lunes, 31 de octubre de 2011

HESSE 20

¿Crees realmente en los ritos? Naturalmente que cree en los ritos, y en la liturgia, en los oficios y cánticos religiosos, y en toda la parafernalia de sus objetos y utensilios: son una especie de arte, de happening. Y, además, trascienden lo meramente aparencial de los objetos, se allega a una metafísica que, en la plástica, es muy de agradecer por aquellos que desconfían del trasto conceptualmente inerme. Hasta los olores podría aprovechar en una de sus obras, o en todas. Unos aprenden de los maestros de Talmud; otros, de cualquier cáscara religiosa que se les ponga por delante. El humo penetrante del incienso adereza verdaderamente una visión escultórica de lo inefable.
Piensa: ¿habría sido todo distinto si hubiese limitado sus ambiciones? Quizás, entonces, no se le habría infligido el castigo tan cruel. Una joven judía que contrae matrimonio (incluso con un gentil), atiende su hogar, cría sus hijos, una balabusta tranquila y ecuánime que prepara cuidadosamente comida kosher, consciente de sus deberes y de saber en todo momento el terreno que pisa, que sabe perfectamente mantenerse lejos de cualquier raya roja, que ni siquiera pronuncia una palabra en yiddish más allá de su círculo familiar (y sólo los sábados). Hasta sería capaz de comer sólo pan ázimo durante los siete días de la pascua, y, desde luego, de poner a sus hijos varones en manos del mohel. Todo ello con gran discreción. Claro que, en esa época, los cincuenta, en un barrio neoyorquino de clase media baja, una joven madre judía de regreso a casa con la compra del día aún podía oír a sus espaldas: “¡Perra judía!”. Y ese terrible epíteto hacía temblar las cuatro paredes de la bonita y arreglada sala de estar donde la perra judía y admirable balabusta, sentada en el sofá de piel sintética, con la bolsa de la compra todavía en el suelo enmoquetado llena de hortalizas, fruta, verduras, frascos de salsa de tomate y mostaza, la docena de bagels aún calientes del horno, salchichas de pollo y libra y media de cordero, solloza en silencio y alivia su desconsuelo limpiándose las lágrimas y los mocos antes de que regrese su maridito cartera en ristre de la oficina. Ser una judía hacendosa no te libraba del mal de los tiempos y sus fétidos prejuicios religiosos y sociales, de que no sólo temblaran las cuatro paredes del bonito salón con bellas cortinas protegiendo las ventanas, sino que se derrumbaran literalmente sobre tu cuerpo aplastándote sin misericordia. Si eso era factible de pasar a salvo en tu cálida guarida, que se te viniera la casa encima con lenzuelos de ganchillo, cortinas y alfombras, imagina la clase de afrentas y atropellos que podías esperar al descubierto en la selva de afuera.
En febrero de 1952 se hizo amiga de un tal Holden Caulfield. Se lo había presentado una amiga, alumna algo redicha de uno de los centros educativos de la Ivy League, una amiga de las ricas e inteligentes (en la nomenclatura adolescente de Hesse por aquel entonces las amigas se dividían en: pobres y tontas; pobres y listas; ricas y tontas; ricas e inteligentes –las ricas no necesitan ser listas-). Durante meses estuvo obsesionada con él, intimaron hasta lo indecible. Pero poco más de 200 páginas después Holden Caulfield desapareció misteriosamente, se desvaneció de nuevo en una existencia de ahora a ser serios, querido amigo, ingresaría en la universidad, dejaría de ser virgen pagando cinco pavos el polvo (o diez si andaba cerca el proxeneta de puño directo al hígado) y acabaría siendo un letrado bien vestido como su padre (terno oscuro, camisa blanca impoluta y nudo windsor de la corbata perfectos). Ella, no obstante, fue tras su pista por todas las calles de Nueva York. “Ahora aparecerá”, se decía al llegar con el corazón palpitante a una esquina. “En este instante”, conjuraba al volverse hacia el jovenzuelo de rostro devastado por el acné maldito que aguardaba a su lado a que el semáforo cambiara de color, y esperaba con ansiedad “la aparición de un caballero alto y atractivo de unos veinte años de edad”, que diría la niña Phoebe con menos causticidad de lo habitual. Hablaba como Holden Caulfield, pensaba como Holden Caulfield, se sentía distinta como Holden Caulfield. ¡Ella era Holden Caulfield! Pero aprobadora, excelente becaria y nada fugitiva. Era capaz de engatusar a su padre decenas de veces para que la llevase de Brooklyn a Manhattan, hasta Central Park, donde se quedaba extasiada viendo nadar los patos sobre las aguas del lago aún sin la lámina de hielo del invierno que los secuestraba. Compró tres libros de Isak Dinesen (entre ellos Out of Africa, que nunca terminó de leer). El asunto se demoró hasta más allá de 1953, cuando el culto se aguaría un tanto al conocer la existencia de los primeros pintores del expresionismo abstracto, y, en especial, cuando leyó sumarios biográficos, casi aterradores, sobre Jackson Pollock. En 1954 los inocentes mariposeos del pobre Holden con una coca cola en la mano y una copa en la otra a través de una Nueva York helada y ajena se habían ahogado por completo en alguno de los barrios residenciales que daban a las verdes y pacíficas aguas del East River, o puede que naufragara en los vertidos y chorros diabólicos de pintura de los cuadros de Pollock, o aplastado definitivamente años más tarde entre las páginas sucias de semen y sangre de The Naked Lunch.
1966. El arte y su crudeza, el artista decidido y hasta salvaje, habían ganado la partida. La Gran Chica Lista y Judía Americana había descubierto que existía un lenguaje eficaz y brutal por su misma inconsistencia y trapacería, que más allá de la rebeldía se hallaba incoherente, cínica, caótica, adánica pero siempre festiva la verdadera revolución, en el arte y en la literatura.
Goodby, mister Salinger.
Enchanté, monsieur Duchamp.
Marcel Duchamp, poco antes de morir:
“Qué confusión, tíos.”
Este ajedrecista del alma, aun distanciado de todo, y más todavía del arte de su época, que le parece cosa de niños bien aplicaditos, recrimina la manipulación a la que es sometida su boutade de años atrás:
Yo era un destructor, hice del ready made un arma arrojadiza contra la billetera burguesa y financiera de entonces, les lancé a la cara a toda esa turba adinerada y estúpida el orinal manchado de meadas amarillas sólo como provocación, una forma de rebajar la estética a la sucia calle, y, ahora, estos artistas de pacotilla de la sucia calle de hoy, admiran aquel meadero como producto estético… ¡Pensar que el futuro era de esos bastardos y la farsa de sus circos de ahora! ¿Cómo diablos podía imaginar una cosa así?

sábado, 29 de octubre de 2011

HESSE 19

1968: la idea es un combustible.
Verano sangriento, racial: el crimen de Memphis. Cerca de la frontera con el Bronx, entre las calles 129 y 135, han encendido hogueras y levantado algunas barricadas. El alcalde Lindsay no tarda en reaccionar. “Es todo por el momento”, sentencia el locutor mirando (casi) risueño desde la pantalla.
Han quedado a cenar con un grupo de artistas y escritores de lo más variopinto (pero todos son pobres aún) en el apartamento de un arquitecto famoso, ya portada en varias revistas de las llamadas de sala de espera. El anfitrión se oculta tras una humildad exasperante y harto evidente, sospechosa. Se adivina con facilidad al examinarle de un solo vistazo que su envanecido ego, que con tanta habilidad oculta, no encontraría acomodo ni en el vasto espacio de una catedral. En la mesa central del salón se elevan altas pirámides de sándwiches de queso, jamón cocido y vegetales: alimentemos a la turba, artistas, escritores en ciernes (todos zarrapastrosos).
En Chicago la orden (y hacia quienes se ordena hacerlo) no admite ninguna duda: “Disparen a matar”. Al fin y al cabo, morralla los que van a caer sobre el asfalto de la negra noche para no levantarse más con sus ropas sucias y pobres.
A las dos horas quedan sobre las fuentes vacías de la mesa central tres o cuatro empanadas y un sándwich que nadie se atreve a coger. El apartamento se encuentra en el piso vigésimo octavo. Por los grandes ventanales se divisa un cielo violeta, cárdeno, rasgaduras rojas que se abaten sobre los rascacielos del sur.
A esa hora, en Chicago los muertos, negros y algunos blancos negros (trash white), se cuentan por decenas.
Alguien propone asistir a una sesión de jazz.
La noche es espléndida, mediterránea, de cálida brisa (hasta perfumada), lo que produce una curiosa percepción de la arquitectura poderosa y atemorizante que nos rodea en la nocturnidad neoyorquina.
Bajan más de un kilómetro hacia el sur, hasta el Village Gate, entre Bleecker y Thompson. Tres dólares el agua mineral y el monólogo de un chistoso con cierta gracia.
Luego, el jazz.
Eran malos músicos, sólo instrumentistas, ni por un momento encendían una emoción debajo de la piel, salvo que formaras parte de unos squares algo revoltosos por el alcohol, el tabaco y alguna que otra frustración en “salvaje” salida nocturna. Ni uno solo de ellos alcanzaba la categoría de los auténticos jazzmen. Aunque el local brindaba un excelente decorado: paredes de ladrillo, maderas y forrados de cuero negro, anchas barras de hierro colado, asientos mullidos y bajos, una luz muy tenue y, sobre todo, una satisfacción alcohólica muy solidaria. Se diría que flotaba un aura escondido entre las densas volutas y nubes del humo de cien cigarrillos encendidos a la vez. Pero nada del be-bop de un Parker muerto entre las flores, nada del inconformismo inherente de Dzzie Gillespie o el jazz inteligente de Coleman y Archie Shepp.

Mayo del 68: hay una pequeña historia. ¿Qué hay de tu actitud social? ¿Qué piensas de todo lo que está pasando? Ella se ha adelantado a su tiempo, simula una apolítica indiferencia. Le mira con hastío gatuno: “Soy artista, no hablo idiomas.”

Sol LeWitt en Paula Cooper Gallery. No ha intervenido ni un solo minuto en el proceso de la obra expuesta. Siguiendo sus instrucciones, unos ayudantes se encargan de la realización de los dibujos pintados. Su genialidad es su distanciamiento. Hesse lo entiende perfectamente. Jamás ha deseado inmiscuirse demasiado en el proceso, pero ella se resiste todavía a ser, en el arte, únicamente un ente pensante, una mente sin manos.

