miércoles, 29 de febrero de 2012

HESSE 46

1970. Visita a E.H.
Sloan-Ketterig, en el 1275 de York Avenue.
El Falso Periodista la mira sin tener una sola idea clara en la cabeza, un tipo venido de fuera y que posiblemente no tiene ningún destino de importancia por delante, que empuña la pluma como arma de defensa, un tipo que ahora, en esta tarde gris y oscura, de colores desfallecientes, ya en su guarida de cucarachas de Queens, con el único combustible de dos perritos calientes en el estómago inyectando una buena dosis de química maloliente en su metabolismo, tan listo que parecía, no sabe por donde empezar en el momento de sentarse ante la máquina de escribir provisto de un cartón de Lucky Strike sin filtro, media botella de bourbon y el cuaderno escolar lleno de notas enrevesadas y con toda probabilidad inútiles en un intento de recuperar el latido, el aliento y la feble presencia de la enferma, los colores y olores clínicos, la luz sin cortapisas de lo enfermo. Ni siquiera sabe explicarse lo que hacía allí, cuando consiguió entrar en la habitación blanca, ni antes persiguiendo cegato y titubeante un fantasma por las calles rectilíneas e interminables que acuchillan el horizonte de una ciudad que no conoce, una región extranjera, profana y sacrílega en la que imperan leyes que no entiende y que obliga al desafío constante y abrumador en el mismo momento que uno se pone en marcha.
¿Podría decirme…?, había preguntado el pobre horas antes, balbuciente y desarmado a pesar de la pluma en la mano.
La artista le miró con lástima, pero enseguida apartó la vista. Cerró los ojos y, en silencio, se dio la vuelta hacia la ventana verde y blanca por donde entraba una brisa cálida y matinal aliviada por el frescor abrileño del East River no demasiado lejos de allí. “Y estaban aquellos colores, siempre los mismos en la agonía mañanera”, pensó El Cronista más tarde, emboscado en el metro camino de Queens.
¿Qué fue el principio?
¿De qué oscuridad nacía?
¿Por qué tuvo que empezar todo?
Yo quería pintar como un niño, dijo Picasso: tuve que malgastar muchos años de mi vida hasta conseguirlo, afirmaba en La Californie, paseando entre personajes imaginarios, padres y madres y hermanos falsos, novias apócrifas, amigos inventados, artistas inexistentes, todos pintados en horas de insomnio genial. Ni siquiera eran falsificaciones de personas…, eran sólo cuadros.
Ser niño como se es Adán en el paraíso, inocente, inventando los nombres de las cosas, puro y genial, creador de presas y cazadores en la cueva. Ser hombre como se es niño, severo y colérico, fantasioso e inventor, extravagante a todas horas. Ser chapucero y genial. Como solo un niño puede serlo: con todas las de la ley.
La mujer tumbada, con los ojos cerrados, vio el futuro: era como esa mañana cálida y luminosa, pero ella no estaba allí.
“Empecé con una venta de poca monta”, recordaba en 1970 la artista sin despegar los labios agrietados, atada a los dos goteros siniestros, a punto de empezar la primavera más allá de la asepsia y estrechez de la habitación…
Cinco centavos de 1939. No era moco de pavo.
“¿Y esto?”, preguntó su padre a punto de salir a la calle, trajeado, con el sombrero puesto, examinando el dibujo a la par que entrecerraba los ojos risueños. Era otra mañana de primavera, acuática y nítida, con los mil olores de la vida de afuera entrando por la ventana abierta.
La autora de la osadía tuvo que explicar el mundo que había construido entre los cuatro bordes de la página, donde se sostenía todo el universo.
Veamos.
He aquí el cielo; he aquí la tierra. He aquí sus cuatro pobladores.
Etcétera.
A su padre le complació la respuesta. Le compró el dibujo.
Los colores eran un tanto arbitrarios: había un árbol de hojas azules y la tierra era amarilla. También había un coche volador y una piscina vertical, según aclaró a la pregunta de su padre, a quien le costaba aceptar una piscina vertical, y a lo que la artista replicó sin perder un segundo que ella la veía así, y fue entonces cuando su padre comprendió que a una niña de cinco años recién cumplidos no le era muy fácil representar una piscina horizontal cuando a esa edad lo que se siente por la perspectiva y la regla anatómica es algo parecido al mayor de los desprecios, ¿no ves el agua azul?, le había reprochado la hija ante su extrañeza, y el padre no tuvo más remedio que asentir en silencio a la vez que miraba convencido aquella cosa oblonga coloreada de un azul profundo que se eregía a lo alto junto a los árboles de ramas y hojas también azules, efectivamente era una piscina, y era una piscina vertical, y era de verdad, porque allí se alzaba y eso era algo que nadie iba a poder negar.
Los personajes eran de mentira, pero eran, aseguró la pintora para confundir aún más al personal.
Al fin, tuvo que aceptar la realidad y confesar que estaba contando una historia. De hecho, estaba deseando hacerlo: papá, mamá y Helen. Y yo, puntualizó señalando con el dedo la cuarta figura, enorme, mayestática, y con una gran sonrisa en la cara redonda semejante a la luna llena que flotaba en el cielo diurno junto con un sol en forma de patata. Allí estaba ella, de pie en el centro, en un primer plano, sosteniendo un muñecón, justo debajo del coche volador que también surcaba el cielo. En el dibujo su hermana, casi una enana, tenía la cara roja, pero roja como el jugo de un tomate, un rojo chillón, los ojos asimétricos blancos, sin pupilas, y el agujero negro de la boca justo al lado de una gran nariz verde, un apéndice descomunal. El día anterior, camino del colegio, la artista se había enfadado mucho con ella, ¡pero que muy seriamente!, a causa del robo nocturno de un lápiz de su plumier que su hermana no tuvo más remedio que admitir ante la presencia acusadora del mismo en su cabás, y ahora esa ladrona confesa estaba pagando las graves consecuencias de su acción: la veía como a un monstruo. Eso es lo que sentía. Y así la pintaba.
Relataba lo que sucedía, la niña de la cueva mágica. Porque ella no pintaba Kopffüslers, nunca lo hizo, repetía hasta la saciedad: contaba historias.
Su gramática es todopoderosa y fértil. En ningún instante puede olvidarse que ella, la artista, es una diosa, de esa clase que no renuncia jamás a sus privilegios ni a sus calculados desmanes. Su gramática alzada en la bruma lechal del jardín de los gigantes y los mitos es una estrategia silenciosa que ha dado lugar a un lenguaje lleno de significados: ha creado unas reglas que haciéndose invisibles logran una apariencia muy sedimentada de sueños y horrores, una amalgama unitaria donde sólo sobresalen los residuos gráficos de lo real encallado en lo más profundo de su alma secreta, niña y picassiana.

