martes, 29 de noviembre de 2011

HESSE 29

¿Dónde vive el coleccionista?
Es un tipo de Los Ángeles. Pero ahora anda por Boston. Compra terrenos, especialmente en parajes boscosos con grandes claros abiertos a la edificación. Algo trama. (Y no será honorable.)
Dos horas de viaje en automóvil hacia Vermont, donde el hombre disfruta de una segunda o tercera residencia.
Es una casa diseñada por Frank Lloyd Wright en 1952. (250.000 dólares).
“¿Qué sabes del tipo?”
“Todo. Tiene dinero. Un especulador nato.”
“Pero la casa…”
“Parece desmentir esa tosquedad, pero no es así. Y es cierto, fue obra de Lloyd Wright. Él estuvo aquí… El aire huele a sagrado.”
“Algo bueno deben de tener, su familia, él mismo…”, dijo.
La casa…
Habrá libros por todas partes…
Les abre la puerta el mismo anfitrión. Un falso gesto de sorpresa. Estaba prevista la hora de su llegada, lo que incita al sarcasmo. Les esperaba. Estaba todo acordado. Así que, finge. El Testigo sonríe burlón. Es inútil llevar a cabo algo espontáneo con un tipo como ése.
Libros de gran formato, tres (ver, no leer) encima de una de las mesas auxiliares del salón; una novela policíaca de bolsillo sobre el sofá de piel de vaca; una estantería de roble forrada con lomos negros, azules y verdes (por debajo del medio centenar).
Luces: amarillas y ocres.
¿Una copa?
Nada de eso.
Y tampoco hay invitación para sentarse. Se trata de una exhibición, un recorrido que excluye la sabia conversación. Es una cuestión de ego y vanagloria.
El dueño:
“En realidad”, empezó infame, “lo adquirí aconsejado por mi asesora financiera. Una mujer estupenda, una lince en todo. Una brocker de fiar. Nada de fondos ni cestas de valores opacos. “Oro”, advirtió. “Y arte de los cincuenta y sesenta, lo último. Vamos a eso…”
Lo adquirí…: se refería a una de las pinturas de Hesse (una de las que yo quería catalogar).
Etcétera.
Por lo demás, ¿cómo pudo el viejo león de Wisconsin diseñar un hogar de tales hechuras conociendo al cretino con billetera repleta y listo para los negocios que se la encargó? El desajuste entre ambos “conceptos”, él y la casa, el mercachifle y el arquitecto, el artista y don Nadie, es intolerable.
El feliz propietario de naderías, puesto que nada entiende, y, por consiguiente, cualquier cosa artística que posea terminará deslizándose como agua entre sus finos dedos pasados por la manicura, viste como un dandi “de los 50”: el fular de seda debajo de la camisa azul celeste, perfectamente anudado, deja ver el cuello esbelto y bronceado; luce un fino bigote, fuma en boquilla dorada y es excelente el corte de pelo echado hacia atrás. La mano derecha en el bolsillo del pantalón blanco con pinzas. Exhala seguridad, una parsimonia elegante.
“Adelante, le dije –nos relataba eufónico-, tú eres la experta. Y la lista Claire enseguida empezó a seleccionar artistas, obras… Es una de mis empleadas geniales.”
Despide un olor discreto a colonia sin alardes, de seca fragancia, carísima.
“Amontoné Hockney, Hesse, Warhol…”
“¿Podría enseñarme la casa?”
“… Carl Andre, Lichtenstein, Kitaj, dibujos de Morris…”
“La casa, ¿podría verla?”
“¿Perdón…?”
“La casa…”
“Con mucho gusto... De Kooning, Clyfford Still…”
La casa en 1970: 1.275.000 $.
Aún no la vende. La construcción resiste, y también la madera, bien tratada a lo largo de los años. “Aguantaré hasta el final”, se dice el inversionista.
Pero no hablamos de arte, hijos de puta de cuatro perras, piensa, hablo de pasta. Nos mira de arriba abajo, y sé que piensa exactamente eso: correctos y bien educados, pero visten ropa barata.
El Gran Propietario había rehusado que el propio Lloyd Wright diseñara los muebles, como solía hacer en casi todos sus proyectos inmobiliarios. Por supuesto, eso era lo único que repugnaba la armonía de la maravillosa concepción material y espacial de la construcción, órgano regido por leyes propias.
