jueves, 31 de marzo de 2011

Una academia (46)

El invierno 89/90 sería [??] especialmente benigno. Pero inducía al desaliento. Era como el vacío deprimente que acaece luego de una culminación. Ambos mudaban en personajes que deseaban apartarse de los asuntos complejos, allegar a lo simple por su efecto benefactor. Les postraba el hastío que infunde un tiempo acabado, los días y las horas de sobra. El ánimo se deshilachaba en la luz lánguida de ocaso o en la nocturna y espesa del moribundo plenilunio. Las mañanas grises sin el sol eran un crimen, despaciosas. Una angustiosa lentitud lo presidía todo.
Brell adivinaba que a Silvia Jara la pintura ya le cansaba. Ya no sabía cómo librarse de ella, y a veces hasta de él, pues de ese hombre escondido y difícil sólo le interesaba su cuerpo de amante y que empezara a adorarla. Sus palabras ya estaban desprovistas de la sorpresa y la novedad de la primera vez. La seducción que anticipaba era ya más burda. Quería revelarlo débil, acobardado, pensaba Brell que pretendía ella. Quería tocarlo, y que él la tocara con sus manos, que sintiera el calor de su piel y mirara la cara desnuda de voces. Quería ella que él dejase la sinrazón. Quería que comprobara que ella era de carne y hueso, no como la piedra o el aire; ella no tenía el color del cielo ni la textura de la tierra ni era inasible y escurridiza como el agua.
Un día de sol apoteósico, con los matojos del monte cubiertos de salpicones de nieve, con el aire clarísimo y frío, desmintió ella su materia de niebla y burló todo el miramiento que la ficción más enconada precipitaba en él. Se había empecinado de tal modo que el otro, desprevenido, no atinó a conjeturar nada. Sólo pensaba ya hurtarse del momento y dejar pasar el tiempo otra vez.
Aturdido, se puso de pie. Permitió que ella se acercara y que diera rienda suelta a su capricho.
Pronto la notó tan cerca que se diría que salía de él mismo, que prolongaba su repentina locura, o que era su propia turbación la que adensaba el vacío de aliento y calor humanos. “Esto es un error”, pensó. “Toda esta invención insensata me ha conducido al desbarajuste.” Se quedó inerte bajo el sol, definitivamente quieto en la tierra. Al cabo de unos instantes le zarandeaba Silvia Jara de un hombro. Una voz ronca de emoción le exhortaba que se diera la vuelta. “No abrir los ojos nunca”, se decía él. Se volvió lentamente hacia ella con el cuidado de un ciego, sin despegar los párpados, a ella se encaraba como al otro lado del mundo.

miércoles, 30 de marzo de 2011

Una academia (45)

