sábado, 25 de mayo de 2013

HESSE 112


¿Y ese montón de arena, esas sucias pisadas…?
Muy valioso.
¿…?
De su propio puño y letra.
(Firmado ante notario.)
Un sabueso debería rastrear sus huellas urbanas, el circuito de sus idas y venidas por la gran ciudad.
Aquella ciudad que registraba los pasos y peripecias de la inolvidable Eva Hesse.
¡Y tú, perro sin dueño, y en Nueva York!
¡Qué estampería! ¡Qué colección de cascotes, aceros y cristales sustituían a la estampa católica, sentimental y de atractivos colores pastel! ¡Qué encandilamiento del palurdo allende los mares, del turista o simplemente del reflexivo que se da perfectamente cuenta de donde está! ¡Qué nueva religión de la desmesura material y sin embargo tan inaprensible! Sustituyen las visiones a lo santo.
Del otro lado del río: se yerguen y forman una asimetría de enjundia plástica: cada manchón en su sitio justo, alzado uno tras otro en planos diferentes configuran una línea de muy atractiva composición, un perfil que relleno de tinta negra los huecos que delimita da mucho de sí en la página horizontal de cartoné. El siluetado puede leerse de izquierda a derecha, como la línea de un libro, se dibuja la raya del contorno sobre un cielo azul tan poderoso. Pero sólo mírala y no intentes descifrarla esta línea. Repetí una y mil veces la singladura gratuita que brinda el ferry a Staten Island. Le cogía la Nikon a Jenny. Las fotografías son el recuerdo de algo, pero carecen de la sensación del ojo, de la primera impresión en el cerebro. Ni un maldito olor. La foto: he estado allí. Y esas manchas parecen decirlo todo. Es el skyline de la ciudad complementado con el que divisas desde Brooklyn Heights, al otro lado del puente, su firma exacta (aunque temporal), por así decirlo. ¿Qué hay detrás de todo ello? Rebuscaba en las cajas de Jenny: instantáneas, miradas abstractas, escenas callejeras, rótulos, fachadas, rostros, sombras, edificios…
Y, además, la fotógrafa coleccionaba daguerrotipos de otras épocas, todo aquello que impreso en un papel a través de un ingenio que atrapaba la luz (o la sombra) del pasado permitía atisbar como por el ojo de una cerradura. Ladeado un pequeño montón en un ángulo de su mesa de trabajo, la baraja gráfica mostraba un original de Johnston de 1890 que plasmaba el siniestro Dakota con sus tejados puntiagudos de dos aguas recortándose en el cielo blanco del invierno, descubría un golfillo vendedor de periódicos en la Washington Square de Henry James fotografiado por alguien anónimo, conducía hasta nosotros en un viaje del tiempo de sesenta años al Flatiron surgido de las nieblas, entrevisto tras las ramas deshojadas de enero de 1908...
La intrusa lo mismo asaltaba con buenos modales y una pérfida sonrisa el estudio de Philip Johnson en el Seagram para captar parte de un Midtown troceado con el Queensboro a lo lejos salvando el río que reunía una decena de imágenes de los coches con los maleteros destripados del Bronx o enfocaba un empedrado de Little Italy.

El Negro se mira en el espejo. A sus espaldas se yergue sobre la mesa la máquina de escribir, vetusta, negra y temible como un animal que de un momento a otro fuese a abalanzarse sobre él y morderle en el cuello, traspasar la carne, succionar hasta dejarle sin sangre en las venas, sin la pobre savia del humano. ¡Tantas mentiras escritas, tanta profanación a la inteligencia! Se mira con la imaginación exactamente ahí, nada puede inventar: escribe sobre esa triste y tediosa hondura: los únicos aspectos dramáticos en la existencia de ese tipo que miras mirándote en el maldito azogue consisten en bajar al supermercado de la esquina una vez a la semana, cortarse el pelo cada quince días y hurtarse a la vigilancia de la casera para demorar el pago del alquiler.

