sábado, 28 de abril de 2012

HESSE 57


Mayo de 1970: Le ha ocurrido algo a esta ciudad que le impide reconocerla a la chica lista de los Hesse.
En el interior de una cabina telefónica de la 52 con la Once, lindando un parque brumoso y desconocido en la noche de viscosa humedad, tan lejos de todo, donde hasta podría aparecer el diablo, o un dios inmortal disfrazado de mendigo…
Descuelga el auricular, mete el dedo en varios de los agujeros del disco. Aguarda mientras escucha apagadamente, como muy lejos, el tono de llamada: nadie contesta. El mínimo sonido, como un hilo de vida que le atara a la tierra, deja de ser audible, se pierde en el silencio. La comunicación se corta.
Podría ser hasta el último decorado donde acaece la muerte, la tuya, donde aún entrevés las formas y los colores de la existencia que abandonas, los olores y sonidos, y todo huyendo hacia atrás, hacia el futuro que por fin, definitivamente, se aleja de ti mientras un dios injusto y vencido se encuentra escondido entre restos de comida y basura en el interior de alguna de las papeleras nocturnas.
Deshaceos del cadáver.
Desmontad el tinglado.
Buenas noches.

lunes, 23 de abril de 2012

HESSE 56

Era la niña que dibujaba… ¡las almas! Éste la tiene cuadrada y amarilla, aquél azul como una lámina de cristal, ésa esconde una esfera de color verde, y la otra una pirámide negra… Luego, dejó de dibujarlas, las creaba con diversos materiales, tan lejos de la fuga de la carne y la divagación evanescente del pensamiento… ¡pero tan cerca de su temprana destrucción también como materia temporal!
(K. aparece en el estudio acompañado de L. y T.
K. es un analista en busca constante de referencias inútiles. Luego de un examen prolongado de mis últimos ensayos y trabajos de mesa, menciona a Husserl acaso sin venir a cuento, pero lo dice en realidad como pertrechando de un adorno más el desatino de un argumento lleno de meandros que nunca se sabe adónde van a llegar, sin que le preocupe lo más mínimo la conveniencia o no de la inesperada intrusión filosófica en la conversación general. Una especie de cuña que pretende que le infle intelectualmente ante los demás. Callo y me guardo la réplica. ¿No es el absurdo la fuerza motriz de mi obra? Yo he de alejarme de toda la lógica y el flujo inconstante de su palabrería... Aunque, en fecto, todo lo que pretendo no parte de ningún presupuesto previo y de nada me sirve lo aprendido: he ahí lo misterioso, un método cavernícola. Si quiere usted colgar a Husserl, Heidegger o a quien le venga en gana de una cuerda en mi obra, adelante. Puede ahorcarse hasta usted mismo.)

La voz interior: desconfía de los sentimientos, lo visible.

Montones de chatarra. Lo lateral, en realidad. Su formulación plástica es un añadido en mi súplica, en mi interrogante, en mi miedo, en mi resignación.

Lo fungible siempre presente. No una caducidad, sino la misma esencia de lo etéreo, lo evanescente. Así, por las buenas, adiós, adiós, adiós…

El pensamiento no se parece a nada que nos pueda representar la percepción sensorial: si se materializara tal vez sería algo monstruoso, repelente, un animal viscoso y terrorífico. Está hecho de fluidos, humores, sustancias malolientes… Un pus que fluye incesante, incansable, infeccioso.

El artista muere, su época en menos de mil años ha de terminar en lo más oscuro de la historia, y su obra desaparecerá (¿pues no ha de desaparecer la misma Tierra?), pero su intención, su idea libre de servidumbres es imperecedera, ninguna catástrofe física podrá fulminarla jamás. Yo me limito, adicionalmente, a acelerar su destrucción material.

Una hace arte porque se aburre. El talento o no-talento sólo es el instrumento para aliviar el tedio, eso que hemos dado en llamar la vida inútil, pero tan preciosa cuando sabemos de nuestro final inminente.

No buscar en la naturaleza un correlato objetivo de mis pensares, temores y angustias, no hacerla espejo de mi ánimo o desánimo. No sacralizarla. Buscar en mí aquello de la naturaleza que más se humaniza en su contemplación.