1946.
¿Quién es esa señora Eva Hesse?
No ha venido del infierno, no la han arrojado los cielos a la tierra.
Es la vida, pequeña Hesse, que te asalta al doblar una de sus esquinas y coloca frente a ti una luna agrietada donde puedas contemplar tus presentimientos y tus derrotas: una madrastra te suplanta, te ha usurpado hasta el nombre, anticipa tu cáncer, te roba el padre.

miércoles, 22 de febrero de 2012

HESSE 45

2011.
Los tiempos han cambiado.
75 aniversario del nacimiento de Eva Hesse.
Vaya usted a saber por donde anda: U68 o U120. Escondida entre galaxias, hurtándose al tiempo, huyendo de la quemante dentellada de los lebreles del cáncer.
En efecto, todo empieza a ser muy distinto.
Ingeniería mental: se sostiene en el aire. Como un inconsciente colectivo.
¿Todo a punto, mercader?
“En 1889 Tanguy me decía: todo hombre que gaste más de cincuenta céntimos al día es un maldito pillo.” (DE GOGH, página 227)
Sólo he sido enteramente feliz en el Bateau-Lavoir, se dice en 1972 don Pablo Picasso, Señor de Mougins, inmerso en la vie de château mientras recorre los atestados corredores de Notre Dame de Vie en la medianoche. Allá en la Butte el pensamiento era más libre, y el cuerpo era como un amigo feliz y era mucho mayor la ambición, puesto que todo, absolutamente todo, estaba por llegar, y desde lo alto de la colina hasta se podía ver una luz verde allá a lo lejos que apenas definía los contornos de las cosas, una luz verde en la noche de luna ascendente que parecía presagiar todas las promesas del orgiástico futuro.
En 1912 Picasso había abandonado Montmartre: ahora monsieur Pablo recibía en el 242 del bulevar Raspail.
De allí, poco después, a un lujoso apartamento en el mismo Montparnasse. Escalando, pues.
Los tiempos, amigo Vollard, están cambiando. Tu siglo de bastidores y pigmentos que dotaban de colorido el viejo París ha dado paso a patrones más serios y calculados.
Un billete de cien francos ya es moneda corriente en los bolsillos de un pintorzuelo no entregado en exceso a la bohemia y no demasiado loco a causa de la absenta.
Ni siquiera volverán aquellos años más cercanos de entreguerras cuando el pintor español, ya enriquecido, retornaba a Montmartre poseído por la sola idea de volver a abrir la puerta que le condujera a la Época Azul y poder ganar sólo unos céntimos, lo imprescindible que le permitiera comer al día siguiente una sopa de verduras con tocino, beber un par de vinos al atardecer en compañía de buena gente, mear a gusto en el arroyo central de la calle pueblerina y tumbarse en el jergón cuando el sueño le venciera, aun con los pinceles en la mano. Al amanecer, un vaso de leche tibia y cremosa comprada directamente al boyero que guiaba las vacas y los bueyes, el trozo de pan recién salido de la tahona todavía caliente y, más abajo, casi en el horizonte, la vista inmensa entre brumas azules de un París somnnoliento a los pies al que había que conquistar.
En 1900 eso bastaba para redoblar las fuerzas y seguir adelante.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx
xxxxxxxxxxxxxxxxx
29 5 2011