Perro sin dueño… ¡y en Nueva York!
Le basta el sol, alguna sobra…

 1945.
No tahúr.
Un francés con ideas plásticas chocantes y la jeta heredada del elenco del Medrano. Viste con estudiada informalidad
-¿Cómo están los ladrones neoyorquinos? –interroga sin amargura nada más bajar del avión (de hélices todavía).
Muestra un catálogo lleno de horrores magníficos: “Lo último de París”, asegura.
Como si fuese el cronista de la moda más chic.
Los tiempos han cambiado.
Un gran silencio rodea a los que contemplan las reproducciones de las lujosas y satinadas páginas de esas obras tan atrasadas ya de los cuarenta.
No hay desdén en las miradas posteriores, sólo ironía.
La fiesta se acabó en París.
“Hemos ganado la guerra; la paz es nuestra.”
El escupitajo de Pollock le da de lleno en el rostro a Picasso y a los vendedores de humo del surrealismo parisino y sus gracias.
Veinticinco años más tarde.
1970.
Hela ahí entre los viejos y decadentes amigos (Picasso, Duchamp, Schwitters, Man Ray, Hesse…), ella, nueva y muerta. A la historia.
Nueva York era la clave desde Hiroshima. Y tú mueres en plena temporada.

Abril de 1970. Ahora ya lo sabes.
En Baxter Street. Quieta y perpleja, aplomada por la enorme decepción, bajo el toldo violeta de una tienda de ropa hippy miras el cielo gris, brillante como la plata, pero lejano, indiferente. Esperas que escampe.
Bajo la lluvia en Chinatown.
Una lluvia lenta e interminable. Puede que alboroce a algunos transeúntes las calles mojadas, la brisa fresca y húmeda proveniente del East River que parece cargada de buenos presagios… La lluvia de primavera que hace reverdecer las primeras hojas de los árboles. No a ella.
A su alrededor, ahora, todo es crueldad.
Todo parece mostrarse extraño a aquélla que va a sucumbir: ya no cuenta.

