martes, 27 de septiembre de 2011

HESSE 7 (Ensayos para un estilo)

Respecto a mí. Soy Clov. ¿Dónde nos metemos?
¿Qué tal en un cuadro?
No es demasiado original. Estoy segura de que otros lo habrán imaginado igualmente.
Lo que importa es lo que hagamos nosotros. Estamos en cuadro.
De acuerdo. ¿Qué cuadro?
Me parece que uno de Pollock.
¿Por qué no Albers, o Picasso?
¿Qué me dices de Balthus?
Mejor Klee.
Entonces nos quedamos en los contenedores de basura: el mundo se ha venido abajo, las aguas todo lo cubren, los cielos se han teñido de negro en pleno mediodía, ha cesado la voz, las miradas han muerto…

Pollock: enérgico anda alrededor de un lienzo en el suelo:
-¿Sabes? Es posible, viendo la pintura, comprobando donde soltaba los chorros de pintura, dibujar la excursión en torno al cuadro, sus idas y venidas por el espacio del sucio garaje de Springs. Las sendas metafísicas, el estupor de la borrachera, la intuición prodigiosa, el tropezón del torpe, el genio de la nueva estética.

El viaje a Amsterdam: el tren de los niños a Treblinka, a Bergen-Belse, Auschwitz… (ay, no el Tren de la Bruja y la escoba de los domingos soleados en la Feria de las Navidades, en la alameda inocente, al otro lado del río).
En todas las épocas, todo niño cree que el mundo le reserva algo bueno y hermoso, sin embargo éstos, camino del gas de cianuro, ya ven el infierno que se esconde tras la negrura de la noche, no les engañan, y les domina el terror mientras se mean encima cogidos de la mano sin dejar de andar, sin dejar de andar…

Fugitiva ella (del infierno). Pero recuerda que sólo unas décadas atrás has atravesado Ellis Island. Siempre, alguien, franquea el paso a alguien en esta vida de cancerberos: dinero, mano de obra, ganado.

Enclave judeo-alemán en Washington Heights. Esta chica lista ni siquiera se pelea con las compañeras del Pratt Institute. Va a lo suyo, con los libros bien sujetos contra el pecho y la mirada decidida adelante, sin fijarse en los sementales de granos y tupé. No es rica, funciona con becas, llega hasta Yale. Donde llegaría si no…
Ella, a lo suyo.

Josef Albers. Yale. Escuela de Artes Visuales. El color. Y el viejo alemán discursea sobre razones cromáticas. Los tiene como conejillos de indias, el teórico. Escribe libros. “Compradlos”, dice. “Aprended de ahí”. No se aprende a pintar en los libros. De ahí tanto fracasado en el siglo XX, cuando la teoría era la sangre negra que circulaba por las venas.

Quiere vestirse. Diseña. Crea un mundo un poco mejor hecho. Vamos a decirlo de ese modo.
He aquí un traje de papel. De lejos parece de seda, unas gasas de colores pastel…
Se ha creado un personaje. Era lo que faltaba. Su yo. Podrá activarlo, manipularlo, maquillarlo, disfrazarlo… o dejarlo desnudo. Yo, la otra.
Oye, espejo…

Recién salida de la adolescencia: terapias psiquiátricas. ¿Cómo no iba a querer ser Catherine?
Todo parece una lucha.
Es una breve guerra.
Todo sucede tan aprisa, y todo es terminante, sin que pueda constituir el revés de las cosas:
“Madre, no soy culpable en absoluto de todo lo malo que ha ocurrido en mi vida. Ni un solo gesto, ni una sola mirada o pensamiento míos, ni una sola acción, han podido ser causantes de mi desgracia. He amado con pasión la vida, he amado de ella todo, hasta lo más pequeño y de escaso precio. No he merecido este final que no entiendo y al que me he resistido hasta el último aliento.”

jueves, 22 de septiembre de 2011

HESSE 6 (Ensayos para un estilo)

