sábado, 31 de marzo de 2012

HESSE 52

En el 68, en el Guggenheim: El Contemplador desea comprar un par de catálogos (que no leerá nunca, puesto que los pierde en una cafetería mugrienta de una calle adyacente de la Quinta). Aguarda su turno frente el curvo mostrador de madera barnizada mirándose los pies. Entonces imagina.
En algunos de los plácidos (y hasta hogareños) rincones del museo se halla ella descansando de la morosa y fértil caminata de hace unos minutos desfilando ante los cuadros, sentada ahora, mirándose una carrera en la media, mordiéndose una uña, reposa como una ninfa con la vista perdida entre las hojas verdebrillantes de una planta junto a la pared roja, desviando la vista de otros visitantes.

Artistas: actores: cómicos.
En realidad, a despecho del cuidado desaliño físico y de una vestimenta chocante, toda esta caterva de aprendices geniales bien pudieran haber salido de los HB Studios de Bank Street. Gestos y entonación, miradas y poses atendían más al efecto estético de ellos mismos, la única obra de arte. Nada decían o subrayaban de sus trabajos plásticos, por lo general ocultos en ignotos parajes neoyorquinos a los que rara vez se permitía el acceso.
“Tomaremos una copa en Yorick.”
Dejaremos correr la noche.
Mañana será otro día.

¿Acaso no simulan formas humanas? Ella no lo sabe todavía. ¡Pero si acaba de empezar…! Más tarde, será arbitraria. La gran maga jugará con el espectador: esas formas blandas, las cuerdas colgando, los tubos huecos como arterias (limpias).

Materiales sintéticos, pero evita sin cortapisas aquéllos que evocan asociaciones, traducciones plásticas, ilusiones de tres al cuarto.

Ha construido el mundo. Una parte de Nueva York, digamos. Al igual que el niño compone las figuras geométricas de colores chillones, ella ha ordenado edificios y calles, ventanas y puertas, cristales y metales, aceras y calzadas: una ciudad muerta. Entonces a manotazos desordena el conjunto, las diferentes piezas vuelan aquí y allá en un espacio acotado previamente. Un amontonamiento más real por ser menos imitativo. He ahí la obra más bella que aquella geometría obediente y analógica de la representación, una semejanza falsa se ha ido al traste. La artista, aburrida de las visiones formales cotidianas, ha creado una composición nueva y no del todo inefable a los ojos, pues la mínima ciudad que había creado mediante trozos de madera, la componenda denotativa que simulaba los perfiles del mundo, sigue ahí, está ahí. Sólo ha variado su configuración, la matemática de una sintaxis que ordena su lectura no tanto en lo comprensible de su forma cuanto por negar lo habitual de su forma.
Mas esta diosa de una creación que degrada a sabiendas lo vigente en el arte se entiende bien con lo provisional: mañana nada será igual al tiempo y a las cosas de hoy: un átomo más, un número menos, una variación constante que eleva o acorta, se hace presente o condena a la desaparición visible.
¿Cómo paralizar en el tiempo los objetos y su dictado? En el desorden que tú les imprimes, gobernados por los símbolos o no-símbolos que nacen de de una furia silenciosa y hasta serena. El absurdo es la escritura de su plástica; el sentido, el galimatías de su dibujo; el axioma y su ley, la verdad de los materiales y su alejamiento de lo ilusorio: nada engaña su apariencia y nada figura plásticamente. Cualquier montón de basura es más real que una obra de Veermer o Leonardo que, aun siendo materia real, nada más que proclaman una ilusión y el tacto claudica ante el lienzo, el pigmento, la textura, la madera del bastidor que los acoge.
Ella no habla de arte. Habla de la verdad de lo que muestra, de lo que es. Su arte es eminentemente físico. Misterioso, por tanto, paradójico.
“Hay otro orden”, me dice.
E infravalora la forma, la rebaja a lo ininteligible que, empero, es muy fácil reconocer: sólo con verla cabe el enunciado.
“En el fondo, se trata de un atentado a la tentación de andar por un paisaje imposible, amar un desnudo de piedra, saludar un busto de bronce, buenos días, señor romano”.
“El camino que he elegido es el desorden de las convenciones plásticas. Nada de esto contradice la instauración de unos nuevos significados semánticos que de lo epigráfico alleguen a lo legible.”
“Yo me muevo en el espacio de los efectos. Las causas son posteriores. ¿Qué importa qué determine a qué?”
La artista lo ha troceado, triturado, molido: ese polvo de tierra esparcido en el suelo pulido y fuertemente iluminado de la galería de la calle 57 fue piedra. Pero antes que piedra fue polvo de tierra. Y ahora puedes imaginar ese pequeño montón recomponiendo sus partículas más ínfimas hasta consolidarse de nuevo en piedra, en la piedra que era. Sólo sería el camino inverso hasta alcanzar la causa. Mas la danza desordenada de sus átomos, la loca zarabanda impide que de nuevo conformen la piedra inicial: ese desorden aparente, plástico, atraviesa puertas más oscuras de las concebibles.
Una obra que nos transmite la idea de un efecto que busca sus causas profundas o triviales de sus apariencias mediante una taumaturgia de lo artístico que hurga en el más puro misticismo, hasta en el desvarío teológico.
“Lo suyo”, dijo el hermeneuta amarillo y verde, de ojos muertos “sólo es un procedimiento de cálculo, un proceso mental e incluso emocional que le auxilia para hallar las correspondencias plásticas de su temor e imperfecciones.”
Aún en la prehistoria, en el SoHo, en el 420 de West Broadway: Hesse husmea. “Todos somos hijos de Duchamp.”
Recorría Johns, Rauschenberg, Stella: cómo le hubiera gustado extraer los objetos y pinturas de los cuadros, deshacer sus imágenes dividirlas, trocearlas, volver a montarlas por el suelo de forma tridimensional: hacerlas reales, inidentificables.

