lunes, 28 de febrero de 2011

Una academia (39)

"Y yo quiero ver uno de tus cuadros, una tarde o una mañana, o recordarlo en la oscuridad de la noche antes de dormir, y pensar: me alegro que lo haya pintado, ahora ya existe esa mirada."
Quiere que la pintura atrape la realidad, pero que sea a la vez el propio testimonio de ella, una confesión, hasta candor. Que al mismo tiempo que registra las cosas estampe en el lienzo un temor hondo, o sólo una alegría, o el tiempo de un día febril o lleno de sosería, inacabable o vertiginoso, la llama o la nube, un día donde únicamente estaba ella sin dios, ni diablo, ni cosa, ni nada. Obrados el cuadro y ella de un diálogo entre la tierra y el alma.
“Has estado hablando con el mundo, y ahora nos hablas a nosotros”, le dice. O: “Has estado callada, reflexiva y como delante de una visión que no es del mundo de ahora ni de antes, una mirada sin referencia, como brotada del ojo, una impresión en la retina dolorosa y pugnaz... Conjuras la imagen, la enmascaras, sabes que tu pincel penetra, por fin, en la realidad... alumbra tu conciencia...”
Brell deja de hablar. Mientras, la noche fría va cegando todos los pliegues silenciosos de la montaña, que ya se muda en una mancha inextricable bajo el cielo azul, negro.
Ha estado separada de todos los libros antiguos, ha sido ignorante de todos los nuevos, vivía ajena al uso y a la norma, académica o no, era libre. Si libre ha de ser, pues... Pinta tranquila, con la mesura de un saber oriental, pacífica y entretenida. A esto la ha juramentado el otro, y a lo que venga después. Más adelante, sirve casi todo: un mar amarillo cruza el lienzo, y la tenue, delgada línea azul, es el cielo. Ahora, una oriental: calma, orden, sol, celebra sólo un universo meramente físico, sensorial. (¿El discurso? Que sea propio, reconocible: justifica la tierra, la ensalza. La sencillez de lo cotidiano sustenta del todo ese arte bueno y salvaje. Ese optimismo esencial... Jara es emoción.) Desde luego, no es él.
Inspira, a trancas y barrancas, una pintura que tiene más de creencia que de arte. Repugna la definición. Se obliga a ello, a inmiscuirse, y para nada. De nada ha de servir. Teme ser él como el manchón de broza que arrastra el río de aguas limpias de Silvia Jara, las enturbia un rato, pero al final termina expulsado a la ribera.
La ha uncido a un carro de luz. La hosquedad cromática sentencia el estilo, mata lo superfluo. Una forma salvaje, el color; el trazo, una blasfemia, (o un canto, es lo mismo). Se lo propone a Silvia Jara con sus palabras de sabelotodo impune, de racional metomentodo (¿Quién lo va a corregir? Es él quien dispone la superchería). La ha obligado a olvidarse de tormentas, de días ásperos y nubes mentirosas; del tiempo desmayado cuando el color y el sol estallan por doquier y desmienten cualquier tibieza. El arte es cosa seria, un chasco sensacional, así que despoja el cuadro de más engañifas: que no lleve el simulacro demasiado lejos... ¿A qué doras lo que no ha de ser oro? [Pinta azul la planta, cuadrado el ojo...]
Ahora da rienda suelta a su imaginación corregida: el paisaje es infinito, ahora se puede ver hasta con los ojos cerrados: es el sitio de donde uno es.

sábado, 26 de febrero de 2011

Una academia (38)

