sábado, 15 de diciembre de 2012

HESSE 94


Vive entre los límites: la mejor manera de hacerlo. Ha optado por desentenderse de las cuevas, de los agujeros siniestros que ocultan las aceras: prefiere las torres de babel (aunque mudas, sumidas por fuera en un extraño y bello silencio, tan poderosas que parecen, tan calladas y quietas).
De un extremo a otro la ciudad es una obra de arte abierta en canal, supura fluidos, excrecencias, millones de colonias de bacterias andantes y trajeadas con un portafolios de enredos contractuales (o una navaja) en la mano (¿no podría ser un libro?).
En cien kilómetros a la redonda se extiende la Gran Escultura, una instalación que ha creado su propio género desdeñando la pequeñez de la escultura y la pintura, el caballete y el pedestal, un entramado que aglutina la propuesta del loco y del extravagante, la aportación del cuerdo y el pragmático: el Empire State y la peluquería para perros, el hot-dog y la ingeniería financiera de Wall Street.
Vista desde el espacio exterior la mancha de piedra erecta  y agua azul es algo excéntrica. ¿Pero qué mancha no lo es?
Dueña de todo el espacio, la cavilación admite cualquier tentación transgresora. Esa es la esencia de una instalación: derriba los muros de la contención plástica.
Cercanos están los márgenes del agua.
La ciudad como instalación, como forma apocalíptica a pesar de la prevalencia de la simetría, como el orden que resulta de la disposición caprichosa de las piezas de un mecano en manos de un niño ajeno a lo bello, a lo bueno y lo malo, al gusto y a la norma. 100 kilómetros de piedras, cables, hierros, acero, cristales, maderas, plásticos, luces de neón y movimiento.
En agosto la ciudad arde y en Central Park puedes oír como se resquebrajan los árboles por dentro. Las ramas llenas de hojas de los arces y los castaños exhalan una especie de polvo que se diría que es humo, como si un fuego sin llamas fuera pudriendo poco a poco sus raíces.
En enero la ciudad bajo el peso de la nieve parece buscar su identidad bajo las cloacas, alejarse del cielo plomizo, hundirse entre las vaharadas de vapor que surgen del suelo en una hibernación que tiene mucho más de ganas de volver del revés el espejo, como un hartazgo temporal de mirarse a sí misma, que de renunciar a sus esplendores y privilegios que han de ser eternos. Se trata de una simple fatiga, no de una abdicación.
Los árboles desnudos, diríase cristal.
Una hibernación gris, ruidosa y fría.
Es en las otras dos estaciones del año cuando la ciudad se exhibe con la indecencia del enredo carnal de la imagen pornográfica o con la pudibundez de un desnudo académico, de una academia perpetrada por los dedos inexpertos del aprendiz de arte.
Abierto por temporada.
Mucho antes de llegar a su meollo a través de las intrincadas vías de circulación, la Gran Babilonia del Norte erige a la brillante y transparente luz azul de un cielo sin mácula el cinturón amenazante de las enormes naves industriales, los cementerios de automóviles, las factorías, los depósitos y refinerías, las grandes chimeneas, los almacenes y los hangares, los hierros oxidados de las máquinas trepidantes. Los antiguos desiertos despoblados devienen Los Siete Círculos de la Herrumbre cuyos paneles indicadores promueven el desconcierto. Ese sería el cordón rojo que detiene en seco al espectador meticuloso, el paisaje tosco y descomunal de una plástica férrica, oscura, como surgida del taller y las fraguas ardientes de Vulcano: has de mirar de lejos, se ruega no tocar. La obra de arte se mira pero no se toca.
(En realidad, se dice admirado por el hallazgo, en Manhattan nunca hay verdaderas guerras sangrientas… Sólo las refriegas de la ambición: ser distinto, el dólar.)
21 kilómetros de largo por 3,7 de ancho: no necesita más Hesse para trazar la Gran Escultura Invisible de Nuestros Días.
Es una estética inabarcable (la una por inconmensurable; la otra por enigmática, y ambas por desafiantes).
Es hipnótica. Te atrapa, aunque sabes muy bien que es una impresión fugitiva, que en cuanto te encierres en tu apartamento a cenar, ver la televisión y acometer los últimos preparativos para meterte en la cama o ir adormilándote poco a poco sentado en una butaca raída con el libro entre las manos, aquella se habrá borrado de tu mente. Los sueños (o las pesadillas) van a ser mucho más reales en esa hora de la noche de vencimientos y vulnerabilidad. Durmiendo lo ficcional adquiere una realidad tan enérgica como la del desvelo: la inquietud y la zozobra se enquistan en lo físico como pudiera hacerlo en la vigilia cualquier contacto real: el apretón de manos, el beso, el golpe. La ciudad se apaga del todo, como el cuadro o la escultura enmudecen, esta vez de verdad, al darles la espalda y alejarnos de ellos.
