domingo, 25 de enero de 2015

5

Bonita dialéctica.
Jennie Queiroz… y ella, que bordea lo místico, lo impalpable, nexo entre la realidad y la ficción.
Fotografiaba hadas: suelen aparecer ataviadas del aire inocente de las instantáneas, como disparadas al desgaire y, todavía con mayor frecuencia, en los antiguos daguerrotipos (pero ahora secretamente, burlonamente).
La posterior presencia de Hesse y El Falsificador en Suiza se debía al interés común de rastrear, cada uno por su lado, la pacífica estancia de Klee en ese país. Todo un encuentro casual, parecía sin importancia. El motivo (la excusa digamos… literaria) sería una exposición de pinturas de falso surrealismo al que ambos acudieron al margen de aquel interés, como si esa cita borgiana les estuviese aguardando desde hacía tiempo en Berna. Un accidente. Rodeada de un grupo de gente circunspecta, aunque de atuendos vistosos, durante el obligado vernissage fue preciso que ella sobresaliera, que se hiciera ver, puesto que él, un tipo corriente, era cegado a cualquier epifanía. A él no le fue lícito hablar de magnetismo en este momento. Hasta entonces, nada ha sabido de su existencia. No hay que sobrevalorar lo que se ignora. Ella, en ese instante que él recorta del fondo por vez primera su figura, es una estatua dinámica, tibia, de una materia aún por definir. Simplemente estaba allí, venida de algún lugar misterioso, creada quien sabe adónde, inexistente hasta ese momento, inimaginable, una imagen atractiva y hermosa tan sólo, con una cabellera espléndida y la palabra hospitalaria. Pero él sospecha el aura de después, aunque ahora es un halo borroso lo que desprende el inventario de ocurrencias que empieza a fraguar en su mente. Le inquieta una imantación que parece recorrerle de pies a cabeza. Descubierta magnífica y genial hasta el final de sus días. Inevitable ya.
Absolutamente imprescindible: él se hospeda en tales ensueños. Pues, ¿qué tiene? ¿Qué lleva realmente entre manos? Nada.
A ella le gustaba el surrealismo. Más que por sus imágenes por la idea potencial del sinsentido que preconizaba desde sus dogmáticos orígenes, el no-lenguaje por definición, su entidad de desmitificador absoluto. “Todo el arte moderno nace de un surrealismo despojado de un Dada inane”, declaraba. La sorpresa constante de una ordenación mágica que hasta gestaba significados de gran valor: lo subyacente, lo connotativo, lo místico, lo…. teórico grandilocuente. A él, del surrealismo, sólo le atraía la cómica imaginación de muchas de sus propuestas, técnicamente deficientes, como había descubierto no sin extrañeza en numerosas ocasiones; acaso la mágica y enervante figuración de Magritte, las medidas genealogías de Gorky, alguno más, salvaban la condena y el repudio del todo. Y, sin embargo, él mismo era proclive al formalismo más surreal en su escritura de creación, que contrarrestaba a modo de compensación (así prefería figurárselo él) otras labores de índole mercenaria.
Una conversación a dos, privada y exacta por ficcional.
 (Jennie, la dulce pero atrevedísima lusa, sonríe y calla envuelta en su melancolía sabia, atlántica, vaporosa). El oculta la naturaleza mezquina de su trabajo; magnifica la furtiva labor deudora y subsidiaria de aquél: escribía para una revista musical capaz de meter la pluma en todos aquellos aspectos que merecieran la curiosidad del mundo del acné y la idolatría del teenager, un semanario, Fans, de inusitado éxito en la juventud española. Ya que era prácticamente el único de la redacción que podía expresarse con decencia en inglés cubría de forma intermitente eventos y festivales fuera de España, y eso le permitía a su vez  sufragar sin cuidados miserables en los esporádicos viajes al extranjero su asistencia, añadidas a los estúpidos conciertos de rock, a exposiciones y sucesos artísticos que, a espaldas del hebdomadario juvenil, reseñaba a modo de free lance en revistas de arte más o menos rigurosas, su verdadera aspiración profesional.
A Hesse y a él…
les vincula raras devociones, les une el enigma de Paul Klee y su laboratorio de ideas, senecio, el arte de formato intimista, replegado, las casitas mágicas. El tema ha surgido de repente, como una chispa eléctrica que saltase de uno de los dos cerebros al otro y prendiese en la inspiración de ambos. Sólo han sido unas palabras acerca del pintor, ese substrato característico que adensa una magia inefable en las pequeñas y reflexivas pinturas del artista. Una coartada no carente de ingenuidad y pedantería a parte iguales para iniciar una conversación (que se abortaría en seguida) sobre lo onírico e infantil tan presentes en la obra del último período de su carrera.
El peligro, en forma de decepción, siempre acecha.
La realidad, como un puño de acero, se va a estrellar contra tus narices, o mediante un gancho de izquierda sobre tu mandíbula de cristal: ahí está el golpe: te va a reventar el hígado (al final te estrella un directo sobre la ceja derecha, seguido de un knout): alguien se acerca sutilmente amenazante (como un estropicio… ¡con lo bien que iban las cosas!)
Un tipo alto y esbelto, atractivo sin duda irrumpe en la escena, helo ahí: es el acompañante, el joven, alto y neoyorquino de pura cepa (sin que a través de las generaciones le haya perseguido nunca el hedor de las bodegas del barco cargado de emigrantes ni que en los remotos orígenes familiares se hallen newsies o pilletes del Lower East Side). Se une al trío. Pronto, con gesto cortesano, interrumpe la conversación de una manera tajante. Aunque con voz pausada pero autoritaria, ya no deja de hablar a los demás. Les impone a la escultora, a su acompañante Jennie y a él mismo un respeto divertido. De modales elegantes, viste de falso sport, como un auténtico gentleman: americana de excelente pana azul oscuro con coderas de piel negra, chaleco verde, pantalones grises de franela con pinzas, la pipa bien sujeta en los dientes. (¿Usaría reloj de bolsillo, guantes de cabritillo?). Entre él y los otros silentes, las volutas blancas del humo aromático del excelente tabaco holandés que exhalaba la cazoleta. Habla con suavidad, ayudándose de largas pausas, convencido de lo que dice y, con toda probabilidad, sin ninguna gana de perder el tiempo escuchando a los demás. Eso, piensa El Falso Periodista, ya lo identifica como mediocre. Daba la sensación de tener razón en sus asertos. Profería las frases con aplomo, hasta con suficiencia. Reitera (un fingimiento más, quizás) un tic algo peliculero y que al tipo debía parecerle distinguido: se rasca la barbilla con los dedos de la mano derecha, al tiempo que sostiene la pipa con la otra mano. Hesse le escucha con notable aquiescencia, casi con arrobo, lo que a él (El Único) le provoca un inmediato ataque de celos. Supo, luego, que era El Marido, un escultor americano del que no tardaría en divorciarse: un accidente. Ambos acababan de llegar de Zúrich, donde habían tratado de contratar sin demasiado éxito alguna exposición con un par de galeristas.
Al cabo de unos minutos, el matrimonio de artistas se despide con naturalidad. Pero a media tarde los cuatro se volvieron a encontrar por sorpresa en una cafetería atestada de gente, todavía en Berna. Aunque todo quedó en un movimiento de cabeza a modo de saludo desde lejos, subrayados por un cruce de miradas fugaces entre la turbamulta de los cuerpos que se interponían entre los dos.
“¿Así que eres español?”, debió haber preguntado inocentemente la judía-alemana-estadounidense-salvada-del-gran-sacrificio con un matiz de incredulidad (?) en su voz  horas antes.
Por entonces él sobrellevaba con resignación esa etiqueta exótica sin meterse en averiguaciones dolorosas. En 1965 ser español no era de las cosas más serias que se podía ser en el mundo. ¿De qué caverna sale éste?
De la de todos, más o menos cerca de la entrada…
Abril de 1968:
El Encuentro en  Nueva York.
(Primera Parte. Exterior. Plano general.)
(Voz en of.)
“Una Nueva York pintarrajeada, sucia y arruinada en muchos de sus barrios…”
El metro mismo era una obra de arte de la chabacanería más repulsiva: anticipaba la plástica de unos años después, sólo que ahora su muestrario (todos los vagones chorreaban pintura y estridentes garabatos) no era sino un miserable gamberrismo urbano y nocturno.
Ha viajado en febrero de ese año hasta allí con la misión imposible de entrevistar a un conjunto de artistas a los que unía una similar preocupación estética y conceptual “de ruptura formal absoluta con lo precedente”, como se calificaba desde la “vieja Europa” las nuevas lanzaderas abstractas neoyorquinas (preferentemente); en realidad, hacía tiempo que en Estados Unidos dominaban esa jerga plástica con suficiencia y hasta con desgana, como si mucho antes no hubiesen existido movimientos como el surrealismo o Dada que a pesar de las diferenciaciones lógicas, en especial de orden aparencial, prefiguraban los posteriores (en el mal o buen sentido de la expresión) desmanes artísticos .
Para él tuvo ese viaje un aura de cochambre, de tiempo de ruinas. Pero esa fue una sensación posterior. Un regusto inevitable de lo maldito, cuando uno escribe la crónica de después con el cinismo del presente y traiciona lo vivido apenas sin darse cuenta de que lo hace.
Volveré a verla.
(Escribió.)
El Hispano Descubridor de Tierras Indias y Vírgenes: uno de esos tipos a los que les es inútil fingir o andar en simulaciones: llevaba todos los secretos estampados en la cara, uno por uno podían reconocerse en su mirada, en su boca abierta, en cualquiera de sus expresiones y muecas, en su voz, en su silencio, hasta en sus pequeñas orejas… Sólo le faltaba la armadura reluciente como la plata, el casco, la espada, el caballo alazán de crin alborotada…
Por entonces, ella estaba alegre y confiada.
Porque así prefirió creérsela.
Y pudo corroborarlo cuando se presentó ante sus ojos inquisitivos. Irradiaba tal seguridad en sí misma que se había embellecido de forma sorprendente. Era invulnerable, y lo creía de veras. Por eso lo era, artista, eterna.
“Es invencible”, se dijo él.
La figuró moviéndose segura y sabia por la ciudad de los laberintos. ¡Esta santa Teresa entre hornos y crisoles!
Le deslumbró aún más que la primera vez.
Dos años más tarde estaba muerta. Sólo entonces, huérfano, abandonó él Nueva York como el niño que sale al sol agitado y hasta maravillado de la triste barraca de feria aún engañado por la tosquedad de su trucos.
La buscaba, la estela inodora (o incensaria) del fantasma. 
Vive con ella un día infinito (pues hoy la recuerda, y la vive). Alarga ese día como un tubo de goma. Lo estira, mira a través de él, lo dobla, lo retuerce, lo arruga. Golpea con él. Lo suelta. Lo falsifica con todas las de la ley. A fin de cuentas, ella es su material, el inventario más precioso, y hasta el decorado esencial de una plástica que transgrede todos los límites conocidos del arte de la representación y el remedo. De ella desplaza él toda la batería sensorial que logra evadirle de lo insulso del presente. Ella ronda por su pensamiento a sus anchas, en él se aloja y él hasta la confunde, manipula, trocea, oculta, revierte, saja, silencia… La encubre, la desfigura. Ensaya con ella todos los espejos de su interior atolondrado.