5 de junio 1968.
Andy Warhol aún se debate entre la vida y la muerte dos días después de que una actriz frustrada y escritora mediocre (bonita combinación) le descerrajara tres tiros –sólo acertó uno- con una pistola automática del 32 (de reserva, escondía en el bolso otro revólver del calibre 22). El tipo que conducía la ambulancia no se anduvo con rodeos cuando metían en el interior del vehículo al artista tumbado en la camilla cubierto a rebosar de sangre: “Por quince dólares más conecto la sirena, tío”.
Hesse tiene una teoría, puesto que cuenta un par de amigos en el grupo de la Factory. Sin despegar los labios él le dirige una mirada impaciente. Empieza a explicarse cuando suena el teléfono. Luego de unos segundo empalidece, contesta con monosílabos y cuelga el auricular. Le mira con una expresión de incredulidad absoluta.
Robert Kennedy ha sido tiroteado en Los Ángeles cuando disputaba (y ganaba) unas primarias en su camino a la Casa Blanca.
Medianoche. En un pasillo cerca de la cocina del hotel Ambassador, por donde el senador se escabullía de la aglomeración entusiasta de sus seguidores, alguien le dispara a quemarropa. Casi parecía un arma de juguete, un calibre ridículo, del 22. Tres tiros, tres balas, una vida, y quien sabe el mundo de después. Y, no obstante, el destino (¡puesto que no existe!), una de las infinitas probabilidades del suceso, provoca que uno de los disparos penetre en la nuca y mate al candidato que se desploma como una marioneta a la que hubiesen cortado los hilos. Tumbado en un suelo lleno de pringues agoniza con los brazos extendidos en cruz, incrédulo pero ya resignado.
El pintor Frank Stella dijo esa noche, al ver las imágenes del atentado de California en el televisor: “Warhol se salvará; Kennedy morirá. Así es el mundo.” (Dixit la Rose.)
La bala que atravesó de parte a parte el cuerpo de Warhol entró por el costado derecho. Le había perforado un pulmón y afectó gravemente el esófago, la vesícula, el hígado, los intestinos y le destrozó el bazo…
A los dos meses, Warhol pintaba el retrato múltiple de Happy Rockefeller. Y cobró.
Cuatro meses más tarde el artista pensó que ya era hora de ganar dinero de verdad. Aún debía la factura del hospital, que ascendía a unos 11.000 dólares.
Cinco meses después, cuadros de Warhol que hasta ese momento se vendían por 200 dólares, comenzaron a valer 15.000. Y subiendo. La gente se los quitaba de las manos a los marchantes.
En 1969, al cumplirse un año de la agresión, Warhol alquiló una sala en la segunda planta de un edificio de la calle 4 Este. Durante más de dos meses proyectó películas pornográficas homosexuales. Se hacían taquillas por noche de unos 1.500 dólares.
El arte.

¿Actitud social? Acaba de descubrir la escultura. Antes de que se dé cuenta un tumor va a acabar con ella. ¿Y tú hablas de actitud social? ¿Cuál de ellas? Todo se desvanece en el tiempo, se hace polvo… Nos queda su recuerdo. ¿El recuerdo? A ella no le queda nada. Su recuerdo sólo nos incumbe a nosotros.
Mayo del 68. De acuerdo. Hablemos sobre ello. Me observa extrañada. ¿Qué diablos tiene que ver eso en el arte? La conciencia, el alimento de lo moral, de la ética. Una buena salud y las ideas claras, amigo, es suficiente con eso cuando un tumor va a reventarte el cerebro. La réplica me deja en silencio, y un aire frío me recorre de pronto el espinazo.

Primavera de Praga. Verano. Unos jóvenes titanes se acercan al sol. Dédalos vivientes con la lengua de fuego pendiendo sobre sus cabezas. Sus hijos, cuarenta años más tarde, tienen idénticos motivos para acabar mano sobre mano con la mirada perdida en el vacío.

Warhol nunca quiso meter la política en sus cuadros: “Me basta con la orina de mis amigos.”
“Somos artistas, ¿qué otra cosa podemos hacer?”
“Sacarles la pasta a los ricos. Esa será nuestra revolución.”

Julio, 1969.
Domingo, 20.
El hombre en la luna.
El observatorio es un inmenso ático con vistas al East River.
Acude con Hesse, como una sombra, con lealtad perruna, dependiente de las caricias desganadas de esa mano.
Se han reunido cerca de una veintena de personas. Demasiada gente, y las presentaciones, con la copa en la mano, son realmente absurdas; al cabo de unos pocos segundos él no sólo olvida el nombre de quienes les presenta la anfitriona, sino que incluso sus caras, ya borrosas desde un principio, se desvanecen en el aire cargado de humo de un vasto salón de dos niveles, con librerías por todas partes, juegos de sofás de cuero teñido de azul, mesas auxiliares, un mini bar en un ángulo con barra forrada de negro y taburetes de piel roja… Olor especial, los ricos especiales: que diría Fitzgerald (Pobre hijoputa, dixit la Parker con la cabeza inclinada sobre la tumba, pero conmovida el alma).
Hesse ha desaparecido. Está solo, no encajable.
-Tú, ¿de dónde has salido? –le pregunta un auto nominado poeta que escribe los poemas a máquina. Se enorgullecía de ello hace escasos minutos, conversando con alguien junto a la mesa de las bandejas y las bebidas. “Máquina eléctrica”, una Corona último modelo, había señalado muy serio. Subrayaba que “el medio es importante”. Parecía jactarse de ello, nada memorable por otra parte. A punto está de contestarle que de la luna, pero el tipo está bebido, el chiste es malo y teme una réplica intempestiva. Busca a Hesse con la mirada.
-Es una gran mujer –dice el poeta, sin esperar contestación a la pregunta inicial. Tarda en comprender que no se refiere a Hesse, habla de la acaudalada anfitriona. –Una excelente editora y una gran dama. –Le mira de arriba abajo-: ¿Tienes editor? –No lo necesito, al menos por el momento-, le contesta.
-¡Qué dices! ¡Todo el mundo necesita un editor!
-Soy… una especie de periodista. Escribo crónicas.
-¿Crónicas? ¿De qué tipo? ¿Sociales?
-De la clase que sea. Soy un tipo versátil, nada exigente, me acomodo a cualquier cosa.
-¿Y dónde las publicas? –su tono de voz parece guardar interés ahora. “Mira que si éste escribe para…” Las apariencias engañan.
-Donde me las paguen. (No engañaban en este caso, rostro macilento, mirada pobre, expresión recogida, ropa aseada pero comprada en grandes almacenes).
-¡Un freelance! –acierta a decir el poeta, con la voz pastosa, hasta con un poco de asco. Apura de un trago el contenido del vaso corto. Le dirige una última mirada en silencio, reprobatoria, se aleja de la mugre de su escritura inútil (pero productiva).
Una mujer escotada, vieja, teñida de rojo, con papada de pavo y un vaso medio lleno de whisky en la mano se está acercando hacia él. Huye en diagonal hacia el ángulo opuesto sin darle tiempo a abrir la boca gallinácea.
Se respira una euforia mal disimulada, un nerviosismo colectivo ante la perspectiva, esta vez sí, de saber que va a vivirse un hecho histórico, esa especie de acontecimiento que instaura un mojón en la cronología del mundo. Alguien enciende la TV. La pantalla se enciende de claros y oscuros. Unas sombras, apenas perceptibles, descienden de lo que parece una araña gigantesca, se mueven, mancillan la noble luna.
Esos buzos siniestros hollan lo virgen.
Dan escalofrío.

