jueves, 20 de agosto de 2015

17

Una tarde fría de enero se acerca con ella a la calle 57. Entran en la galería. Él había rehusado acudir el día de la maldita inauguración, demasiada gente y demasiado desconocida para él. Inmediatamente le sale al paso Accession III. Mira a uno y otro lado en el silencio, en el desierto de la galería, le absorbe el aire industrial de las piezas, unas obras que remiten en su morfología a una plástica deliberadamente desconcertante: hay humor, no hay normas, hay analogías impensadas, hay un serialismo provocador e imaginativo, son los materiales los que dictan los conceptos. La ve alejarse de él. Como una niña traviesa, desordena los elementos de una de las obras, provoca otro caos visual, y luego mira en torno a sí asegurándose que nadie la ha descubierto. Pero están solos Hesse y él. 
Ha adivinado que la ha visto perpetrar la modificación. Se ríe.
Él da vueltas alrededor de Repetition Nineteen III
“Existen fotos del anterior estado de la obra…”, le advierte.
“¿Y qué? La fotografía miente.”
Cuarenta años más tarde, 2009. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York. El Hombre Nostálgico se aleja de una pequeña turba de colegiales adolescentes, todos con chaquetas azules donde brilla el dorado bordado del escudo colegial: ellos con pantalones de color gris oscuro; ellas con las falditas plisadas y cortas como en los mejores años de la década de los sesenta. Vuelve a contemplar la obra. Le invade una pena inmensa por todo lo que ha terminado siendo después de tanto tiempo. Atenazado de desesperanza repasa en su mente aquella biografía de júbilo y estupor que fue la chica a la que le gustaban los colores.
“Estás en el...”
Muy pálida, de una piel como pátina prerrafaelista, asiente con la cabeza, se encoge de hombros.
¿Y qué?
Todo lo de este universo no le interesa para nada. Está en U37.
Saltando de galaxia en galaxia, huyendo del tumor.
A spring happening, marzo de 1961.
Sin público, no happening.
Más allá del propio espectáculo que para el artista es él mismo (todo artista, excéntrico y chillón o tímido y silencioso, es un ególatra redomado), la proyección pública de sus ocurrencias exige un destinatario que si no refrende la obra permita al menos quedar subyugado o provocado por aquélla. Fustigar, cuando la técnica ha dejado de ser el auténtico soporte de la obra, cuando el oficio queda arrumbado y relegada en manos de las huestes de aficionados y aplicados artesanos, es el auténtico soporte teórico de unas propuestas que excluyen el discurso racional de lo plástico. Comprometer al espectador será la norma de un arte que indaga en lo transitivo.
Antes de la llegada de El Testigo a USA.
Reuben Gallery.
Un happening. Mediados los sesenta.
Allan Kaprow convoca la turbación. Hesse y T. D., en compañía de dos docenas más de personas, son encerrados en una estructura en forma de vagón de ganado. A través de unas pequeñísimas aberturas intentan averiguar que sucede fuera del recinto. Comienza la fiesta del happening, del último arte.
Un escalofrío recorre la espina dorsal de Hesse: estás en el tren de los niños camino del gas de Auschwitz, pronto será noche cerrada. Al llegar al campo te haces invisible, como cuando jugabas al escondite. Pasa el tiempo. Los kapos te sonríen, te levantan la falda de los 9 años, pues milagrosamente has sobrevivido durante cuatro días sin beber, metida en ese agujero apestoso de donde huirían hasta las ratas, y ahora sales al exterior del vagón, calibran los muslos azulados por el frío, acarician tus mejillas de niña condenada a ser pasto del Zyklon B. Por un momento se siente presa del pánico. Ha de salir de allí como sea, librarse de esa diablura terrorífica. El sudor comienza a humedecer su cuerpo debajo del vestido, alrededor de sí nota un vacío que parece absorberla. La oscuridad terrible se adueña de sus ojos. Ya le parece oler a cianuro. La cabeza va a estallarle. Está a punto de gritar con toda la fuerza de sus pulmones. De pronto, se produce un ruido ensordecedor. Las paredes de madera se derrumban: están libres. Un hombre de expresión torva, subido a una excavadora grita y gesticula, les conmina a desaparecer de allí a grandes voces: “¡Salid a la calle, bastardos!”.