La coreografía de la ciudad la ampara, la define, extrae de ella las pulsiones necesarias para una epifanía de lo visual tan próxima a lo inefable, tan extraña a la autoridad de las palabras o las significaciones, pero tan perfecta para el esclarecimiento. Tras la ciudad, su tela de araña y las complicidades.
Toda esa cultura de los grafitis:
¿No encuentra un sitio para exponer su obra?
El espacio público es suyo. Tómelo: las tags pronto revalidan una expresión gamberra: ¿avalista?: The New York Times (palabras mayores).
Helo ahí: Tag art: de aquí a los taggers armados con los botes de spray un solo paso: ¿qué separa la mierda de la finanza? Una simple cuestión de estética… no, de buen gusto.
Nueva York, primavera del 68.
Peripatéticos, han andado por sus calles y  tumultuosas avenidas numeradas, sorteando lentos automóviles, figuras urgentes de anonimato hostil, serios figurantes. Ella tenía un estudio, que a la vez era vivienda, en el SoHo, un loft plagado por la suciedad de lo heteróclito y la basura industrial (o por la limpieza del minimal, el solo concepto).
Visitaban incansables exposiciones inaugurales, sugeridoras, de una sobriedad desconcertante, rupturistas. Ella le presentaba a decenas de pobres diablos artistas que, tan sólo una década después, ya se habían transformado en activos financieros. Compraban libros en algunas de las pequeñas librerías de Broadway. (Hurgando en un cajón repleto de libros de bolsillo y ediciones descatalogadas a él le sorprendió la ilustración de la sobrecubierta que ocultaba las tapas duras de un libro en español, de chocantes medidas (18 cm x 15’5). Dudaba él, descubrió las tapas de tela gris debajo del papel satinado y coloreado: un relieve geométrico ennoblecía el tacto. Pasó las primeras páginas. El libro había sido impreso en España, en Valencia, en 1957. El ilustrador de la portada era Manuel Millares, hombre inclasificable (lejos del homúnculo, muerde todas las manzanas prohibidas) y abocado a lo trágico. El texto, una colección de ensayos sobre artistas contemporáneos de los Estados Unidos, lo había escrito Vicente Aguilera Cerní. El y Gillo Dorfles constituían durante esos años la pareja más sobresaliente en Europa de la crítica y análisis de las últimas tendencias artísticas. Subrayaba el autor al mencionar a Pollock y Rothko, “los grandes tamaños del arte norteamericano, ésa la escala de lo sublime”. Con anterioridad le habían advertido a un receloso El Escudriñador que en alguna de aquellas librerías especializadas podía encontrarse cualquier cosa escrita en cualquier idioma. Lo compró sin titubear por cuarenta centavos. Antes del mediodía, terminan él y La Artista en una cafetería de la calle Thompson, en el Village. El le informa sobre el autor del libro. Ella le miraba complacida, aunque sin mostrar un verdadero interés en realidad; apenas le escuchaba, parecía un fantasma, como un vapor en su cerebro, como... Las pocas páginas, así como las ilustraciones en blanco y negro, del curioso libro -ya desaparecido- versaban sobre escalas, los nuevos materiales, la escultura de hierro y acero de Smith, la materialización del espacio... El discurso de El Enterado se apaga; las tazas ya vacías, las palabras que empiezan a necesitar algo más allá de su significado. Finalmente, dos días después él le regala el libro, o lo pierde, o se lo roban. Hoy, muerta ella, aún no sabía él de su destino ulterior. Agregaba una curiosidad más el volumen en cuestión: la supuesta editorial propietaria del copyright del libro era engañosa: informaba como domicilio social el número 16 de Doctor Vila Barberá, en Valencia, una calle sosegada y arbolada de acacias centenarias a pocos minutos del centro de esa ciudad antigua, culmen de todos los estilos desde el románico al neoclásico, comercial y burguesa. Jamás ha existido tal número en esa calle estrecha y de apenas cien metros de largo.) 
(El homúnculo prevalece sobre el pensante feliz, paseador trivial, hecho de materias inhumanas.)
Está en la habitación blanca del hospital. Da cabezadas frente a su cama. Ella duerme. Tiene la cabeza totalmente rasurada. La artista duerme. El libro caído en el suelo, con las tapas volcadas sobre la moqueta. No recuerda… ¿Qué leía, qué hacía? ¿Soñaba…?
La duermevela le ha trastornado.
La noche interminable. Una tortura para nada. Una espera para la nada.
Le cuenta sus sueños. Él le cuenta sus pesadillas, los temores.
La oye delirar, y se entera de sus secretos, El Tipo Listo y Ducho (que aún conserva libros con pétalos oxidados de las flores del verano prensidos entre sus páginas).
Alguien comparaba su desgracia con la de Sylvia Plath, con alguna otra maltrecha (Mansfield, Carrington, Arbus, la Bowles, Sexton, Woolf, Storni…). Qué estupidez. Ese montón de mujeres desdichadas o malditas, o castigadas, destruidas… Toda esa femineidad de la fatalidad y la mala literatura, ese útero editorial de sugestivas referencias de donde hacer negocio… Fue la vida quien traicionaría a Hesse, que no tenía nada de maldita: la preparó a conciencia para una muerte joven, y ella no tuvo la mínima posibilidad de vencer a pesar de la lucha encarnizada que emprendió al enterarse de su enfermedad.
Ella no hubiera muerto jamás. Se plantó frente a la muerte a cara descubierta. Sólo después, la serenidad, el fin. A su pesar. “Esa mierda de la muerte, ¿para qué me quiere a mí?”, se preguntaba asustada en 1970.
Y, ahora (quizás los dos al unísono), piensa que ojalá la vida tuviera un empalme, una estación donde cambiar de trayecto al menos, no huir del destino irrevocable, pero llegar a él en otro lado, en otro momento.
Alguien informó debidamente: “Existe el libre albedrío, se llama magia.”
Ella creía en el arte, un sustituto de aquélla:
-Me basta con mi obra.
“No es suficiente. Hay que apelar a la magia.”
Se hizo maga. De una manera autodidacta, digamos.
-Voy a engañar al tiempo –dijo una mañana en la cocina, apenas levantada de la cama, dejando ver a través de los delicados tejidos del sueño partes de su cuerpo relajado y limpio.
-Magnífico. Dime cómo.
-Es sencillo. Viajaré hacia atrás, haré del pasado mi lugar favorito.
Hace una pausa. Parece reflexionar, o finge que lo hace. Toma asiento. Acerca él servicialmente hacia ella la cafetera italiana. Pensativa, como sin verle, coge una de las tazas rojas de la mesa. Dice:
-Aunque hasta hoy el pasado era la peor de mis pesadillas. Pero ahora comprendo que es el mejor lugar para defenderme, no hay dudas respecto a él, no me ha herido de muerte. A pesar del daño que me ha hecho desde que nací,  es el único escondite que tengo para burlar el futuro. Aún estoy ilesa, así que, ¡si me doy prisa…!
Con cuidado se llena la taza hasta la mitad de café aguado, típicamente americano. Una auténtica porquería.
Mira a través del cristal sucio de la ventana. El cielo está gris, se diría que frío, aunque ya vamos a entrar en mayo (1970), la más terrible de las fechas, asomo de lilas, las aguas del deshielo, cadáveres a flote.
Consideraciones sobre el espacio y el tiempo. Una divagación.
¡Cuántos días han pasado leyendo y traspasando las fronteras de lo imposible años atrás!
Un martes (día de brujas) empezaron el viaje montados en una escoba directos al cielo negro más allá de las estrellas: es un hecho probado en la ciencia de nuestros días que tanto el espacio como el tiempo se mueven, y la violencia que emplean para ello es inimaginable, nada existe en la naturaleza terrestre comparable a esa potencia inaudita. A partir de ese hecho tenemos que hablar de una nueva estructura cuatridimensional unificada susceptible de introducir nuevas y sugestivas teorías revolucionarias respecto al universo que conocemos. Por desgracia, la física contemporánea no cesa de colocar barreras frente las mentes más desbocadas. Sólo desoyendo las leyes inevitables de ésta podemos liberar nuestra imaginación.
Pongamos ante nosotros aquello que no está sujeto a ninguna ley.
Imaginemos entonces.
Imaginemos que…
Por lo demás, respecto al origen de la creación y lo que se esconde al otro lado de la muerte nadie sabe nada de nada. Toda filosofía es un abuso del lenguaje; toda religión es un sistema económico; toda teología es ciencia-ficción (Borges dixit).
Borges era un auténtico maestro de las conjeturas. De ahí la sabia ironía de sus textos. Dudaba hasta del lenguaje, al que tuvo que “traducir” con humor. ¿Dónde está ahora Borges?
Imaginemos, concede.
En el Reino de las Conjeturas, Alicia…
El espejo hecho añicos.
Hesse lo ha traspasado y, con una voz extrañamente infantil, ha sentenciado con desparpajo que es una constructora de mundos.
-Está decidido. Me vuelvo al pasado. La única forma de vencer al tumor de los demonios.
Existen las singularidades, las oscuras y complejísimas teorías físicas de última hora. Ahí atrapados, todo revoca las leyes de la física que conocemos. No hay antes ni después.
¿Tres dimensiones? ¿Cuatro? ¡Once!
Universos gusanos. (Okey, me suelta en neoyorquino.)
En efecto, aún a pesar de sus misterios el universo conocido y las explicaciones que nos ha deparado la física hasta el momento son demasiado básicos. No iba a ser todo tan sencillo. Universo, galaxias, soles, planetas… Demasiado inocente. Hay más perversidad en todo esto, mucho más cálculo y realidades inconcebibles para la mente humana.
2010: teoría de cuerdas, teoría de las membranas… Bien podría ser una de las perversidades o trampantojos o pasos a ninguna parte o sólo palabras: una retórica acerca de lo invisible o inexistente.
1970. Están las cómicas o trágicas incongruencias del tiempo y el espacio que se producirían en la eventualidad de viajar al pasado, está la posibilidad de un pentimento cósmico capaz de borrar los hechos sucedidos como una goma colegial borra los garabatos en la página de un bloc infantil de páginas cuadriculadas.
-¿Qué agua se bebe ahí?, ¿qué hierba se come?… ¿Qué tal el aire?
-¡De colores!
-¡Y suena música celestial! ¡Y por los verdes prados pacen las blancas ovejas de sedoso vellón!
-¡Tu sarcasmo es inofensivo! Estamos en otra dimensión, donde la encarnadura es polvo, estiércol cósmico.
Se lo hace notar con suavidad, pero con firmeza:
-¿Así de fácil? Viajas al pasado, introduces elementos insospechados de contingencia: hasta mi nacimiento puede ser imposible, puedes matar a tu propio padre antes de haber nacido, cambiar el curso de la historia, neutralizar los resultados de una apuesta al publicar los resultados previamente… ¿De qué manera resuelves todas esas paradojas?
Las abolió con presteza:
-Una vez en el pasado nada puedo hacer por modificar el futuro que ha de sucederle, que es invariable, de la misma forma que nada malo puede esperarse ya de él. ¿Sabes?, es un pasado que no concierne a lo posterior.
-Vienes del futuro, ya sabes lo que hay en él inmediatamente después del pasado en el que te sumerges de nuevo, ¿y no puedes hacer ninguna travesura?.
-En ese pasado ya no existe aquel futuro. En cierta medida, es como las limitaciones que atenazan al tipo que verdaderamente posee el don de la premonición: puede ver lo que ha pasado, no lo que va a pasar, así que no puede cambiar nada de nada, lo que debe resultar bastante mortificante.
