lunes, 30 de mayo de 2011

Una academia (56)

Locura o no, lo que él había sido sin ganas cada uno de los días de su vida iba a disolverse como si nada en el presente: ha llegado hasta ella, ha llegado al final. En todo caso, una extraña cordura. Una diferencia.
Silvia Jara no va a confundirse con los colores de la tierra y el cielo, a convertirse en el aire que huye y se desliza entre las hojas, y sube montañas y desciende valles, y se bate en los postigos de las ventanas o aúlla por las chimeneas, y se pierde. Ahora que ha sido alumbrada...
No va a pintar él más gris. Eso no...
... No sé, tal vez si me dejara llevar, arriesgar más, a librarme de la realidad y hacer con el color como una especie de música de tonos... Pero, ya ves, quiero demasiado la verdad, y el buscar hacer lo verdadero. En definitiva, debo seguir siendo lo que soy... Este otro hombre, pequeño Brell, asimismo sin nada, no quiere el símbolo. Su mundo es lo que es. Una mañana de febrero, fría y de luz que hería, llegó a los corrales, asustó a las cabras, vio los cuadros.
Allí arriba, aquello no servía de nada: todos los colores y las líneas, las formas exaltadas empalidecían sin la universal censura de genialidad o inepcia. Valía más una piedra, un puñado de tierra, una rama que todo aquel conjunto de cuadros de meros hallazgos visuales. Sólo habrían adquirido su verdadero sentido rescatándolos de ese lugar real de tierras firmes y cielos cambiantes y prodigiosos, inalcanzables. Llevarlos donde se admira lo admirable. Devolvérselos a quien los supo pintar hace cien años.
Aquí todo es tan sólo natural: reniega de ficciones. Cultura sólo es aquello que la naturaleza no ha podido crear por sí sola... Aquí el tema basta para arruinar del todo la imaginación. ¿Para qué remedar la tierra, la luz..?.
Cavila el diablo, mira, dice...
Miraba los intensos colores, las formas y contornos como copias sumarísimas de una naturaleza que se bastaba a sí misma para admirar a su contemplador, miraba las franjas de tierras, los soles, el árbol, el aire, las piedras y la hierba y eran sólo líneas y trazos, rayones arbitrarios frente a las cosas de la tierra. La luz cegadora de ese momento se hermanaba con la otra luz en el cuadro, la hacía fulgente, hacía brillar los colores, la llama del sol sobre la pintura reseca dañaba los ojos, los hería de realidad. La rica textura y el surco de la espátula, la pincelada y el extraño dibujo postulaban más que otra cosa una visión extraordinaria, mas sólo pertenecía al... ¡propio artista!
“Qué maravilloso truco de feria... Pobre magia la del arte grande y moderno...”
El aire de la sierra, la verdadera luz del sol apagaba toda imitación.
Dejó el cuadro a un lado.
Salió afuera. Vio las hojas verdes mecidas por el viento, con las manos tocó el tronco rugoso y viejo, gris, del árbol hundido en la tierra, tierra que toca, a punto está de llevársela a la boca...
Ya no pensaría más en todo esto. Tampoco Silvia Jara. Los cuadros (poco a poco fueron destruyéndose por las inclemencias del tiempo, el paso de los años, roturas, el fuego..., acabaron siendo objeto de cualquier destino práctico) quedarían entre trastos y antiguos aperos de labranza en un rincón de la masía, o sepultados en el mal olor y la húmeda penumbra de los corrales de cabras. Nunca los vio nadie, como no fuera... y muy al sesgo, pasados los años. Nadie supo nada de ellos: un juego entretenido. (Brell a Silvia, muchos años después: “Una mirada al sol.”)
Nadie supo nunca nada de nada. Saber ¿el qué?
Se rebela uno contra la existencia. Se mata. O, sencillamente, se convierte en algo mejor, o se crea a sí mismo, o crea el mundo. Sólo lo real es posible.
Aunque existen los sueños magníficos.
Ya vencida la primavera, se sustraería definitivamente del capricho idiota.
Se distrajo en cosas importantes.
Palpitante la carne, la sangre que quema la piel, la voz queda de una forma de mujer que desprecia los colores del sueño y se torna rotunda de luz: engendrada Silvia Jara.
La deseaba como si una fuerza mala le condujera al olvido o a la muerte, le alejara de lo que había sido y de todos sus retos poderosos e inútiles.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Una academia (55)