A quien arruinan los conflictos es a este bizantino enredador. [Si al menos hubiese sido un desatino, una muerte violenta o brusca por su intemperancia... Pero ¡anónimo!] Se confiesa: “Esta existencia dura y dura en una lamentable sucesión de chirlas y miradas vacías...” El siempre ha estado en embrollos. Tal vez el paisaje que ahora descubre inaugura por fin el viaje a alguna parte. Está aferrado a esa esperanza.
Ella, hermosa o no, ha de desmentir una adecuada creación del mundo (la que él ha elegido) y su feliz panorama: es una presencia ni insólita ni excesivamente pródiga en la tierra fecunda de la montaña, una majestad natural, un andar más noble. [Silvia Jara/V.G,: no se disputa con el sol, la tierra tiene el rango que le otorga aquél. El artista está en absoluta sincronía con esas leyes sabias. Sin finales que le atosiguen en el principio, es un ser vivo dichoso en encuentro afortunado con la naturaleza.]
Silvia Jara es sencilla, o de una complicada sencillez, como el agua, o el aire que no se ve, como el color de la sangre o la mentira del ojo.
El paisaje encendido. El sol que labra su discurso sobre la tierra, y ante él, se discierne lo que se siente y lo que se puede, pues todo descansa en una antinomia llevadera de la realidad y la simulación.
Ahora, ya puede que exista una grandeza en los cuadros de esa cervantina (todos destruidos años más tarde, o así adivino yo que habrá ocurrido tanto tiempo después de todo esto), que exista de verdad algo de poesía y mucha pasión encerrada en la oscuridad de unos corrales.
Es cierto que pintar, que es mucho oficio, (oficio mayor, aunque, al igual que en literatura, sin regla que mida) se nutre del testimonio y la generosidad de un saber antiguo y honrado, y hace parecer al oficiante contemporáneo más de lo que es, y hace creerle a él mucho más de lo que cavila. Pero bien aprovecha ella el encantamiento. La pastora ha entrado de lleno en la vida de la montaña: su tiza, que tiene alma y vida, encierra mucha tonalidad y obedece sus deseos con inteligencia. Silvia Jara pinta con el desparpajo de quien está ni lejos ni cerca de lo de atrás. La disciplina de la copia la abruma. Puede que su espíritu, que no sus ojos, vea lo que ve minúsculo o sombrío, memorable o repelente, estéril o imprescindible... Ella dibuja y pinta sobre la tierra, ese es el asunto.
Cada día le resulta más difícil tener que hablar de espaldas a ella. “Es algo que comienza a resultarme ridículo. Además, creo que todo esto ya no tiene ninguna gracia, de manera que en lo que a mí concierne se acabó la martingala.”
Y amenazaba que iba a darse la vuelta de una vez por todas, descubriéndola, pero se quedaba inmóvil y en una mudez huraña, esperando quizás las palabras de consentimiento de ella.
Silvia Jara no contestaba nada. Brell, después de una pausa, hablaba agitado de cualquier cosa (que llueve, que no llueve, este invierno ha de nevar...). Se quedaba quieto, hasta sin emoción al cabo. O podía oír unos tenues pasos sobre la maleza, sentir una presencia innegable a sus espaldas, sutil como la brisa (era que ella le dejaba a un lado el cuadro todavía oloroso del óleo reciente).
Al rato, miraba él la pintura. Notaba adentro del pecho el peso de la culpa, el temor por esa profanación reiterada tantas veces ya.
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[J.D. Brell conocía prácticamente de memoria los 857 cuadros y los 869 dibujos de V.v.G. catalogados por J.B. de la F., en la edición de 1928, así como la reedición más autorizada de 1970, incluidas cerca de tres centenares de falsificaciones, y dos docenas de obras apócrifas aunque de dudosa autenticidad.]
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[Se dice B.: coge ella la tierra, la estampa contra el lienzo, ve el cuadro, el otro cuadro, un cuadro solo, el definitivo... Qué genial epifanía, es una conversión radiante la de S.J.]

sábado, 26 de marzo de 2011

Una academia (44)

