jueves, 24 de octubre de 2013

HESSE 123

Busca una retórica. Busca una estética.
Acude al MOMA: pero sólo en la tienda mira con ojos escrutadores en torno a sí: compra una camiseta con nominal serigrafía en la parte delantera.
Sale a la calle con la bolsa de papel después de haber pagado sin la menor intención de echar un vistazo a las salas donde poder deambular frente a unos cuadros de los que nadie te prohibió jamás que no fueras sacrílego y desdeñoso si así te placiera. (Pero también respetuoso.)
Cuando sea un espíritu incorpóreo, de silenciosas trastadas, mis paseos por las salas de los museos serán interminables, como la vida interminable de los seres que los habitan, seres dobles y que dan mucho juego a la divagación: los que los pintaron cuando fueron reales (y no incorpóreos como, al igual que yo, son ahora) y los que se hallan encerrados en los cuadros, pobres diablos que nunca traspasarán el muro de la incorporeidad, condenados a una visibilidad perenne de la que nunca podrán escabullirse.
“Tengo que volver a Brooklyn”, se decía. “Tengo que hacerlo antes de que sea demasiado tarde.” Allí había dejado a su primer novio, un dibujante de comics que vivía en la calle 5 con la Quinta Avenida, en Park Slope, un chico judío de origen alemán, como ella, que contaba historias tristes mediante una narración gráfica que apenas intercalaba tres o cuatro bocadillos por página: relataba con las imágenes porque estaba convencido que todas las palabras son innecesarias si organizas lo visual de forma que el lector (en esta ocasión, casi espectador) se vea obligado él mismo a agregar los diálogos a las viñetas. Sus historias siempre eran de finales desdichados, repletas de personajes mudos y confusos que brujuleaban de una página a otra sin saber exactamente adónde ir y siempre víctimas de unas peripecias de las que nunca salían con bien pero tampoco con daños irremediables. En suma, unas historias de lo cotidiano en las que no pasaba nada que no fuera lo habitual en un ser humano corriente: los dibujados vivían, trabajaban y morían en una megaciudad donde la crueldad se revestía con la apariencia de lo normal. Bien. Aunque quizás abusara un poco del escenario plural de una atmósfera gris y oscura encajada entre rascacielos.
 “¿Qué habrá sido de él?, se preguntó divertida. Hablaba con ese acento brooklynese que convertía el idioma inglés en lo más parecido al Esperanto del siglo XXI. “Hace mil años le presté un par de libros (entre ellos el Carpe Diem, de Bellow) que nunca me devolvió. Esa sería una perfecta coartada para andar tras su pista…” Y una mañana de lluvia suave, templada, al final de la primavera, coge el metro en la calle Grand y aterriza en la Séptima Avenida. Pero después de andar un buen rato por calles flanqueadas de árboles y seculares casas de dos y tres plantas de ladrillo rojo, ensoñadora bajo un paraguas azul ultramar, permitiendo que los recuerdos del pasado enmarañaran aún más el presente, sin decidirse realmente a nada (ni siquiera intentó acercarse a la calle 5), terminó dando vueltas por las colinas arboladas de Prospect Park y emocionándose viendo rodar el tiovivo de mil colores bajo la luz gris y la leve llovizna acogedora… Respecto a su antiguo amor apenas salida de la adolescencia, quién sabe, quizás sobreviviera con las ilusiones de antaño encerrado en El Hotel Existencia de mister Auster, en compañía de mister Harry Dunkel (a) Harry Brightman, incapaz de haberse creado su propio Hotel Existencia (al contrario que ella, que es capaz de apropiarse de todas las buenas ideas en un santiamén) y leyendo por prescripción facultativa del doctor S. La conciencia de Zeno, un magnífico estudio de las posibilidades de cualquier lenguaje y sus limitaciones para penetrar en la realidad de las cosas y comenzar a volar más allá de la mera definición. 
El arte no es secreto. Tal vez la técnica…
8-11-69: se llama así este día, este minúsculo fragmento de tiempo. Llama a la puerta. No abro. Sé que estás ahí. Ni un solo ruido, ni respirar siquiera, no estoy en ninguna parte. Insiste. Incluso puede abrir la puerta. Y qué, no me verá, ya me he desvanecido en el silencio.