22 de mayo de 1970.
7 días en el umbral.
Aguarde su turno.
¿Su ticket?
Primera especial: tumor en el cerebro.
Es lo mismo, respete la cola.
Afuera, más allá de las paredes blancas, hierven el aire y las cosas.
Adentro de ti todo es todo oscuridad (no estás viva ni muerta, estás), pero el universo similar… Es todo como lo que ves cuando cierras los ojos, la veladura roja y negra tras los párpados, el silencio negro, una duermevela que se pudre a cada instante interrumpida por la vida que todavía aletea… Convendría explorar ahí.
Hay alaridos, el sonido del interior, como una rebelión ante las formas tan fáciles del exterior de uno mismo, tan compresibles: esto es una silla, esto es un mesa, he ahí la ventana que invita al suicidio, la eterna caída…
El terror de los locos es interior, nace de adentro de sí mismos, y nunca el miedo o la angustia brotan del para ellos “inofensivo” mundo exterior, que es sólo placer sin límites del cuerpo, sinuosos entretenimientos, la atracción del circo… o el público congregado de ese circo.
Tu obra nacía de adentro, de muy adentro. ¿Estabas loca? ¿Qué escudriñabas en ese fondo viscoso, oscuro, movedizo de tus entrañas?
Se siente el cuerpo pero… Tierra. Agua. Aire. Fuego. Era así de  simple (4 es un número muy feo). Los espejismos de todo lo demás… Hechuras de La Gran Alquimista. Mamá azul. El terror (sí) es blanco. Amarillos los huesos. La rojez maloliente de la carne, la mórbida transparencia de la piel. El aura todavía desdeñable del genio.
La mente a la suya.
El cuerpo tendido.
Nada se pudrirá hasta su hora, hasta el apagado final.
¿Cuántas palabras puede hacer rebotar un cerebro sano en la pared craneal en un día?
200 palabras por minuto.
12.000 por hora.
290.000 por día.
Mil páginas así, de incesante barbarie pensativa. Siete días seguidos… Siete mil, ocho mil, diez mil páginas de escritura apretada, sin puntuación, un libre discurrir, un monólogo interior, una corriente...
¿Es un coma una imaginación incesante? ¿O un sueño sin pesadillas, sin pensamiento, sin conciencia?
Todavía hierve la papilla del cerebro: cuece su enciclopedia donde el orden alfabético ha devenido maraña colosal.
Ahora la ocurrencia es el cuerpo, su torrente de sangre, linfa y flujos que todavía engrasan la maquinaria desbaratada, ajeno a todo estímulo de los vivos y sus mendacidades.
Así que 290.000 palabras. Tal vez con cierto orden (in-visible). Eso es. Ahora ya lo sabes.
¿Cuántas palabras vomita un cerebro sano…?
Esas. Las mismas que un cerebro enfermo pero vivo. La masa viscosa que agrieta el cráneo supura algo parecido al pensamiento, al delirio, a la alucinación, a la pesadilla… ¿a qué?
290.000 palabras. Y a éstas, ¿qué sintaxis las gobierna?
Ajá. Es fácil la respuesta. ¿No era desquiciado tu arte? ¿No lo es aún en el siglo XXI?
¡Menuda componenda de trastos tu obra!
290.000 palabras diarias. Un  bonito libro al día. Una fea novela.
Un arte indescriptible.
Una especie de fluido nada memorable, goteras del cerebro hasta que… se queda vacío.
Qué loca, la artista. Y sin necesidad de plástica alguna, sus ferias y truculencias.
Una locura magistral: DE LA QUE SE PUEDE EXTRAER ENSEÑANZA NO BALADÍ.
Si no puedes descifrar un gen, aunque ya sepas deletrear sus letras químicas (¡bonito vocabulario!), ¿cómo pretendes descifrar la galaxia de mis intuiciones, mis enredos emocionales? Deberías saber que en una sola de mis obras concurren 10.000 conexiones por segundo durante el proceso de su concepción.
Expulsada del útero materno: el éxodo, el exilio… La diáspora que te aleja más y más de ti misma, te hace extraña, provisional, infinita e inútil.
Expulsada de todo… ¿Sería la obra toda la mentira de sus sueños, esa ilusión que engaña sólo porque es posible imaginarla?
Al olvido, te destierra el arte.
Como ahora, que el cerebro te desaloja.