“Señorita, ¿conoce usted a Vincent van Gogh...?”
“No, en absoluto. Jamás he oído una palabra acerca de él...”
“Es raro...”
[Forma parte de la cultura universal más básica... ¡incluso de la televisiva!]
Las cartas estaban marcadas, sin embargo...
“Una vez, he visto la gran emoción que le invadía mientras pintaba...”, se dice. “Y los colores eran los exactos, no idénticos, no; tampoco podría decirse que análogos... Genuinos sí eran, refrendan una honestidad...”
“Otra vez observamos el cielo. Le dije, mira: el cielo es una vasta gama de grises, de algunos grises azules también, y un alargado borrón oscuro por el lado del Sur...”
Un día tomó como modelo un jarrón de flores secas.
Una cerámica patinada por el clima de todas las estaciones, un barro tan duro como el tiempo. Brell pensó que sería bello adornar la vasija con flores vivas, o ramas de árbol, o tallos, antes de pintarla.
Ella eligió rosas blancas para ataviar el modelo.
El se las llevó.
Ahora la naturaleza se alza frente el espejismo. Las manos encenagadas de Silvia Jara modelan una materia fluida y espesa, invoca a la tierra y desecha el artilugio de la ilusión en el plano: la pasta de color es tan rica que se diría que ha crecido hacia arriba, que recrea el surco del campo, la piedra y la planta, que se ha hecho de verdad.
Unos días después, B. descubrió el cuadro dentro de los corrales.
La masa de rosas desbordaba el recipiente. Eran flores muertas, pero ella no las conservó en la pintura lánguidas y como postradas en un ángulo romántico. Las flores se exponían vivas, frescas, más rosas que en el rosal bajo la lluvia y el aire cálido de la primavera.
La pintura revelaba a la artista, la exponía de tal forma a la luz que lo que representaba la imagen sólo era una simple licencia que burlaba chocantemente su propio significado.
Aunque Silvia Jara ya sentía una rara zozobra al pintar. Ya no quería hacerlo. Incluso la asustaba. Llevaba aposta la mirada a lo más convulso del paisaje, al desgaire de la línea, a la roca informe, cerraba horizontes y hacía de los cielos una metáfora sensorial. Ya no quería pintar. Con la maniobra y artería de sus consejos el otro había invalidado una distracción. Lo que sobrevenía ahora era una peripecia que terminaba conmoviendo un estado tranquilo y... elemental. Ahora quería dar un paso atrás: volver adonde estaba lo concreto, emocionarse por las cosas de siempre.
(Tiene la vida por delante, y la desea sin raras complicaciones, sin pintura, se dice B. ¿No basta con el plácido desfile de los días, vivir las horas con llaneza, el hambre saciada, el sexo tan despierto, el cuerpo protegido del frío y el calor, la sed colmada, la soledad a veces querida y a veces no, la tierra tan enorme...?)
¿Ella...? Le quería a él: éso eran los días y las noches, el sol del mediodía, el tiempo coronándose de felicidades, esperanzas y pequeñas calamidades hasta la muerte que era una cosa lejana, silenciosa y hasta inofensiva, completamente fascinante cuando todo a tu alrededor parece una sucia misión. Con él los días cambiaban la faz del mundo y las cosas, la mañana y la tarde tornaban radiantes los colores que sembraban la tierra. El aire era de metal, refrescaba o hacía arder la sangre. Todo se repetía y todo era otra cosa. Era una novedad el sol, el cristal del amanecer, la sombra del ocaso, la noche como un mar de misterio.
El invierno apagaba la tierra y ensombrecía el cielo antes de hora, lo cubría todo de un negro y helado silencio. Sí, el verano la rescataría pero... ¿cómo evitar la desdicha mientras tanto? Ella estaba sola en el monte y sola entre todo: éste brota de un sueño imaginado sin dormir y me hace a mí personaje de su ficción, y ahora quiere librarse (no pensó ella esto). El miedo sobrecogedor que él sentía le hacía hablar en voz alta entre paredes cerradas y libros sin abrir. Se inventaba él: “Ella es de verdad, de verdad...”
Su última carta parecía escrita por un enajenado.
T.B. omitió cualquier comentario ante la confidencia final de B. En realidad, antes de olvidarlo, o perderlo, ambos pensamos que estaba loco. Tan inesperado como fácil es llegar a eso.

