sábado, 11 de agosto de 2012

HESSE 70


La dama cumple cuarenta, cincuenta años… (que tu no cumplirás).
Esa imagen que devuelve el espejo: eres tú irreconocible, aumentados los desperfectos, el camino a la caricatura del niño, el camino de vuelta, lo inverso: el  monstruo sin cuello y ojos desorbitados y pelos como alambres que pintarrajea el picasso de cuatro años.
Coge el barro de tu esencia y majestad:
Borra las arrugas de la expresión, levanta las cejas, elimina las bolsas de los ojos, desecha la sobra repelente de grasa y de piel en los párpados, aumenta los pómulos, corrige las orejas, remodela el cartílago auricular, reduce el caballete de la nariz, armoniza las facciones, sensualiza los labios, endereza los pechos, alisa el vientre, redefine la cintura y las caderas, recoloca los músculos abdominales, hazte el culo respingón, redondéalo, absorbe los líquidos de los brazos y las piernas, alivia las hinchazones, muda la dentadura en blancores esplendentes…
Un desnudo perfecto (el de la luna).
El enigmático canon de Policleto arriba patético a esa pepona henchida de rellenos y ocultas cicatrices de la mujer retocada y envilecida por la misma imagen que proyecta.
Del mono al hombre/de la mujer al mono.
Todo sea por las bellas simetrías: un punto axial verdaderamente humano: muñecas de siete cabezas y media… Pero, ¿y la gracia? ¿Qué les infunde la vida y las libra de un hieratismo quirúrgico?
Helas aquí tan perfectas e inútiles como jarrones chinos, con sus almas de acero, tan innecesarias en su belleza impostada y sus ojos crueles.
Dijo: “Es una cuestión de evolución.” (En el interior cálido de uno de los apartamentos de un edificio de piedra en el West Side, propiedad de una de sus amigas ricas e… inteligentes. Afuera cae la nieve, y los grandes ventanales semicirculares dejan ver la grisura atemorizante de los 10 grados bajo cero neoyorquinos de un enero polar.)
El tema se ha impuesto en el discurso de canapés, licores dulces, café árabe y té con leche de estas mujeres de la perfecta línea y los volúmenes adecuados, sabuesas y presbiterianas, y hasta puede que entre ellas se mezcle alguna acomodada y extraviada exmiembro del YWCA. Las exposiciones argumentales no dejan de ser atinadas a pesar del ambiente de bricolaje intelectual que deparan la colección de pintura contemporánea, los libros caros y lujosos sobre los sofás y los sillones de cuero teñidos de rojo y los vasos cortos coloreados por el mejor whisky de malta. La sonrisa estereotipada, el gesto medido –una corrección que sólo es una más de las convenciones de ese mundo sigiloso de gente con paciencia y sin incertidumbres, de grandes patrimonios y fortuna sin límites-, la soltura del rico sin grandes estropicios físicos en sus vísceras todavía y, en consecuencia, sin plebeyos temores en el horizonte: a la caza y captura del artista indefenso y atemorizado de la mediocridad de su vida hasta ese momento: te comprarán por un puñado de monedas, créeme: déjate robar el alma. En el fondo, es una tregua generosa: la dama desciende de la torre del homenaje y olisquea los entresijos de una de sus súbditas: Eva Hesse, la pequeña judía artista, por ejemplo. Estas mismas mujeres ornamentadas y peripuestas con arte palaciego que observan a Hesse como un bicho adorable y poseedor de ideas chocantes son maniquíes sin arrugas de una estética urbana ambulante y referencial, neceseres de una amplia cultura no del todo desdeñable que aguardan a que esta moderna Mary Shelley alumbre el frankenstein de trastos y cables capaz de renovar la plástica del día (a lo más, de la semana). Los ojos maliciosos dibujan en su fugaz chispazo las expectativas futuras que han de entusiasmarlas a la vez que halagar su confianza.
Pero cuesta imaginar el paso atrás desde esta figura neoyorquina, parlante, ritual, acartonada y falsa hasta el efebo griego o la robusta afrodita tan naturales. Ninguna huella evolutiva parece atestiguar el salto en un sentido u otro del kuroi a Policleto, de quien sólo conocemos las réplicas de mármol de los copistas que, como es norma sin excepción, son artesanos sin talento.
La búsqueda de la perfección es tan vana como la búsqueda del absoluto.
Mejor la gracia, el gesto al vuelo, el ademán inocente, un ethos espontáneo y feliz que rehúye lo artificioso y el cálculo, una venus naturalis ya desprovista de ropajes y tabúes pero aún no corrompida por el propio temor al cuerpo e indiferente a sus desperfectos al paso del tiempo.
Puesto que las cosas bellas son difíciles, no hace falta, Fidias, como bien supiste ver, que revistas de oro a la diosa Minerva para que sea más diosa.
Te bastó con el marfil y la piedra que, asimismo, tan bellos son a la vista. Le bastó al pintor el simulado color de la carne.
Presas codiciadas del lienzo o la piedra, pocos favores reciben más allá de la mirada del sabio, del diletante o del solitario. La sutil cadencia del déhanchement basta para fustigar el deseo ante una naturaleza muerta por inmóvil y de fingida carnalidad. Es el regalo que ellas devuelven: la complacencia estéril, la fatiga esteta o los placeres ocultos.
Al paso del tiempo, sólo una anacrónica draperie mouillée, inteligente y calculada, manierista del todo, comprada en las más caras boutiques o descubierta en los magníficos y dorados shop fronts realza los encantos de aquellas sofisticadas neoyorquinas clientas del lujo, el cuero oloroso y las mejores sedas, coleccionistas de obras de arte contemporáneo y animadoras del té de las cinco.