Una pausa antes de la nada: duermes la muerte, ya nunca volverás al mundo de los vivos, y de él poco recibes ya, la pulsión de un brillo minúsculo, como la estrella en el borde de la galaxia: el mundo externo ya es sólo tu latido, la charca de la sangre que aún se estanca en tus venas, la tibieza de la conciencia en la piel (o quizá envolviendo los huesos).
¿Qué clase de sueño es el tuyo?
Blanco.
El sueño y la vigilia ya son lo mismo: permanece inmóvil, erguida bajo el cielo blanco en el pedregal judío, la tierra israelita origen del bien y del mal donde las zarzas y el matorral parecen humear afixiados por el calor, y podía oír perfectamente el crujido de las piedras ardientes, el crepitar de la tierra bajo la llama del sol del mediodía. Estira los brazos en cruz, echa para atrás la cabeza con los ojos cerrados, ser toda ella letal, como el venablo de fuego que abate los espejismos, que abre los ojos a la vida real, no figurada, ni sometida al engaño, a las apariencias esenciales, a la soledad amarilla y absoluta del desierto, desgarra la sábana santa: más allá, más allá la verdadera vida…
Y quede atrás la tontería ancestral.
Lo que veo es terrible: ¡es!
¿Y no podría dormir mil años?
Apaciguado el cerebro…
¿Qué agonía es ésta?
¡Siete días con sus noches invisibles!
Y todo… ¡para morir!
No sumas años: es la eternidad jirón a jirón la que se desprende de ti, te despoja de años y días, descama tu piel, amojama tu carne, monda tu esqueleto y al final te lo roba todo.
Hasta ella llegan los sonidos del mundo, la canción o la queja, el grito y la risa, el aullido y el susurro del amor.
Ante ella se extiende la ciudad fabulosa al pie de la montaña, meridiano de toda aspiración, sus luces y magnificiencias, su inmenso ajetreo e inmensas riquezas, sus laberintos de fortuna y sus paraísos al alcance de la mano, la prosperidad de sus casas, la grande combinación de sus placeres, las dádivas, los sueños, la ambición, los ocios innúmeros, los mil y un inventos, el linaje y la perpetuación de la memoria, todo por lo que es preferible luchar (incluso la renuncia, la paz, la sabiduría) se halla en las entretelas del inmenso decorado, pelea con denuedo y abrirás el agujero donde se oculta el tesoro, haz que brille al sol…
Tu vida es un instante entre celebraciones y miserias.
Lo que hoy es un imperio mañana…
Ciudad de ruinas, del mármol envilecido de sus halls, de su tierra negra, de su aire viciado y silencioso, de sus idas a ninguna parte, ciudad muerta y poco a poco invadida por la cizaña del tiempo, abierta de grietas oscuras y despobladas, agujeros mortecinos donde la vegetación alarga sus cada vez más crecidos y verdes brazos atenazando paredes y muros, columnas, estatuas y pináculos, sombreando las rectilíneas cordilleras de las calles con su verdor maligno y depredador, ciudad de rascacielos vacíos, cafeterías desiertas, librerías sin libros y estaciones adonde no llega tren alguno, parques agostados, árboles vencidos al suelo, ciudad de tristes e interminables avenidas en una penumbra perpetua donde la alimaña empieza a encontrar acomodo, se oyen gritos desconocidos en la ciudad perdida, quejidos, animales degollados entre las grandes piedras, la invaden millones de ratas, la rodea una jungla de mosquitos, ya la cerca la selva del abandono y el ruido de la bestia…
Obra de una duermevela rocosa, de edades minerales. No hay dolor, pero tampoco esperanza…
Sólo el acecho de la Parca.
¿Expresa eso ahora tu trabajo?
Fibra de vidrio. Resinas. Polietileno, alambre de aluminio: ¿aquel espejo ha creado esta imagen…?
Tori:
El agua podrida que se estanca en los jarrones y los búcaros cuando las bellas flores se doblan ajadas y marchitas, derrotada la pujancia de los tallos, apagados los colores y desvanecidos los aromas efímeros.
Ese ornamento oloroso a los dioses invisibles, salvados por su silencio magnífico… ¡que gobiernan a pesar de todo y toda superchería en el seno de una bruma inpenetrable a la razón!
Me es difícil pensar.
El arte es un idea…
¿No la pudre el tiempo? ¿Se salva en el tiempo?
Blanco y verde…

