Lee. A
todas horas. En una ciudad que en esos años alberga más de 300 librerías
diseminadas por sus calles y avenidas es fácil hacerlo. Y el que no corre,
vuela.
¿Debería
cogerle del brazo?
Dos
enamorados que salen de casa antes del atardecer de mayo. Eva: lleva una falda
evasé con zapatos de tacón, una blusa blanca con puños de encaje, el chaleco
negro…
Me siento
dadivoso… a la manera borde.
Una especie
de Swift de carrillos rosados que metiera el dedo morcillero de inglés
mercachifle bien cebado en la llaga de la herida del siglo XX.
Que no
muera nunca, ésa es mi ofrenda a la Gran Artista para hoy.
Te otorgo
la eternidad (te concedo un… castigo)
Eres la
heroína de los colores.
También
eres mi heroína, Hesse.
He aquí
las páginas blancas donde mancillo tu memoria.
He aquí el
pecado y la ofrenda.
He aquí
mis antojos de creador menor (pero sentimental).
He aquí la
chica de la moneda de plata de tres peniques. Nace una de cada un millón.
Te
alumbraron con el círculo rojo sobre la ceja izquierda. Ahora, a tus doce años,
se ha vuelto verde. Aún has de verla azul oscuro cuando cumplas los
veinticinco.
Sabed que
ella es La Elegida, papanatas...
Pero, ay,
nadie alcanzó a descubrir la mancha negra del tamaño de un chelín sobre la
frente.
¿Y qué le
hubieras pedido tú a una vida inmortal?
Amaría la
sabiduría, sería generosa, me entregaría a las artes y las ciencias. El mundo y
sus cambios, sus modas y revoluciones serían mi espectáculo interminable, así
como los cielos de la noche, sus astros y sus cometas. Contemplaría indiferente
y divertida como se marchitan a lo largo de los siglos la sucesión de claveles
y tulipanes en mi jardín. Y yo sería un ejemplo para el mundo que nada en mí
vería reprobable.
Sería…
Serías
como tus obras, que en el siglo XXI se pudren y se deshacen como el polvo aun no dejando de ser lo que son. Y
hemos de copiarlas con nuevos materiales, clonarlas con otra química reciente
que sustituya los despojos corrompidos. Tu obra, en nuestros días, es una copia
de la que manipularon tus manos, aquellos desechos de los sesenta forman hoy un
revoltijo informe encerrado en una urna de cristal.
Pero
¿acaso no somos los hombres y las mujeres copias más o menos imperfectas de
otros seres humanos que nos precedieron?
Podemos
replicar tu obra cuantas veces nos venga en gana.
¿Para qué ser inmortal? ¿O piensas tal vez que se es
inmortal contando 30 años tan sólo hasta el fin de la eternidad?
No, querida. A los cuatro mil seiscientos dos años
tendrías cuatro mil seiscientos dos años y no treinta. ¿Qué pensabas?
Serías una
struldbrugs cumpliendo años sin
cesar, melancólica y abatida, con todas las manías y achaques del viejo, con la horrible perspectiva de no morir
jamás. A los cuatrocientos años serías tan terca, antojadiza, avara,
áspera, vanidosa y charlatana como a los cincuenta y sesenta. A los setecientos
nada de los placeres del cuerpo podrías desear, puesto que a ninguno de ellos
podrías responder. Envejecerías eternamente, asqueada y confusa, hasta
convertirte en una sombra repugnante para los demás, una apestosa y húmeda
mojama ambulante. Tu capacidad de aprender sería nula, tu memoria se
desvanecería al paso de los milenios, pero lentamente, muy lentamente, y
mendigarías un recuerdo, unos pocos slumskudask
con los que llenar el vacío de tu mente. Ni siquiera podrías refugiarte en la
lectura, pues el lenguaje se tornaría incomprensible, y tus ojos irían
apagándose como una estrella durante millones de años. Tu nacimiento habría
sido siniestro, y envejecerías a la par que el universo. Esa rara eternidad te
mantendría muerta en vida.
Condenada
a vivir hasta el final de todo… ¡qué tortura diabólica!
Pronto
dejarías de temer a la muerte, que sería una bendición, el más dulce de los
consuelos…
“¿Ahora
administras antídotos, entrometido del diablo?”
“Querida,
soy El Hacedor. Soy yo quien dispone las piezas aquí y acullá. Qué le vamos a
hacer.”