Porque está ciego de ella.
Le cuesta imaginársela.
Se la representa mal, y cada vez la entiende menos de materia, cuando debería ser lo contrario. Silvia Jara es un conjunto de retales de sombras y luces, de cavilación, de ficción sobre todo, de sueños.
Está lejos este tramposo del mundo que puede condenarle, o descubrirle, y se sirve de ella para invocar una caligrafía que le subyuga en plena naturaleza.
[¿La alegoría del paisaje...? ¡El verde y el azul! D.G. (traducía por entonces a...): "A ver, lo interesante sustituye a lo bello. Estamos, pues, ahí, en el mismo ornato, puro y autónomo..."]
Inquiere ella: ¿Por qué es un lenguaje? ¿Por qué debe pensar que es así?
"Para que hables. Para que nos cuentes cosas. Para que dibujes tu pensamiento", le respondía él.
Ella sólo quiere pintar lo que ve.
"Entonces no lo imagines sin verlo. Imagina lo que ves."
¿Cómo va a imaginarlo si antes lo ve?
"Mira todo lo de afuera y mírate tú mirándolo. A partir de entonces, lo verás de otra forma. Todo habrá cambiado, pero sin necesidad de inventar nada de lo que no hay. Tienes que mirarte a ti misma."
¿Mirar... adónde? ¿No será eso cosa de idiotas?
"O de locos", pensaba Brell.
Quizá debería decirle que basta con que se emocione. Nada más que eso. Sin embargo, conversa con alguien muy lejos de Silvia Jara y también muy lejos de él mismo.
A ella le basta con mirar sencillamente.
Quizás se aprende así...
Una copia, una sucesión de copias... Al final, provocará el error, un tronco rojo, la espiral del cielo, un perro verde, por ejemplo... ¡sin querer!

miércoles, 23 de febrero de 2011

Una academia (37)

Ella sería como una especie de párvulo, una incoherente pintamonas con el cerebro alerta. Ha aprendido a mirar, y esa asunción le salva de la simpleza y la inocencia. Plagia la realidad con verdadera astucia. [R.M., en el cuaderno 10, "Sobre libros": puedo hallar la obra de arte en la propia naturaleza y reaccionar ante ella como frente a una obra de arte]. Será capaz de asumirla a la vez que disfrazarla de ella misma. Luego, la señora se recrea, ¿lo comprende o no?
En cierto sentido: Mira por vez primera lo que ya sabe.
El amarillo que ve acaba de nacer con el mundo, tan nuevo y brillante y limpio como él, bajo un cielo todavía no enmarranado por el hombre ni por su aliento, y aún no hay palabras ni voces en ese suelo recién hecho, sin hollar por nadie, ni pensamientos hay tan siquiera, o si los hay están desordenados, esperando que un verbo los cifre finalmente en un orden inteligible. Ya nunca será del mismo modo a partir de ese único instante, y a medida que pasen los días ese color perderá su brillo original, la pureza de la primera visión...
(Está a punto de volverse y encontrársela por fin, mirar sus ojos. No lo hace, tal vez porque en ese momento no se oye nada. Una invencible melancolía le anega de pronto. Lo que pudo haber sido y no fue, la evidencia absoluta de todas sus incapacidades...
¿Cómo decirle a ella...?)
Inmediatamente después de esa ocasión inicial menguan la magnificencia del color y su enigmática novedad en el mundo. También las formas son nuevas, inobjetables, pero enseguida dejarán de ser de la tierra virgen. De repente, una sucesión de fantasías y caprichos parecen corromperlo y ensuciarlo todo. Sin embargo... un pálido reflejo de lo esencial ha llegado hasta nosotros, y nos recuerda lo que de verdad hubo cuando la luz primera, el azul, el verde...
"Está la memoria...", le dice en voz alta a la otra.
Qué extravagantes pasatiempos. No estaba él en el principio, ni tan siquiera ella. No estaba nadie.
(T.B.: “Lo que más recuerdo de Brell era su fingida melancolía. Francamente, nunca se creyó perdido del todo. Llevaba a cuestas, adonde fuese, toda la literatura de su yo." [17/09/2001]. Lo dijo otra tarde de setiembre (1991), menos maldita que la definitiva, cuando se mató. Pero antes, dorado ocaso, y verde, también azul, sentados en la terraza encristalada de Y., frente a la huerta y el mar, entre naranjos de hojas y frutos brillantes. Charlamos mucho, durante horas y horas, y bebimos mucho, ella en especial, unos combinados -aprendidos en P., de Claude- de fantásticos colores diamantinos, en copas anchas. Llevaba ella... sí, dos preciosas agujas de carey le sujetaban la roja cabellera de una manera informal y graciosa... Hoy mismo, con el cielo falso y la luz turbia, se cumplen años de su muerte, 9/2002.) Quizás Van Gogh, que estuvo allí, menos corrompido que muchos, lo recordaba en sus solares excursiones.
Otro día Brell ya cambió el curso del aprendizaje: "Niégalo todo", le exige.
Y una vez, antes que les cubra la noche, recuerda a Van Gogh: No es fácil imitar de verdad aquellos cuadros tan simples, dice con odiosa lentitud, intrigante. Habla y habla.
(¿Qué la pintura tiene verbo?)