Fairy Tales:
el libro, de tapas duras, hermoso, repleto de grandes ilustraciones azules, rosas, grises y amarillas, las siluetas negras de los mejores dibujantes de su época, y quizás de las de todas: Arthur Rackham, Nielsen, Kate Greenaway, los colores planos de Denslow, los ensueños cromáticos de Watter Crane y los animalarios de la Potter, la solitaria, la emilydickinson de Hill Top…: el mejor escondite para una imaginación infantil.
Mientras la bruja, antes de morir, ve rodar su propia cabeza junto al árbol maravilloso, los viandantes, bien abrigados, pasan delante de la cerillera a la que el frío y la nieve sumen para siempre en el sueño, cerca del negro callejón bordeado de cubos de basura donde disfrazada de buhonera la Dama de las Nieves se las ve y se las desea para arrancar del seno de los hombres los pensamientos y las fuerzas del espíritu.
Ah, pero a la ideología subyacente ahora se le añadía el veneno de la figuración: qué mundos, qué añoranza: desea con pasión vergonzante al soldado con espada, tan marcial, sueña como la pobre cerillera imágenes pretéritas, se rodea riendo por lo bajo de flores casquivanas, es la princesa delicada, admira a la cocinera glotona que calza zapatos con tacones rojos y trasiega inocente de culpas un buen trago de vino, un trago tras otro trago, y otro más, lo que la hacía valiente a la vez que ingeniosa. Sabed que los muertos no bailan: tienen cosas más importantes que hacer (Andersen dixit), y sobre la tumba de los pobres brota la atanasia, y, en fin, como ocurre con frecuencia en el mundo, los que poseen cabezas muy pequeñas son los más dichosos, y esto es suficiente como introducción.
Por lo demás, cálzate unos zapatos rojos y entérate de una vez que todos no podemos ser nobles y es preciso que cada uno haga su trabajo, y como suele decirse, aquel que lleve a cabo gestas increíbles se casará con la hija del rey y entrará en posesión de la mitad del reino.
Otrosí: el escarabajo tomó esposa y el primer día lo pasó muy bien; el segundo, mejor aún. Pero al tercer día tuvo que pensar en alimentar a la parienta, así que… se marchó volando en busca de unas herraduras de oro como las que llevaba en sus pezuñas el caballo del emperador.
Las palabras adquieren volumen, levitan, se transforman en figuras, objetos: paisajes y personajes danzan en una zarabanda inolvidable y gitana.
Cenicienta, Caperucita Roja, Blancanieves, La Bella Durmiente, Alicia, Eva Hesse: escribió (tan cuidadosa ella) en los márgenes del cuaderno escolar con tinta verde.
Y nunca tuvo ninguna duda acerca de quien de todas era ella: La Reina de las Hadas.
La Casa Encantada, La Fantasía, se desmoronan.
1970.
Suena el despertador. Como sabe que está viva, le repugna despertar. Se hallaba tan acogida en los brazos de las tinieblas, un lugar tan muelle, acomodaticio, a salvo de las aguas y de las palabras dichas en voz alta, de la brusquedad del día y de los otros. ¿Qué Reino era ése? El de los Sueños. Extiende la mano, pero con los ojos cerrados todavía. Nacen las sombras: temor al alba. El cuerpo ahora parece de madera, una materia rígida y dura, inflexible. ¿Qué podría hacerse con él? No modelarlo, este barro ya no sirve. Tal vez tallarlo con el mejor cincel, la más resistente bujarda... desbastarlo con la imaginación. El cuerpo que tanto nos traiciona al fin… Debe moverlo de sitio, accionarlo, obligarle a la ejecución de alguna de sus funciones fisiológicas. Contrólalo. Sé su dueña, aunque sea él quien va a matarte. Pídele agua. Ordénale que excrete. Pídele que se vuelva de costado, que estire las piernas, que expanda los pulmones, que salive la boca reseca, que deje quieto el corazón.
¿Es la hora testamentaria?
¿Qué hay del negro, el alónimo?
Ábrele tu corazón: que sea el quien invente.
¿Qué cuenta el Talmud en estos casos?
El recetario de los despropósitos confía demasiado en el sentido común y la bondad de los desconocidos.
¿Quieres ser inmaterial?
Érase una vez una pequeña judía que voló hasta el País de Nunca Jamás para convertirse en La Reina de las Hadas. Etcétera.
¿Qué se esconde en lo más profundo e invisible del cerebro? La nada. Ese grumo viscoso y blanquecino de obsolescencia programada es de una petulancia y miserabilidad manifiestas a despecho de su sofisticado mecanismo y enredosa geografía de causas, reacciones y efectos. En una, todo era una brutal aunque silenciosa reacción química, combinaciones físicas propias de autómatas a fin de cuentas, hombres y mujeres máquinas blandas que huelen, albergan fluidos, excretan, se pudren aún en vida y desaparecen.
Despiertas, te acciona un mero reflejo (si bien misterioso), todo es temible. Comienza el escrutinio de ti misma. No hace falta que
te palpes, te reconoces, te nombras, enseguida te has recuperado del benéfico letargo de las sombras y la luz, de aquella luz que tanto amabas como la buena artista que eras, y que ahora ya comparece amenazadora, revelando los decorados a punto de desmoronarse.
Y querrías no ser, desencadenar el pensamiento de la miserable y taimada adición de la carne, recrearse en los interiores paisajes de ti misma.
Sólo querrías dormir, adentrarte en el sopor de Rip vanWinkle: dejar que las cosas se arreglen o mueran solas. Ejecutor, el tiempo. Siempre lo es. No deja de serlo ni un solo segundo. Con sorna funcionarial, que él, El Gran Balduque, se encargue de marear gavetas aquí a cullá por las covachuelas y el oscuro negocio de los días.
La princesita está triste: el país de las hadas es contiguo al campo de concentración, y la bruma del bosque encantado se entremezcla con el gas de las cámaras de exterminio: yacer en el lecho perfumado bajo dosel del Príncipe Azul no se halla ni un centímetro más lejos del hediondo camastro lleno de piojos del kapo.
La vida… En efecto, es un cuento: sin final feliz. Te seré sincero, princesita, no es la imaginación la que le da las formas, dibuja sus trazas cochineras o la invade de felices regiones donde sus habitantes trabajan, aman, son dichosos y no se mueren nunca.
No, así. Todo es muy diferente con los humanos y las humanas cosas con fecha de caducidad, de obsolescencia programada.
Ya no existe el cuerpo, la materia que tanto te ha dado. Levitas por encima del detritus, de los trastos y herramientas oxidadas, de los malos olores del polímero. Vuelas, y a diferencia de mamá se trata de un vuelo eterno, incesante, ni siquiera el aire te roza, te mantienes en el espacio de las hadas, donde todo es etéreo, intangible, toda materia es un soplo de aire, música las voces, las miradas de oro, la dulce nieve de las alas de los ángeles.
¿De qué está hecha una hada?
De lo que todos.
Y a la ventura del… hado.
Campanilla cierra el libro.
De golpe. ¡Plaf!
Un polvillo dorado sale disparado de las hojas aplastadas por las tapa, se esparce en el aire espeso y púrpura de la tarde hasta desaparecer.
Se acabó la fiesta.

martes, 20 de septiembre de 2011

HESSE 5 (Ensayos para un estilo)

Alicia cumple 10 años.
Feliz cumpleaños, Eva.
Su padre, sin poder contener las lágrimas, entrega a la llorosa pequeña Hesse Alicia en el País de las Maravillas, una bonita edición ilustrada con tinta china de color y tapas de tela de azul de mar. Una obra de arte tipográfica.
El cuento había nacido el 4 de julio de 1862, una tarde de calor, perfumada por la vegetación exuberante que cubría la ribera del río estival. Tan distinta a este mediodía del viernes 11 de enero del 46, gris y frío, lluvioso, aterrador.
Su padre: llora por las hijas, por el mundo.
3 días atrás: su antes esposa, madre siempre de sus dos hijas, se suicida: a volar.
Tal vez en el 42 ó en el 43, si en la guerrera Germania hubiera seguido, habría sido rata en los campos de exterminio, y su muerte, tan cruel e injusta, fuera más sacra en la futura arqueología del recuerdo.
Al agujero.
Hizo la lista de los bichos que aparecen en el libro: conejo, ratón, lirón, gato…
En otro tiempo también fue una rata-niño. Una pequeña Evchen del 1 por 100 que infestaba el mapa de los arios bosques de Germania mangoneando de su savia.
El tío Mengele, el buen doctor de los niños aplicados y las niñas aseadas, aguarda tu llegada con una chocolatina en la mano: eres una excelente materia prima para sus felices experimentos, tu vaginilla infantil es un buen tesoro donde escarbar. Antes, un bonito corte de pelo, kilos de cabello infantil acrecientan una montaña en el suelo: una vez hilado sirve para la fabricación de calcetines de fieltro.
Una judía alemana de Hamburgo, una Reichsdeutsche, que se libraría del primero de los estigmas: la estrella de David de color amarillo cosida a la ropa. Atrás quedarían en algún mercadillo callejero los enseres domésticos en almoneda, las pruebas materiales del origen y los ancestros, que más tarde o más temprano acabarían asesinados en Minsk, Kaunas o Riga o en la misma Tierra del Señor de Auschwitz: se arrastraban cansados, pero ignorantes de su suerte, bajo las copas cargadas de flores que pueblan el arbolado camino hacia las duchas del mortífero gas.
Pero papá sabe lo que se hace desde hace años. Precisamente, tú ya naciste sin el pañal cagado de una bandera, justo el año que se promulga una ley (?) alemana que niega a los judíos nacidos entre sus fronteras la nacionalidad del reich milenario.
Sin patria: una hebrea, una paria salida del desierto (que es tierra de nadie) llegada desde Hamburgo y Lódz a un barracón de ladrillo rojo, a la Casita Roja o a la Casita Blanca, y de allí a la purificación por el fuego sin figurar ni siquiera en el Totenbuch.
Aunque en la desbandada no compartió la suerte de las otras doscientas mil ratas-niño exterminadas en Auschwitz y Bikernau, a las que ni siquiera se les dio la oportunidad de un tumor o un accidente de automóvil acechando en una esquina del destino inescrutable de después.
Tras el expolio de la casa amplia y lujosa, la relegación a un apartamento más pequeño en una zona delimitada para los impuros; después, la masificación de la colmena judía y, luego, las alcantarillas. De ahí, al crematorio. O al enterramiento prematuro: las descargas de las armas hacen caer al hoyo eterno a esos muertos en vida, de pie en el mismo borde de la zanja, que ni imploran misericordia. Mueren con la sumisión del animal manso y honrado. Son enterrados con premura. Al día siguiente, puede verse la tierra moviéndose. Todavía siguen con vida algunos de los sepultados, que malheridos rebullen en su agonía bajo la superficie que cubre el agujero negro y fatal.
Luego de la Kristallnacht, el patriarca levanta la tienda y huye con el rebaño temiendo lo peor, que siempre llega.
La Gran Alemania ya es judenfrei.
Deja atrás el resplandor rojizo de la sinagoga incendiada y se aleja de una curiosa piedad que, en breve, sustenta sus razones humanitarias de exterminio en la rapidez del gas frente a la tortura del hambre y la inanición.
Un mecanismo de gran efectividad que reúne a la vez la fábrica de matar y la pronta depuración de los cadáveres.
Ésta también es la cara oculta de la luna del ser humano y su atrabiliaria y remota condición: la deliberada y fría destrucción de sus compañeros de especie por una simple cuestión de matiz.
Aquella tierra de promisión entre dos ríos al suroeste de Polonia iba a ser el destino.
Mas hubo una pausa (sea, pues, artista, sentenció el oráculo).
Y de ella, naces tú, artistilla.
No engañabas a nadie, pequeña seta venenosa.
A pesar de su vistoso atavío, del color brillante y prometedor, el hongo que se oculta tras el disfraz es tóxico y letal. No habrá compasión para estas pequeñas arpías que, llegadas a la edad adulta, se transforman en prolíficas paridoras de monstruos con los rollos de la Torá bajo el brazo y la faltriquera escondida entre sus ropas de cuervo. Aplastad con la suela de la bota reluciente esas setas malditas y conspiradoras.
ARBEIT MACHT FREI
¡Nunca dejaste de hacerlo!
La mies es mucha. ¡Qué pocos los días!
Soñando. Por ello trabajaba.
Un vislumbre.
Una épica en la que ya no existían los héroes, sólo las víctimas, los victimarios, los castigos.
La ninfa convertida en álamo plateado.
A lo largo de su vida pensó que la impregnaba en todo momento lo mitológico. ¿Cómo podía ser de otra manera? Bien pronto todo empezó a ser extraordinario. Por las aceras, y lo reflejaban los cristales de las tiendas y las cafeterías, y también su mente lo proyectaba a cada instante delante de ella, allanando el camino, anduvo un mito –ella habla en pasado-; fue la protagonista ejemplar de unos hechos extraordinarios y misteriosos: la vida y la muerte, los hechos.
Aporía: tu arte nada representa.
Se representa muy bien a sí mismo: cuerda, madera, la química excrecencia.
Lo mutilas de cualquier comprensión. Se invalida en el preciso instante de su creación.
Su valor irá en aumento, pues has sido desgraciada, hasta trágica.