jueves, 27 de octubre de 2011

HESSE 18

Conversaciones con Yeats. ¿Qué tal se da eso de convivir con el apellido del vate irlandés?
-Ha impedido de modo fulminante que publique una sola de mis malditas poesías.
-Podías haberlas publicado en City Lights Books.
-Sólo soy un maldito librero.
-Nunca es tarde para publicar poesía…
-¡Menuda presunción a mi edad! Sólo creo ya en la fábrica del lenguaje y no en las emociones del mentiroso que se vale de él para narrar entuertos o apostillas.
-Pues transforma la poesía sólo en lenguaje.
-Por entonces ya había demasiados poetas en cualquier parte del mundo. Ahora no me interesa nada más que la poesía oral, la de las montañas… Tipos barbudos y desnudos al sol, mujeres libres a la intemperie, con los senos al aire y los ojos limpios, gritando sus versos… a la nada.
-¿Qué demonios de poesía es ésa?
-La que no precisa ser escrita. Escúchala, deja que el aire disuelva su sonido. No la escribas. Transmítela de viva voz.
-Volvemos al Medievo analfabeto y memorión, al sonsonete, la musiquilla juglaresca, recitadora.
-Deberías saber que hablo de una poesía sin rima, desprovista de la artificiosa métrica, esa especie de ganchillo moderno para viejas indignas y letradas y sonetistas varios. ¡Bonita artesanía!
-¿A qué nos enfrentamos, entonces?
-A un salmo profano y abrupto que celebra un mundo indecible. Y es posible que, una vez escuchado, te olvides de él inmediatamente.
-Una cultura sin tradición…
-Una sucesión sin imposiciones.
-¿Y dónde quedará la memoria de las generaciones venideras?
-Amigo, algo sucederá, una especie de monstruo inagotable venido del espacio, o por el espacio, que almacene la memoria de todos nosotros. Lo más hermoso… sería partir de cero. Dejar que se enfríe otra vez la maldita roca, que fluya el agua… A rodar.
(…)
-¿Qué hay de The rats?
-¡Hideputa!
-¡Toda la vida de lector lo he sido, amigo!
-¡Qué diablos…! ¿Cómo te has enterado?
-Era fácil hacerlo. No conozco un solo librero que no haya escrito una novela… O lo haya intentado al menos. Aunque, preciso es reconocerlo, todos tenéis la magnífica decencia de destruir (despedazar, descuartizar, exterminar, extinguir) las poesías de los veinte años, y aun de los treinta. De eso no dejáis rastro.
-¡Quemé todos los ejemplares de esa maldita novela!
-Menos los treinta y seis que se vendieron (uno de ellos a la Hesse) y dos docenas más de procedencia dudosa que acabaron en uno de los puestos de libros de Broadway con la 42.
-Sólo me sirvieron para beberme un par de cientos de litros del mejor whisky durante las bacanales de Partisan review, a finales de los cincuenta. Era un joven prometedor al que invitaban para regodeo de las lascivas miradas de Gore Vidal y García Capote: tenía la cara limpia y suave como la porcelana: se derretían al mirarme. Y, de otro lado, ¿por qué no? Igual terminaba escribiendo la gran novela americana aún por descubrir, A death in the family, The great Gatsby, The naked and the dead, The wild palms, The sound and the fury… Amigo, aquello era beber… ¡y no los biberones de estos años confusos!
-1951… Buena cosecha: The Catcher in the Rye.
-¿Ves? Ahí tienes la verdadera explicación de que sólo se vendieran treinta ejemplares de mi libro. Y quince de ellos a mis por entonces desdichados vecinos de Columbus Park, que no dejaron de comprarlos, aunque a regañadientes. Siempre se termina estafando a los que tienen más cerca…
Es el verano del 70. Sin Hesse (sobrevolando planetas en el cosmos, buscando tierras azules, chocando con galaxias, alejándose de esas falaces estrellas llenas de ruido y horror). Cerca de la medianoche, The Green Train ha cerrado la puerta; su dueño ha apagado la luz. Sentados en el suelo, contra la pared cerca del mostrador, la joroba animal en sombras de la máquina registradora, el olor a papel… La botella de ron también en el suelo (ya a medias; escancia, cobarde). Durante el día ha hecho un calor tórrido, pero ahora la brisa que sube de los muelles del East River ha refrescado algo la noche neoyorquina. El aullido de las esquinas, la rodadura del asfalto, el ruido incesante de la ciudad llega hasta aquí. Los dos hombres beben directamente por el cuello de la botella. La tenue luz del exterior se filtra por los cristales y deja ver en las lenguas de las sombras los lomos de los libros alineados sobre los estantes. De cuando en cuando los faros de un automóvil que cruza la calzada proyectan bandas de luz amarilla sobre el techo, y entonces él descubre en esa semioscuridad cálida y acogedora la milagrosa intimidad que puede alcanzarse algunas veces con otro ser humano. Gusta de esos raros momentos de falsa eternidad, morosos hasta la extenuación. Sobre todo él, que su pensamiento discurre en todas direcciones, nunca sin atenerse, acogerse y claudicar en una sola idea esencial. Siente de tal proximidad a este vendedor de libros con toda su cultura libresca y honesta a cuestas que su efecto es mucho más contundente en esos instantes que el licor marino que le quema la garganta como el fuego. Luego de un par de largos tragos Yeats está a punto para la añoranza, o quizás sólo sea una mirada retrospectiva hacia unos años menos taimados que los actuales, lo cual no deja de ser una simple presunción, una actitud mendicante ya, cuando el pasado intocable es mirado por ojos complacientes, nada adversativos a lo que somos, a lo que creíamos que éramos. La oscuridad nos une. Emergemos a la luz merced a los libros, y un poco gracias a la vida. Al lado de este hombre culto, de modales suaves que esconden una energía interior que a pesar de sus esfuerzos flamea en sus pupilas, él halla todos los puentes garantes a un entretenimiento plástico e intelectual de décadas atrás o del mismo presente. Logra entender su época… y puede entender la suya, de la que él todavía participa, formas atenuadas de una rebelión de lo yámbico al ritmo bop. Leyendo a Yeats no pienso en Irlanda, sino en aquel verano en Nueva York. Les rodean los libros. Miles de ellos. Usados y acabados de salir de las insaciables prensas, un olor alborotado a papelería que llega hasta a embriagar a quienes han hecho de los libros la auténtica ventana abierta al vendaval de la realidad pasada y presente, una ráfaga de aire que alivia las telarañas de un pensamiento demasiado propenso a quedar encerrado en uno mismo. Títulos y autores se hermanan en esta fábrica de sombras donde yacen en la misma pretensión de comunicarnos su gracia, quieren desvelarnos con sus discursos de mono gramático, pero ahora están silenciados por las cerraduras de sus tapas, por la falta de luz que los ahoga en una mudez enigmática.
-¿Sabes que la mayoría de gente que compra libros los abre una vez, leen una línea, suspiran, cierra sus tapas y no los leen jamás?
-Algo de eso me figuraba al oír cómo piensan, cómo hablan, qué compran... ¡Y lo que escriben, dios! ¡Está muerto antes de nacer! Así son de rancios…
-Se vuelven escépticos, profesan un cinismo de vía estrecha mientras sus apariencias proclaman suficiencia… ¡cuando en realidad ocultan una supina ignorancia!
-Esas inquietudes de librero comprometido con la cultura de su tiempo me divierte mucho…
-También tú eres un comprometido con ella, amigo. Ya sólo crees en eso. Es el único compromiso ético. Todos los demás acaban en uno de los dos lados de un billete de banco.
-¡Escancia, cobarde!
-¡Qué diablos, la botella está vacía!
-¡Coge la segunda! Detrás del Melville de la Modern Library.
THE RATS, (Meadows Books, New York, 1951.)
A novel by Raymond Yeats.
218 pages. 6,50 $.
“Then, I lived in New York with a cat as mad as a hatter and about 3,000 books, a typewriter, two shirts, three trousers, four shorts, one dollar...
I was a writer… Well, a ghostwriter really.
One day…”
And so on and so forth…


Pero el lenguaje flaquea, miente, confunde… De nuevo Malenbranche: la palabra le fue dada al hombre para ocultar su pensamiento. Escribe especulaciones, la única gestación posible, y, respecto al lenguaje, que sea sólo el camino, la vía por donde aquél discurre. En este mundo caligráfico, ortográfico, morfológico y sintáctico lo que deviene al final es la superchería y ganas de enredar.

-Las cosas no se van a resolver por sí solas. ¿Dónde te crees que estamos? Esta es la realidad, querida, una putrefacción bajo el sol, que saca a la luz la miseria escondida, nos revela el cinismo milenario de una naturaleza caprichosa e injusta. No es este un teatro donde pueda acaecer el deus ex machina. Aquí el desastre no tiene solución… A menos que pienses que la posteridad corrige la tragedia, endereza reputaciones y castiga la injusticia.

¿Te acuerdas? Hacía una semana que nos conocíamos. Yo todavía me extraviaba en el metro. Y cualquiera pregunta a los neoyorquinos… Si vas a Queens son capaces de enviarte a Jersey, ¡y cómo te hablen por el colmillo estás listo, no les entenderás ni una palabra!…. Siempre con sus malditas prisas a ninguna parte, porque, en el fondo, jamás salen del laberinto. Me gustaría verlos a vista de pájaro, desde las alturas: van y vienen, y sus trazados caprichosos o arbitrarios terminan dibujando unas correrías desconcertantes: salen de sus apartamentos o sus casas de las afueras, andan y desandan las calles, trabajan, compran, comen, vuelven a andar y desandar, llevan cosas en las manos, aceleran la marcha, se detienen en los pasos de peatones, cruzan entre automóviles, miran adelante, uf, que hormiguero. La noche los inmoviliza, al menos a la mayor parte de ellos. Duermen, van hermanándose con la muerte.
Una semana, en Nueva York: casi eras irreal, tan distinta a la chica casada de Suiza. Pertenecías a todo aquello, a ese abrupto paisaje de piedra, montañas de arenisco, kilómetros de cemento, toneladas de acero y mármoles pretenciosos a la entrada de las cuevas.
-¿A qué piso, señor?
Mira al ascensorista. Es de baja estatura, casi un enano, y tiene la cabeza cubierta con un gorro puntiagudo de color gris (¿o verde?). Parece un gnomo.
-No sé. El último de todos.
-¿Qué ocurre? ¿No tiene nada que hacer y nos vamos de excursión…?

La misma lentitud de las aguas de los dos grandes ríos, buscando el océano.
Ha cruzado el puente de Brooklyn siete veces en ambos sentidos. Y nunca vio la ciudad mágica desde este lado.
Y eso era lo verdaderamente fascinante.

También ella podría hacer alguna caricatura en ese café de la calle Macdougal.
Uno de sus clientes, mientras sorbía su café, hubiera podido ser Ginsberg.
A finales de los cincuenta, aun ignorando que iba en busca del príncipe azul a cada paso que daba por las calles de Manhattan, era capaz de recorrer los tres kilómetros que le separan de Times Square hasta el Village en menos de treinta minutos. Era capaz de hacer cola durante una hora a la puerta del Bitter End, en la calle Bleecker, donde un tipo inteligente llamado Woody Allen encadenaba chiste tras chiste sin el menor aspaviento y una taza de café de cincuenta centavos te daba para un buen rato sin necesidad de pensar en nada más, y nadie te daba prisa para que levantaras el culo de la silla.
La política, cualquier atadura de tipo social, sólo eran un estado de ánimo.
Así eran los tiempos.
-¿Hablamos de alguna especie de correlato moral?
-Depende… Supongo que no. Bueno, lo que quiero decir es que nunca me habían preocupado esas cosas. Quizás ahora, sí, es posible que sea de ese modo, la sociedad actual, sus problemas. Claro, pienso en ello, naturalmente. Pero antes, no, no creo.
-Una suerte de compromiso.
-¿Compromiso? Es difícil saberlo… Cuando una trabaja se ensimisma, yo al menos. Estoy encerrada en el taller, rodeada de materiales, “concibiendo” su ordenación, hasta su sitio exacto en la forma final de la pieza, por así llamarla… Sólo veo la obra gestándose, no puedo pensar en otra cosa, así que no creo que eso signifique algo así como un compromiso. No, no lo pienso de esa manera. En todo caso, sería algo muy inconsciente, muy escondido, larvado…
-Ni siquiera cuando regresó a Alemania.
-Estaba confusa entonces. En 1965 no sabía que era escultora. Dibujaba más que pintaba, algo que en el fondo no me atraía. El dibujo era lo que me interesaba, y ahora comprendo la razón: en el futuro podría aplicar ese entretenimiento, por así llamarlo, a cualquiera de las dos disciplinas. Luego pinté unas acuarelas, algunos cuadros. Pero… comprendí enseguida que necesitaba el objeto más que la línea o el trazo para significar lo que quería decir, o al menos para empezar a crear algo que valiera realmente la pena.
-¿No sintió nada en especial al pisar suelo alemán? ¿No recordó a su familia extinguida por los nazis?
-Por supuesto que sí. Hice algunas averiguaciones, supe más cosas de las que sabía hasta entonces. Rastreas datos, antiguas identidades. Hablas con gente de la época de la guerra… Pero eso fue todo. Descubrí que hay que mirar adelante. Intentarlo, siquiera; a pesar de los recuerdos dolorosos, seguir adelante es lo fundamental. Las huellas de mi pasado serán las que yo deje en el futuro. La cadena se rompió.
-No sabemos cuando llega el futuro.
-No, pero es la única puerta que todo el mundo se atreve a abrir sin temor, todos quieren atravesar su umbral.
-Un deseo absurdo, desde luego.
-Claro. Lo que importa es el trabajo diario, lo que creas con las manos.
-Es suficiente con eso.
-Sí… Debería bastar al menos.
-Sí… al menos eso.

miércoles, 26 de octubre de 2011

HESSE 17

Indiferente a lo estéril e infecundo, aún tuvo tiempo de atisbar a la gente groovy con sus camisas de flores, las torpes guitarras y los cantos bienintencionados. Acabando los sesenta, unos años después de llegar de Alemania, ya sin ataduras sentimentales, más de una vez contempló largo rato, incrédula y fascinada, la pacífica y vistosa muchedumbre en torno a la fuente Bethesda en Central Park. Se sentía ajena, no obstante, extraña ante los cantos y los atuendos. Y otro domingo bochornoso, de calor húmedo, sin nada mejor que hacer al salir aburridas de un cine refrigerado, antes de anochecer, merodeaba en compañía de P., R. y B. por St. Mark’s Place, en la parte baja de la Segunda Avenida, donde se reunían los conversos más concienciados, sin lograr adivinar en un sentido estrictamente artístico la bondad de lo que contemplaba. A la semana siguiente, se desentendió de toda aquella estética juvenil poco adecuada al aluvión de ideas y presentimientos plásticos que pugnaban en su cerebro. “Son materiales lo que necesito”, se decía una y otra vez. “Me bastará con eso.”
Al diablo con las canciones.
Sustituye las flores por el hierro, el óleo y el barro por los nuevos materiales, la química del mundo que se avecina, los caprichos, los desastres.

