
Antes de los disparos de los macrós:
Siempre mancillada, prostituida y muerta, el desdén de su hermosa boca y sus inmensos ojos proclaman la tortura sufrida en el vertiginoso sinsentido por haber comprado una nueva sintaxis vital, una vida encerrada al final en un marco oval magníficamente dorado al estilo morisco, abducida de lo real: la existencia la vacía.
¿Hacía falta obrar?
La teoría es el lenguaje del cerebro, su más digno contrincante: aspira al silencio.
¿Qué ganas con traducirla a otro lenguaje?
El desconcierto.
Nana que bosteza su lujuria abogando por el silencio con el filósofo Parain (¿qué sabes tú de Los tres mosqueteros?), pensador de cafés y mañanas parisinas entre los ruidos cotidianos (que a muchos escribidores les sirve como estímulo, indiferentes al pequeño caos de las voces y el movimiento).
Sólo el vivir, sentirse ligada a las múltiples y demadejadas imágenes del día, ya le proporciona a la chica valiente la condición de rata orgásmica: incansable, todo lo disfruta, lo desea con fuerza, es inagotable. No nace de dentro de ella el envilecimiento, tan común en los seres que a uno terminan rodeándole, porque, efectivamente, los culpables son los otros. Ansía de la vida no lo maravilloso y excepcional: le basta el solo milagro y la peripecia discreta del encantamiento de saberse viva en los sucesos diarios, naturales.
Y todo empieza por pagar el alquiler: 2.000 francos.
La luz de agua en la mañana gris y gélida, pero tuya, sin dependencias ni raras devociones de pequeñoburguesa.
Y, ahora, ¿qué hacer?
Pueden los hacedores, los contadores de historias, simplemente matarte. Aunque el cuento no vaya contigo.
Te siguen como un travelling a fin de que no salgas del corsé de lo moral ejemplarizante. Si pecadora, insolente y libérrima: muerta... con el crucifijo del aseado formalismo sobre el pecho. Clavado en el pecho.
Escribe con faltas de ortografía, y su expresión adolece una urgencia y descuido equiparables a su letra casi incomprensible.
No necesita el racord, ni la goma de borrar. Y esta chica no repite nunca una disposición objetual: basta el concepto.
Dijo el marrullero: “También escribir es una plástica.”
¿Una ordenación estética, palpable?
Pero ella, Hesse, Catherine, no le entendió.
Era como si él lo explicara todo fuera de cuadro, una voz en off que se manifestara en una lengua desconocida.
Pero, ¿existen la reglas de un juego aún por inventar?
Hesse siempre sería inmune (y ello lo sabía) al análisis con muletas, al recorrido con andadores sobre los escombros y polímeros de su alma creadora y sacrílega: hela aquí, su retrato en negro y oval.

sábado, 5 de noviembre de 2011

HESSE 23

Verano, 1969.
Tendidos sobre la hierba de Great Lawn. Anónimos bajo el sol benéfico del crepúsculo, acariciados por la brisa que comienza a refrescar la tarde dorada.
“De la que me he librado”, dice.
Ya le ha crecido el pelo, aunque aún no puede peinarse.
En cuanto pasen unos días ya no se notará la cicatriz.
“Estás guapa. Y eres muy valiente.”
“Mira, me he comprado un vestido.”
Es ligero, vaporoso y de colores vivos.
“Te sienta de maravilla y, además, deja ver tus piernas tan bonitas.”
“Antes de que llegue el invierno…”
Lo dice con una sonrisa pícara, y gira sobre sí misma sin dejar de sonreír mientras el vuelo de la falda sube hasta descubrir los muslos pálidos y suaves.
Otoño, 14 de octubre, martes, ese mismo año (1969). Vienen del parque de la plaza Tompkins, después de haber estado merodeando por la calle 8 Oeste, donde ella, sin saber muy bien qué, buscaba de un lado a otro en una de las tiendas de segunda mano.
Quiso descansar antes de llegar a casa.
Aún con la luz de día: pan italiano, queso, una jarra de agua fresca, una botella de vino tinto, aceitunas griegas, miel de Nuevo México.
Por la noche él le lee despacio, sumidos ambos en las sombras iluminadas levemente por la luz de la lámpara de la mesa, con voz suave, disimulando el temblor invencible, algunos cuentos de En una pensión alemana, una edición de páginas algo descabaladas y amarillas por el tiempo, editada por Knopf en 1922, comprada por unos pocos dólares en The Green Train al siempre desinteresado Raymond Yeats.
Pero Katherine Mansfield ya no se reconocía en ellos. Incluso renegaba de esos textos prematuros (1911), tan juveniles, meros pastiches de su paso por la Baviera de 1909 donde, entre otros sucesos de menor importancia, sufriría un aborto fortuito y le endosarían una gonorrea de la que no pudo librarse en toda su vida.
En ella nada había de prematuro. Murió… ¡a los 34 años!
“Son absurdas casualidades”, pensaría años después el negro cuando ya, definitivamente en Europa, sólo sería un paseante silencioso y solitario, un falso parisino merodeando por los jardines del Luxemburgo, pensando en muertos el muerto que ya era él.
A Hesse le entusiasma especialmente Los alemanes a la mesa, precisamente el primer cuento del conjunto.
14 de octubre de 1922, sábado, en los jardines del Luxemburgo: … De repente se levantó viento, y todas las hojas volaron con tanta alegría, con tanto anhelo
Poco después: la Mansfield caería en manos de un charlatán apátrida, un santón lujurioso y bebedor que levantó la tienda de los milagros al sur de París, en las proximidades de Fontainebleau, donde se cobijarían un centenar de desgraciados en lo que parecía ser una especie de comuna de enfermos terminales. Días antes de morir, incapaz de cualquier invención, la escritora se dedicaba a pelar verduras en la cocina metida en su abrigo de piel. Ora et labora.
Katherine Mansfield murió el 9 de enero de 1923.
Todavía antes: “¿Y para qué quieres tener salud?”
“¡Y hasta ser inmortal! De la vida lo quiero todo, sin descanso, mezclarme con la tierra húmeda y rica, recibir en el rostro el aire fresco y limpio, bañarme en el mar, dormir bajo el sol. Quiero ser parte de todo lo humano, ser consciente y sincera con las cosas de la tierra… Ser una hija del sol… Sí, que baste con esto, una hija del sol. Y trabajar con mis manos, mi corazón y mi cerebro. Sólo me bastaría lo más sencillo: un jardín, una casa, hierba, animales, libros, cuadros, algo de música… Y aprender de todo ello, y expresar todo ese pequeño universo a través de la escritura. Sólo vivir la vida cálida y doméstica, natural, aprender, desear, saber, sentir, pensar, actuar... ¡Vivir! Porque en el fondo, a pesar del infortunio, todo está bien.”
Hesse admiraría hasta el final esa rebeldía ante la muerte de una de sus almas gemelas, el mismo tesón inquebrantable que ella sentía por la vida.