Distinguido Señor:
A instancias de nuestro común amigo Dn. xxxxxxxxxxx nos permitimos dirigirnos a usted a fin de hacerle llegar una propuesta de inversión financiera de gran alcance.
Le rogamos que lea con atención la siguiente propuesta de participación.
Querido amigo, nos hallamos en pleno proceso de crear un Fondo de Inversión que garantiza una renta final del 350/400 por cien a los diez años exactos de su fundación. Quizás más. El asunto consiste en hacernos con un patrimonio artístico del orden de unos 1.000/1.500 millones de dólares en un año, a lo sumo en 18 meses. Por supuesto, nos referimos a obras de Arte Contemporáneo. Los artistas elegidos han de ser aquellos que aún no han sobrepasado los 35 años de edad, y cuya cotización actual se mueva en torno a los 100.000 dólares. Con preferencia, y salvo alguna excepción, que trabajen sobre soportes tradicionales. La práctica totalidad de los artistas que barajamos en esta fase primera de nuestro proyecto son nombres ya consolidados en ferias como Art Basel, Art Basel Miami Beach, Kassel, Venecia y en emporios culturales de la dimensión de Nueva York, París, Londres, Berlín y Tokio. Podemos agregar algún artista conceptual con abundante obra gráfica y, por supuesto, ya muerto, museable y de contrastada revalorización, del tipo de Eva Hesse por ejemplo. Hemos contactado con profesionales del sector con la finalidad de proveernos del material adecuado, por decirlo de ese modo. Contamos con la colaboración de un grupo selecto de asesores en Art Market Studies con sedes en Zurich y Boston, así como la cooperación de curators, marchantes, museos del más alto prestigio y galeristas (de entre estos últimos, los 30 que a nivel mundial deciden lo que es verdaderamente importante o no en el arte global de nuestro tiempo) que avalarán por escrito nuestros proyectos de adquisición iniciales y posteriores ofertas y subastas públicas. Una vez constituido el Fondo de Inversión pondremos a la venta cada año entre el 10 y el 15 por cien del patrimonio reunido. Al cabo de los diez años estipulados, se repartirán los dividendos y el Fondo dejará de existir.
En la confianza de haber suscitado su interés, quedamos a la espera de sus noticias.
Reciba el testimonio de nuestra consideración más distinguida.
Atentamente,
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Invisible. ¿Cómo darle forma?
Sin el tóxico de lo intercambiable. Es lo que es.
Y la incertidumbre, una incógnita por resolver de una ecuación humana, demasiado humana: podría no ser arte. De ahí su lenta desaparición hasta la nada, de ahí su clave.
Hesse, los materiales de tus viejas obras son ya un puro guiñapo, se caen a pedazos, pero he aquí que, convertidas en pingajo museable, alcanzan de promedio los dos millones de dólares.
Entretanto, genio, el diálogo está servido entre tú y yo.
Pero, ¿es que hay algo más importante que ello?
¿Dejaremos impunemente que cualquier cosa, la misma obra, por ejemplo, se interponga entre nosotros?
De ninguna manera, artista, ahora que ya nos conocemos.
Nada por aquí, nada por allá: la obra ha desaparecido.
¡Bonita magia, hechicera!
¿Qué hay de mis dos millones de dólares?

domingo, 12 de febrero de 2012

HESSE44

No eres tú, querida, mi alter ego.
Yo soy el tuyo (aun estando tú muerta).

Queens, 1970: la luz gélida, un helor de sepulcro adormece esta parte del borough de calles desoladas, sin árboles, flanqueadas de edificios anchos y bajos como sombrías naves, inmerso todo en la grisura y en la desesperanza, y a toda hora siempre la hostilidad latente en los ojos de cualquier fugitivo con el que te cruzas cada mañana de este enero nevado y silencioso...
Coge esa hoja de papel que para ninguna otra cosa sirve. Aporrea la Underwood. Viola sus sosas teclas. Arráncales gemidos o gritos, unta la cinta bicolor con todo lo que de criminal se agazape en tu cerebro. Entre estas cuatro lúgubres paredes pintadas de color hueso sucio, sé disparatado como el día gris y el frío carnívoro que a punto está de devorar el cristal de la ventana:

