miércoles, 25 de enero de 2012

HESSE 41

He inventado mi propio lenguaje. Puedo, por consiguiente, inventar mi propio pensamiento, y su imagen naciente.
Espíritu y materia serán revelados por la expresión… Es el lenguaje, y lo es porque yo puedo emplearlo. Existe. Pero ¿qué clase de conexión tiene con la realidad?
Teoría de la Estética del Desperdicio.
¿Sabe, doctora Frankenstein-Hesse?, puede crear los perfiles luminosos y los límpidos espejos celestiales del Lever House, el Plaza de Park Avenue, el edificio de la Pan Am, el acero insultante del Chrysler o… algo más allá de la 125, todavía en los límites de los nombres legendarios, alzar al final de la Quinta Avenida en un alarde de estética de lo feo los bloques de pisos vergonzantes y anodinos de los negros, entre la Avenida Lenox y el río Harlem, por esos años erradicados a trompazos de Stuyvesant Town. En efecto, doctora, su propensión a husmear en los montones de lo pobre y las montañas de lo humilde, a recrearse en el feísmo del jirón y el residuo, podría llevarla a quedar encerrada en esos miserables bastiones del hueco y lo inhóspito, agujeros sólo iluminados por la televisión encendida día y noche como elemento embrutecedor y alienante. Usted podría procesar todo ello, alterarlo, modificarlo, someterlo a un reciclaje intelectual sorprendente, dotarlo de un sentido plástico hasta ahora inadvertido en la conciencia de sus negros habitantes, parásitos del subsidio social y la depredadora somnolencia del gueto. Aprópiese de esta realidad, de lo suculento de sus imágenes y conviértala en arte, evidencie su potencial expresivo, la rica materia que constituye su textura de podredumbre y el basural inaudito de sus solares. Inspírese en los ladrillos ennegrecidos por la suciedad y en los cristales rotos de las ventanas, en las esquinas húmedas y ensombrecidas por los regueros de orina, en los portales pintarrajeados con carbón y en las escaleras desconchadas, abastezca su imaginación de las escuelas sórdidas para niños aterrorizados y de las tienduchas oscuras donde el alimento barato convive con el podrido, del millón de iglesias que infestan Harlem a la caza del último centavo del bolsillo del negro…
Existe otra Nueva York, dijo.
No lo creo, contestó.
(Son los mismos perros con distintos collares.)

lunes, 16 de enero de 2012

HESSE 40

En 1966, poco antes de que su padre muriera, le compró en una de las tiendas de anticuario que proliferan en Park Avenue una plegadera de plata con un galgo labrado en el mango. Hesse tenía dinero esa mañana. Había vendido un par de acuarelas sobre papel de tela a Seda&Stein.
Su padre, ese ente físico, opulento, esa carne serena y feliz tan próxima, de cara redonda de judío alemán, calvo, bonachón y un poco egoísta, como sólo puede serlo un alemán glotón y tranquilo. Y, ahora, un moribundo aburrido, asqueado, en la espera, un pacífico judío convencido, temeroso de Yahvé, de nuevo en la diáspora… final.
Al llegar a la casa familiar le faltaba el aliento, estaba sudorosa y se sentía a la vez trémula y feliz.
El hombre enfermo, enflaquecido y perplejo, cubierto por el taled, la vio precipitarse al salón, rejuveneciéndolo todo, rodeada todavía con el aire fresco de la calle. Ella le tendió el bonito paquete que envolvía el presente. Su padre preguntó por qué: no era su cumpleaños, ni había que celebrar ninguna onomástica. Tampoco iba a poder llevar demasiadas cosas en su próximo viaje…
Tal vez en ese que ahora emprendía, surcando el mar…
Dos días después de que su padre muriera, lejos del hogar, de la nueva patria, Hesse buscó por todos los cajones de la casa la plegadera labrada. Nunca la encontró. “Va en la nave egipcia con él.”
En las semanas siguientes dibujó simulacros: de un río, naves, perfiles, relieves, ornamentos.