viernes, 10 de agosto de 2012

HESSE 68 (Diario secreto del blog, V)

La confusión considerada como una de las “bellas artes”.
Estrategias Para los Nuevos Tiempos de una Estética del Derribo.
Ininteligible:
“Haceos la guerra es el fin: el proyecto es no ganarla.”

Ironía es el dibujo del boceto. Humor es la obra acabada en posición de firmes y a vuestras órdenes en la galería.

Una estética sin canon, sin referentes, lejos del combate de la provocación y las lógicas conocidas… ¿Cómo osas enjuiciarla, cretino? ¿Qué vara de medir? ¿Qué romana con que sopesar? ¿Qué tiempo de Greenwich para datar?

Ahora estás en el verdadero camino, aquel que te precipita en el producto cultural de asimilación más grosero. Tu obra es una geometría y una física impensables contaminadas por la locura, el absurdo, el terror y la muerte.

Podría contar muchas cosas, pero todas ellas de sopetón, a trompicones, sin pausas, sin orden ni concierto. ¿No es contradictorio? En efecto, lo es. El Escritor Desordenado (que tanto parecido guarda con La Artista Desordenada) cuando se sienta a una mesa que se tambalea nunca deja pasar veinte segundos antes de calzar una de sus patas. Luego, tranquilamente, espera su consumición y despliega las páginas del Times.

D.: enseguida te das cuenta de que no es un verdadero artista: uno de esos tipos (y tipas) que a los cuarenta años aún se están buscando en los ojos de los otros.

Pelucas.
“Querida, ante todo no perdamos las formas.”
La quimio desnuda hasta de los pensamientos.
Frente el espejo: se prueba una docena de postizos. Y nada cambia la tristeza de sus bellos ojos. Nada.

Los puentes… Jamás los cruzo.
Como suele decirse, nunca he estado al otro lado de nada.

Escapas del “lugar”, de la ciudad enferma. Huyes a la montaña lejos de la parálisis y la obsesión. Esa noche duermes de un tirón. Al amanecer del día siguiente descubres que una densa y silenciosa niebla fría se cierne sobre el valle. Una inquietud mineral te inmoviliza. Estás aterrada. El “lugar” no sirve. Es inútil que huyas. Llevas contigo el terror.

La primera luz de la mañana se filtraba a través de las cortinas corridas como una amenaza que pronto se convertiría en un hecho cruel: esa luz cenicienta y fría presagiaba todos los peligros que acechaban afuera del cálido, silencioso y aparentemente inexpugnable dormitorio.