-Pero tú juegas con ventaja en cualquier caso.
-No se trata de eso. Ningún suceso puede pertenecer a la vez al pasado y al futuro. Algo misterioso lo hace cambiante… ¡siendo el mismo! Además, no se alteran los hechos, sólo se neutralizan, se sustituyen por otros más halagüeños en… ¡otro universo! El que abandono se queda intacto: yo muero. Eso es todo. Me largo a otro universo.
-De modo que hablamos de misterios.
-No. Hablamos de espacio-tiempo, una dualidad de la que todavía nada se conoce en realidad pero de la que podemos intuir lo mágico y lo posible que han de brotar de ella algún día.
-¡Y donde existen el pasado y el futuro a la carta!  
-Existen los universos paralelos. Viajo al pasado, construyo otro universo. Miles de millones de universos paralelos nos aguardan. Estoy en el pasado, soy yo, la del presente, pero soy otro yo en otro lugar, sin dejar de ser la misma… en ¡otro universo! ¡No altero en absoluto el que he abandonado!
-¿No se bebe en ese universo? ¿No se come? ¿Se envejece en ese universo? ¿Se muere en él? ¿Se procrea? ¿Hay flores y gatitos? ¿Hadas y brujas, príncipes y capitanes, dinerito contante y sonante?

domingo, 18 de enero de 2015

4

Es inútil: tan vano es aconsejar a alguien a partir de la experiencia que te han proporcionado tus pecados como hacerlo desde la bondad de tus virtudes: en el error caen todos.
De momento, espera.
Le protege mal que bien la cosmética de lo medido, la cautela en todo.
La invención: siente las cosas, no las toca.
SE MIRA PERO NO SE TOCA.
Es media tarde. Se aburre. Está cansado. Manos a la obra.
Detiene los ojos en el vacío.
Un maldito experimentalismo de los que suelen defenderse en Gotham Book Mart.
Es media tarde…
Es media tarde y los rayos de un sol desmayado penetran por los cristales sucios, a duras penas logran iluminar ese espacio escondido en el Downtown de una Nueva York todavía oscura, olorosa a piedra mojada, metal y la acritud del humo invisible de las calderas, crudamente inhóspita a pesar de la primavera. Una luz de oro falso, sin brillo… etcétera. Desde primeras horas de la mañana Hesse no ha podido ocultar su satisfacción, a pesar de que por alguna razón que él no entiende intenta mostrar indiferencia. Ayer visitó la muestra de Sol LeWitt. Durante unos instantes le habla de este artista, amigo suyo, del que él también tenía noticias hace algún tiempo. Varios ejemplares de Artforum descansan sobre una mesilla auxiliar de listones de madera sin barnizar, frente a una biblioteca de pie también de madera desnuda. La revista publica en su último número una crítica muy alentadora de Emily Wasserman con motivo de su exposición en la Fischbach Gallery. La han comentado durante el almuerzo. La reseña destaca en especial dos obras muy queridas por Hesse, Repetition 19 III y Accesion III, en las que se adivina, según escribe la autora, un toque fascinante de sensualidad y diversión procesual. La artista no ha podido disimular una sonrisa de conformidad al leer esas líneas en voz alta.
“Seguramente han tomado varios snaps”, escribe, “pues el tipo se siente algo aturdido, con un persistente sabor dulzón en el paladar, la lengua pastosa, los ojos adormilados. En realidad, está temblando de pasión, pero algo hay de ternura en el deseo violento que le domina. Sería suficiente con acariciar su piel, sentir la carne viva de sus brazos desnudos, besar sus mejillas arreboladas, hundir los dedos en la larga, perfumada y sedosa cabellera. Casi está a punto de abalanzarse sobre ella, sentada a pocos centímetros en el sofá con la revista sobre el regazo. Pero en ese instante la artista se vuelve hacia él, muy seria, con una mirada que él entiende implorante...
Avanza la mano, la punta de los dedos. Toca la nada.”
Y huele a humo.
[Debería corregir el estilo, se dice (y piensa en un ejemplar Bucci escondido en algún sitio del futuro donde añadir la glosa y la rectificación explicativa, ¡mon frère Stendhal!).]
Es el vértigo, etcétera. (La toma entre sus brazos, calcula sus oscuros ojos que le miran entregada, mensura la intensidad de su abandono, los ojos que se entrecierran embelesados, la boca entreabierta, el tibio aliento (…) Y empieza a oscurecer en una Nueva York aún desconocida, inabordable, temible. Una ciudad que al anochecer, incomprensiblemente, sugiere la existencia de unas gigantescas murallas que la cercan desde los dos ríos y crecen y crecen hasta alcanzar el cielo negro.
Después: nunca deja de sentir ese desmayo cuando revive la tarde de abril del 68, su cuerpo acogedor de matrona feliz, su misma presencia de La Gran Madre Judía… Es, siempre, un desfallecimiento.
Ella, escribe El Escribidor, renegaría atónita de la potencia y eficacia de una inteligencia beligerante (la de él), siempre alerta. Él es gris; ella, la elegida por los dioses, brilla como una luminaria en la noche de los aprendices. Le miraba divertida. Eso le irritaría a él, estaba demasiado en guardia ante los demás. Disfrazaba la suspicacia con la frialdad del carácter. Disimulaba como podía las manías. Esa rigidez atenuaba su ingenio, a diferencia de la otra, temerosa pero lista y llena de certidumbres. Y él, peripatético, que aún no había descubierto el aserto: no te tomes muy en serio a ti mismo, es probable que seas la única persona en el mundo que lo hace. Pero era casi el principio de todo. Más para él que para ella. Luego, la vorágine, las idas y venidas, el sinsentido del final inminente, todo sobrevino demasiado aprisa y todo fue demasiado embarullado. La crónica de después en forma de escritura fortalece una memoria en exceso distraída.
Una punzada de desolación se abate en la sangre: con qué celeridad se disipaban los días, sus luces diferentes y sus actos triviales o encomiables, se hundía el tiempo en el abismo y nos arrastraba con él mientras la urbe amanecía azul, se tornaba amarilla, se desangraba cada noche. Qué cruel alcanza a ser esa medida tan precisa, las pausas de la mañana y la tarde, sus gentes, sus colores y ruidos, la singladura cotidiana repleta de propósitos, tan lejano todo ello al terror y la angustia que se anuda en la garganta del desahuciado para el que ya nada del mundo ni los seres que lo pueblan muestra grandeza alguna. Todo es sólo un accidente. Tu nombre, el color de la piel, tu origen, la apariencia que te significa. La vida es absurda, la muerte le arrebata cualquier posibilidad de sentido. Qué dislate. Entonces la ironía… ¿De qué te sirve el desparpajo ahora? El rostro de la muerte sobresale tras cualquier cosa, envilece cualquier sentimiento. Una desgana física e intelectual impregna todo desde la rabia silenciada, el escepticismo inicial que prevalece ante lo fatídico atenúa algo la causa arbitraria e injusta: en el fondo es una barbarie. No hay resignación, hay derrota. La muerte puede con todo lo imaginable. Incluso anticipándote a ella, precipitándola, puede. A ella, a la guadaña de los milenios primeros y oscuros, no le importa el camino que elijas, tampoco la hora. No escaparás. Esa certeza no elude la lucha, ni el empuje… a la nada finalmente. Qué desastre, qué perversa culminación: creces a la nada.
Su coraje apabullaba. Podría decirse que le obligaba a uno a creerse capaz de superar el listón de sus talentos, pocos o medianos, fueran de la naturaleza que fuesen. “Siempre se puede ir más allá”, afirmaba la judía incontenible. Pero el verdadero estímulo era su presencia viva. Crédulo hasta la médula, él podía seguirla hasta el infierno. La creía porque era real (y sobre esa base rotunda la inventaba mejor).
Un deseo vehemente de destacar en algo le embarga mientras no aparta los ojos de ella, la escucha con indisimulado arrobo: alienta personajes maravillosos en lo más hondo de sí mismo, en él, en cualquiera de las personas que la rodeaban de modo constante, que más pronto o más tarde acabarían revelándose en el interior de todos ellos. Los hacía emerger del sucio y oscuro grumo de los abatidos andantes a su lado: somos plurales, podemos ser cualquier cosa, héroe o villano, soberbio triunfador o perdedor solitario, rebelde y magnífico. Era magnética, hasta predicadora. Esa era la esperanza, crear de nosotros mismos un ser memorable y capaz más allá de resultados plausibles. No había que venirse abajo. Nunca había razón para ello, aseguraba. El proceso hasta ese alumbramiento era la misión más digna, al menos la que justificaba nuestro paso por este mundo. Luego, amabas hasta los mismos tuétanos de la tierra, te revolcabas en ella porque era tu verdadera piel. La tierra es el arte, y el barro su esencia.
La naturaleza es sabia, suele decirse. Nada más lejos de eso. Esa monstruosidad ambulante del planeta es ciega a pesar de las leyes que la rigen. Los errores se multiplican a cada segundo, sin duda en la misma medida que los aciertos y las felices casualidades. No hay una regla que la exima de la torpeza y lo criminal en su curioso avatar, tan dominado, esto sí, por el entramado de sus axiomas físicos y una evolución casi perfecta.
Te hago inteligente, insustituible. Pero yo acoto por un error de diseño el tiempo de tu eternidad y sus afanes. La torpeza del final precoz desmiente toda predeterminación y cálculo: morirás joven. Una chapuza genética. Un fracaso cósmico.
Hoy sabemos que son plurales las formas despiadadas del caos. ¿Lo mitiga algún orden de aspiración humana?
Y bien, toda la clave de su obra reside en el absurdo: no expliques nada. Vive. Y juega. Todo puede ser un juguete magnífico: ilógico, noser. Con las formas será bastante. El caos es divertido, aberrante, imprevisible. Implacable ley física.
Además, ¿para qué mentir? Esto (la vida, sus hechos y sus obras) no puede acabar bien. O sí. Pero la cuestión es que acaba.
Toda mi obra -podría haber dicho, y seguramente dijo solemne alguna noche ya epifánica ante los dioses que la arrebataban de la vida-, se concibió para ser creada y no contemplada.
El absurdo… ¿en qué consiste? Acaso esa sensación nos domine cuando acaece lo impredecible. Sólo eso: lo imprevisible nos aturde y nos sume en el desconcierto. Nada, así, parece tener sentido, ¡pero todo es impredecible, hasta lo más nimio!
“El objeto no es una ficción, es una realidad. Yo subrayo esa realidad, y al hacerlo puedo recorrer en plenitud ese trayecto intencionado, que no representativo, que abarca desde la ironía hasta la tragedia.”
Con ella: un baedeker con el que recorrer la ciudad sorteando sus habitantes que hasta explica una relación épica, un destino.
Del 134 de Bowery al 35 de Vandam Street (con los pies colgando sobre el Hudson, aporreando las teclas de color), otro sagrado lugar.
Una mañana, un día cualquiera, de pronto, investido de la piel de un auténtico newyorker. Ya lleva Gotham en la sangre. Desvía rápidamente la vista al descubrir a un foráneo, un turista. Apestan a cien metros. ¡Qué de milagros!
¡Qué mudanzas!
Y el bolígrafo mortífero, puede ahogarte en su líquido azul como si tal cosa…
Como te muevas… ¡te escribo!