Paisajes de solación.
Beckett: ella sólo asiste a las representaciones en el Off-off y, contadas veces, a las del off-Broadway en alguno de los tugurios experimentales y decididos del Village y los locales más aseados diseminados por las inmediaciones de Washington Square. Sospecha de lo oficial, de lo “bien escrito”; desde luego, del teatro, el cine o el arte de entretenimiento.
Es una peripatética a ratos infantiles: crea sus propios juegos.
En efecto, han asistido otra vez a una representación de Final de Partida. Le subyuga esa obra. A él, le inquieta.
Sobre un escenario predecible en la obra de Beckett (las ruinas bombardeadas de una ciudad se dibujan sobre los decorados del fondo), Hamm y Clov monologan, dialogan… sentados, de pie, mientras andan (en realidad, Hamm se arrastra como un animal herido sobre las tablas).
Haces de luz azul que simulan reflectores iluminan desde los extremos la escena de un acto único, sin intermedios.
¿Y ahora?
Nada.
¿No hay gaviotas?
¡Gaviotas!
¿Y en el horizonte? ¿No hay nada en el horizonte?
¿Pero qué quieres que haya en el horizonte?
Etcétera.
Se hace la oscuridad.
Todo acaba con el estridente sonido de una sirena.
Ahora son vertiginosos destellos rojos y azules.
¿Crees en la vida futura?
La mía siempre lo ha sido, dice, y vuelve la cara a un lado para que no descubra los ojos enrojecidos, húmedos ya.
Se encienden las luces de la sala: los actores han desaparecido, y unos hombres vestidos con monos verdes retiran los decorados. Es todo.
La gente sale en silencio, cabizbaja. Como había entrado.
Yo, una vez, queridos niños y niñas, había conocido a un pintor loco que pensaba que había llegado el fin del mundo. Le tomé mucho afecto. Así que me empeñé en hacerle ver algo de la realidad “verdadera” que le ayudara en sus cuadros. Le cogía de la mano y lo llevaba a la ventana: mira el cielo azul, y las olas de plata, y el trigo verde que crece cada día, y las velas blancas de las barcas que surcan el mar esmeralda, la brisa que perfuma la mañana…. El miraba por un instante horrorizado, se echaba para atrás y volvía renqueante a su oscuro rincón gimoteando: sólo había visto cenizas.

lunes, 24 de octubre de 2011

HESSE 16

-Sin embargo, se mató –asevera él.
-Es cierto. No puede estar aquí, ni en U1 ni en U3 ni en ningún sitio. Nada de nada –termina aceptando una Hesse derrotada, de un verde marciano, o venusino o…. Desdeñosa de galaxias, ya sólo cree en universos.
-¡No tuvo tiempo de escapar!
-Aunque, cualquiera sabe… Quizás escapó antes de… Antes de terminar. Pudo hacerlo al desvanecerse, mientras…
-Mientras se desangraba por los cortes en los dos brazos.
-También tomó barbitúricos. Eso aliviaría el trance.
-Quizás soñaba, se moría, pero soñaba.
Abandonó el hogar, las cuatro paredes de su pintura, su “lugar” de recogimiento, la capilla, el orante...
Sacrificado como un Cristo. Un mal judío: no hay cristos.
El hombre (nada menos que un hombre de carne y hueso, carne macilenta y aliento insano), en la gélida mañana de febrero: el cuerpo ya no es un instrumento de goce; todo lo contrario, cerca de los setenta años se está rompiendo por todas las costuras, hace aguas, se resquebraja como un muñeco viejo, un fardo torturador e inclemente que hay que cargar a las espaldas nada más abandonar la cama. Ya no sirve para gran cosa. Hace tiempo que se ha vuelto impotente. Por supuesto, nada de alcohol y tabaco, dictaminan. Por supuesto, nada de esto y lo otro… Por supuesto, bebe y fuma más que nunca. Por supuesto, prefiere morir como es debido. Por reacción. Como un hombre. Que se vayan al diablo los malditos momificadores, taxidermistas del alma. Tiene que valerse de asistentes para pintar que, aun monaguillos sumisos, son manos ajenas profanando el óleo sagrado, y revisten la realización de los cuadros de una especie de sacrilegio.
Miércoles. Demasiado tarde para este nietzscheano con gafas de culo de vaso. Y ese estudio de la calle 69: un antiguo garaje inhóspito, helado, bajo la niebla de una claridad de metal, de cúpula inalcanzable que se eleva cerca de quince metros; allí ha dispuesto la última guarida: una cama, y la zona del baño, siempre hedionda, y una cocina desangelada y sucia donde nadie supo nunca que se guisara un plato. En ese rincón prefirió yacer en su última noche. (Mayo, 2007, Sotheby’s subasta uno de sus cuadros… ¡y lo vende por 75 millones de dólares!). La última cena (compradores de arte, marchantes de hombres, tomad nota): un frasco de barbitúricos, un vaso de agua, la cuchilla a un lado. Se desviste mientras hace la digestión del banquete. Coloca los pantalones de artista obrero manchados de acrílicos en el respaldo de la silla desvencijada. Sin prisas, sin miedo, se corta las venas azules. ¿Eres un verdadero shojet? Veámoslo. Brota incontenible la sangre roja. El hombre herido, en calzoncillos, se tiende con los ojos cerrados sobre el frío suelo de cemento y estira los brazos desnudos, mojados por la savia tibia que mana de él mismo y que nada ha de vivificar. Ya no siente el frío.
Muerto, tendido en el suelo, parece una cruz.
-Pues he visto a R. –asegura con una expresión angustiosa Hesse (entre verde y oro ahora).
-No me confundas. Según las estrictas reglas, que, te recuerdo, tú misma elaboraste, no es posible el viaje entre los U. Una vez muerto, al hoyo. Y punto. No hay excursiones que valgan. Hay que espabilarse antes de que empiecen a tejer y destejer las parcas.
-Y, sin embargo -dice con voz débil-, lo he visto. Puedes estar seguro. –Ve su faz lívida, su figura de sombra. “Más tarde o más temprano ha de disolverse en el polvo cósmico”, se dice. “Su palidez asusta, ya es casi fantasmal.”
Puede que a quien haya visto el suicida sea al engreído y melifluo teólogo Kierkegaard, glosador incansable entre citas bíblicas: hace de lo personal una religión universal mientras otros pagan sus deudas de café; y en sus años finales, cuando comprueba aterrado que tendrá que trabajar para ganarse el sustento opta por ser un hombre enfermo, pues del alma ya lo era: mal asunto. De este pastor de impotencias extrae el místico pintor, siempre con la pesada piedra judaica a la espalda, la idea del sacrificio.
¿La ofrenda por el pecado de sus cuadros? Él mismo. El padre debe amar a su hijo, pero si el dios lo pide, debe matar a su hijo.
Abraham, Abraham, atrona la voz del terrible Yahvé.
¿Qué mejor hijo para el sacrificio que tú mismo de ti nacido?
El acto de pintar es, en realidad, una forma de entender el arte, de reafirmarse en unos principios que, sí, en ocasiones alcanzan lo teológico: una ronda en torno a la muerte debería ser la creación, un sacerdocio que ilumina las tinieblas en pos de lo trascendente.
Pero, ¿no era el arte una fiesta?
Lo dionisíaco frente a la mesura de lo apolíneo…
Los cuadros de Rothko me resultan borrosos, como envueltos en una bruma que los vela.
La turbiedad de su conciencia: he aquí a un hombre que no es religioso y mantiene la espiritualidad del arte como primera condición para su ejercicio.
El humo de la carne quemada en los crematorios de Auschwitz y Treblinka enceguece la súplica cromática.
Lo santo y lo luminoso. En un hombre cuyo remordimiento llegaría a costar millones de dólares.
¿Un sacrificio? ¿A estas alturas?
(El hombro: me duele, dice Hesse. Un brazo inflamado. ¿A qué viene ese decaimiento? 11 de la mañana, domingo: no se percata de la presencia del falso testigo, apoyado en el quicio de la puerta con la taza del desayuno en la mano; ve que se sostiene en el borde de la mesa, como esperando que se disipe un mareo. Dos días más tarde: la pierna; me duele, dice. Una semana después: veo mal con el ojo derecho, creo que he perdido vista, susurra una noche, antes de acostarse. Duerme mal. El Testigo nota como se mueve una y otra vez de un lado a otro de la cama. A la mañana siguiente, otro domingo, 11, temprano, se levanta con media cara insensible. En la cocina: ha perdido el sabor. “Ponme más azúcar”, pide. Ya le ha puesto tres terrones en su taza. “No sabe a nada”, se queja. La cara asimétrica. Afuera, Nueva York, una trepidante polisemia que no se detiene en este domingo soleado, transparente, extrañamente silencioso.)
Ella, que tan firme la sostenían las columnas de sus piernas sobre el duro granito: elevaban la isla magnífica.
Y un día: insuflan aire en su cabeza, como si hincharan un globo. Así, localizan al intruso: exploración de contraste.
Ahí está, ¿de dónde ha venido? ¿quién es?
Ha nacido de repente, se hace fuerte, vive, crece, va a matarte.
Hija de Dios: he ahí el hijuelo, y en tu propio cerebro: el sueño de la razón produce monstruos.