En la casa, de planta abierta, la chimenea actúa como núcleo central en torno al cual se estructura el interior y abandera al mismo tiempo los volúmenes horizontales del exterior, ya que se erige a lo alto aunque ancha y muy escuetamente. Coexisten espacios muy diferenciados. Hay resoluciones técnicas casi asombrosas; además, la invención estética de artista más que de arquitecto las invisibiliza: sistemas ocultos de riego, vigas de acero escondidas en la cubierta voladizo, machones de ladrillo que, al margen de su disposición eminentemente estética, cumplen una función estructural, macetones de profusa jardinería que culminan la armonía de los ángulos. Piedra, ladrillo y madera. Es suficiente con eso. Grandes ventanas por las que entra la luz a raudales, una organización formal que acota hasta tal punto lo espacial que ese hábitat parece ser el único apropiado para una existencia feliz del hombre. Y el que manda en todo momento es el espacio interior, el techo y la pared que abrigan del frío y cobijan de la lluvia y la cólera del viento… Y la naturaleza envolvente, visible, sin ningún impedimento que la oculte, acariciadora de la construcción en todo momento: “…lo único que llegaremos a conocer del cuerpo de Dios.”
“Acompáñenme, por favor.”
Le mira aquiescente.
“¿Sabe? En una de las habitaciones de mis hijos encontrará colgados un Pollock y un Newman, un lienzo de la O’Kefee de pequeño formato. Creo que va siendo hora de venderlos, ¿no?, antes de que nos metamos de lleno en los años setenta… Desmitificadores, me temo.”
“Si él lo quiere… le seguiré el juego”, se dice El Catalogador (vive de farol).
De modo que, miente con todas las de la ley:
“Hará usted muy bien. Los directores de los museos se han vuelto volubles. Nadie puede negar una evidente saturación en el mercado del arte. Y los setenta, efectivamente, lleva usted razón, son una incógnita. ¡Cualquiera sabe! Yo me desprendería de ellos enseguida. Las galerías han cerrado el grifo y el arte americano aún no interesa en Europa. ¡Habrá una desbandada general, créame!”
“¿Habla usted en serio?”
“Todavía está a punto de recoger excelentes dividendos. Me atrevería a asegurar que un cuarenta por ciento por encima del precio que pagó.”
(Sabe de lo que habla).
Se ha descompuesto el tipo, la cara cerúlea, el azul del iris que vibra:
“¿Un cuarenta por cien…?”, exclama. “No es mala venta, en todo caso”, termina reconociendo mientras retira la boquilla de la boca.
Sólo cinco años más tarde algunos de esos cuadros rondarán el millón de dólares: multiplicarían por cien su valor… de mercado.
El paseo inmobiliario y artístico ha perdido interés. Sólo es una casa, sólo son cuadros absurdos, debe pensar el inversor. Sólo son unos invitados y, ahora, un estorbo hasta criminal. Ahora ya le falta tiempo para todo: para coger el teléfono, para hacer sumas, para concebir estrategias de venta, para coger las llaves del flamante Corvette rojo y plateado del 53, uno de los trescientos hechos a mano ese año, y salir disparado hacia Manhattan, calle 57 Oeste.
La mirada se ha acerado; la boca se encoge hacia adentro: “Bien, deben disculparme. Tengo asuntos urgentes que atender.”
Les acompaña presuroso a la puerta.
Él Embaucador Vengativo puede oír los regueros de sudor resbalando sobre la piel delicadamente tostada, oler la adrenalina que exhala la piel…, el olor del dinero al alcance de los dedos elegantes y culpables mezclándose con la irrupción hormonal que se activa ante las tretas y galimatías que exigen el trueque y la ganancia.
Buen provecho.
Una obra original: buscan las firmas, sabe. Asegúrese.
Les dan la vuelta, miran por delante, por detrás: ¿Están firmados, no?
Por supuesto.

