Todo
lo mira de cerca. Es la directora de la función. Maneja a dos manos el
espectáculo. La mandamás de la pista. Nada se le escapa bajo la carpa del
circo: leones y payasos, funámbulos y forzudos, todos bailan al son de los
trallazos del látigo invisible. “Queridos niños, La Gran Obra de Arte del
Mundo…”
Pegado
al ojo el visor que todo lo delata. ¿Y qué objetivo empleamos? ¿Qué tal un 50?
No… un 75, va a resistir un primer plano. Salvo las ilusiones y el truco
intrínsecos del arte, nada hay de engañifa en las piezas expuestas a vuestros
ojos… ¡siempre infantiles! Acerquémonos todo lo que podamos, palpemos sin
timidez su materia.
“Al
arte del siglo XXI ya no le quedará ni siquiera el derecho al desafío, ni
provocará desconcierto… Acaso el asombro ante la conquista del desprecio y la
insolencia… ¡ya etiquetados e institucionalizados!”
Exactamente
lo mismo que acaecerá a la literatura…
¿Qué
me dices de la novela negra?
¿Es
éso lo que ves a través del visor?
El
mundo real nada tiene de telescópico, sus encuadres abarcan mucho más allá de
los límites de tu pantalla imaginaria. En fin… todos los grandes escritores
terminan sin afeitar, en pijama, con molestias gastrointestinales, huraños y
aburridos leyendo novelas policíacas,
bebiendo whisky con agua y disimulando su estupor de viejos.
Los
cincuenta. Por el Village todavía era posible escuchar a un pianista en algunos
bares.
En
el principio, una chaqueta de mezclilla con coderas, una corbata de pana y unos
pantalones de sarga, las gafas con montura de concha están bien… y la pipa
defiende lo suyo, en especial cuando uno asiste a cursos estrafalarios sobre
técnicas narrativas y otra, cualquiera de ellas con suéter negro de cuello de
cisne, trenca de paño escocés y silencios harto
significativos, recién salida de La Escuela de Arte Dramático de Yale,
vacila sobre cuál de los clásicos griegos es más susceptible de zarandear en
una puesta de escena “absolutamente revolucionaria”.
El
Acompañante, que se ha autonominado del mismo jaez que el grupo de artistas a
su alrededor, está ardiendo de los pies a la cabeza. He bebido demasiado. El
sol se abalanza sin misericordia sobre las cabezas y los cuerpos prácticamente
desnudos de los conversadores: julio de 1970, media docena de Futuros
Consagrados Minimalistas sentados en torno a una mesa ovalada ¡sin sombrilla!
picotean fruslerías y beben cerveza tibia. Se hallan en la azotea de un
edificio de apartamentos de la calle 52, casi al borde del East River. La tarde
ya envuelta en los dorados y rojeces que salvan el Hudson y llegan hasta
Manhattan está a punto de ser vomitada desde el estómago de El Silencioso Amigo
de La Genio Recientemente Desaparecida. “Muchacho, estás punto de empezar a volar
como un globo.” “Una sola palabra más –un sorbo más de cerveza caliente- y
verás lo que es bueno, artista-intelectual-recepcionista.”
“Un
globo encendido con el peor de los combustibles: la divagación.”
“No
la cambiaría por tus neones, maldito cabrón”, farfulla.
Al
rato, escapa a la calle.
Y,
ahora, ¿cómo llega a casa?
A
bandazos.
Hesse,
su memoria emocionada, las traiciones parlantes de hace unas horas, se han
disuelto en el aire quemante de las aceras con olor a cuarto oscuro, a agua
sucia, a piedra y gasolina. La grisura asfixiante está a punto de ser vencida
por la noche que no ha de traer la refrescante calma.
“El
secreto”, balbucea para sus adentros, en pleno vértigo, con la mayor fidelidad
hacia la judía y sus teoremas, “no
exige discreción o disimulo… Basta con el silencio.”
Que
él ha traicionado alardeando de pasadas complicidades, desvelando
miserablemente secretas confidencias.
Antes
de desaparecer por la boca del metro, tropieza con una recua de perros
monstruosos que arrastran de las correas a un tipo rechoncho y sudoroso vestido
de librea verde con rayas rojas a los lados y una gorra de plato del mismo
tenor encasquetada en la cabeza.