¿Eres tú?
“Si no pensara… todo sería el azar”, escribió  ella el mismo mes de su muerte.
Ella.
Tardé en comprender.
Pero nadie desea… ¡el destino sin más, ajeno a los sueños, a la equivocación!
Si no juez, al menos parte.
Y… duerme (sin sueños), sacrílego.
Un cielo limpio (inocente) y azul (el resplandor también inocente, sombra delirante de la tierra en la negra noche del cosmos).
29 de mayo de 1970.
Hasta el sueño se desvaneció. No voló de la celda del cuerpo. Murió con ella.

viernes, 10 de mayo de 2013

HESSE 111


Sigo sin entender nada.
¿Quién entiende La Creación?
La mística, la mítica, la científica…
Pero…
He ahí la respuesta y el sentido a toda mi obra.

La fuga del tiempo hacia el misterio, su entidad deslizante presentida, sólo se imprime en los cuerpos, en la piel, en las miradas viejas, en la corteza de lo vivo, y allí se hace visible, se torna de incuestionable existencia (oscura, silenciosa, metódica, inapelable).
Right After era un intento de rebelión ante lo sagrado, lo funesto, acaso contra una culpa incomprensible, la rabia hacia todo lo condenado de antemano.

Es un error el pensar en los nuevos conceptos tecnológicos del futuro y tener la creencia que han de ser una prolongación o una derivación reconocible de las formas y apariencias antiguas o de las actuales. No nos sorprende saber que esas novedades prodigiosas han de llegar, y lo acatamos crédulamente; lo que nos resulta difícil concebir, e incluso aceptar, es la imagen que revistirán cuando lleguen a nosotros; en otras palabras, su aspecto real, inimaginable antes de su aparición.
¿Podría aplicar esta idea al justificar en mi obra la plástica que depara su concepción?

Se vive entre las cosas del pasado: del futuro no hay absolutamente nada.

“Eres triste”, le dijo una amiga, o el psiquiatra, tal vez su padre años antes de morir él mismo como un judío triste. Pensó que, en efecto, lo era. Pero lo realmente estremecedor es que nunca tuvo un sentimiento de culpa que la atenazara en la inmovilidad sabiendo perfectamente como sabía que era culpable… Su muerte injusta certificaba tamaña contradicción. Además, no paraba de hacer cosas. Un falso perpetum mobile.

La enfermedad, si tienes miedo, es el abismo que silencioso se halla bajo tus pies: al asomarte a él te conviertes en un desahuciado que más tarde o más temprano será abatido por mucho que te resistas; si eres valiente, puedes tratar a la enfermedad como a una desconocida con la que no deseas relación alguna. Pero la enfermedad también puede inocular un presente inacabable y doloroso en el que has renunciado a todo. Una apatía angustiosamente lenta de la mañana a la noche. En tal caso, lo terminal, la caída al vacío, es lo preferible; y cuanto antes, mejor.
Ahora puedo entenderlo todo, madre.

Una casa en llamas donde lo arcádico de un recuerdo posterior sea capaz de salvaguardar lo más noble de la infancia se ha resuelto finalmente fulminándose a su vez en el grito de la mujer que cae, y cae.

Claro que todo el mundo piensa en la muerte. Y posiblemente, todos los días. Pero una cosa muy diferente es saber que ya andas de su mano, a su paso… ¡Todo parece ir hacia atrás mientras una voz en tu interior te conmina a devolver lo que te fue dado!

Y ahora, vacía la jaula, la escultura toma forma, se apropia del espacio.
La niña salió de la jaulita.

Sueña: olores.

“Cuando las cosas olían, olía el aire, y el fuego, la madera y la piedra, olía hasta la luz.”
Despierta de nuevo (¡otra maldita vez!): Acabas entre olores químicos, desconocidos en la naturaleza, el sabor a agua metálica en la lengua, la quemazón en la garganta, el asco de la supervivencia hirviendo en la sangre en su incansable itinerario.

Escribió: “Hasta cierto punto, puedo confiar en mi mismo.”
¿Quién era él?
Nunca lo supo.
Ella copió (Hasta cierto punto, puedo confiar en mi misma) la frase de él -un tipo al que nunca conocería- en el 69, escrita en la esquina de una página rota con unos garabatos en la parte superior de la agenda atrasada del 68, correspondiente al mes de septiembre, el día 19, jueves, creo.

“De acuerdo, has elegido el arte, y creo que no para comunicarte con los demás. Una forma de vivir exclusivamente para tus ojos. Sin embargo, se diría que tuviste el deseo de buscar y encontrar ese medio fenomenal de falsear la realidad confundiendo a los otros, a los testigos. Eso ya constituía un mensaje: los convocaba a pesar de todo. Ahora bien, ¿por qué no hiciste de ese arte endiablado algo más próximo al verdadero discurso de los idiotas, una especie de lingua franca de fácil interpretación? ¿Sólo por no comunicarte con tus semejantes? ¿Por qué no creías que fuesen precisamente tus semejantes? ¿Por qué te considerabas superior? ¿Qué significa ser superior en el mismo instante que el médico te confirma sin alzar la mirada del maldito papel que te condena que, “efectivamente, tiene usted un tumor en el cerebro”? ¿Tan cómoda te sentías en el noser?
Quizá fuera un desafío: mira de qué manera construyo mi genialidad… Empápate de mis desafueros.”