martes, 22 de noviembre de 2011

HESSE 28

Como creador yo no la mataría. No se me ocurriría. Es más, ella no se merece morir. Ni como heroína de novela ni como encarnación de una artista cualquiera, una de tantas. Es inmortal. Vamos a decirlo de ese modo. Pero los milagros e infortunios de la vida bien parece que estén gobernados por un idiota con el cerebro lleno de ruido y horror, análogo al beocio de la novela de Faulkner.
Yo sería un dios más justo, menos ruin y más explicable.
Un creador menor, pero sentimental.

sábado, 19 de noviembre de 2011

HESSE 27

Ah, qué lista. Ha descubierto un truco formal que da mucho juego: en sus diarios y apuntes se oculta tras un distanciamiento fructífero. Escribe en 3ª. persona.
La inferencia orgánica. Protuberancia: seno; agujero: útero. ¿Otra vez… lo femenino?
Del puro geometrismo al desorden, lo heterogéneo.
La página en blanco. A un lado un croquis con el diseño y la nomenclatura de los materiales, instrucciones para el proceso final en la galería, la disposición, el entramado antojadizo sobre el suelo, en el aire, la pared como soporte: instalación en marcha. Pero ahora, la página en blanco. Está cansada, y esa luz amarilla…
Le gusta la tinta azul: símil demasiado evidente/metáfora como plástica, no es una equivalencia, es una sugestión capaz de ser plasmada: con ella escribe, se significa.
Etcétera.
La instalación como reflejo de la pesada carga de la memoria, de la conciencia estragada.
El apósito material.
Desde muy joven enredada en hospitales, el cuerpo como una traición.
-Desnúdese.
La acompaña su hermana mayor.
-Quítese la ropa.
La hermana mayor, vigilante.
Está harta del cuerpo, pero lo ama hasta con desesperación, él la vincula a las cosas y a las visiones, a la realidad, a los otros. Y en él se reconoce, por él llegan a ella.
-Tiéndase, separe las piernas. Más.
Siente que la hurgan.
Su cuerpo agujero…
2-11-1960: útero – dolores –ovarios –
El cuerpo siempre presente. ¡Qué escultura!

Una anotación: martes, op. (eración).

1966. Abril. Diario: las fuerzas latentes.

Lecturas médicas y quirúrgicas.
Recién vuelta de Alemania. Pide consejo, recaba opiniones sobre literatura médica, pues no está muy versada en eso. Finalmente, compra un pesado volumen encuadernado en piel de color azul: Gray’s Anatomy. A los tres días lo complementa con un diccionario médico en tres tomos.
Es suave, silenciosa y eficaz en sus asuntos: a nadie permite entrometerse. Dentro de sí los demonios. Es su estilo.
Se aficiona a leer esos tenebrosos volúmenes. Página tras página: revelaciones, la maquinaria viscosa, sangrienta y cromática de su interior.
A los pocos días, él la imita. La mimesis es un efecto inevitable en él (qué raras devociones).
-¿Empiezo por la “A”?-, pregunta El Interrogador.
-Empieza por donde quieras.
Abre el tomo II.
“D”.
Dolor: “El dolor es un estado de conciencia, una superposición psíquica a los reflejos protectores subconscientes…”

Se mira en el espejo. Deberías quererte.
EIDOS.

Cascadas filiformes descienden al suelo…

Geometría. Biomórficas.

Membranas esponjosas/Interiores/Fluidos.

Pandora: fibra de vidrio: desenreda la memoria: Right After.
Despojos.
Fischbach Gallery.
Nueva York, 1970.
Entrada libre
Una exposición.
(De su alma… a despecho del dibujo inocente, de la materia tan reconocible, la simplicidad infantil.)