Cae
al suelo. Y ya no cesa de reír como un payaso, entre lágrimas de asco y de
miedo, rodeado de perros de dueños ricos que, sin dejar de ladrar, a punto
están de levantar una pata y mear sobre él.
Escribe
o crea: en el fondo se trata de forjar un molde de la nada que permita en lo
sucesivo partir de unas características intrínsecas, novedosas, ignotas hasta
ese momento o incluso en el de después. Cuestiona la definición de lo que
haces, sé un poco burlón y wittgensteniano con los fundamentos previsibles de
tu quehacer divino: sé bastante chapucero… o loco (aun dentro de un orden
seriado).
Ella
negaba. El otro la confundía. Una mística, y no debería importarle. Pero la
artista no lo aceptaba. ¿Qué clase de obscenidad cultural era aquélla?
¿Acaso
no mudaron el lenguaje a lo ininteligible los místicos españoles? Metaforizaban
pensamientos, sentimientos y temores, ansias y decires, secretos, la memoria…
Traducían
a jerigonza artificiosa la carne y el éxtasis. Se entregaban a un oscurantismo
que hacía que al final la prosa y el verso brillasen como el oro. Lanceados por
el fervor arrojaban la literalidad al cubo de la basura, al rincón más ignorado
de la celda monacal, y se complacían en un deliquio que celebraba todo tipo de
incorrecciones gramaticales y de forzamientos lingüísticos. En el fondo,
querida, muy parecidos a la heterodoxa que eres tú, aunque aquellos no apelaran
a lo estrafalario. La fusión con el dios invisible, con el absoluto, o con la
nada más esencial de la muerte, aquello que nos abrazaba antes del nacimiento.
También eso es el arte, bucear en la nada, en lo que aún carece de palabras. Al
menos el verdadero arte…
“Esta
mujer inquieta y andariega…”
Esta
fémina… descalza.
Su
arte es fractal de una obra mayor que escapa a definiciones.
El
vacío. La nada. El abismo. En 1965, antes de partir a la patria de origen,
espía a los contrincantes. En Pace Gallery:
el artista, serio, de mirada penetrante, parecía desmentir con su obra la
frivolidad de su descendencia del Finish
Fetish, una subcultura de ociosos de Los Angeles. Aquel arte aboca a lo
desnudo.
A
la todavía alumna, acólita y muda, algo intrigante en todo ello termina
inquietándola: unos cubos de cristal vacíos, transparentes, de rara
profundidad, expresan la “nada”, el no-ser
que ella, unos años después, administraría sabiamente a su vuelta de la
factoría germana llena de máquinas rotas, hierros retorcidos y los óxido
metálicos del desecho, aquella nave industrial abandonada que sería su camino
de Damasco.
Jazz,
polirritmos, travesuras, disonancias, blasfemias, roturas…
Acero
y magnesio: C.A. Pero no es la fórmula lo que sotiene la simplicidad. Se trata
de plástica. En cuanto el discurso, de no acogerse a una inoperancia
voluntaria, decidida, cada material
te hace expresar de una manera distinta. Se descubre enseguida. Uno no es sino
un medium en esto de la “cosa del
arte”.
No
son nada inocentes. El espectador infama o se mofa de lo que ve y de lo que
asiste en silencio, oculta sus vicios de origen, sus malformaciones, sus ascos
y malas apetencias. Es un bicho difícil de contentar, pero suele disimularlo
bajo una sonrisa de complicidad y suficiencia de converso algo peligrosa: “En
realidad la gente es recia a la transgresión, pero no a las perversiones”, le
dice convencido El Analista.
1/.
Carl Andre, 1968: dispuestas las delgadas láminas de acero y cobre sobre el
suelo de la galería, ninguno de los visitantes se decidía a traspasar el umbral
de la sala y pisarlas (pues esa
intención albergaba el escultor al disponerlas de tal modo), desconcertados
quedaban a la puerta, estirando el cuello para atisbar más allá de la entrada,
sin atreverse a dar el paso definitivo.
2/.