Me pregunta lo que motiva todo esto… Las interpretaciones freudianas o meramente estéticas responden a categorías lejos de mis verdaderas intenciones. “Entonces”, repuso, “se trata de algo subliminal, inconsciente.” Así, quedaba satisfecho, puesto que esa inconsciencia justificaba la complejidad e incluso la imposibilidad de cualquier desciframiento, lo que explicaba de sobra su perplejidad inicial ante lo ininteligible. De hecho, ¿qué importa la causa que te proyecta a un principio? ¿Sabemos acaso lo que produce el primer instante del big bang? Y ése, al parecer, es el principio de todo. Las causas deberían ser una incógnita, lo más bello del arte, en definitiva. Lo que no se ve. Y, ahora, lo sé, todas mis obras son simples preguntas más que respuestas, la típica esterilidad socrática.

Lo inestable de todo… porque está vivo.
Ha de morir. Al igual que Kafka deseó ardientemente que el fuego destruyese sus escritos para que fuesen el pasado, pues ya habían existido como escritura y él despreciaba el futuro, no me acongoja en absoluto la desaparición física de mi obra. Sin mi intervención, pero ése es su destino. El final que les aguarda físicamente termina completándolas desaparecida yo misma.
Variaciones: Ese final ya se encontraba en el principio, aguardando, como en ese instante implacable y predeterminado que una bomba de relojería es activada tiempo antes de su explosión. Al conformar una pieza con un material fungible y perecedero ya creo el propio final aun sin mi intervención. Lo más plausible de un crimen siempre es la concepción: sé de decenas de artistas cuya obra de arte, encerrada en su cráneo, jamás será desvelada, permanece en el más absoluto secreto. A estos artistas su ejecución física les aburre mortalmente una vez configurada en su cerebro, y de ese modo nunca ve la luz del sol.

sábado, 21 de abril de 2012

HESSE 55


Un día cualquiera en la vida de los jóvenes prodigios.

(Viernes, 28 de abril de 1961).

La brisa de primavera, extrañamente calurosa a estas horas de la tarde, le da quemante en plena cara a la chica de ojos risueños y expresión amistosa mientras sube hasta las proximidades de Central Park por la Quinta Avenida.

