En ocasiones no cree lo que dice, pero se dejaría matar
por que fuese así en el momento que las palabras salen de su boca: exige
respeto cueste lo que cueste. Aunque, lo mejor, siempre, es que no te crean.
¿Y qué dice que espera que no crean?: su obra (eso la
magnifica, la dota de la aureola de cierto
mérito incomprensible estético). Su obra… incorregible, imperfecta.
Cómo decirlo…
(El otro: “No he hecho una obra: me hecho a mí, penando,
corrigiéndome, y me paseo por el aire, como un cronopio. Lo he conseguido. Yo
soy mi obra, y ahora me la llevo al cielo o al infierno con el cáncer o las
venas rotas–qué más da-, y os quedáis con un palmo de narices.”):
“Tenemos un montón de notas manuscritas suyas garabateadas
en las servilletas del bar del hotel Chelsea.”
“Revuélvanlas un poco: algo saldrá de ahí. ¡Ja!”
“Nos atenemos a su condición de reliquia, no de
testimonio.”
-Pero ese arte ya ha dejado de ser rastro, una huella
memorable del pasado: su fácil
metamorfosis (de la naturaleza que fuere) lo ha convertido en una simple
sugestión: sacralizado por el interés o una intención torticera su cometido ha
dejado de ser eminentemente plástico
y adquiere así una dimensión grotesca, puesto que materialmente su valor es despreciable y su contemplación tampoco
te adentra en el jardín del edén.
-Como los textos literarios, muchas obras de arte son
realmente traducidas a otros idiomas.
El arte no es un lenguaje universal: no habla cinco mil lenguas a la vez: tú
eres el discurso que se agrega a su imagen (tú,
de cualquier parte del mundo, y tu jerga particular).
“¿Crees que podrás sacar algo en claro?”
Déjalo ya…
¿Wittgenstein…? Me atraía mucho más en aquello que no
entendía de sus páginas (lejos de los pesares y lo biográfico) que sus rarezas
inteligibles y chocantes, precisamente porque no se me ocultaba que en esas
razones oscuras anidaba lo genial de un pensamiento esclarecedor, diáfano (por más
que yo no pudiera entrar en él)…
(En cierto modo, acabo de darle las claves de mi obra.)
Tal vez esté equivocada en lo que hago, pero eso, una vez
la decisión fue tomada, carece de la más mínima importancia: lo catastrófico
sería no perseverar, ahora, en la
forma elegida (vivir es defender una
forma, Hölderlin).
Despierta en plena noche. Tiene hambre. Pero también tiene
miedo. Al cabo de un rato se ríe con ganas (“Tengo miedo, y me queda un mes de
vida…”). Abandona la cama. Se viste.
Afuera, que es el silencio de adentro, no hace frío. No se ve un alma por las
calles. Una mujer en la noche, una mujer sentenciada empieza a caminar más
libre y segura que nunca. Alrededor es un desierto de piedras. No deja de andar
Bowery arriba, entre sombras furtivas, ruidos indefinibles pero quedos,
quejidos (o suspiros) apagados. No se cansa. Siente el leve aire nocturno en la
cara como una caricia refrescante y benéfica. Aspira un olor a piedra y metal
sosegados, el magnífico y condensado aire de la noche. Dobla esquinas sin
esperar fantasmas ni la hoja del cuchillo. Acaba en Rattner’s, ya en el East
Village: “Buenas noches nos dé Dios.” Regresa a casa comiendo un pedazo de
queso suizo de mediano sabor. Mastica despacio y alza la vista de cuando en
cuando al cielo negro: no tardará en amanecer. Qué miedo la grisura agrietando
ya la negritud de la noche, resquebrajando la hora del sueño.
Duchamp: la indiferencia.
La indiferencia también puede ser asco.
-Su obra, ¿cómo está… escrita?
-Con técnica mixta.
-Yo leo para entretenerme.
-Magnífico. También yo escribo para entretenerme.
En cuanto a…
En vela, una yacente en la oscuridad: la conciencia es la
carne.
Hace mil años:
había que
cine francés (Godard, por ejemplo)
Burroghs (por ejemplo)
teatro (de Grotowski, y Artaud y Beckett, Weiss, Arrabal
y…) de todos ellos que hacen del decorado una provocación, un acto de desorden,
de violencia, de crueldad, de absurdo, de repulsión, un escenario donde la
palabra sea el sobresalto y lo inesperado, un circo, un happening
lo más parecido a un actor es un artista
y el arte será espectáculo.
Seamos artistas.
“¿Somos hermosos, luna?”, citó mal.
Que sea.
“He nacido para que me hagan añicos”, volvió a recordar
(esta vez con acierto).
¿Qué suerte depara el destino a un artista que siendo
honesto (y sabiendo que lo es) perpetra un arte que es un fraude (y no lo sabe)
y mucho antes del final queda al descubierto ante sus ojos?