martes, 27 de marzo de 2012

HESSE 51

“¡Eh, tú, hijo de puta!”
Una sucia piedad comienza a deslizarse desde los lacrimales de los ojos.
Un sonido gutural, irreprimible, delata una compunción fuera de lugar.
Se había dado la vuelta cara a la ventana, pero ella, la cancerosa, le ha descubierto a causa del gemido apagado, la sacudida de los hombros.
“¿Qué demonios te ocurre, payaso llorón?”, le espeta la yacente incorporándose a duras penas, con el rostro encendido de indignación. Parece una llama de fuego alzándose de entre las sábanas blancas.
Él no contesta. No le invade la pena, es que se siente culpable de sobrevivirla, de saber que va a examinar cobardemente los recuerdos que ella dejará atrás una vez expire. Será capaz de sacarlos en almoneda, de manchar su memoria con esa pluma que lleva clavada en la mano.
“¿Dos centavos por palabra?”
“¡Hecho!”
De nuevo, ella le mira con lástima.
“Sólo es una muerte… la mía. Tú preocúpate de la tuya…”
Que más tarde o más temprano asomará las narices por alguna esquina.
Y rápidamente El Inquilino de los 30 metros cuadrados al norte de Queens cambió de actitud y hasta de máquina de escribir.
¡A ver si de una maldita vez te ganas la vida escribiendo novelas policíacas como todo el mundo!
Y, convengámoslo, tampoco era de esos testigos bobalicones que celebran las bodas reales, conmemoran el Día de la Patria o asisten entontecidos por el incienso a las exequias de los restos del preclaro sobre un túmulo engalanado de púrpuras.

A través de algún magnífico entresijo del presente, una oquedad iluminada fugazmente por un rayo oscuro, como a traición, atisbaba algún aspecto de la muerte, alguno de sus matices poderosos y definitivos encarnados en una clamorosa omisión: ella ya no estaba aquí. Eso era la muerte. Nada de negrores o tormentos. Simplemente, ella se había volatizado. No le sorprendía lo más mínimo la rareza de noser en el mundo, su caída irrefutable para siempre en la mismidad de la nada absoluta (pero si le atenazaba de miedo su categórica e irreversible desaparición para los demás, su vuelo al país de nunca jamás que ninguno de nosotros comparte los otros): pues, bueno, allí estaría la mota de polvo de su vida haraganeando en el espacio negro, invisible y fría, atómica y también negra, disuelta entre otros miles de millones de vidas en el vacío sideral.
Entonces, ¿la conciencia de saber que una acaba aniquilada por el cuerpo, desaparecida, esfumada y sólo recuperada de tanto en tanto por la masa viscosa e indescriptible de un cerebro que aún guarda tu recuerdo, disuelta en la nada y poder preverlo, anticiparlo, incluso experimentarlo, ser muy capaz de, sino imaginarse muerta, sí cuando menos fuera del mundo… qué sentido tiene todo eso?, algo tan corriente, tan fácil a fin de cuentas… al comprobar como uno detrás de otro, a solas o en compañía, a su debida hora, todos vamos desapareciendo obedientes para no volver…
La vida sin ella. Qué turbador. Hasta terrorífico. Ve el día, y no a ella, que ya no existe en ese aire fragante todavía de mayo, o bajo la nieve o acariciada por el sol desmayado de noviembre. Mira por esa grieta que se abre al futuro un mundo que ya no le concierne, ajeno a lo que fue ella: una débil armadura de huesos y carne de final predecible, y todos esos que andan, desconocidos y serios, que viven y son...
Su ausencia que, ahora, sólo es un nombre: definitiva.
Todo su testamente es toda su vida de atrás. ¿Le importará a alguien?
Vuelve a montar su vida, la crea, la obra como un albañil bíblico, la hace de nuevo con materiales indescriptibles, sólo manifiestos en virtud de arte, sus figuraciones y trampantojos.
Alza la trastería objetual, una suplantación irreal, irreconocible.
La tinta de la pluma es el hermetismo, una gama de colores inaudita, inacabable, el número infinito, pues a nada representa y todo lo enumera, lo referencia y desmenuza minuciosamente.
¿A todo?
Yo, soy todo.
(“El mundo, querida, se ha hecho cinematográfico”, le dije un día en el interior de un taxi, saliendo del túnel de Park Avenue. Aún me parece oír la sonora carcajada del taxista al pensar que lo mío era un plan hortera de seducción.)
Lo trascendente, a pesar de su nimiedad, debería ser la esencia de una vida exitosa. Esperar y creer. Y morir con la vista hacia atrás renegando de las naderías que ataviaban los días y los años necios.

sábado, 24 de marzo de 2012

HESSE 50

La muñeca se nos rompe.
Murió joven esta Hesse.
De ella pocas máscaras hemos alcanzado a contemplar. En cierto modo, se libra (y nos libra) de la caricatura de los años, de las otras máscaras sórdidas de la vejez temprana, de la vejez dilatada, del rostro erosionado por el tiempo, las mentiras, la vanidad. Nos hurta esa muerte de los ojos humillados por las traiciones, por las mudanzas siniestras del carácter, la ambición o el desaliento, nos libra (y se libra) del miedo, del silencio de los viejos, del viejo Samuel de quien aún pudo tener idea de su existencia y que, mira por donde, quién lo iba a decir, hasta consiguió influir en su obra.