Todo lo que importaba o tenía interés para ella carecía de significado (y puede que hasta de razón) en esos momentos: ellos, sin ser enemigos, realizarían su propia obra a lo largo de las varias décadas que iban a sobrevivirla, y probablemente sin saber su nombre.

Jugar al escondite con la muerte: buscaba extrañas guaridas vírgenes aún de su presencia, de sus huellas: próximo a los muelles del Hudson, se alzaba un edificio estrecho y destartalado de ladrillos de color marrón sucio de veinte plantas dividido en un centenar de apartamentos minúsculos y oscuros donde se ocultaban decenas de recién llegados a la tristeza.

Ahora tiene los ojos abiertos, lo que es raro, pues ya vive tan hacia adentro que todo lo exterior no es sino una luz que fatiga y hasta duele, un  manchón quemante que impide la paz. Lo que ve es blanco: el techo, un vacío en lo alto que ni siquiera desmiente la materia de su concreción. Nada hay ahí. Ya no interesa ni al diablo que, aburrido, ha apartado la vista de ella, una presa fácil y desdeñable.
“El diablo sólo hace ofertas, la gracia de los engaños sublimes o la dádiva del placer tosco del cuerpo. Y enseguida se bate en retirada…  El que castiga es Dios.”

Los pequeños delitos diarios (siempre contra ella).

No la absuelve del castigo el sentirse la más desheredada de la tierra: la mujer calva se mira en el espejo terrible que nada modifica ni atempera de la imagen. Una copia crucial del viaje Final.

Aparece Morris en Los Tiempos de la Ira frente al estudio. Artista o chatarrero, un vaquero grasiento y sin afeitar, inteligente y buen escritor. Irrumpe a lomos de un Studebaker ruidoso que ejecuta un giro a la izquierda a modo de saludo y detiene la marcha con un frenazo chirriante. El centauro alza las gafas oscuras más allá de la frente y mira a la princesa que descubre su llegada a través de la ventana: acaban comiendo un sándwich de rosbif con patatas fritas y dos coca-colas envueltos por el rompecabezas Hesse: múltiples objetos. “Ante todo, teoría”, advierte el astuto gañán sin dejar de engullir y escudriñar a su alrededor, empapándose del arte de la fatalidad.

Todo ahora es excepcional, la menor incidencia, la palabra más insulsa, el hecho más inocuo. Se han dimensionado las escalas más nimias de lo cotidiano. Hasta duelen las miradas de los otros por su insufrible ambigüedad.

Algo ha roto la normalidad de los días, las pequeñas añagazas del tiempo, los humanos pasatiempos. ¡Y de un modo tan fácil, tan cruel y silenciosamente!

Definitivamente se instala en el rechazo. Pero esa obstinación la ennoblece.

Por debajo de la calle Once. Recorre con parsimonia las calles arboladas y en calma (adonde fuera imposible que el futuro llegase), admirando la vida, creyendo en ella como jamás lo hiciera.

Nada a su alrededor se ha alterado. Algunos saben de tu condena, pero para otros eres una figura más en el tablero, puede que protagonista de un movimiento memorable… o de una clamorosa torpeza.

Entonces, al igual que un rayo de sol en un día de tormenta oscuro y frío ilumina fugazmente el valle, así puede acaecer durante la contemplación de una de mis obras, se produce una suerte de revelación empática, un “blue-clearing” que descifra siquiera brevemente los significados y sentimientos más ocultos que me embargaban en el momento de concebirlas.