¿Qué tal si esconde el bolígrafo infantil de cinco centavos, deja asomar por el bolsillo de la chaqueta la caperuza de la Montblanc con la estrella rechoncha y blanca a la vista y se dedica a la conquista de la neoyorquina madurita?
“Me gusta que me despierten con un beso en el cuello”, dijo ella sentada a la barra de un bar de luces amortiguadas y adensado del olor apaciguante de la madera noble y el cuero auténtico, en la esquina de la 69 con la Quinta.
“Ese soy yo. Soy El Despertador”, dijo él con el vaso corto de cristal teñido de caoba en la mano.
¿Y suenas y todo?
Fue el comienzo de una intensísima relación de un día y medio que tuvo como único escenario las enteladas paredes de color rosa de un dormitorio en un lujoso apartamento del Upper East Side con vistas (naturalmente) al East River.
pero no de las morosas sutilezas de la seducción (se abrió de piernas nada más tumbarse sobre el esponjoso colchón veteado de rayas plateadas henchido de plumas, ¡para qué perder el tiempo!)
El era noviembre y estaba solo. Ella era una mujer cuya edad ya necesitaba del maquillaje
“¿Cómo te llamas?”
“Noviembre.” 
Un bolígrafo: dos kilómetros de tinta, cien mil palabras: 5 centavos. ¡Joder, qué barato sale el crimen!
-Todos esos elementos inconexos, dispares… ¿logran de veras una fusión artística?
-Todos esos elementos… ¡son un solo elemento!
Hay una cucaracha roja encima de las hojas amarillas emborronadas, cerca del diccionario de sinónimos y la polvorienta Underwood (¿o es una Corona?): “¡Largo de aquí, jodida hembra, este es mi Sancta Santorum!”
Lleva sin afeitar ocho días seguidos y la página volcada sobre el rodillo de la máquina de escribir en blanco. “Un blanco prometedor”, se dice animosamente después de una semana sin ducharse.
¿Cuál es el mensaje?
Uno escribe libros para los que tiene cerca sino para los que están todo lo más lejos posible: para los absolutamente desconocidos.
En ese cuadro… -balbuceó-, he visto un trazo disonante…
Sería un error de pulsación:
en esa página he visto yo un una falta de ortografía…
Analogías: Right After, una escritura plástica como esa endiablada música del jazz que los boppers todavía aceleran más y más haciendo imposible seguir su ritmo con el cuerpo: sólo la respiración, agitada, podía seguirles hasta el fin del mundo.
Con ella dentro del mundo, éste tenía un orden (aunque ella siempre sostuvo que el absurdo era el entramado real de toda apariencia), y él era capaz de percibir una geometría fascinante inmerso en el mismo caos y los disparates incesantes de una humanidad con graves imperfecciones. Ella, su arte y su vida, al justificarlo todo ante sus ojos, reflejaba un orden que él equivocaba al creerlo genuino del mundo:
“En mí no ha habido lugar para el conflicto arte/vida, ese binomio pretencioso: son la misma cosa, algo indisoluble. Me resulta del todo increíble que haya quien entienda la una sin el otro o viceversa.”
Una vez desapareció, lo perceptible volvía a ser despreciable y ruin. Carecía de sentido en una conjunción física y química que se empecina en anular tajante el alma, un sentimiento. Materia, al fin, déjate llevar. Y, después…
Dijo, y fue publicado en el mismo mes terrible de mayo de 1970: “Siento el absurdo total de las obras de los artistas que amo. Y respecto al contenido de mi trabajo, en cuanto a su relación con los materiales que lo conforman, sí, es realmente absurdo. Puede decirse de ese modo. Un  absurdo total.”
Bajo los cartelones verticales de una exposición de interiores holandeses, al pie del lujo corintio de las columnas del MET, una tarde dorada de abril de 1970 perfumado por la primavera de las hojas y las flores de los árboles, dijo (también): “Voy a vencer, sabes. No voy a morir todavía. No moriré nunca.” Y ya el abismo de la nada absoluta se abría bajo sus pies. Exactamente treinta días después se la tragó entera.
Por añadidura, su vida, su arte, su enfermedad, la tragedia de su familia, sólo es aceptable, creíble, desde el absurdo más incontestable.
En efecto, el laberinto de las formas, del objeto, preconiza la enormidad, la verdadera escala del absurdo. Eso será todo. El discurso sólo amplificado por una apariencia que elude lo inteligible. Será una artista genial, una precursora. Un código marino, volátil, sustituye la soflama. Sensatamente, tras él ningún cifrado se agazapa. Es original el orden de su sintaxis. Construye de lo inerte una estrafalaria morfología.
La niña nos ha salido idólatra: sus montajes claman al cielo, una apostasía ininteligible.
¿Qué injusticia hallaron en mí vuestros padres para alejarse de mis mandamientos e irse en pos de la vanidad de los ídolos para hacerse vanos? (Jeremías, 2-5).
Asna salvaje, habituada al desierto, en el ardor de su pasión olfatea el viento, su celo, ¿quién lo reducirá? (Jeremías, 2, 24).
La vergüenza de vuestros ídolos ha devorado el trabajo de nuestros padres (Jeremías, 3-24).
Ya se anuncia desastre sobre desastre (Jeremías, 4-20).
(Pero jamás hizo caso alguno de las advertencias.)
Soy El Testigo. Tu vida ha sido una short story. Yo la contaré a mi modo, pues es así como puedo comprenderte.
Al calor de tu presencia inventada, la pluma se tiñe de neblinas y el claroscuro reinante en toda biografía.
Podemos empezar.
No nos ahorres peligros, pero sálvanos de todos ellos.
Por ejemplo:    
Haberla conocido en 1965, a comienzos del otoño, en Suiza.
A El Informador le acompaña una amiga portuguesa, Jennie Queiroz, una periodista de sobrado instinto que fotografió algunos de los trabajos, menores, insulsos, que la artista había expuesto en la Kunsthalle de Düsseldorf meses antes, y que él no había tenido ocasión de ver. La periodista no dudó en entrevistar a Hesse a continuación, pues las pinturas y dibujos la habían fascinado.
¿Qué puedes contarme?
¿Qué quieres oír?

domingo, 11 de enero de 2015

3

Picasso hace una cabra de cuatro trastos. Una figuración.
Es ingenioso pero… más le interesan a ella los cuatro trastos y poder magnificarlos en el espacio, unirlos por los hilos invisibles de un lenguaje aún por inventar.
En septiembre del 54 la gloria: Seventeen Magazine: “Me interesa el arte sólo como expresión de la vida, de la realidad y el movimiento…”
Ajá…
(qué pretenciosa).
Sus primeras declaraciones sino sulfúricas… de grave peligro.
Escribiré mi autobiografía: ni lenguaje oral ni escrito: soy pura materia, y perecedera, invoco a los objetos como a la palabra, objetos que también puede llevarse el viento. Hasta el olfato pongo en mi obra.
Lo primero: alejarse de todos esos universitarios que casi invisibles por la nube densa que engendran los mil cigarrillos en uno de los apestosos bares de moda del SoHo, te sueltan sin molestarse lo más mínimo en mirarte que “eso es una tontería tan grande que aunque tuviera boca no hablaría.”
Un Holden de ingenio menor: vete al infierno y no regreses, niño.
Prefería tocar la flauta de boj, perder al ajedrez en Washington Square, imaginar dinosaurios.
O prodigaba vistazos a aquellos artistas que se exhibían sin cortapisas en Park Place co-op Gallery (Pop y minimalistas).
¿Quería dibujar carteles?, ¿diseñar sillas, interiores, luces…?
Sale graduada de Yale en la primavera de 1959.
Durante semanas, camina muy erguida.
Pero, ¿dónde está el dinero?
Visible o invisible, está en todas partes.
En manos de los Ganz. Ya los atrapará a su debido tiempo.
Habrá que empezar por el principio.
A los trapos: diseña mantelerías, estampados imposibles.
¿Está usted interesada en la historia?
Todos los domingos por la noche mister Cronkite le descubrirá los grandes secretos y enigmas de la Historia Universal en su exitoso programa “You Are There”, donde se dramatizan los acontecimientos históricos más señalados desde la aparición del hombre y tú, precisamente tú, estás allí, entre el cartón piedra de la historia americana y la leyenda.
La Chica Solitaria del Domingo se compró a sí misma durante unas horas en un tenderete de Canal Street: rebuscaba y burlaba el tiempo, pero…: todo lo amontonado por unos pocos centavos lo tiraba al cubo de la basura del sótano, sin mirarlo apenas, cuando ya anochecía y el tórrido calor de julio empezaba a deshilacharse en una forma acuática que anegaba la charca del alma hasta hacerla saltar por sus bordes.
¿Qué nos está haciendo la propaganda política, la publicidad, los temores existenciales que nos inyectan desde las cavernas ideológicas al tiempo que animan nuestro afán consumista como si apenas nos quedara tiempo antes de morir mañana mismo?
¿Sabes tú, acaso, lo que estás haciendo, artista?
Echaba frecuentes vistazos (con los ojos cerrados) sobre sí misma, reflexionaba acerca de lo que hacía realmente y la supuesta importancia (debía aceptar esa pretensión, de lo contrario ella misma invalidaría enteramente su trabajo) que le otorgaba al llevarlo a cabo y sin embargo… se mantenía confundida en todo momento sobre cuál era su situación y sobre qué podía esperar de ello. No puedo ser escéptica, se dijo, pero tampoco víctima de mi trabajo ni aceptar ser objeto de la incredulidad de los otros, los testigos.
Al museo de Historia Natural. Sube al exterior desde el metro de la 81 con Central Park West: un aire rojo la sofoca entonces, el vértigo le hace tambalearse, cierra los ojos y la negrura parece aliviarle. Los abre de nuevo: la vida, la realidad, el movimiento (dejó grabado a fuego en Seventeen). No mucho más allá, Eldorado, desde cuya azotea mamá emprendió el vuelo al Paraíso.
Todo está bien. Todo es. Todo está mal.
“Sólo veo cine independiente”, zanjó de inmediato con una expresión de desdén.
Pero no siempre es así.
Alterna Mekas, de quien no deja de leer ninguna de las columnas que publica en el Village Voice, con Billy Wilder y Mankiewicz.
De haberlo sabido (nadie en el mundo lo sabía aún), en el 61 hubiera subido hasta el Village, empujaría la puerta del Wha? precisamente esa noche y escucharía a un tal Bob Dylan imitando al gran Woody Guthrie.
Primeros trabajos: destrucción compulsiva de los dibujos de joyería y los diseños para una fábrica textil (primavera del 60). ¡Bien hecho!
¡Borradores, borradores!
Al cesto de los papeles. Al cubo de la basura. A la trituradora.
Qué inexperta: hasta el traje sastre le cae mal.
Currículum vitae: escenarios y tropiezos.
“Mire usted…”, dice después de haberse aclarado la garganta.
“Es interesante lo que dice, pero…”
“De momento lo que más me preocupa es mi experiencia, no mis emolumentos…”
“Nos complace oír eso…”
Marzo del 60: comparte apartamento en el 82 de Jane Street/después, el 9 de la Tercera.
Febrero 61: se muda a un loft Park Avenue South con la 19.
1962: estudio 5ª avenida (acompañando a Tom Doyle, el tío bueno-de-polla-como-dios-manda-con-el-que-se-casó, y que por si fuera poco fuma en pipa además y es guapo y es artista y…).