jueves, 3 de noviembre de 2011

HESSE 22

No significa.
Es. Ahora lo entiendo. Ahora descubre su sentido. Y al contrario que otros muchos, no ha hecho del arte una filosofía, sino una actividad donde no existen los límites. Quiere sus obras como la exposición de una práctica que ni elude lo marginal ni lo trascendental. Una súplica, o una justificación de una manera particular de relacionarse con las cosas y los hechos, con sus semejantes. “Me sobrevivirá”, se dice. Y, más tarde, cuando sienta la muerte invasora ya dentro de ella apresura su testimonio, atesta con la obra su tránsito terrenal. ¿De veras pensabas que nada acaba realmente? Lo que dejas tras de ti es un nuevo juguete para los que te suceden, se solazan con él, divierten su estupor, lo montan y desmontan una y otra vez como un antiguo mecano de reluciente metal, incluso tú misma terminarás bajo el disfraz de las suposiciones, se inventarán identidades adaptables a cada negocio, serás la copia prodigada e interesada de quienes viven de réditos. Te pervertirán.
Acabarás siendo una desconocida.
Más he aquí la materia efímera de su arte, el fatal deterioro, los trabajos se desmoronan ante el paso de los días, los ácidos del tiempo la destruyen. Levantan acta de unas ruinas. Reproducen una idea que ya entreteje su captación con infinitas sugerencias y malentendidos, y que, fatalmente, ya es otra cosa de aquello que fue concebido incluso en la oscuridad. Una idea, una imagen muerta: va unida a su misma desaparición. La posteridad es el vacío.
¿Qué sabrán de ti?
Sólo son mistificadores

miércoles, 2 de noviembre de 2011

HESSE 21

Ella, poco antes, era la joven de cabello largo y espléndido, de la boca más sensual y las miradas más prometedoras, de perfiles voluptuosos, una intérprete feliz de sí misma en su trato con los demás: imaginas sin esfuerzo que ninguna expresión mezquina u oscura embrutece su rostro limpio y armónico, sus gestos son rápidos y decididos, una gracia natural rodea la esbeltez de su cuerpo como una aura invisible pero tan presente como el aire fresco y fragante que emana de su piel blanca y limpia. Ella es una conjunción magnífica de carne e inteligencia, de pasión y pensamiento que recorre las calles de la urbe bajo la magnificencia del sol matinal…
¿Qué es ahora? El resultado de un crimen. El crimen idiota y, peor aún, inútil, de un dios aburrido.
Y esa pavorosa lentitud de un final ineluctable que marchita toda esperanza.
Renglón a renglón en el cuaderno colegial en el que escribe (él o… ella).
Hesse hace rato que mira sus manos vacías, tan negadas a la caricia. No son nada generosas estas manos de él, y tan torpes para lo manual: ninguna mecánica puede esperarse de ellas. Hesse: “Qué lástima”. Él asiente desde la silla mirando las sombras, y luego gira un poco la cabeza hacia la ventana tan diáfana aún en el atardecer. Le gustaría que lloviera. Por la poesía, y el aire fresco, el aire como mojado, el aire como de otro país de nieve y azul. Suele enriquecer la memoria con el lastre de la suposición, de una estética demasiado personal que aleja de lo mediocre. Sólo por eso, el recuerdo adensado de anécdotas climáticas, algún olor y, zas, un verso libre, una línea que recupera aquel instante, la lividez de su tez, o el brillo de rebeldía (aún) en sus maravillosos ojos de judía inteligente, bella y heroína a punto de morir. El silencio se hace largo. Le parece oír la lluvia inexistente. Se cree que la luz se agrisa. Vuelve la cabeza y descubre que Hesse le mira fijamente. O quizá no. Está completamente ausente, absorta en sus pensamientos y, de modo ocasional, los ojos se han detenido en él, en su atavío de payaso elucubrador. Su mirada le traspasa limpiamente, proyectada al todo de antes. Susurra: verde y blanco. Palabras moribundas que atenazan su garganta, los colores del fuego que la abrasa. Verde y blanco. Y él se asemeja a un extraño animal varado aunque potente y de insultante salud (pero sólo ante sus ojos), para ella, piensa, debo ser poco más que una huella del mundo de afuera, una desvergonzada solitud frente a la muerte que ella encarna en forma de amasijo de carne enferma.
Los colores quirúrgicos.
Amarse en la tarde gélida de invierno, desearla sabiendo que poco a poco va a escurrirse de sus brazos muerta y famosa.
Hacer el amor debajo de una ventana lluviosa, abierta al mundo y sus trapisondas, la delicada suavidad de la luz rozaba su piel como los besos, la caricia maestra del aire lozano del verano sobre los cuerpos de los dos refrendaba la feliz invención: finalmente todo concluye en ese arte no menos arduo de descubrirse en el cuerpo y la espesura y el misterio de los otros. Imposible olvidar la punzada inofensiva de las minúsculas gotas de agua sobre su espalda, el brote tan efímero del helor contraviniendo la redondez tan cálida y estremecida de la judía debajo de su cuerpo. Hoy, que nada es, salvo la emoción del recuerdo.
Quererla, pero quererla sin ocurrencias ni fantasías, quererla de carne y hueso, poseerla incluso con el monstruo dentro que la devora. Amarla a ella en esa inmensa hora de la condena a muerte, y amarla a través de su cuerpo moribundo, desearlo aún, y siempre.
Se aventuraba en sus razones. Hay un arte que ella defendía por encima de todo: el no-arte. Pero era una negación de un pensamiento fértil, desprendía residuos de una estética oculta, acaso instintiva, tenaz y sobresaliente.
Un arte es su cuerpo. Se entromete en él como en un sueño donde la única ley es la libertad. La creación sin trabas. Nada hay de prohibido en cada uno de los gramos de su cuerpo potente. Apura uno a uno sus poros, sus dobleces, huecos y blanduras, el calor cambiante de su piel. La libertad total de sus anchuras y esbeltez de nínfula mediterránea trasplantada primero a la bruma germánica y más tarde al desafío continental y libérrimo del nuevo mundo.
“Su cuerpo es una obra que celebro. Sé de qué hablo”, se dirá una y otra vez en el futuro innoble lleno de nieblas y grisuras y fríos, desaparecida ella del mundo de los vivos.