Fin del happening.
Algunos aplauden.
Otros se ríen.
Cuantas veces quieras, ve a su universo. Allí te espera, y le cuentas el futuro que en esta vida le estuvo negado. Por ejemplo: los muertos de después. Todos ellos, y alguna circunstancia. Warhol no murió; simplemente, desapareció. De un día para otro. 48 horas después de su fallecimiento, algún incrédulo todavía lo buscaba por los cuartos roperos del hospital donde ingresó días antes tan campante, en plena forma, para una simple intervención quirúrgica, entrando por su propio pie. “Ha muerto”, certificó el doctor, la voz metálica, técnicamente impasible: tus errores, doctor Muerte, son fatales, irreversibles.
Publicaron sus diarios póstumamente: la fuente oral. Vaya usted a saber.
Estos no mueren con sordina. De Stäel, Van Gogh…
Rothko (pero esto tú ya lo sabías) se suicidó. De esto hablaremos más tarde. Anticipo: 70 millones de dólares un cuadro: tráfico de hombres, de armas, drogas, de almas.
Todo se debe al caos. Desde un principio.
(La otra paz: te llevan de la manita al Revier de Mauthausen. “Túmbate, pequeña”. Y le administran una inyección de benceno directa en el corazón mientras el dedo perverso se introduce en su vagina reseca y estrecha: bonito orgasmo, galeno.)
Mira hacia Hesse.
Como otras tantas veces.
Esta primavera lluviosa y fragante le descorazona. Ella observa la lluvia. De un cielo a veces azul, otras violeta, y otras rosa, y otras oscuro, cae una ligera llovizna sobre las calles de una Nueva York antigua, olorosa de mar y vida, de piedra y de tierra. La ventana está abierta: Hesse extiende los brazos desnudos, y deja que las gotas de lluvia se ciernan sobre la piel suave, viva… El agua del cielo.
La mujer se gira con lentitud, descubre que él la está mirando fijamente (pero no que la mira con infinita tristeza, más muerto e inútil que lo estará ella nunca). Hay súplica en los ojos de ella, hay temor, una implorante petición de ayuda:
-Sálvame –susurra mientras unas gruesas lágrimas se deslizan por las mejillas descarnadas.
Jennie bajo su cuerpo. Gime. Es bella y delgada, de ojos hermosísimos, verdes y atlánticos, se entrelaza a él con fuerza, se funde en su piel con el calor de la noche de julio, la ventana abierta, los ruidos incansables de la urbe y sus sombras rojas, las fantasías de una Nueva York que nunca despierta del día, se estremece ese cuerpo de algas, marino y navegante bajo el suyo…
Él sueña con la judía.
Ella lleva un concepto en la cabeza. Ella no lleva bajo el brazo The Bird, The Other o Good Times. La revolución es una buena salud, no dejarte engañar por los poetas, matarte trabajando duro por no dejar de pagar una sola maldita factura y tener las ideas claras.
1961. Qué años.
Un tipo decente.
(De La América Decente.)
Se llama Dick Foster. Un americano medio que nació en una ciudad mediana del Medio Oeste, y allí sigue.