lunes, 19 de septiembre de 2011

HESSE 4 (Ensayos para un estilo)

“Soy una artista. Me siento distinta a los demás. Y quiero serlo.” Lo ha escrito en una carta a su padre. Los renglones bien rectos, la letra enérgica.
No hay vuelta atrás. Tiene 17 años. Sin embargo, al año siguiente inicia una serie de terapias psiquiátricas. Se veía venir: “Quizás el arte…”

-¿Qué puedes contarme de Pollock?
-Existen montones de anécdotas dramáticas e incluso trágicas, escabrosas, divertidas y hasta apócrifas respecto a él.
-Quizás, no. Era un alcohólico. Y eso da mucho juego para la fábula. Rompía cristales. Conducía despavorido, como huyendo de él mismo. Se inventaba a cada instante.
“Veamos eso”, dijo.
Pero aún tardarían muchos meses en enfrentarse a ello.
De acuerdo, tenía a Pollock metido en la sangre: “Yo era una chica Pollock. ¡Pero jamás me vestí como una chica Pollock!”
Muy bien: eras una chica pollock. Pero odiabas disfrazarte como ellas.
Hasta ahí podíamos llegar, hasta los modelos espantapájaros Beaton sobre el fondo-Pollock: vestir maniquíes vivas con los trapos pintarrajeados de modistos triviales inspirados en las obras del gañán de los cubos de acrílicos.

En Brooklyn, hacia el 44: el tren elevado en la 86. Imagina que se cruzaba con el niño de las estrellas, Sagan. Llegarían a verse. Coincidían, de adolescentes, en la biblioteca de la 85, buscando en las estanterías de libros infantiles lo que se encontraba en los estantes de los libros adultos. Eran dos iniciados. Pero no se conocían entre sí. Buenos vecinos, buenos niños. Buenos judíos que Dios arroja al mundo, dijo otro. Brooklyn, por entonces, era una enorme extensión de edificios no muy altos, la mayor parte de ladrillo, gris oscuro o rojizo, casi sin rascacielos, viejos barrios por donde el olor de los guisos recién cocinados se escapaba por las ventanas abiertas, calles anchas, divertidas, reconocibles, con el auténtico sabor a la América del melting pot y las doscientas lenguas y dialectos, hasta la luz y el color parecían europeos, los barrios entrañables y con identidad propia, calles que hablaban idiomas distintos: los viejos olores de los comistrajos ancestrales, ruidos y costumbres de la Europa secular, la palabra distinta, la risa universal.

1954: “Hábleme de usted”. Hay una luz tenue que a ella le dan ganas de reír porque le recuerda a su hermana y a ella cuando eran niñas y jugaban al escondite: siempre engañaba a la otra, y, a hurtadillas, desaparecía de verdad saliendo de casa y daba un par de vueltas a la manzana hasta que se cansaba, mientras su hermana en absoluta perplejidad la buscaba de habitación en habitación pensando que se había vuelto invisible de verdad.
El tipo, orondo, cabello liso bien peinado a raya, fuma en pipa y viste chaqueta de mezclilla con coderas y un pantalón oscuro. Debajo viste un suéter de cuello de cisne, negro. Es un tipo de esos, un tipo “máscara”.
Recién salida de la adolescencia, todos son complejos. Esta crisálida no acaba de cuajar. Está el acné, el menstruo, y esas rodillas de áspera piel (piedra pómez, querida, le aconseja su madrastra), los huesos prominentes…
Está la mamá que vuela con las faldas a la altura de la cintura enseñando las bragas.
Está papá, que no le quiere lo suficiente, y ello mortifica a la pequeña Evchen.
Le gusta pensar que es distinta a los demás, aunque no físicamente.
Desea vivir con todas las fuerzas de su alma, pero la vida le asusta con frecuencia.
“Soy distinta a los demás.”
Bueno, todos los demás son distintos a nosotros.
“¿Qué le hace creer eso?”.
No sabe contestar. El tipo da una larga chupada a la pipa. Casi le echa el humo a la cara. 1954: fumar es un arte, y fumar en pipa aún más, esa elegancia de los dedos asidos a la tibia cazoleta, el aroma a tabaco de indias, las blancas volutas del humo fragante. Hablamos de prestigio: estilográfica chapada en oro, los lentes de montura también dorada, el sello de piedra azul en la mano izquierda. Detrás del interrogador se alinean hileras de libros con lomeras en piel, tejuelos coloreados: verde esmeralda, rojo burdeos, blanco marfil, o hueso, negro y dorado. Imagina ella la letrería, las artísticas capitulares… Estantería de gruesa madera (¿nogal sin pulir?), sólida, con los libros perfectamente enfilados en el borde de los estantes. Hesse, con disimulo, intenta leer a hurtadillas algún título. Imposible a causa de la luz. Se retuerce las manos de futura artista, ahora de jovencita a quien le sudan las palmas de las manos delante de un indagador-instigador profesional.
“De acuerdo, sus padres se divorciaron, su padre se casó de nuevo, su madre se suicidó. Pero apenas la conocía. Tenía 10 años cuando murió. Usted, verdaderamente, quería más a su padre, su lado, digamos, intelectual. ¿No es así? No vaya a hacer un problema de la muerte de su madre. Esa fue una opción. Y le incumbía solamente a ella. Recuerde, el libre albedrío… El desarraigo, la pena de amor…”.
No sabe que contestar. Al final, harta de toda la pamplina, simplifica las cosas: “Tengo miedo”, dice.
El otro se le queda mirando estúpidamente. Cara de manual, no se mueve un ápice sentado en el sillón de cuero verde. La luz confortable, ambos entre cálidas penumbras, adueñada la estancia por los silencios intermitentes. El tiempo apresado en el reloj de arena es implacable. Cada sesión es un puñado de dólares que su padre paga religiosamente. Por mí como si no te espabilas nunca, niña.