1963: estudio en el Bowery. (134-135)
Pero dejemos esto… (¡datos!).
Abril, 1961, John Heller Gallery: anticipan los dibujos, las tintas y esas aguadas marrones, grises, negras, el estupor y la maldición de las letales sustancias de los años finales.
Premoniza las ópticas cortas que ha de emplear en sus últimas y aterradoras obras: todo de cerca, nada de lejos…
Prehistoria: no desdeñaba la apuesta.
Más adelante:
Un marido aseado (la medida exacta -el tío de la buena polla-, pero ante todo la estética, el número de oro, divina proportione: guapo, ojos claros que escrutan el horizonte, alto como el cielo, artista, perfecto, y fuma en pipa… y la polla –ya sabemos, seguro que portentosa- de buen americano bien cebado de cereales, chocolate y zumos milagrosos).
1961.:
Usted pone la chica. Nosotros ponemos la casa.
Por entonces, las calles 15 y 16 con la Quinta Avenida, el Village, Broadway, Washington Square, la 42, el MOMA, decoraban el fondo de dos jóvenes artistas recién casados. Luego, Alemania, la epifanía del regreso, la incertidumbre como mujer y artista (como mujerartista), el Bowery, Canal Street (donde se suministra el veneno fatal)…
Un gran desván como estudio. Los buenos lápices de colores, la tinta inmejorable y los caros papeles.
Podemos empezar.
Más que al arte prometido se entregan al ejercicio de amor, que es arte de encantamiento.
Entre beso y beso, meditan la obra del futuro.
Dos genios. Se miran uno a otro. Más aún: se contemplan. Son un lujo recíproco.
Todo para ellos. Y no era bastante: de ahí la escultura, las engañifas sentimentales del arte.
El mundo ante sí, ante estos dos prometeos: tiembla mundo, inmundo (Y que a esto llamen mundo…?)
En el 65 la epifanía: una Alemania temible después de todo, aunque reveladora.
Hesse vuelve a crecer con dolor.
En 1966: ha roto su matrimonio. Al diablo con todo eso.
El genio soy yo, se dice en plena Great Society.
Enero, 1966: “Vete al infierno”.
Esclava de nadie soy. Búscate otra cocinera, un chimpancé con faldas que te ría las gracias y consienta tu arrogancia.
Que te zurzan.
Pero dejemos esto… (Mental Cruelty... podría alegarse.)
Ni siquiera lo va a sustituir por un surfer de la costa oeste con el cerebro de un mosquito pero con una... Se basta a sí misma.
En efecto, 1961: más te hubiera valido casarte con Duchamp y sólo con él: en el MoMa, The art of assemblage.
Agosto, 1966: es otra. Es la que ya era.
Sólo hay que deleitarse contemplando la fotografía de Hujar, Group Picture: esa belleza felina, tan recostada, tan cerca del lecho del suelo, los muslos separados, la boca tan deseable… La bella judía por la que perderías el alma (esa charquita…)
El  más fuerte es el que está más solo.
Se crea un lenguaje: ¡A ver, con los idiolectos que circulan por ahí…! (Y se desayuna con crema de setas y pastel de piña.)
Tiene una obra que hacer. Tiene una idea. Tiene todo el tiempo del mundo. Y ella es inmortal. Manos a la obra. La Tierra en sus manos: su instrumento perfecto.
¿Materiales? Los de mi mundo. Todos… Incluso los que pueda inventar. Y aun otros de mundos imaginarios. III.
Imágenes, sustitutivos, correlatos de esas imágenes, sensaciones, suplantaciones,  sentimientos: siempre hicieron las imágenes su breviario esencial. Etéreas, volátiles: congeladas en el tiempo, detenidas, fijas en el film de la memoria, esa finísima película…
Y… tan perennes, el pasado que vuelve con las brujas y escobas a cuestas, viñetas nunca borradas de un imaginario tan sufriente como avalista de una vida real, física, imbatible ante los años y la nostalgia: las manos mojadas de su madre desgranando las vainas de la verdura, el perfil más hermoso de su hermana una mañana de verano en Coney Island, una luz dorada que se filtra por las lamas de la persiana de madera bajada a media altura y crea una atmósfera de oro en el comedor, y entonces descubre a su padre en el umbral de la puerta, está a punto de salir a la calle, siempre se despide antes de marchar, se ha acicalado como un hombre elegante debe hacerlo: recortado el fino bigote de galán, perfecto el nudo medio-Windsor de la corbata, rectilínea la raya del pantalón de suave franela, inmaculada la negra chaqueta de terciopelo, estudiosamente ladeado el sombrero gris de fieltro, la sonrisa seductora, el misterio (puesto que se va, y nadie sabe adonde, y volverá)...
Sin saber todavía (¿qué iba a saber de sí misma salvo la crónica paciente que su padre como araña hacendosa iba hilando mediante fotografías, documentos, certificados y recortes dispersos?), se figura la inocente becaria mitologías, la identidad sofisticada, la que no era: merodea por el Upper East Side tras los pasos de la Garbo: el mito.
¿Cómo podría explicar mucho después, durante los años de hierro, que le gustara (y nunca dejaría de hacerlo) la Suit de Saint Paul, de Holst? ¿Ella, la que iba a quemar el tiempo con vitriolo, edificar la Catedral Invisible del arte más conceptual y secreto por medio de materiales innobles, impuros, inestables?
Leía lo que no debía: oraba a quien no existía.
¿Cómo iba a confesar sus contradicciones?
A través del arte.
¡Menuda hoguera!: “Eso que haces… ¿es nuevo?”. “Es inventio.”
Rasgos de melancolía ensombrecen el semblante de la joven judía, manifiesta una torpeza rara ante las insidias del pensamiento que suelen sobrevenirle. El pensamiento… que lo es todo, que es nada, que al cabo no es sino una componenda química encauzada por los rituales de la vida diaria:
escapaba con todas sus fuerzas de lo reconocible, necesitaba hacerlo de cuando en cuando:
iba a South Ferry
muy a solas, desembarazada de lo superfluo (una aventura).
A principios de los cincuenta en Staten Island una neblina misteriosa y lánguida envuelve las orillas de las playas desiertas, oscuras y frías del otoño, tan prometedoras precisamente por esa razón.
Busca chinas en la arena.
Ahora Nueva York se halla al otro lado del mundo.
¿Estás segura que quieres sufrir…?, ¿eliges the hard way?
Debe hacerlo. Es su particular camino de rosas.
Se pierde en las líneas más sucias y amenazadoras del metro.
Recorre como si tal cosa las calles nocturnas llenas de asechanzas,  deliberadamente indefensa, a solas.
Abre su pecho a los peligros del SoHo.
¡Se adentra en la húmeda oscuridad del Bowery! ¡En los 60!
Mastica látex.
Respira polímeros.
No cree en los milagros.
Y sin un revólver en el cinto.
Ella, la más rápida al oeste del East River.
Algunos importantes asuntos ayudan a sus sueños, al raro pensar en la gloria (¿?): por 25 centavos pasa las horas viendo películas clásicas del cine en el MoMa.
(Pero lleva bajo el brazo Film Culture.)
Anger: “El cine emana del mal”, previene. Años más tarde, escribirá libros “amarillos” de masiva venta por los escándalos que destapa debajo del celuloide: sexo, asesinato, drogas y un scope más bien chillón.
Antes: Lucifer Rising.
Treinta Monedas ya anda de criminal con el bic en la mano, zascandileando por el Nuevo Mundo con una vieja Underwood escondida en la mochila a la espalda (¿o era una Corona?): inventa, se imagina… el loco, el echado a perder: fabula.
Apresúrate a conocerla mejor. Las cartas están marcadas: se halla en manos de un tahúr de la peor especie que ya le tiene ganada la partida. No, no es ella una damisela de falso recato recién excretada de Le Rosey con años y años luminosos por delante, de alma y guantes de seda: se mancha las manos, la marean la química y los óxidos, y su mente chapotea en fangos indescriptibles a los que sólo puede dar forma: esa mierda que arruga las naricitas respingonas de las amitas de casa neoyorquinas anónimas, prescindibles, muertas y perfectamente olvidables.
Aléjate de los parques, gruñen los demonios interiores: la calma pretendida de sus bancos de hierro o madera (a elegir) bajo la copa de los árboles limpios por la lluvia nocturna, ahora pacíficos y relucientes por el sol, sólo presagian tu atonía, descargarán la maldición, ¡oh, Los Hombres de Cabello Blanco de los Parques y el libro disimulante!arquParquesParques
Él: El Mendicante al principio en la urbe desconocida y extraña da palos de ciego y recibe la tunda que se merece.
“¿Podría indicarme, buen hombre, piadoso neoyorquino, dónde echan New York Diaries?”
“¡Que te jodan!”
El Acompañante Invisible (más tarde).
Y miraba a través del Tercer Ojo. El Analista.
El Testigo, el negro:
La soñaba en el 65.
La soñaba en el 67. ¿Existe? Pero ¿existías tú?
La sueña en el 2013.
La sueña en el 2014.
La soñará en el 2050 (?!).
La palpaba. Era de carne y hueso.
Pero eso fue después (?), en el 68.
Nada parecía indicarlo: estaría perdida entre los más de doscientos millones de habitantes de los Estados Unidos de la época. Los diez de Nueva York (los cinco de Manhattan; los dos de Brooklyn, los del Bronx, los de Queen). Pero tampoco nada decía lo contrario: vive, crece, estudia y trabaja en un barrio universal, Manhattan: dos millones de hormigas hacendosas; también, entre ellas, algunas triunfadoras y muchas pordioseras, decenas de miles con la lengua fuera y los zapatos agujereados.
Una Nueva York próspera, esperanzada y… feroz. Un arterial e inmenso barullo de estímulos. O todo o nada. Es así de sencillo.
Cien años por delante. En la capital del mundo.
¿Y él?
Ya con los pies en Nueva York (1968, 1969, 1970, 1971) secundaba perruno a Jennie (la mano de Virgilio) que enarbolaba los ojos negros (verdes, intercambiables) de cristal robando sin cesar almas y espectros, la dureza de las piedras, los espejos de las fachadas, las ilusiones del acero y los neones… Todo acababa en la cámara oscura, en las tripas de la Nikon.
Mas, tres eran.
¿Quién es el tercero que camina en todo momento junto a ellos?
Sólo estamos tú yo, esa es la cuenta, dijo.
“¿A quién buscas?”, preguntaba Jennie al verle ensimismado, ausente en otro universo.
A nadie.
Pero delante, sobre el camino blanco, siempre hay alguien que camina a nuestro lado envuelto en oscuro manto, hombre o mujer, perro.
Pero ¿quién es quien a tu lado va?
La descubría en las calles atestadas o en las avenidas interminables. La aislaba de entre los edificios y la marea de automóviles, los flujos incesantes de transeúntes, la destacaba por encima de los anuncios luminosos y las proclamas vistosas en grandes cartelones de hierro, la enfatizaba de lo populoso, estridente, la definía de entre una multitud neoyorquina avasalladora, de una indiferencia tumultuosa que a él no podía sino antojársele hostil. Una tarde, harto de estudiantes ociosos y el desfile insultante de sus cuerpos soberbios en el parque, del espectáculo de una juventud desinhibida que ya le quedaba lejos, escapa de una brisa convertida de pronto en un fuerte viento que parece nacer de la misma grisura del Hudson, atraviesa Riverside cansino y derrotado, pues piensa en su alarmante desnudez frente a ella, su irrefrenable sensación de precariedad. Entonces la descubre en la avenida Ámsterdam, cerca del cruce con Broadway; va acompañada de una amiga, un borrón confuso y despreciable, pues él siempre ve a Hesse a solas: viene en su dirección, atrápala, se dice, déjala libre, magnífica, para ti, tan real e invisible como el aire, para nadie más, qué se creen. Vístela a tu gusto. Pon en sus labios las palabras que deseas oír. Que nadie  sospeche lo de más adelante. Nadie cree del todo aquello que le es contado. Sin las credenciales que otorga lo palpable, lo evidente, todo acaba en papel mojado.