miércoles, 4 de enero de 2012

HESSE 39

Melting pot:
L., amiga de Hesse: una mezcolanza siniestra. Nacida en 1938 en Polonia de madre búlgara y padre lituano. Emigra con su familia a Estados Unidos pocas semanas antes de que la Wehrmacht derribe los postes fronterizos polacos. En 1959 se casa con F., un chino descendiente de emigrantes originarios de una provincia china tocante con la Mongolia Exterior, radicados en California desde 1907. En 1966 L. y F., cansados una de la lavandería donde trabaja y el otro del restaurante de comida barata donde sirve mesas, acaban sumidos primero en el quietismo y, luego, sin solución de continuidad, en un misticismo suicida. Malviven de un subsidio menesteroso. Ella pinta cuadros siempre de tonalidades rojas, escribe poemas de un solo verso, aprende a tocar la guitarra española y confecciona flores de papel; él medita, no hace nada más, busca la extrema pureza, el dharma que todo lo explique, el aleph que descubra las hechuras del mundo. Viven en una casucha de madera que pintan de blanco cada dos años en la parte alta de Queens. Procrean tres hijos. Mueren dos de ellos “por causas naturales” a poco de nacer. El primogénito, a causa de una infección, contrae una ceguera irreversible. En 1970 F. abandona a L. Se halla en pleno epicentro del Wu Wei. Se cree invulnerable. Dos meses más tarde se ahorca colgándose de la escalera de incendios de un edificio en el East Village. L., al cabo de unas semanas, de regreso de parlotear con la psiquiatra de los Servicios Sociales, abre la puerta de su casa, va directa a la cocina, deja caer la bolsa de la compra del día y se corta las venas con el cuchillo de trocear el pescado. A pesar del estrago que se hace en las muñecas y en las arterias de los brazos, no consigue matarse. Antes de finalizar ese año entrega a su hijo a los Servicios Sociales y retorna a su Polonia natal. Jamás vuelve a los Estados Unidos ni sabrá nunca de su hijo invidente. (En 1995 descubro en la librería del Reina Sofía, en Madrid, un lujoso catálogo de una colectiva de artistas del Este programada en el Petit Palais. Una de las artistas más destacadas “y del máximo interés” -como reza el prefacio del profuso inventario- es L., cuyos cuadros comienzan a disputarse los museos europeos a precios desmesurados.)
Los caminos del Señor son inescrutables.
(Dijo.)
El triste atardecer de Queens me lanzó una noche de septiembre de 1969 al precario hogar de F. y L., iluminado a esas horas por media docena de velas. Como parco presente, portaba una botella de leche y piezas de fruta en una bolsa de papel.
Life against Death y Apocalypse, The Wisdom of Insecurity y Nature, Man and Woman (este último prestado por Hesse), reposan envueltos por la pacífica luz aparentemente inofensivos sobre la rústica madera de la mesa donde comen, junto a un cuenco de arroz hervido con verdura y una jarra de agua cristalina con reflejos ámbar por efecto de las llamas. El niño ciego corretea desnudo palpando las paredes de listones. El pequeño pene, que no deja de acariciarse, semeja un insólito garfio presto a engancharse en cualquier cosa.
En Europa la gente es demasiado sofisticada. Es en el Nuevo Mundo donde sucederán los grandes acontecimientos del siglo. Sólo los bárbaros creen en la iluminación, en la revelación pentecostal. De ellos van a ser todos los Reinos. Cielo e infierno son la misma cosas. Y eso lo saben los bárbaros. De ti depende que imagines donde estás. Sed inocentes. Sed niños. No temáis a la muerte, porque la muerte soy yo. Lo apocalíptico es el camino de la verdad, la sabiduría total. Entretanto, mantener silencio, porque el silencio es la antesala de la liberación. Dejaos llevar. La vida es un fluido, como el agua corriente de un arroyo. Sólo vivís en el instante. ¿Y qué es lo esencial? Cultivar la tierra, tejer tu vestido, cocinar, alzar tu casa con tus propias manos, hacer el amor.
Et tout le reste est littérature.
Dejad que otros se levanten a las siete de la mañana y llenen las fábricas, que arruinen sus espaldas encorvados ocho horas sobre las mesas de sus oficinas o que conduzcan los taxis día y noche. ¿Qué otra cosa podrían hacer con sus vidas? Hay rosas, y hay abejas; piedras y estrellas, el árbol, el tigre, la espada y la gema.
(Dijo.)
Mientras la cantinela pueril insiste en que los tiempos están cambiando.
Pero ojo con éstos, del mantra a la invectiva. El desdén del sabio por la ignorancia de los otros, acólitos y medrosos, alcanza la ofensa y el cinismo devastador. Pueden llegar hasta la violencia física si pretendes arrancarles un pedazo de su territorio mental. Estos gurús guardan bajo las mangas de sus falsos kimonos manchados de pecados físicos botellas de ginebra, cigarros puros, espesas chocolatinas, bistecs todavía sangrantes de dos pulgadas de grosor y hasta unos gramitos de alimento espiritual regalo de algún camello devoto. Además, se mueren de ganas por salir en alguna cadena nacional de televisión aunque abominen de ella en público.
(Le dije.)