Bajo el chorro de luz de los focos (de 100 vatios)… ¡cómo se oculta el color y el disfraz iluminado del clown o del augusto y la mirada vacía, el alma triste!
Bajo el espeso maquillaje la mueca del payaso que parece una sonrisa es un lanzazo de desprecio… Un tipo burlón para quien la vida ni siquiera es divertida.
Bajo el tono melifluo del desesperado se halla el profundo rencor hacia la vida.
“Pasable”, dijo.
Ni mucho mejor ni mucho peor que los que andan sobre la cuerda floja, trampeando.
Lo cierto es que todos somos “el que recibe la bofetada… final.” Bajo los cielos ni siquiera hostiles o portentosos: indiferentes.

Respeta mi locura, pues yo consiento la tuya: eran dos artistas en celo peleándose como los gatos de Kilkenny: no darán jamás su brazo a torcer en su mundo sin referencias, donde el juicio es el gusto y la arbitrariedad la ley.

Sí, el arte: “Veo tus sueños mientras duermes, flotan en el aire, se plasman en mi retina…”
De repente, despierta. Ella era la artista y la durmiente.

Enferma. Sí. A media tarde. Y una luz otoñal amarilla. Densa, acariciante… Pacífica. ¿Dónde irán a parar todas estas imágenes, todo el magnífico y millonario repertorio de imágenes que han colmado mis ojos?
¡Qué inmenso almacén de ellas!
Quemad el cerebro… y vuelan, escapan.

Se hace de piedra. (Igual se desmoronan.)
Louis Kahn tiene un lápiz amarillo del 2 en la mano de dedos gordonzuelos, es un lápiz minúsculo, y una gran hoja de papel se extiende impoluta sobre la superficie inclinada de la mesa, la luz magnífica entra por la ventana abierta a su izquierda, el sol baña el perfil del hombre pensativo y derrama un triángulo luminoso sobre la mesa: traza la punta de grafito unas líneas, se diría que se elevan a lo alto, más allá del borde de la página…  El hombre comienza a dibujarse a sí mismo (imponente, dios, creador).

La setencia en la mano, brilla el sol en el cielo blanco, y es un día sin esplendor, de unos colores y unos ruidos dolorosamente ajenos, como si todo en este mundo fuese ya el decorado extraño y aberrante de otro planeta.
Pero no… ¿Adónde sino al delirio te han llevado tales escrituras, esa biblia o buena nueva de perdición?
¿Quién en nuestros días escribe evangelios?
No hay una casa a la orilla del mar, sí, el cuerpo era un artefacto diabólico, un aparato criminal capaz de las mayores violencias contra el espíritu, sí, todo naufraga ante la fría y verdosa mirada del buitre erguido sobre la mesilla de noche, nada nace del sufrimiento, no engendra el dolor ningún ser noble y altivo capaz de variar el futuro, doblegarlo al  menos (hola, dolor),  mi casita gris en el oeste, tú escribías a mano, inclinada la cabeza sobre la tosca superficie de la mesa de madera, afuera de la casa, bajo la copa de los árboles donde centellean los rayos del sol entre las hojas, cerca del mar, donde las garzas se posarían majestuosas sobre las rocas, y las golondrinas revolotearían arriba y abajo de los aleros, ella pasaría a máquina tus manuscritos, compraríais la comida a los pescadores o a la gente del bosque en la parte de atrás de la casa, tú partirías la leña y sacarías el agua cristalina y fresca del pozo, y ella cocinaría, y limpiaría la casa… y ambos trabajaríais en este libro, entre el verde bosque y el mar azul,
No el arte, no…
Antaño bastaba la provocación, lo imprevisible sobre todo, para escandalizar a un espectador burgués que admiraba lo canónico de sus creencias en el arte más próximo a la figuración del mundo e inclusive en aquél que lo deformaba sutilmente aunque terminaba representándolo bien mediante brochazos furiosos o en mínimas y graciosas entelequias; el hastío hodierno, que ahora sin embargo sí repudia el mero reflejo de la realidad, sus apariencias trasnochadas, también le da la espalda a ese revés del mundo que es el arte más valioso de nuestros días, el arte Hesse, la verdadera transgresión: “Puedes disfrazar el mundo, pero no puedes robármelo… dejarme sin nada en las manos, cortar mi lengua, sellar mis labios, sepultar mis palabras en el estupor… Eso si que no podré aceptarlo nunca”, resuelve definitivamente el destinatario de la apostasía, y ajusta su corbata y limpia la lente de sus gafas, y asegura la billetera en el bolsillo interior de la chaqueta y se da media vuelta.
Hesse:
Pero yo estoy en el otro lado, detrás de lo que ves a tu alrededor todos los días, siempre, y tales cosas son las que te muestro.