Noviembre me hace la gracia de su eternidad:
Un domingo oscuro y silencioso sin lluvia, de mediados de noviembre de ese mismo 1969, supo con seguridad que moriría antes de un año, que el diablo que se agazapaba en su interior tenía siete vidas y ella sólo una. Se acercó al baño y se plantó frente el espejo: se sorprendió a sí misma en la luz submarina sonriéndose no de felicidad pero sí con complaciente beatitud.
¿Y después qué?
Cualquier Higginson que acabe aseando los desperfectos:
-¿Quién eres? ¿Qué pretendes?
-Soy El Glosador. Ni siquiera tocaré con mis manos nada tuyo, ningún objeto, ni el más mínimo residuo. Mi cometido es esencialmente taxonómico, una simple dilucidación de la vastedad connotativa del material con el que trabajabas. Pero es posible que hasta acabe alumbrando un nuevo lenguaje adyacente a tu obra… Y, después de todo, mister Higginson no lo hizo tan mal al parecer.
-Quién sabe…
-Sí… quién sabe.
Su escritura es documental, digamos.
Creí que era literaria.
Entonces me interesaría todavía menos.
Entonces, ¿qué?
No hay entonces.
Verano del 69. Después de haber mangoneado por segunda vez en su cerebro. Nada más despertar se dio cuenta aún en la noche que respiraba aire caliente. El lecho temblaba. Cerró los ojos: se sentía como mecida por aguas pegajosas y tibias. Permaneció tendida durante horas sin abrir los ojos, despierta. Al mediodía la temperatura sobrepasaba ampliamente los treinta grados. El calor húmedo y asfixiante había calcinado cualquier resquicio de esperanza. No podía huir ni al pasado ni al futuro. Tras los párpados se hallaba el rojo más vivo. Era materia inerte en el vórtice de un incendio invisible, un pedazo de algo candente, algo indefinible. Creyó que la piel de su cuerpo hervía y que empezaba a derretirse. A primeras horas de la tarde el tiempo se detuvo por fin.
Ahora era una muerta en vida.
Ningún dios sabe hablar.
También El Artista debe callar.
Otra madrugada, la oscuridad le tocaba. Percibía sobre la carne desnuda el contacto tibio y leve, envolvente. Esa extravagancia le asustó de tal forma que canceló todos sus compromisos y se encerró en el estudio mientras llegaba la noche, pero temía tanto a ésta que se negó a apagar la luz eléctrica hasta el gris amanecer del día siguiente. Nunca volvió a experimentar un fenómeno similar en el tiempo que aún le quedaba por vivir, de manera que al final comprendió la naturaleza del visitante incorpóreo que posaba sobre ella su aura como anticipo de las misteriosas sensaciones que le aguardaban y que negadas estaban a todos los vivos.
Y otra tarde del verano de 1954, en la estación del metro de Times Square, agachada mientras recogía una de las fichas caída en el suelo, alguien le palmeó en las nalgas. Se levantó electrizada para descubrir al osado, pero la indignación que sentía le encegazaba de tal modo que no vio en absoluto a nadie a su alrededor, y era la infernal hora punta, cuando miles de pasajeros se entremezclan entre ellos yendo de un lado a otro, tropezando unos con otros, sólo atentos a sus destinos particulares, tan comunes por otra parte: en torno a ella sólo había vacío, nadie, un espacio silencioso y desierto nada más que invadido por la luz amarilla, gastada, y el aire que respiraba, quizás más espeso que el de hacía unos segundos. Aturdida, buscó el refugio de la pared. Tardó varios minutos en reponerse, con los ojos cerrados, presa de gran agitación y totalmente desconcertada. Cuando finalmente volvió a abrir los párpados la visión se había normalizado por completo. Frente a ella, que permanecía apoyada en la pared y aún con miedo de ponerse a andar, la marea de gente iba de aquí para allá indiferente a sus temores y perplejidades, despreocupados de esa jovencita anónima (y hasta invisible) cuyo mareo debía achacarse a su desarreglo mensual.

Versión número 29 de Cuadrado Negro.
Lo veo.
¿Qué tal Blanco sobre Blanco?
Más acertado.
Creer en la utopía es aceptar tu ineficacia en el presente.
Creer en la utopía es dejar las cosas para más adelante.
Creer en la utopía es el precio que pagas por tu pobreza de ahora.