lunes, 14 de noviembre de 2011

HESSE 26

Sueña.
ARES.
No sabe si le gusta. Recordad que el verano del 69 en Nueva York fue algo terrible, abatido por una ola de calor en verdad asfixiante. Se hallan desnudos debajo de la ventana sobre una sábana blanca, lo único que les separa de las baldosas del piso. El sol del mediodía se cierne sobre el suelo donde yacen. Hesse parece irreal, increíble su piel húmeda de calor, traslúcida su carne rosada, pasmosa la cabellera que se derrama en cascada a un lado del rostro. Bañada de luz cruda, apoteósica, de una quemazón apenas resistible. Es hermosa hasta acribillada por el rayo más cruel del sol. Se vuelve hacia él y se tumba de costado, apoyando la cara contra las manos juntas. Los ojos brillan risueños en el mar cegador que fluye del hueco abierto y se abate sobre los cuerpos: “Eres Ares”. Escrito en castellano suena de una prosa cacofónica, de una precariedad evidente, hasta incómoda. Disonancia reiterativa no desdeñable tampoco en el discurso angloamericano. Sonríe cegado por la luz: en la brutal claridad la recrea, recorre con ojos entornados la incitante excursión desde el cuello a los senos, el vientre terso, la mata profusa y negrísima de fascinante judía que cubre el pubis, los muslos y las piernas recogidos sobre ella misma en postura semifetal, alumbrándose de una fiereza carnal, de una potencia ígnea, y el blancor del tejido que ha de cubrirles a medias en el calor de la noche. Ares, luchador tenaz siempre vencido. Aborrecido por los dioses, poco amado. Sólo libre próximo a la muerte. Y, sin embargo…

domingo, 13 de noviembre de 2011

HESSE 25

¿Y si se gana la vida dibujando cómics?
La mano suelta, los dedos ágiles: ver…
“Dibujan los ojos.”
En el 54 da para mucho este género de la cultura popular, aún no dañado por la televisión.
Te plantas frente a la puerta de Eisner-Iger y te ofreces sin complejos: soy la mejor dibujante del siglo. Lo mío es la acción.
Son incontables las compañías que se dedican a sepultar de originales dialogados y entintados las numerosas editoriales que publican y distribuyen de manera infatigable serie tras serie, miles de ejemplares semanales durante años: un sistema barato e imbatible de entretenimiento por unos pocos centavos. Cientos de guionistas y dibujantes suministran a empresas especializadas gran cantidad de material a todas horas a fin de satisfacer la voracidad de un público adulto anclado ilusoriamente en los paraísos artificiales de la infancia.
No se da abasto. Ni siquiera Sangor-Pines logra abastecer con sus decenas de series una maquinaria semanal que encuentra su significado más sobresaliente en el continuará en el próximo episodio.
Un cómic… Podría intentarlo. Hacer de él una técnica de expresión propia, contar sus historias. A los dieciocho años la invención es el mejor instrumento con el que puede contar un adolescente. Se trata de imaginar historias y, en lugar de escribirlas, dibujarlas simplemente. Imaginación es lo que más le sobra a una. Y cualquiera puede dedicarse a este menester sin perder demasiado los escrúpulos, la chica de Yale o la sofisticada intelectual con aspecto de alumna de Smith College.
Sería posible incluso descartar los diálogos: sólo el sustento gráfico contaría la historia. ¿Para qué más?
¿Qué de malo hay en el pulp? Todo el mundo se ha manchado en alguna ocasión los dedos en esas páginas astrosas.
Por esa época el negocio todavía es floreciente: más de cuarenta millones de ejemplares se venden al mes en las tiendas de caramelos, quioscos y drugstores. Y… la mayoría de sus editores son judíos, en cuyas manos está un noventa por cien de las empresas dedicadas a la cultura popular.
Se siente con fuerzas hasta para dibujar un poema, una sensación, compartir un sentimiento… Eso es el significado. Respecto al significante lo dejaremos para años después, cuando una encuentre la forma de escribir una tragedia mediante un tubo de goma o un pingajo de fibra de vidrio bañado en resina.
¿Y qué clase de ilustración puede ser la suya? No tan explícita como las que exhiben como cebo las portadas de las antiguas historias de Pep Stories o Hot Tales: serían dibujos y acuarelas evocativas, una abstracción inteligente. ¿Iban a pagarle tan poco como a los pobres guionistas atados doce horas diarias a la Underwood: cinco centavos por palabra?
Un dibujante es una cosa seria, no como esos enloquecidos inventores de historias.
Seamos serios, ¿existe seriedad en ese centón semanal destinado a las mentes más primitivas de los lectores?
Por supuesto: y también inteligencia. Sólo los aficionados terminan denigrando y haciendo bajar tres escalones todo aquello que tocan movidos temporalmente por la necesidad o el antojo.
Ella, ahora, es una heroína, y también es el momento de ganar unos dólares: la peor combinación para meterse en un negocio que exige disciplina y, por qué no, talento.
Es ella la que no es seria. La frivolidad es la llave que acaba abriendo la puerta de la nada.
De modo que terminó enviando una acuarela a The New Yorker. Nunca más se supo de la cromática “abstracción evocativa”.
A otra cosa.
Una embriaguez es el arte. Seas crápula, sorbe los días como el áspero aguardiente de Cedar Tavern o el dulce vino del estío: ante la ventana abierta bañada por el sol terrible de la urbe, una apoteosis degradante, descendente hasta el asfalto derretido de julio.
Se lleva la copa a los labios, casi ni los moja, apenas un sorbo es bastante para conducirla a los paraísos artificiales de la imaginación y el léxico de las selvas y bosques vírgenes. Mil gotas de láudano diarias son suficientes para leer (y comprender) a Kant había proclamado Baudelaire. Qué chocantes fraternidades. Pero, tan joven y bella, no ha de procurarse el nepente apaciguador de males, ninguna droga ansía para el olvido: guarda para sí la creación y ni un solo átomo del tiempo le sobra. Su droga es el arte. Ella es ajena a la indolencia, al abatimiento. No es de esa raza de humanos que, mano sobre mano, ven venir hacia ellos el desierto que ha de poblarlos.