-Tienes que contestar unas preguntas.
-¿De qué clase?
Se ha puesto en guardia.
-Nada importante.
-En ese caso me inventaré las respuestas.

Raymond Th. Yeats/E.:
Como fuere, una mañana Hesse, todavía en el Instituto Cooper, un adolescente nerviosa con las piernas al aire, entró en la librería propiedad de Raymond Th. Yeats. Preguntó por un libro “rarísimo”, diría el librero, de título inventado por alguno de sus compañeros, que le gastaba una broma pesada.
“Lo tendré en un par de días…”, contestó el librero.
Así que… nunca encontró el libro.
Hesse fue creciendo, de una manera inteligente, digamos; el otro, parecía detenido en el tiempo. Siempre parecía tener la misma edad, la misma mirada inteligente. Se hicieron amigos. Es buena cosa tener un librero de amigo, casi tanto como tener un libro. O mil, pensaría Evchen.

Joanna, después de la cena, en algún sitio del Village. Llama por teléfono.
“Vuelvo al hotel”, dice.
Ha equivocado el objetivo de una de las dos cámaras que siempre lleva encima.
“¿Es realmente preciso que lo hagas?”, le pregunto todavía con la copa en la mano, recién salido de la ducha, cansado después de un día de ajetreo.
“Es absolutamente preciso.”
Al cabo de unos instantes aparece por la puerta.
Cambia el cristal. Comprueba trebejos de nuevo.
Precipitada, sale otra vez a la película de afuera que es Nueva York

domingo, 18 de septiembre de 2011

HESSE 3 (Ensayos para un estilo)