La artista desnuda. Expuesta a los ojos polifemos del mundo.
El trabajo de tus pobres manos de mujer ofrecido al juicio plebeyo, a la mojigatería universal.
Desnuda frente el mundo que te desprecia, al que desafías.
El desprecio por todo aquello ideado que no guarda reciprocidad con la monotonía canónica del espectáculo diario, de la mil veces vista película del triunfo bajo el formalismo de lo reconocible, todo aquello del arte y la literatura innecesario: sientes ese desprecio como el aire frío que revuelve tu cabello, como la gasolina quemada que respiras mientras esperas en un paso de peatones, como la dentellada del sol de julio en la piel al salir de una boca del metro.
Ese desprecio que la artista es capaz de percibir con lacerante asiduidad, que se propaga como el napalm por encima de las cabezas hasta cubrir por entero las calles de una ciudad a punto de entrar en combustión. Los veloces vagones del metro, como bombas de plata pintarrajeadas de graffitis y chafarrinones repletas de cargamentos humanos defectuosos con cara de sueño, horadan los túneles oscuros sólo para terminar explosionando como unos vulgares fuegos de artificio una vez asoman de nuevo al exterior. La procesión ahora apresurada de hormigas con bolsas y carteras son la máquina pulsante con fecha de caducidad que disuelven su desesperación de forma miserable abocándose día a día al seno madrastro de una ciudad de acero y cristal, una bella y poderosa tecnología sin alma que nunca se supo que prometiese nada a nadie sólo por patear sus calles y respirar su aire de piedra y neón.
Pero al fin, desprecio.
¿Son ésos, su conjunto abigarrado, oscuro e indeterminado, el destinatario de tu obra?
¿A ésos te diriges? Ni siquiera hay lugar en ellos para la mofa, tan indiferentes son a tu suceso que ni recurren a la burla.
Esos nunca sabrán tu nombre. Otros, tan ajenos en verdad como aquéllos a una plástica que en el fondo se trasciende en virtud de una metafísica calculada, sólo vigilarán cotizaciones.
La expresión de tu arte únicamente constituía una parte invisible del mundo para los otros.
“Es arte aquello que decora”, dijo uno.
“O representa”, añadió alguien.
Es arte, gran arte, aquello que mediante lo visible nos acerca a lo invisible. Su lenguaje siempre es apócrifo: debe más al ingenio que a la razón. Sólo la fidelidad lo limita. Sé sacrílego.

El triunfo.
La momificación.
En Madrid, 1996: “¿No descubres esa lógica endiablada?”, preguntaba el tipo sosteniendo una bolsa de papel llena de libros a su acompañante algo perpleja, minifaldera y pícara, asimismo con su correspondiente bolsa de papel llena de libros en la mano, ambos frente a un montón de piedras atravesado por un tubo pintado de gris, las esquirlas de metal a los lados, la gelatina lechosa que descendía por un extremo vertiéndose a un inmenso recipiente oblongo de color definitivamente óxido. “Parece una instalación Hesse…”
¡Una instalación hesse!
He ahí el epónimo. La gloria post mortum (que sólo sirve a lo vivos).