jueves, 10 de noviembre de 2011

HESSE 24

La descubre de lejos, saliendo del estudio. Va acompañada por el tipo que hace semanas les acompañó al cine sin despegar los labios y, al salir de la sala, desapareció de improviso sin decir palabra. Los distingue mal en la distancia, pero comprueba que sostienen una conversación animada. El tipo gesticula de cuando en cuando, a la manera del teórico.
El pensante.
El cineasta.
Utiliza elementos preexistentes. Un “assemblage”. Relaciona escenas diversas ya filmadas, planos sacados de aquí y acullá.
Acción:
“Catherine sonreía, pero su aspecto era el de los días en que preparaba alguna jugarreta.”
Un amor fou cuya frivolidad parecía anticipar la locura… aunque no la muerte de los amantes.
Sin embargo, hablemos en serio…
No dejo de hacerlo en ningún momento. Truffaut lo es.
[¡Qué diabólica analogía del destino, Hesse!]
… ¿Qué puedes decirme de Godard?
¿Otra vez?
Uno siempre vuelve a los viejos lugares.
En Vivre sa vie: el aire desolado, el clima de almacén y la luz encapotada de las imágenes, la amenaza y la ruina, confluyen ya al final, a la entrada al averno: Infierno&Hijos.
Antes de los disparos de los macrós:
Siempre mancillada, prostituida y muerta, el desdén de su hermosa boca y sus inmensos ojos proclaman la tortura sufrida en el vertiginoso sinsentido por haber comprado una nueva sintaxis vital, una vida encerrada al final en un marco oval magníficamente dorado al estilo morisco, abducida de lo real: la existencia la vacía.
¿Hacía falta obrar?
La teoría es el lenguaje del cerebro, su más digno contrincante: aspira al silencio.
¿Qué ganas con traducirla a otro lenguaje?
El desconcierto.
Nana que bosteza su lujuria abogando por el silencio con el filósofo Parain (¿qué sabes tú de Los tres mosqueteros?), pensador de cafés y mañanas parisinas entre los ruidos cotidianos (que a muchos escribidores les sirve como estímulo, indiferentes al pequeño caos de las voces y el movimiento).
Sólo el vivir, sentirse ligada a las múltiples y demadejadas imágenes del día, ya le proporciona a la chica valiente la condición de rata orgásmica: incansable, todo lo disfruta, lo desea con fuerza, es inagotable. No nace de dentro de ella el envilecimiento, tan común en los seres que a uno terminan rodeándole, porque, efectivamente, los culpables son los otros. Ansía de la vida no lo maravilloso y excepcional: le basta el solo milagro y la peripecia discreta del encantamiento de saberse viva en los sucesos diarios, naturales.
Y todo empieza por pagar el alquiler: 2.000 francos.
La luz de agua en la mañana gris y gélida, pero tuya, sin dependencias ni raras devociones de pequeñoburguesa.
Y, ahora, ¿qué hacer?
Pueden los hacedores, los contadores de historias, simplemente matarte. Aunque el cuento no vaya contigo.
Te siguen como un travelling a fin de que no salgas del corsé de lo moral ejemplarizante. Si pecadora, insolente y libérrima: muerta... con el crucifijo del aseado formalismo sobre el pecho. Clavado en el pecho.
Escribe con faltas de ortografía, y su expresión adolece una urgencia y descuido equiparables a su letra casi incomprensible.
No necesita el racord, ni la goma de borrar. Y esta chica no repite nunca una disposición objetual: basta el concepto.
Dijo el marrullero: “También escribir es una plástica.”
¿Una ordenación estética, palpable?
Pero ella, Hesse, Catherine, no le entendió.
Era como si él lo explicara todo fuera de cuadro, una voz en off que se manifestara en una lengua desconocida.
Pero, ¿existen la reglas de un juego aún por inventar?
Hesse siempre sería inmune (y ello lo sabía) al análisis con muletas, al recorrido con andadores sobre los escombros y polímeros de su alma creadora y sacrílega: hela aquí, su retrato en negro y oval.