Iba a ella alborozado por la proeza de saberse vivo, de comprender esa verdad definitiva. Se notaba poseído de un ingenio extraño, bienhechor o nuevo. Consciente de su fugacidad, se fortalecía más pensando en ella, en Silvia Jara. (Una forma de pintar. Ha de saber lo que no tiene que hacer... Lo demás, lo sabe de sobra.) Trasunto... ¿él o ella?
Silvia Jara es, y vale exactamente eso, lo que es: no como el otro, el otro pobre otro, que valía mucho más de lo que debería valer un ser humano.
En adelante... Que sea lo que fuere. Será el futuro. Nada quiere saber él que no sea eso: el pasado ha sido un conjunto de aventuras fingidas y falsas responsabilidades, de ese fardo de luces muertas sólo guarda recuerdos inútiles. No se recupera la memoria ni se examina la conciencia sólo para evitar los pecados de después.
Volcaba la vista en todos los paisajes devueltos a la luz, enriquecidos por una aureola de secretismo que los hacía misteriosos. El trasunto era él. Se aturrullaba en ese proceso de contemplador. A veces adivinaba el pincel tocado por la gracia; a veces, renegaba de los lienzos, se contentaba con mirar realmente la naturaleza. “Si basta con eso...” decía suspirando.
Y alguna mañana acababa sin saber cómo en cualquier lugar del monte amarillo o verde, en la umbría o en la cañada, en el trigal mustio. ¡Qué ocupación de Pan aburrido y correcto! Si el mundo se descuidara...
Pero la buscaba a ella por encima de todo. Para eso había llegado allí. Lo sabía desde el principio, o desde mucho antes del principio.
Y se negaba verla. “Tiempo habrá...”
Maldecía su pusilanimidad: “¡Que sea ahora!”
Ya andaba próximo a penetrar en el sexo rotundo y primigenio, feraz y bultoso, como del alma de la tierra, resbalando por las pendientes suavidades del muslo indescifrable, enredándose en la mínima pelambrera del pubis.
En días así olía de veras el cuerpo de ella. Le parecía oler la melena de su pelo, la piel tibia, la boca jugosa, el aire de su cintura, su carne de tierra y matorral, de agua y de luz. Hasta verla sin verla le parecía. “¿Estás ahí?”, preguntaba. Y la voz embrujada de ella le llegaba del monte, de los arbustos, del peñasco gris, como un rumor de arroyo o de hojas de planta o de árbol. Una presencia sencillamente natural, de consecuencia feliz o de resolución escueta, llana, incontestable. Ansiaba tocarla. Ya está bien de juego. Cogerla de las muñecas con fuerza, mirarla de frente (mirar sus ojos verdes y lacustres, la textura rosada de su piel de veladuras y esfumado puro) y atraerla hacia él, hundirse en su seno y en los cálidos replieges de su carne pagana y en el calor de sus recodos. Emana un efluvio como de aliento nuevo en el mundo, un perfil como de frescura y nervio impensables antes. La quiere para él. Pero, no. Recula, teme, se echa para atrás. ¿Qué espera ver? No están en uno las sorpresas, están ahí afuera. Tiene un cuerpo grosero, informe, una mirada insulsa, unos gestos desmañados y una boca torcida. No, no puede ser, no es de ese modo como se crea el espejismo, y piensa que es esbelta y el cabello negro y brillante se le derrama por la espalda embolicándose por la brisa, que su ademán es inteligente, y sus labios suaves y rojos, que sus ojos son la pura expresión de la tierra, el foco de todos los paisajes luminosos y claros bajo el sol. Ella tuvo que crearse a sí misma de la mejor manera. Tenía tiempo y sabiduría. Tuvo que tener arte para eso: no ha alcanzado nunca a disputar con su alma. Ahí arriba... lleva la gresca de fácil imaginar, tolerable y sin excesivos perjuicios: sus hermanos, el padre un día, el ganado otro, ella misma, el desvelo, o la ilusión frustrada una vez sí y otra vez no, un dolor físico, una inquietud en el corazón, una noche eterna, un día oscuro y maldito, una canción en la radio, una lluvia helada y bruta, un pensamiento perdido, una hora en suspenso, el miedo a los soles y las lunas que pasan como un soplo...

martes, 22 de marzo de 2011

Una academia (43)