Ella le tiende la mano:
Monsieur Samuel Beckett, adelante.
Es decir, hacia atrás.
Como despedazando la realidad.
Hay algo de perverso wittgensteiniano en esta imposibilidad de comunicarse.
Comunicarse además…
¿Para qué?
Hace trizas el andamiaje embaucador: nunca sabrás nada de nada. Sólo son palabras que dibujan tu confusión, la deposición química de un cerebro ahíto de alimento.
Ni siquiera has cambiado: en los mil personajes que has sido tan sólo eres en uno, y no importan los farsantes de detrás, ni las máscaras sucesivas del futuro, si es que lo tienes.
Si eras múltiple, la reducción te condena a uno. No modificas el pretérito, no has de mejorar el descendiente.
Eres silencio: por la boca únicamente salen ruidos. Porquería que el aire provoca de tus gases.
Este hombre es un asilo de viejos clarividentes, coléricos, charlatanes porque aman, sobre todo, el silencio. A la mayoría de sus camaradas en la decrepitud se les escurre la baba de la boca mientras mantienen los ojos entornados. Estos tipos huérfanos a traición son capaces sin venir a cuento de hablar de su madre a todas horas, muerta hace mil años. En la forma son espantapájaros que sólo asustan a los niños: una ruina encerrada entre cuatro paredes blancas y que gente a la que se les paga puntualmente procuran tener aseada y quieta y sin restos de excrementos durante todo el día. En el fondo son viejos desmenuzados, mutilados de su propia alma, carcasas, trastos a punto de desmoronarse, si es que no yacen ya en el sucio suelo con el fin de fastidiar y burlarse de los vigilantes.
Manicomios ambulantes, cada uno de ellos alberga decenas de personajes: el desfile inmisericorde de todos aquellos que uno ha sido a lo largo de las diversas fases de su existencia hasta acabar en manos mercenarias o piadosas que se cuidan de la mugre. Uno, al fin.
Huesos como cuchillas, la piel muerta. La mirada vacía desentrañando los sótanos del pasado.
Y cuando abren los ojos les invade un asombro infantil: pegado todo el santo día a la ventana con las manos sucias de pecados sobre el regazo, viendo el mundo en el verde resplandeciente de la hoja mojada por la lluvia, en las nubes que pasan (no les gusta nada este lugar), hasta en la grisura de los cristales sucios de la prisión para viejos.
Es una poética de la precariedad, del sinsentido.
Este viejo es un abrigo viejo, viejísimo, un viejazo deshilachado, un vejestorio roto por mil costuras, un viejorro repugnante de mil olores, polvoriento de mil caminos arrastrando los pies sin detenerse un momento. Tras sus gestos y risas de cotolengo se esconde un auténtico genio del desperdicio y las sobras, de las palabras difíciles y una podredumbre muy adecuada. Su saliva es un veneno.
Les imanta a los viejos la escatología, el anacoluto, la teología, la disciplina insensata a que obliga el vacío.
En su vida de caminante infatigable y desértico cuelga en bandolera un bolso más viejo aún que todo aquello, y en el interior nauseabundo hallamos trozos de pan duro, un pedazo de queso mohoso, un vaso de plástico, una novela policíaca barata y arrugada comprada en un quiosco, una navaja mellada, periódicos atrasados de hace veinte años, un bolígrafo con la tinta seca, una cédula de identidad ilegible, un par de guijarros, un papel en blanco, un pedazo de cuerda “con la que poder ahorcarse un día no demasiado lejano”… que nunca llega, pues “la clave de la vida es el sufrimiento”.
Incólume a los desastres naturales.
Refractario a los males de la estupidez.
Hasta que se convierten en negras cenizas parlantes.
Y toda humanidad es un ruido, un río seco pedregoso.
¿Hay algo más allá del yo y el objeto?
Y aunque lo hubiera, ¿cómo podría demostrarse?
Da dos pasos y holla la nieve, anda bajo la lluvia oscura, camina al amanecer gélido de un día cualquiera, pero no se mueve ni adelante ni atrás. Y a los lados sólo se encuentra el abismo sobre el que pende su figura de alambre encima de la cuerda.
No sabe cómo se llama.
Pero si lo supiera, no le serviría de nada. Es una convención como otra cualquiera en el mundo de los protocolos vanos. Uno siempre termina escondiéndose en el nombre, como si eso tuviera importancia, o al menos fuese una especie de escudo para protegerle del terrible cosmos o la carcajada animal.
Tampoco sabe adónde va, y laberínticos circunloquios dominan sus pensamientos.
Los días ya no se llaman, las horas ya no se cuentan.
Sobre todo le gustan las piedras redondas y pulidas por el agua y el viento, el horizonte desierto, el firmamento rozando la tierra dura y árida.
Es una silueta larga y delgada recortada sobre el cielo gris de la ruina.
Inquietante la conjunción de ambos que tu obra remeda. ¿Sabías, beckettiana, que tu labor ronda lo estrafalario de este ser de lejanías?
El hombre espera en absoluto desvalimiento: soliloquios, perversas fijaciones mentales. Un ser cruel y hasta depravado para sí mismo.
Es un suicida que piensa demasiado, no termina de desprender la costra del pensamiento de su condición animal: insiste en poner nombre a las cosas, a las imágenes, se obliga a pensar.
Pero ya ha renunciado a los demás, a sus chácharas y explicaciones ordenadas e inútiles: se sostiene a sí mismo con las pinzas de la lucidez más inofensiva: un monólogo interior que arrecia a medida que se acrecienta su misantropía.
Y, por favor, nada de dioses. Piensa hacia abajo.
Desafía un agnosticismo hacia todo y hacia todos. Nada espera de nadie. Que nadie espere nada de él.
Dioses… Aunque, ¿y si son éstos, aunque inventados como la magia y el rito, el único medio para expresar nuestra conciencia, conocer los asuntos del alma tan encerrada como está, entregarse con algún sentido a la elucubración irrefrenable de la mente libre del cuerpo y su putrefacción?
El espíritu de un viejo que ya no puede hablar y apenas dar dos pasos sin ahogarse, sordo a los dioses, escondido entre harapos, casi irreconocible como ser humano, eso es lo que aún reviste la carne.
Sí, un poco de mitología, como un vaso de vino griego o el sol romano, no hace mal a nadie…
Entre tanta escombrera…
Es fácil sentirse identificado con ese sentimiento de desnudez, de indefensión ante el absurdo o la pena.
Un arte ecuménico, dijo ella, que a diferencia de esos viejos terminales y degradados y mudos aunque de extremada lucidez, tenía salud, dinero y energía y se creía inmortal, es decir, iba a ser joven hasta el fin del mundo. Era en ese tiempo memorable que desentrañaba la sintaxis del disparate existencial y su museo de objetos (y el organismo vivo que era ella), inmune al desaliento y la duda. Una examinadora de interiores.
Pero el suceso biológico es mucho más sencillo cuando todo, con naturalidad, ha quedado atrás y ahora la artista parte hacia el lugar de donde vino con las mismas manos vacías.
Ahora lo sabe. El sol y la lluvia y la tierra y el aire: eso era ella, lo que ha sido siempre, lo que será cuando sus cenizas sean esparcidas. Elementos inmutables a pesar del tiempo y las catástrofes. Algo tan sencillo y rotundo… (y buscaba con dificultad un segundo calificativo, una nueva acepción definitiva cuando la verdad de todo es que todo es nada). Quería la complicación, lo que no se entiende-
¿Y él? El Gran Beckett…
Por encima de los ochenta años ya no se necesita dormir, la comida da un poco de asco, los objetos inspiran desgana, los planes una sonrisa desdeñosa y los demás y sus opiniones no importan un ardite. Incluso un premio nobel de literatura resulta un fastidio inconmensurable de sobrellevar.
Tan categórico, agoniza en un asilo: “Ay, que todo termine.”
Será el silencio.
Regala dinero. Vuelve a ser pobre: escribe (esa clase de indigencia), escribe, pero sólo palabras. Hemos asesinado al sentido.
“Un hombre de pie sobre arenas movedizas.”
Murió escribiendo garabatos sobre una mesa de bridge, en una habitación con la puerta abierta a través de la cual atisbaban un montón de viejos como él, mocosos y medio locos, abandonados en manos ajenas.
“Y no vuelvas”, conminaba el hombre primitivo en el albor del tiempo y las desgracias, sabio en temores, precavido: primero se despieza el cuerpo; luego, se le quema, y, por último, se dispersan las cenizas con el viento. Eso era innecesario, pero era en la noche oscura del alma primitiva, cuando todo aún era creíble, reciente y se profesaba temor a los muertos.
“Ya en las tinieblas, ni se te ocurra volver”.
Porque lo malo de un muerto es su espíritu. No hay modo de acabar con él: en forma de palabra, de pintura, de recuerdo, y no digamos ya fotografiado en un trozo de papel… Ahí siguen a perpetuidad. Perviven ladinamente. Aletean sobre la tierra y las aguas en pos de la venganza. Pues es sabido que los muertos guardan un gran rencor a los vivos. Hasta que uno mismo desaparece: entonces desaparece todo, al menos desde el punto de vista del ser vivo, que comprueba fácilmente, bien asentados sus pies sobre la tierra, que ningún muerto vuelve a por sus cosas (un reloj de pulsera, la billetera, las llaves del coche), ni tampoco vuelve a encender o apagar una luz, a terminar de un bocado la hamburguesa o el hot dog, jamás vuelve a salir a la luz desde los túneles del metro, a sacar de casa la bolsa con la basura del día, y nunca acabará de leer la última página del periódico... de ayer.
En fin. El anecdotario no da para más.