lunes, 31 de octubre de 2011

HESSE 20

¿Crees realmente en los ritos? Naturalmente que cree en los ritos, y en la liturgia, en los oficios y cánticos religiosos, y en toda la parafernalia de sus objetos y utensilios: son una especie de arte, de happening. Y, además, trascienden lo meramente aparencial de los objetos, se allega a una metafísica que, en la plástica, es muy de agradecer por aquellos que desconfían del trasto conceptualmente inerme. Hasta los olores podría aprovechar en una de sus obras, o en todas. Unos aprenden de los maestros de Talmud; otros, de cualquier cáscara religiosa que se les ponga por delante. El humo penetrante del incienso adereza verdaderamente una visión escultórica de lo inefable.
Piensa: ¿habría sido todo distinto si hubiese limitado sus ambiciones? Quizás, entonces, no se le habría infligido el castigo tan cruel. Una joven judía que contrae matrimonio (incluso con un gentil), atiende su hogar, cría sus hijos, una balabusta tranquila y ecuánime que prepara cuidadosamente comida kosher, consciente de sus deberes y de saber en todo momento el terreno que pisa, que sabe perfectamente mantenerse lejos de cualquier raya roja, que ni siquiera pronuncia una palabra en yiddish más allá de su círculo familiar (y sólo los sábados). Hasta sería capaz de comer sólo pan ázimo durante los siete días de la pascua, y, desde luego, de poner a sus hijos varones en manos del mohel. Todo ello con gran discreción. Claro que, en esa época, los cincuenta, en un barrio neoyorquino de clase media baja, una joven madre judía de regreso a casa con la compra del día aún podía oír a sus espaldas: “¡Perra judía!”. Y ese terrible epíteto hacía temblar las cuatro paredes de la bonita y arreglada sala de estar donde la perra judía y admirable balabusta, sentada en el sofá de piel sintética, con la bolsa de la compra todavía en el suelo enmoquetado llena de hortalizas, fruta, verduras, frascos de salsa de tomate y mostaza, la docena de bagels aún calientes del horno, salchichas de pollo y libra y media de cordero, solloza en silencio y alivia su desconsuelo limpiándose las lágrimas y los mocos antes de que regrese su maridito cartera en ristre de la oficina. Ser una judía hacendosa no te libraba del mal de los tiempos y sus fétidos prejuicios religiosos y sociales, de que no sólo temblaran las cuatro paredes del bonito salón con bellas cortinas protegiendo las ventanas, sino que se derrumbaran literalmente sobre tu cuerpo aplastándote sin misericordia. Si eso era factible de pasar a salvo en tu cálida guarida, que se te viniera la casa encima con lenzuelos de ganchillo, cortinas y alfombras, imagina la clase de afrentas y atropellos que podías esperar al descubierto en la selva de afuera.
En febrero de 1952 se hizo amiga de un tal Holden Caulfield. Se lo había presentado una amiga, alumna algo redicha de uno de los centros educativos de la Ivy League, una amiga de las ricas e inteligentes (en la nomenclatura adolescente de Hesse por aquel entonces las amigas se dividían en: pobres y tontas; pobres y listas; ricas y tontas; ricas e inteligentes –las ricas no necesitan ser listas-). Durante meses estuvo obsesionada con él, intimaron hasta lo indecible. Pero poco más de 200 páginas después Holden Caulfield desapareció misteriosamente, se desvaneció de nuevo en una existencia de ahora a ser serios, querido amigo, ingresaría en la universidad, dejaría de ser virgen pagando cinco pavos el polvo (o diez si andaba cerca el proxeneta de puño directo al hígado) y acabaría siendo un letrado bien vestido como su padre (terno oscuro, camisa blanca impoluta y nudo windsor de la corbata perfectos). Ella, no obstante, fue tras su pista por todas las calles de Nueva York. “Ahora aparecerá”, se decía al llegar con el corazón palpitante a una esquina. “En este instante”, conjuraba al volverse hacia el jovenzuelo de rostro devastado por el acné maldito que aguardaba a su lado a que el semáforo cambiara de color, y esperaba con ansiedad “la aparición de un caballero alto y atractivo de unos veinte años de edad”, que diría la niña Phoebe con menos causticidad de lo habitual. Hablaba como Holden Caulfield, pensaba como Holden Caulfield, se sentía distinta como Holden Caulfield. ¡Ella era Holden Caulfield! Pero aprobadora, excelente becaria y nada fugitiva. Era capaz de engatusar a su padre decenas de veces para que la llevase de Brooklyn a Manhattan, hasta Central Park, donde se quedaba extasiada viendo nadar los patos sobre las aguas del lago aún sin la lámina de hielo del invierno que los secuestraba. Compró tres libros de Isak Dinesen (entre ellos Out of Africa, que nunca terminó de leer). El asunto se demoró hasta más allá de 1953, cuando el culto se aguaría un tanto al conocer la existencia de los primeros pintores del expresionismo abstracto, y, en especial, cuando leyó sumarios biográficos, casi aterradores, sobre Jackson Pollock. En 1954 los inocentes mariposeos del pobre Holden con una coca cola en la mano y una copa en la otra a través de una Nueva York helada y ajena se habían ahogado por completo en alguno de los barrios residenciales que daban a las verdes y pacíficas aguas del East River, o puede que naufragara en los vertidos y chorros diabólicos de pintura de los cuadros de Pollock, o aplastado definitivamente años más tarde entre las páginas sucias de semen y sangre de The Naked Lunch.
1966. El arte y su crudeza, el artista decidido y hasta salvaje, habían ganado la partida. La Gran Chica Lista y Judía Americana había descubierto que existía un lenguaje eficaz y brutal por su misma inconsistencia y trapacería, que más allá de la rebeldía se hallaba incoherente, cínica, caótica, adánica pero siempre festiva la verdadera revolución, en el arte y en la literatura.
Goodby, mister Salinger.
Enchanté, monsieur Duchamp.
Marcel Duchamp, poco antes de morir:
“Qué confusión, tíos.”
Este ajedrecista del alma, aun distanciado de todo, y más todavía del arte de su época, que le parece cosa de niños bien aplicaditos, recrimina la manipulación a la que es sometida su boutade de años atrás:
Yo era un destructor, hice del ready made un arma arrojadiza contra la billetera burguesa y financiera de entonces, les lancé a la cara a toda esa turba adinerada y estúpida el orinal manchado de meadas amarillas sólo como provocación, una forma de rebajar la estética a la sucia calle, y, ahora, estos artistas de pacotilla de la sucia calle de hoy, admiran aquel meadero como producto estético… ¡Pensar que el futuro era de esos bastardos y la farsa de sus circos de ahora! ¿Cómo diablos podía imaginar una cosa así?

sábado, 29 de octubre de 2011

HESSE 19

1968: la idea es un combustible.
Verano sangriento, racial: el crimen de Memphis. Cerca de la frontera con el Bronx, entre las calles 129 y 135, han encendido hogueras y levantado algunas barricadas. El alcalde Lindsay no tarda en reaccionar. “Es todo por el momento”, sentencia el locutor mirando (casi) risueño desde la pantalla.
Han quedado a cenar con un grupo de artistas y escritores de lo más variopinto (pero todos son pobres aún) en el apartamento de un arquitecto famoso, ya portada en varias revistas de las llamadas de sala de espera. El anfitrión se oculta tras una humildad exasperante y harto evidente, sospechosa. Se adivina con facilidad al examinarle de un solo vistazo que su envanecido ego, que con tanta habilidad oculta, no encontraría acomodo ni en el vasto espacio de una catedral. En la mesa central del salón se elevan altas pirámides de sándwiches de queso, jamón cocido y vegetales: alimentemos a la turba, artistas, escritores en ciernes (todos zarrapastrosos).
En Chicago la orden (y hacia quienes se ordena hacerlo) no admite ninguna duda: “Disparen a matar”. Al fin y al cabo, morralla los que van a caer sobre el asfalto de la negra noche para no levantarse más con sus ropas sucias y pobres.
A las dos horas quedan sobre las fuentes vacías de la mesa central tres o cuatro empanadas y un sándwich que nadie se atreve a coger. El apartamento se encuentra en el piso vigésimo octavo. Por los grandes ventanales se divisa un cielo violeta, cárdeno, rasgaduras rojas que se abaten sobre los rascacielos del sur.
A esa hora, en Chicago los muertos, negros y algunos blancos negros (trash white), se cuentan por decenas.
Alguien propone asistir a una sesión de jazz.
La noche es espléndida, mediterránea, de cálida brisa (hasta perfumada), lo que produce una curiosa percepción de la arquitectura poderosa y atemorizante que nos rodea en la nocturnidad neoyorquina.
Bajan más de un kilómetro hacia el sur, hasta el Village Gate, entre Bleecker y Thompson. Tres dólares el agua mineral y el monólogo de un chistoso con cierta gracia.
Luego, el jazz.
Eran malos músicos, sólo instrumentistas, ni por un momento encendían una emoción debajo de la piel, salvo que formaras parte de unos squares algo revoltosos por el alcohol, el tabaco y alguna que otra frustración en “salvaje” salida nocturna. Ni uno solo de ellos alcanzaba la categoría de los auténticos jazzmen. Aunque el local brindaba un excelente decorado: paredes de ladrillo, maderas y forrados de cuero negro, anchas barras de hierro colado, asientos mullidos y bajos, una luz muy tenue y, sobre todo, una satisfacción alcohólica muy solidaria. Se diría que flotaba un aura escondido entre las densas volutas y nubes del humo de cien cigarrillos encendidos a la vez. Pero nada del be-bop de un Parker muerto entre las flores, nada del inconformismo inherente de Dzzie Gillespie o el jazz inteligente de Coleman y Archie Shepp.