jueves, 19 de mayo de 2011

Una academia (54)

La verdad podía herirle hasta matarle. Siguió allí durante horas y horas, y era como un malestar creciente del alma, como si el profundo decaimiento no fuese cosa del cuerpo. No sentía hambre ni sed... Estuvo sin moverse, afligido y derrotado, mientras la amargura le reducía hasta la resignación. Cuando a la caída de la tarde volvía ella entre tintineos y sombras alargadas subiendo una quebrada, gritó ya consolado, con alivio, a voces destempladas le advertía que estaba allí, que ya le esperaba, que acababa de llegar. Y se volvía de espaldas. Y cerraba los ojos, por si acaso. Y así estaba más a gusto.
Fue esa tarde un diálogo temeroso y trastocado desde el principio hasta que de nuevo la noche lo empujó abajo hacia la espera del día siguiente, sin que en ningún momento lograra reparar el efecto pernicioso de la osadía malograda: ahí se quedó a espaldas de ella bien escondida, mudo, sin saber la otra qué decir ante el silencio precavido y obstinado de él. Pagó caro la ocurrencia.
Ya en el desvelo nocturno, tumbado en la cama, todo se le antojaba a B. un asunto de locos... No, se decía convencido, lo mejor por acontecerle en ese futuro que se desgranaba poco a poco cada mañana aparecería ante él cuando abriera los ojos al amanecer, de nuevo, otra vez... Y, así, le llegaba el sueño.
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Sueña B. que ya está ella en el lugar debido, donde no es mala la exaltación. La razón, a modo de contrapunto, corrige una sabiduría natural. Se acrisola la conciencia, libre y espontánea, allí donde todo lo que la tierra refleja es diáfano, rotundo, distinto, bello o feo... No es una realidad lamida, retocada, falaz, de efectos ilusorios, una estampa de pompier, trompe-l’oeil... No hay engaño bajo la potente claridad (la luz hace la pintura, el ojo...).
Mirar al sol cara a cara, sin temor pero sin aspavientos. La violencia que sufre la mirada conmueve las vetustas reglas de un comedimiento pusilánime. ¿No ha de alumbrar una epifanía inesperada?:
Ha entendido que la pintura es un arte de ofrendas, sinceras a ser posible. Ante la audiencia del monte callado (sólo el canto de la cigarra, el crujido de la rama seca, el piar de un pájaro o el fluir del agua entre piedras y remansos, el viento entre las hojas), surge una especie de lenguaje hecho de ancestrales festividades. Requiere la mano, el seso, los ojos: la fe de un alquimista febril que creyera en el tiempo fraguado hacia atrás, hasta el primer pensamiento del primer ser humano. Haced pintura de esa naturaleza con manos de gigante...
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Vio una vez en el bastidor la tela a punto de ser pintada: la había empastado con blanco de albayalde, trazando, como un escultor, relieves en la textura, enriqueciéndola de verdadera tierra antes que fuera en el plano otra tierra simulada merced al color, robándole descaradamente sustancia a la naturaleza y convirtiéndola en materia de ficción, y luego, en un punto aquí, en otro allá, un amarillo cierto, un verde de calidad distinguida, una imagen que desmiente los lindes de la magia del arte de la representación.
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Quien pinta ya ha llegado a ser el cuadro.
Coge con sus manos un puñado de tierra, mezcla la turba con los grumos de color, la fija con la espátula en la tela (que es otra realidad), sus manos quedan enraizadas para siempre en la única verdad del cuadro auténtico, que huele a tierra y humus, a raíz y planta, y también a esa cosa tan viva y tan rica, intrigante: a óleo y trementina, al olor sutil del lienzo.
[Brell (otro) de nuevo. Surgido ya de la niebla...]
En ese punto comprende Brell que ya todo está: Jara no puede traspasar más allá del cuadro. No sabe lo que hay después. Ninguna aflicción (que ella es la más despreocupada de todas las criaturas que B. podía concebir) puede conducirla a una desesperación fatal.
El talento es ajeno al acto desesperado. El talento es feliz: delibera, se rebela, no se engaña. A veces, el desconcierto nubla la comprensión y la paz del artista: frecuenta regiones llena de imprevistos, él se lo ha buscado, así que ha de saber organizar la mirada, y si va más allá...
Si Jara/V.G diera un paso más adelante se extinguiría la luz (trabajar con la puerta cerrada, cegado el sol...), rendiría culto a la forma, a una apariencia de creación ensimismada, su pensar sería paradójico, barroco, se abstraería en metafísicas. Su transgresión no ha alcanzado el límite de lo irreparable o el arrepentimiento. Artista maravillado o sobrecogido por la emoción que inyecta una mirada curiosa, sencilla y sabia. Y ella (y aquél), que está tan lejos de cualquier camaranchón intelectualoide...
Pero, dice éste...: “El color es más real en el cuadro que en la naturaleza, recobra un vigor extraordinario en la tela impoluta, lo puebla de todos los matices y rarezas que aquélla, madre tierra, podría proporcionarle. Más verdadero ese conocimiento, menos disfrazado de interés que la mirada fugaz sobre las cosas. La potestad del modelo, la exigencia de su tema, más aleja de los reglados y obligaciones del arte que la mismísima invención aunque fuera extravagante...”
Nace el símbolo de una forma y de un color. La pintura, ¿no ha de ser el medio de ese desvelo...? Por un momento, único, sostiene la creación.
La ilusión se ha agotado.
Ha llegado finalmente hasta ella misma (ella: tangible) en un camino labrado de insensateces y escaso (o mucho, o nada) talento que el otro fullero supo aprovechar.