miércoles, 21 de marzo de 2012

HESSE 49

Del diario secreto II
Inventaba los recuerdos como otros imaginan el futuro.

No importa cómo lo hagas, pero hazlo divertido.

Una historia ontológica del arte esparcida en el suelo: los materiales asociados a ella serían siempre novedosos.
Historia natural de la literatura: una porción de idiomas a la deriva, modificándose, disolviéndose, desapareciendo desde la primera sofisticación del habla y sus técnicas innatas.

La enfermedad es un robo.
La muerte, un asesinato en toda regla.
¿Quién va a juzgar tamaños crímenes?

Niños que nacen en jardines…

Pero el reposo no es estar tumbada en la cama con lo ojos fijos en el techo. El descanso viene a mí alejada de esos estúpidos que hacen del arte un medio para chapotear en el fango de su vidas tras un éxito fácil. Si enfermo, serán el único objeto de mi odio la cama, la silla de ruedas, la compasión, la derrota... Y, por encima de todo, las doce palabras de consuelo de artistas como él que revolotearán alrededor de mi agonía: engreídos y olvidables, cuervos ni siquiera negros.

Manos a la obra, me digo. Encerrada entre las paredes queridas y manchadas de mi estudio. A salvo de muchas de las cosas buenas de este país, pero también de las malas: “Después de las armas, los productos de mayor venta en la nación son el whisky y las drogas”, me dice R. Y apuntualiza: “Lo ha soltado Ch. durante una entrevista en Partisan.”
“Toda una autoridad en la maledicencia... ¡sobre sí mismo!”.

Excavaba en su rostro como en una mina a cielo abierto. “Ahora aparecerá el miedo, el asco, la alegría, la duda…”
Ya eran todo grietas en la cara de tierra. De un momento a otro atravesaría el cráneo y podría mirar el vacío al otro lado.