¿Es canto o epitafio? ¿Celebra o maldice?
¿Es una trágica?
Teje una anacreóntica cuyo hilado jovial apenas vela lo trágico, la catarsis íntima que le libera del mundo ya en decaimiento.
Es una trágica… en busca de la felicidad.
Y busca las respuestas en lo concreto: buceando en una criptografía que a la vez que se gesta va significando apósitos esclarecedores. Se representa a sí misma y a tenor de lo visible rotundo, la materia infame innominada, roza el milagro de las ocultas esencias entre sangres y huesos.
La acechan las garras negras del jinete apocalíptico. A punto de caer sobre ella, pues ya ha descabalgado de su montura y avanza entre la tormenta de las sombras hacia la presa indefensa y fácil.
En el entramado de tus materiales y tu química se aboceta la horrible visión: la perra ahíta de la carne putrefacta del cadáver aúlla a la luna.
La artista se angustia en presentimientos.
Ahora, su día aún no tiene nombre, pero es terrorífico y su negocio fatal. Siempre pierdes. Su liturgia huele a azufre. Su culto asusta más que serena. Sus ritos de bata blanca, bisturí y… escalpelo final desvelan una anatomía enigmática, precaria y perecedera.
Ha puesto los ojos en ella y afila la acerada curva.
He ahí lo trágico del ser intuitivo y capaz. Una vida cotidiana de ansia de conocimiento lastrada por la gangrena de los días, uno a uno ahondando en la llaga hasta alcanzar la nada.
Entretanto, anda manoteando en categorías abstractas. Como la belleza, que puede ser aterradora o plácida, risible, solemne o liviana, según los estándares subjetivos de cada época.
Entretanto, chapotea entre químicas y metales. Levanta la horca, pondera la soga, abre la trampilla.
Algo recela. Y, sin embargo, horada en lo inescrutable. ¿Y de qué manera puede visualizarse aquello que no se conoce y, no obstante, es?
Entretanto, borra los epitafios y graba los parabienes.
Es una trágica sin fe: luego no te condena el desafío humano ni te mata ningún dios. Es, sencillamente, una naturaleza ciega y de inaudita necedad la que preside en este festín donde se cobran piezas muertas antes de hora, se atesora lo inerte a destiempo.
Su conciencia trágica se forma a través de lo inesperado, de la brutalidad de un cuerpo traicionero. Ese desorden interno, ese ejército indisciplinado de células es fiel reflejo de universo exterior vivo y entrópico cuyas leyes no dejan lugar a la duda: vivimos y morimos del caos que, a veces, es visible, y en otras ocasiones, menos burdo, burla nuestro candor.
Aún no tiene nombre, pero va a matarte.
Tu verdugo, armado por la fatalidad, carece de designios: la bola negra era una más entre las bolas blancas. Ni siquiera es mala suerte.
Todos los dioses son trágicos, y se alimentan de la fatalidad de los humanos. Tu dios, tu gemelo divino y esencial, el original, el de la forma primigenia, va a saciarse de tu sangre hasta dejarte en un puro pellejo.
Vivimos en el desorden.
Expresa el desorden.
Levanta la horca.
Crea la obra de todos ellos: polvo de tierra, heno, grasa, acero, maderas, colas, plásticos, látex, piedras y vidrio, gomas, plomo, cristales y neones, cobre, caucho, óxidos, sogas, aluminios, hierros, telas, papeles, humo…
La artista desnuda su cuerpo enfermo, el rito es sumamente sencillo: ni invoca ni blasfema. Avanza las manos hacia delante (siempre adelante).
Dispone los objetos-palabras, elige materiales-adjetivos, alisa el espacio, reflexiona, escribe…
Levanta la horca.
La trágica que deseaba ser feliz por encima de todo claudica ante el absurdo: si no hay pecado original, si te has librado del fardo de la culpa, si no había salvación ¿por qué hay derrota?
En este certamen resulta victorioso quien menos guarda las apariencias. Están de más los melindres en un cuerpo que empieza a descomponerse por dentro sin que nada delate su traición, sin apenas significarse antes de su destrucción por el síntoma del hastío o la desgana. Una bella manzana podrida atrae nuestra mirada bajo el sol marino de la mañana. Es perfecta entre otras sanas aunque de peor aspecto, pero también suscita nuestra perplejidad y hasta nuestra incredulidad. Esa es la elegida: la que halaga nuestra capacidad de admiración e incluso de extrañeza, de prevención ante lo armonioso.
Qué obstinación admirable: hasta en el último instante pugnas por atrapar un poco de aire que alargue tu agonía.
Se ha dicho que el ser aparece en el fracasar. ¿Pero cuáles son los límites del fracaso? La muerte no los certifica. No hay victoria alguna en ella, nada deja tras de sí, y las huellas, los lamentos y los ritos funerarios sólo son decorados de vida. Y quien hace no fracasa. Sólo la muerte abre esa puerta, ella es el único fracaso real del ser humano. Las viles asechanzas de la existencia, la ofensa pueril y el desdén cotidiano, son en buena medida injusticias y torpezas, atributos que componen el avatar de muchos de los humanos que vuelcan la vista en ti.

Nada de la apatía del filósofo se embosca en el ánimo de una decidida y pertinaz luchadora tras la redención plástica, ninguna astenia paralizante la detiene, ninguna religión opresora la sojuzga: ella ha creado su diosa, que es ella.
Lo trágico ensancha los significados, adensa la vida, nos revuelve en el barro de la pangea y nos eleva con la mente a la galaxia.
Lo trágico trasciende lo que rozas con las yemas de los dedos, lo que rozas con la mirada, lo que intuyes en la ceguera antes del sueño.
Una actitud trágica, aun amando la vida con pasión, desarticula y detiene el mecanismo más sagrado de las cosas: sólo era un autómata, se dice la niña desencantada mirando la muñeca inmóvil caída en el suelo.
E inmediatamente se pone a construir otra muñeca, otro juego.