Una maquinaria andante:
La hipnosis de las luces y la dimensión desaforada de sus construcciones, el barullo de sus gentes y sus constantes ruidos, el misterio de tanto colorido y andanza y no saber adónde va cada uno de ellos, de dónde viene, qué piensa, qué es lo que quiere, a quien quiere. He ahí la cinética: he ahí la obra en marcha, nunca concluida, confusa, cambiante, engañosa y autocomplaciente en su desmán de work in progress. Ninguna Aracne daría fin a entramado tan apabullante, jamás lograría ultimar en su tejido el Dibujo del Gran Significado. Toda la ciudad es una estética del desplazamiento activada por un impulso colectivo que responde a la supervivencia de lo sobrante, y acaso hasta de lo innecesario, y cada uno es un artista de su movimiento y acciones imprevistos demoliendo prejuicios y reglas, un insumiso urbano que conoce el agujero del que sale cuando amanece y al que ha de volver antes de que vuelva a despuntar el sol. Cada uno es protagonista de la acción de la mañana. Altera cuando así le place el significado de la obra: va hacia delante, se detiene, vuelve sobre sus pasos, debería vestir un jersey verde, sus pantalones debería ser azules y sin embargo son de color beige, la camisa blanca no estaba en el guión, el gran bolso que porta esa mujer le tapa las piernas, las dos jovencitas ralentizan demasiado la marcha, se sonríen una a otra sin pensar todavía adonde van, el niño debería estar en el colegio a estas horas de la mañana, el niño debería estar en el colegio  a estas horas de la mañana y no debería andar solo con la mirada perdida entre la muchedumbre, el semáforo está en rojo, pero hay un tipo (o dos) que apresura el andar, empieza a correr antes de que los coches se pongan en marcha y salva la calzada y arriba a la acera de delante ante la indiferencia de los otros que aguardan mirando la nada hasta que el disco cambie a verde, y entonces, ya en la acera de delante, alguien cae al suelo, detiene por un instante la hormigueante fluidez de las dos filas opuestas de viandantes, se forma un corro de curiosos con la vista baja, están detenidos, habría que moverlos, apartarlos de ahí, tienen la vista baja, no se percatan de lo que sucede a su alrededor, la vista baja sólo sobre el caído, un hombre de edad mediana vestido decentemente que tampoco debería haber rodado por el suelo, que debería estar muerto de resultas del colapso cardíaco y sin embargo se mueve, los pies se mueven y también el brazo izquierdo se mueve, pero la mano derecha agarra por el asa la gruesa cartera marrón repleta seguramente de documentos y memorándums muy importantes, y el sombrero de fieltro a medias todavía en la cabeza, y los espectadores que deberían hacer algo y no hacen nada, tienen la vista baja y fija sobre el moribundo que rebulle a cada instante, se detiene y vuelve a moverse, casi imperceptiblemente, pero vuelve a moverse, deberían levantar la vista al cielo, comprobar por algún indicio la climatología de dentro de unas horas, porque debería llover, puede que llueva.
Llueve. No es medianoche. Es mediodía. No llueve.
Un récord es una ganancia. Un hito. Y si es Nueva York, un acontecimiento mundial.
En La Ciudad de la Moneda deberían devanarse un poco más los sesos para sacar una pasta con el espectáculo: especialmente indicado para el turista glotón.
Broadway de un extremo a otro: ida (acera derecha) y vuelta (acera izquierda). Los ojos bien abiertos. Puntúan rótulos y letreros de comercios, despachos y sedes administrativas, cines, librerías, bares y restaurantes. Por cada uno de ellos memorizado se descontará un minuto del cómputo total de horas invertido en la excursión.
¿Quién será el afortunado que establezca el récord?
Premio: La Llave de Cartón de la Ciudad.
Y un hueco en la sección de gacetillas del periódico más ruin.
De Bowling Green a Columbia University y más allá (hasta los mismos lagos y parques del Bronx) a paso de mula o trote cochinero. ¿Una jornada?, ¿dos?, ¿tres?, ¿cuatro?…
Una caminata india (pues otra cosa no era la gran avenida que vertebra Manhattan), el tiempo no existe, cualquier lugar es el mismo lugar, siempre llegas al principio de todo. No existe el final. La muerte también es un principio. Mira el horizonte como si fuera el pasado.
Cualquier lugar es bueno para pasar de largo, afirma un vaquero solitario en un viejo western de hace décadas mientras espolea su cabalgadura con la vista fija en un horizonte de polvo. 
BROADWAY TAMBIÉN SE ACABA.