domingo, 20 de febrero de 2011

Una academia (36)

Al día siguiente, o al otro, o al de un tiempo de después, le instaba a ella a componer una obra desaforada. "Imagina que estás en trance...", le avisa. Que salgan unos colores fieros y brillantes, un dibujo bronco. Pero ella se niega en redondo. ¿Quién se ha creído que es él? ¡Le sale fácil eso de mandar!
Tutela (no, induce) la metamorfosis de un saber pequeño y noble, de un arte calmado y puro, (digámoslo así: un arte natural), en un extracto de su prescindible indagación, de sus propias dudas y su resquemor. Cambia la afición por una empresa multiforme y caprichosa, vehemente, alborotada. No quiere que cuente, quiere que se explique, que la pintura le sirva de lenguaje de confesión, del gozo o del horror que sintió (o ha de sentir) un día. Como hizo el otro. La obliga a pintar así.
Quizás a ella empieza a enardecerla un juego distinto. Empieza a hartarse de situaciones extrañas. ¿No van a ser nunca normales ellos dos?
Brell se desentiende de objeciones, prodiga los consejos: "No vayas a enmascarar esta pintura moderna con los secretos artesanos del pasado..."
Brell querría que Silvia Jara pudiera entender una cosa como esa. Sólo ser alguien en ella por habérselo explicado en aquel lugar a salvo de la mano de dios y en algún lugar del demonio.
A ella le interesaría que él se diera la vuelta, que la mirara de frente, que acabara el juego. Que fueran como era todo el mundo. Que fueran ésas las reglas a partir de ahora. Ya no le divierte nada de lo que ocurre desde hace días. No entiende ese verse y no verse.
Brell le amenaza entonces: "No vendré más."
Tampoco a ella la volvería a ver, le desafía Silvia Jara.
"Ya estoy en eso", piensa Brell.
Va a desengañarla del dibujo, a provocar que desaprenda. Su tarea ha sido muy meditada. Ese propósito tan sencillo le exime de filosofías y remordimientos. Va a librarla de sofocantes sabidurías (que todavía no domina) para que recale en una genialidad (que no entiende).
Esta tenía antes un don natural y una perspicacia sigilosa en su mirada montés para dibujar sin complicaciones. La imagen prometía la copia, ¿qué si no...? Le bastaba con eso. Ahora Brell porfía, tan inútil en él la inspiración, para que ella alcance lo desusado con la otra mirada más paciente y reflexiva de la emoción sin que pueda corregirla ninguna academia.

jueves, 17 de febrero de 2011

Una academia (35)

...Desciende de la montaña de ella.
Baja de la cumbre y penetra en una hondura negra como la ceguera o el color de la muerte, lo engullen los cientos de repliegues de la tierra, agujeros y madrigueras, huecos y simas, se introduce en una oquedad olorosa, en una caverna estrecha que parece sin fin, inagotable. Su ferocidad de macho apenas le ayuda a entenderse con las piedras de extrañas formas y los trazos quebrados de los troncos, todo le parece una mujer desierta y gimiente que hay que poblar, qué pueriles aturdimientos...
Al cabo, rendido, se precipita en pendientes que se inclinan al mar oscuro del fondo de una cañada o de un barranco, avanza y recula en la gruta que le sale al paso, y rueda y rueda cada vez más hacia los lindes del agotamiento. Sueña esa noche una página en blanco, un agua viscosa se vierte sobre ella, la inunda de sombras... "Me voy perdiendo en las mejores intenciones para nada", cavila al despertar. Se perpetúa en los peores ocios: Qué una mujer vaya a él, y no en sueños...
La adoctrina, puesto que ninguna otra cosa puede ejecutar. Ese pretexto le ampara.
Pero teme ser con ella un tahúr. Un desterrado de otra parte que induce a engaños trayendo a esa región pacífica la voz y la música de países inexistentes. Ya se vale de yerros deliberados, anda desfigurando realidades, torciendo líneas, transformando colores, simulando verdades que son mentiras. Es un seductor medroso... pero, sí, taimado, calcula los beneficios.
(Bajaba de la montaña con el sudor frío de noviembre. Alcanzaba el poblado sin nadie y sin voces ni ruidos en la noche otoñal. Llegaba a la casa y se derrumbaba en la cama grande hundida en las sombras. El pensamiento, lúcido por el temor ineluctable, dictamina lo peor, lo más horrible: no tiene más que la invención de ella y eso que le va quedando de él. Muy asustado de la pavorosa desnudez cierra los ojos, va desdibujándose hasta que le vence el sueño.)