Básicamente tranquilo, acaba de casarse a los treinta años con la hermana pequeña de uno de sus mejores amigos que, por desgracia, volvió de Corea tieso como el tronco de un árbol y envuelto en una bandera. Foster se libró de la guerra debido a la cojera de su pierna izquierda, aunque apenas es perceptible para un observador no avisado. Dick (Foster) sonríe con facilidad, es un afable conversador y le cuesta muy poco hacer amigos. Tiene un empleo seguro de dependiente-encargado en la sección de electrodomésticos de un centro comercial de las afueras, un Buick de segunda mano que le vendió su padre y una laboriosa colección de sellos usados que acapara desde la infancia. Dick no es muy propenso a gastar su dinero en libros, pero aún conserva con ternura alguno de los textos de cuando estudiaba secundaria, y en un minúsculo estante a la izquierda del aparato de televisión, alineados entre una pequeña reproducción dorada de resina de Miss Liberty y un busto de plástico amarillo de Benjamin Franklin que actúan como sujetalibros, se yerguen el álbum de los sellos, tres gruesos libros, La Santa Biblia, El Gran Libro del Ama de Casa Americana y Tratado de Urbanidad y Buenas Maneras, así como media docena de volúmenes de novelas condensadas del Reader’s Digest que Ellen se trajo del hogar paterno. Sobre la mesa baja delante del sofá de pana descansan varios ejemplares de Christian Science Monitor que el padre de su mujer, veterano de la Primera Guerra Mundial (se alistó a los 18 años), acostumbra a regalarles cuando va de visita. El matrimonio vive en una casa de madera pintada de blanco y verde con una pequeña parcela de césped en la parte delantera. Esperan su primer hijo para dentro de unos meses, al comienzo del verano. Dick ve la TV. hasta hartarse, hace barbacoas los sábados cuando sale del trabajo, y los domingos, después de comer y dar una pequeña cabezadita frente el televisor, cuando no pasa la tarde contemplando extasiado su colección de viejos sellos, él y su esposa Ellen acuden a uno de los cines locales a ver alguna película comercial, preferentemente una comedia o un musical, que son los géneros que más les gustan. De regreso a casa suelen detenerse en un Burger donde un poco culpables intercambian sonrisas cómplices mientras dan buena cuenta de un par de hamburguesas dobles y beben grandes batidos de fresa y vainilla con especial delectación. Los Foster son una familia modelo de clase media-baja que paga puntualmente los plazos de la hipoteca y aún les sobra a fin de mes unos dólares que guardan en un bote vacío de sopa de tomate Campbell en la cocina, oculto detrás de los grandes paquetes de Kellogg’s Corn Flakes, pues ambos siguen prefiriendo los lejanos desayunos infantiles “cuando la cocina de mamá”. Tanto Dick como Ellen creen en Dios y, sobre todo, en el poderoso ejército americano que les defiende a ellos y a sus compatriotas y protege los intereses de Estados Unidos en cualquier lugar del mundo, y odian con toda su alma a los malditos comunistas capaces de perpetrar una maldita hecatombe nuclear. Todas las noches, antes de meterse en la cama luego de haber musitado sus rezos, ambos les desean la más horrible de las muertes a “esos malditos asiáticos”.
La madre de Ellen:
-Ellen era una gran lectora cuando estaba en casa. Llegó a reunir un buen montón de libros muy bien encuadernados. Que Dios me perdone, pero yo juraría que los leyó todos. Será una perfecta ama de casa y una maravillosa madre americana también.
El padre de Dick:
-¡Qué muchacho! ¡Un optimista recalcitrante! Cuando acabó secundaria se matriculó en la Escuela Mercantil, pero dejó de ir a clase al cabo de unos meses. Sus razones tendría. En seguida empezó un curso de contabilidad por correspondencia… que dejó a medias. Luego se metió en un par de negocios que no salieron del todo bien… Nunca se arredró. Y ahora ahí lo tienen, de encargado en Grand’s en el departamento de zapatería. ¡Siempre saldrá adelante! ¡Un optimista! Sí señor, ése es mi hijo, un tipo excelente. Por cierto, este mes termina de pagarme el Buick que le vendí. ¡Sabía que lo conseguiría!
La madre de Dick:
Dick ha sido un buen hijo. No demasiado buen estudiante, pero bueno y cariñoso. Sin dobleces. Sólo nos dio una gran disgusto cuando, a los cinco años, le propinó una patada en la cabeza a un perro y se fracturó la pierna por tres sitios. Una mala suerte para un chico tan complaciente y afectuoso.
El padre de Ellen:
No soy un entrometido. Allá cada cual con sus decisiones. Ellen siempre ha sido una chica cabal y de firmes creencias, las que su madre y yo supimos inculcarle desde que era pequeña. No me gustó que acabara casándose con ese zurdo de Dick Foster, un tipo nada especial, conformista y algo melifluo, y además cojo… Ni siquiera ha ido a la guerra, como mi querido y añorado Tom. Espero que sean felices Ellen y él. La vida es una larga y dura batalla que conviene que afrontes con un buen compañero de armas.
¿Qué opinas de Vietnam?
Con rapidez, contrarresta: “He de conseguir más tubos de ese material, lacas, las resinas, el acero. Era lo que buscaba desde hace semanas. La suerte empieza a estar de mi parte.”
Vietnam:
“Soy un hombre comprometido con mi tiempo.”
“Y yo soy una mujer comprometida con mi obra.”