viernes, 3 de abril de 2015

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La paz aunque, de nuevo, sea en ese sucedáneo de Central Park: el sol tibio y benéfico penetraba en la fronda de los árboles y se multiplicaba en el suelo de tierra dorada mediante súbitos centelleos, le acariciaba la piel el leve rumor del aire que agitaba las ramas: miró las riquísimas, imponentes e inaccesibles torres de piedra y cristal que erguidas al cielo azul e inocente refulgían soberbias: qué importa a esa hora marina y calmada de la mañana dónde se hallan la paz y la felicidad, si en palacio o a la intemperie, qué importa el precio por ellas que, si no allegan en forma de dádiva, nunca es suficiente.
Ojo con los parques.
Siempre se pierde en el metro. “La vista”, se excusa en todo momento avergonzado, y guiña uno de los ojos de un modo espeluznante.
Ojo con el metro (B, D, 1; más tarde, Queens).
Y el caso es que viaja en el metro muy espabilado, con los ojos bien abiertos, sumido en una babelia de pieles distintas, múltiples rasgos, hablas exóticas, orígenes impensables. A cualquier sitio de la ciudad cósmica que se dirija se ve acompañado de miles de desconocidos, viaja en ella y desde ella a través del túnel del tiempo y el espacio sin importarle el ruidoso traqueteo, viendo fantasmas que ya en sus épocas tuvieron a bien descubrir el señor Poe y el señor Crane.
Viaja a solas. Con la infinitud de su pensamiento. Un goteo constante. Semeja el revoltijo indescriptible de uno de los lienzos del señor Pollock.
Solo: es exactamente un individuo. Un Julian Sorel atemperado por Antoine Roquentin en una época en que el estatismo parece ser el peor de los pecados.
Solo. Con sus imaginaciones, que es todo.
Empieza bien el día, Gran Escritor. Lo primero, ya en la calle, el desayuno:
la taza de café, un bagel con queso fresco y salmón, el Times… y el gran ventanal de la cafetería por donde discurre el mundo a la derecha. ¿Y ahora qué?
También la calle.
Siempre lleva un libro en la mano, como si fuese un breviario en el que orar de cuando en cuando a lo largo y ancho de sus pacíficas y confusas correrías por la ciudad inagotable. Un baedeker espiritual y exclusivo.
Y, ahora (respondiendo a tu pregunta), se dice con estúpida ilusión ante lo que el futuro pueda deparar, a esperar.
Estimado señor,
Hemos intentado leer el manuscrito que tuvo la amabilidad de enviarnos a la editorial, propósito que nos ha sido imposible culminar con éxito.
No nos hemos tomado la libertad, Dios no lo permita, de cambiar ni una sola coma de sus páginas.
Se lo devolvemos tal como nos llegó: indescifrable.
Le rogamos que exculpe nuestra estupidez.
Tal vez el siglo que viene… En fin.
Atentamente.
Bah, ¿qué sabrán estos? La tenacidad fluye por sus venas, puede darse mil cabezadas hasta derribarlo contra el muro que le separa de su ambición: al final, y no demasiado tarde, dejará de vivir en agujeros de cucarachas y grifos prodigiosos y con su máquina de escribir de oro macizo acabará viviendo en el River House (y sin condiciones previas).
Como suelen decir los artistas honestos al comprobar de nuevo que no han vendido una sola obra de las expuestas en la galería: “En fin, chico, como diría nuevamente el viejo Bill tirando a la papelera el original devuelto, vas a tener que trabajar alguna vez en serio el resto de tu vida (cargar camiones, recoger naranjas de la china) y dejarte de entretenimientos y aficiones vanas.”
Se acabó la Navidad.
Así, pues, le lleva un libro a ella, a su chica. Un libro como debe ser, nada parecido a los aseados productos de un club de lectura al estilo del Literary Guild. Es su manera de ser, de defenderse de casi todo: Against Interpretation, que acaba de leer, pues recoge aspectos de la cultura europea que le son muy queridos. Ella ya lo ha leído. Resulta que es una lectora incondicional de la Sontag. Hablan de Truffaut. De Bresson. Del Godard más léxico que instigador político. Un poquito de Rohmer. Ella ya se ha visto encarnada, aunque en la pantalla: “¿No lo sabes? Yo soy la Catherine de Jules et Jim.” Dos días más tarde, consigue en una librería de saldos de Broadway el guión de la película. Adenda: En su nave espacial Up the Down Road II navega hasta el universo de reserva de Hesse. Le proporciona la debida información del cáncer, de la metáfora, de la resistencia de Sontag ante la muerte: le habla de un futuro que no entiende. Le mira con extrañeza, con una incredulidad dolorosa. Se diría que hasta le repugna. Recula para atrás, le teme. ¿Qué  no le verá como un hombrecillo verde de cabeza gorda, con antenas en lugar de orejas y piernas de alambre? En tal caso, debería abocetarle rápidamente, antes de que se disuelva la visión. Inventariar, he ahí el verdadero significado de un arte afigurativo. Ha de ser una mujer artista…
Pero sólo es una mujer que, si bien en contadas ocasiones, tiene miedo.
Le enseña algunas acuarelas y aguadas con tinta india sobre papel. Son del año 63: a) kandiskyanas; b) gorkyanas (¿?)… Prefiguran a Basquiat. Aunque ella nunca sabrá de ese artista negro, homosexual, desastrado y heroinómano, también muerto prematuramente, que de la letrería mugrienta y colorida del muro ferroviario pasó como una exhalación cogido a la mano de Mary Bonne La Virgen de los Grafiteros al lienzo de los cinco millones de dólares.
Suicidios y biografías desastradas. La especia que termina aderezando la componenda del arte y los supervivientes.
Lo triste o lo trágico.
Tenía un único libro, y ese libro no demasiado grueso tenía una única raya oscura en los cantos, como si ese hombre sólo hubiese abierto una y otra vez por las mismas páginas y leído los mismos párrafos del viejo volumen encuadernado en lustrosa piel teñida de azul.
"Pero Hesse", se dice él insomne por los ruidos nocturnos e incesantes de la ciudad, caviloso, sentado con los ojos cerrados y la cabeza gacha como un animal herido en el minúsculo lecho del apartamento, todavía digiriendo su estómago la comida barata y grasienta, "jamás jugó a la ruleta rusa."