sábado, 22 de octubre de 2011

HESSE 15

Ha decidido almorzar con ella en Marine Stock, un restaurante cerca del City Hall. Esta vez es puntual. Llega vestida con minifalda, con grandes círculos de color (amarillo, azul, verde) estampados en el tejido. Una blusa blanca muy liviana cruzada de diagonales negras, de mangas en forma de campana, desciende desde el cuello abotonado hasta el cinturón ancho y rojo que rodea la cintura. Muy pop las dos prendas (recuerdan el envase de una marca de cereales para el desayuno). Se ha cortado el pelo. Aguardan turno en el restaurante. Cuando se sienta en un taburete en forma de seta, a su lado, en la barra, experimenta una gran fatiga. Por la mañana ha estado dando vueltas por Rockefeller Center, donde examinaba los relieves de Noguchi. Ella sólo pide tarta de manzana, hace un gesto de fastidio y declara abiertamente que no quiere saber nada de Noguchi, al menos este Noguchi tan americanizado. Él, aunque sin apetito, pide una hamburguesa con lonjas de tocino, col agria y mostaza. No se siente inspirado, así que guarda un silencio absoluto. Deja casi toda la comida en el plato. Pide un café y paga la cuenta. Ella le mira con absoluto desprecio. La devuelve al SoHo. La ha hecho venir para nada. La ha resucitado. La ha vestido para nada. Le ha hecho entrar en un restaurante sin interés para nada. ¿Qué puede inventar? La deja ir, pues no hay nada que hacer. Un acto fallido. Deambula por Chinatown. Vuelve a TriBeCa. Al final acaba en una cafetería donde traspasa la línea roja y se toma tres copas de bourbon ante la mirada asqueada de la camarera que le sirve con gesto de hastío, una mujer delgada y ojerosa, con el pelo color zanahoria, ya cerca de los cuarenta. La chica más guapa y la nariz más respingona de Milton, Virginia, hija de John, empleado en una gasolinera, y Karen, ama de casa, triunfando en Nueva York. Y una mierda, nena, ¿qué esperabas? (Todo, menos la mierda). A punto está de decirle, recorriendo con los ojos de arriba a abajo su figura desmadejada: “Tú, no lo entiendes, triunfadora” (bueno, a fin de cuentas ella lo ha conseguido, vive en Nueva York, en un edificio desvencijado del Bronx tan lejos de la calle Barclay como dos líneas del metro y un par de autobuses a primera hora del amanecer y otros dos autobuses y un par de líneas de metro a última hora de la tarde, ha triunfado como camarera: viste un bonito uniforme y se encasqueta un coqueto gorrito a rayas de color rosa). Él, ni siquiera eso, es un turista encubierto de ocio y seriedad con una pluma en la mano, el arma más pusilánime: piensa en ello; intenta escribir algo que tenga sentido con un bic de tinta verde americano (diez centavos) en el pequeño y colegial cuaderno de notas de tapas blandas (veinticinco centavos). No lo consigue. “Anduve como un loco, matándome.” Etcétera. En la estación elevada de… Etcétera. Sale. Acaba más abajo de Canal Street con la boca llena de polvo, polímeros y venenos escondidos. Luego, se detiene un rato mirando las obras de las que serán dos fantásticas torres de cemento, hierro y cristal. Se dice que cambiarán la fisonomía del skyline de la ciudad, al sur de Manhattan. Un símbolo eterno, imperecedero de la ciudad de los rascacielos su emblema milenario. 11 de setiembre de 1969, a media mañana, calor, humedad, hastío.
Lo imaginario no suplanta decididamente la realidad, pero la amplifica neutralizándola: la verdadera máscara es el rostro.
Hurga en lo que hay debajo.
El discurso de lo surreal avala tus labores de artista, autoriza el hoyo donde escarbas.
Y puestos en el lugar del sinsentido, defenestramos toda teoría, desdeñamos la proclama sabihonda capaz de prestigiar la nadería.
De ella, esa mirada suya tranquila de ayer horada sin saber el mundo enrevesado de hoy, un mundo que erosionan los vastos desiertos sin ella, un mundo y su caos adonde no puede volver para abolir dogmas y creencias tambaleantes con su propia, personal y poderosa incertidumbre, ni puede describir, ni sentir, ni tan siquiera representar mediante una refutación (ahora absoluta) que niega sin más lo literal, contradecir la misma vida con no-significados, pervertir la imagen con el improperio de lo ininteligible, burlar el arte con la mofa de la nada que discurre entre sus dedos como agua oscura, como la misma vida que de ella escapaba a raudales, sin compasión, bárbara muerte en la luz azul, en la tarde amarilla y quieta, en la pausa negra de la noche, sobre ella una cascada de crímenes por segundo…
Ethos paciente: mira desde cristales y plásticos el futuro que era el presente suyo.
Nos mira tan de lejos… Desde lo irracional: cabalga, por ejemplo, a lomos de la luz de una estrella muerta que ahora después de un millar de años alcanza el cielo del planeta.
Miraba siempre como descubriendo, hilaba aceros o material del siglo XXI.
¿Ella? Una hamletiana a la que las calaveras tampoco le dan miedo.
Electra agazapada: de manos inocentes, sólo manchadas por… ¡el arte!
Soñó: la hija salvaba al padre del torbellino de las aguas de la noche, envuelta la pesadilla con los colores de Gericault, cadáveres macilentos teñidos por la luz de la luna.

jueves, 20 de octubre de 2011

HESSE 14

Salen de la 75 camino del Whitney, en Madison. De nuevo insiste en visionar algunos de sus secretos. La mole de granito y hormigón de Breuer, escalonada y de ventanas inconcebibles crea una panorámica en esta parte de Madison Avenue que desdice las fachadas aburridas, monótonas y opulentas que le secundan calle arriba y abajo.
Cruzan el vestíbulo. (En ese momento se da perfecta cuenta de que es un acompañante falso. “Desaparece”, ordena. Ya es invisible. Sólo Hesse.)
La artista suspicaz se detiene ante Los esponsales. De Gorky.
¿Qué sabes de Gorky?
Deglutía los patterns freudianos, lo esquizoide asomaba por el rabillo de sus ojos, el cielo áspero y la tierra quebrada del armenio, y, sin embargo, resolvía silencioso una obra luminosa en crueles o plácidos amarillos Vermeer, alejado ya del pastiche de aficionado receloso.
Un tipo torvo, bien preparado para el golpe, como todos aquellos que saben que la muerte no jugará con ellos al maldito escondite, que saben desde antiguo que más tarde o más temprano ellos mismos acabarán con su vida. La prueba final de un desafío a una vida siempre a rebosar de quebraduras y absurdas mortificaciones.
¿Cuándo se mata?
Poco después de saberse un trasto irrecuperable (cáncer, accidente de automóvil, el cuello roto).
¿No es eso jugar con ventaja? Lanza al mundo sólo jirones, unos retales de la existencia maltrecha y pendular entre la sobriedad y la fanfarronada.
Pero ese exterior plácido, bonancible, la mirada del niño sin tierra que contempla la línea del horizonte… Inventa los cromáticos subterfugios.
Esa amalgama antropomórfica que subyace tras las líneas del dibujo uniforma un discurso plástico cercano al drama existencial, tan alejado de la tragedia del Guernica. “Han sido mis acuarelas”, dice Hesse condescendiente. Pero también con un poco de excentricidad: prefiguran a Basquiat, a tantos otros. Todo lo suyo ha sido transversal, señora.
Ha visto a Hesse como una hada en busca del hálito: pues, obediente, él había desaparecido y la había dejado sola, viéndola cruzar a buen paso una de las salas, pasar de largo, liviana. La sigue a distancia. Va apresurada. Frente “a las estatuas”, acaso con miedo: huye de las pavorosas carnosidades de bronce de Lachaise, de Lipchitz y Archipenko, de la “madre y el hijo” de Zorach que han de constituir tu pesadilla de esta noche, una parada de monstruos que poblaran tus sueños de seres deformes e irreales, una carnaza para el deseo extravagante y medieval de los goliardos.
Hesse: la representación mata, el bulto aterrador de la masa destruye la veracidad del discurso de la forma. La sugerencia por muy brutal, hermética y extraña materialmente que fuere ha de salvar tus ilusiones.
Aunque acaso otros sean los monstruos, como bien supo retratar ya antes la chica seria de los Nemerov con la Leica colgada del alma, una Arbus todavía inocente, de su propia vida y la de los otros trastos andantes, sonrientes, indefensos…

lunes, 17 de octubre de 2011

HESSE 13

Una razón de ser: he aquí los fundamentos:
Es, dijo uno (o una) con la copa en la mano, bañado/a por la irreal luz de los 100 vatios, rodeado/a de periodistas escépticos, espectadores y otras gentes de pelaje artístico y/o comercial. Ella ya estaba muerta. Deambula el Testigo entre los figurantes de la plástica necrofilia. La exposición escatológica, por ejemplo: Eva Hesse: A Memorial Exhibition (Solomon R. Guggenheim, Nueva York, 1972.)
En realidad (es decir, en cierto modo, lo que parece, lo evidente…) es que la artista se halla por encima del Objectum. Digamos que el Subjectum sustancia la morfología de esa biología pensante en forma de trastos: dirige la construcción/disposición matérica en todo momento (diga lo que diga ella para marear la perdiz), el fundamentum de estas esforzadas maniobras es el sujeto, espectador/quien contempla, a su cerebro va proyectada la bala: la obra es el Mac Guffin. La eidos que esconde la turbamulta del objeto, lo efímero, es su verdadero arte inmortal.
En el fondo, no es nada romántica.
No va pintada, a pesar de ser bonita: otro gimmick.
Es una lógica, le aterra lo inductivo.
Duda: dilemas: trilemas. Todo es un enigma. Incluso los sentidos lo son. Si se ve ella misma, se aterra de su poquedad, de lo azaroso de su existencia: ¿podría trasladar su pequeñez criminal a lo universal? ¿Su obra es el testimonio de una experiencia particular?
Más a gusto se siente lejos de la heurística y laborando inmersa en algún proceso lógico.
La Hesse deductiva hurga y roba del mundo para amontonar su pequeño castillo de arena: sigue siendo la misma niña de Coney Island que vigilaba con el cubito azul y la pala roja en las manos artesanas que nadie pisoteara las almenas de su fortaleza dorada por el sol de la playa.
Y, sin embargo, el azar…
Todo es la realidad del mundo. Por mínima que ella sea, es un apéndice irrebatible de él.
Albers, dios encorbatado y pulcro de la razón, acompañaba a Hesse a la puerta guardando todos los miramientos, a pesar de su repugnancia por lo altisonante y desbarajustado de la obra en ciernes de la artista condenada. Cerraba el docto profesor y artista meticuloso tras de ellos con siete llaves el despacho tutorial rebosante de libros, mesura y ordenadas geometrías coloristas: “Hágame caso”, dictaminaba, “no se deje embaucar por la mera eufonía del caos, nada de ese desorden debería complacernos… Es una trampa saducea.”
A ella, se lo decía a ella, que sentía las células de su cerebro en plena correría, revoltosas y rebeldes, de aquí a acullá, aprendices de saltimbanqui criminal.
Desde lo alto del magisterio impecable, la corrección y la frialdad del sacerdocio edificante, encubierto por la discreción acusadora, la mira con pena mientras ella desciende al abismo de la entropía por derecho propio, rauda como el brillo del cuchillo.
El hombre respira teoría, cientifismo. La suya es una razón bien desvelada, nada de sueños ni de monstruos: la mente sabia, el ojo alerta, la camisa bien planchada, todo bien programado, lejos del chafarrinón.
Ella bajaría al infierno de las analogías, del símil indescifrable por la hondura de sus raíces. Perfecto juguete para el ajedrecista Duchamp.
Manoteaba en las olas del caos.
Es una bracera del alma, de lo que no se ve y es imposible representar con la sombra y la silueta platónicas. Y el crisol de donde extrae la leyenda humea dolorosos venenos:
Extrae la pócima sacrílega, reta a lo desconocido, blande la espada contra los más formidables enemigos de la convención y el plagio en pos de la piedra filosofal de lo extraordinario, lo oculto, lo real lejos de la mimesis.
¿Qué otra cosa podía hacer? Su lenguaje es el de una Eva recién despertada, aún con legañas en los ojos, maravillada por un paraíso donde a todo había que ponerle nombre.
Sabe lo que le espera: “Por Dios, que no sea demasiado rápido. Sólo quiero un poco más de tiempo…”
Ni hablar. Ya sabes como se las gasta Yahvé el Iracundo: a cuchillo, a sangre y fuego celebra degollinas, se complace en carnicerías y mil sacrificios, quema su cólera la pobre piel humana de niños y mayores, por no adorarle, por no postrarse de hinojos frente a él, el Sapientísimo, el Único, el Hacedor de Todas las Cosas.