¿Cómo ha desaprovechado el honor de ser visitada por una cancerosa terminal? Un tesoro de sensaciones, sentimientos, sustos y hasta reflexiones se han ido por el coladero. No obstante, vuelve a pulsar el timbre, incrédula todavía de la ofensa perpetrada por un tipo que, en el fondo, no vale un ardite. ¡Desairarla de ese modo tan vulgar!
(Esa noche, ya en casa, comprende que la cita se acordó para el día siguiente.)
La Paseante termina bajo la marquesina de una esquina, sin saber qué hacer. Son las siete de la tarde de un miércoles de marzo. Un cielo gris, casi terrenal, del que desciende una lluvia silenciosa que parece haber petrificado todo a su alrededor, se cierne bajo y amenazador, lleno de castigos. No se oye nada en la calle, hasta el impenitente claxon de los coches ha enmudecido. Se diría que un manto de silencio anega de una desmesurada melancolía todo Manhattan, como si las aguas de los ríos que la circundan vertiesen a sus pétreas y metálicas riberas la vida primitiva de otros tiempos.

¿Cuáles serían sus últimos recuerdos hasta que gradualmente se abisme en la inconsciencia?

Una gravitación que comenzase a ascender…

Pero aun en ese trastorno del arte moderno ella sigue las normas secretas, como si balbuciese plegarias, se aplica concienzuda a una labor semiorante que revela coincidencias sospechosas (tal vez inquietantes) con aquel fardo de los rituales, oficios, rezos e invocaciones a las que se entregaba el padre judío, ortodoxo cumplidor en la espesura de la sinagoga.

¿Cómo distinguir lo verdadero de lo falso?
No conocer a quien está detrás de la obra: ésa sería una buena manera de emitir un juicio a salvo de la crueldad o inocencia de la mirada.

martes, 7 de agosto de 2012

HESSE 68 (Dietario del blog oculto, IV)


Entonces la palabra sustituye con holgura a lo plástico: una tarde de abril, una de esas en las que en el cielo se aposentan grandes nubes oscuras con bordes resplandecientes.

Es una suerte de primitivismo: volver a los signos, al gesto, a las cosas (señalar con el dedo las cosas).

Si la poesía tiene que ser compleja, entonces al arte le basta sus apariencias: eliminaremos el sentido.

D.P.: si se diagnostica a sí misma está perdida.

Entraban en la galería, miraban en torno a sí. Miraban como si estuvieran en Rockland. Huían espantados. Y un día, uno de los locos, uno de los poetas del aullido o uno de los pintores suicidas, apareció de cuerpo entero en una de las revistas satinadas de los sábados, y entonces se volvieron complacientes, y entonces.
Y entonces.

Creer en la “historia del arte”, e incluso su verdadera evolución, como una historia de las emociones, el recuento paulatino y milenario de un mirar humano hacia adentro de sí que luego, examinado el conjunto de perplejidades y misterios que nace de esa reflexión, lo expresa en forma de plástica hacia afuera.

¿Qué es la obra? Un campo exploratorio. Una reflexión sobre ella mientras se elabora y se abren nuevos interrogantes. Huir de la naturaleza y su representación en el arte es una forma más de filosofar.
¿Entonces?
En efecto, ya en el callejón sin salida una puede tranquilamente llegar hasta el paroxismo, hasta el mismo abuso indiscriminado de todo lenguaje. La jerigonza plástica, el pensamiento libre de ordenanzas, metateórico, naufraga en la incomunicación pero, a la vez, genera el monstruo visual
Un animal con vida propia, una verdad incontestable.

Un arte de interiores. Sucio y realista pero sin los componentes típicos de su inventario acorde, sólo sustituirlos por otros irreconocibles, como si el cambio de guardia fuese promovido ahora por espectros informes salidos de la ocurrencia estrafalaria. Así: los interiores espesos de los apartamentos y casas de vecindad, de una tristeza apabullante bajo la luz eléctrica, con unos pocos muebles baratos y muchos bibelots sin ningún valor, con sus habitantes  presos en las cuatro paredes con todo el peso del tiempo inútil encima de ellos, inmigrantes que se aferran a la jerga que traían consigo al llegar al “nuevo mundo” para sentirse seres humanos, trabajadores en paro o de oficios miserables y prescindibles, mujeres deformadas por la lucha doméstica, el asco y la inseguridad, ancianos derrotados que nunca supieron del paraíso prometido, niños famélicos o ya embrutecidos y viciados por las calles nocturnas…
Tales materiales no exigen las herramientas habituales de una autopsia corriente. Buscar, entonces, la alusión más extraña, hasta paradójica, lo más opuesto a la fisicidad, la carnalidad.