En el arte (pero ya no tenía ni fuerzas para hacérselo
entender) todo lo que es normal es innecesario: ya ha sido. Aunque, naturalmente, uno puede entretenerse cuantas
veces quiera repitiéndolo. (En efecto, hay ideas
que se fabrican en serie, y a pesar de que a la larga resulten inútiles, son
realmente baratas.)
No arrastro ninguna imago
hasta aquí (que es el final): mis imágenes son las del futuro.
Además, en arte, siempre es el pasado. Es la conciencia de
tu presente como ser vivo lo que hace que reintegres lo que haces (la forma de
tu tiempo) a aquél sin perpetuarlo con la repetición evidente o solapada pero
siempre indeseable.
¿Se adelantó a su época? No, siempre son los de después
los que te comprenden mejor: los tuyos sólo te ignoran o te desprecian.
El retrato de la Stein (en Montmartre posó ante Picasso a
lo largo de noventa sesiones, a la vez que escuchaba de labios de Fernande las
fábulas de La Fontaine para que no se aburriera demasiado mientras permanecía
inmóvil durante horas):
-No se parece…
-No se preocupe, ya se parecerá.
(-En el Met no hay nadie que no la reconozca, Miss Stein.
-Te diré yo…)
En arte, no manda tradición. A fin de cuentas, ¿qué son
las tradiciones? Son como los inocentes juegos de los niños, aunque perpetrados
por los adultos.
Hablas demasiado.
Hasta ahora, mudo permanecía.
(Estaba en un rincón, agazapado y palpitante, invisible y
con la boca cerrada, hasta que la mirada de uno de ellos lo cubrió de luz, lo
reveló, lo materializó.)
Había que…
Ah, noviembre, de nuevo. Con temor. Con el cosquilleo de
la expectativa, pues todo comienza ahora que parece dormir.
En la ciudad o en el campo, en el bosque o en las calles,
algo semejante a la angustia (y secreto anhelo) penetra en tu corazón cuando
noviembre aparece en el calendario y al sol se estremecen levemente las hojas
de los árboles en estas primeras mañanas frescas y claras del otoño.
Luego, pronto, la grisura y la noche veloz.
(Teme que en su mente marmórea no haya lugar para las
modificaciones que son necesarias.)
Y, sin embargo, rumia con obstinación, día tras día en
esta antesala del invierno atroz que ha de irrumpir rugiente y helado, los
cambios que han de florecer en primavera:
si haces siempre lo mismo, te equivocarás siempre igual;
entonces, ¿qué enseñanza podrás sacar de ello?
Indaga en lo desconocido, que es las chocantes
disposiciones y el desorden de lo ya conocido.
“Pero ¿cuál es la verdadera historia?”, se pregunta
alarmado aunque inmutable Bernard en The
Waves. “No lo sé. Por ello guardo mis frases colgadas como ropas en el
armario, en espera de que alguien se las ponga.”
En cuanto a…
¿La historia que se cuenta…?
Una mariposa teje con su revuelo en el aire la
imprevisible y fortuita nomenclatura del cuento, un cuento cualquiera. Esa
historia incluso es invisible: se ha desvanecido en el aire en el mismo momento
de su creación.
Habitas en el interior de una encarnadura viviente que no es precisamente tú, son demasiadas
cosas tu yo para que esa pobre imagen
que no ha de resistir el paso del tiempo succione desde afuera lo más recóndito
de la cueva, lo mastique (lo hable),
termine representando ante los demás hasta el último de tus pensamientos allí
cobijados y, al fin, lo regurgite hacia
adentro de nuevo …
Déjalo ya…
El fin… es el proceso.
No prorrogues lo inacabable. No persigas su fin.
Trabajamos entelequias que pueden revestirse de una forma u otra. La pretensión
aristotélica era un engaño. Algo es así porque
yo quiero que sea así. Ni
siquiera la suma de dos números es perfecta, es una aproximación. No existe una
lógica interna que avale un proceso formal. Y si lo hubiere, es una gratuidad,
puesto que podría sustituirse por cualquier otra. Es el exterior lo que lo
testifica del todo, lo sentencia definitivamente y ello debería bastar para
expulsar de los ojos del espectador toda retórica interior (supuesta o pretendida). Revela la intención original, y
la voluntad de llevarlo a cabo. Incluso su acabamiento, fracaso o éxito:
En arte acabar algo es, simplemente, dejar de
retocarlo (dejar de estar modificándolo…)
(Zenón: hasta la eternidad ese recorrido: no llegarás jamás a tu
destino… ¡antes morirás! Y el objetivo final… Puedes estar mirando un objeto y
sacar un millón de conclusiones, millones de pensamientos, un millón de
secretos.)