domingo, 16 de octubre de 2011

HESSE 12

Las perversiones artísticas no deberían andar lejos de una sexualidad liberada del tabú o la inmensa falsedad de una decencia que termina desexualizando al individuo. Una moral equivocada redujo al cuerpo a la mazmorra del miramiento cuando debió ser siempre un instrumento para el placer en alianza con un pensamiento libre y reflexivo.
Nada en el cuerpo es culpable. No hay pecado original. Y todo en el arte es sensualidad.
Nada en la creación fue susceptible de corrección: lo adaptable sólo exigía tiempo, nada había de predeterminación.
He aquí, por tanto, que un arte pródigo exige la desinhibición absoluta: un arte de los sentidos que no repugnara de lo racional, la emoción corregida por la regla llevada al paroxismo: ninguna regresión debería ser contemplada ante el vacío y la angustia de un cuerpo único y consciente, irrepetible, desnudo, vulnerable y finalmente destruido frente el mundo y su destino cósmico con fecha de caducidad.
En un arte Hesse, en una vida Hesse, la creación es libre, el cuerpo es libre. Los modelos son inexistentes, las reglas adánicas, sin dioses y regulaciones, sin el castigo o la pena.
El arte como campo de batalla: extraer del imaginario de lo desconocido la metáfora del mundo o del propio suceso de uno mismo (sus avatares y ganancias) a palo limpio.
La única locura en este arte sólo es la liberación, la rebelión mítica. Y ello conduce a la transformación, a lo provocativo, el retorno a lo instintivo en una nueva noche de los tiempos.
Ella, la taimada kibitzer, sobrevolando las realidades terrestres, entrometiéndose en mil historias, paralizándolas en forma de arte con materiales muertos, pronto putrefactos y, al cabo, disueltos en el polvo de la nada terrestre.
Y, no obstante, existe un deseo órfico en ese heteróclito conjunto de obras, este diablo cojuelo que levanta los techos de lo visible ansía derrotar a la muerte mediante el subterfugio de la ilusión, de la magia dominguera del siglo XX que sucede y prolonga las tareas de Vermeer de Delft, Velázquez, Van Gogh y Picasso.
“Aunque, no se fíe”, previno. “Después del puñetazo en los ojos le querrán quitar la bolsa.”
Siempre van tras ella, los mercaderes de hombres: una religión llena de cepillos donde guardar a buen recaudo las monedas birladas a los otros.
Entretanto, la artista, con las mangas de la blusa arremangadas por encima del codo, la boca abierta y los ojos espabilados chapotea en la estética de la irrealidad, esculpe con la imaginación y labora con la disposición y el uso extravagantes frente a lo utilitario y funcional realistas. Lo estético riñe con correcto, aparta a manotazos aquellas de las ideas que puedan hermanarse con la geometría milenaria del orden cotidiano, la línea (el garabato imposible) platónico y equilibrado, pues el arte es la libertad absoluta de los sentidos, y ella, La Reina de lo Intuitivo, así lo cree, y en su mente libérrima baraja las cartas de Las Leyes al Tuntún.
¿Dónde está la razón?, se pregunta escéptica.
En ese momento, ya tiene ganada la partida.

Respecto al Diario…, dijo.
Sólo salpicaduras, manchitas en las grandes hojas de los días, una ingenuidad bien que justificable a causa de lo extraño de ese terrorífico e inaceptable maridaje del pensamiento con el saco de huesos, vísceras y sangre que es el cuerpo: fábrica de traición, de dolor y de muerte.
Quizás no hablamos de una secuenciación íntima, sino éxtima, un diario de sucesos visibles y sufridos, el goce pero también la tortura del cuerpo, las humillaciones, la perplejidad ante la nada, la mueca difícilmente reprimible del miedo.

A fin de cuentas ¿qué es un diario? Sólo jirones, un sustitutivo incompleto de lo que vemos, pensamos y sentimos… El decorado y los adornos de un ego estúpido: estamos condenados a desaparecer y lo que dejamos atrás será nada más que antigualla o las cenizas patéticas de quien se creía la más bella del bosque: palabras probablemente mal escritas.
Cae la piedra: sueña: hacia arriba.
Un poema de Wallace Stevens. El cuento de Parker. El cuadro de Gorky. Los seres sombra de Giacometti.
En dos años: aprender francés, ducharme con agua fría siempre y mirar a los ojos de los demás mientras hablan en lugar de a sus bocas de tenebrosa hondura.
Todo cabe en el Diario.
¡Pero jamás una flor seca, de pétalos quemados y aplastados entre sus páginas!
¿Qué pasa si acaba el tiempo… sólo él, no las cosas ni la naturaleza, ni nosotros mismos?
Salinger: orígenes: un judío taciturno, quizás.
Una mancha: partir de ahí: empieza a hablar, pronto adopta su forma, se delinea, parece salir de la pared, ya es.
El viento de Nueva York: aúlla entre los edificios, zarandea los árboles… Un gemido interminable, enloquecedor, invisible…: amenazas, duelos, la crispación latente, el miedo soterrado que la furia del aire saca a la luz.
Ciudad agrietada que, al dejar escapar humos y vapores, nunca cesa de mostrar la vida oculta y misteriosa del subsuelo. Una Nueva York subterránea e inquietante.
Noviembre: frío de veras. 11.11.1968.
16.11.1968: la niebla atrapada en las copas de los árboles en Central Park.
17.11.1968: la luz, gris; luego, la lluvia cae suavemente y hace brillar las aceras, las chapas de los autos.
21.11.1968. Postal de C.A.: en tierras cálidas. Caligrafía en mayúsculas, bien claras, sin enlaces. No desea malentendidos. Curiosamente, al contrario que Sol: letra minúscula, enrevesada, despeñándose de las líneas, alzándose como las rayas de un electro, yendo de un lado para otro…
21.11.1968. A mediodía: nubes en el cielo, claroscuros, relieves. Una orografía marina.
Y la turbiedad del pensamiento a medianoche.
El jazz es una improvisación: una inconsciencia a la que el sonido, a despecho del instrumentista, termina organizando. Organiza el caos. (¿No querría yo hacer lo mismo en mi obra?).
El misterio es lo que no vemos. En el universo todo parece extremadamente sencillo. Sin misterios, pues todo acabará revelándose con el tiempo: como toda materia que al final no puede ocultarse a un examen. El sol, una estrella, sólo es una bola inmensa consumiéndose a sí misma. Es así de simple. En términos científicos: una combustión, convierte hidrógeno en helio en una reacción inconmensurable. Luego, se agota, enrojece, se hincha como un cadáver putrefacto a punto de estallar y se apaga. No hay más. El misterio: ¿por qué? ¿a santo de qué? ¿dónde está la fábrica incesante de todo ello?
Dibujo porque me gusta el silencio…
Anotar los sueños es estúpido, como crear recuerdos falsos.
En Rochefeller Center: Holden y ella: almas gemelas. Exactamente él. No puede ser otro. Patina con arrogancia, absorto en un vals que sólo él escucha. Huraño. Navidad. Una apariencia de huérfano con poderes sobrenaturales. No sabías si abofetearlo de inmediato o invitarlo a tu cama: ambos pensamientos le excitaban por igual a la chica solitaria en busca de los personajes de sus sueños.
¿Qué más?

miércoles, 12 de octubre de 2011

HESSE 11 (Ensayos para un estilo)

A los 15 años, aún en el instituto, alguien, una profesora, miss C., larguirucha y tímida, de cabello corto y labios enjutos, mirada implorante y manos grandes, fácil diana expuesta a la mofa cruel del adolescente (del adolescente de los años cincuenta) por sus gemidos histéricos y lo estrafalario de su atavío cotidiano, le informa susurrando de una reciente exposición al margen de los canales habituales. Se ha inaugurado en la calle 9, y muestran sus obras recientes más de sesenta artistas. Todos ellos pertenecen a una nueva corriente que de seguro va a revolucionar la pintura contemporánea.
La etiqueta:
Expresionismo Abstracto.
“¿Tú sabes quién es Jackson Pollock?”.
Parecía el título de una novela, tal vez de una película de la desconcertante década de los sesenta, aún no entrevista. Cinco años más tarde, cuando el cabeza de serie de la muestra se estrella conduciendo borracho su Oldsmobile V-8, la lengua cínica de otro aspirante a genio incomprendido le acaricia el oído con sarcasmo de ofidio a la bella jovencita a punto de ingresar mediante una beca en Yale: “Estuvo en el sitio justo en el momento oportuno… ¡Y se mató a la hora debida!”
“Sí, fue el mártir necesario.”
Muertos fueron todos: el gesto, la acción, el expresionismo, lo abstracto…
Diseño.
La jovencita Hesse baja al sótano de Brentano’s, en la Quinta, después de haber salvado escaleras y columnas por doquier de la desmesurada librería. Rebusca entre los centenares de revistas. Quiere ganarse la vida diseñando. No le repugna lo efímero de una propuesta que descansa con absoluto descaro en lo temporal. Años después, el Testigo interpela inquisitivo:
-¿No sabías aún que eras una artista?
-Claro, pero el diseño es un buen instrumento plástico para ver hasta donde puedes llegar.
Qué interesante.
Se defiende con astucia: el talento reside en lograr lo intemporal a través del medio procesual que fuere. A renglón seguido menciona la Bauhaus.
Pero es casi todavía una niña. Una niña a lo Balthus, enrarecida por la extraña atmósfera que recrea los sueños.
Sentada en el suelo en minifalda, las piernas recogidas formando hueco, la seda de los muslos al aire, al aire también las bragas de un blanco inmaculado, rodeada de decenas de publicaciones de todo tipo, absorbe colores, formas, significados, significantes…
Puede que hasta tenga malas ideas.