sábado, 5 de noviembre de 2011

HESSE 23

Verano, 1969.
Tendidos sobre la hierba de Great Lawn. Anónimos bajo el sol benéfico del crepúsculo, acariciados por la brisa que comienza a refrescar la tarde dorada.
“De la que me he librado”, dice.
Ya le ha crecido el pelo, aunque aún no puede peinarse.
En cuanto pasen unos días ya no se notará la cicatriz.
“Estás guapa. Y eres muy valiente.”
“Mira, me he comprado un vestido.”
Es ligero, vaporoso y de colores vivos.
“Te sienta de maravilla y, además, deja ver tus piernas tan bonitas.”
“Antes de que llegue el invierno…”
Lo dice con una sonrisa pícara, y gira sobre sí misma sin dejar de sonreír mientras el vuelo de la falda sube hasta descubrir los muslos pálidos y suaves.
Otoño, 14 de octubre, martes, ese mismo año (1969). Vienen del parque de la plaza Tompkins, después de haber estado merodeando por la calle 8 Oeste, donde ella, sin saber muy bien qué, buscaba de un lado a otro en una de las tiendas de segunda mano.
Quiso descansar antes de llegar a casa.
Aún con la luz de día: pan italiano, queso, una jarra de agua fresca, una botella de vino tinto, aceitunas griegas, miel de Nuevo México.
Por la noche él le lee despacio, sumidos ambos en las sombras iluminadas levemente por la luz de la lámpara de la mesa, con voz suave, disimulando el temblor invencible, algunos cuentos de En una pensión alemana, una edición de páginas algo descabaladas y amarillas por el tiempo, editada por Knopf en 1922, comprada por unos pocos dólares en The Green Train al siempre desinteresado Raymond Yeats.
Pero Katherine Mansfield ya no se reconocía en ellos. Incluso renegaba de esos textos prematuros (1911), tan juveniles, meros pastiches de su paso por la Baviera de 1909 donde, entre otros sucesos de menor importancia, sufriría un aborto fortuito y le endosarían una gonorrea de la que no pudo librarse en toda su vida.
En ella nada había de prematuro. Murió… ¡a los 34 años!
“Son absurdas casualidades”, pensaría años después el negro cuando ya, definitivamente en Europa, sólo sería un paseante silencioso y solitario, un falso parisino merodeando por los jardines del Luxemburgo, pensando en muertos el muerto que ya era él.
A Hesse le entusiasma especialmente Los alemanes a la mesa, precisamente el primer cuento del conjunto.
14 de octubre de 1922, sábado, en los jardines del Luxemburgo: … De repente se levantó viento, y todas las hojas volaron con tanta alegría, con tanto anhelo
Poco después: la Mansfield caería en manos de un charlatán apátrida, un santón lujurioso y bebedor que levantó la tienda de los milagros al sur de París, en las proximidades de Fontainebleau, donde se cobijarían un centenar de desgraciados en lo que parecía ser una especie de comuna de enfermos terminales. Días antes de morir, incapaz de cualquier invención, la escritora se dedicaba a pelar verduras en la cocina metida en su abrigo de piel. Ora et labora.
Katherine Mansfield murió el 9 de enero de 1923.
Todavía antes: “¿Y para qué quieres tener salud?”
“¡Y hasta ser inmortal! De la vida lo quiero todo, sin descanso, mezclarme con la tierra húmeda y rica, recibir en el rostro el aire fresco y limpio, bañarme en el mar, dormir bajo el sol. Quiero ser parte de todo lo humano, ser consciente y sincera con las cosas de la tierra… Ser una hija del sol… Sí, que baste con esto, una hija del sol. Y trabajar con mis manos, mi corazón y mi cerebro. Sólo me bastaría lo más sencillo: un jardín, una casa, hierba, animales, libros, cuadros, algo de música… Y aprender de todo ello, y expresar todo ese pequeño universo a través de la escritura. Sólo vivir la vida cálida y doméstica, natural, aprender, desear, saber, sentir, pensar, actuar... ¡Vivir! Porque en el fondo, a pesar del infortunio, todo está bien.”
Hesse admiraría hasta el final esa rebeldía ante la muerte de una de sus almas gemelas, el mismo tesón inquebrantable que ella sentía por la vida.

