Una tarde
fría de enero se acerca con ella a la calle 57. Entran en la galería. Él había
rehusado acudir el día de la maldita inauguración, demasiada gente y demasiado
desconocida para él. Inmediatamente le sale al paso Accession III. Mira a uno y otro lado en el silencio, en el
desierto de la galería, le absorbe el aire industrial de las piezas, unas obras
que remiten en su morfología a una plástica deliberadamente desconcertante: hay
humor, no hay normas, hay analogías impensadas, hay un serialismo provocador e
imaginativo, son los materiales los que dictan los conceptos. La ve alejarse de
él. Como una niña traviesa, desordena los elementos de una de las obras,
provoca otro caos visual, y luego mira en torno a sí asegurándose que nadie la
ha descubierto. Pero están solos Hesse y él.
Ha
adivinado que la ha visto perpetrar la modificación. Se ríe.
Él da
vueltas alrededor de Repetition Nineteen
III.
“Existen
fotos del anterior estado de la obra…”, le advierte.
“¿Y qué?
La fotografía miente.”
Cuarenta
años más tarde, 2009. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York. El Hombre
Nostálgico se aleja de una pequeña turba de colegiales adolescentes, todos con
chaquetas azules donde brilla el dorado bordado del escudo colegial: ellos con
pantalones de color gris oscuro; ellas con las falditas plisadas y cortas como
en los mejores años de la década de los sesenta. Vuelve a contemplar la obra.
Le invade una pena inmensa por todo lo que ha terminado siendo después de tanto
tiempo. Atenazado de desesperanza repasa en su mente aquella biografía de
júbilo y estupor que fue la chica a la que le gustaban los colores.
“Estás en
el...”
Muy
pálida, de una piel como pátina prerrafaelista, asiente con la cabeza, se
encoge de hombros.
¿Y qué?
Todo lo de
este universo no le interesa para nada. Está en U37.
Saltando
de galaxia en galaxia, huyendo del tumor.
A spring
happening,
marzo de 1961.
Sin
público, no happening.
Más allá
del propio espectáculo que para el artista es él mismo (todo artista,
excéntrico y chillón o tímido y silencioso, es un ególatra redomado), la
proyección pública de sus ocurrencias exige un destinatario que si no refrende
la obra permita al menos quedar subyugado o provocado por aquélla. Fustigar,
cuando la técnica ha dejado de ser el auténtico soporte de la obra, cuando el
oficio queda arrumbado y relegada en manos de las huestes de aficionados y
aplicados artesanos, es el auténtico soporte teórico de unas propuestas que
excluyen el discurso racional de lo plástico. Comprometer al espectador será la
norma de un arte que indaga en lo transitivo.
Antes de
la llegada de El Testigo a USA.
Reuben
Gallery.
Un
happening. Mediados los sesenta.
Allan
Kaprow convoca la turbación. Hesse y T. D., en compañía de dos docenas más de
personas, son encerrados en una estructura en forma de vagón de ganado. A
través de unas pequeñísimas aberturas intentan averiguar que sucede fuera del
recinto. Comienza la fiesta del happening, del último arte.
Un
escalofrío recorre la espina dorsal de Hesse: estás en el tren de los niños
camino del gas de Auschwitz, pronto será noche cerrada. Al llegar al campo te
haces invisible, como cuando jugabas al escondite. Pasa el tiempo. Los kapos te sonríen, te levantan la falda
de los 9 años, pues milagrosamente has sobrevivido durante cuatro días sin beber,
metida en ese agujero apestoso de donde huirían hasta las ratas, y ahora sales
al exterior del vagón, calibran los muslos azulados por el frío, acarician tus
mejillas de niña condenada a ser pasto del Zyklon B. Por un momento se siente
presa del pánico. Ha de salir de allí como sea, librarse de esa diablura
terrorífica. El sudor comienza a humedecer su cuerpo debajo del vestido,
alrededor de sí nota un vacío que parece absorberla. La oscuridad terrible se
adueña de sus ojos. Ya le parece oler a cianuro. La cabeza va a estallarle.
Está a punto de gritar con toda la fuerza de sus pulmones. De pronto, se
produce un ruido ensordecedor. Las paredes de madera se derrumban: están
libres. Un hombre de expresión torva, subido a una excavadora grita y gesticula,
les conmina a desaparecer de allí a grandes voces: “¡Salid a la calle,
bastardos!”.
Fin del happening.