En El Siglo comienza a hacer un frío que entumece el alma y apaga cualquier deseo.
Ahora muchas veces fracasa la cita, la reunión se disuelve entre palabras de compromiso y paréntesis de silencio inexplicables, sin ganas de nada. Mañana no irá, dice Silvia Jara. Se calla él. Tal vez llueva, insiste la otra. Brell mira al cielo de hoy: “No sé”, dice tontamente. Dentro de los establos hace un calor animal, una tibieza envolvente y poderosa que casi marea. Allí guarda los cuadros y los dibujos de ella, todas las pinturas que van amontonándose entre el vaho desmayante del corral y la penumbra espesa y gris.
Bien abrigado Brell en el tabardo azulón desciende la montaña sin volver la cabeza, como si un ahogo de pesar o de repentina tristeza condujese sus pasos entre los árboles de troncos escarchados a la casa tan lejos, que estará inhóspita, casi sin nada, con sólo algo de comida pobre y barata en algún rincón de la alacena. O quizás sólo hay un pedazo de pan en un cajón de la despensa. Y piensa en los cuadros envueltos en mantas raídas apoyados en los muros viejos e inciertos de los corrales de El Siglo. B. sólo beberá agua esa noche. O puede que un tazón de leche de cabra que le ofrezca la mujer de Beyle. Prácticamente, ya no tiene dinero, aunque... Aun en el desastre guarda su calma.
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Se notan apáticos y extraños en los ya frecuentes momentos de transición, desangelados y como ausentes de las cosas, morosos en esas pausas largas, vacíos de ganas, y experimentan toda la amargura que en el fondo del ser humano se posa lentamente desde el principio del existir al comprender que todo es finito y todo es para nada. Embargados de una melancolía que les hace sentir contriciones raras en la tarde invernal, blanca y fría mantienen silencios de sutiles fatigas y livianas desesperanzas.
Un día no acude ella a El Siglo. Al otro día no sube él a la montaña.
Una tarde le pregunta a ella: “¿Cómo te sientes?”, y pensaba (y ardía de avidez para que así fuese) que iba a decir: a tu lado, muy bien. Pero dijo, no sé...
Parecían obligados a acompasarse a un ritmo nuevo del tiempo y de las cosas cambiadas de luz y hasta de sitio, y eso les costaba mucho y les mortificaba también, pues no terminaban de descubrir la causa que les oprimía los sentimientos desnudándoles de todos los deseos. El dejaba de lado las persuasiones de antes, que ahora cobraban gran descrédito ante su desgana. Tal vez fuese él y su frecuente manía de abatirse lo que impregnaba los diálogos de aburrimiento conduciéndolos al mutismo. El pesimismo anegaba su ánimo. Poco a poco se sentía presa de un invencible desaliento, de la mayor zozobra.
Andaban y desandaban como a capricho. Parecía que algo grande y misterioso, ajeno a ellos, gobernaba sus emociones. Ninguno de los dos era capaz de restaurar la antigua aquiescencia, sutilísima y hasta inextricable a veces, en el juego de la seducción.
“Tengo metido dentro el diablo del desapego, ese veneno pegajoso de la fatiga moral”, murmuraba sin que ella alcanzara apenas a oírle.
Luego, un día, de repente, así, por las buenas, bastaba un sol glorioso para exaltarlo. ¡Está en la tierra!
Entonces le dominaban sentimientos plurales, una dulce aproximación hacia todo. Le venía en tropel un ejército de ideas y proyectos nuevos. Ellos dos eran un plan... Todo podía ser alcanzable. Se entusiasmaba. Se uncía a cualquier novedad en la naturaleza (la nieve de la mañana; la tormenta de la noche; el aire levísimo; ese mismo sol enorme que bañaba el día) por el mero hecho de serlo: algo bueno o distinto anunciaba el suceso dichoso.

martes, 8 de marzo de 2011

Una academia (42)