sábado, 4 de febrero de 2012

HESSE 43

Evchen, cariño, estás hecha con la madera del mejor roble, del hierro ancestral mejor forjado de la culta Europa, le asegura su padre, de todo lo malo has de escapar.
Saber lo que tienes que hacer con las cosas, aun antes de encontrarlas en la calle y llevarlas a casa. Esa es la mística de la sagrada inspiración, el previo recogimiento. Tu obra empieza en el momento que abandonas el estudio y sales afuera. La herramienta del ojo propugna mil coartadas para una materialización que ha de chocar en su exhibición por la polisemia indescriptible de su lenguaje objetual: hay un verbo ahí, incluso la negación plástica, lo asignificativo, formula un sintagma que en nada contradice su literalidad: es, por cuanto el arte se muestra, se visualiza sin necesidad de desafiar en lo lingüístico pertrechado de un sentido adicional.
En el basural, la escombrera, el solar: el verbo. En ese preciso instante se ha iniciado la obra todavía inmaterial. Ya es. Lo demás viene por añadidura. Su hechura consagra la idea, el más puro blanco, la redondez más perfecta, la forma primera. Lo demás es la caverna.
Dios: haré un entramado de humos. Una tela de araña, la cavidad de espinas, los túneles blancos. Pienso en Dios: busco en los escombros. Dios, que sólo es un puñado de tierra, de guijarros pulidos escogidos a la orilla de la playa, burbujas de agua enjabonada que siempre terminan cayendo abajo por más que floten en el aire durante unos instantes: vuelven a la tierra.
Martes: de nuevo la prisa, los miedos. Alguien (algo) corre tras de mí; percibo su presencia. Mi otro yo, me dejo atrás… ¡Oh, dulce martes! ¡Sólo soy una pobre mujer!
9/4/70, jueves: ahora ya lo sé. Moriré. Todo era nada. Entonces, ¿por qué la memoria, los deseos, el pasado… mi nombre?
En el estudio: imposible imaginarlo sin mí. ¿Cómo van a sobrevivirme los libros, los objetos, las herramientas, el material de mi imaginación…, los olores? ¡Sin mí no son nada, no existen! Tan sólo son algo residual, anecdótico a mi obra (que soy yo, poderosa y altiva). Todo ha de culminar en el despojo fetichista, una montaña de trastos a la que sólo acentúa la extrañeza de su origen, la incertidumbre de su uso. Todo inventario acabará en el artículo periodístico o el análisis académico de una poética de lo indecible que no dejará herederos.
Mi vida, ahora, sólo la subraya lo absurdo: la muerte a destiempo.
Mas eres afortunada: muerta, no habrás muerto del todo, sirena del Aqueronte.
Sueña.
Una mitología para la pequeña: en especial, la griega. Todas las demás, incluida la hebraica, eran viñetas desdibujadas ante la magnitud de unos dioses terriblemente humanos.

miércoles, 1 de febrero de 2012

HESSE 42

Ha decidido quedarse en Nueva York todo el tiempo que pueda. Hasta que el dinero se acabe (que acabará), o empiece a ganar algunos dólares con la maldita Underwood (le baila el tipo de la “o” como un saltimbanqui) que ha comprado de segunda mano en una travesía de Delancy Street.
Pernocta tres días en el apartamento de un compatriota (profesor de español en la N.Y. University) muy poco higiénico. Y no hablemos de su compañera, una inglesa de cabello largo y sucio que come directamente de las latas de conserva con los dedos. Al tercer día se escabulle con la maleta y la Underwood a cuestas.
Memorias de Una Maleta y Una Underwood:
Febrero: Había llegado al aeropuerto Kennedy procedente de Madrid un sábado por la tarde, en torno a las cinco. Se encuentra cansado e inquieto, con falta de sueño, no sabía exactamente si había rellenado bien el formulario de entrada y, al descender del avión, se le cayó el pasaporte a la pista y alguien lo pisoteó con una enorme bota justo por el lado de la fotografía. No quiso ni imaginar lo que iba a suceder resolviendo los trámites con los atrabiliarios funcionarios de Inmigración y Aduanas.
El cielo está gris. Pero hace menos frío del que esperaba. Su amigo, el profesor de español, monta guardia frente a una fila de taxis amarillos al otro lado de las puertas cristaleras. El viajero arrastra la maleta hacia él, que no avanza ni un paso al verle renquear con el maldito bulto.
Al día siguiente, domingo por la mañana temprano, dio un paseo alrededor de la zona del apartamento. Luego, compró el New York Times, unos dos kilos y medio de papel por cincuenta centavos, y se metió en una cafetería desangelada y vacía de parroquianos. Un par de camareras, pelirrojas las dos, uniformadas de azul celeste y blanco, se hallaban detrás de la barra, cerca de la entrada a la cocina, de la que surge una luz blanca de neón, pero sucia, como gastada. Le ignoran y tardan en atenderle. Con ojos esquinados hablaban en voz muy baja de sus cosas, de sus conspiraciones. Supone él. Se rascan las mejillas, la barbilla, un codo, miran aquí y allá menos al sitio donde se encuentra. Se cruzan de brazos. No cesan de cuchichear. Meten las manos en los grandes bolsillos del delantal. Cambian de postura, descansan sobre la otra pierna. Encienden un cigarrillo. Al fin (siete minutos de reloj), una de ella le lanza una mirada interrogativa, hostil (¿qué quieres, gilipollas?), sin moverse un ápice de donde parlotea con su compañera de desánimos:
-Kish mir in tuchis –pide educadamente.
-¿What?
-Un café y un donut.
Eran los años aquellos cuando casi todo el menudeo se pagaba con fichas metálicas y unos miserables centavos, las camareras llevaban un gorrito gracioso y el agua de Nueva York, una ciudad grande, sucia y ruidosa, era deliciosa y, a veces, gratis.
Durante cinco días le facilitan alojamiento: podría dormir en un sofá del apartamento del amigo español que trabajaba en la Universidad de Nueva York. Su pareja inglesa no había puesto impedimento, siempre que el asunto no se demorase más allá de ese plazo. Era comprensible. El apartamento medía menos de 40 metros cuadrados. Unas medias de nailon y otras prendas interiores de aspecto raído secándose en la barra de la ducha todavía explicaban mejor la situación.