Se acabaron las singladuras al País de las Maravillas o al País de Nunca Jamás. La Hispaniola ha naufragado. Con viento desatado en las velas, un viento loco que aparece y desaparece por las cuatro esquinas, irrumpe burlón a sotavento, cambia a barlovento, empuja desde proa, marea el foque, viene de través, quien sabe el rumbo, sus torpezas perversas: malo es el destino a bordo de los navíos siniestros donde la muerte y lo oscuro alzan sus negros gallardetes, llámese el Pequod, el Indómito o el Nautilus, el Filoctetes o esa vieja lata de bizcochos Hunley&Palmer que mal que bien navega río arriba en busca del horror… el horror.

viernes, 3 de mayo de 2013

HESSE 110


La idea de la muerte la ha tenido siempre presente, lo que no la ha tenido nunca es tan cerca. Pegajosa, adherida a su pensamiento en todo instante, disuelve la realidad exterior en una bruma amarilla de irrealidad pero paradójicamente también la dota de sentido, de interés, aunque finalmente la anegue de hostilidad y de un resentimiento inevitable, pues comprende que ella no es necesaria en la comedia de la vida.

June L… La amiga de alma, eterna, (de los 10 a los 18 años): adicta primero a las Tootsie Roll y en la época Klee-Senecio a ejecutar dibujos herméticos, desnudarse a las primeras de cambio, andar descalza y fumar sin cesar cigarrillos mentolados. Tenía una cara atractiva de madona renacentista pálida y enfermiza pero de pícara mirada y una inteligencia crítica casi ofensiva, y el cabello limpio y maravilloso. Hubo un mal matrimonio después, un divorcio sangriento… En esta mañana fría y desapacible, se cruzan fugazmente en el paso de peatones de la Séptima con la calle 18. Ambas desvían la vista en un parpadeo súbito y desaparecen como si tal cosa en la ciudad de los ocho millones de habitantes. Nunca más volverían a encontrarse. Ya nunca existirían una para la otra salvo el nombre lejano grabado en la brumosa, caprichosa, evanescente y descascarillada piel de la memoria.
“¿Por qué habré hecho una cosa así?”, se preguntan ambas esa noche cada una en su cama, con la vista clavada en el cielo raso envuelto en oscuridades, chapoteando la mente en la ciénaga del pasado colegial. (Jamás en tu vida de adulto, acierta a decir el señor Stephen King, tendrás los amigos que tenías a los 12 años.)
Respecto a Z.: en los sesenta ya debía haber calzado zapatos bañados en oro puro, vivir en cruceros de fortuna, desplegar la sonrisa feliz en la fiesta constante de la opulencia y el lujo. Sin embargo, en el party de T… aparece, aunque joven y bella, como resucitada de una película de serie B: del brazo de un hortera que no elige bien sus corbatas, mal peinada, embutida en un traje de color violeta demasiado ceñido y ataviada con joyas de brillante falsedad. (Y la sonrisa asimétrica y estúpida de tres gin-tonic engullidos con el estómago vacío.)
¿Y tu marido?
Visto a un kilómetro de distancia parece un buen tipo. (Quería decir inofensivo.)
Pensamientos tales: “El mal y el bien desconocidos pero que más tarde o más temprano han de sobrevenirte, son igual de interesantes, algo nuevo en definitiva. Sólo los efectos de uno y otro los diferencia más allá de la expectación inicial.”
¿Y si me alimentara siempre de sopa de langosta y pescado asado?, se dice a la vez que intenta arrancarse el cáncer del cuerpo y echárselo a los perros.
Chocolate los sábados.
Abstinencia los domingos.