La joven intérprete de la perfomance
vestida con una simple túnica, toma asiento en mitad de la galería. La luz de
los focos, todos completamente
encendidos, caen como una cascada sobre ella. Algunos cubos de pintura,
botellas de agua, cajas, objetos diversos y herramientas como pinceles,
tijeras, brochas, pinzas, cuerdas etcétera, se hallan a un lado. Medio centenar
de personas rodean a la artista. Suena una sirena. Se hace un silencio
absoluto. La voz de la artista se escucha clara y precisa: “Durante una hora
cualquiera de ustedes puede hacer conmigo lo que le venga en gana, todo está
permitido. Sólo soy una víctima: la suya.” Paulatinamente, los focos atenúan la
potencia lumínica hasta envolver el interior de la galería en una semipenumbra.
Luego de unos instantes de silencio, se oyen algunas risas. Los presentes se
propinan codazos divertidos, se dirigen miradas de connivencia, comentan entre
ellos… Parece que los espectadores se van a limitar a observar todo el rato a
la artista sedente, que no se mueve un ápice de su asiento. Pero de improviso,
una adolescente se acerca a los cubos de pintura, elige una brocha y la
embadurna de color azul. Sin dejar de reír se aproxima a la “víctima” y le unta
parte de la túnica con la pintura. Luego, deja caer la brocha y se aleja
corriendo hasta el corro de gente. Un hombre de mediana edad se inclina unos
segundos sobre los objetos ordenados a un lado; taciturno, amenazador, parece
elegir cuidadosamente… A lo largo de los cuarenta minutos siguientes la artista
soportaría afrentas, humillaciones y agresiones tales como: cortes de pelo,
brochazos, roturas de la túnica (una de ellas dejaba ver por entero uno de los
caudalosos senos), golpes y manotazos, besos, empujones, burlas, pellizcos,
tocamientos, ataduras, maquillajes, órdenes sucesivas (y a veces hasta
simultáneas) de levantarse de la silla, tenderse en el suelo, poner los brazos
en cruz, pintarse las piernas (una de color rojo y otra de verde), gritar,
reír, bailar, llorar, andar en círculo, levantarse el borde de la túnica hasta
el pubis, recitar una poesía, golpearse a sí misma… La estridencia de la sirena
pone fin al espectáculo apagando la risa unánime, al tiempo que la luz de los
focos torna a adquirir toda su potencia. Bajo la cruel iluminación el escenario
resulta ahora aterrador: caída y sucia en el suelo manchado de múltiples
goterones y huellas de zapatos sobre la pintura derramada, pero con los ojos
abiertos dirigidos a los rostros de sus torturadores, la artista ultrajada ha
cobrado de nuevo su dimensión humana, ya no semeja la marioneta desmadejada de
momentos antes ni depara el carácter objetual plástico que les dio por creer a
sus ejecutantes por un día, mientras a su alrededor se esparcen en completo
desorden la silla volcada, charcos de agua turbia, objetos, cajas, cubos,
cuerdas y brochas, los regueros del acrílico. Con suma rapidez gran parte de
los espectadores, hasta hace escasos momentos divertidos colaboradores estéticos, huyen hacia la salida en
tanto que otros, aún sin moverse, desvían la vista de victimarios avergonzados,
revelados a un tiempo por la terrible luz de la realidad y la indefensión de su
víctima de carne y hueso.
Fundido.
Tiene
el arte moderno un potente y diáfano claroscuro, un contraste diríamos…
xilográfico. Berlinale prenazi, entre
la inflación y el gran expresionismo, los misterios y la invencible embriaguez
de la urbe moderna, pecadora y fascinante, en donde tamaña república alienta
culturas, despropósitos, refinamientos y el señor Hitler, el acuarelista, deambula
por las calles con el estómago vacío y los frescos de Miguel Angel en su
cerebro demoníaco.
Una
plancha de cinc, otra de aluminio, otra de cobre y aun otra de acero. Una
escultura plana, atentatoria, bidimensional por la sola oposición a la pintura
informalista texturada y granulosa. Y otro deslizaba hilos de metal coloreado
desde los techos de la galería de la calle 57, cercaba regiones, acotaba
sutilmente espacios imaginarios, de no muy fácil traspasar a despecho de la
liviandad de sus muros.
Como
orando: el mito frente a la matemática. He ahí el reto de la posminimalista.
“Levanto
la traza gótica, las religiones desnudas”, le decía el nuevo artista de la
“nada”.
Y ella le hablaba de los “castillos interiores”.