jueves, 3 de noviembre de 2011

HESSE 22

No significa.
Es. Ahora lo entiendo. Ahora descubre su sentido. Y al contrario que otros muchos, no ha hecho del arte una filosofía, sino una actividad donde no existen los límites. Quiere sus obras como la exposición de una práctica que ni elude lo marginal ni lo trascendental. Una súplica, o una justificación de una manera particular de relacionarse con las cosas y los hechos, con sus semejantes. “Me sobrevivirá”, se dice. Y, más tarde, cuando sienta la muerte invasora ya dentro de ella apresura su testimonio, atesta con la obra su tránsito terrenal. ¿De veras pensabas que nada acaba realmente? Lo que dejas tras de ti es un nuevo juguete para los que te suceden, se solazan con él, divierten su estupor, lo montan y desmontan una y otra vez como un antiguo mecano de reluciente metal, incluso tú misma terminarás bajo el disfraz de las suposiciones, se inventarán identidades adaptables a cada negocio, serás la copia prodigada e interesada de quienes viven de réditos. Te pervertirán.
Acabarás siendo una desconocida.
Más he aquí la materia efímera de su arte, el fatal deterioro, los trabajos se desmoronan ante el paso de los días, los ácidos del tiempo la destruyen. Levantan acta de unas ruinas. Reproducen una idea que ya entreteje su captación con infinitas sugerencias y malentendidos, y que, fatalmente, ya es otra cosa de aquello que fue concebido incluso en la oscuridad. Una idea, una imagen muerta: va unida a su misma desaparición. La posteridad es el vacío.
¿Qué sabrán de ti?
Sólo son mistificadores