Mayo del 68: hay una pequeña historia. ¿Qué hay de tu actitud social? ¿Qué piensas de todo lo que está pasando? Ella se ha adelantado a su tiempo, simula una apolítica indiferencia. Le mira con hastío gatuno: “Soy artista, no hablo idiomas.”

Sol LeWitt en Paula Cooper Gallery. No ha intervenido ni un solo minuto en el proceso de la obra expuesta. Siguiendo sus instrucciones, unos ayudantes se encargan de la realización de los dibujos pintados. Su genialidad es su distanciamiento. Hesse lo entiende perfectamente. Jamás ha deseado inmiscuirse demasiado en el proceso, pero ella se resiste todavía a ser, en el arte, únicamente un ente pensante, una mente sin manos.

5 de junio 1968.
Andy Warhol aún se debate entre la vida y la muerte dos días después de que una actriz frustrada y escritora mediocre (bonita combinación) le descerrajara tres tiros –sólo acertó uno- con una pistola automática del 32 (de reserva, escondía en el bolso otro revólver del calibre 22). El tipo que conducía la ambulancia no se anduvo con rodeos cuando metían en el interior del vehículo al artista tumbado en la camilla cubierto a rebosar de sangre: “Por quince dólares más conecto la sirena, tío”.
Hesse tiene una teoría, puesto que cuenta un par de amigos en el grupo de la Factory. Sin despegar los labios él le dirige una mirada impaciente. Empieza a explicarse cuando suena el teléfono. Luego de unos segundo empalidece, contesta con monosílabos y cuelga el auricular. Le mira con una expresión de incredulidad absoluta.
Robert Kennedy ha sido tiroteado en Los Ángeles cuando disputaba (y ganaba) unas primarias en su camino a la Casa Blanca.
Medianoche. En un pasillo cerca de la cocina del hotel Ambassador, por donde el senador se escabullía de la aglomeración entusiasta de sus seguidores, alguien le dispara a quemarropa. Casi parecía un arma de juguete, un calibre ridículo, del 22. Tres tiros, tres balas, una vida, y quien sabe el mundo de después. Y, no obstante, el destino (¡puesto que no existe!), una de las infinitas probabilidades del suceso, provoca que uno de los disparos penetre en la nuca y mate al candidato que se desploma como una marioneta a la que hubiesen cortado los hilos. Tumbado en un suelo lleno de pringues agoniza con los brazos extendidos en cruz, incrédulo pero ya resignado.
El pintor Frank Stella dijo esa noche, al ver las imágenes del atentado de California en el televisor: “Warhol se salvará; Kennedy morirá. Así es el mundo.” (Dixit la Rose.)
La bala que atravesó de parte a parte el cuerpo de Warhol entró por el costado derecho. Le había perforado un pulmón y afectó gravemente el esófago, la vesícula, el hígado, los intestinos y le destrozó el bazo…
A los dos meses, Warhol pintaba el retrato múltiple de Happy Rockefeller. Y cobró.
Cuatro meses más tarde el artista pensó que ya era hora de ganar dinero de verdad. Aún debía la factura del hospital, que ascendía a unos 11.000 dólares.
Cinco meses después, cuadros de Warhol que hasta ese momento se vendían por 200 dólares, comenzaron a valer 15.000. Y subiendo. La gente se los quitaba de las manos a los marchantes.
En 1969, al cumplirse un año de la agresión, Warhol alquiló una sala en la segunda planta de un edificio de la calle 4 Este. Durante más de dos meses proyectó películas pornográficas homosexuales. Se hacían taquillas por noche de unos 1.500 dólares.
El arte.

¿Actitud social? Acaba de descubrir la escultura. Antes de que se dé cuenta un tumor va a acabar con ella. ¿Y tú hablas de actitud social? ¿Cuál de ellas? Todo se desvanece en el tiempo, se hace polvo… Nos queda su recuerdo. ¿El recuerdo? A ella no le queda nada. Su recuerdo sólo nos incumbe a nosotros.
Mayo del 68. De acuerdo. Hablemos sobre ello. Me observa extrañada. ¿Qué diablos tiene que ver eso en el arte? La conciencia, el alimento de lo moral, de la ética. Una buena salud y las ideas claras, amigo, es suficiente con eso cuando un tumor va a reventarte el cerebro. La réplica me deja en silencio, y un aire frío me recorre de pronto el espinazo.

Primavera de Praga. Verano. Unos jóvenes titanes se acercan al sol. Dédalos vivientes con la lengua de fuego pendiendo sobre sus cabezas. Sus hijos, cuarenta años más tarde, tienen idénticos motivos para acabar mano sobre mano con la mirada perdida en el vacío.

Warhol nunca quiso meter la política en sus cuadros: “Me basta con la orina de mis amigos.”
“Somos artistas, ¿qué otra cosa podemos hacer?”
“Sacarles la pasta a los ricos. Esa será nuestra revolución.”

Julio, 1969.
Domingo, 20.
El hombre en la luna.
El observatorio es un inmenso ático con vistas al East River.
Acude con Hesse, como una sombra, con lealtad perruna, dependiente de las caricias desganadas de esa mano.
Se han reunido cerca de una veintena de personas. Demasiada gente, y las presentaciones, con la copa en la mano, son realmente absurdas; al cabo de unos pocos segundos él no sólo olvida el nombre de quienes les presenta la anfitriona, sino que incluso sus caras, ya borrosas desde un principio, se desvanecen en el aire cargado de humo de un vasto salón de dos niveles, con librerías por todas partes, juegos de sofás de cuero teñido de azul, mesas auxiliares, un mini bar en un ángulo con barra forrada de negro y taburetes de piel roja… Olor especial, los ricos especiales: que diría Fitzgerald (Pobre hijoputa, dixit la Parker con la cabeza inclinada sobre la tumba, pero conmovida el alma).
Hesse ha desaparecido. Está solo, no encajable.
-Tú, ¿de dónde has salido? –le pregunta un auto nominado poeta que escribe los poemas a máquina. Se enorgullecía de ello hace escasos minutos, conversando con alguien junto a la mesa de las bandejas y las bebidas. “Máquina eléctrica”, una Corona último modelo, había señalado muy serio. Subrayaba que “el medio es importante”. Parecía jactarse de ello, nada memorable por otra parte. A punto está de contestarle que de la luna, pero el tipo está bebido, el chiste es malo y teme una réplica intempestiva. Busca a Hesse con la mirada.
-Es una gran mujer –dice el poeta, sin esperar contestación a la pregunta inicial. Tarda en comprender que no se refiere a Hesse, habla de la acaudalada anfitriona. –Una excelente editora y una gran dama. –Le mira de arriba abajo-: ¿Tienes editor? –No lo necesito, al menos por el momento-, le contesta.
-¡Qué dices! ¡Todo el mundo necesita un editor!
-Soy… una especie de periodista. Escribo crónicas.
-¿Crónicas? ¿De qué tipo? ¿Sociales?
-De la clase que sea. Soy un tipo versátil, nada exigente, me acomodo a cualquier cosa.
-¿Y dónde las publicas? –su tono de voz parece guardar interés ahora. “Mira que si éste escribe para…” Las apariencias engañan.
-Donde me las paguen. (No engañaban en este caso, rostro macilento, mirada pobre, expresión recogida, ropa aseada pero comprada en grandes almacenes).
-¡Un freelance! –acierta a decir el poeta, con la voz pastosa, hasta con un poco de asco. Apura de un trago el contenido del vaso corto. Le dirige una última mirada en silencio, reprobatoria, se aleja de la mugre de su escritura inútil (pero productiva).
Una mujer escotada, vieja, teñida de rojo, con papada de pavo y un vaso medio lleno de whisky en la mano se está acercando hacia él. Huye en diagonal hacia el ángulo opuesto sin darle tiempo a abrir la boca gallinácea.
Se respira una euforia mal disimulada, un nerviosismo colectivo ante la perspectiva, esta vez sí, de saber que va a vivirse un hecho histórico, esa especie de acontecimiento que instaura un mojón en la cronología del mundo. Alguien enciende la TV. La pantalla se enciende de claros y oscuros. Unas sombras, apenas perceptibles, descienden de lo que parece una araña gigantesca, se mueven, mancillan la noble luna.
Esos buzos siniestros hollan lo virgen.
Dan escalofrío.