domingo, 15 de mayo de 2011

Una academia (53)

Qué será lo de delante? ¿Qué debe esperar éste, V.v.G., cualquier otro, cualquiera ya sin embelesos? En esos momentos no querría marchar nunca de esa casa de viejos y fuego agonizantes, con rincones y esperas en trucos con la muerte. Mañana sabe lo quiere: saltar del lecho con la primera luz, sentir el agua fría y el olor de la tierra renacida. Después sólo sabe que no quiere abandonar jamás ese lugar entre montañas cubiertas de árboles que le susurran al paso un habla tranquila y distinta cada vez. Luego (unos años antes, unos años después) querría estar muerto, muerto del todo sin pena, ni pesar ni dolor, sin nada, olvidado y sin tumba, sin huellas, borrado para siempre de cualquier buena o mala memoria.
¿Y Silvia Jara? Mucho tiempo no faltaba para que comprendiese que de ella y sus cualidades, de “ello”, de “aquellas causalidades”, podía haber nacido la pintura moderna de hacía cien años, el símbolo de una forma nueva de expresar los sentimientos por medio de la naturaleza y su correspondencia en el cuadro.
B. (abismado en el otoño) recrea esos días negros de invierno, o azules y fríos, como si, cerrados los ojos, le fuese posible mirar el caos del tiempo (la misma vertiginosa espiral de fragmentos discontinuos que pueblan los sueños más agitados). Está en esos días como si viviera dentro de cien años o descansara al final después de haber vivido cien años. El, ahora, ya es un inútil en su época de profusas culturas y plurales galimatías... Qué desengañado... ¡Qué dispendio su sangre!
Pues ¿no se engañaba siempre, cada día, al despertar?: está uno en el tiempo, un sucio júbilo de soles y noches, de mañanas alborotadas y desmayadas tardes, en un silencio siempre que parece suspendido en la tristeza...
¿Cómo no saber inmerso en esa penumbra hiriente de luz densa, eléctrica y triste, amarilla y roja a veces del fuego, que el final está ahí mismo, que todo estaba ahí mismo, hasta el mismo principio?
Desaparecerá Montes, sus casas y sus muertos bajo las aguas malolientes y estancadas de un falso lago miserable, morirá Beyle, la ausencia de las viejas ni va a notarse, un recuerdo lejano en la memoria colectiva, sin dejar más vestigio que una descendencia dispersa, ellas que fueron duras como la roca, dando hijos anónimos a la tierra y a la época como tremendos apéndices de ellas mismas, y luego quebradas por el sol y el agua, el viento y la nieve, el trabajo y los días y silenciadas al remate por una muerte desganada, fría e indiferente, diabólicamente larga. ¿Sabe B. acaso el lugar suyo o el del mundo? Se aposentan las cosas en el tiempo, hasta la propia tierra. El vértigo disfrazador de los afanes y las ilusiones oculta que todo se cifra en la suma de soles y lunas que constituye la vida de cualquiera. No existe otro relación con la naturaleza, espejo de la imaginación, que una actitud sumisa, hasta plebeya.