La primera vez que la siente junto a él, que sabe de sus huellas, sus lugares, su suerte, los años de después:
Abril de 1968.
Se halla en el vértigo: endeble y altivo, pero lo más lejos imaginable de esos iron workers que han construido la ciudad de los sueños: a él el mero hecho de alzar la vista a lo alto de los rascacielos le marea: desleído en la nimiedad. Y sólo es un espectador.
Aún está descubriendo el inmenso olor de las encrucijadas de la ciudad, el que emerge del vapor subterráneo de las calefacciones, de las rejillas de los respiraderos del metro, el tufo que escapa de los bares de neón y de las cafeterías tubulares, la sombra olorosa que arrojan a las aceras los inmensos vestíbulos metálicos y marmóreos de los rascacielos, el humilde de la golosa papelería que adensa los espacios de sus grandes y pequeñas librerías, el de la piedra de las calles tumultuosas, el aire de cemento, el frío de cristal, el de la losa desnuda del acero…
Le aconsejan: aquí el dinero vuela rápido. 

viernes, 2 de enero de 2015

2

Sin embargo, ellas, las dos hermanas, seguían bajando la vista, oraban y respiraban el espeso aire de la sinagoga decorada con vidrieras azules y amarillas. En verano: al campamento judío. Una suerte de aprendizaje para el kibutz, si se diera finalmente el caso.
Te amarán si eres hermosa.
Pero, ¿podrás amar tú?
¿Quién soy yo?, se pregunta sin apartar la mirada del espejo hasta que finalmente ya no se reconoce en él:
Yo… soy otra.
El lenguaje es algo muy diferente a las palabras: éstas exigen un orden, y aquél es una pretensión.
Pero aquél se vale de éstas.
Son éstas las que desarman a aquél.
Las usurpaciones.
Papá se casa de nuevo: sepulta a la pequeña Evchen bajo una intrusa Eva Hesse: la madrastra del cuento.
¡Pero hasta se llama como ella! ¡No quiero un doble!
¡Maldita perra!
Créate una vida. ¿No se ha dicho que mejorar el estilo es mejorar el pensamiento?: créate una ficción.
El Arte es La Guarida Perfecta.
Chitón, y la vista baja. A nada imites. Klee: eine Zwischenwelt.
Y ahora hay que asignar nuevos papeles en este Gran Teatro que en su acto final siempre acaba como un guiñol inocente y sin significados complejos: corta los hilos, corre el telón. Queridos niños, volved a los sueños. Creed que sois artistas. Ved el mundo como un decorado de cartón y de trapos tan minúsculo como el que se alza ante vuestros ojos en este pedazo del parque envuelto en la grisura de la tarde dominguera que ya muere.
El cartel admonitorio se había erigido hasta en la más pequeña calle de Hamburgo, poco antes de escapar de la quema:
JUDEN
Sind in dieser Ortschaft
nicht erwünscht!
Y también en los cincuenta: una buena hoguera de libros y si hubieran podido hasta de leftists.
Los cincuenta:
Señor Hoover, ¿existen realmente Los protocolos de los siete sabios de Sión?
En el noticiario de Murrow, en la CBS, El Gran Defensor de la América Libre el senador McCarthy proclama “su peregrina inocencia, su razón histórica y la culpabilidad de todos los otros, los enemigos de los americanos de buena fe”.
La América Fuerte se asienta sobre cimientos de oro (mucho más fuertes que el acero) y el ojo vigilante de Joe McCarthy.
Leve sería la purga, pues el Poder se reviste de mil formas, y todas adecuadas.
Todavía:
Celebran felices aniversarios repasando y leyendo The Jewish Family Year Book. Pasan las páginas casi sagradas mientras aspiran el benéfico aire de libertad que proveniente de los huecos de ladrillo sucio de humo de las ventanas abiertas hincha sus pulmones.
Abre las páginas del libro grande. Mira las ilustraciones: estatuaria griega, el arte antiguo. Inmortal. No del todo: al paso de los siglos los campesinos rompen en pedazos las esculturas para levantar muros, fortalecer bancales de piedra seca, alzar paredes de mármol en la montaña provisora de alimentos.
Retrasa el miedo.
¿Por qué creces? ¿Qué diablos es esta desconcertante materia con poder de metamorfearse, de evolucionar carnosa e intelectualmente?
Aviva el futuro: envuelto viene en papel de regalo, satinado y  de colores brillantes (plata, azul, rosa…)
Las ilusiones de lo venidero se alimentan del estiércol que sedimenta el pasado.
A los cinco años los colores huelen: huele la mañana líquida del verano, las tardes aburridas del otoño, la oscura luz del invierno, la noche amarilla y eléctrica, el amanecer de piedra.
A los siete descubres que los adultos están locos: exactamente, ¿qué hacen?, ¿cómo se las arreglan?, ¿de qué hablan?, ¿qué conspiran?, ¿qué se creen?, ¿POR QUÉ HAN CRECIDO?
A los nueve años eres peligrosa: ya no hay preguntas: el fingimiento entra en acción.
A los diez años de la edad cuaternaria todo ha acabado: sabes que las puertas por muy pesadas que sean se cierran a lo desconocido y se abren a la desilusión.
A los once años todo son terrores.
“Veo un monstruo”, dice.
¿Un monstruo?
Lo repite innumerables veces.
Pasan los días, las semanas.
Ve un monstruo.
El psicólogo apela a oscurantismos y a los fáciles traumatismos en la conciencia infantil: la madre, la ausencia, la madrastra, la raza culpable (¡matar a Dios!)…
Al final, descubren la verdad: no habita en los sueños, no hilan su angustia las pérfidas pesadillas y los delirios nocturnos, no viola su inocencia endriago o espantajo mientras duerme.
Todos los sábados acude con unos familiares a Central Park. Antes, la recogen en la 56. Y al cruzar Times Square, asoma el monstruo: el cartel con la enorme cabeza (tan grande como una casa) de El hombre de Camel que, entre letreros de neón, cada pocos segundos expulsa humo de verdad por la boca.
Un dragón a la luz del día. Preside festividades. Crea los miedos futuros.
A los once años: sé una buena chica y en un par de años más búscate un novio correcto, un buen americano, un tipo decente, un Scout Águila. O así.
Sin embargo, durante unos años más aún se le vería sobre su cabeza el pollo (y el alma inocente).
“A tu salud”, y se bebe un par de San Franciscos. O más. Termina emborrachándose (?). Sería la granadina.
¿La televisión? ¿Una magia? No está una por los portentos que comparten decenas de millones de otros seres humanos. Una no se maravilla así como así, se alegra de que el aparato funcione sin más ni más, sobre todo si están emitiendo tu programa favorito. Eso es todo.
¿Cómo se creó el Universo? De un estallido de cólera. Alguien se enfadó.
Esas ventanas encendidas de la noche de Nueva York no son, aunque a ti te lo parezcan, ojos que vigilan tus andanzas (imaginaciones) de adolescente judía insomne: son, como has descubierto ahora, al final de todo, huecos a una gran tristeza, rendijas al absurdo temporal que es la existencia.
En el dormitorio del padre y la madrastra. Encara las dos lunas del armario ropero. Adopta posiciones: se multiplica diez veces, cien veces, mil veces… perdiéndose en el fondo verde y marino incontable, inalcanzable, el país de las hadas de gestos parsimoniosos y miradas de lánguidas aguas, el bello fango traslúcido que la atrapa con sus manos de terciopelo.
Ella es La Niña de los Grandes Ojos Negros.
El ocaso tiñe de rojo los rascacielos del Lower como si de pronto fueran a calcinarse hasta derretirse por completo y acabar pulverizados en el suelo, un polvo de óxido que se confundiera con la superficie cenicienta del cemento de las aceras… pero todavía, en esta época pre-Moses, en Manhattan se alzan casas unifamiliares de dos plantas y edificios de ladrillo rojo siembran de colorido grandes zonas de los distintos barrios de la ciudad: el lechero aún llama a tu puerta.
¿Quién es mi niña?
¿Quién va a ser?
¡El Capitán América!
¿Y quién no?
Viernes noche, los cincuenta: Sam Spade incendia las radios nocturnas. Sábado noche: al drive-in.
¿Qué quieres ser de mayor?
Toda obra artística o literaria en el fondo no es sino la dolorosa y conmovedora reivindicación del preso que en los muros de su celda escribe la patética leyenda “Yo estuve aquí”, como  afirmación de una existencia que sabe abocada a la soledad, al olvido, a la nada, a la mistificación.
¿Qué quieres ser de mayor?
Quiero vivir en un apartamento antiguo (pero no viejo y no pasado de moda), en un edificio de la calle Setenta y tantos Este (la Setenta y ocho, por ejemplo), que tenga vistas hacia la mitad de Central Park, ser una buena vecina de la señora Glass y sus muy exquisitos e inteligentes hijos, salir con ella algunas tardes a tomar el té y merodear por Lord&Taylor, Saks o Bonwit Teller. Por supuesto, tendría el apartamento lleno de libros y otros maravillosos objetos. Me ganaría la vida pintando o escribiendo. También iría mucho al teatro y disfrutaría de grandes momentos de ocio.
En los primeros cincuenta ir a Coney Island era una aventura en la que lo primero que saltaba a la vista era la mañana acuática y azul, cuando en sus tempranas horas se absorbía por todos los poros de la piel un aire limpio, nuevo, aún fresco, pleno de promesas. Ni siquiera la espera en Columbus Circle, el metro atestado de niños, los adolescentes ruidosos y adultos festivos de la línea D y un trayecto que se hacía interminable hasta que durante unos pocos instantes los vagones salían al exterior mientras atravesaban el puente, lograba aplacar las ganas de acudir allí todos los días del pegajoso verano de Manhattan: un millón de bañistas luchando por apoderarse de un palmo de terreno con un sándwich de cebolla frita y salchichas en la mano. El día era eterno, y en la piel se sentía el aire caliente, perfumado y húmedo, y  en los ojos y la mente infantil se comprimían el largo paréntesis de la vida y todo su montón de visiones, sensaciones, sentimientos, alegrías y pesares en ese breve lapso de tiempo que mediaba entre la llegada a las olas mañaneras y la marcha aletargada hacia la oscura boca del metro. Sólo el regreso al atardecer, cansino y un poco triste, denso de olores y humanidad, disuadía de repetir al día siguiente la correría. Pero al llegar a casa, la noche calurosa y agotadora, la cena poco apetitosa frente al televisor y la ventana abierta de par en par a la calle y sus ruidos nocturnos y su olor a alcantarilla, renovaban paradójicamente la ilusión de volver a la mañana siguiente a la playa y merodear sin rumbo por las barracas de feria y las múltiples atracciones del parque, saturado de olores a fritangas y cremas protectoras y refrescado por la brisa a ráfagas proveniente del océano que hacía volar entre las piernas desnudas papeles y envoltorios. Ay, mañana…
La pequeña Evch
Todo son contradicciones, pequeñas venganzas de Yahvé en tierra de gentiles.
