El 7 de marzo una luz especial acaece… siempre: 1966,
1967, 1968, 1969… (del sol benéfico, o sólo la luz del cielo gris, pero es una
luz especial, a media mañana, a media tarde).
Sueño de cuchillos. Y, a la noche siguiente: el mar, un
mar de color ceniciento entreverado de grises plateados como la hoja del
cuchillo (uno de ellos) por el que podría
andarse, al modo de aquél que andaba sobre las aguas y dejaba maravillados a
quienes lo contemplaban (con lo fácil que era hace dos mil años andar sobre las
aguas…).
Qué raro los árboles con las hojas amarillas (y era su
último otoño): cuesta imaginarlo si no
lo ves: como una niña, creí que siempre eran verdes.
Un árbol con hojas azules. Con hojas blancas. Con hojas
negras.
Martes, 17 de febrero, 1970.
No es el día que se apaga de pronto, eres tú quien se da
cuenta de pronto que el día se ha apagado, afuera todo ya languidece entre las
luces eléctricas del frío invierno (y qué extraña imagen, pues siento que ya no
me pertenece, que es un invierno “en el que yo ya no existo”, y sé con absoluta
certeza en este instante que así serán los inviernos después de mi muerte, y
esas luces eléctricas, y el rumor de fondo de la ciudad, y este extraño olor
que emanan las paredes, una mezcla heterogénea a yeso mohoso, humedad y resina
química, los objetos de mi estudio, todo lo que me rodea salvo yo, no son de este tiempo ni del de atrás, y que se me hace
la gracia de anticiparme la visión de uno de los escenarios del futuro de
dentro de un año o dos, una suerte de ventana de ultratumba por la que atisbar
la vida después de ti).
No sé decir nada en
secreto. Tampoco hace falta. Soy artista: puedo esconderme perfectamente
detrás de la obra, rumiar las más sorprendentes perversidades, imaginar
cualquier atentado complacerme en las antiguas (grandes o pequeñas) infamias.
En cuanto a…
Piensas en el destino (que es exactamente lo que está por venir): ha traído el infortunio a tu
vida antes que la muerte.
Recorres hacia atrás los días en busca de alguna causa que
explique la fatalidad: ninguna cadena de sucesos te ha conducido hasta aquí,
ningún cúmulo de errores, equivocaciones propias o venganza de alguno de tus
semejantes: el suelo, de pronto, se ha abierto a tu paso, y caes al vacío (y
aun si hubieras elegido otro camino, u otro distinto a este y al otro, y otro
más, el círculo del abismo también estaría allí bien trazado, agujereado y
presto bajo tus pies para recibirte y te
hubieras precipitado lo mismo: no hay salida, el destino te persigue hasta que
acaba contigo). Mala suerte, no existe un cálculo maligno detrás de todo esto.
Ni siquiera eso. No hay nada personal entre la Naturaleza y tú: sólo una
indiferencia recíproca (si le pagas con la misma moneda). Pero siempre gana, y
el alivio que en excepcionales ocasiones de ella resulta siempre es provisorio,
inesperado, de una volubilidad incomprensible, pues ella sigue su curso
implacable abatiendo culpables, inocentes, a todos en injusta o a su debida
hora.
Nada duele a estas alturas, todo es lenitivo para el alma:
no desperdicies las horas. Lo material, el cuerpo, desintegra la apariencia.
¿Terminaré no reconociéndome? No ha de suceder tal cosa, salvo que te atrape la
locura, pues si ya sólo miras hacia adentro, y el yo, aun en sus mudanzas, siempre es el mismo.
En cuanto a la compasión…
G. hablaba de lo metonímico en la obra: falso, elijo esos
materiales precisamente para que nada
pueda ser dicho de otra manera.
(En tal caso, G., que dibuja lo urbano: ¿qué ciudad puede
ser la de este personaje? No ha dado un verdadero paso por ella. Viaja por el
interior de su cabeza.
Leer S., ver…
Déjalo ya…
Aún…
¿Así que pretendías alborotar?