¿Puede percibirse un artista? Anda, come y quiere como los demás. Muere como los demás… Pero no vive como los demás el tiempo, y ningún otro ser humano se le parece cuando está solo prestándose en calma o como un poseso a las ocurrencias de un demiurgo.

El bebe un combinado de whisky. Ella no toma nada. Es una estatua. No está. Mira a través de ella cristalina y penetrable el trasiego enigmático de la calle bajo la llovizna. “Deberíamos dialogar un poco más”, se dice.

Todo artista moderno consecuente debería ingresar en la plantilla del instituto SETI: más allá de lo conocido en la Tierra...

Diario: nunca las incidencias del día. Sólo las avanzadillas de una técnica, bocetos de las maquinaciones.

Algo por dentro (quizás todo) se desploma en silencio. Larvada la catástrofe celular, una parte de mí enmudece mientras la intimidad abandona el sigilo, se muestra, y se humilla…

El diagrama de un ir y venir, las emociones, los sustos.

Judía. Pero sin raíces.
Judía libre de toda obscena iconografía.
Obra: sin referentes. Al menos no reconocibles. Podría ser la de una judía.
Esa es la clave.
No (sin condiciones).
Sí (condicionalmente).

Le sorprendería saber que la mayor influencia en mi obra, al margen de la cuota estipulada de antemano para no parecer una marciana, procede de Darwin.
¿Cómo es eso?
… Ese sentido darwiniano que aumenta su extrañeza al pensar que nada ha sido creado en función de la belleza o el deleite.
El resultado de algo bello en la naturaleza bien pudiera haber sido simplemente una casualidad, y nada prueba una selección natural en ello. Antes de la aparición del ser humano ya existían animales de aspecto fascinante y construcciones “bellas” que no fueron creados “para la contemplación, el goce o el éxtasis de un espectador inteligente y racional”.
¿La belleza en la naturaleza…? Cuestión de simetría, de una obligada evolución.

Sontag: “Nunca vi a los hippies.”
También yo estaba ocupada en mis cosas.
Es inquietante descubrir cómo se invisibiliza en torno a ti todo aquello “que no ha de servirte”. Pero la misma S. afirma que ése precisamente es el camino para un intelectual o un artista con una visión propia “de las cosas y los sucesos”. Una cuestión de perspectiva.

El tumor es verde.

jueves, 2 de agosto de 2012

HESSE 67


Has acabado.

En el dinner.
Antes, frente al espejo del baño: la has acicalado, la has vestido de manera correcta para evitar malos entendidos a esas horas de todos los pecados.
No sin cierta comicidad siniestra, la has amonestado: “Puesto que es imposible huir de ti y tu maldición aunque me matara, te llevaré conmigo a cuestas. Como siempre.”
Así que cerráis la puerta tras de sí las dos siamesas ocultas bajo el único maquillaje.
La luz amarilla que atraviesa la curva cristalera da a dos calles desiertas, acentúa  la fría soledad de la noche a la vez que revela en una semipenumbra los sórdidos escaparates de las tiendas cerradas.
El camarero viste uniforme blanco y encasqueta su cabeza pelona una gorra de dos puntas de estilo marinero; friega unos vasos tras el mostrador y atiende con la mirada la petición de un tipo con el sombrero ladeado sobre la frente y los brazos acodados en la barra. Otro tipo, sentado asimismo en un taburete de espaldas a la calle, tiene la mirada fija en el sexto whisky, el penúltimo del día.
Resulta amenazador que los dos sombreros de fieltro que cubren las cabezas de estos dos tipos posiblemente taciturnos sean idénticos, como si ambos fuese cofrades de la panda armada de los abatidos sin remedio.
Miss  Lonelyhearts, huyamos de aquí sólo con lo puesto. Ni tú ni yo somos unas zorras estúpidas.”

Atrapada, pero ¿en qué?
Mira que no saberlo todavía.
Sólo sensaciones extrañas. A bocanadas respiras un aire también extraño, como si unas veces te quemara la garganta y otras te helara los pulmones.