El Testigo, el negro:
La soñaba en el 65.
La soñaba en el 67. ¿Existe? Pero ¿existías tú?
La palpaba. Era de carne y hueso.
Pero eso fue después, en el 68.
Nada parecía indicarlo: estaría perdida entre los más de doscientos millones de habitantes de los Estados Unidos de la época. Los diez de Nueva York. Los cuatro de Brooklyn. Pero tampoco nada decía lo contrario: vive, crece, estudia y trabaja en un barrio universal, Manhattan: dos millones de hormigas hacendosas; también, entre ellas, algunas triunfadoras y muchas pordioseras, decenas de miles con la lengua fuera y los zapatos agujereados.
Una Nueva York próspera, esperanzada y… feroz. Un arterial e inmenso barullo de estímulos. O todo o nada. Es así de sencillo.
Cien años por delante. En la capital del mundo.
¿Y él?
Ya con los pies en Nueva York (1968,1969, 1970) secundaba perruno a Joanna (la mano de Virgilio) que arrastraba los ojos negros (verdes, intercambiables) de cristal robando sin cesar almas y espectros, la dureza de las piedras, los espejos de las fachadas, aceros y neones… Gentes y calles… todo acababa en la cámara oscura, las tripas de la Nikon.
Mas, tres eran.
¿Quién es el tercero que camina en todo momento junto a ellos?
Sólo estamos tú yo, esa es la cuenta, dijo.
“¿A quién buscas?”, preguntaba Joanna al verle ensimismado, ausente en otro universo.
A nadie.
Pero delante, sobre el camino blanco, siempre hay alguien que camina a nuestro lado envuelto en oscuro manto, hombre o mujer, perro.
Pero ¿quién es quien a tu lado va?
La descubría en las calles atestadas o en las avenidas interminables. La aislaba de entre los edificios y la marea de automóviles, los flujos incesantes de transeúntes, la destacaba por encima de los anuncios luminosos y las proclamas vistosas en grandes cartelones de hierro, la enfatizaba de lo populoso, estridente, la definía de entre una multitud neoyorquina avasalladora, de una indiferencia tumultuosa que a él no podía sino antojársele hostil. Una tarde, harto de estudiantes ociosos y el desfile insultante de sus cuerpos soberbios en el parque, del espectáculo de una juventud desinhibida que ya le quedaba lejos, escapa de una brisa convertida de pronto en un fuerte viento que parece nacer de los misma grisura del Hudson, atraviesa Riverside cansino y derrotado, pues piensa en su alarmante desnudez frente a ella, su irrefrenable sensación de precariedad. Entonces la descubre en la avenida Amsterdam, cerca del cruce con Broadway; va acompañada de una amiga, un borrón confuso y despreciable, pues él siempre ve a Hesse a solas: viene en su dirección, atrápala, se dice, déjala libre, magnífica, para ti, para nadie más, qué se creen. Que nadie sospeche lo de más adelante. Nadie cree del todo aquello que le es contado. Sin las credenciales que otorga lo palpable, lo evidente, todo acaba en papel mojado.
La primera vez que la siente junto a él, que sabe de sus huellas, sus lugares, su suerte, los años de después.
Abril de 1968.
Aún está descubriendo el inmenso olor de la ciudad, el que emerge del vapor subterráneo de las calefacciones, de las rejillas de los respiraderos del metro, el tufo de los bares de neón y de las cafeterías tubulares, la sombra olorosa de los inmensos vestíbulos de los rascacielos, de la golosa papelería de sus grandes y pequeñas librerías, de las aceras atestadas, de su aire de cemento, del frío de cristal, la desnudez del acero…
Le protege la cosmética de lo medido, la cautela en todo.
Es media tarde y los rayos de un sol desmayado penetran por los cristales sucios, a duras penas logran iluminar el pequeño apartamento escondido en el Downtown de una Nueva York todavía oscura, crudamente inhóspita a pesar de la primavera. Una luz de oro… etcétera. Desde primeras horas de la mañana Hesse no ha podido ocultar su satisfacción, a pesar de que por alguna razón que él no entiende intenta mostrar indiferencia. Ayer visitó la muestra de Sol LeWitt. Durante unos instantes le habla de este artista, amigo suyo, del que él también tenía noticias hace algún tiempo. Varios ejemplares de Artforum descansan sobre una mesilla auxiliar de listones de madera sin barnizar, frente a una biblioteca de pie también de madera desnuda. La revista publica en su último número una crítica muy alentadora de Emily Wasserman con motivo de su exposición en la Fischbach Gallery. La han comentado durante el almuerzo. La reseña destaca en especial dos obras muy queridas por Hesse, Repetition 19 III y Accesion III, en las que se adivina, según escribe la autora, un toque fascinante de sensualidad y diversión procesual. La artista no ha podido disimular una sonrisa de conformidad al leer esas líneas en voz alta.
Seguramente han tomado varios snaps, pues el tipo se siente algo aturdido, con un persistente sabor dulzón en el paladar, la lengua pastosa. En realidad, está temblando de pasión, pero algo hay de ternura en el deseo violento que le domina. Sería suficiente con acariciar su piel, sentir la carne viva de sus brazos desnudos, besar sus mejillas arreboladas, hundir los dedos en la larga, perfumada y sedosa cabellera. Casi está a punto de abalanzarse sobre ella, sentada a pocos centímetros en el sofá con la revista sobre el regazo. En ese instante se vuelve hacia él, muy seria, con una mirada que él entiende implorante…
Avanza la mano, la punta de los dedos. Toca la nada.
[Debería corregir el estilo.]
Es el vértigo, etcétera. (La toma entre sus brazos, sus oscuros ojos que le miran entregada, que se entrecierran (…) Y empieza a anochecer en una Nueva York aún desconocida, inabordable, temible.
Después: nunca deja de sentir ese desmayo cuando revive la tarde de abril del 68, su cuerpo acogedor de matrona feliz, su misma presencia de La Gran Madre Judía… Es, siempre, un desfallecimiento.
Ella, escribe, renegaría atónita de la potencia y eficacia de una inteligencia beligerante (la de él), siempre alerta. Él es gris; ella, la elegida por los dioses, brilla como una luminaria en la noche de los aprendices. Le miraba divertida. Eso le irritaría a él, estaba demasiado en guardia ante los demás. Disfrazaba la suspicacia con la frialdad del carácter. Disimulaba como podía las manías. Esa rigidez atenuaba su ingenio, a diferencia de la otra, temerosa pero lista y llena de certidumbres. Y él, peripatético, que aún no había descubierto el aserto: no te tomes muy en serio a ti mismo, es probable que seas la única persona en el mundo que lo hace. Pero era casi el principio de todo. Más para él que para ella. Luego, la vorágine, las idas y venidas, el sinsentido del final inminente, todo sobrevino demasiado aprisa y todo fue demasiado embarullado. La crónica de después en forma de escritura fortalece una memoria en exceso distraída.
Una punzada de desolación se abate en la sangre: con qué celeridad se disipaban los días, sus luces diferentes y sus actos triviales o encomiables, se hundía el tiempo en el abismo y nos arrastraba con él mientras la urbe amanecía azul, se tornaba amarilla, se desangraba cada noche. Qué cruel alcanza a ser esa medida tan precisa, las pausas de la mañana y la tarde, sus gentes, sus colores y ruidos, la singladura cotidiana repleta de propósitos, tan lejano todo ello al terror y la angustia que se anuda en la garganta del desahuciado para el que ya nada del mundo ni los seres que lo pueblan muestra grandeza alguna. Todo es sólo un accidente. Tu nombre, el color de la piel, tu origen, la apariencia que te significa. La vida es absurda, la muerte le arrebata cualquier posibilidad de sentido. Qué dislate. Entonces la ironía… ¿De qué te sirve el desparpajo ahora? El rostro de la muerte sobresale tras cualquier cosa, envilece cualquier sentimiento. Una desgana física e intelectual impregna todo desde la rabia silenciada, el escepticismo inicial que prevalece ante lo fatídico atenúa algo la causa arbitraria e injusta: en el fondo es una barbarie. No hay resignación, hay derrota. La muerte puede con todo lo imaginable. Incluso anticipándote a ella, precipitándola, puede. A ella, a la guadaña de los milenios primeros y oscuros, no le importa el camino que elijas, tampoco la hora. No escaparás. Esa certeza no elude la lucha, ni el empuje… a la nada finalmente. Qué desastre, qué ironía.
Su coraje apabullaba. Podría decirse que le obligaba a uno a creerse capaz de superar el listón de sus talentos, pocos o medianos, fueran de la naturaleza que fuesen. “Siempre se puede ir más allá”, afirmaba. Pero el verdadero estímulo era su presencia viva. Crédulo hasta la médula, él podía seguirla hasta el infierno. La creía porque era real (y sobre esa base rotunda la inventaba mejor).
Un deseo vehemente de destacar en algo le embarga mientras no aparta los ojos de ella, la escucha con indisimulado arrobo: alienta personajes maravillosos en lo más hondo de sí mismo, en él, en cualquiera de las personas que la rodeaban de modo constante, que más pronto o más tarde acabarían revelándose en el interior de todos ellos. Los hacía emerger del sucio y oscuro grumo de los abatidos andantes a su lado: somos plurales, podemos ser cualquier cosa, héroe o villano, soberbio triunfador o perdedor solitario, rebelde y magnífico. Era magnética, hasta predicadora. Esa era la esperanza, crear de nosotros mismos un ser memorable y capaz más allá de resultados plausibles. No había que venirse abajo. Nunca había razón para ello, aseguraba. El proceso hasta ese alumbramiento era la misión más digna, al menos la que justificaba nuestro paso por la tierra. Luego, amabas hasta los mismos tuétanos de la tierra, te revolcabas en ella porque era tu verdadera piel. La tierra es el arte.
La naturaleza es sabia, suele decirse. Nada más lejos de eso. Esa monstruosidad ambulante del planeta es ciega a pesar de las leyes que la rigen. Los errores se multiplican a cada segundo, sin duda en la misma medida que los aciertos y las felices casualidades. No hay una regla que la exima de la torpeza y lo criminal en su curioso avatar, tan dominado, esto sí, por el entramado de sus axiomas físicos.
Te hago inteligente, insustituible. Pero yo acoto por un error de diseño el tiempo de tu eternidad y sus afanes. La torpeza del final precoz desmiente toda predeterminación y cálculo: morirás joven. Una chapuza genética. Un fracaso cósmico.
Hoy sabemos que son plurales las formas despiadadas del caos. ¿Lo mitiga algún orden de aspiración humana?
Y bien, toda la clave de su obra reside en el absurdo: no expliques nada. Vive. Y juega. Todo puede ser un juguete magnífico: ilógico, un noser. Con las formas será bastante. El caos es divertido, aberrante, imprevisible. Implacable ley física.
Además, ¿para qué mentir? Esto (la vida, sus hechos y sus obras) no puede acabar bien. O sí. Pero la cuestión es que acaba, y de muy mala manera.
Toda mi obra -podría haber dicho, y seguramente pronunció alguna noche ya epifánica ante los dioses que la arrebataban de la vida-, se concibió para ser creada y no contemplada.
El absurdo… ¿en qué consiste? Acaso esa sensación nos domine cuando acaece lo impredecible. Sólo eso: lo imprevisible nos aturde y nos sume en el desconcierto. Nada, así, parece tener sentido ¡Pero todo es impredecible, hasta lo más nimio!
Con ella dentro del mundo, éste tenía un orden (aunque ella siempre sostuvo que el absurdo era el entramado real de toda apariencia), y él era capaz de percibir una geometría fascinante inmerso en el mismo caos y los disparates incesantes de una humanidad con graves imperfecciones. Ella, su arte y su vida, al justificarlo todo ante sus ojos, reflejaba un orden que él equivocaba al creerlo genuino del mundo.
Una vez desapareció, lo perceptible volvía a ser despreciable y ruin. Carecía de sentido en una conjunción física y química que se empecina en anular tajante el alma, un sentimiento. Materia, al fin, déjate llevar. Y, después…
Dijo, y fue publicado en el mismo mes terrible de mayo de 1970: “Siento el absurdo total de las obras de los artistas que amo. Respecto a mí, el contenido de mi trabajo, en cuanto a su relación con los materiales que lo conforman, sí, es realmente absurdo. Puede decirse de ese modo.”