¿No sentía curiosidad por ver como era?
Otras curiosidades le atosigaban a él. Aunque también aquella.
“¿Tienes cara de avispa?”.
¿Y si se quebrantaba la disciplina despótica que imponía sobre ella...?
Lo piensa Brell ya casi somnoliento, mientras una indolencia irresistible le transporta lánguidamente a los tibios ocasos del verano, allá en la sierra, tan intensos y vigorosos en su memoria. “Dentro de unos instantes, se apagará el fuego”, se dice en su interior, malhumorado y sin ánimo, y el súbito helor despertará a esos carcamales, los devolverá de la placidez del letargo al trastorno del cuerpo insano, y Beyle mirará de nuevo con asombro y repugnancia al mundo, se sabrá todavía en la condena, en la vejez dilatada sin ton ni son. Brell evitará su mirada, el desperezo nimbado de terror y de un poco de egoísmo de los demás viejos (comer y no morirse, o no morirse todavía, al calor de la lumbre, con el recuerdo lleno de mentiras naufragando en la papilla borrosa y enferma del cerebro). ¿Qué hace él ahí? Nada, está con el miedo, sin pompa...
El rojo del fuego y los viejos de negro. Ella, Silvia Jara, siempre era azul, el aire amarillo y la tierra verde. Todo sobre un lienzo blanco, genésico.
Sin embargo la velada, larga y asfixiante, le emboca por pasadizos impensados: a una escenografía maligna donde impera la zozobra aunque no la desesperación. Busca el descanso de la mente. Mira el entorno sucinto de la estancia, esa cocina de viejos donde arde un fuego de otoño, pronto de invierno: todo es pobre ahí, escaso, útil, no hay nada innecesario o superfluo. Es la economía de la tierra. Ni una pincelada de más entre esos muros gruesos de piedra que protegen el invierno y atenúan los calores del estío.
Tiñe el resplandor de la hoguera las cosas de un tono muy vivo. Están no del todo quietas. Ondula sobre el espíritu alelado y sin ganas un círculo irisado donde termina prevaleciendo el rojo (es la sombra del rojo que tremola sobre las paredes desiertas y desvaídas de antiguos colores celestes de pastel, sobre el terso alicatado granate encima de la negra plancha metálica del hogar, sobre el verde de las patas de las sillas de paja, sobre las caras macilentas y la piel de quebraduras, sobre todo y sobre todas las cosas, sobre los recuerdos teñidos de rojo borrón, sobre todas las historias y todas las palabras).
¿El futuro? Sé cuidadoso: ni una palabra gazmoña a esos desengañados del dolor (sufrir... ¿para qué?), anónimos, inútiles y ocultos. ¿El futuro...?No hay certidumbre de un porvenir ahí, en esa espesa angostura de recogimiento forzado (el suyo). Es el presente hundiéndose en el pasado. (Divaga: “¿Ella...? Tenía el cabello... ¿rubio? No. Pan de oro, el oro gótico, yuxtapuesto al azul, al rojo. Puestos a pintar...”) Presente no lo hay porque no existen el orden y el ritmo sencillos de la vida en su reclusión que tiene algo de mascarada, de la mayor impropiedad. Ansiar el futuro tiene poco de razonable, el solo hecho de pensarlo malgasta los días que uno posee realmente.
Tener un hogar en el aire, sustentado por la montaña. (¿Ver cómo es...? Un Brueghel y Van Gogh a la vez. No Millet... no.) Librarse ahora del humo sofocante de la casa vieja de otros, de esos que cabecean medio muertos, salir de esa sepultura de piedras torcidas y techos combados, de vigas de madera podrida y ventanas y puertas desvencijadas sin remedio, de rancios aposentos, de polvorientas colodras y tinajas, de cantareras de gruesa madera y vaseras adornadas con papel ondulado de ribetes azules, el cobre abollado, la espuerta de esparto, la navaja cabritera... Sentir cerca a esos viejos de caprichosas agonías, ineluctables, demoradas, pero a la vez librarse de ellos, vivirlos de lejos. Mirar sus calaveras todavía con la monda y olvidarlos ahora para recordarlos después, encallarse en el gran espacio del sol y su paisaje con la potencia que procura la libertad más tosca, qué locura de pasajero inmóvil, aferrado a la quietud, en el lugar de la tierra quizá cruel e inagotable, imprevisible, de donde nacen ésos. Fue antiguo sitio de comilonas y fiestas groseras, rudos campesinos, vida olorosa, animal y en paz. Venía el cazador de la nieve a la risa alegre y roja de la tertulia pagana animada por el vino espeso y caliente. No despojarse nunca más del hedor de las raíces putrefactas y muertas de los árboles, de las propias raíces de uno que le atan al suelo y que intrincadas se pierden en lo más hondo de la tierra con raigambre tenaz y dolorosa. Pero renegar de eso de una vez por todas. Moverse. Extinguir la apatía en la acción. Volar en el cielo con toda la tierra a cuestas, el grumo minúsculo y la tierra compacta, envuelto por su capa feraz de color. ¿El futuro lejos de esa ristra de agonías y muertes, del olor y el calor de esos huesos astillados y esos pellejos descarnados? Ah, huir sin remordimientos, internarse en la aventura, pero saberlos a esos viejos impresos en la corteza del seso y atrapados en el fondo del ojo. Para siempre. Que sean pasto de la crónica de después. (Estar ahí, con ellos, verdaderos y terrenales, y saberse en otra parte, imaginarse en el final de todo y estar de una vez por todas en el principio. En el mejor lugar de todos. Hasta, de haberlo sabido antes, sentarse como uno más entre los comedores de patatas, taciturno y mudo, cabizbajo y bruto, con la mirada apagada, el cerebro lelo.)
¿No era Silvia Jara de la tierra en el lugar del agua y el fuego? existencia que cifra su saber en desligarse de lo innecesario...
Una sencillez ¡como si nada!
Se puede aprender a vivir así.
Surge la idea del contacto directo con las cosas, de ver antes el color, antes de ponerse a trabajar para lograrlo, como ya se siente con los ojos cerrados. Plasmarlo ya es el simple corolario de una mágica y eficaz disciplina de dios divertido y creador, es estar a toda hora en los límites de la conquista, retornar a una infancia alegre o pesarosa pero virgen, una infancia sin turbiedad aún dominada de alegres desconciertos y libando de descubrimiento en descubrimiento.
“¡Cómo progresa!”, se asustará B... en la soledad fría de la noche cerrada, aún iluminados los ojos por los cuadros recién hechos. Luego, verdaderamente, era demasiado fácil. Ser dios es lo más fácil del mundo: crear por aburrirse. Sé más todavía: agrega la desfachatez sacrílega. Demasiado natural. ¿Remedo de un genio sin que ella lo sepa?
Dispone ante su mirada todas las referencias. Selecciona él, abruma de consejos una básica intuición. ¿Dónde está la tortura...? ¿Un genio... ella? ¡Ataviada de apostillas! Hace algo (algo ha de ser ésta, al fin y al cabo) que no servirá para nada. La guía desde el otro, que estuvo solo, magnífico y fracasado.
El invierno, sí, y otra vez aparece una calma sin apenas sobresalto en la naturaleza dormida. El cielo bajo, poca la luz, la noche pronta, escaso el ruido y el movimiento. El aire gris y perezoso, como de agua. Le parece estar en el limbo. Desazonado, chapotea en las charcas sucias del recuerdo.