jueves, 27 de octubre de 2011

HESSE 18

Conversaciones con Yeats. ¿Qué tal se da eso de convivir con el apellido del vate irlandés?
-Ha impedido de modo fulminante que publique una sola de mis malditas poesías.
-Podías haberlas publicado en City Lights Books.
-Sólo soy un maldito librero.
-Nunca es tarde para publicar poesía…
-¡Menuda presunción a mi edad! Sólo creo ya en la fábrica del lenguaje y no en las emociones del mentiroso que se vale de él para narrar entuertos o apostillas.
-Pues transforma la poesía sólo en lenguaje.
-Por entonces ya había demasiados poetas en cualquier parte del mundo. Ahora no me interesa nada más que la poesía oral, la de las montañas… Tipos barbudos y desnudos al sol, mujeres libres a la intemperie, con los senos al aire y los ojos limpios, gritando sus versos… a la nada.
-¿Qué demonios de poesía es ésa?
-La que no precisa ser escrita. Escúchala, deja que el aire disuelva su sonido. No la escribas. Transmítela de viva voz.
-Volvemos al Medievo analfabeto y memorión, al sonsonete, la musiquilla juglaresca, recitadora.
-Deberías saber que hablo de una poesía sin rima, desprovista de la artificiosa métrica, esa especie de ganchillo moderno para viejas indignas y letradas y sonetistas varios. ¡Bonita artesanía!
-¿A qué nos enfrentamos, entonces?
-A un salmo profano y abrupto que celebra un mundo indecible. Y es posible que, una vez escuchado, te olvides de él inmediatamente.
-Una cultura sin tradición…
-Una sucesión sin imposiciones.
-¿Y dónde quedará la memoria de las generaciones venideras?
-Amigo, algo sucederá, una especie de monstruo inagotable venido del espacio, o por el espacio, que almacene la memoria de todos nosotros. Lo más hermoso… sería partir de cero. Dejar que se enfríe otra vez la maldita roca, que fluya el agua… A rodar.
(…)
-¿Qué hay de The rats?
-¡Hideputa!
-¡Toda la vida de lector lo he sido, amigo!
-¡Qué diablos…! ¿Cómo te has enterado?
-Era fácil hacerlo. No conozco un solo librero que no haya escrito una novela… O lo haya intentado al menos. Aunque, preciso es reconocerlo, todos tenéis la magnífica decencia de destruir (despedazar, descuartizar, exterminar, extinguir) las poesías de los veinte años, y aun de los treinta. De eso no dejáis rastro.
-¡Quemé todos los ejemplares de esa maldita novela!
-Menos los treinta y seis que se vendieron (uno de ellos a la Hesse) y dos docenas más de procedencia dudosa que acabaron en uno de los puestos de libros de Broadway con la 42.
-Sólo me sirvieron para beberme un par de cientos de litros del mejor whisky durante las bacanales de Partisan review, a finales de los cincuenta. Era un joven prometedor al que invitaban para regodeo de las lascivas miradas de Gore Vidal y García Capote: tenía la cara limpia y suave como la porcelana: se derretían al mirarme. Y, de otro lado, ¿por qué no? Igual terminaba escribiendo la gran novela americana aún por descubrir, A death in the family, The great Gatsby, The naked and the dead, The wild palms, The sound and the fury… Amigo, aquello era beber… ¡y no los biberones de estos años confusos!
-1951… Buena cosecha: The Catcher in the Rye.
-¿Ves? Ahí tienes la verdadera explicación de que sólo se vendieran treinta ejemplares de mi libro. Y quince de ellos a mis por entonces desdichados vecinos de Columbus Park, que no dejaron de comprarlos, aunque a regañadientes. Siempre se termina estafando a los que tienen más cerca…
Es el verano del 70. Sin Hesse (sobrevolando planetas en el cosmos, buscando tierras azules, chocando con galaxias, alejándose de esas falaces estrellas llenas de ruido y horror). Cerca de la medianoche, The Green Train ha cerrado la puerta; su dueño ha apagado la luz. Sentados en el suelo, contra la pared cerca del mostrador, la joroba animal en sombras de la máquina registradora, el olor a papel… La botella de ron también en el suelo (ya a medias; escancia, cobarde). Durante el día ha hecho un calor tórrido, pero ahora la brisa que sube de los muelles del East River ha refrescado algo la noche neoyorquina. El aullido de las esquinas, la rodadura del asfalto, el ruido incesante de la ciudad llega hasta aquí. Los dos hombres beben directamente por el cuello de la botella. La tenue luz del exterior se filtra por los cristales y deja ver en las lenguas de las sombras los lomos de los libros alineados sobre los estantes. De cuando en cuando los faros de un automóvil que cruza la calzada proyectan bandas de luz amarilla sobre el techo, y entonces él descubre en esa semioscuridad cálida y acogedora la milagrosa intimidad que puede alcanzarse algunas veces con otro ser humano. Gusta de esos raros momentos de falsa eternidad, morosos hasta la extenuación. Sobre todo él, que su pensamiento discurre en todas direcciones, nunca sin atenerse, acogerse y claudicar en una sola idea esencial. Siente de tal proximidad a este vendedor de libros con toda su cultura libresca y honesta a cuestas que su efecto es mucho más contundente en esos instantes que el licor marino que le quema la garganta como el fuego. Luego de un par de largos tragos Yeats está a punto para la añoranza, o quizás sólo sea una mirada retrospectiva hacia unos años menos taimados que los actuales, lo cual no deja de ser una simple presunción, una actitud mendicante ya, cuando el pasado intocable es mirado por ojos complacientes, nada adversativos a lo que somos, a lo que creíamos que éramos. La oscuridad nos une. Emergemos a la luz merced a los libros, y un poco gracias a la vida. Al lado de este hombre culto, de modales suaves que esconden una energía interior que a pesar de sus esfuerzos flamea en sus pupilas, él halla todos los puentes garantes a un entretenimiento plástico e intelectual de décadas atrás o del mismo presente. Logra entender su época… y puede entender la suya, de la que él todavía participa, formas atenuadas de una rebelión de lo yámbico al ritmo bop. Leyendo a Yeats no pienso en Irlanda, sino en aquel verano en Nueva York. Les rodean los libros. Miles de ellos. Usados y acabados de salir de las insaciables prensas, un olor alborotado a papelería que llega hasta a embriagar a quienes han hecho de los libros la auténtica ventana abierta al vendaval de la realidad pasada y presente, una ráfaga de aire que alivia las telarañas de un pensamiento demasiado propenso a quedar encerrado en uno mismo. Títulos y autores se hermanan en esta fábrica de sombras donde yacen en la misma pretensión de comunicarnos su gracia, quieren desvelarnos con sus discursos de mono gramático, pero ahora están silenciados por las cerraduras de sus tapas, por la falta de luz que los ahoga en una mudez enigmática.
-¿Sabes que la mayoría de gente que compra libros los abre una vez, leen una línea, suspiran, cierra sus tapas y no los leen jamás?
-Algo de eso me figuraba al oír cómo piensan, cómo hablan, qué compran... ¡Y lo que escriben, dios! ¡Está muerto antes de nacer! Así son de rancios…
-Se vuelven escépticos, profesan un cinismo de vía estrecha mientras sus apariencias proclaman suficiencia… ¡cuando en realidad ocultan una supina ignorancia!
-Esas inquietudes de librero comprometido con la cultura de su tiempo me divierte mucho…
-También tú eres un comprometido con ella, amigo. Ya sólo crees en eso. Es el único compromiso ético. Todos los demás acaban en uno de los dos lados de un billete de banco.
-¡Escancia, cobarde!
-¡Qué diablos, la botella está vacía!
-¡Coge la segunda! Detrás del Melville de la Modern Library.
THE RATS, (Meadows Books, New York, 1951.)
A novel by Raymond Yeats.
218 pages. 6,50 $.
“Then, I lived in New York with a cat as mad as a hatter and about 3,000 books, a typewriter, two shirts, three trousers, four shorts, one dollar...
I was a writer… Well, a ghostwriter really.
One day…”
And so on and so forth…