Combustible: sándwich de carne, pastrami, panqueque Seinfeld, tarta de queso y arándanos y veinte litros de café aguado.
Y unas buenas zapatillas.
Comienza la Gran Marcha India.
Trota por el hormigón.
En el cruce con Canal las cosas no marchan muy bien.
A la altura de Bond Street ya boquea buscando aire.
Antes de alcanzar el bullicio  de Union Square estás muerto.
Están los puentes, enormes encrucijadas de hierro, acero y un pavoroso telar de cables, como ese que ahora miras con tanta atención y que tampoco sabes muy bien adónde puede llevarte. Puentes a alguna parte para el que tiene una cita, un negocio, una ilusión en el otro lado; puentes a ninguna parte para el que está solo y al que nadie le espera: miró fugazmente al sur, se arrojó por la borda y se dejó llevar por las olas de la noche hasta el fondo del mar.
Llueve.
A un lado de la acera, un viejo demente envuelto en los harapos de lo que en otros tiempos debió ser un gabán negro, muestra el único espectáculo a su alcance de vagabundo miserable e inhábil capaz de atraer la atención: muerde bombillas que extrae de la maraña textil en que se ha convertido su atuendo, mastica los trozos de cristal y se los traga. Luce una gran calva hasta más abajo de la coronilla, de la que cae una sucia melena gris que alcanza los hombros. Tiene los ojos muy abiertos, y de ellos brota alguna lágrima, y finos hilos de sangre se deslizan de ambas comisuras de la boca; a sus pies una pequeña caja de cartón recoge los centavos que la gente, sofocando las risas, arroja con… crueldad.
Sin rumbo la ciudad carece de nombres: una avalancha de sucesos vistosos y anodinos que aleja de lo reflexivo. Piensas en imágenes. Es como alimentarse de un analfabetismo que encuentra su gracia en lo visual. Las palabras, aun deletreadas en la mente, carecen de verdadero sentido ante el vértigo del escenario urbano y apabullante.
No llueve.
Un tipo toca un violín apostado en una curva de los pasadizos subterráneos del metro flanqueado por sendas máquinas expendedoras de cigarrillos y de chocolatinas, en ese mismo punto donde todo es baratija y urgencias. Ni uno solo de los que cruzan malhumorados y con prisas frente a él arroja una moneda al estuche abierto en el suelo. Nadie se detiene ante el músico callejero... que no lo es: se trata de uno de los mejores violinistas del mundo que despliega ante los pasajeros apresurados toda su mejor técnica e inspiración en la ejecución de la melodía del tercer movimiento de la Sonata para violín solo, de Bartok, en una apuesta infantil, y sin duda rigurosa, de sacar la música más sublime de la solemnidad de la sala de conciertos de Carnegie Hall o del Lincoln Center y trasladarla a un contexto canalla para demostrar su inoperancia en un espacio no apropiado. En efecto, nadie parece advertir nada: lo que brota del instrumento es un gemido inútil provocado por la impericia del pedigüeño. Uno más entre decenas de ellos con un cacharro en las manos que pululan por las líneas del metro en busca de unos dólares. Esos tipos y tipas en su agitación transeúnte creen que desafina. Y, ciertamente, lo hace. ¡Para orejas como ésas…!
Es imposible traducir una cosa así. Y la descripción sólo traslada a la escritura sombra más que reflejo.
La clave está… ¡en hallarse en el escenario sagrado! ¡Es el espacio el que otorga las credenciales!
Así como el grueso marco dorado realza la pintura y el pedestal eleva la estatua a lo admirable…
Antitética, la ciudad no depara la oportunidad de un pensamiento conformista, apaciguado por alguna asombrosa revelación, como si eso fuese posible, ni mucho menos el dictamen definitivo que libere de mayores disquisiciones en lo sucesivo. Como obra de arte que se extiende en kilómetros entre las aguas y se eleva cientos de metros por encima del suelo no requiere la confrontación pero tampoco la sumisión. Te aboca a lo contradictorio. A lo inaprensible. Al inventarla, la reduces; al recrearla, la simplificas; al adjetivarla, la traicionas. Si burlas el mito, el gato escuálido que te mira implorante desde el frío anochecer de un callejón sin salida del Midtown es el mismo gato que te mira implorante y hambriento en todas las ciudades que conoces grandes o pequeñas, monumentales o perdidas en alguna de las oscuras provincias del mundo mientras la gélida noche cerca las piedras.
La ciudad funcional parece desmentir su categoría de obra de arte, pero un rótulo luminoso en la Calle 3 o una joven hermosa a tu lado en un paso de peatones en el East Village, los grandes árboles del verano que se alzan en las calles del sur o la fascinante geometría del edificio de Burnham bastan para entrever y aceptar finalmente una poética que se nutre a cada instante de la monumentalidad, la escenografía y lo inesperado.