sábado, 17 de septiembre de 2011

Hesse 2 (Ensayo para un estilo)

A aquella chica le gustaban los colores.
Pero no como pueden gustarle a usted y a mí.
Hablo de algo diferente.
Inefable: difícil de explicar; cuando menos, escurridizo.
Dijo: francamente, una puede escribir con ellos. Y, además, sin necesidad de explicarse.
¿Colores?
Bueno… El arte y todo eso, ¿entiende?
En el principio:
“Los colores hablan.” (Son. Aunque todo es un espejismo, una treta especular de la luz.)
Luego dejaron de gustarle. Preferiría el caos de las formas, las asperezas y los contornos irregulares de las hechuras mundanas. Ella las organizaba dentro de un desorden que mucho tenía de inevitable misticismo, una espiritualidad rara.
Todo es una divagación.
Ella, artista mística, observa paciente las tres reglas básicas de la comunicación (K. dixit), hasta que un día descubre que el color en el arte es nada más que una imitación: sólo la forma alcanza a ser incomparable, original, y delimita su propia existencia con independencia de su significado.
“No te salgas de los límites del cuadro”, parece indicar la regla más básica. Es de sentido común (en efecto, es el más común de los sentidos, el más despreciable, pues).
Lo correcto apesta. Las reglas están para arrumbarlas en el cuarto de atrás, modificarlas, destruirlas con todos los talentos que uno pueda reunir en un acta de defunción bien programada.
El arte, por definición, es un estupendo ritual de transgresiones todo él: lo ficticio proclama a cada instante su carácter volitivo de expiación y hasta de mortificación tras la trapisonda de sus postulados y actos de desorden.
El objeto, el material del arte no recipiendario de los modelos de la profusa figuración universal que nos rodea, irradia por sí mismo un discurso plástico, pero sólo lo anima una deliberación previa, un alma (¿un deseo interior?) que acrisola toda liturgia.
El arte puede hacer que te inventes hasta a ti mismo.
Y una conciencia estética se forja de mil maneras o con el solo ojo cegado de Polifemo, en la propia y carnívora oscuridad.
“Ahora”, se dijo, “ya lo sé todo.”
Adiós al tema y todo lo demás.
Adiós al proceso.
Bienvenida materia inaudita, inacabable.
La obra de arte a solas: ella misma.
A rodar.
La luz es la verdadera dueña de la sombra.
Están los ritos, la salmodia, los códigos, las claves, el canon invisible de los iniciados, pues un artista que se precie tiene detrás un Fulcanelli que transmuta las piedras más áridas en misterios revelados, ilumina las negruras del actuante, deshace los arcanos, derrumba muros, abre las ojivas del entendimiento. Arte, en definitiva.
En el fondo (y en la forma, claro) se trata de un apaño. Amañar (también sería una palabra adecuada).
Ella, capaz e iniciada, sacerdotisa de la fibra de vidrio y el látex, alza catedrales temporales, efímeras, de tal fragilidad que, una vez muerta, sólo el fraude y la copia manufacturada por intereses ajenos logra revivirlas, clonarlas mediante la fotografía antigua, el diseño en la despreciable hoja de papel, la nota descuidada, el pingajo museable, reconstrucciones innobles.
A cierto positivismo lógico enfrentaba inconsciente, no obstante, un surrealismo desmitificador de todas las leyes (artísticas o no). De aquel hontanar bebía.
Sería una aventura… holística.
El Testigo pudo haberla conocido en Suiza. De casualidad.
Un terreno neutral.
Donde todo empieza, la bruma y lo concreto.
La hoja en blanco, las imaginaciones.
Unos años más tarde él, El Declarante, viajó a Nueva York, que es la más fantástica barraca de feria que uno pueda imaginar.
Él era un buscador de datos. Uno de esos.
Escribía(e): a tanto por palabra. Un cómplice. Un farsante que asiente con la cabeza mientras sostiene la pluma en una mano y extiende la palma de la otra mano esperando las treinta monedas.
Pronto, uno se convierte en testigo para siempre.
De la muerte de ella, por ejemplo. Una muerte a plazos, día a día derrotando un cuerpo que pugnaba por vencerla en batalla desigual, aunque cara a cara. La más injusta de las muertes que él podía recordar, pues no había sabido de nadie con tantas ganas de vivir. La existencia de Hesse se truncó de modo cruel, inapelable, en plena juventud todavía.
A partir de ese momento ¿qué iba a escribir, a mentir, a tergiversar, a comprender…?
Ni siquiera en la baladronada del principio pudo sentirse demasiado seguro en lo que hacía: no supo nunca la auténtica naturaleza de su intrusismo fantasmagórico en la biografía de la joven artista durante sus últimos años… y tampoco de lo que pudo saber al final, si es que alcanzó a esclarecer algo.
¿A qué desempolvarla?, se diría arrepentido, pero con la corbata perfectamente anudada y el puñado de monedas ya a salvo en el bolsillo del pantalón bien planchado.
El mundo del arte tiene sus entradas y salidas propias. Sus duques y modistillas. En esta feria de las vanidades se divierten, así, como quien no quiere la cosa, todos; los más se exhiben, algunos se entretienen, unos pocos recogen dividendos, otros revientan.
Pero…
Él la recrea. Vive en su delirio: un tumor cerebral hostiga ópticas, altera imágenes, distorsiona la visión como esas pesadillas del alba invernal, gris, de lluvia fina y constante, cuyas visiones desafían la física más elemental.
Sin duda, el tiempo pasado, inocuo salvo en la pasión o la locura, no ayudará en este aspecto. Todo recuerdo invita a una recreación jubilosa o falsa, menoscabada por la arbitrariedad de una memoria siempre selectiva.
Muerta demasiado pronto, se dice, todo quedó a medio hacer respecto a la legítima ambición que la transgresora albergaba. La fatalidad destruyó un genuino deseo de alcanzar mucho más allá de lo que hasta ese momento había conseguido. Abortaría también, siempre sucede de ese modo, pues él era lo residual de la historia, la excrecencia, los planes confusos que rondaba la mente de El Testigo, un testificador con el morral lleno de argucias demasiado evidentes. Desde el primer momento que supo de ella no lograría siquiera rozar con la yema de los dedos la quiebra definitiva... de ambos: catártica aunque retórica, una; otra, inexorable y aciaga. La suya, sin duda, fue una relación fracasada, supeditada a situaciones chocantes, hechos, digamos, fractales: la evocación literaria pendula entre la pena, los hechos y lo ficticio. Menuda componenda. ¿Le hubieran importado a ella la glosa posterior, las andanzas de una pluma libérrima? No creo que eso le preocupara mucho a Hesse. Debe de resultarles todo muy etéreo a los modelados con alucinaciones y ensueños, a aquellos cuyas hechuras se fabrican con el humo y las insolencias del solo recuerdo de después.
En cuanto a él: poco que contar: un negro: a tanto por página. La mudez del anonimato le protege. Es invisible. No es nadie.
Divaga lo indecible, circula una forma que por impalpable niega cualquier atisbo de precisión. Tampoco se debe a una fidelidad exhaustiva. No acarreaba imposiciones ni reglas, a despecho de una minuciosidad siempre extravagante por la enormidad de sus fines inalcanzables.
Eres el nadador de la entelequia, se decía.
En ese piélago. A brazadas. Hasta la bocanada final.
Pero, en fin, se resistía a revelarla en su total dimensión.
Cualquier descripción que llevara a cabo en este sentido empañaría su verdadera identidad. Evocar su carácter, exige lo transversal. La fotografía exacta de lo real, por paradójico que nos parezca, minusvalora efectivamente la realidad.
“Si es verdad que me inventas, inventa un lenguaje nuevo”, diría Hesse, olvidando que él no era un artista:
“Querida, yo sólo soy un pobre diablo que en un tugurio de la calle 11, sin calefacción e infestado de cucarachas, escribe cuentos pornográficos a cinco centavos por palabra aporreando las teclas de una Remington de segunda mano.”
¿No iban a desconcertarla las preguntas del turista, la doblez mezquina de El Testigo, el estúpido anhelo de sorber de su existencia instantes, culminaciones, apropiarse de su aliento, de sus temores, las interrogaciones, las idas y venidas, lo inventado y el lujo de su cuerpo?
Y es que él… la veía tan real que la figuraba a cada instante.