sábado, 5 de marzo de 2011

Una academia (41)

(Sentir que el cuadro nace de la energía de un cuerpo que vive y se cansa, como si brotase verdaderamente de ese esfuerzo sólo físico.)
Brell había adivinado que la fortuna de Silvia Jara se encontraba en que nunca había aprendido a pintar. Ella observa lo que tiene delante, y el lienzo, aún, está blanco, el cuadro debe volverse algo, y, entonces, la naturaleza la abruma, se da cuenta que pintar significa mucho más de lo que pensaba, pero logra llevar a la tela el color, la línea y la forma, el tono y la luz de lo que contempla, aunque su preocupación de ahora ya es radicalmente distinta: existe una adición de verdad y belleza que escapa a lo captado a la imagen natural. Lo que expresan los colores de su pintura no nace solamente de aquella naturaleza que tanto la había turbado antes por su solemnidad, sino que se gesta de una especial manera de analizar el sentimiento que le causa su contemplación. Ella es más poderosa que la tierra misma (que no tiene conciencia de ser tierra). Ha descubierto la magia más sabia para expresar y achicar el mundo o engrandecerlo desde su alma.“El otoño deja en la montaña nuevos olores a agua y tierra...”
Sí, hay otra luz, neblinas azules y rosas al atardecer, un aire verde o blanco al alba...
Brell temía el invierno, maldecía las mudanzas que se avecinaban. Acecha la nieve. De golpe se precipita la oscuridad, el tiempo se detiene tan en silencio como siempre. Todas las noches eran iguales, solo o sentado junto a los viejos en torno al fuego, asustado de que la mañana siguiente fuese fría y el cielo plomizo, sombría la tierra, sin ruido y sin aire ni color, y las tardes silenciosas grises, amarillas o negras sin expectativa, postergadas las citas con Silvia Jara: hay forraje para el ganado. Muchos días de invierno no sale del corral. Mañana ha de llover, habrá ventolera y helor...
Entonces, Silvia Jara no acudiría a El Siglo. Lo dejaba bien claro: que no la espere.
A veces, le preguntaba ella si no pensaba marcharse nunca de allí. Se extrañaba que no sintiera un aburrimiento atroz de estar siempre entre viejos. No comprendía la razón de su interés hacia ella. Le preguntaba qué hacía: “Nada”, respondía él invariablemente.
Miraba consumirse los rescoldos sintiendo el calor en las mejillas, en el dorso de las manos y en la frente brillante y tibia. Le atemorizaba abandonar el hogar callado de los Beyle y refugiarse en la casa desierta y gélida, tan llena de pensamientos equivocados y presagios excesivamente veleidosos (hoy, buenos; mañana, malos; ayer, regulares), de esperas que ya devenían una remisión cobarde y resignada. Permanecía sentado en la silla baja de enea, tumbado contra el respaldo, con las piernas extendidas en dirección a las llamas y los brazos cruzados, sin mirar ni hablar con los viejos mudos e inextricables. Con los ojos cerrados la convocaba a ella que ni tenía rostro, poblaba la pobre estancia de bombilla desnuda, fregaderos de piedra, ladrillos rojos y un suelo de mezcla de pórtland y de yeso de las voces escondidas de ella, de su timbre modulado y grave de cadencias tan imprevistas... Y, ahora, también de su sexo, que dibujaba en su mente ataviado de matas de hierba y de plantas, de tierra fértil, y se enardecía de ese querer malo, o sólo rabioso e inocente.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Una academia (40)