domingo, 9 de octubre de 2011

HESSE 10 (Ensayos para un estilo)

En los primeros años cuarenta, ya en Nueva York, papá Hesse frecuentaba todas las semanas los grandes almacenes Abraham and Strauss.
Podía aprovisionarse sin temor, mantener saludable a la camada sin ningún recelo. Ese nombre rotulado en los grandes carteles concentraba todas las garantías. Sonaba bien y se escribía mejor. Abraham and Strauss: perfecto.
Hay que saber elegir.
Almacenes Auschwitz.
Agosto del 42.
Materiales Vivos.
Todo tipo de Ofertas y Grandes Oportunidades.
La espesura gris y húmeda del amanecer se apodera de los barracones de ladrillo rojo. Es como un vaho siniestro que parece desplomarse del mismo cielo sombrío.
Las hacen salir afuera. Renqueantes, hambrientas, temerosas, sin saber nada de nada, las mujeres forman filas desordenadas frente soldados armados, inexpresivos, de ojos muertos bajo los cascos de acero.
Todos los días, desde hace dos semanas, se repite idéntico suplicio en las primeras luces del alba. Luego, separan a una decena de ellas y las conducen a un barracón de forma alargada en un extremo del recinto. Jamás vuelven a ver a las que entran allí. Es como si se las hubiera tragado la tierra.
No muy lejos, se escucha una ráfaga de metralleta.
Tiene un regusto metálico en la boca, como si, sedienta, hubiera chupado las alambradas aún mojadas por el rocío y que comienzan a divisarse entre la niebla a pocos metros, alzadas sobre la tierra oscura y yerma.
Mira a su alrededor.
Una vieja, envuelta en andrajos, se ha hecho sus necesidades encima y cae al suelo entre gemidos apenas audibles.
La mujer vuelve la cabeza al otro lado, respirando el aire que viene del norte.
Pero hasta esa parte llega el hedor.
Entonces se da cuenta de que otra prisionera, aún joven, en la fila próxima, le mira directamente a los ojos. Tiene su rostro una expresión infinitamente triste, como si todo el asco, la podredumbre y la corrupción universal hubieran desfigurado ya para siempre el menor vestigio de perdón hacia sus semejantes en el cerco de arrugas de los ojos, en los repliegues oscuros de las mejillas caídas.
“Irene Nemirowsky” (judía rusa), le dice la desconocida tendiendo la mano, al tiempo que esboza una débil sonrisa.
“Helen Hesse” (judía alemana), contesta con voz temblorosa estrechando la mano tendida.
Ahora saben ambas que ese día es el último de sus vidas. No llegaron a estar en el Revier del campo ni dos minutos: débiles y vencidas no servían para el trabajo forzado.
Sus nombres, escuchados aunque en susurros en ese helado amanecer, confirman a las dos que no fue anónimo su paso por el mundo.
En ese momento uno de los soldados, a la vez que saca una pistola de la funda sujeta al cinturón, avanza hacia el bulto caído en el suelo, tan cerca de ellas que los harapos pestilentes que lo envuelven tocan sus pies.
Helen Hesse cierra los ojos. Aprieta los puños con fuerza.
Irene Nemirovsky no cierra los párpados, comprueba desdeñosa el miedo del mundo que calla.
Suena un ruido seco, casi como un petardo infantil, brevísimo, desconocido hasta ese instante, irreal.
Helen Hesse vuelve a abrir los ojos.
De la frente de la vieja apestada brota un hilo de sangre que pronto alcanza la cuenca del ojo abierto y se desliza hacia la boca también abierta. Ahora el olor es nauseabundo.
Unos minutos más tarde les ordenan que caminen en compañía de otras desdichadas hacia el barracón de las exterminadas. Junto a ella también se halla la desconocida, que marcha hacia la muerte con la vista fija adelante: “¿Qué me está haciendo este país, Dios mío?”, se había preguntado consternada ante la indiferencia general de una nación que había perdido el honor.
El final terrible al que condenan a sus víctimas inermes se ha gestado desde la cloaca de uno de los más señeros atributos del ser humano en todas sus épocas pasadas y, probablemente, en las venideras: odio+desprecio (al otro) comandados por una violencia sin límites.
Ahora comprenden las dos que ese lugar, ese destino que prefijara la gran diáspora, sólo es la puerta a la nada absoluta o a un infierno que se prolongara eternamente desde la tierra. A ningún sitio más: todos los dioses murieron de aburrimiento ahítos de su propia grandeza hace miles de años, y el mundo entró en la era de la maldad, el sufrimiento y el crimen ante el silencio profundo del cosmos.
El bagaje de una: la incredulidad hasta el último instante, el asombro enajenado de espanto y de miedo de una sencilla ama de casa que desde que la arrancaron de su hogar en Hamburgo y la separaron para siempre de su marido Samuel, su hijo Wilhelm y de sus nietas Helen y Evchen sigue sin comprender nada de nada.
El equipaje de la otra: Ana Karenina, los Diarios de Katherine Mansfield y una naranja. Y, a pesar de todo, no murió con el corazón endurecido.

lunes, 3 de octubre de 2011

HESSE 9 (Ensayos para un estilo)

Algo tiene de obsesivo, pero también de precaria insistencia esta forma de indagación esencial.
Hesse, al final, ya en sus últimos meses de cabeza rapada y mirada desvalida, mujer calva entre cirujanos y cristales, comprendió que no necesitaba ser artista ni poeta para justificar que estaba viva. Pero… era que moría:
“Ahora sólo quiero vivir. Ya no es como antes. Al diablo con todo. Sólo quiero respirar con la cara al sol, el corazón tranquilo, beber un vaso de agua fresca…”
Después de su primera operación, se lanzó con ganas a su obra en ciernes. La culminó con éxito: Right After. Y, luego... hubo una segunda operación. Y una tercera. Y, entonces: “Sólo quiero vivir, ya no tengo necesidad del arte y sus zarandajas…” Pero murió. Y, como diría el gran Hem, estuvo muerta.
¿Qué arte iba a sucederla? También ella lo había iniciado, atisbaría hasta las mismas puertas del arte del siglo XXI, hasta mucho más allá probablemente: la creación ya no necesita al arte para nada. Deja sobre la gran mesa alargada, rectangular, multitud de pequeñas piezas que son como pequeños párrafos, un fraseo de intenciones, unos bocetos, o un diario de formas, la desesperación, la incógnita, la ternura, el miedo… Proyectos.
Seis meses antes de todo esto.
Cuando su extraño humor lo cree conveniente, Yeats permite que los jóvenes poetas lean sus propuestas poéticas entre las viejas estanterías y columnas de hierro forjado de su librería. La mayor parte de ellos son arrogantes y bellos, elegidos por los dioses… durante unos meses. Suelen leer sus laboriosos plagios (en gran medida inconscientes) con desparpajo a veces; siempre con la solemnidad del novicio. El parto de los montes. Sólo les reconoció humildes y cariacontecidos, hasta viejos, el día que Anne Sexton, entre el humo de sus propios cigarrillos y la bruma del whisky girando en su cerebro, las piernas al aire y su mirada persuasiva dio una lectura memorable en el local atestado de curiosos, poetas aficionados y ladrones de libros que Yeats procuraba mantener a raya. Sexton… En cierto modo, ambas Hesse y la poetisa, que llegaron a conocerse (y él cree que bastante más de lo que puede sospecharse), fraguaban una terapia creacional basada en un ego malherido o, en su contrario, monumental: trasegaban, la una con objetos, y la otra con palabras, con la metonimia intelectual de sus propias vidas. En Sexton, aunque lógicamente la elusión alcanzaba un mayor grado de uso debido a la legibilidad de su medio expresivo, el inteligente armazón nunca propicia que el yo alcance a desnudarse del todo, ya que la misma crudeza de sus versos logra desviar la referencia directa lejos de su autora; en resumen, universaliza su biografía de tal manera que la confesión nunca delata a quien escribe. Ahí radica su atractiva complejidad. Hesse, aun sin deliberación, con menor complejidad por tanto, pues no precisa del encubrimiento, puede disfrazarse mucho mejor en los símiles plásticos que erige, tan difíciles de descifrar; sólo en los materiales de elección podía colegirse algún sustitutivo plástico que encarnara su temores, fobias y debilidades.
Sexton, la maravillosa: “Un poco de monóxido de carbono, bien dosificado, no le hace mal a nadie…”
Un día, se le fue la mano.
Una copa de más del bendito gas y… a volar.
La tarde del 28 de octubre Anne Sexton entró en la librería de Raymond Th. Yeats como un ama de casa perdularia que viniera en busca de un libro de cuentos subidos de tono. Parecía lanzada a chorro al interior por el aire dorado y otoñal de afuera. El recital iba a celebrarse a la seis de la tarde, pero sólo eran poco más de las cuatro cuando apareció en un traje blanco muy ceñido, una sonrisa muy dulce (traicionera del todo) y un bolso de charol con todos sus pecados dentro colgado del brazo. Cruzó la puerta equilibrando su figura en unos zapatos negros de tacón alto buscando con la mirada a Ray, que se hallaba de pie tras el mostrador. Como de costumbre, él se encontraba en el lado de las revistas ofertadas a peso; como de costumbre, en cuclillas escarbando como un arqueólogo fetichista algún ejemplar atrasado del New Yorker, Esquire o algún Saturday Evening Post con un cuento olvidado de Fitzgerald o de cualesquiera que fuese por entonces habitante mitológico imprescindible de su Olimpo americano (Faulkner, Salinger, Cheever, Bellow, O’Hara, la Parker...). Yeats levantó los ojos de algún papel y los volvió a bajar como si nada al verla entrar. Emitió un gruñido a modo de saludo y, luego, sin mirar a la mujer, soltó a bocajarro:
-¿Aún no estás borracha, Sexton? –Raymod Yeats, terapeuta psiquiátrico a deshoras, conocía de sobra a la mujer. “¿Dónde demonios esconde ésta la petaca? ¿Debajo de las bragas?”
-No lo bastante para volver sobre mis pasos y largarme a Boston, librero barato –masculló la poetisa.
Él, desde el rincón, dudaba si debía ponerse en pie y saludarla (no la conocía personalmente) o permanecer donde estaba, invisible. Al final, fue ella la que se acercó. Sabía de su relación con Hesse. Bastante azorado, se aprestó a la conversación. Muy pronto, ella le hizo reír.
Pero él se comportó con una necedad imperdonable, hablando (balbuceando) de la literatura de vanguardia europea.
La mujer le miraba como a un marciano, pero un marciano de otro sistema solar mucho más lejos que el de nuestra galaxia.
Tío, yo de literatura no entiendo. Yo sólo escribo poemas. Y únicamente cuando me entran ganas de esconderme debajo de la cama.
Treinta minutos después apareció por la puerta Hesse.
Ambas se miraron mientras se les humedecían los ojos.
Se abrazaron muy dignas sabiendo lo que ambas sabían, pues a Hesse ya la habitaba lo funesto. Pero ni un temblor.
Vive o muere.
Se ha llenado la librería de gente, pero el tono general del habla es de susurro educado, un murmullo hasta elegante y respetuoso con una poetisa que cuenta con un Pulitzer también en el bolso de los pecados.
Ray inicia el acto con una somera introducción. El tipo se ha aseado: se ha mojado el pelo de los aladares en el lavabo, se ha peinado, se ha cambiado de camisa y enfundado una chaqueta a cuadros de hace dos siglos. Y enseguida, algo encogido, perpetra una burla consentida por las más protocolarias reglas sociales (de la que él, de ahí su extraña rigidez, es absolutamente consciente): “¿Qué puedo decir de Anne Sexton?”, se pregunta el muy taimado en voz alta dirigiéndose a los congregados. Y se calla lo que mejor sabe, oculta un hermanamiento raro, esencial, una connivencia sagrada con la futura suicida que procede de una adivinación casi prodigiosa de sus hechuras y desmesuras, disuelve su intervención en unas palabras de compromiso y graciosas convenciones.
¿Qué puedes decir?
Lo puedes decir todo. Eres el hombre. Y estabas allí. Y resulta que no dices nada, librero cobarde. Sólo palabras necias para engreídos en una velada poética.
Esta mujer alta, de ojos intimidantes, carnosa y huesuda a la vez, con el cabello cardado a la moda de los sesenta, de rostro devastado, ha empezado a leer, y la voz, apenas modulada, brota de un acto desesperado que nadie es capaz de ver y, sin embargo, todos perciben en el poema terrible.
Abruma la andanada de versos rotos, tan reconocibles que se transforman en universales, y cuanto más se alejan de su dueña por la complicidad que consiguen más te sientes la diana de su flecha, versos blancos como aves negras que sólo sobrevuelan la angustia y tristeza propias.
Con la mirada puesta en Hesse, insistentemente puesta en Hesse, esta superviviente de las pastillas y el alcohol, de las más letales depresiones e insomnios, ahí sigue aún, aferrada a su terapia, sostenida por ese pequeño puñado de hojas a las que se agarra como un náufrago a su madero.
Sobrevivirá unos pocos años más, funambulista siempre en la cuerda floja, vacilante y frágil, a punto de caer. Ventrílocua de sí misma, arrastra su muñeca tras los amaneceres desolados. Pero, también un día, se acabó… al final del sucio y negro callejón de Nerval te aguarda el monóxido de carbono, marioneta sin hilos.
Vive o muere.