Pero el lenguaje flaquea, miente, confunde… De nuevo Malenbranche: la palabra le fue dada al hombre para ocultar su pensamiento. Escribe especulaciones, la única gestación posible, y, respecto al lenguaje, que sea sólo el camino, la vía por donde aquél discurre. En este mundo caligráfico, ortográfico, morfológico y sintáctico lo que deviene al final es la superchería y ganas de enredar.

-Las cosas no se van a resolver por sí solas. ¿Dónde te crees que estamos? Esta es la realidad, querida, una putrefacción bajo el sol, que saca a la luz la miseria escondida, nos revela el cinismo milenario de una naturaleza caprichosa e injusta. No es este un teatro donde pueda acaecer el deus ex machina. Aquí el desastre no tiene solución… A menos que pienses que la posteridad corrige la tragedia, endereza reputaciones y castiga la injusticia.

¿Te acuerdas? Hacía una semana que nos conocíamos. Yo todavía me extraviaba en el metro. Y cualquiera pregunta a los neoyorquinos… Si vas a Queens son capaces de enviarte a Jersey, ¡y cómo te hablen por el colmillo estás listo, no les entenderás ni una palabra!…. Siempre con sus malditas prisas a ninguna parte, porque, en el fondo, jamás salen del laberinto. Me gustaría verlos a vista de pájaro, desde las alturas: van y vienen, y sus trazados caprichosos o arbitrarios terminan dibujando unas correrías desconcertantes: salen de sus apartamentos o sus casas de las afueras, andan y desandan las calles, trabajan, compran, comen, vuelven a andar y desandar, llevan cosas en las manos, aceleran la marcha, se detienen en los pasos de peatones, cruzan entre automóviles, miran adelante, uf, que hormiguero. La noche los inmoviliza, al menos a la mayor parte de ellos. Duermen, van hermanándose con la muerte.
Una semana, en Nueva York: casi eras irreal, tan distinta a la chica casada de Suiza. Pertenecías a todo aquello, a ese abrupto paisaje de piedra, montañas de arenisco, kilómetros de cemento, toneladas de acero y mármoles pretenciosos a la entrada de las cuevas.
-¿A qué piso, señor?
Mira al ascensorista. Es de baja estatura, casi un enano, y tiene la cabeza cubierta con un gorro puntiagudo de color gris (¿o verde?). Parece un gnomo.
-No sé. El último de todos.
-¿Qué ocurre? ¿No tiene nada que hacer y nos vamos de excursión…?

La misma lentitud de las aguas de los dos grandes ríos, buscando el océano.
Ha cruzado el puente de Brooklyn siete veces en ambos sentidos. Y nunca vio la ciudad mágica desde este lado.
Y eso era lo verdaderamente fascinante.

También ella podría hacer alguna caricatura en ese café de la calle Macdougal.
Uno de sus clientes, mientras sorbía su café, hubiera podido ser Ginsberg.
A finales de los cincuenta, aun ignorando que iba en busca del príncipe azul a cada paso que daba por las calles de Manhattan, era capaz de recorrer los tres kilómetros que le separan de Times Square hasta el Village en menos de treinta minutos. Era capaz de hacer cola durante una hora a la puerta del Bitter End, en la calle Bleecker, donde un tipo inteligente llamado Woody Allen encadenaba chiste tras chiste sin el menor aspaviento y una taza de café de cincuenta centavos te daba para un buen rato sin necesidad de pensar en nada más, y nadie te daba prisa para que levantaras el culo de la silla.
La política, cualquier atadura de tipo social, sólo eran un estado de ánimo.
Así eran los tiempos.
-¿Hablamos de alguna especie de correlato moral?
-Depende… Supongo que no. Bueno, lo que quiero decir es que nunca me habían preocupado esas cosas. Quizás ahora, sí, es posible que sea de ese modo, la sociedad actual, sus problemas. Claro, pienso en ello, naturalmente. Pero antes, no, no creo.
-Una suerte de compromiso.
-¿Compromiso? Es difícil saberlo… Cuando una trabaja se ensimisma, yo al menos. Estoy encerrada en el taller, rodeada de materiales, “concibiendo” su ordenación, hasta su sitio exacto en la forma final de la pieza, por así llamarla… Sólo veo la obra gestándose, no puedo pensar en otra cosa, así que no creo que eso signifique algo así como un compromiso. No, no lo pienso de esa manera. En todo caso, sería algo muy inconsciente, muy escondido, larvado…
-Ni siquiera cuando regresó a Alemania.
-Estaba confusa entonces. En 1965 no sabía que era escultora. Dibujaba más que pintaba, algo que en el fondo no me atraía. El dibujo era lo que me interesaba, y ahora comprendo la razón: en el futuro podría aplicar ese entretenimiento, por así llamarlo, a cualquiera de las dos disciplinas. Luego pinté unas acuarelas, algunos cuadros. Pero… comprendí enseguida que necesitaba el objeto más que la línea o el trazo para significar lo que quería decir, o al menos para empezar a crear algo que valiera realmente la pena.
-¿No sintió nada en especial al pisar suelo alemán? ¿No recordó a su familia extinguida por los nazis?
-Por supuesto que sí. Hice algunas averiguaciones, supe más cosas de las que sabía hasta entonces. Rastreas datos, antiguas identidades. Hablas con gente de la época de la guerra… Pero eso fue todo. Descubrí que hay que mirar adelante. Intentarlo, siquiera; a pesar de los recuerdos dolorosos, seguir adelante es lo fundamental. Las huellas de mi pasado serán las que yo deje en el futuro. La cadena se rompió.
-No sabemos cuando llega el futuro.
-No, pero es la única puerta que todo el mundo se atreve a abrir sin temor, todos quieren atravesar su umbral.
-Un deseo absurdo, desde luego.
-Claro. Lo que importa es el trabajo diario, lo que creas con las manos.
-Es suficiente con eso.
-Sí… Debería bastar al menos.
-Sí… al menos eso.

miércoles, 26 de octubre de 2011

HESSE 17

Indiferente a lo estéril e infecundo, aún tuvo tiempo de atisbar a la gente groovy con sus camisas de flores, las torpes guitarras y los cantos bienintencionados. Acabando los sesenta, unos años después de llegar de Alemania, ya sin ataduras sentimentales, más de una vez contempló largo rato, incrédula y fascinada, la pacífica y vistosa muchedumbre en torno a la fuente Bethesda en Central Park. Se sentía ajena, no obstante, extraña ante los cantos y los atuendos. Y otro domingo bochornoso, de calor húmedo, sin nada mejor que hacer al salir aburridas de un cine refrigerado, antes de anochecer, merodeaba en compañía de P., R. y B. por St. Mark’s Place, en la parte baja de la Segunda Avenida, donde se reunían los conversos más concienciados, sin lograr adivinar en un sentido estrictamente artístico la bondad de lo que contemplaba. A la semana siguiente, se desentendió de toda aquella estética juvenil poco adecuada al aluvión de ideas y presentimientos plásticos que pugnaban en su cerebro. “Son materiales lo que necesito”, se decía una y otra vez. “Me bastará con eso.”
Al diablo con las canciones.
Sustituye las flores por el hierro, el óleo y el barro por los nuevos materiales, la química del mundo que se avecina, los caprichos, los desastres.