Algunos
aplauden.
Otros se
ríen.
Cuantas
veces quieras, ve a su universo. Allí te espera, y le cuentas el futuro que en
esta vida le estuvo negado. Por ejemplo: los muertos de después. Todos ellos, y
alguna circunstancia. Warhol no murió; simplemente, desapareció. De un día para
otro. 48 horas después de su fallecimiento, algún incrédulo todavía lo buscaba
por los cuartos roperos del hospital donde ingresó días antes tan campante, en
plena forma, para una simple intervención quirúrgica, entrando por su propio
pie. “Ha muerto”, certificó el doctor, la voz metálica, técnicamente impasible:
tus errores, doctor Muerte, son fatales, irreversibles.
Publicaron
sus diarios póstumamente: la fuente oral. Vaya usted a saber.
Estos no
mueren con sordina. De Stäel, Van Gogh…
Rothko (pero esto tú ya lo sabías) se suicidó. De esto
hablaremos más tarde. Anticipo: 70 millones de dólares un cuadro: tráfico de
hombres, de armas, drogas, de almas.
Todo se debe al caos. Desde un principio.
(La otra
paz: te llevan de la manita al Revier
de Mauthausen. “Túmbate, pequeña”. Y le administran una inyección de benceno
directa en el corazón mientras el dedo perverso se introduce en su vagina
reseca y estrecha: bonito orgasmo, galeno.)
Mira hacia
Hesse.
Como otras
tantas veces.
Esta
primavera lluviosa y fragante le descorazona. Ella observa la lluvia. De un
cielo a veces azul, otras violeta, y otras rosa, y otras oscuro, cae una ligera
llovizna sobre las calles de una Nueva York antigua, olorosa de mar y vida, de
piedra y de tierra. La ventana está abierta: Hesse extiende los brazos
desnudos, y deja que las gotas de lluvia se ciernan sobre la piel suave, viva…
El agua del cielo.
La mujer
se gira con lentitud, descubre que él la está mirando fijamente (pero no que la
mira con infinita tristeza, más muerto e inútil que lo estará ella nunca). Hay
súplica en los ojos de ella, hay temor, una implorante petición de ayuda:
-Sálvame
–susurra mientras unas gruesas lágrimas se deslizan por las mejillas
descarnadas.
Jennie
bajo su cuerpo. Gime. Es bella y delgada, de ojos hermosísimos, verdes y
atlánticos, se entrelaza a él con fuerza, se funde en su piel con el calor de
la noche de julio, la ventana abierta, los ruidos incansables de la urbe y sus
sombras rojas, las fantasías de una Nueva York que nunca despierta del día, se
estremece ese cuerpo de algas, marino y navegante bajo el suyo…
Él sueña
con la judía.
Ella lleva
un concepto en la cabeza. Ella no lleva bajo el brazo The Bird, The Other o Good Times. La revolución es una buena
salud, no dejarte engañar por los poetas, matarte trabajando duro por no dejar
de pagar una sola maldita factura y tener las ideas claras.
1961. Qué
años.
Un tipo decente.
(De La
América Decente.)
Se llama
Dick Foster. Un americano medio que nació en una ciudad mediana del Medio
Oeste, y allí sigue.