Somebody who should have been born
is gone.
Yes, woman, such logic will lead
to loos without death. Or say what you meant,
you coward...this baby that I bleed.


La voz, firme, aterciopelada, ronca a veces, envuelve a los asistentes que de pie, rodeados de libros, escuchan la ristra de un vademécum de soluciones personal, intransferible y, sobre todo, aterradoramente humano.
“¿Qué puedo decir de Anne Sexton?”
Puedes hablar del miedo, pero de ese miedo desnudo, todavía sin palabras y en tinieblas que enmaraña la conciencia recién despertada, la angustia de una visión procedente del sueño que aún tiene agarrado al cerebro en la espesa urdimbre de sus colores imposibles, densos como el agujero horizontal de donde emerges boqueando. Puedes hablar de quien no hace del poema una mecánica ni un sollozo claudicante y trivial, de quien no hace de la pintura una pistola de repetición ni de la escultura la forma amable. Habla de lo que hablan los suicidas: oh, dios de las olas, oh, dios de la estrella del norte, oh, dios del abismo (“Oh, Sylvia, Sylvia, con tu caja muerta de cucharas y de piedras, con dos hijos…”), Habla de la noche, del río imaginario, del brillo de la plata en el pecho de los muertos, de los viejos tiempos cuando hay tantas cosas que no puedes decir en voz alta que necesitas escribirlas, habla de los amaneceres gélidos, hostilmente neoyorquinos, habla de los ojos envenenados de Rothko y sus colores desfallecientes (se mueren segundo a segundo), de los ojos de cristal de Arbus que desde el pasado fotografía tu vejado rostro del futuro, de la piedra helada, habla de todas las albas frías, del amanecer de grisura metálica que traspasa limpiamente la esperanza de las mujeres violadas como la Sexton, de los charcos de sangre que cubren los suelos de los desahuciados, del aire cerrado y homicida del coche volador de Jackson Pollock hacia los mundos estelares…
Vive y muere, ha empezado a recitar nacida de sí misma (y de nadie más), ahora frente a la oscura niebla de los otros que han enmudecido. Con los ojos abiertos, ni se atreven a respirar.

sábado, 1 de octubre de 2011

HESSE 8 (Ensayos para un estilo)

Enferma, aún sin temor, sin imaginar (toda previsión en el arte arredra) la fatalidad a la vuelta de la esquina, acude debilitada al acto inaugural de la exposición en el Finch College, en diciembre de 1969. Lee una declaración. La teoría de la perfecta nada hecha objeto, el gesto hecho concreción, una cristalización finalmente.
Antes, 1968:
Le había invitado a tomar asiento. Había previsto tomar notas, pues siente un extremado cansancio en utilizar la pesada grabadora de cinta, activar su susurrante mecanismo, un trasto de los primeros años sesenta que adquirió de saldo en una tienda de cachivaches y electrodomésticos usados en la calle Catorce. El simple hecho de enganchar las cintas magnéticas ya resultaba técnicamente demasiado para él.
-Su obra deriva del minimal art, la gesta aquella aspiración de Morris: “La obra escultórica reconstituida como objeto pero con toda la potencia perceptiva del arte figurativo, de la escultura representacional, con su mismo atractivo visual…”
-En cierto modo, esa fue una intentona pronto frustrada. Enseguida se alcanzó un vocabulario plástico que pareció generar su propia lógica, su sintaxis, como algo que termina siendo funcional estéticamente, decorativo.
-Usted renegó de ello…
-Inmediatamente.
-La impulsaba la no forma, el imaginario de un desorden, por así llamarlo, nacido del material elegido para su conformación…
-No es del todo exacto. Aunque en un principio… Lo que deseaba conseguir en realidad era la no pintura, la no escultura…
-Pero eso sería como una mudez.
-Es verdad, pero elaborada, consciente (subrayado mío). Mi ambición, desde un punto de vista conceptual era llegar al no-arte, a lo no connotativo, a lo no antropomórfico e incluso a la forma no geométrica. A la nada estética, una especie de refutación. Era el riesgo total lo que perseguía, lo que en un plano artístico no es (subrayado de él).
Luego, Kaprow, los happenings de los sesenta, etc.
La noche de insomnio en el hotel, por lo ruidos urbanos de afuera, las luces que se colaban por la ventana de guillotina, por ella que rondaba el pensamiento una y otra vez…
Tres días más tarde…

“Odio lo bello, lo perfecto, lo justo en todo…”
¿Qué explica eso?
En 1965 me dije…

Ahora (1970), ya sentenciada, una selección de sus alumnos en la Escuela de Yale (los mejores, con una beca Norfolk atada al tobillo como una bola de acero presidiaria) le ayudan físicamente en la realización de sus obras: queridos auxiliares, ayudantes, becarios risueños, artistas fracasados, silenciados, miles y miles de estudiantes de Bellas Artes, de vosotros es el Reino de los Cielos.

Si no pinta ni esculpe, al menos las manos, el taller.
La obra de arte moderna como esfuerzo, un desarrollo material que exige una energía adicional a lo puramente intelectivo. Lo procesual, un elemento hasta ahora irrelevante, elevado a categoría artística. Forja, cosido, soldado, atado, enhebrado, alzado, bajado, clavado… ¡Uf, que esfuerzo!

Cada 40 segundos se suicida alguien en algún lugar del mundo (2010). Hacer de la vida un instrumento de esclarecimiento, de apreciación de una realidad que siempre va a escapársenos, nunca de agresión a nosotros mismos. La verdad de todo es vivir, y el cuerpo como vehículo de una travesía impredecible. La muerte no nos sirve.
El suicidio deja todo a medias, imperfecto, incorregible.
Mas también es la respuesta adecuada, quizás única, a una condena prematura, una rebelión magnífica ante la injusticia suprema de la desaparición definitiva, a traición.
Pero ella contraataca:
“¡Qué desperdicio!”, exclama en U2
(“Pues tú, querida, estás en U2. Respecto a nosotros: en U1 estamos sin ti, por mucho que nos hayas tele transportado a U2, y todo esto suena a cacharrería cósmica, porque no hay manera de escenificar nada serio mientras andas en otro condenado universo. ¿Cuánto queda para U3?”)
“¿Cuánto pesas?”
“¡Maldito grosero!”
“Sabes, cada kilogramo de peso que se lanza al espacio en un cohete de la NASA supone un coste de 50.000 dólares. 55 kilos la rellenita judía: 2.750.000 pavos. ¿Tienes la pasta?”
“Por supuesto. ¡Metida en el tercer bolsillo trasero del pantalón! Mi viaje (sólo ida) es gratis, imbécil. Sin mediación de cosas o personas. Basta con la imaginación, la materia del arte a fin de cuentas.”


MOMA.
La besa muy despacio, como sorbiendo el jugo de la ambrosía, mientras andan a paso lento por el jardín de las esculturas. De cuando en cuando ella abre tímidamente un ojo y mira de soslayo algunas de las obras, algo que provoca que él se sienta bastante miserable, aun con la boca perfumada, exultante de mil sabores.

Muerte de su padre: verano 1966. Desquiciamiento.
No hay ningún sitio en el terrible calor donde puedas esconderte, escapar del sofoco de las piedras, de la asfixia de la noche.

1969: Torres gemelas, aún puros esqueletos alzándose al cielo: 40 plantas. Work in progress.