Creer en la utopía es creer en un gemelo futuro inexistente.
Creer en la utopía es un cheque en blanco a tu acreedor.
Creer en la utopía es entregarte a tus enemigos (y tenlo por seguro, tienes muchos).
Manos a la obra: ella no cree que trabajar cansa.
Ella no cree:
Ora et labora.
Los hechos:
¿Cuándo aprendió a dibujar?
Mire usted… Tenía yo, a la sazón…
Allan Stone: dibujos:
la estructura de lo que vendrá más tarde, el desnudo armazón donde asentar las ideas.
¿Y éso?
En el Parque de Atracciones éso significa un bono de diez viajes en El Tren de la Bruja.
La Aprendiza querría saber más, comprender mejor, construir la pesadilla o el sueño.
Enhebra bien el discurso, es la tipografía lo que enrarece todo.
Conocer el mundo y sus misterios no han de valerte para una perfecta comunión con la vida: tal experiencia no exige la comprensión de la naturaleza así como al instinto le repugna el freno de la erudición.
Signos, caracteres, círculos, líneas… Ese vocabulario sin orden ni concierto es suficiente para entregarse a la tarea ímproba de expresar lo inexpresable.
¿Conoces los secretos de la naturaleza? Su materia invisible organiza lo visible.
Demasiado fatigaste el cerebro.
¿Qué conjuros pronuncias para que se desprendan de tinieblas todos los conocimientos?
Pero es muda: trabaja con las manos.
Pomposo lenguaje, pero pomposa y engalanada es la muerte pero aún menos pomposa que algunas vidas… inútiles.
Muéstralas.
¿El qué?
Las cosas de tus manos.
¿Cómo?
Con tu aprecio por lo ininteligible.
Nigromante, ¿para qué quieres adivinar el futuro? ¿Pues no sabías que el futuro siempre es el final?
¿A qué muertos invocas?
A mis ascendientes, a los suicidas, a los olvidados, a los exilados, a los desheredados, a los despreciados, a los anónimos…
Qé fáusticos entretenimientos: todo lo tuyo ha de desvanecerse en el aire al igual que el humo, disolverse como el polvo y confudirse en los suelos.
Con quien has pactado (contigo misma, en verdad, pues no sé de ninguna otra fuerza) te ha conducido a la confusión: ¿qué crees que legas después de tu muerte sino unos trastos que hieden a laboratorio pueril? Me dirás que todo es confusión, pues el dios que crea el mundo crea al diablo, pero todo eso son paparruchas. La preocupación real del hombre es su propia condición llena de secretos y que no entiende. Esa reflexión ronda una y otra vez su mente, y en cuanto el arte, donde tú te has metido tan graciosamente, cesa de representar los escenarios que le circundan no le queda más remedio que indagar en lo indecible, en lo invisible. Ni hay dios ni hay mundo ni hay diablo. Una vez hayas sucumbido nada fue antes y nada es después. Lo hermético no es lo exterior donde tropiezan tus ojos; son tus cavilaciones las que te enredan y los despojos de tu fracaso la obra que tienes la desfachatez de exhibir a nuestra mirada.
 Escribe Yahvé del derecho y del revés, maga, y no conseguirás nada:
Mira al menos en tu interior: abrirás la puerta a un océano de imaginaciones, y a ninguna de ellas la refrena la discreción. Tus dos opciones se limitan al exceso, que son los despropósitos y la ropavejería con que ofendes nuestro entendimiento, o a la renuncia, que es el silencio y tu propia obra de arte que eres tú misma. Nada tengo que venderte, la ciega naturaleza está a punto de robártelo todo: no eres Margarita, temerosa de su tosquedad; pero tampoco la inconsciente y bella Helena que engarza floridos discursos en tierras alemanas.
-¿Acaso no serás tú Mefistófeles?
-Yo, querida, tampoco tengo donde caerme muerto.

El Viejo Bromista en Los Cielos observa a sus criaturas, las expone a la vicisitud, a la maldición y al humano engaño y mantiene los labios sellados. Luego, ya interpelará a El Diablo, que irrumpe ante Él chorreando sangre por los ojos, fatigado de maldad:
-¿De dónde vienes que no sabía nada de ti?
-De bajar a la Tierra y darme una vuelta por ella.