Paisajes de solación.
Beckett: ella sólo asiste a las representaciones en el Off-off y, contadas veces, a las del off-Broadway en alguno de los tugurios experimentales y decididos del Village y los locales más aseados diseminados por las inmediaciones de Washington Square. Sospecha de lo oficial, de lo “bien escrito”; desde luego, del teatro, el cine o el arte de entretenimiento.
Es una peripatética a ratos infantiles: crea sus propios juegos.
En efecto, han asistido otra vez a una representación de Final de Partida. Le subyuga esa obra. A él, le inquieta.
Sobre un escenario predecible en la obra de Beckett (las ruinas bombardeadas de una ciudad se dibujan sobre los decorados del fondo), Hamm y Clov monologan, dialogan… sentados, de pie, mientras andan (en realidad, Hamm se arrastra como un animal herido sobre las tablas).
Haces de luz azul que simulan reflectores iluminan desde los extremos la escena de un acto único, sin intermedios.
¿Y ahora?
Nada.
¿No hay gaviotas?
¡Gaviotas!
¿Y en el horizonte? ¿No hay nada en el horizonte?
¿Pero qué quieres que haya en el horizonte?
Etcétera.
Se hace la oscuridad.
Todo acaba con el estridente sonido de una sirena.
Ahora son vertiginosos destellos rojos y azules.
¿Crees en la vida futura?
La mía siempre lo ha sido, dice, y vuelve la cara a un lado para que no descubra los ojos enrojecidos, húmedos ya.
Se encienden las luces de la sala: los actores han desaparecido, y unos hombres vestidos con monos verdes retiran los decorados. Es todo.
La gente sale en silencio, cabizbaja. Como había entrado.
Yo, una vez, queridos niños y niñas, había conocido a un pintor loco que pensaba que había llegado el fin del mundo. Le tomé mucho afecto. Así que me empeñé en hacerle ver algo de la realidad “verdadera” que le ayudara en sus cuadros. Le cogía de la mano y lo llevaba a la ventana: mira el cielo azul, y las olas de plata, y el trigo verde que crece cada día, y las velas blancas de las barcas que surcan el mar esmeralda, la brisa que perfuma la mañana…. El miraba por un instante horrorizado, se echaba para atrás y volvía renqueante a su oscuro rincón gimoteando: sólo había visto cenizas.

lunes, 24 de octubre de 2011

HESSE 16

-Sin embargo, se mató –asevera él.
-Es cierto. No puede estar aquí, ni en U1 ni en U3 ni en ningún sitio. Nada de nada –termina aceptando una Hesse derrotada, de un verde marciano, o venusino o…. Desdeñosa de galaxias, ya sólo cree en universos.
-¡No tuvo tiempo de escapar!
-Aunque, cualquiera sabe… Quizás escapó antes de… Antes de terminar. Pudo hacerlo al desvanecerse, mientras…
-Mientras se desangraba por los cortes en los dos brazos.
-También tomó barbitúricos. Eso aliviaría el trance.
-Quizás soñaba, se moría, pero soñaba.
Abandonó el hogar, las cuatro paredes de su pintura, su “lugar” de recogimiento, la capilla, el orante...
Sacrificado como un Cristo. Un mal judío: no hay cristos.
El hombre (nada menos que un hombre de carne y hueso, carne macilenta y aliento insano), en la gélida mañana de febrero: el cuerpo ya no es un instrumento de goce; todo lo contrario, cerca de los setenta años se está rompiendo por todas las costuras, hace aguas, se resquebraja como un muñeco viejo, un fardo torturador e inclemente que hay que cargar a las espaldas nada más abandonar la cama. Ya no sirve para gran cosa. Hace tiempo que se ha vuelto impotente. Por supuesto, nada de alcohol y tabaco, dictaminan. Por supuesto, nada de esto y lo otro… Por supuesto, bebe y fuma más que nunca. Por supuesto, prefiere morir como es debido. Por reacción. Como un hombre. Que se vayan al diablo los malditos momificadores, taxidermistas del alma. Tiene que valerse de asistentes para pintar que, aun monaguillos sumisos, son manos ajenas profanando el óleo sagrado, y revisten la realización de los cuadros de una especie de sacrilegio.
Miércoles. Demasiado tarde para este nietzscheano con gafas de culo de vaso. Y ese estudio de la calle 69: un antiguo garaje inhóspito, helado, bajo la niebla de una claridad de metal, de cúpula inalcanzable que se eleva cerca de quince metros; allí ha dispuesto la última guarida: una cama, y la zona del baño, siempre hedionda, y una cocina desangelada y sucia donde nadie supo nunca que se guisara un plato. En ese rincón prefirió yacer en su última noche. (Mayo, 2007, Sotheby’s subasta uno de sus cuadros… ¡y lo vende por 75 millones de dólares!). La última cena (compradores de arte, marchantes de hombres, tomad nota): un frasco de barbitúricos, un vaso de agua, la cuchilla a un lado. Se desviste mientras hace la digestión del banquete. Coloca los pantalones de artista obrero manchados de acrílicos en el respaldo de la silla desvencijada. Sin prisas, sin miedo, se corta las venas azules. ¿Eres un verdadero shojet? Veámoslo. Brota incontenible la sangre roja. El hombre herido, en calzoncillos, se tiende con los ojos cerrados sobre el frío suelo de cemento y estira los brazos desnudos, mojados por la savia tibia que mana de él mismo y que nada ha de vivificar. Ya no siente el frío.
Muerto, tendido en el suelo, parece una cruz.
-Pues he visto a R. –asegura con una expresión angustiosa Hesse (entre verde y oro ahora).
-No me confundas. Según las estrictas reglas, que, te recuerdo, tú misma elaboraste, no es posible el viaje entre los U. Una vez muerto, al hoyo. Y punto. No hay excursiones que valgan. Hay que espabilarse antes de que empiecen a tejer y destejer las parcas.
-Y, sin embargo -dice con voz débil-, lo he visto. Puedes estar seguro. –Ve su faz lívida, su figura de sombra. “Más tarde o más temprano ha de disolverse en el polvo cósmico”, se dice. “Su palidez asusta, ya es casi fantasmal.”
Puede que a quien haya visto el suicida sea al engreído y melifluo teólogo Kierkegaard, glosador incansable entre citas bíblicas: hace de lo personal una religión universal mientras otros pagan sus deudas de café; y en sus años finales, cuando comprueba aterrado que tendrá que trabajar para ganarse el sustento opta por ser un hombre enfermo, pues del alma ya lo era: mal asunto. De este pastor de impotencias extrae el místico pintor, siempre con la pesada piedra judaica a la espalda, la idea del sacrificio.
¿La ofrenda por el pecado de sus cuadros? Él mismo. El padre debe amar a su hijo, pero si el dios lo pide, debe matar a su hijo.
Abraham, Abraham, atrona la voz del terrible Yahvé.
¿Qué mejor hijo para el sacrificio que tú mismo de ti nacido?
El acto de pintar es, en realidad, una forma de entender el arte, de reafirmarse en unos principios que, sí, en ocasiones alcanzan lo teológico: una ronda en torno a la muerte debería ser la creación, un sacerdocio que ilumina las tinieblas en pos de lo trascendente.
Pero, ¿no era el arte una fiesta?
Lo dionisíaco frente a la mesura de lo apolíneo…
Los cuadros de Rothko me resultan borrosos, como envueltos en una bruma que los vela.
La turbiedad de su conciencia: he aquí a un hombre que no es religioso y mantiene la espiritualidad del arte como primera condición para su ejercicio.
El humo de la carne quemada en los crematorios de Auschwitz y Treblinka enceguece la súplica cromática.
Lo santo y lo luminoso. En un hombre cuyo remordimiento llegaría a costar millones de dólares.
¿Un sacrificio? ¿A estas alturas?
(El hombro: me duele, dice Hesse. Un brazo inflamado. ¿A qué viene ese decaimiento? 11 de la mañana, domingo: no se percata de la presencia del falso testigo, apoyado en el quicio de la puerta con la taza del desayuno en la mano; ve que se sostiene en el borde de la mesa, como esperando que se disipe un mareo. Dos días más tarde: la pierna; me duele, dice. Una semana después: veo mal con el ojo derecho, creo que he perdido vista, susurra una noche, antes de acostarse. Duerme mal. El Testigo nota como se mueve una y otra vez de un lado a otro de la cama. A la mañana siguiente, otro domingo, 11, temprano, se levanta con media cara insensible. En la cocina: ha perdido el sabor. “Ponme más azúcar”, pide. Ya le ha puesto tres terrones en su taza. “No sabe a nada”, se queja. La cara asimétrica. Afuera, Nueva York, una trepidante polisemia que no se detiene en este domingo soleado, transparente, extrañamente silencioso.)
Ella, que tan firme la sostenían las columnas de sus piernas sobre el duro granito: elevaban la isla magnífica.
Y un día: insuflan aire en su cabeza, como si hincharan un globo. Así, localizan al intruso: exploración de contraste.
Ahí está, ¿de dónde ha venido? ¿quién es?
Ha nacido de repente, se hace fuerte, vive, crece, va a matarte.
Hija de Dios: he ahí el hijuelo, y en tu propio cerebro: el sueño de la razón produce monstruos.