Me pregunto quién es la enferma…
K.: seconal, nembutal…
R.: esconde las pastillas en las bolsas de pañales de su bebé.
N.: viajes e histerismo.
D.: “Afortunadamente, me mantengo limpio, en forma.” Durante la comida se ha bebido una botella de vino, antes se tomó dos cócteles de ginebra y vermú, y ya al anochecer, cuando nos invita a su estudio, no deja de vaciar copas de whisky, aunque trata de disimularlo mezclándolo con soda. Sólo él bebe alcohol. A. y yo (la verdad, bastante interesados en lo que dice) pasamos el rato con el horrible té con sabor a pis para los invitados que guarda en la alacena junto a una planta de hojas mustias.

No se trata de alteridad. Me observo en el espejo: no me reconozco, o sí, pero de tanto escudriñarme me parece estar frente a una desconocida: es imposible que mis pensamientos se escondan bajo esa máscara.

He descubierto algo al salir de la casa de los T., en Park Avenue: los rascacielos son monótonos, carecen de la diversión y el misterio de las brumas, alevosías y carruajes del siglo XIX. ¿Qué clase de pensamientos evocarán estas moles rectilíneas dentro de un siglo? Más tarde, lo comenté con C.A.: se reía. ¿De veras? ¿Entonces qué piensas de las obras de…?
Pero tú eres la chica que odia “lo bonito”.
Dejo pasar la tarde contemplando los edificios de dos y tres plantas de la calle 42. Por la mañana, también había estado en Greene Street, en Spring, extasiada ante los edificios de hierro colado.

¿Cuál mi naturaleza?
Pero, ¿tiene esto importancia en realidad?
En cualquier caso, equívoca.
Todo es una ilusión de los sentidos, me digo cuando deshago irritada una forma de maraña (que me ha constado una tarde entera de urdir) y contemplo en el suelo sólo una maraña, un montón de hilos sin sentido, un rebujo. ¿Lo tenía antes? ¡Por supuesto! Yo le insuflé como una diosa el aliento de lo vivo, fue deliberado. Fui su creadora, y eso era un hecho incuestionable. Y, ahora, como la diosa que soy, la destruyo, y la forma que se gesta, ese informe bulto, ya no es nada, es obra del azar, de lo aleatorio. No es arte, me repito una y otra vez, una y otra vez…

Una/uno, siempre se muere en el tiempo antiguo, cuando las cosas de entonces están pasadas de moda. Cinco años después de tu muerte, el mundo te recuerda antiguo. No hay nadie que muera adelantado a su tiempo. Y, si es así como parece, son los demás, los coetáneos y sobrevivientes, los que no te entendían ni entonces ni ahora, y nada clarividente había en ellos. ¿Sucede lo mismo con las obras de arte, se posa sobre ellas la pátina de lo desfasado…? ¡Pero yo no hago obras de arte! Son… un testimonio de lo efímero, llevan implícita la idea de la decadencia, y nada resuelven, y nada significan más allá de su intención procesual y, después de mi muerte…

“Lo que haces es poco relevante”, dijo.
“No importa”, repuse, “mientras sea revelador...”
“¿Para quién?”
“…aunque sólo sea para, que es exactamente lo que me propongo.”
Ya no acierta a decir nada más. Desvía la vista, sonríe con notorio desdén. Al carecer de una réplica adecuada, mantiene un silencio embarazoso. Se aburre.
(La clase de conversaciones que me repugnan, y a la que me veo lanzada cada vez que se produce un encuentro entre F. y yo, sea en el lugar que fuere. Desde Yale, hace una eternidad, no lo había visto. Confío en volverlo a ver… ¡dentro de otros dos años! ¡Para entonces tendré otra respuesta preparada!).

Judson Dance Theater: acudo en compañía de T., L. y K.
Si yo no pintara… (1960). ¡Es la materia real, contundente e inequívoca la que ha de prevalecer como alfabeto del artista!
Observando esta coreografía del ritmo y la expresión libérrima, me asalta la evidencia de un arte que también se base en la línea fugitiva. El movimiento que desaparece apenas impreso en la retina, el espacio inventado, la gracia del vuelo sobre el suelo (la tierra, en definitiva), han de ser las constantes de un nuevo entendimiento visual. Y todo tan telúrico, tan denso, pero a la vez tan próximo a la fractura como una piedra de cristal.
Una metamorfosis del lenguaje plástico que se funde en la estética evanescente del aire: brazos-picasso, cinturas-matisse, ondas-léger, huecos-picabia…

Vivir es caro aquí. Incluso en la ciudad de los huevos, una omelette nature es inalcanzable para mí.

Toda la luz del exterior, la transpariencia de una mañana otoñal fría y rotunda de noviembre en Nueva York, se colorea de un gris sucio y oscuro, desalentador, en el interior de los minúsculos apartamentos del Midtown, la claridad deslumbrante de afuera se transforma adentro en una veladura de tonos óseos que hasta parece oler a polvo de siglos.

Una semántica: inventar enseguida los estatutos de su lógica.