Un tipo que trabaja en una firma de abogados con oficinas en Central Park South ha decidido echar un vistazo a las acuarelas de Eva Hesse. Tiene tratos con una compañera de Hesse en la Stone Gallery, a quien visita en su estudio del East Village y le compra de cuando en cuando obra gráfica y de pequeño formato. El tipo, un auténtico wasp, vestido con traje a rayas, camisa blanca y corbata oscura, de unos cuarenta años, alto y esbelto, serio y atractivo, con el cabello moreno y brillante peinado hacia atrás, de labios finos y barbilla saliente, fiscalista invencible, prefiere adquirir obra a los artistas a espaldas de la galería que los promociona. Eso le permite comprar más barato y evaluar la mercancía sin estorbo, a su antojo, puesto que conoce bien las reglas del juego. “Puede que hasta se interese por tus cuadros”, le habían advertido a la chica de Yale. Algo nerviosa acude a la cita vestida de domingo (pero mostrando las piernas y los brazos al aire) cargada con una gran gran carpeta. La reunión era en el Oak Room del hotel Plaza, a media tarde. Al tomar asiento en el enorme sillón de piel rojo oscuro descubre con alarma que transpira más de la cuenta, y las mejillas parecen arderle. Siente la humedad tibia del cuerpo, y odia tener que lidiar con ese pequeño desbarajuste a lo largo de la conversación. Hundida en el sillón, está segura de que de un momento a otro se deslizarán regueros de sudor por sus sienes. Sólo la ampara la iluminación sosegada y muy tenue del salón. Hasta ella le llega la delicada fragancia a colonia seca que exhala el comprador de aspecto impecable, y la sobria distinción y los gestos medidos que despliega a punto están de aturdirla por completo. Elegante y desenvuelto, sentado con las piernas cruzadas y las manos de dedos largos y delgados posadas con absoluta tranquilidad en los brazos del sillón, dirige la mirada al rostro sofocado de la chica, pero sin curiosidad, sin que sus ojos profundos y oscuros delaten un escrutinio censurador. El hombre se halla ante un negocio, y conseguir el mejor trato es cuanto le anima en el fondo. El único objeto de hallarse frente a esa pintamonas es un sencillo cálculo de probabilidades: en unos años puede triplicar su inversión, o cuadripicarla. Sabe lo que lleva entre manos, parte de cero, que es un buen punto de partida. Cuando el camarero se acerca a la mesa, ella se conforma con pedir una copa de agua de mineral; sólo la contención a que la obligan el momento y la circunstancia le impedirá bebérsela de un trago: tiene la boca completamente seca. Su interlocutor ahora la mira con algo de extrañeza y pide un martini. Al final, luego de un detenido examen de las grandes hojas que guarda el cartapacio, tras un diálogo entrecortado y penoso durante el cual el coleccionista sin escrúpulos semeja un testigo ajeno a lo que allí se dirime, ausente en realidad, o al menos en un ángulo muy distante de donde se encuentran y asistiera a la conversación entre la artista y uno de sus dobles dispuesto al efecto desde el patio de butacas como si de una obra de teatro se tratase, Hesse consigue venderle tres dibujos coloreados con tinta india. Antes de extender el cheque el hombre, con la estilográfica dorada en la mano, emite una orden tajante con una voz clara, pautada y perfectamente audible: “Envíamelos enmarcados sin ninguna ostentación, un passe-partout sencillo y una media caña de color blanco y cristal mate. Y fírmalos de nuevo con tinta negra por la parte de atrás con la fecha completa de hoy: día, mes y año.” Un instante después de signar el talón y avanzarlo con los dedos sobre la mesa hasta el lado de ella, el hombre enrosca la estilográfica, la guarda en el bolsillo interior de la americana y posa sin pudor la vista sobre las piernas un poco entreabiertas de la artista que tiene el borde de la falda subido hasta un poco más allá de la mitad de los muslos. Una expresión sombría, casi violenta, humaniza fugazmente su rostro.

Esa noche, la artista enumera los actos del día, celebra las gracias, obvia las desgracias.

Diario.
¡Todo fue de maravilla! He vendido tres dibujos. Me sentí muy segura y decidida. Perfectamente en mi papel, controlándolo todo. ( 28 4 1961)

jueves, 19 de abril de 2012

HESSE 54

Estamos en La Era de los Trucos. Llegaron las picardías, que dirán mil años después respecto a una cultura cuyos muros aristocráticos, ruinosos ya de brechas, dejaban entrar lo banal a raudales. Si las obras de arte del pasado eran ilusiones, ahora otra forma de ilusión y magia más perversa trasciende aquéllas, y convierte las artes en el espectáculo de lo aberrante (un monstruo amorfo e inextinguible distante de las tecniquerías seculares).

Febrero de 1960.
Los muertos tenían un precio: ya que una vida es imposible de evaluar antes de su exterminio, una vez consumado éste se justiprecia el cadáver, el anillo, los dientes de oro robados. Auschwitz: las diferentes partidas (investigación, interrogatorio y arresto, personal especializado, transporte y desplazamientos, infraestructuras, personal de vigilancia y selección, suministro de gas y crematorios) constituyen una suma no despreciable que es posible establecer si uno pone la atención debida en la tarea. Así que, sino las cenizas en una urna de alabastro, le ha llegado a sus manos el legado póstumo de unos desconocidos engullidos por el abismo de la historia. La sangre que se desliza por sus venas contiene corpúsculos de aquellos exterminados. Una compensación al menos que mitigue la estafa criminal perpetrada sobre ellos.
Te envían el dinero desde el infierno. Y, tú, lo aceptas.
Una fortuna: Eva Hesse recibe 1.300 pavos.
Si una es artista, eso y Nueva York son la eternidad. El horizonte nítido y azul más allá de los estuarios del Hudson y el East River es la meta, aquello que nunca se palpa pero que hace que la carrera tenga sentido.
Un motor en el culo que propulsa al infinito: la calma y el cálculo son los mejores consejeros para batirse en las lides de las exposiciones, las galerías y los marchantes, y también entre la turbamulta y locura de los otros artistas.
Pero aún habrá que librarse de la confusión: se autodenomina pintora, como Pollock, De Kooning, Johns, pinta mujeres grises y cetrinas, amarillas con los ojos muy abiertos al dolor de lo femenino, el silencio de las muecas. Paciencia, pues, en esta excursión inicial de desatinos.
Hasta que un día (acabados los 1.300 dólares) se daría de bruces contra los claroscuros y los trastos oxidados de El Gran Almacén Destartalado, una buena provisión de vocabularios para El Futuro Discurso de la Escultura cuya hazaña nutricia posterior se basará en la chatarra y el trasto.
Decididamente, el ejército de sombras mujeriles cayó en el olvido hasta que en el año 2000 ciertas operaciones financieras las rescataron para la compraventa beneficiosa. A pesar de los precios desmesurados, intercambiables e indiscriminados, son los espectros menores de un imaginario mediatizado por la pesadilla adolescente, el desollamiento intelectual de unos traumas ajenos a las leyes de la inteligencia pictórica. Nunca más se supo que garabateara unos rasgos o una figura en un papel. Los monstruos, aun compartiendo las alucinaciones de un doctor frankenstein, se fabrican de otro modo lejos de las hechuras humanas: se las suplanta con otras más oscuras nacidas de lo inmensurable, de la razón dormida que certificara Goya.