Sus pequeñas orejas, libres del gorro invernal, en el aula bien caldeada de secundaria, reciben como bofetones las invectivas que el calvinista Jonathan Edwards prodiga en los libros de textos para todos los alumnos blancos y negros, judíos y ortodoxos, católicos y budistas: viles e impíos israelitas… (hasta parecen mascullar las líneas elevándose de la página colérica).
Pero papá Hesse le espera en casa con la Tora sobre las piernas y un antiguo ejemplar asepiado de un Lebanon Light encima de la mesa. Se trata de dogmas: el Tiempo ha de pasar, y cuando crezca se habrá convertido en la anti-dogmática por excelencia: el arte es un lenguaje universal desde el que profesar la apostasía más liberadora.
Papá El Vendedor de Pólizas, este hombre sólido y culto, El Buen Judío Alemán, es uno de esos tipos que no es que reflexionen sobre su pasado, es que huyen de él. Este abogado ahora americano sin estrado no deja de pensar, mientras calcula primas de riesgo, que el pasado es lo que se halla en el interior de uno mismo y no lo que has dejado atrás.
Mucho después de ese pasado (engañosamente después): en septiembre de 1946 la niña de oro ya elegida por los dioses logró reunir los 44 números de Ha, Ha que habían llegado a los quioscos hasta esa fecha. A 10 centavos el cuadernillo: 440 centavos: 4,40 dólares en total. Observaba el rimero, que casi alcanzaba la altura de sus rodillas, ante la recelosa mirada del Dad, que por una vez no sabe qué pensar de su hija. Pero la pequeña compiladora lo que más admiraba ahora no era el contenido ya archisabido de los sobados ejemplares, sino el volumen ascendente, con vida física propia: una instalación (y los colores del pasado), lo familiar de las historias, recordar los chistes, las viñetas, tal vez el momento de la lectura, los olores, aquella vida tan reciente e intensa…
¿Qué quieres ser de mayor?
Eterna.
Un tipo delgado y de expresión malhumorada, de mirada espesa, ataviado con una ropa oscura y polvorienta que parece despedir olor a desván cerrado durante siglos, con un casquete en la coronilla, los ha contado: 613 mandamientos.
Estupefacta debió quedarse la que sería La Mayor Iconoclasta del Arte.
Fuera de los muros, es de todo punto imposible acatar las prescripciones.
El violeta es el color de la sabiduría.
Preludia la noche. Y antes de los sueños, el pensamiento, la reflexión…
¿Aún de niña y en esas estamos? Difícil de creer.
Hola, fantasía.
Estaría bien ser astronauta. Una nueva profesión nacida en la década de los cincuenta. Especialmente indicada para niñas de trece años. Era su secreto más íntimo, su sueño más descabellado y, por tanto, más hermoso (¡la de panorámicas que habría allá arriba!) Hasta que un día se enteró merced a un alma caritativa que el líquido que consumen los viajeros del espacio es orina y sudor reciclado. Puaf: vuelve a poner los pies en la tierra.
A los quince años: ya eres muy mayor.
Pero cuida las reglas y las emociones.
Lo judío, el estigma, el peso de la culpa…
Por la noche, frente la TV.: Studio One.
Porque aún es La Chica Que Nunca Sale De Noche.
¿Qué te lleva al arte?
El vacío:
Existe una manera de re-crear el mundo, de hacerlo invisible en sus torpezas y malandanzas.
Va a rellenar ese hueco, ese batiburrillo al que va a saber ponerle nombre de una vez por todas.
Como ella es evidente, creará una obra de claros perfiles y oscuras intenciones.
¿Adónde vas, sacrílega?
Exposición en…: “Cogeré el tren”, dice.
¡Conserva tu celo y respeta el sabbat!
¿Saldrá adelante?
No es una paria pero… tampoco es who belongs.
¿De la tribu de los Vanderbilt, de los Kennedy, de los Belmont, de los Morgan, de los Carnegie, de los Astor…?
No…
De la tribu de Israel.
La madre.
La sombra de Hamlet.
La palabra de agua.
La verde bruma del bosque.
El olor tibio de la sábana blanca.
El olor de la lavanda.
El aroma marino de la mañana azul del verano.
Un año después, el Gran Teatro del Mundo vuelve a alzar el telón.
La vida sigue.
Enero:  no busques a mamá en la fría y nevada Times Square del 47. Dejó la comedia de la vida que… sigue.
(En el Astor: Cary Grant, Loretta Young, David Niven: The Bishop’s Wife.)
Madre que nace y mata a tu hija.
No saludes a la tristeza: tampoco llevas en el alma la supuesta culpa de haber sobrevivido al lager. “No estuvo allí”, podría rezar tu epitafio.
En Central Park, que era como viajar fuera de la ciudad, le gustaba atravesar el lago por el levemente empinado Bow Bridge, en dirección a Cherry Hill: cerraba los ojos, que no acabe nunca, que no acabe nunca… pero el arco de llamativo hierro forjado terminaba demasiado pronto, le hacía descender aprisa, mucho antes de que empezara a soñar, y entonces se encontraba con… lo de siempre: hora de volver a casa.
Las cosas, mejor en serio. Empecemos por el principio: el arte es una mercancía, una puede vivir de él, es un producto a la venta como cualquier otro. Manos a la obra:
Se necesita marchand
Buen mensaje. Y ahora las advertencias. Aclaremos las condiciones. No vayan a creerse…
Con seriedad, así de sencillo. Acudirán como las moscas a la miel.
Si lo sabrá ella.
Una sabe lo que se hace: “Hablamos del 33%…” (estrictamente, ni un punto más).
Atentos:
-¿La señorita Eva Hesse?
-La misma.
-Me complacería muchísimo vender sus obras, mi querida amiga.
-Deme su tarjeta, señor…
-Durand-Ruel. A sus pies, madame.
-Muy bien, señor Durand-Ruel, ya me lo pensaré.
-¿Con quién tengo el gusto, señor?
-Me llamo André Level… Dispongo de grandes espacios para exponer sus obras y representar sus esencias de artista plástica allá donde fuera menester
-De momento bastará con su tarjeta.
-Como guste, madame.
-Merci.
-Merci, madame.
-¿Sí?
-Vollard.
-¿Vollard?
-El mismo y sus zapatones, mi querida señora. Tiene usted abierta la puerta de mi casa en la rue Laffitte.
-No me gusta su cara, señor Vollard… Tiene cara de pillo. Buenas noches y hasta nunca. Y si alguna vez aparezco por la rue Laffitte será para hartarme de comer pasteles con miel y nueces.
-Madame, ¿eso es todo?
-¿Le parece poco?
-Me parece… poco parisiense.
(Pues aprenda a hablar en neoyorquino.)
-¿Sí, dígame?
-Kahnweilwer…
-Ajá…
-Mire…
-Creo señor Kahnweiler que usted y yo nos vamos a llevar muy bien.
-Me alegra oír eso, miss Hesse.
Peggy Guggenheim, Castelli, Parson, Egan, Julien Levy…
-¡A la cola!
-¿Marlborough Galleries?
-Podríamos entendernos… Pero tendrán que esperar. Déjenme pensarlo.
En realidad, no es nada difícil. Se trata de una formulación que no exige excesiva dialéctica:
a)   valor de la obra comunicado por el artista;
g)   valor de la obra tasado por la galería;
vp) valor de la obra alcanzado en la venta.
-Dígame, señorita Hesse: ¿el valor estético ha de subordinarse al valor económico?
-No sabría qué decirle… Yo sólo soy una artista. Son muchas las cosas de las que no entiendo nada. Yo estoy entregada a mi arte… Es lo que me importa.
Claro.
(Pero implora a todos los dioses que aparezca un Mellon que le compre toda su obra y, además, le construya un edificio para su exposición pública.)
Huye El Perseguidor de los parques, donde no puede estar ella encerrada en el estudio aplicada y absorta en sus tareas de artista apresurada, y donde puede encontrarse el futuro rancio de Los Hombres de las Manos Vacías, ignorantes del Tiempo, vencidos en Los Parques de los Niños Muertos y Los Perros Vagabundos, darse de bruces contra toda esa nadería (tan letal).
Por esa época aún podías descubrir olmos en los patios traseros de algunos edificios de las afueras de Manhattan. Y, sin duda, en muchos de los de Brooklyn. Queens sólo era un boceto, un futuro tristón, de calles anchas y almacenes destartalados, un paisaje urbano aún desolado.
Habla del día de mañana. El pasado no ha sido amable. ¿Lo será el futuro?
¿Lo es el presente?
Sólo puedes inventar lo porvenir (que graciosamente puede vejarte o aun matarte sin miramientos).
¡Oh, Mujer, mata a la madre, despoja al padre!
Tómate un helado. (“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”)
El pasado no ha sido amable.
Ha sido traicionada.
La madrastra.
Años después, 1970.  De nuevo sola (a solas con el monstruo que se pasea por el interior de su cerebro):
arropada entre las sábanas del invierno, sintiendo la nieve de afuera que cubre las frías y negras calles, recuerda ese personaje de Faulkner que descubre que su padre ya le había hecho el mayor daño al darle la vida… Ahora poco más había que temer de él… “Ahora, la culpable soy yo…”.
Daddy, qué buen alemán se perdió por ser judío: desde el cálido y confortable hogar hamburgués atento habría estado a los avances incontenibles de la Wehrmacht en el frente ruso silbando por lo bajo el poemilla de Leip  musicado por Schultze.
Arrival.
A tiempo de los iconos llamativos e inocentes: el cilindro tricolor de hipnótico movimiento a la entrada de las peluquerías; la puerta de las tabaquerías custodiada por el lacónico y majestuoso cigar-store indian… ¡Cuán extraños símbolos! 
El parque dorado o blanco, rojo o verde: donde corren, pasean y dejan pasar el tiempo los que tienen mucho (son los fugitivos del parque, simples sombras que se deslizan veloces) o poco que hacer las (frustradas poetisas, las amas de casa desesperadas que han perdido el dinero de la comida en la lotto, los hombres tristes de pelo blanco sin nada entre las manos -ni un periódico viejo y amarillento que disimule su postración-, expulsados de los hoteles baratos del Lower hasta el mediodía, los mirones del día que languidecen al sol hasta la noche…)
En Nueva York el exilio dura un instante: aun con las maletas en la mano, al cabo de dos pasos sobre el empedrado de los años cuarenta la familia Hesse allega a la condición de emigrantes en busca de La Tierra Prometida. Tres pasos más y los orígenes son cuatro legajos sin importancia en el Nuevo Mundo y un álbum con las rancias fotografías familiares de unos antepasados muertos y difusos. Sin embargo, en ese crisol indefinible de todas las razas, también existen una clasificación animal más que social: a los neoyorquinos de una generación (irlandeses, polacos, armenios, alemanes, suecos, italianos, rusos, negros, portorriqueños, judíos, holandeses, mexicanos, chinos, turcos…) los Hesse se les antojan unos advenedizos de Manhattan o del barrio judío de Williamsburg al otro lado del puente.