Le dijo que esa chica vivía (en realidad, sólo dormía) en un apartamento en Patchin Place que no tenía cocina (aunque sí cucarachas, una cama, un grifo y un enchufe), de modo que se agenció un hornillo para guisar las chuletas de cerdo y hervir sus verduras. Se cubría la cabeza con un gorro de lona verde oliva, calzaba botas de suela gruesa y en cualquier época del año vestía un mono amarillo de trabajo con grandes bolsillos laterales que en invierno ocultaba a medias varios jerseys de lana y en verano una simple camiseta. Pero era todo lo que necesitaba, y en cuanto amanecía se precipitaba a la calle con una bolsa de papel llena de plátanos y zanahorias, su única comida hasta la cena de regreso al apartamento, y a buen paso recorría las siete manzanas que le separaban del garaje temporalmente sin uso donde pintaba óleos a pequeña escala sobre masonite: retratos y figuras imaginarios que terminaban recordando el sombrío dramatismo de las vidas reales que uno podía observar a su alredor en esta parte de la ciudad, el Village, que no dejaba de abastecer un material de ese tipo a todas horas.
“Pero esa muerta de hambre enajenada podíamos ser cualquiera de nosotras en algún momento de nuestra vida”, repuso con una sonrisa desdeñosa. “Lo importante era mantener la misantropía a raya y creer en lo que una llevaba entre manos. Lo que no era nada fácil rodeada de chinches, comida de lata y la ropa interior siempre húmeda aunque estuviera secándose colgada de la barra de la ducha una semana entera.”
Querido amigo, eran los tiempos aquellos cuando nunca dejaba de llover en Nueva York y a zancadas por sus calles había que batirse contra la tristeza y hasta con la sombra que dejabas atrás.
En resumen, íbamos a convertirnos en los Más Grandes Artistas Contemporáneos del Mundo de entonces, así que éramos para que nos echaran de comer aparte.

sábado, 10 de marzo de 2012

HESSE 48

Del Diario Secreto
Nieva en Nueva York.
¿Sigues ahí?
Nunca me fui.

¿Qué piensa?
¿Quién piensa?
¿Quién de los dos?

Los dioses son invisibles: sólo si aparecieran ante nosotros perderían su gracia.
Se mantienen ocultos: he ahí su inútil y poderosa palabra silenciosa.

Camina por la avenida Madison. Es real. Pero, en el fondo, todo tiene la sustancia invisible del espejismo, la urdimbre de lo imaginario. La solidez de las apariencias, el brillo de los colores, los rascacielos de cemento y cristal, los transeúntes y automóviles, adquieren bajo el sol la desnudez de lo verídico sin más y, no obstante, se diría que basta un soplo de aire para que se derrumbe todo en este día de magníficas transparencias, que se venga abajo este mínimo decorado de lo existencial y su finitud.
“Nada de lo que veo justifica el pasado ni asevera el futuro.”
Todo parece hueco.
Y el incendio del sol de cósmica magnificencia, pausado y fatal, ha de devorarlo todo finalmente en una ceremonio de espanto, ruido y cenizas.

Cuando era pequeña, muy pequeña, me encantaba saludar a los pasajeros de los trenes que pasaban frente a mí. Algunos de ellos me devolvían el saludo desde las ventanillas. Y yo pensaba que era muy raro que lo hicieran, puesto que no podían conocerme en modo alguno: esos trenes venían de muy lejos, viajaban a sitios más lejos aún y jamás se detenían en mi ciudad.

¿Cómo muere el alma? Le pregunté.
“No creo que se pudra”, dijo. “Simplemente, desaparece, se volatiza como… el aire que es.”
“¿Y eso es todo?”
Ella no era una mujer religiosa. Me miró con desconcierto:
“¿Qué esperabas”?
Como buena judía, me he repetido muchas veces que el alma es el idioma con el que hablamos con Dios. Y si aquélla enloquece, enferma, se muere… El silencio sería aterrador, sin ni siquiera plegarias que alivien nuestro miedo: sólo seríamos artificios físicos. Un embrollo.
Un galimatías... que es mi obra.

Y ahora, ¿qué tiene contra la soledad? La ambición. Es suficiente con eso para seguir avanzando hacia no se sabe qué. Pero esa es la misión. A la soledad también se la combate con la esperanza, se dice a la media tarde de un día sombrío y oscuro, con la lluvia repiqueteando en los techos y puertas metálicas de esta parte del Bowery, invadido el paladar de ese sabor ya tan conocido de grafito, a lápiz de colegio: como todos los niños, ella, ya en la treintena, sólo espera del futuro cosas buenas.
Aunque en las noches de insomnio, traduciéndose a sí misma plásticamente (hilos, agujeros, fluidos), no puede controlar los sollozos e imagina telas de araña.