jueves, 15 de septiembre de 2011

HESSE 1 (Ensayos para un estilo)

¿En qué fragua, qué metales milenarios urdieron tales mimbres para tal artista?
De lejos venía… al Gran País.
Ella era hija de aquel nuevo mundo que vino del crimen original, raza maldita del gueto y la expulsión, desperdigada, errante de tan lejos, de la culpa y el estigma, del exterminio.
Una familia judía cuyos antecedentes se hunden en la profunda Europa a punto de entrar en guerra, en aquellos askenazis del yiddish y sus temores primitivos que observan el ritual, acuden a la sinagoga, respetan las autoridades halákikas y durante el shabbat bajan la vista al suelo.
Aunque ahora, había que huir de nuevo: la selva de cruces gamadas se extiende como una mancha de sangre sobre el mapa, el temor invade las calles al tronar de la claveteada bota paramilitar que patrulla sobre los empedrados a la caza de barbas judías y adolescentes circuncisos.
En realidad, visto desde arriba, a la cobarde panorámica de pájaro, sin chafarrinones ni tocamientos indeseables, cuatro ánimas en pena más de las desterradas y huidas de la Alemania nazi, disueltas luego en el grumo del millón y medio de judíos que vivían, trabajaban y oraban y guardaban el decreto talmúdico en la babélica Nueva York de los años cuarenta y cincuenta, ganando buena parte de ellos cuarenta centavos por hora en trabajos miserables muy lejos del trueque y el lustre banquero, nada que ver con el dorado y diamantino de la rica joyería, adiciones sospechosamente presumibles en los de su raza desde lo más oscuro de los tiempos.
Ahora su padre tenía una bonita casa con ventanas a un verde césped en tierra de gentiles. La puerta basculante del garaje en un lateral siempre permanecía abierta a la calle arbolada, con coche o sin él, con herramientas relucientes, con banco de carpintero, con estantes de madera pulida llenos de frascos de conserva y confitura. “Aquí nadie roba nada, pequeñas”, les decía a las dos hermanas su padre satisfecho, feliz emigrante, el rey en su tesoro. En realidad arribaron a Washington Heights, más allá de casi todo, más allá del apartamento aireado y luminoso del Upper Side West donde, años más tarde, su mamá voló y todo era bonito.
Han llegado a la América, aunque en blanco y negro, poderosa e invencible, a la Nueva York de los años cuarenta de aquel Feininger emigrante como ellos que hacía reales los grandes barcos en el East River, fotografiaba el desfiladero del Lower Broadway o levitaba por encima de las vías férreas elevadas de la Novena Avenida.
Papá Hesse luchará por su camada hasta el día del Juicio Final.
Este buen hombre de fe aspira a la tranquilidad, a la paz bien asentado sobre la decencia, leer el periódico a la caída de la tarde, ver crecer sin sobresaltos a las hijas, sentarse afuera en el jardín y escuchar sus programas favoritos de radio. Y ser un perfecto ciudadano americano.
Sólo que de momento deben conformarse con vivir en un piso alto en la parte más alta de Nueva York, donde casi no se ve nada de lo que hay debajo, en el Manhattan bíblico.
Buen tipo este abogado judío reconvertido en corredor de seguros (que no de creencias) en el Nuevo Mundo: es capaz de dormir con solideo y obligar al futuro yerno a enviar a la hoguera de la Santa Inquisición al Papa y su cohorte católica y abrazar la verdadera religión de los hijos de Israel. Lee en hebreo y yiddish lo que cae en sus manos. En 1948 los dos tomos de La Familia Máshber, de Der Níster, por ejemplo. Lo importante es entenderse (yiddish, alemán, inglés), al menos durante algún tiempo, afirma acto seguido de acabar el rito religioso, todavía con el taled cubriendo el cogote, a punto engullir buena parte de las dos docenas de gefilte fish que sobresalen en la fuente de cerámica de la cocina.
Su padre: el hombre que amontona recortes de prensa, fotografías, cuadernos de notas, diarios, objetos, postales, recuerdos, cartas, documentos… Todo el organismo voraz de cosas, objetos y sucesos que constituyen la biografía letrada de ese puñado de vísceras y huesos que resulta la vida animal.
Y Evchen, la pequeña sonriente de ojos grandes, oscuros y redondos, buena hija y obediente novicia en todo, asiste complacida a la ceremonia del Bat Mitzvá de su hermana y espera la suya propia con ansiedad.
El las ha conducido a la salvación del cuerpo y el alma.
Ahora tendrán prerrogativas y derechos que las elevan de los seres inferiores, de la raza de ratas untermenschen.
Quiere cerciorarse que está vivo, que se ha librado del gas y el horno crematorio, donde todo el pasado y su moderna genealogía ha sido enterrado. Quiere creer que su descendencia se encuentra a salvo del siglo bendecidas por Yahvé, el castigador, el que no perdona, el acechante.
Lo judío y su negra fascinación acechaban por todas partes.
Su padre, con Der Forverts en una mano y el miedo todavía en el alma: elige los tonos de sus trajes, los tejidos. Lo hace con esmero de judío aplicado, comprueba con los dedos calidades, mide grosores, calcula los precios. De adolescente, e incluso poco antes de casarse, ella le acompañaba algunas tardes a las tiendas tristes y oscuras del Lower East Side. A los pocos minutos se impregnaba de tal manera de la atmósfera ortodoxa que imperaba en aquellos establecimientos que se asustaba de pensar lo enraizada que estaba en aquella cultura de manías, miedos ridículos, luto, tirabuzones, símbolos y mandamientos. Sólo tenía ganas de disolverse en aquella tela de araña muriendo en el aire y el sol sombrío del anochecer, ser parte de esa mórbida sustancia que constituía la materia y el color de lo judío, la tontería ancestral. Hasta (fijaos bien) creía en todo aquello.
Su padre, el buen judío con el corazón lleno de culpas ajenas.
Y progresa, cómo progresa: Singer, Malamud, Roth (a pesar del lastre hasídico del origen).
Incluso no oculta la sonrisa leyendo la Stern de Friedman (cuando ya conoce de sobra lo que vale exactamente un judío americano expulsado de Europa).
En efecto, se imagina que cuando el Gran Sueño Americano se cumpla de una vez en los día cálidos podrá salir afuera de la casa, sentarse en el pequeño jardín y beatífico y agradecido escuchar por la radio The Jack Benny Program o concursos del tipo de Two for the Money de Herb Shriner, mientras las niñas corretean por el césped tras el perro lanudo color canela y el aire de la plácida tarde se impregna del pastel de frambuesa que mamá prepara adentro de la cocina.
Y el dulce paso del tiempo…
En efecto, es una especial: la Chica Lista, la Gran Artista, nunca fue una Niña Tonta que dibujara en las páginas de los cuadernos escolares enérgicos Kopffüslers, muñecotes marcianos de colores arbitrarios (pero icónicos) y miradas grandes: ella garabateaba charcas, las piedras y hierbas del fondo, universos de objetos imprecisos, las imaginaciones.