¿Cómo habla el cerebro? ¿Y las manos?
No como las tripas, la garganta, la lengua…
“He ahí mis ruidos”, dijo.
Y, luego: “Necesito espacio.”
Los materiales del desecho y el desperdicio son los más grandilocuentes.

-¿Hablaría el psicótico con la misma jerigonza a como se ofrece a los ojos el enunciado de tu obra? ¿Destruiría lo que ve (que no es sino un desorden sintáctico de lo representacional?
-Si esa destrucción fuera posible tal vez en alguna de sus combinaciones mentales llegase a representar algo… Sin embargo, cuesta creer que pudiera deconstruir lo que ve, puesto que más allá de un lenguaje se halla frente a una forma, una composición que se alimenta en su primera apariencia tan sólo de lo visual sin que quepa descifrar sentido alguno: el loco no puede destruir lo que nada expresa. Para él, no es. Él busca objetos, ideas, lenguajes abatibles. ¿Qué clase de satisfacción va a encontrar ahí? Pasa de largo el loco, se adentra pacíficamente en sus imaginaciones. Prefiere sus pesadillas y sus enigmas, el Gran Discurso Ininteligible que amedranta sus días entre masturbaciones y alaridos.

sábado, 14 de abril de 2012

HESSE 53

Ahora ya vive en el terror.
Se estrechan las paredes, el suelo y el techo de su celda, segundo a segundo, milímetro a milímetro, comprimen el espacio, nada puede detener ese fatal desplazamiento, se empequeñece el aire, la materia, la visión, el aliento, y cada vez más las ranuras siniestras e invisibles por donde se deslizan los cuatro planos del crimen aproximan a ella, inexorablemente, la losa invencible que va a aplastarla, va descoserle el cuerpo, abrir un boquete en la charca de su cerebro, reventarle los ojos. Todo va a ser una explosión blanca. Un final inevitable de luz poderosa y unos fuegos de artificio bellísimos y efímeros que matan.
Porque antes del desvanecimiento último, del que ya no podrán rescatarte, la sensación postrera debe ser la de sentir un mar que poco a poco te anega por los cuatro costados, hasta que te sumes en un vértigo placentero, analgésico, una lengua de fuego atornasolado, cambiante y luego, tranquilamente, la gran ansiedad blanca, como la fuerza del sueño que tan suavemente te atrapa en la inconsciencia, sin ruidos, sin forzamientos.

Las obras… como una narración interior, sin trama y, suceda lo que suceda en el ánimo de su contemplador, verídicas. Esa es la propuesta. No una ilusión óptica, algo en lo que nadie pueda incurrir jamás observándolas: obras sin trucos, palpables, reales e insobornables ante cualquier juicio peyorativo o paternalista, descalificador, puesto que se encuentran a salvo del recurso comparativo. Libres de una preceptiva paralizante, los tinglados plásticos de nuestros días avanzan desde la insolencia hacia el cerebro del espectador.