La artista ha conocido al escritor. Un tipo joven recién llegado de Yaddo que escribe sinopsis de guiones para una de las majors: tres dólares cada uno, y no más de siete entregas a la semana. El Gran Escritor De Hollywood habla demasiado de su trabajo, tal vez porque los paseos de ella son demasiado silenciosos.
“Me gustan los árboles”, le dije.
Se quedó mirándome con perplejidad. Luego continuó hablando de sus asuntos, al parecer muy complacido de cómo lograba resolver cualquier situación a la que se enfrentaba. Y eso lo dijo un tipo que gana tres dólares al día garabateando tonterías en un pedazo de papel. Su cara de satisfacción era indecente.
Definitivo: no vuelven a verse nunca.
Ella se esconde en el estudio durante una semana y deja de contestar a sus llamadas telefónicas: en ese lapso de tiempo concibe una de sus mejores obras. A solas.
Primavera, 1966.
Soy capaz de amar. Yo amaba, pero con algo fuera de mí, como una extremidad más de mi cuerpo, un órgano invisible soldado a la carne, a la coraza exterior, y, cuando todo acabó, eso fue muy fácil de mutilar.
Esa capacidad ahora gangrenada, esa infección que es el amor desaparecen cuando se cercena de un tajo el adose espurio a la razón, y así se puede seguir adelante mutilado y a salvo. Tal sentimiento descorazonador e invasivo es lo que hay que abortar hacia fuera, una concreción en el costado, o en el mismo codo, en cualquier sitio menos en el alma.
¿Quién es ese tipo (otro más) que a la caída de la tarde, acariciado por el tibio sol, lee a Esquilo en griego mientras bebe un par de whiskys?
Estamos en los años cincuenta en USA: la mejor época en la historia, afirman con desfachatez los cronistas de televisión de estos años entre la delación, las condenas a muerte, la invasión de Corea, el informativo de Cronkitte, el show de Johnny Carson y las películas del oeste.
Esa tarde, el sol declinante parece dorarlo todo en el paisaje apacible de laderas, campiñas y jardines, de casas de dos plantas bien construidas y decentes. Sólo turba la quietud del aire denso y fragante las risas lejanas de unos niños, alguien que golpea un cubo metálico, el ladrido amistoso de un perro, y, después, el silbido apagado del tren de las 18,47 que abandona el apeadero. El cielo se tiñe de largas franjas amarillas, rosas y púrpuras sobre un azul pálido y cada vez más desvaído. Es un atardecer estimulante y benéfico que trae como recompensa el descanso, la paz en el pensamiento.
Peleando con los dioses.
El tipo lee en griego una tragedia que se engendra de humanas brumas y la cólera de los héroes mientras le asalta en la cabeza la idea de copular con su mujer. Cierra el libro. Entra en la casa: el hogar de un hombre que dirige bien sus negocios y paga sus impuestos debidamente, donde puede perpetrar con todas las luces encendidas la danza más frenética y primitiva en honor de Dionisos.
Ya en la noche, sube a la habitación de arriba donde espera su esposa. Mientras se besan con furia y se susurran obscenidades, uno de sus hijos, el más pequeño, se despierta, baja a la cocina, se sube a un taburete, alcanza el estante de arriba y engulle parte del contenido de un envase criminal: arseniato sódico azucarado, un mejunje para matar hormigas. Pronto, los gemidos del niño provocan la alarma. Sin perder un segundo los padres con su hijo acuden al centro de la ciudad en busca de un antídoto. Horas después, el niño se ha recuperado. Aún se siente mal cuando lo devuelven a su cama, pero enseguida se duerme. El hombre y la mujer cierran la puerta de su dormitorio. Se miran. Se desnudan. Se abrazan apasionados. Más tarde, el hombre escribirá: “No hay una conexión entre el amor y el veneno, pero semejan puntos en un mismo mapa.”

La veo salir de una tienda de licores en Canal Street. Sin dejar de andar, miraba a los lados nerviosamente, intentaba ocultar la bolsa de papel marrón debajo del abrigo. Aminoro el paso y dejo que se aleje hasta que desaparece calle arriba. Luego, al reanudar la marcha, no dejo de preguntarme cómo se llama aquella mujer. Por más que lo intento no logro recordar su nombre, pero ahora ya sabía de quien se trataba: era una vieja actriz de carácter que solía aparecer con frecuencia en el programa Playhouse 90, siempre en papeles mínimos, de cocinera, de ama de llaves, de vulgar vecina fisgona y, ya al final, de mera figurante.
Doblo la esquina hacia Wooster Street y unos metros más allá descubro a la pobre mujer sentada en el bordillo de la acera, llorando desconsolada ante la bolsa de papel caída y rasgada en el suelo, oscurecida por la mancha líquida del licor. Los trozos de vidrio de la botella rota, como una culpa a la vista del mundo, están esparcidos a sus pies, sobresalen por encima del pequeño charco color miel. Un par de curiosos contemplan la escena.
“Sólo es una pobre borracha.”
“Aún será capaz de lamer el suelo con la lengua…”
Me alejo apresurada. Sin volver la cabeza, imagino su boca, estragada y con cortes sangrantes, mojada por el alcohol sucio y caliente sobre el asfalto.
Por la noche: sueño con mi madre… No, es la actriz vieja, alcohólica y echada a perder con el rostro de mi madre.
Mi madre, que era tan bella como Ingrid Bergman.

El frío parece tener su luz propia, difunde una transparencia que azulea los objetos, como si todo estuviera tallado en cristal.

Una escultura de hielo, una materia limpia, profunda a pesar de su transparente liviandad. O, tal vez, precisamente por ello, por la nitidez de su volumen, su gracioso discurso evanescente.

De pronto, la sensación de que nada de lo que me rodea va a mantenerse en pie por mucho tiempo, que contemplaré su fatal decadencia y derrumbe final. Sólo era un decorado para una mala comedia. Despierto y, entonces, comprendo lo soñado: era yo la que iba a ser arrebatada de todo lo que me rodea.

“Una artista en ciernes… incomprensible”, dijo ante una de mis obras.
Los demás sonreían, o desviaban la vista.
¿Y él…?
Un artista mediocre…
No, es un artista cobarde. Y, sin embargo, tiene un discurso inteligible, expone en Castelli. Es célebre y gana dinero. Es escuchado. Hasta se cree en la solvencia de lo que proclama, aunque sus palabras no sean sino un subterfugio donde esconde la poca consistencia de una obra rancia y antigua como los bodegones de los principiantes en las escuelas privadas de arte.

El futuro sólo existe en la imaginación, no es ni ha sido.
Y el presente me sirve para crearme un pasado, lo que ha de justificarme una vez muerta.

Durante la noche la ventana de la habitación, mal cerrada, se ha abierto a causa de un golpe de aire. Despierto inmersa en una luz gris y lechal, y el olor del amanecer, una combinación rara de piedra, hierro y humo, me llena de desánimo, de miedo, de grandísima extrañeza por todo. Luego, con la taza de café caliente en la mano, el rumor sordo de que todo se pone en marcha, de que la enorme ciudad sigue viva, poblada de millones de seres, me va reconciliando con la grisura del día y las nubes negras que presagian la nieve, y me sumo con sencillez en esa experiencia universal en lo penitente, misterioso y cabal de todos nosotros que nos induce al engaño milenario capaz de ponernos en marcha cada mañana luego de una tostada y una simple taza de café.
Ya que no esperamos el éxtasis, al menos una buena salud, algo material que agrade a la vista, la calma, un día soleado, la lluvia al atardecer que repica en la calle, y nosotros bien protegidos en casa, envueltos en una manta de felpa con un libro pequeño y amable en la mano.