sábado, 22 de octubre de 2011

HESSE 15

Ha decidido almorzar con ella en Marine Stock, un restaurante cerca del City Hall. Esta vez es puntual. Llega vestida con minifalda, con grandes círculos de color (amarillo, azul, verde) estampados en el tejido. Una blusa blanca muy liviana cruzada de diagonales negras, de mangas en forma de campana, desciende desde el cuello abotonado hasta el cinturón ancho y rojo que rodea la cintura. Muy pop las dos prendas (recuerdan el envase de una marca de cereales para el desayuno). Se ha cortado el pelo. Aguardan turno en el restaurante. Cuando se sienta en un taburete en forma de seta, a su lado, en la barra, experimenta una gran fatiga. Por la mañana ha estado dando vueltas por Rockefeller Center, donde examinaba los relieves de Noguchi. Ella sólo pide tarta de manzana, hace un gesto de fastidio y declara abiertamente que no quiere saber nada de Noguchi, al menos este Noguchi tan americanizado. Él, aunque sin apetito, pide una hamburguesa con lonjas de tocino, col agria y mostaza. No se siente inspirado, así que guarda un silencio absoluto. Deja casi toda la comida en el plato. Pide un café y paga la cuenta. Ella le mira con absoluto desprecio. La devuelve al SoHo. La ha hecho venir para nada. La ha resucitado. La ha vestido para nada. Le ha hecho entrar en un restaurante sin interés para nada. ¿Qué puede inventar? La deja ir, pues no hay nada que hacer. Un acto fallido. Deambula por Chinatown. Vuelve a TriBeCa. Al final acaba en una cafetería donde traspasa la línea roja y se toma tres copas de bourbon ante la mirada asqueada de la camarera que le sirve con gesto de hastío, una mujer delgada y ojerosa, con el pelo color zanahoria, ya cerca de los cuarenta. La chica más guapa y la nariz más respingona de Milton, Virginia, hija de John, empleado en una gasolinera, y Karen, ama de casa, triunfando en Nueva York. Y una mierda, nena, ¿qué esperabas? (Todo, menos la mierda). A punto está de decirle, recorriendo con los ojos de arriba a abajo su figura desmadejada: “Tú, no lo entiendes, triunfadora” (bueno, a fin de cuentas ella lo ha conseguido, vive en Nueva York, en un edificio desvencijado del Bronx tan lejos de la calle Barclay como dos líneas del metro y un par de autobuses a primera hora del amanecer y otros dos autobuses y un par de líneas de metro a última hora de la tarde, ha triunfado como camarera: viste un bonito uniforme y se encasqueta un coqueto gorrito a rayas de color rosa). Él, ni siquiera eso, es un turista encubierto de ocio y seriedad con una pluma en la mano, el arma más pusilánime: piensa en ello; intenta escribir algo que tenga sentido con un bic de tinta verde americano (diez centavos) en el pequeño y colegial cuaderno de notas de tapas blandas (veinticinco centavos). No lo consigue. “Anduve como un loco, matándome.” Etcétera. En la estación elevada de… Etcétera. Sale. Acaba más abajo de Canal Street con la boca llena de polvo, polímeros y venenos escondidos. Luego, se detiene un rato mirando las obras de las que serán dos fantásticas torres de cemento, hierro y cristal. Se dice que cambiarán la fisonomía del skyline de la ciudad, al sur de Manhattan. Un símbolo eterno, imperecedero de la ciudad de los rascacielos su emblema milenario. 11 de setiembre de 1969, a media mañana, calor, humedad, hastío.
Lo imaginario no suplanta decididamente la realidad, pero la amplifica neutralizándola: la verdadera máscara es el rostro.
Hurga en lo que hay debajo.
El discurso de lo surreal avala tus labores de artista, autoriza el hoyo donde escarbas.
Y puestos en el lugar del sinsentido, defenestramos toda teoría, desdeñamos la proclama sabihonda capaz de prestigiar la nadería.
De ella, esa mirada suya tranquila de ayer horada sin saber el mundo enrevesado de hoy, un mundo que erosionan los vastos desiertos sin ella, un mundo y su caos adonde no puede volver para abolir dogmas y creencias tambaleantes con su propia, personal y poderosa incertidumbre, ni puede describir, ni sentir, ni tan siquiera representar mediante una refutación (ahora absoluta) que niega sin más lo literal, contradecir la misma vida con no-significados, pervertir la imagen con el improperio de lo ininteligible, burlar el arte con la mofa de la nada que discurre entre sus dedos como agua oscura, como la misma vida que de ella escapaba a raudales, sin compasión, bárbara muerte en la luz azul, en la tarde amarilla y quieta, en la pausa negra de la noche, sobre ella una cascada de crímenes por segundo…
Ethos paciente: mira desde cristales y plásticos el futuro que era el presente suyo.
Nos mira tan de lejos… Desde lo irracional: cabalga, por ejemplo, a lomos de la luz de una estrella muerta que ahora después de un millar de años alcanza el cielo del planeta.
Miraba siempre como descubriendo, hilaba aceros o material del siglo XXI.
¿Ella? Una hamletiana a la que las calaveras tampoco le dan miedo.
Electra agazapada: de manos inocentes, sólo manchadas por… ¡el arte!
Soñó: la hija salvaba al padre del torbellino de las aguas de la noche, envuelta la pesadilla con los colores de Gericault, cadáveres macilentos teñidos por la luz de la luna.