miércoles, 2 de noviembre de 2011

HESSE 21

Ella, poco antes, era la joven de cabello largo y espléndido, de la boca más sensual y las miradas más prometedoras, de perfiles voluptuosos, una intérprete feliz de sí misma en su trato con los demás: imaginas sin esfuerzo que ninguna expresión mezquina u oscura embrutece su rostro limpio y armónico, sus gestos son rápidos y decididos, una gracia natural rodea la esbeltez de su cuerpo como una aura invisible pero tan presente como el aire fresco y fragante que emana de su piel blanca y limpia. Ella es una conjunción magnífica de carne e inteligencia, de pasión y pensamiento que recorre las calles de la urbe bajo la magnificencia del sol matinal…
¿Qué es ahora? El resultado de un crimen. El crimen idiota y, peor aún, inútil, de un dios aburrido.
Y esa pavorosa lentitud de un final ineluctable que marchita toda esperanza.
Renglón a renglón en el cuaderno colegial en el que escribe (él o… ella).
Hesse hace rato que mira sus manos vacías, tan negadas a la caricia. No son nada generosas estas manos de él, y tan torpes para lo manual: ninguna mecánica puede esperarse de ellas. Hesse: “Qué lástima”. Él asiente desde la silla mirando las sombras, y luego gira un poco la cabeza hacia la ventana tan diáfana aún en el atardecer. Le gustaría que lloviera. Por la poesía, y el aire fresco, el aire como mojado, el aire como de otro país de nieve y azul. Suele enriquecer la memoria con el lastre de la suposición, de una estética demasiado personal que aleja de lo mediocre. Sólo por eso, el recuerdo adensado de anécdotas climáticas, algún olor y, zas, un verso libre, una línea que recupera aquel instante, la lividez de su tez, o el brillo de rebeldía (aún) en sus maravillosos ojos de judía inteligente, bella y heroína a punto de morir. El silencio se hace largo. Le parece oír la lluvia inexistente. Se cree que la luz se agrisa. Vuelve la cabeza y descubre que Hesse le mira fijamente. O quizá no. Está completamente ausente, absorta en sus pensamientos y, de modo ocasional, los ojos se han detenido en él, en su atavío de payaso elucubrador. Su mirada le traspasa limpiamente, proyectada al todo de antes. Susurra: verde y blanco. Palabras moribundas que atenazan su garganta, los colores del fuego que la abrasa. Verde y blanco. Y él se asemeja a un extraño animal varado aunque potente y de insultante salud (pero sólo ante sus ojos), para ella, piensa, debo ser poco más que una huella del mundo de afuera, una desvergonzada solitud frente a la muerte que ella encarna en forma de amasijo de carne enferma.
Los colores quirúrgicos.
Amarse en la tarde gélida de invierno, desearla sabiendo que poco a poco va a escurrirse de sus brazos muerta y famosa.
Hacer el amor debajo de una ventana lluviosa, abierta al mundo y sus trapisondas, la delicada suavidad de la luz rozaba su piel como los besos, la caricia maestra del aire lozano del verano sobre los cuerpos de los dos refrendaba la feliz invención: finalmente todo concluye en ese arte no menos arduo de descubrirse en el cuerpo y la espesura y el misterio de los otros. Imposible olvidar la punzada inofensiva de las minúsculas gotas de agua sobre su espalda, el brote tan efímero del helor contraviniendo la redondez tan cálida y estremecida de la judía debajo de su cuerpo. Hoy, que nada es, salvo la emoción del recuerdo.
Quererla, pero quererla sin ocurrencias ni fantasías, quererla de carne y hueso, poseerla incluso con el monstruo dentro que la devora. Amarla a ella en esa inmensa hora de la condena a muerte, y amarla a través de su cuerpo moribundo, desearlo aún, y siempre.
Se aventuraba en sus razones. Hay un arte que ella defendía por encima de todo: el no-arte. Pero era una negación de un pensamiento fértil, desprendía residuos de una estética oculta, acaso instintiva, tenaz y sobresaliente.
Un arte es su cuerpo. Se entromete en él como en un sueño donde la única ley es la libertad. La creación sin trabas. Nada hay de prohibido en cada uno de los gramos de su cuerpo potente. Apura uno a uno sus poros, sus dobleces, huecos y blanduras, el calor cambiante de su piel. La libertad total de sus anchuras y esbeltez de nínfula mediterránea trasplantada primero a la bruma germánica y más tarde al desafío continental y libérrimo del nuevo mundo.
“Su cuerpo es una obra que celebro. Sé de qué hablo”, se dirá una y otra vez en el futuro innoble lleno de nieblas y grisuras y fríos, desaparecida ella del mundo de los vivos.