Historia Antigua.
¿Cómo era el mundo sin TV.?
Era. Estaban los cines. En los cuarenta, en Brooklyn y Manhattan, en cada manzana del vecindario había tres salas de la cadena Century.
Todas las casas de todas las barriadas recibían el folleto azul donde anunciaban las películas en cartel.
¿Las llevaba papá Hesse al cinematógrafo? Entonces, la barraca de feria era grande y de un lujo magnífico, una espaciosas sala con platea y arañas colgadas del techo, con alfombras en el piso en pendiente y butacas tapizadas de terciopelo rojo. En fin, por quince centavos la entrada…
Sin embargo, ellas, las dos hermanas, seguían bajando la vista, oraban y respiraban el espeso aire de la sinagoga decorada con vidrieras azules y amarillas. En verano: al campamento judío. Una suerte de aprendizaje para el kibutz si se diera finalmente el caso.

Los cincuenta:
Señor Hoover, ¿existen realmente los protocolos de Sión?
La América Fuerte se asienta sobre cimientos de oro (mucho más fuertes que el acero) y el ojo vigilante de Joe McCarthy.
Leve sería la purga, pues el Poder se reviste de mil formas, y todas adecuadas.

Papá se casa de nuevo: sepulta a la pequeña Evchen bajo una intrusa Eva Hesse: la madrastra del cuento.

¿Qué te lleva al arte?
El vacío.
El mismo al que va a saber ponerle nombre más tarde de una vez por todas.

¿Quién es ese tipo?
La llave: un tal Beuys: Düsseldorf, 1965.
El arte y la vida son inseparables (pero la vida de ellos: la realidad… ¡Es tan diferente!)

Escribiré mi autobiografía: ni lenguaje oral ni escrito: soy pura materia, y perecedera, invoco a los objetos como a la palabra.

Prehistoria: no desdeñaba la apuesta.
Más adelante:
Un marido aseado (la medida exacta, ante todo la estética, el número de oro, divina proportione), guapo, artista, perfecto (fuma en pipa).
Por entonces, las calles 15 y 16 con la Quinta Avenida, el Village, Broadway, Washington Square, la 42, el MOMA, decoraban el fondo de dos jóvenes artistas recién casados. Luego, Alemania, la epifanía del regreso, la incertidumbre como mujer y artista (como mujerartista), el Bowery, Canal Street (donde se suministra el veneno fatal)…
Un gran desván como estudio. Los buenos lápices de colores, la tinta inmejorable y los caros papeles.
Podemos empezar.
Más que al arte prometido, se entregan al ejercicio de amor, que es arte de encantamiento.
Entre beso y beso, meditan la obra del futuro.
Dos genios. Se miran uno a otro. Más aún: se contemplan. Son un lujo recíproco.
Todo para ellos. Y no era bastante: de ahí la escultura, las engañifas sentimentales del arte.
El mundo ante sí, ante estos dos prometeos: tiembla, inmundo.
En el 65 la epifanía: una Alemania temible después de todo, aunque reveladora.
En 1966: rompe su matrimonio. Al diablo con todo eso.
El genio soy yo.
Enero, 1966: “Vete al infierno”.
Esclava de nadie soy. Búscate otra cocinera, un chimpancé con faldas que te ría las gracias y consienta tu arrogancia.
Que te zurzan.
Agosto, 1966: es otra. Es la que ya era.
El más fuerte es el que está más solo.
Se crea un lenguaje: ¡A ver, con los idiolectos que circulan por ahí…!
Tiene una obra que hacer. Tiene una idea. Tiene todo el tiempo del mundo. Y ella es inmortal. Manos a la obra. La Tierra en sus manos: su instrumento perfecto.
¿Materiales? Los de mi mundo. Todos… Incluso los que pueda inventar. Y aun otros de mundos imaginarios.
Imágenes, sustitutivos, correlatos de esas imágenes, sensaciones, suplantaciones, sentimientos: siempre la hicieron las imágenes. Tan etéreas, volátiles.
Y… tan perennes, el pasado que vuelve con las brujas y escobas a cuestas, viñetas nunca borradas de un imaginario tan sufriente como avalista de una vida real, física, imbatibles: las manos mojadas de su madre desgranando las vainas de la verdura, el perfil de verano más hermoso de su hermana una mañana en Coney Island, una luz dorada se filtra por las lamas de la persiana de madera bajada a media altura, crea una atmósfera de oro en el comedor, entonces ve a su padre en el umbral de la puerta, está a punto de salir a la calle, siempre se despide antes de marchar, se ha acicalado como un hombre debe hacerlo: recortado el fino bigote de galán, perfecto el nudo medio-windsor de la corbata, rectilínea la raya del pantalón de franela, inmaculada la negra chaqueta de terciopelo, estudiosamente ladeado el sombrero gris de fieltro, la sonrisa seductora, el misterio...

lunes, 12 de septiembre de 2011

La rosa desnuda

¿De qué fértil región nace la rosa
del poema, su nombre,
la feliz geometría de su forma,
el color inexplicable?
No del jardín del alma,
es otra cosa:
del sol en el cielo,
madre tierra,
sed de agua
de primavera
pura.