Es aire de otro planeta, un elemento de imprecisa definición, de símbolo y peso atómicos ignotos.
¿Qué química es ésta?
No oxígeno.
No Tierra.
Cierras los ojos. Y la lava ora azul, ora verde, que se vierte desde las sombras te anega con dulzura, sin causar el menor dolor, sin angustia.

Y te dices que todos mienten: nada va a sobrevivirte. Ni tan siquiera aquello que has creado con tus propias manos, ni tus seres queridos (si los tienes), ni los objetos que has amontonado, tampoco los lugares que has amado… Nada puede sobrevivirte porque nunca habrán existido para ti, ni siquiera tu misma. Ante tus ojos se extiende la Gran Obra, un catálogo, tu nombre de artista en escueta pero rotunda tipografía impreso en papel cuché, las fotografías que avalan tu creación. Nada de ello habrá existido… (Pregúntale si acaso al Universo en su viaje de vuelta, de tan magnífico y vertiginoso repliegue, que fue de todo aquello.)

Moribunda, pero no muerta. Todavía no quieres perder el control, o al menos no todo el control, de aquello que te concierne: enviad el correo, regad las plantas, vigilad la correcta disposición de mis obras en la galería, airead mi estudio de cuando en cuando, atended las facturas del banco. La vida sigue su curso pujante y sin miedo, sana, incorregible. Todos tus amigos son ahora un factótum solícito y obediente que empieza a saber más de lo que debiera de hospitales y tumores. En eso les ha convertido la infección que propaga tu estado calamitoso, en un factótum gigante cada vez más sabio en la complacencia pero también en la fatalidad.
¿Cómo no aferrarme a la vida? ¡Hasta con desesperación! Morir demasiado pronto es infinitamente más cruel que morir demasiado tarde.

¿Qué recuerdo tumbada en la cama, mientras el inmenso universo cae lentamente sobre mí? Recuerdo que vi una película que he olvidado en un antiguo cine de Brooklyn decorado a la moda de los años veinte, con el techo pintado de azul oscuro y tachonado de puntos dorados que simulaban las estrellas: se apagaban las luces de la sala y temías no despertar nunca.

La cama de la habitación del hospital envuelta en sombras, bajo la luz cenicienta, bañada de sol: rodante y portátil de enfermos, heridos, muertos o… salvados. Todos desconocidos: el paciente, ese bulto que aún late, el de la 123, la 213, la 321…

Todos somos la obra maestra desconocida debajo de un cuerpo sucio, maloliente y corrupto (pero que aún late).

La habitación está libre. Las sábanas limpias. La cama lista. Días, tardes, noches, vigilias. Lo excepcional sólo es lo diferente.
El agua que vierte el grigo del lavabo sabe a miedo, a desconocido.
Estás muerta: olvida los espejos.
Pues mi muerte todo lo precinta, a partir de ahora mi vida y mis actos serán figuraciones. Incluso mi obra será, y será más real que lo pude haber sido yo, lo cual es una absoluta insolencia habiendo desaparecido su creadora. Nada de mis cosas, aun con la huella de mis dedos, emitirá el más leve pulso de la vida que fui, pero serán, habrán adquirido una identidad atroz dueñas por fin de sí mismas, sin intermediarios.
¿Qué se esconde en esa inmovilidad, en esa expresión relajada y seria de su rostro detenido en el tiempo para siempre? ¿Qué hay más allá del velo tétrico que ahora se superpone a la piel del rostro? ¿Está viajando? ¿Cuánto tiempo dura ese viaje? ¿Miles de años? ¿Un suspiro (!)? ¿Qué clase de cósmica maravilla se oculta tras los párpados cerrados? ¿Lleva consigo los millones y millones de visiones, palabras y pensamientos acaudalados durante su anterior existencia ese cuerpo yacente, quieto y muerto, viajero acaso?
“El universo, alcanzado el límite de su espacio, se contraerá en un viaje de retorno al origen donde todo hubo de empezar miles de millones de años atrás”, afirmó.
Bien, le contestó ella en su lecho de muerte (pero todavía lejos de las flores), en ese caso nos veremos a la vuelta.