(Lucha contra el tiempo. Va de mentiras. Y tiene tanto miedo a encontrarse otra vez con él mismo...)
Pronto llegará el invierno. El ganado permanecerá en los establos durante mucho tiempo, abotargado y obediente como en todos sus ciclos de docilidad e inconsciencia animal. No habrá mucha ocasión de verse en El Siglo. Además, está el frío y la nieve, el viento y el clima bronco de allá arriba en la sierra, que obliga a guarecerse continuamente. Brell desea apresurar una enseñanza que es de una finalidad todavía enigmática para él.
Conoce que ella tiene varios años de escuela, y hasta de bachiller. Estudió durante una época en la llanura cerca del mar. Esa instrucción no bastaría para que se quedase sabiendo poco de casi nada. Luego, volvió al monte. Lo lógico sería que se casara dentro de un tiempo razonable. Que tuviera unos hijos. Que siguiera sin saber nada. Que fuera muriéndose poco a poco mientras los años la hacían más vieja y más otra, más quieta y anodina, desentrañable al fin. Y luego, nada.
Pero ahora Brell alumbra esa propedéutica de ilimitada faltriquera: una intuición, una belleza (o no belleza) nueva, el color del talento:
“Vas progresando”, decía al examinar los apuntes y las pinturas llenas de colorido y de luz que le dejaba a un lado, en el suelo (todos sus cuadros y dibujos terminaban oliendo a yerba, al aire del monte, a tierra). Brell: siempre sin volverse, pues no iba...
¿El arte de Silvia Jara empezaría a ser de verdad algún día? La labor de mayéutica de Brell rozaba los moldes del sueño: su ilusión de mucho después edificada ahora en los momentos duros de soledad, de miedo al vacío. La crea a ella y: “he enriquecido al mundo”.
Sin embargo más se revela él de sí mismo, daímon pánico y a contraluz, que le regala a la aprendiza saberes y certidumbres. Sólo la completa: “Ya era de esa manera mucho antes de mi aparición, cuando vine a la naturaleza buscando significados.” Era de ese modo, sólo que no se había evidenciado así hasta ahora. “A mí me lo debe”, se vanagloria Brell noche tras noche, tumbado en la cama, entre las rancias paredes.
Le enseña a medir el espacio, a meter el tiempo en el cuadro, a ver y buscar las líneas principales. Todo se vuelve posible poco a poco. Se dibuja el mundo... Recordaba Brell del pobre del otro que la naturaleza y un observador sincero están en todo momento de acuerdo, de modo que, al principio, siempre señala la premisa fundamental, le advierte a Silvia Jara con indudable firmeza: “Pinta los árboles, y el cielo y las cosas de la tierra como si fuesen seres vivos.” En realidad quiere decirle: “Le has dado vida a la naturaleza. La tuya. Muéstrala.”
Ya es capaz de hacerle comprender que, puesto que así lo quiere, en arte es necesario jugarse hasta la piel durante toda la vida, jugarse hasta el alma:
“Deberías dibujar con el lápiz de un carpintero. Como si el duro trazo del rayón fuese tu respiración y la fatiga del brazo, incluso el dolor, apretaran en los ojos que escudriñan.”