Dos días después, a media tarde, llega extenuado al apartamento con dos periódicos Daily News (para envolver la ropa sucia que llevar a la lavandería) y el New York Times (para leer sentado), una botella de vino californiano, pan y queso.
El profesor, ausente, imparte su clase en la Universidad.
La inglesa, recién duchada, con el pelo mojado pegado al cráneo, mal tapada por un albornoz azul pálido que deja al descubierto sus piernas delgadas y muy blancas, las rodillas huesudas y rosadas, está sentada junto a la ventana. Come con los dedos muy despacio, directamente de una lata de carne en conserva. Al verle entrar dirige la mirada hacia él sin proferir palabra alguna. Enseguida gira la cabeza y continúa observando a través del cristal el día frío, gris y sucio de afuera mientras mastica con lentitud y se limpia los dedos pringosos en el albornoz.

Le han bastado tres días.
En efecto:
La puerta del minúsculo dormitorio donde se hallan su amigo el profesor y la novia inglesa se ha abierto lentamente sin un quejumbre y deja ver el interior a plena luz del día. La mujer, flaca y blanca, desgarbada, está arrodillada y le está haciendo una felación al profesor de español sentado al borde de la cama. Tiene tiempo de observar los cabeceos hacia delante y atrás de la mujer, el perfil contraído del hombre que, en camiseta, tiene los calzoncillos enrollados sobre los tobillos y lleva puestos los calcetines; de color gris, le parece recordar. La imagen es de un patetismo desgarrador, hasta doloroso a esa hora matinal y luminosa. Se da la vuelta con sigilo y sale a la calle. Dos horas más tarde regresa a por sus cosas. Ambos le sonríen aliviados, inocentes, y le acompañan solícitos hasta la salida asegurando que no corría tanta prisa.

Ha elegido como solución provisional, hasta que alquile un apartamento en Queens (mucho más barato que en Manhattan), un hotel en la parte este de la calle 59, próximo al puente. Es un edificio de quince plantas de ladrillo de un tono quemado, sucio. Está bastante destartalado por dentro, aunque el suelo del pasillo está cubierto por una alfombra. Le han alojado en la octava planta. Paga 45 dólares a la semana, y el 5% de impuestos. Limpian la habitación y cambian las sábanas cada cinco días, pero todas las mañanas le proporcionan un juego de toallas limpias. Sin embargo, la palabra que acude a su mente desde que se ha instalado aquí es “sórdido”, aunque contradice lo que realmente siente: está en un hotel, y está en Nueva York. La Underwood (¿o era la Corona Smith?), con sus millones de palabras, aguarda desafiante encima de la pequeña mesa junto a la ventana de guillotina, hay miles de historias, crónicas y misceláneas debajo de sus teclas, sólo hay que pulsarlas. Sórdida sería su actual situación: en absoluta soledad y contando hasta los centavos.

Anoche, al volver de la cena en el restaurante griego Delos (pato en salsa con alubias, un vaso de vino nacional y ensalada de frutas, 2,25$), muy próximo al hotel, ha visto las primeras cucarachas, delgadas, marrones, escondiéndose veloces en el armario de la ropa:
Tal vez uno comienza a beber de veras cuando descubre que no tiene futuro. Entonces reniega del pasado y desprecia con estoicismo el presente que tampoco puede ofrecerle ya nada, salvo la tortura del tiempo inmóvil, un desesperante silencio:
Sea lo que fuere, Dios del Arte y la Literatura,
líbrame de las flophouses, de la botella de bourbon en la mano dando tumbos entre cubos de basura,
líbrame del mal y de la mierda, de la brumosa, harapienta y fétida pandilla de Duane Hanson.
Amén.
Una semana más tarde: luego de un par de llamadas telefónicas, alivia en parte la situación doméstica.
Durante dos días vuelven a permitirle dormir en un mugriento rincón del loft que comparten una pareja de diseñadores madrileños, en el West Village: “En cuanto amanezca te largas con la maleta a otro agujero. Trabajamos aquí y no queremos interrupciones de ninguna clase hasta la noche. Sólo entonces puedes regresar. Aunque procura solucionar tus asuntos lo más rápidamente posible.”
“Tengo una cita con Eva Hesse”, susurra con una media sonrisa, hasta con complicidad. Su carta bajo la manga.
El otro le mira totalmente inexpresivo.
“Qué interesante.”
Consigue un trabajo temporal como documentalista para un par de columnistas de agencia. Eso dijo el tipo de personal: finalmente, él mismo ha de escribir algunos de los textos basándose en los documentos que selecciona. Una pequeña cantidad adicional a lo acordado mitiga su irritación. En todo caso, presenta los folios redactados llenos de trampas y un acróstico ofensivo y delator.
Hace mil años podías alquilar una buhardilla con tragaluz en pleno centro de Manhattan sólo con el compromiso de barrer dos veces por semana el portal del edificio y vaciar las bolsas de basura en el cubo de la calle. Ahora, los marchantes de hombres te envían a lo más oscuro del Bronx, a la periferia de Queens o a alguna calleja de ratas de Brooklyn. Aquí se viene a triunfar; a los demás, se les empuja al borde mismo de la ciudad, al filo del abismo. Al agujero.
Y Jenny aún tardará un mes en llegar a Nueva York. Tiempo suficiente para que él se muera de hambre.