lunes, 14 de octubre de 2013

HESSE 122

“Yo he visto ansiedad”, dijo el hombre ciego. “Yo he visto mi terror gritando en su cara”, dijo la mujer muda. “Yo he visto la voz de Dios”, dijo el hombre sordo.
La familia Picasso algo maltrecha, de irregular continente: papá, mamá, helen, yo: una barata reproducción en papel de periódico.
A tu alrededor no hay nada perfecto porque no existe la forma perfecta: practica el desorden, ni siquiera el curso de la sangre obedece a la ley estética: fluye su plasma por vericuetos de arbitraria anatomía y chocante hidrografía.
Lo simétrico en ti… una cuestión de equilibrio, pura dinámica que en el fondo ignora las bondades de la plástica.
Domingo. Maldito domingo. 2 de julio de 1961: un calor asfixiante no impide que abra las páginas de sus libros de escueta sintaxis  palabras certeras, al mílimetro, las justas: al grano, muchacho, decía cada una de sus líneas.
Jueves. 4 de julio de 1963. En la librería The Green Train:
-¿Qué haces aquí? Es la fiesta nacional, chica.
-Odio las fiestas.
-Soy un librero, no una biblioteca. ¿Qué buscas, pues?
-The Soft Machine.
-Andas con retraso.
-Venial.
-Una pequeña penitencia te vendrá bien. De rodillas…
Afuera, la calle hierve.
De mis diarios del pasado sólo me interesan las mentiras que ingenuamente yo tomaba por verdades inalterables.
2-7-59: pinta rostros que ocultan las máscaras:
“La televisión es para los negros”, había dicho tiempo atrás. Pero ahora, viejo y celebrado, nobel y enaltecido, no se perdía ni uno solo de los Car 54, Where Are You?
“Lo malo de hacerte vieja es que al final te cuesta lo indecible desprenderte de las cosas viejas”, había escrito… ¡a los veinte años!
Al otro lado de la ventana, la luz y su compás desmentía el tiempo estancado de adentro. No dejaba de pensar, moribunda y lúcida, pero atenazada ya por el pánico de saberse tan próxima al olvido de sí misma, al olvido de todo, palpando la nada, sintiéndola como un agua espesa y negra donde se sumergería como en el sueño más crucial.
El anciano escritor veía la televisión, pero era uno de los más sabrosos e infatigables hontanares de sus citas: “Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor.”
“Hola, dolor”, saludaba todos los días al desvanecerse la última penumbra de la noche el espectro del espejo de luz fría y marina del cuarto de baño a la joven mujer de la cabeza vendada y grandes ojos abatidos.
Deberíamos alimentarnos los dos de aquello que sin duda ninguna va a constituir un verdadero reconstituyente. Hay un bar con tres grandes ventanales en la calle 12 con la Séptima, los asientos son cómodos, inmejorables las vistas a un bullicio contagioso, fluyente la vida, los deseos, las ambiciones:
-Un par de filet mignon, por favor, y para un ella un vaso de chianti y para mí un bourbon, Jack Daniel’s si es posible.
El ajetreo constante de la calle y sus leyes urbanas tan conocidas (jamás unos ojos se encuentran con otros ojos, nadie se toca en la marea colorista y muda) fuera de su incesante corriente y siendo un observador a salvo (o atónito) de sus afanes hasta actúa de analgésico.
“Por el tubo puede estar circulando algún tipo de fluido: sangre, linfa, agua…”, dijo el crítico eminente rascándose la barbilla.
¿Pero en verdad estamos ante su cuerpo?
Su obra no era metáfora de nada
Ella era la metáfora.
Retrocedió dos pasos atrás. Miraba el conjunto de objetos desparramados por el suelo sin perplejidad. No estaba desconcertado, sólo ponía un interés inusitado por allegar a penetrar en algún significado (o algunos significados), pero no trascendental, sólo una pista, meros indicios, una huella de aquella lejana decisión artística que le pusiera en camino de cierta comprensión del hecho plástico que ahora póstumamente se enfrentaba a sus ojos contemporáneos.Podía entreverse un mosaico en todo aquello; ahora bien, ¿era necesario que cada una de sus partes aunque relacionadas unas con otras con aparente solución de continuidad conformaran una imagen global y un sentido unitario contrastados? “Debería bastar, entonces”, se dijo, “una sugestión, esa simpleza, buena o mala, inane o fértil, que produjese en el espectador tal encandilamiento que pudiera desprenderse con toda naturalidad del deseo de encontrar un significado”. 