Básicamente
tranquilo, acaba de casarse a los treinta años con la hermana pequeña de uno de
sus mejores amigos que, por desgracia, volvió de Corea tieso como el tronco de
un árbol y envuelto en una bandera. Foster se libró de la guerra debido a la
cojera de su pierna izquierda, aunque apenas es perceptible para un observador
no avisado. Dick (Foster) sonríe con facilidad, es un afable conversador y le
cuesta muy poco hacer amigos. Tiene un empleo seguro de dependiente-encargado
en la sección de electrodomésticos de un centro comercial de las afueras, un
Buick de segunda mano que le vendió su padre y una laboriosa colección de
sellos usados que acapara desde la infancia. Dick no es muy propenso a gastar
su dinero en libros, pero aún conserva con ternura alguno de los textos de
cuando estudiaba secundaria, y en un minúsculo estante a la izquierda del
aparato de televisión, alineados entre una pequeña reproducción dorada de
resina de Miss Liberty y un busto de
plástico amarillo de Benjamin Franklin que actúan como sujetalibros, se yerguen
el álbum de los sellos, tres gruesos libros, La Santa Biblia, El Gran Libro del
Ama de Casa Americana y Tratado de Urbanidad y Buenas Maneras, así como media
docena de volúmenes de novelas condensadas del Reader’s Digest que Ellen se trajo del hogar paterno. Sobre la mesa
baja delante del sofá de pana descansan varios ejemplares de Christian Science Monitor que el padre
de su mujer, veterano de la Primera Guerra Mundial (se alistó a los 18 años),
acostumbra a regalarles cuando va de visita. El matrimonio vive en una casa de
madera pintada de blanco y verde con una pequeña parcela de césped en la parte
delantera. Esperan su primer hijo para dentro de unos meses, al comienzo del
verano. Dick ve la TV. hasta hartarse, hace barbacoas los sábados cuando sale
del trabajo, y los domingos, después de comer y dar una pequeña cabezadita
frente el televisor, cuando no pasa la tarde contemplando extasiado su
colección de viejos sellos, él y su esposa Ellen acuden a uno de los cines
locales a ver alguna película comercial, preferentemente una comedia o un
musical, que son los géneros que más les gustan. De regreso a casa suelen
detenerse en un Burger donde un poco culpables intercambian sonrisas cómplices
mientras dan buena cuenta de un par de hamburguesas dobles y beben grandes
batidos de fresa y vainilla con especial delectación. Los Foster son una
familia modelo de clase media-baja que paga puntualmente los plazos de la
hipoteca y aún les sobra a fin de mes unos dólares que guardan en un bote vacío
de sopa de tomate Campbell en la cocina, oculto detrás de los grandes paquetes
de Kellogg’s Corn Flakes, pues ambos siguen prefiriendo los lejanos desayunos
infantiles “cuando la cocina de mamá”. Tanto Dick como Ellen creen en Dios y,
sobre todo, en el poderoso ejército americano que les defiende a ellos y a sus
compatriotas y protege los intereses de Estados Unidos en cualquier lugar del
mundo, y odian con toda su alma a los malditos comunistas capaces de perpetrar
una maldita hecatombe nuclear. Todas las noches, antes de meterse en la cama
luego de haber musitado sus rezos, ambos les desean la más horrible de las muertes
a “esos malditos asiáticos”.
La madre de Ellen:
-Ellen era una gran lectora cuando estaba en casa. Llegó
a reunir un buen montón de libros muy bien encuadernados. Que Dios me perdone,
pero yo juraría que los leyó todos. Será una perfecta ama de casa y una
maravillosa madre americana también.
El padre de Dick:
-¡Qué
muchacho! ¡Un optimista recalcitrante! Cuando acabó secundaria se matriculó en
la Escuela Mercantil, pero dejó de ir a clase al cabo de unos meses. Sus
razones tendría. En seguida empezó un curso de contabilidad por
correspondencia… que dejó a medias. Luego se metió en un par de negocios que no
salieron del todo bien… Nunca se arredró. Y ahora ahí lo tienen, de encargado
en Grand’s en el departamento de
zapatería. ¡Siempre saldrá adelante! ¡Un optimista! Sí señor, ése es mi hijo,
un tipo excelente. Por cierto, este mes termina de pagarme el Buick que le
vendí. ¡Sabía que lo conseguiría!
La madre de Dick:
Dick ha
sido un buen hijo. No demasiado buen estudiante, pero bueno y cariñoso. Sin dobleces.
Sólo nos dio una gran disgusto cuando, a los cinco años, le propinó una patada
en la cabeza a un perro y se fracturó la pierna por tres sitios. Una mala
suerte para un chico tan complaciente y afectuoso.
El padre de Ellen:
No soy un
entrometido. Allá cada cual con sus decisiones. Ellen siempre ha sido una chica
cabal y de firmes creencias, las que su madre y yo supimos inculcarle desde que
era pequeña. No me gustó que acabara casándose con ese zurdo de Dick Foster, un
tipo nada especial, conformista y algo melifluo, y además cojo… Ni siquiera ha
ido a la guerra, como mi querido y añorado Tom. Espero que sean felices Ellen y
él. La vida es una larga y dura batalla que conviene que afrontes con un buen
compañero de armas.
¿Qué
opinas de Vietnam?
Con rapidez,
contrarresta: “He de conseguir más tubos de ese material, lacas, las resinas,
el acero. Era lo que buscaba desde hace semanas. La suerte empieza a estar de
mi parte.”
Vietnam:
“Soy un
hombre comprometido con mi tiempo.”
“Y yo soy una mujer comprometida con mi obra.”