domingo, 1 de enero de 2012

HESSE 38

Me siento dadivoso… a la manera borde.
Una especie de Swift.
Que no muera nunca, ésa es mi ofrenda a la Gran Artista para hoy.
Te otorgo la eternidad (te concedo un… castigo)
Eres la heroína de los colores.
También eres mi heroína, Hesse.
He aquí las páginas blancas donde mancillo tu memoria.
He aquí el pecado y la ofrenda.
He aquí mis antojos de creador menor (pero sentimental).
He aquí la chica de la moneda de plata de tres peniques. Nace una de cada un millón.
Te alumbraron con el círculo rojo sobre la ceja izquierda. Ahora, a tus doce años, se ha vuelto verde. Aún has de verla azul oscuro cuando cumplas los veinticinco.
Sabed que ella es La Elegida, papanatas...
Pero, ay, nadie alcanzó a descubrir la mancha negra del tamaño de un chelín sobre la frente.
¿Y qué le hubieras pedido tú a una vida inmortal?
Amaría la sabiduría, sería generosa, me entregaría a las artes y las ciencias. El mundo y sus cambios, sus modas y revoluciones serían mi espectáculo interminable, así como los cielos de la noche, sus astros y sus cometas. Contemplaría indiferente y divertida como se marchitan a lo largo de los siglos la sucesión de claveles y tulipanes en mi jardín. Y yo sería un ejemplo para el mundo que nada en mí vería reprobable.
Sería…
Serías como tus obras, que en el siglo XXI se pudren y se deshacen como el polvo aun no dejando de ser lo que son. Y hemos de copiarlas con nuevos materiales, clonarlas con otra química reciente que sustituya los despojos corrompidos. Tu obra, en nuestros días, es una copia de la que manipularon tus manos, aquellos desechos de los sesenta forman hoy un revoltijo informe encerrado en una urna de cristal.
Pero ¿acaso no somos los hombres y las mujeres copias más o menos imperfectas de otros seres humanos que nos precedieron?
Podemos replicar tu obra cuantas veces nos venga en gana.
¿Para qué ser inmortal? ¿O piensas tal vez que se es inmortal contando 30 años tan sólo hasta el fin de la eternidad?
No, querida. A los cuatro mil seiscientos dos años tendrías cuatro mil seiscientos dos años y no treinta. ¿Qué pensabas?
Serías una struldbrugs cumpliendo años sin cesar, melancólica y abatida, con todas las manías y achaques del viejo, con la horrible perspectiva de no morir jamás. A los cuatrocientos años serías tan terca, antojadiza, avara, áspera, vanidosa y charlatana como a los cincuenta y sesenta. A los setecientos, nada de los placeres del cuerpo podrías desear, puesto que a ninguno de ellos podrías responder. Envejecerías eternamente, asqueada y confusa, hasta ser una sombra repugnante para los demás. Tu capacidad de aprender sería nula, tu memoria se desvanecería al paso de los siglos, mendigarías un recuerdo, unos pocos slumskudask con los que llenar el vacío de tu mente. Ni siquiera podrías refugiarte en la lectura, pues el lenguaje se tornaría incomprensible, y tus ojos irían apagándose como una estrella durante millones de años. Tu nacimiento habría sido siniestro, y envejecerías a la par que el universo. Esa rara eternidad te mantendría muerta en vida.
Condenada a vivir hasta el final de todo… ¡qué tortura diabólica!
Pronto dejarías de temer a la muerte, que sería una bendición, el más dulce de los consuelos…

“¿Ahora administras antídotos, entrometido del diablo?”
“Querida, soy El Hacedor. Soy yo quien dispone las piezas aquí y acullá. Qué le vamos a hacer.”