Basta con la fe, se había dicho tantas veces. Pero el día que comprendas que también puedes prescindir de la fe para aceptar las obras de arte de la modernidad, habrás culminado con éxito la evolución de tu educación artística. Una aceptación no es un acatamiento; es, simplemente, la conciencia del juego que en todo lo concerniente a la vida prevalece.
“Todos los dioses son imperfectos.” Le hubiera gustado pensarlo en el mismo instante de morir. Pero esa certidumbre le asaltaba antes de hora, aún no rodeada de los olores clínicos, cuando sin dejar de trabajar en su obra ni un segundo aún debería creer en alguna de las divinidades que pueblan la oscuridad infinita y eterna. Creer en un dios es, en cierto modo, vengarse de él, pues el reproche aflora en los labios de inmediato: siempre lo hallarás culpable por el uso ruin de su pretendida omnisciencia, como aquel novelista que se ampara en la trama y las anécdotas para zarandear sin ton ni son a sus inocentes personajes y perpetrar impunemente sus crímenes literarios.
¡Qué mudanzas! Y de un día para otro.
Una obra de arte alejada de lo replicante puede dar lugar a millares de interpretaciones (entre las que alguna de ellas debe ser la correcta, pero se lo deberían transmitir entonces al artista a fin de que éste supiera a qué atenerse y felicitarse a sí mismo por tal consecución, podría hacerlo hasta alborozado), aunque sólo las impermeables a los símbolos llevan la adherencia de lo cabal, por muy paradójico que resulte esto ante su indescifrable sentido: Godot no es Dios. Es Godot.
¿Para qué expresar lo inexpresable?
A diferencia de otros valores, cualesquiera que fueren, la estética del hombre, su absurda creación, sus dominios y sus impotencias, sus angustias y finitud, es suficiente para un artista con esa reflexión siempre inabarcable. Basta con el ser, algo que hasta ahora no ha podido ser comprendido del todo. ¿Por qué se es? Al parecer, ningún otro ser vivo se sume en interrogaciones lacerantes: la propia existencia los zarandea o los mece, los destruye como náufragos complacientes con su destino efímero.
De modo que en lugar del subterfugio del símbolo abraza lo tangible a despecho de su inefable apariencia, merodea en torno a una estética imposible, de inimaginables asideros e impenetrables razones y confiérele el atavío más estrafalario: incluso te sería lícito llegar al fraude.
“Mi obra, esos trastos malolientes que pareces despreciar, es el desarrollo tangencial de la esencia de mi ser”, dijo sin rubor.
(No me gusta pronunciar la palabra “alma”, que se me antoja como una charca, un estancamiento acuático lleno de pequeños bichos y otros microorganismos invisibles).
 Al Oyente le nubló el rostro la sombra de una duda: pero, ¿dudaba de él mismo, de sus propios pensamientos, o de ella, de sus palabras? ¿O dudaba de los dos, de sus tareas fraudulentas?
Lacan extraía la piedra…
Lacan: era un impostor: no creía en la filosofía. Iba directo a lo práctico, es decir, a revelar las supercherías, cuando es esto lo que nos hace verdaderamente felices.
Sólo nos concierne lo inconsciente. Pero eso sólo es la otra cara de la moneda, la que nunca cae a la vista.
Era Jackson Pollock quien tenía toda la razón: eligió la audacia, se adentró en la locura (del cuello de la botella) y se lanzó a la muerte en una furiosa y encarnizada cabalgada hacia el fin de la noche.
Yo sólo soy un intérprete que cree en lo que crean sus manos (unas manos de Orlac): están autorizadas a perpetrar cualquier cosa.
Los tres agujeros en la cabeza aún no me han arrojado al desaliento, todavía soy ajena al peor de los desahucios, a la autocompasión. Sé, lo supe desde antiguo, que siempre se muere hoy, diez años antes, cuatro años después, este año, ahora, hoy, en este mismo instante.
¿Ha bastado mi vida? Dicen que 10.000 horas trabajando en algo acaba convirtiéndote en un experto.
¿Mi opus-1? Rayaazul.
(Rayaazul, DG-1.)
¿Cómo está el parque a estas horas?