Sus asuntos no tienen viso de solucionarse lo más rápidamente posible, de modo que pagar un precio ya es inevitable si quiere escapar del precio de los hoteles o dormir gratis en apartamentos y almacenes en compañía de ratas y cucarachas.
Arrienda un apartamento en Queens, por Jackson Heights, lamentablemente cerca del aeropuerto. Baño, dormitorio-salón y un fogón mínimo y una pila junto a la pared: 30 metros cuadrados. 125 dólares al mes, impuestos incluidos. Cada vez que el ruido sordo y prolongado de un avión (a intervalos de cinco minutos) sobrevuela por encima del edificio comienza inexplicablemente a chorrear agua del grifo de la pila. La única ventana, de una sola hoja de guillotina, sin cortinas, da a una calle bastante ancha, pero sin árboles. Una calle de transeúntes lentos y sigilosos, apenas perceptibles, fugitivos, como sombras proyectadas por otros seres invisibles.
Dos semanas después:
Llama a España desde la centralita de un hotel cercano al apartamento. Tiene que conseguir más colaboraciones. Necesita dinero. “Veremos lo que puede hacerse”, dicen al otro lado del hilo, sofocando las risas. “Lo que sea, aunque no lo firme yo”, suplica. “Ah, bueno, en ese caso...” alienta la voz convencida.
Al cabo de diez días recibe una carta de una obscenidad familiar. Escribirá crónicas desde Nueva York que firmará un periodista y escritor de postín sin moverse de su casa llena de tapices y esculturas antiguas, de altos techos con escocias, en el Madrid de los Austria, a dos pasos del Botánico y a tres de los chaperos del Retiro. Al final del texto se añade una apostilla manuscrita con estilográfica, de hermosa letra curva y azul: “Dramatízalas un poco”, aconseja el futuro firmante de las crónicas, viejo y perfumado escritor ateneísta y bujarrón clandestino que vive de las rentas.

Jenny en Nueva York.
El lazarillo mecánico.
Salvado.

800 kilómetros de calles, miles de manzanas, de blocks repletos de edificios de oficinas y apartamentos, un museo de imágenes innúmeras, miles de sucesos cada semana, una historia que contar cada segundo, y millones de personas, tus semejantes (tan diferentes) que te rodean por doquier. Se envalentona, y piensa relajándose: la mayoría de ellos parecen sacados del Barnum Museum. La ciudad es un libro donde escarbar las noticias y las pequeñas crónicas diarias, un texto al que hay que traducir sin demasiada fidelidad. Un folio y medio cada quince días, una llamada a cobro revertido. Y el giro postal.
A rodar.
Siempre se pierde en el metro. “La vista”, se excusa en todo momento avergonzado, y guiña uno de los ojos de un modo espeluznante.
Y el caso es que viaja en el metro muy espabilado, con los ojos bien abiertos, sumido en una babelia de pieles distintas, múltiples rasgos, hablas exóticas, orígenes impensables. A cualquier sitio de la ciudad cósmica acompañado de miles de desconocidos, viaja en ella y desde ella a través del túnel del tiempo y el espacio sin importarle el ruidoso traqueteo, viendo fantasmas que ya en sus épocas tuvieron a bien descubrir el señor Poe y el señor Crane.
Viaja a solas. Con la infinitud de su pensamiento. Un goteo constante. Semeja el revoltijo indescriptible de uno de los lienzos del señor Pollock.
Solo: es exactamente un individuo. Un Antoine Roquentin atemperado por Julian Sorel.
Siempre lleva un libro en la mano, como si fuese un breviario en el que orar de cuando en cuando a lo largo y ancho de sus pacíficas y confusas correrías por la ciudad inagotable. Un baedeker espiritual y exclusivo.