La pequeña, allá en Alemania. Una minúscula crisálida… Una degenerada crecía invisible, en silencio. Una proscrita que en su seno infantil ya llevaba el entartung. La adolescente, ya en América, se nutría a partes iguales de romanticismo y cabezonería, acaparaba el material sacrílego de después (neurosis, fobias, obsesiones, histerias, angustias, miedos…) No podía acabar de otra manera: una artista enfermiza de cabeza al entarteten kunst: dos veces culpable, judía y artista, ¡dos veces al fuego!, brama con su bocaza hedionda el nazi del 37 sepultado más tarde por la derrota justiciera del 45, enterrado en la mierda y el barro de un Berlín en ruinas con todo su correaje y su ideología criminal, con el morro abierto, los ojos reventados y los brazos descoyuntados en cruz.

La noche gritona y sucia, de colores y ruidos descabellados, no lejos ya del amanecer, cuando todo huele a gastado y podrido, pero cuando todo relumbra aún bajo las luces eléctricas: deja pasar junto a él sin llamar su atención, acobardado, el yellowcab: velocidad lenta, casi depredadora, las manos de largos y finos dedos sobre el volante negro, el rostro pálido y enjuto del cabby, la mirada congelada hacia delante, un Travis Wickle en estado larvario a cuestas con su atroz insomnio, sedimentando en su paranoica galopada a la nada el odio global a través del asco diario.

Paseos ya a ninguna parte: la niebla gris, de sucio olor, apenas deja entrever el puente de Brooklyn, oculta ambos extremos sumidos en la nada, casi invisible la sólida ojiva colgada en el vacío.

Un bar escondido. Un bar con todas las de la ley: techo bajo cruzado de vigas negras, tarima gastada en el suelo, barra de madera pulida, lámparas de metal en las paredes, luz cálida de amarillos y ocres acogedores, oscuras mesas de pino, asientos cómodos tapizados de cuero verde, silencio, anonimato absoluto. Olvido.
-¿Qué le sirvo, amigo?
Nada de un gimlet con vodka.
-El mejor licor, el más lento y benéfico-, dice.
Liba el bendito elixir dorado y antiguo, lo paladea lentamente, con sosegada fruición, en paz, sin esperar nada, sin esperar a nadie. Acaricia la garganta un pálido fuego, y tras los párpados cerrados un fulgor de dicha se extiende brevemente y se torna rojo puro, se imprime en el fondo del ojo.
Los días ya no se llaman. Las horas ya no se cuentan.
Vamos por la segunda copa. Escancia, cobarde.
(Afuera, a un millón de millas, la calle y su tejemaneje, sus increíbles pasatiempos.)

1968.
Ha pecado. Muchas veces ha pecado. Penitencia: a partir de ahora sólo leerá autores de la Jewish Fiction.
Se detiene frente el escaparate, el otoño avanza, hace un magnífico día de cielo azul, claro y luminoso, el aire es fresco y limpio, de olores marinos, ella es la chica más guapa de Nueva York, siente la piel viva y fragante, el cuerpo sano y joven, pronto será la artista del millón de dólares: un abrigo de un largo que no llega a las rodillas (¡qué traviesa!), con forma de trapecio de estampado alegre, atrevido… Moderno. Lo compra. Una obra de arte: dos acuarelas y algunos dólares que escondía en casa entre la ropa interior. Herzog tendrá que esperar.