El crepúsculo de invierno gris azulado, frío, de metálica herida, insobornable a la piedad, a la soledad, al hastío. Las luces deslizantes de las calzadas y las autopistas ruidosas y envueltas en vertiginosos rayos verdes y rojos hacen temible la helada noche que ya se cierne sobre los fugitivos y los desahuciados. No nieva, pero hay nieve sucia y dura sobre las aceras y los arcenes. ¿Dónde esconderse?
Instrucciones muy urgentes para antes de morir (pero ésta fue una ocurrencia ya en la infancia):
diseña una casa imaginaria con cosas y ocupaciones imaginarias donde vivir imaginariamente de muerta, pero tendrás que abrir la puerta (así que atina con la llave de la imaginación) justo en el momento preciso en que la de la vida se cierra (de golpe y a cajas destempladas o despaciosamente y con chirriante sonido de madera polvorienta de siglos).
Entretanto, él podría intentar conseguir cien pavos en la librería de Frances Stelof:
-Se trata de un asunto de autoedición.
-Tendremos que pensarlo.
-Puedo exhibirme en el escaparate como curiosidad publicitaria en beneficio de la librería durante una semana: en pelota viva con un ejemplar de Finnegans Wake tapando los genitales… a modo de hoja adánica.
-Interesante…

Wise Men Fish Here.

viernes, 4 de octubre de 2013

HESSE 121


Llevo leyendo 120 páginas y aún no me he enterado de sus verdaderas intenciones (de qué va)…
No “va” de nada.
¿Entonces?
Tampoco hay entonces.
(Él y Ella necesitan “ver”.)
Me gusta la música clásica.
Me gusta el arte figurativo.
Me gusta la novela de siempre.
¡Ajá, esto lo entiendo! ¡Puedo reconocerlo…, sé lo que es!
¿Entienden lo que ven…? Pero ¿lo descifran?
(“Entiendo esta pintura”, dijo con la vista fija en el rostro de La Gioconda, tal técnica minuciosa que le costó al artista más de 10.000 horas de ejecución.)
(“Entiendo esta música”, se atrevió a decir al término de uno de los cuartetos en mi bemol de Beethoven, compuesto 150 años atrás, de una abstracción casi impenetrable.)
(“Lo comprendo muy bien”, declara con una sonrisa y la vista puesta en una de las vedutisti de hace cuatrocientos años que pintaba Canaletto.”)
Lo entiendo todo.
Él y Ella lo entienden.
(“¿Podría distinguir en un busto de la Grecia clásica el uso del puntero y del cincel plano? ¿Y qué me dice de la estratagema de emplear el trépano por parte de Miguel Ángel? ¿Conoce usted el proceso escultórico mediante el cual la forma se interpreta  a base de un remodelado continuo y no valiéndose de procedimientos pictóricos como la luz y la sombra?”).
(“¿Tiene algo que decirme respecto al non finito de Miguel Ángel”?)
(“¿Sabía que Rodin prácticamente no tocaba el mármol? Amante del barro, despreciaba cualquier otro método escultórico al tildarlo de simple técnica propio de forzudos y aplicados artesanos. El gigante cuasi analfabeto pensaba en barro, vivía en barro.”)
(“¿Hasta qué grado una obra en piedra italiana de Canova responde a la plena autoría de éste que dedicaba su tiempo al modelado de pequeñas figuras de cera mientras canturreaba y se hacía leer la obra de los clásicos latinos en tanto los discípulos en su taller trajinaban con el cincel?”)
(“¿Es capaz de comprender la unción que alienta en las tallas de un imaginero del barroco español?”)
(“¿Qué intención es la de El Greco al poblar sus pinturas de rostros cerúleos y chocante largura?”)
(“¿Entiende usted, buen hombre, las bromas y chocarrerías de El Bosco, Arcimboldo y Pieter I Brueghel?”)
(“Soñó que leía libros.
Soñó ser lo que leía.
Soñaba el sueño de otro.
Fue nada más que un sueño
el sueño, el libro, él mismo:
¿En qué quedamos: ¿sueña Alonso Quijano?, ¿sueña Cervantes?, ¿sueña Don Quijote? ¿Quién es y quién no es?”)
(“¿Entiende usted a Massacio? No lo crea. Se engaña, amigo mío.”)