Temo que he de morir absolutamente desesperada. Algo que no entiendo, porque lo único que se desea de veras en esos instantes es la paz, una consunción tranquila, conformada, lúcida, incluso valiente.
Pero es ahora cuando descubro que toda mi obra era una premonición angustiosa hasta Contingent.
Toda la ansiedad procedía de una pesadilla que yo sabía real.

Un día oscuro, lluvioso y frío: un dibujo claro, una línea feliz, los materiales opuestos que contradigan todo lo biográfico.

domingo, 4 de marzo de 2012

HESSE 47

Octubre de 1941.
Desde la cerca del jardín vemos pasar a los Roning que van a comer a casa de los Sullivan, justo al lado de donde viven los Feiffer, después de haber asistido por la mañana a los oficios de la misa dominical en el templo episcopaliano codo con codo con los Smith y los Mulligan, a los que vemos acercarse por el otro extremo en compañía de los Bailey. Las tres parejas forman una curiosa multitud, con la pequeña nube de los niños vestidos de blanco y negro correteando y cruzándose entre ellos. Dan la sensación de ser una pequeña pero coriácea congregación de fortaleza y camaradería indestructible ante cualquier embate de la vida cotidiana, laboral y social, a salvo de todas las asechanzas y mezquindades de esta época de zozobras. Todos van vestidos de domingo. Los rostros risueños, el alma en paz. Luce un magnífico sol de otoño que dora las copas amarillas y rojas de los árboles, y en el aire se esparce el grato olor de los dulces de domingo calentados en los hornos, los asados proveniente de las cocinas y barbacoas de este pequeño rincón del paraíso que resulta ser el 156-A del área residencial de Oak Park 4 N.Y.
Por la tarde todos nos aburrimos un poco, hasta que anochece. Entonces nos sentamos a la mesa del salón a dar buena cuenta de la cena, escuchamos un programa de radio y, luego, mamá vuelve a meterse en la cocina, papá dormita en el sillón con el periódico sobre el regazo, la radio sigue hablando sin que nadie la escuche y, al final, casi sin darnos cuenta, acabamos en la cama.
Buenas noches y buena suerte.

El hombre, para quien este día no tiene nada de santo, cierra las grandes páginas de uno de los pliegos del periódico, las de política internacional con noticias de la guerra en Europa: los alemanes han iniciado la ofensiva contra Moscú. Este hombre, luego de haber plegado perfectamente las hojas del diario y depositarlo sobre el césped, permanece inmóvil en la tumbona, pensativo, con los ojos fijos en los grandes árboles alineados más allá de la cerca que separa el jardín de la acera y la calzada alfombradas por las hojas caídas del otoño. De vez en cuando un coche sigiloso, casi sin hacer ruido, se desliza delante de la casa y desaparece calle arriba. Luego, torna la pasmosa monotonía. Hasta él llega el sonido de la radio que su mujer tiene en la cocina mientras trajina entre cacharros, pero no logra descifrar nada de lo que oye. Alza la cabeza y mira al cielo: le gustaría describir las diferentes tonalidades de la luz que comienzan a entreverarse en él. No lo consigue, y se culpa de su escaso talento para las descripciones, incluso las más sencillas. Siempre ha sido así, se reprocha en silencio. Bosteza y deja por unos instantes la mente en suspenso. No quiere pensar en nada, pero esto es imposible. El domingo pronto empezará a declinar. Mañana será otro día. Hasta el domingo siguiente, todo parece igual. Un día detrás de otro día. Pero si uno se para a pensarlo, también los domingos parecen siempre el mismo, uno tras otro, sea la estación que fuere, todos parecen iguales. Mira a su alrededor. Dentro de poco la grisura se apoderará de la tarde amarilla. Ahora siente un poco de frío en la espalda, como si estuviera entumeciéndose. Ha crecido el canto de los pájaros. De algún lado el aire le trae el olor de hojas secas quemándose. Trata de impedir que en su fuero interno comience a cristalizar esa conjunción de inutilidad y rendición, tan conocida por él desde hace unos años, aún en el mismo Hamburgo, que inevitablemente le aboca a la esterilidad y la exasperación. Debería levantarme y meterme dentro de la casa, se dice mirando la franja de sol agónico que muere contra el seto que separa su casa de la de los Sheridan. Los colores se han vuelto tenues, apacibles. Como una ráfaga de tristeza que viniera enhebrada en el mismo aire del atardecer, como un puñal de desaliento en este instante de acabamientos, siente una ligera desazón que no acaba de definir, como un sentimiento de abandono e incertidumbre al ver a sus dos hijas pequeñas persiguiéndose una a otra por la diminuta parcela verde de su casa, entregadas a unos juegos que no entiende. Escucha sus risas nada estridentes, apenas audibles, hasta silenciosas como la tarde ya crepuscular a estas horas, observa la correría ingenua de esas niñas que nunca tuvieron la oportunidad de elegir sus vidas, las persecuciones sin un sentido lógico aparente, y, de repente, se siente agobiado por la losa de una pesadumbre casi inaguantable. Experimenta una sensación de temor por todo, el horror inexplicable ante un vacío imaginario. Un hueco en el pecho se agranda más y más hasta horadar los huesos y traspasarle la carne. Y todo, en verdad, parece desvanecerse a su alrededor, disolverse en la nada, ser la nada en este aire gris cada vez más frío y oscuro.