lunes, 14 de febrero de 2011

Una academia (34)

Está acalorado del aroma de ella, de su presencia seductora e invisible. La viva materia que ya es hecha de soles y carne permanece mucho después y durante mucho rato en su mente, hora tras hora le queda un regusto en la boca de agua estancada (en París T.B. escanciaba la absenta en diminutas copas de cristal tallado de color rosa, también un licor denso, meloso, verde claro, ese sabor en la lengua..., idéntico). Sentirá la maraña confusa del sexo lejano en lo peor de la noche.
Baja de la montaña a otras montañas. Y por otras sendas alcanza collados; luego, un camino de recodos bordeado de pinares. Finalmente la pista de guijarros y tierra blanca que deja atrás las barrancas angostas y tenebrosas. El pueblo, a lo lejos, se le figura como un destino de pobreza, de retiro y de muerte.
Caminaba sin saber, sin ver el paisaje fantasmal, confundido en casi todo, tornándose histérico a cada paso. Era ya taciturno. Así, un día y otro.
¿Qué podría haber sido él? Distante de las habilidades oficiosas...
Se recrea en largos paseos de solitario. Andar solo tiene la lógica quisquillosa del escondido, del fracasado o del genio. Imaginarse otra cosa distinta de sí mismo es un puro guiñol, traficar en la nada. Y esto a un coste terrible. Ser un monstruo, tal vez. Un prometeo.
Cuando termina en el refugio de su habitación helada y sin color, solitaria y pobre, en la noche, fuera del sol, evoca el único suceso de una jornada vacía hasta la hora de su encuentro con Silvia Jara. La recuerda a ella y desmiente el acto del tiempo y su eterno e inútil rotar, y va pensando cómo se quiere él mejor, o a ella peor. El caso es llevar su conciencia a la pacífica duermevela en torno al fuego de Beyle o a la absoluta inanidad de un dormir bruto. Otras noches de pasar más alegre le da por habitar la vida con los personajes que nacen de los sueños o de los cuadros pintados en el pasado, por todo menos por la realidad. El sería un dios más justo, menos ruin y más explicable. Un creador menor, pero sentimental. Descansa o acaba rendido en esa postración de bestia o aburrido. Cuando abra los ojos será otro día que hilvanará con la misma trampa, el mismo frenesí o el mismo galimatías.
Al deshacer la reunión siempre se lleva el cuerpo de ella tras él, o delante. Un cuerpo que ni conoce ni ha tentado: ni siquiera lo descubre atinadamente en su pensamiento, pero lo configura de deseos prohibidos, de mudas canalladas. La mancilla con la ficción, y alienta su dibujo mediante líneas y volúmenes impostados. Es un mistificador y anuncia disparates, se distrae con las imágenes más falsas de ella disfrazando la divagación de pretensiones ridículas. La crea distinta cada día pero nunca termina de crearla. No sabe pintarla.
No sabe pintar… Se le hace difícil la comprensión del mundo, tan ordenado aparentemente. Se exalta a solas. Urde planes soberbios. Recela de todo, pero degenera en otro que ni será violento ni majestuoso. Tan poco moderno es éste que se atormenta y le cuesta procurarse alivios.

viernes, 11 de febrero de 2011

Una academia (33)