(“¿Y qué me dice de Vermeer, la luz presencial…, agónica, de júbilo, la morosidad del tiempo…? ¡Usted no entiende nada!”)
(“¿De verdad supone que la mal llamada Ronda nocturna de Rembrandt, que ni siquiera se desplaza en la noche y cuya flagrante oscuridad tan sólo es debida a consecuencia del oscurecimiento de las diversas capas de barniz sobre el lienzo, es un cuadro realista, fidedigno a las reglas del realismo más representativo? Pues no lo crea, tal cuadro es la obra de un visionario antes que de un retratista, la sonrisa de un embaucador que ata un gallo a la cintura de una niña entre burgueses armados y disfrazados de valientes mientras un perro, indiferente a la prosopopeya de los pomposos caballeros, lanza ladridos ante los redobles del enorme tambor como si fuera algo sino principal sí temáticamente adicional en la pintura cuando tan sólo revela la argucia de que se vale el pintor para colmar un hueco indeseable del lienzo.”)
(“¿Quién se ha creído que es para solazarse con la perspectiva y los fondos velazqueños, la desesperada mudez de Goya, el inextricable laberinto cromático de Van Gogh?”… ¿Sólo porque es capaz de identificar sus imágenes se piensa usted que entiende lo que ve?”)
(“¿Entiende la escueta geometría de Cézanne aliviada por el color de los pigmentos?”)
(“¿Entiende usted la cartelera de putas y rufianes de Toulouse-Lautrec”?)
(“¿Entiende de veras el falso y comestible cubismo de Las señoritas de Avignon?”)
(“¿Distingue usted a simple vista un grabado al buril de uno de punta seca?”)
(“¿Sabía usted acaso que una capa transparente de pintura al óleo sobre otra opaca modifica profundamente la primera? ¿Podía imaginarse que una capa transparente de color carmesí sobre un azul opaco produce efectos que van desde tonos purpúreos hasta el color morado oscuro, y todo ello de acuerdo con el espesor del barniz o según la intensidad del pigmento utilizado? ¿Sabía usted que este proceso se llama veladura y que casi es materialmente imposible qué uso de esta técnica hizo cada uno de los celebrados maestros de la pintura debido al paso del tiempo, la mala pigmentación o la limpieza criminal que se perpetra de cuando en cuando en los grandes lienzos de los siglos pasados?”)
(“¿Sabría decirme por qué el amarillo de cadmio es superior al amarillo de cromo? ¿y por qué el bermellón dejó de utilizarse?, ¿sabe que el color negro ha de usarse con discreción y en caso de hacerlo elegir el negro marfil, que el lienzo mejor es el de bramante crudo para los cuadros grandes y el de cáñamo para los pequeños, que son preferibles los pinceles de pelo algo duro a los de pelo de marta o de meloncillo, muy blandos, válidos sin embargo para conseguir determinados efectos…? ¿Había reparado, señor observador, que la espátula más utilizada es la que tiene forma de triángulo isósceles?
(“En confianza, mi crédulo amigo, le confesaré que la mayoría de los cuadros de los artistas de siglos pasados al correr del tiempo han de ser retocados, recompuestos y restaurados a causa de la desecación de los aceites y la degradación indetenible de sus elementos matéricos, por lo que pronto, todos, acaban siendo manoseados por un artífice aplicado de bata blanca y horario estipulado en el Departamento de Restauración y dejan de ser sin excepción ninguna LA HOSTIA CONSAGRADA en las sucias manos de un funcionario disciplinado y temeroso de su nómina.”)
“En asuntos de arte (y miró la puerta, la salida a la calle poblada a esa hora de la tarde amarilla y cálida por las gentes liberadas de sus ocupaciones laborales, andando a mil sitios) nada es lo que parece. Hay obras difíciles que se nos muestran claras y otras tan fáciles que nos parecen confusas.”
Un juego de espejos,  pensó El Amanuense, ya sólo con ganas de escapar de tales celadas epistemológicas.
 
La cita más inolvidable la leyó El Negro Antaño Amanuense (que ya sólo leía lo leído) en un libro de Šklovski, Tetivá: “Hubo poca gente en el cementerio bajo la lluvia y el frío, pero estuvieron aquellos que sintieron en lo más hondo de sí  mismos la tristeza y el pesar por el que se iba para siempre, aquellos que escriben y que saben lo difícil que es escribir bien.”