B., callado y contemplativo, ahí después de todo, bajo la mínima luz que arroja la bombilla desnuda y sórdida, en el umbral de otro invierno, entre fuegos apagados y viejos moribundos y resignados a un final sin dioses ni resurrección de muertos. B. cree en muy poco; vive como en un doble fondo. El es lo que imagina en su mundo real o ideal. Lo sabe sintiendo cerca el aire blanco y cosificado del estertor del viejo de al lado. (Le roza la manía, el pensamiento latoso del solitario o del loco que puede ser el suyo un día maldito.)
Silvia Jara, que es de la tierra, nace de la forma espontánea como nace la planta. B. sólo engendra curiosas expectativas de nada. No puede modelar el aire (ya le cansan los sueños), ni concebir un nuevo color, no puede pintar porque su alma es más importante, más grande o más pequeña que lo que pueda expresar por la pintura, un arte que requiere pasión y equilibrio y fe, pero también orgullo. Querría aferrarse más y más a la realidad, zafarse del ensueño. En esa atmósfera grávida de humo, de agonía y olor rancio se cree ya humilde. Ha aprendido a ver una forma sencilla, un color simple. El ocre, por ejemplo. ¿Para qué más?
Pero... ¿no había querido él un día desbaratar el tinglado? Todavía en el verano, mucho antes de ahora, fue a descubrirla. Verla definitiva, sin veladuras.
Abandonó la casa y el pueblo antes del alba. Subió a la montaña con las estrellas en el cielo. La luz de una luna inmensa y desfalleciente iluminaba los caminos. Cuando alcanzó la cumbre se escondió entre piedras y matas húmedas de rocío. Sabía de sobra a qué hora venía ella a abrir los corrales...
Amanecía. Lentamente se alzaba el sol entre un resplandor rojo y verde, por la parte del mar, lejos de allí... La descubrió acercándose a paso ligero (una figura... borrosa, paulatinamente se define) desde la senda del Sur. Sintió un vacío por dentro, como si poco a poco fuese ahuecándose, quedándose sin nada. ¡Iba a quedarse sin nada! De un momento a otro, la tendría delante, de carne y hueso. Le venció el temor: a punto de desprenderse la cara de ella de nieblas y suposiciones cerró los ojos, hundió el rostro contraído por la angustia en la hierba alta y fresca de la primera hora de la mañana. Permaneció inmóvil hasta que ella desapareció por completo confundida entre el rebaño y los árboles de las laderas próximas, adentrándose en los pinares que conducían a los llanos verdes por el pasto . Sólo entonces levantó los párpados y cesó su agitación...

martes, 10 de mayo de 2011

Una academia (52)