El recuerdo le va configurando el futuro, de él ve lo que ha pasado, no lo que ha de pasar.
Ya está ahí, ya es feliz por saber eso.
La había creado a ella de una manera misteriosa [Un estilo.] y a lo mejor miserable, en una acción irreflexiva, sin comprender nada. Silvia Jara: todos los colores del mundo (incluso los del sueño), todos aquellos que pueden ser imaginados: la gama del verde, 70.000, 120.000 tonos (G.C.: muchos más allá de lo racional). También poseía el desafío de conciliar contrarios, calmarle a él. Complementaba opuestos, le iluminaba con sencilleces, con rarezas naturales, a él, que ya de antiguo era muy raro.
El diálogo en El Siglo podía a veces rozar la hostilidad. Pero Brell pensaba que no querían hacerse daño todavía. Sólo era una dialéctica muy medida, entre ellos no había reto posible; la ruptura, improbable. Se censuraban recíprocamente ignorancias y desconocimientos, se aireaban particulares saberes ajenos al otro.
¿Eso qué es?, podía preguntar ella.
O:
¿Qué significa éso? ¿Para qué sirve? ¿Es preciso que sea así? ¿Qué es?
"Una forma inteligente", podía contestar él.
Ella no sabía de perspectivas, acababa confesando. Pero quería decir en realidad: Soy yo quien se acerca al alma de las cosas.
Brell lo adivinaba sin admiración. Después de todo, más tarde o más temprano, siempre sucede algo imprevisible, no demasiado calculado.
¿Qué significa un ritmo sabio, qué significa que un tono verde haga pensar en el rumor de las espigas...? ¿A qué viene eso del símbolo? ¿”Expresarme” yo...? ¿Para qué? Sólo es una enredadera que trepa entre peñascos grises y troncos marrones al cielo soleado y azul.
"¿Qué es eso?", preguntaba él a su vez, ignorando en ella su falta de premeditación artística.
¡Qué iba a ser! ¿No era capaz de verlo? ¿No veía que rondaba entre los pinos? Un carbonero garrapinos.
"¿Y eso otro?", volvía él a preguntar.
Aletea sobre matorrales. Una curruca cabecinegra.
Callaba Brell: "Es altanera cuando sabe", se decía en su interior imaginando sus mil rostros, la carne que arropaba su voz, el color infinito de los ojos, el sexo de tierra imposible y oculto.
Un sol de cobre rompía el aire de la tarde, muriendo ya. En esos momentos Brell olía el monte en su plenitud fundamental, toda la densidad de la piedra, la tierra y la madera. Y le llegaba el olor de ella envuelto de una fragancia sencilla y neta, como de planta, de raíz y de agua. Le llegaba el olor de su cuerpo de veras, y se estremecía de temor, de desorden. Tenía que ser ella quien decidiera a la despedida urgente.
Agazapada en la noche, le conminaba a irse: él es el esclavo de sus invenciones, y aún tardará en revocarlas... Brell abandonaba entonces el asiento de tierra. Se marchaba sin volverse. Bajaba la montaña, alcanzaba el llano donde estaban el movimiento, el trabajo y las voces de gentes quizás no como él.
En la negrura azul del cielo nocturno un aire suave arrastra grandes y rasgadas nubes pálidas de un insólito resplandor. Ahora le extraña el dorado de antes, los ocres y amarillos de fuego que se alzaban a lo alto como las plantas, rodeándolos a ellos dos de misterio y callada emoción.
Desciende del aire del monte. Tiene la boca como llena de llagas, y hubiera querido besos.
¿Mañana se encontrarán de nuevo?
Nadie se desembaraza a sabiendas del simulacro que anima su vida, de una ocurrencia aunque insensata que alienta el ánimo de fe o lo ilumina de dicha. Trotar la vida subido a lomos de un potro desbocado y benéfico que recorriese los trechos de la realidad tiñendo de magia la parva cotidiana de los días pobres, la tristeza de unas jornadas humillantes.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Una academia (32)