No es ironía lo suyo, es sarcasmo, una carcajada hueca exclamada por la artista con la mayor educación.

Por vía postal le llega a El Recolector el último regalo (y, además, como una bofetada póstuma) de Raymond Theodore Yeats: una docena de sobados ejemplares de segunda mano (!?) de Playboy de los años sesenta y setenta con relatos más bien alimenticios de Cheever y compañía, no obstante todos dignos de lectura. (Curiosamente, lo que es motivo de reflexión, las páginas más manoseadas son las de los textos y no las que muestran las minuciosas fotografías de las vaginas entreabiertas de las espléndidas modelos.)

En los últimos días de su vida el aire de la habitación parecía impregnado de un olor a leña quemada, fragante y limpio, como el que emana la tierra caliente de un bosque de pinos bajo el sol de agosto.

De nuevo en el edificio del Sloan-K., en la 64 con York.
“Dese por salvada (¡!).”
El Cronista: “Le aplicaron un programa intensivo de quimio y radioterapia (sic)... ¿Qué pretendían? Sin duda, mantenerla viva pero moribunda, decrépita pero no hecha pedazos todavía. Esto es un negocio, como otro cualquiera…”
La gente tiene miedo al dolor, a la muerte. Y donde hay miedo y dolor hay dinero y tipos que terminarán haciéndose con él sin el menor miramiento una vez fabricada La Gran Barraca De Feria De La Supervivencia. Uno paga lo que sea (hasta lo que no tiene) por seguir vivo: la última compra, con tarjeta de crédito o sin ella (se enteran los comerciantes de hombres, ellos se enteran, y a los moribundos les anulan las tarjetas sin contemplaciones).
Ha cumplido los ritos. Se halla en calma y bien dispuesta para el sacrificio de la moderna terapéutica: se ha bañado a conciencia y, limpia y sin olor, ni siquiera es un cuerpo de sufrimiento.
Ya en bata, era incapaz de leer y de reflexionar debidamente en la sala de espera que antecedía a las devastadoras sesiones bajo la bomba. Sentada junto a otros pacientes, sin moverse un ápice en la silla, se limitaba a observarlos a hurtadillas y apenas prestaba atención a la vulgar música ambiental que siseaba un ángulo en la pared. Calculaba quien tenía esperanza y quien iba a desistir; quien se aferraba a la vida con desesperación y quien simplemente se dejaba llevar de la mano al infierno sin esperar demasiado un milagro. Entretenía sus pensamientos lejos de ella y su tremendo destino sólo con la vista, sin rebeldía, dibujando los perfiles de la miseria.
Luego, condenada e inclinada bajo el peso de una gran culpa (¿qué pecado original te castiga a una fábrica de carne y huesos imperfectos, podridos antes de hora?), la conducían por un largo pasillo iluminado por una extraña luz verde y azul, marina y espectral como los sueños del amanecer, hasta que llegaban al lugar del ruido blanco y se dejaba hacer como un animalillo indefenso.
Fijaos: se dejaba hacer.

Tu arte enfermó, comenzó a supurar puses y pestilencias, y ya veneno, se produjo su muerte por autointoxicación.
Partenogénesis admirable a la inversa.
¿Cuál fue su mal?
(Sin causa aparente…)
Idiopático (dijimos sin saber de etimologías).

Y tú:
Tengo una personalidad esencialmente botánica, me gusta la luz del sol y la busco incluso en los días más ardientes del verano, me gusta estar quieto en sitios apacibles y hacer el menor ruido posible, odio todo tipo de agresiones. Y, como me gusta recordar del otro, me atan a la tierra misterios mucho más fuertes que las raíces.

Miraba las montañas como si fuese edificios: ruinosas y viejas unas, aplastadas bajo el peso de los siglos; nuevas y de perfiles nítidos otras, todavía alzadas al cielo, desafiantes y jóvenes. Comprobaba la línea irregular, los volúmenes y los planos. Miraba las montañas como si fuesen esculturas.
Todas diferentes, vivas y pródigas de árboles y plantas, de seres. “Crea, artista, la gran naturaleza”, se dice El Memoralista reprimiendo la lástima. “Y también los paisajes interiores.”