Primero un aparato de radio RCA; luego, el coche familiar. En seguida un aparato de televisión de veintitantas pulgadas. Y habrá que empezar a aprender a cortar el césped…
Y algo más: Rosa Parks se niega a bajar del autobús
Los tiempos están cambiando.
Qué te parece.
Oh, qué bonito: las hermanas Andrews.
En este país tienes que bajar la vista para ver TV.
¡Qué Gran Melodía Americana! ¡Uaaaauuuuuuuuuuuuuu!
¡Mátese en un Chevrolet, el coche de los jóvenes!
Fortalezca sus arterias saciando su hambre (sea blanco o negro) en Kentucky Fried Chiken.
Fume Cherterfield: sus pulmones se lo agradecerán.
Technicolor: TELÉFONOS BLANCOS.
Ejércitos de muchachos negros comandados por la señorita Elizabeth Eckford invaden los institutos y se atrincheran libros en mano como armas arrojadizas entre los pupitres.
El arte… Dice su padre, y mueve la cabeza resignado… El arte del siglo XX, el tóxico, la ponzoña del espíritu.
Ella, la pequeña… (etcétera) se desconcierta ante la insolencia paterna.
Podría contestarle, si en lugar de hablar…
¿Pues no es arte todo lo que ve? En sus ojos está la magia. La técnica es el simulacro.
¿Quién es ese tipo?
La llave: un tal Beuys: Düsseldorf, 1965 (todavía habrá que esperar). Beuys: ¡su santa Croce! (Casi muere de éxtasis.)
El arte y la vida son inseparables (pero la vida de ellos: la realidad… ¡Es tan diferente!)
Esconderse era su juego preferido antes de la Era de los Saltos al Vacío.
Imaginaba el bosque más intrincado, mágico, de llamativas espesuras y de arbolado fantasmagórico bajo el cielo azul pálido surcado de nubes deshilachadas en franjas atravesadas de un dorado antiguo. Anegados por una luz de verde apagado y oro crepuscular los troncos y las ramas trabados en múltiples enredos parecen trazar un alfabeto retorcido, oscuro y, sin embargo, tan sugeridor de leyendas, arrebatos sublimes, amoríos y besos apasionados, muertes gloriosas. Años más tarde descubriría materializada, como atisbando por una grieta, esa otra realidad que se empeñaba en acompañar subrepticiamente la realidad exterior en su anodino discurrir, que avivaba algo ese amorfo y convencional escaparate de los días del presente infantil y eterno que aquella realidad oculta combatía a brazo partido: Atalante y Meleagro cazando el jabalí de Calidón. Era un cuadro de Rubens, el pintor que menos le gustaba de su época. Pero le hacía fantasear.
(Todo parecía ajustarse en el inmenso rompecabezas de piedra que ella iba armando laboriosamente: se acoplaban los centenares de fragmentos, emergía la gran figura poco a poco: sacrificio, heroísmo, la epopeya, los dibujos...)
De pequeña le encantaba hacer listas. Y de mayor. Hasta de las cosas más fútiles.
Addler.Behrman.Bellow.Berenson.Berkowitz.Bernstein.Brining.Butterweisaer.Cahan.Calis.Cohen.Cournos.Deutsch.Drachman.Feinstein.Ferber.Fineman.Frank……. Winslow.Wise.Yezierska.
La Alicia real que era ella miraba fijamente la imagen reflejada en el espejo durante interminables minutos hasta lograr abstraerse de lo que veía de tal modo que al final vaciaba su mente de cualquier definición o concepto: era su imagen pero ya no era ella. De adulta, invertía la conclusión: era ella pero ya no se reconocía en la imagen.
“Pues esta es toda mi teoría del arte”, se dijo. La clave, por así decirlo, que desentrañaba sus intenciones.
Ítem: Comprendió en seguida:
huye como de la peste de los lugares comunes,
del bodegón,
del retrato,
del paisaje,
de las marinas tumultuosas,
de las academias…
todo ese tratado aristotélico, el Topiká de las Artes (Bellas).
Modosita, alguna licencia rebelde, nada grave: no es ella, ni siquiera, como ese personajillo de la novela de William Faulkner que lleva muchas veces escapándose de casa pero siempre vuelve a la hora de las comidas.
Estoy sentada en la cima del mundo…
Y voy rodando
Voy rodando
Voy rodando…
No es una colegiala, pero se emociona: el mundo en colores. Como debe ser. La NBC lo mete en casa. Ahora la adolescente, sueña mejor. Compra las barras de carmín en una Five and Ten.
Le da un buen bocado al bagel (sin dejar de andar para ahorrar la ficha del metro): “Sobre blancos manteles de hilo, con cubiertos de plata, en vajillas inglesas, sorbiendo los mejores vinos en cristalerías Schott, he de comer acariciada por la luz de las arañas resplandecientes.”
1949: “Voy a patentar un color… Sólo para mis ojos… El color verdeagrisadoazulvioleta…”
“Magnífico.”
“Eso es lo que voy a hacer.
1960: Se patenta el IKB (International Klein Blue).
¿Qué hacemos con tu pelo? Su naturaleza y calidad permiten que pueda prestarse a cualquier ocurrencia estética.
Una cabellera puede esculpirse, adaptarse a la forma del pensamiento más aún que a la máscara del rostro.
¡Qué de horas frente al espejo! ¡Qué de personitas brotando de la luna del armario!
Eva con la melena lisa y la raya en medio, los grandes mechones frontales moldeados hacia dentro, el tono oscuro y brillante; Eva con el pelo largo al natural, de graciosos movimientos, de escaso corte de tijera; Eva con media melena y flequillo hasta las cejas; Eva con flequillo corto y recto, de corte geométrico; Eva de nuevo con la melena al viento, una larga cabellera de medido relieve que se enrosca en atractivas ondulaciones; Eva con el pelo corto, de flequillo alargado, peinado en bloque a un lado (el izquierdo); Eva con el pelo corto, de flequillo alargado, peinado en bloque a un lado (el derecho); Eva melancólica, la mirada dulce, recogida la suave cabellera en un moño bajo y trenzado, romántico; Eva al estilo pixie, con el frontal que casi tapa los ojos…
Quizás el sexo resolviera estas pausas temibles, este maldito mal olor:
“Por entonces una chica lista tenía en la mano pecadora el informe Kinsey y en la otra todavía más pecadora Human Sexual Response, de William Master y Virginia Johson.”
¿Sería bastante para excitarse?
Mientras tanto, se viste como La Perfecta Joven Americana: la ve venir hacia él a paso ligero, con la mirada azul oscuro casi negro de sus ojos al frente, esbozando una sonrisa de sorpresa: viste un jersey azul celeste con dibujos jacquard y una falda larga de pana verde botella.
Mientras tanto, ella a lo suyo (y eso que se halla asediada por ese tipo de damas que van y vienen hablando de Miguel Ángel…)
Mientras tanto la vida, las estaciones, la nieve, la lluvia, los árboles verdes, el aire marino del verano, la vida… (eso que
pasa…).
Y, ojo: cuidado con ese cuerpo judío, decente y sano, asediado por el donut y el chocolate y los cereales azucarados americanos, no lo cebes demasiado (deberían llevar una advertencia esos taimados envases y envoltorios de papeles brillantes como el pecado más tentador: BACK AWAY, FATTY).
“Hola, gorda”, te dice el espejo cada mañana. El vómito está bien, pero… ¿Qué tal si sólo hueles los alimentos? Que se sacie tu nariz, no tus muslos ni tus nalgas. Al paso de los años, las ocurrencias han de ser tan verdaderamente ingeniosas como el arte de su tiempo: gafas con lentes azules, lo que convierte la comida en poco apetecible; una docena de galletas  y seis litros de agua a sorbitos al día (receta mágica quitahambre); dieta respiracionista: se puede vivir del aire y el sol sin mayores alharacas; ni un solo puto carbohidrato en toda tu vida; dos inyecciones nutrientes diarias bastan para mantener las narices neutralizadas, la boca cerrada y la conciencia en paz en Puglia o en la pizzería de la calle Crosby; verduras y hortalizas rociadas con esprays con sabor a fuagrás, carne de vaca o spaghetti a la carbonara; cóctel de vitaminas por vía intravenosa, zumo de limón al mediodía y una manzana antes de meterse en la cama…                
A mediados de los 50 algunos millonarios compraban páginas enteras a modo de publicidad del New York Times para atacar a placer, indiscriminadamente, todo el arte moderno.
Esas eran las épocas.
En Yale: pero desarrolló un instinto especial para huir de los tipos trajeados en Brooks Brother con el pelo cortado a navaja (malas influencias, auténticos envenenadores de un talento, digamos, natural, sin mistificaciones aún).
 Papá: “Creyente o no creyente, eres judía, Evchen.”
(Podrías haberte llamado 174517 (ó 174516 ó 174518, y, ya en el futuro, asfixiada y muerta tú en el pasado, no habría pasado nada, todo hubiera seguido su cauce: tu obra habría acabado en manos de otro u otra.)
Quizás yo me haya equivocado (¿te la has creído alguna vez de carne y hueso?), y sólo sea una chica que trabaja.
(Mas no eres tú su verdugo, eres un simple actuario, peor aún, un iletrado mirón, no eres su verdugo alemán bien vestido con sombrero de copa y levita que le corta la cabeza.)
Bienvenida a la sangre.
Apuntaba alto: luchaba por codearse en el MOMA con Stella, Rauschenberg, Jasper Johns, Nevelson… Bienvenida a la guerra.
Sixteen Americans: de diciembre de 1959 a febrero de 1960.
A ver que me enseñan estos…
Cuando conoció a aquel hombre supo que iba a ser feliz, pero también que podría llegar a ser muy desgraciada.
Julio 61.
35 grados
Bad Boy. 14 con la Tercera.
En Mary’s.
El Gran Tipo: D.: en el segundo encuentro lo ve engullir una hamburguesa doble con queso y salsa barbacoa a la vez que picotea grandes tiras de patatas fritas crujientes (de sonido perfectamente audible en la misma acera desde donde lo ha descubierto al otro lado del ventanal), todo ello empujado hacia dentro mediante grandes tragos de espeso batido de vainilla.
Entra en el local con repugnancia.
“¿Qué deseas tomar?”
Aparta la vista de todo ese montón de grasa artificial y animal, de toda esa provisión nutritiva.
“Té frío, por favor.”
“¿Y tú quién eres, tío?”
Tu marido (durante unos pocos años).
Moleskine: agendas, grueso papel para dibujar acuarelas. (Pero tú escribes en cuadernos infantiles rayados de tapa dura, y tu escritura mancilla, y no celebra, y no…)
Enero-66:
todos los suicidas callan lo que saben
todos los suicidas dicen la verdad de una manera u otra.
No esconde que sus intenciones no son la de convertirse en una mujercita que hojea (ni siquiera lee) Ladie’s Home Journal mientras escucha las canciones melosas que a toda hora emite la radio como una gran baba, como una gran baba gigantesca e inconmensurable capaz de anegar la ciudad toda.
Sus miras van más alto.
“Enhorabuena, profesora.”
“Ahora, a buscar alumnos.”
“No será tarea fácil, si bien es cierto que existen muchos hijos de buena familia descarriados.”
En fin, en el año de tu licenciatura cualquier instituto (hasta en el mismo Bronx) tenía por 150 dólares semanales un profesor de arte a las puertas esperando una contratación, y puede que arrodillado, con los brazos en cruz y el diploma de la licenciatura  entre los dientes.