Embebido en el fuego, pero se ilusiona, habita lejos de ese rincón de viejos. Más lejos todavía: del pasado vencido. Ha llevado hasta ahí, como una estela tras él, las risas de ella, la voz del escondite de ella, su rima feliz con el monte. Ya es demasiado real esa mujer, y ya es demasiado tarde para todo lo que le aparte de ella y del paisaje que la exalta. Sólo eso ha de dejarle entretenido hasta la muerte: piensa angustiado una tarde aburrida de invierno, sumido en la penumbra, hambriento y helado de frío, que habría adorado a Silvia Jara, o amado de verdad al menos a ella o a quien fuese, piensa una mañana cristalina y fresca de mayo, una mañana de mil colores, que, efectivamente, que ésa es la verdad más triste, que un corazón solitario no es un corazón, piensa en la noche de verano fragante de jazmín que nunca como desamor, nunca como el afán, jamás sólo como el deseo, que amargos son los días de la vida viviendo sólo una larga espera a fuerza de recuerdos, piensa que el cielo no era el nombre, sino el cielo.
El fuego se ha avivado solo, y oscilan las llamas fulgurantes calentando la piel de su rostro enrojecido. El viejo Beyle ha prorrumpido en una agónica ronquera, y una de las viejas tiene los ojos abiertos, pero no le mira a él, no mira a nada, tiene los ojos ciegos, en blanco, está dormida o muerta junto a la lumbre, inmersa en un silencio que sólo turba de cuando en cuando el aire silbante y frío que acecha más allá de los postigos.
El Brell bueno y malévolo a medias, como todo el mundo, se ríe por dentro al ver la ristra de sartenes con el culo renegrido colgadas por el agujero del asa en la pared encalada, sobre las pilas del fregadero. Están dispuestas en una patética delicadeza: las cuatro de mayor a menor.
¿Y si se levanta, se acerca al balcón, abre las ventanas y deja irrumpir en la estancia el viento helado y furioso de afuera, que pugna por entrar golpeando los batientes del marco? Se apagaría el fuego, "ruge el monte", diría ante el unánime espanto de todas las caras arrugadas vueltas a él. Mira a la vieja Beyle, el perfil diagonal y mínimo caído en la inopia, y le enternece también la pobre coquetería del moño bien recogido detrás de la nuca limpia y escuálida. Los otros viejos y viejas están como acuchillados en el fondo, inmóviles, delineados a brochazos difusos. También hay alguno con los ojos abiertos, pero no habla, y si escucha algo es la quietud de las cosas, el aire de la tierra, el leve rumor del fuego.
En un silencio conmovido de falsas piedades o en una incuria de espíritu que le viene de muy lejos se halla Brell: ahora se da cuenta que uno de los grifos gotea monótono. La gota, gruesa y sonora, cae sobre el agua turbia de gorgoritas apilada en un balde, y parece medir los siglos, definir no sólo el tiempo y su brevedad o su largura, sino su misma esencia sólida de cosa veraz, la entidad material de su cósmica e inconcebible cronología. Un diapasón regular y como de otro espacio y de otro orden que registra un destino extraño del futuro y del presente y de otros pasados que en ese lugar para nada sirven, como lapsus amarillo... como... (las espigas muertas en el jarrón, las vigas amarillas, el amarillo de la carne, la pared amarilla, la cama del sueño amarillo, el sudario amarillo, la tierra amarilla, el cielo amarillo, la cara amarilla del muerto, la gota amarilla y podrida del ojo del muerto), o una pausa eterna esa gota.

lunes, 7 de febrero de 2011

Una academia (31)

[Aún en L. Habla Brell, ahora ante una acuarela de Blake que nos llamó la atención: "Lo más enriquecedor ha sido siempre lo erróneo, la equivocación. ¿No somos todos producto de un error, una mala copia desbaratada por una prisa insensata de algo que se movía y no sabía para qué? No existe el dibujo perfecto, ni la forma correcta, ni... ¡Qué imbecilidad! ¿Qué vamos a hacerle, si no es así?"] Verdaderamente, recelaba Brell cada vez más de sus reflexiones, que ignoraba adónde iban a llevarle. Se refugiaba en la duda, que es un excelente aposento para librarse del ridículo y la jactancia. Toda la caterva de sus razonamientos, incluso los elementos más nobles implícitos en ellos, terminaban diluyéndose en la interrogación más desesperanzada: "¿Y todo esto para qué?"
Por supuesto que la figura del mundo era un rompecabezas un poco más embolicado cada amanecer; pero también por supuesto que las cosas siempre eran las mismas aunque el dibujo no fuese correspondiente al de ayer. Se modificaban las formas de la tierra inevitablemente, siglo a siglo, alejándose más y más del paradigma original, pero si el mundo, inopinadamente, comenzara a replegarse al principio... ¿Estaría allí el modelo primero de todo, el dios canónico y único, la forma de las formas, un espíritu inaugural que inspirase decididamente imágenes categóricas, totalizadoras, allí donde imperara el pensamiento más lúcido o el más atroz, el final o el comienzo de todo...?
Si así no fuera, y no es, ¿de qué nos sirven los modelos? Mejor dibuja el alma, un alma, la tuya.