En el invierno...
Se trunca la visión: encerrada en interiores, dibuja mal entre los hermanos y los padres. Se asoma: un poco de tierra, un poco de hierba, un poco de cielo azul, adentro el color de la vieja silla envuelta del aire sucio y espeso del hogar, afuera la colina pelada que mira al Este. Se ha estrechado la mirada, todo ahora son supuestos adquiridos que no puede contrastar. Siente que vive como prisionera en un cielo de nubes monstruosas y una noche fría y muy larga.
Se retrató a sí misma. Se pintaba a sí misma... ¡y no se gustaba! Se veía mejor en el paisaje y los colores que aquél le imponía. En la recia casa de piedras envejecidas, grises y ocres, negras, aislada en una sierra que es un plano casi magistral azotado por el viento, se figuraba a B. pasando sus noches entre viejos junto al fuego, como si él mismo fuese un viejo. Cuando se encontraban en la montaña, lo imaginaba más cerca de ella, ya con ella. Un día tendría que ser así. No puede explicarse cómo B. soporta un retiro tan pobre y desnudo ahora, en los días de ahora, cuando... Ya habría tiempo de sobra para ser viejo en la vida... solo, o con otros viejos, con ella, que sería al pasar de los años vieja también.
Intuía las escenas de un B. ajeno al monte, y lo simplificaba en actos elementales. Intentó dibujarlo de memoria. Siempre le resultaba difícil recordar sus rasgos, y la vaguedad que resultaba de ello en el papel la asustaba. ¿Pues que no será real? Este se desvanece como el humo, o es como el aire, nada. El jamás le había visto la cara a ella; ella, a él, algunas veces, siempre de lejos..., pero ahora no se le representaba bien. Hastiada de su eterna veladura, lo que hizo de veras fue retrarse ella misma mientras plasmaba en la tela cualquier cosa. [“Seguramente el retrato se parece al retratado, y seguramente también al artista.” Cit. hallada (y tomada) en el trab. de L.A.B., hacia el 84..., texto para su Ts., urgente, hasta precipitado...]
Sin advertirlo ella en ningún momento, el modelo innecesario de “lo otro” devenía creación plástica autonomizada por sus propios valores pictóricos intrínsecos, pues la referencia (B., ella, el paisaje) era una mera excusa de probabilidades infinitas. [Estimulantes atropellos: uno, de la cuadra Brulard, ya prestigioso -anda por estas fechas, 10/2005, de la mano de F.R., vendiendo mucho, en París y Berna, muy ensalzado...-, me ha pintado el ojo rojo (y se ha comido el otro), mi cara se ha roto como el cristal en mil pedazos amarillos y negros..., de mi boca ha hecho un rayón, ¡oh, finalmente ha desaparecido mi nariz!] El tema propiciaba el acto creador, pero en una manifestación gozosamente rebelde, con una libertad anarquizante y hasta nihilista: el modelo, el paisaje, el ser humano en la pintura eran la excusa fundamental para inmiscuirse a las bravas (pero con la fiesta en paz) en un mundo sin dioses que celebrar. Obligada por el invierno, esa relación con la pintura, aún de caballete, le invitaba a explorar todo lo gran desconocido.
B. no tardó en calibrar de excelente el grado de evolución de esas nuevas pinturas de interior.
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Los cuadros iban amontonándose en el corral como un suceso extraño. Surgían de una fuente original de inspiración inagotable. (¿Cómo iba a protestar aquel antiguo pintor hambriento, maldito y suicida?
La conclusión estaba próxima.
[Hubo un cuadro en especial: “Las viñas rojas”... le dio un toque muy femenino, era lúdica la pintura... Podría fascinar si unos ojos inteligentes de mujer...]
La insistencia estaba de más.

B. no deseaba apurar hasta límites desconocidos la farsa. La pesadumbre que le infundía el invierno cercenaba sus precarias ilusiones. Se postraba en un estado lamentable de inanición. Parecía resignado a cualquier miseria. Sepultado entre mantas viejas, tendido sobre los travesaños podridos de la cama que rozaba el suelo frío y húmedo... y más de una rata rondando entre los pies.
“Sin dinero, con muchos años ya. Creando espectros... Debe estar todo perdido.”
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La mirada de B., libre de la mental digresión, vuelve en sí del ensueño, recobra el brillo al comprobar que el fuego se ha consumido por completo. Rebulle en la silla pequeña, estira las piernas entumecidas. Mira en derredor los mustios colores que desvela la luz eléctrica. No es tarde, aún no es medianoche. Los viejos siguen dormitando. Observa el rostro de piedra de Beyle, con el torso inclinado casi del todo hacia el regazo, vencido y ladeado sobre un hombro el frágil cuello, con la colilla apagada pendida en los labios secos e inermes, la boina polvorienta, el... Una ráfaga de aire frío penetra desde algún sitio, le hace estremecer. “Debo marcharme”, se dice amodorrado. “Despertar a estos viejos, dejarlo todo en el buen orden hasta mañana. Acabar sin alma en la cama. Dormirlo todo, esperar la gracia bendita de no despertar jamas hasta que todo sea diferente a lo de ahora...”