Esta ciudad, por tanto, es una proposición que rehuye el taimado intento de definirla o acotarla. Es una formulación más que una forma. Es el espacio y es la obra, y una tela de araña invisible enlaza sus diferentes partes pero a la vez impide que el discurso plástico adquiera una significación propia. El entramado que la configura, invisible aunque presentido, es su auténtica esencia, como el concepto que esconde el garabato picassiano o la travesura formal de Duchamp sustancia la apariencia de la obra. Lo que no ves resulta ser lo prominente.

domingo, 9 de diciembre de 2012

HESSE 93


Amanece la luz lechal. Inaugura los monstruos. Abre sus tapas.
Y vuelves a leer sin que otro alimento te haya profanado todavía.
La ciudad vuelve a rugir.
Y amanece en Nueva York.
Los puentes sobre las aguas negras resucitan.
Hace frío. Demasiado frío. Envuelto en una manta escocesa mira a través de la ventana la nieve sucia sobre la calzada y la acera de enfrente. Pero… debe salir: el apartamento es una tumba ahora que alumbra la mañana y la esperanza se desvanece como las gotas de agua entre los cacharros sin fregar en la pila de la cocina con olor a aguas podridas. Nada hay que hacer allí dentro cuando nada hay que decir y el lápiz en la mano parece quemar la piel porque nada hay que escribir.
¿Dónde nos desayunamos?
Bacon&Eggs.
Puro veneno.
“Con el estómago vacío anduve por las calles de la ciudad tropezando con la multitud, yo era pobre y les miraba con desprecio, no les guardaba ningún miramiento. Era mucho más que todos ellos juntos atrapados en sus mezquinas tareas. Yo era Los Grandes Ojos, El Notario Inflexible, El Paseante Vengador.” El hambre le llevaba a la locura. Un Hamsun delirante y romancero con el sombrero sucio, buscando un lápiz con el que escribir y refugiándose entre la muchedumbre: era el tiempo que vagaba por Cristanía… Los crímenes del porvenir: “… el arte americano se explica por el hecho de  que la práctica totalidad de los artistas son mujeres…” Artículos de esa índole le daban de comer caliente, lograba un puñado de öres, acudía a desempeñar el chaleco, tenía la caballerosa y señorial desfachatez de saciar el hambre a pobres más pobres que él entregándoles unas monedas, él, un escritorzuelo al borde el precipicio, un desahuciado que conservaba el pedazo de lápiz mal afilado como el más preciado tesoro (aunque a veces no tuviera ni una cuartilla donde escribir).
Un Orwell sin blanca y en París, un plongeur a punto de llevarse a la boca un pedazo de sucio fieltro y empezar a masticarlo. El principio del hambre es lo más doloroso, luego… te sumes en un estado absolutamente invertebrado, en la idiotez más completa.
Comes hojas de lechuga podridas y pisoteadas, bañadas por el agua sucia y los escupitajos del suelo.
No sería distinto en Londres, donde la mierda se revistiría del protocolo y los gestos adecuados. Aunque durante el día podías sacar unos peniques pintando aceras con tizas de colores y por la noche acabar en alguno de los refugios del Ejército de Salvación junto con otros doscientos apestosos tobies.
Pasas el día sin comer apoyado en una esquina al sol o debajo de una marquesina viendo caer la lluvia fría que repica sobre el empedrado, esquivando a la policía, engañando el estómago fumando hardups hora tras hora y reuniendo algunas monedas como un moocher o, si hay suerte, trabajando durante doce horas de hombre-sandwich.
Ni siquiera tienes la oportunidad de comer en un CPV, como lo hiciera (presuntamente) el señor Thomas Bernhard en la Austria de la postguerra y el tercer hombre.
Uno es un vagabundo porque se mueve siempre de un lado a otro, tratando de conseguir “plaza” en un asilo nocturno, que sólo lo acepta por una noche, así que ha de recorrer la ciudad día tras día hasta encontrar un nuevo refugio donde le admitan.
Ese es el mundo que te espera si te quedas sin dinero.
Ándate listo.
Este vagabundo, aún con el miedo en el cuerpo, ha metido el puñado de billetes de cinco dólares en el fondo más fondo del bolsillo, coge el metro, mira durante todo el trayecto de un lado a otro sin separar los brazos del cuerpo y llega hasta el mismo norte del Bronx, más allá de la frontera.
9:17 a.m.
Como un sabueso merodea entre las tumbas de Woodlawn.
Buenos días, señor Melville.
Buenos días, señor Miles Davies.
Recobra el ánimo.
Cabalga de nuevo sobre la montura del metro (línea roja –de los pieles rojas-).
Vuelve a Manhattan.