Tras el gesto. O la simple disposición objetual. La elección de un material, todas las opciones desechadas: el trasfondo de todo ello remite al abismo en estas circunstancias. (¡Oh!, ¿podrías suavizar la grieta de los ojos, alejar su espanto, llenarlos de alborozo?). Leo a Dickinson, la prisionera feliz, de una dulce sobriedad. El blanco. La luz. A través de la ventana el horizonte verde y plácido se fusiona el con el azul de un cielo libre de dioses y profetas pleno de incógnitas.
¿Qué cociente extraigo de todo esto? El error. El cociente laborioso (contando con los dedos, ¡ja!) que sólo es una simbólica simplificación.

Voy a desmenuzarme. Como hubiera podido hacerlo Montaigne perfectamente. Este pedacito no lo quiero; este otro te lo cambio; me quedo con estos dos, aquel te lo regalo.

El Maquinista: “¿Y después de la máquina de escribir?”
Raymond Th. Yeats, poeta, escribidor de epitafios y oficiante: “Cómprate una bandeja de comida con compartimientos. Con eso y 20 dólares y un par de sablazos a los amigos durante dos meses (c. 1968) se puede ir tirando.”

Charla en Princeton. Tras una liviana presentación: “Quiero ser yo misma, y selecciono todos aquellos materiales tradicionales o no que contribuyen a que ese deseo sea posible en la mejor medida. Eso es todo cuanto me propongo. La objetividad en el arte no es una de mis metas.”
“Y, sin embargo…”, comienza a argüir una estudiante con el pelo afro.
De vuelta a Manhattan. Crisis de ansiedad en el interior del túnel Holland. “No será nada”, dice F., medio vuelto hacia ella desde el asiento de delante.  Hesse trata de tragar saliva, pero la garganta le duele atrozmente. “Claro”, responde sustado S., quien conduce. A Hesse parece que se le va la cabeza de un lado a otro. Un súbito pinchazo en el pecho le obliga a inclinarse contra el asiento del copiloto. Se golpea la frente con el respaldo, y sin saber muy bien lo que está pasando, vomita sobre sus pies una especie de moco sanguinolento. Al paso raudo del automóvil las luces vertiginosas del túnel acrecientan una sensación de total desamparo, como si la condujeran a un lugar maldito, el más infernal de todos. 

Quieren que hable de su obra: “Desentráñala. Ponla patas para arriba. Miéntenos sobre ella.”
“Pero yo sólo quiero hablar de mí (contra mí).”
Todo lo demás son disfraces: arte… ¡del disimulo, solapamientos!
“Les diré algo, vivo de mi salario anual como profesora auxiliar en la universidad. Eso asciende a poco más de 7.000$. Esa es la realidad, que hace que todo lo demás parezca un juego… Los ratos de ocio que una dedica a construir juguetes para alienados.”

A principios de los años cincuenta iba y venía a la Escuela de Artes Visuales de Yale montada en una Schswinn con una bolsa lo menos parecida a una mochila llena de libros sujeta a la espalda, cuando aún creía que iba a ser escritora a despecho de sus estudios de arte. Y más de una vez, en alguna de sus correrías por el norte de la ciudad, cruzaría imprudentemente el George Washington zarandeado por el viento (podía sentir como se estremecía el pavimento bajo las ruedas) y flanqueada de automóviles que rugían y rodaban a su lado sin el menor miramiento hacia su fragilidad.

T.: sin un gesto de vacilación la enfoca con la cámara mirando a través del visor de la Nikon. Algo ocurre en las entrañas de ese maléfico artilugio. Pero ella nunca sabrá la extraña maquinación acaecida después del clic, como un gemido mecánico en el interior de la oscuridad.
Despierta empapada en sudor: “Ya. Estás muerta.”
Desde la bimah su padre la acusa con ferocidad, públicamente, a los ojos de todo el mundo que abarrota la sinanoga, de algo de lo que no es culpable en absoluto.