De nuevo
Brooklyn: Park Slope: ciudadanos negros por doquier. Pronto olvidas tu origen,
judío por elección/fatalidad, americana de primera. Se da una vuelta por la
calle Middagh. Busca la “casa sola”, aquella que en la década de los cuarenta
albergó entre sus paredes amarillas a W.H. Auden, a Richard Wright, a Carson
McCullers, a Paul y Jane Bowles, a Benjamin Britten… Todos ellos vivían allí
gratis con la única condición de contribuir al pago de las facturas de la
electricidad y la calefacción y donar una parte de dinero a la cocinera que les
guisaba. Se encontraban a gusto allí, y raras veces “cruzaban el puente”. Era
una buena vida aquella, y por la noche sólo tenías que cuidar de no beber
demasiado y no pisar el rabo de alguno de los miles de gatos que se apoderaban
de las aceras una vez anochecía.
¿Y, tú?
…
¿Escribir?
Bien, no tan arriesgado como terminar por las alturas de la ciudad trabajando
como un window washer.
Aunque…
eso depende.
…
¿De qué…?
…
1966. De
vuelta. Pero no todo está por hacer. Todo está hecho, sólo hay que mostrarlo.
1969.
Marzo: nada del arte y sus épocas me impresionan: tengo la llave maestra.
En 1972,
en el Guggenheim, la exposición (compuesta como los mecanos, alzada
tridimensionalmente desde los planos y las anotaciones…) Y ella tan muerta ya…
Galerías
de arte. “Tengo un plan”, dice. “Adelante”, le contestan. “Nosotros no somos
nada más que un espacio adecuado. Cuatro paredes, un techo y un suelo que
mancillar. Trabaje usted con ello. Todo lo demás es innecesario. Expóngase
usted. Hágalo sin miedo. Atrévase a fracasar.”
Forma
parte de una cuadra prestigiosa, zarandeada por el escándalo y la celebridad de
sus adquisiciones tumultuosas. SAATCHI dos milenios después (puesto que
inconcebible era su existencia y su capricho en la Era del Hierro) traduce el
lenguaje artístico a lo ferial y bolsístico, los bonos, la acciones y los
dividendos (y sobre papel cuché, excelente offset, la fotografía, la propuesta,
el precio).
Pero en
1963: una chica lista (lo hemos convenido de ese modo) es muy capaz de
endosarle una aguada abstracta a la enjoyada mujer que sale del bar del hotel
Quadrum en dirección a su automóvil con chófer delante de la puerta giratoria:
se trata de dinero: la única relación con el arte que aquella dama compradora
de espléndido tipo y ahora adinerada y en actividad sexual constante con su dueño
y señor había tenido en el oscuro hogar paterno de un lugar de Manhattan
mestizo e innombrable durante su pobre infancia pobre (sic), era la visión diaria de un calendario colgado en la pared de
la minúscula cocina interior cuya parte superior reproducía un paisaje de la
caza del zorro en la campiña inglesa por H.G.R. Gyant: “Qué bonito”, solían
decir para sus adentros al consultar una fecha en el faldón de los números de
más abajo cada uno de los miembros de la familia (8 en total pululando y tropezándose
entre ellos en el interior de los 55 metros cuadrados del hediondo apartamento
del West Side sin ventana exterior: las cuatro hermanas –bellas y listas-, el
hermano –torpe, muerto prematuramente al descender de un tren en marcha cuando
iba borracho-, el padre –ascensorista- y la madre –camarera- y el abuelo que
jamás pudo pronunciar una palabra si no era en un dialecto húngaro).
Soñaba no
sin fundamento, pues ella “sabía” que
las ideas que bullían en su mente eran brillantes y más tarde o más temprano
saldrían a la luz. El mundo sabría de qué era capaz el talento (o el don) que
aleteaba sobre sus dedos… Aunque, por ahora, ella era la chica que siempre
estaba metida en una cabina telefónica con La Agenda Prodigiosa en la mano y
los bolsillos de los Pendletons llenos de monedas de diez centavos.
De
momento, nena, aprende bien tu papel: nada hay más atractivo en Nueva York que
un… que una starving artist.
Desecha el
papel, el lienzo, el barro:
En
cualquier calle de cualquier lugar del mundo la artista que acabará viviendo en un psiquiátrico, Yayoi
Kusama, yergue sus muñecotes vivientes pintarrajeados, los adereza de
sorpresas:
“Lo
efímero pervive en la memoria, deja de ser objeto y deviene recuerdo.”
Paseaba
bajo los árboles fríos y desnudos del invierno… ¡Ah, no, busca las grandes
copas de hoja perenne, el sol entre las ramas aunque el viento de enero haga
estremecer tu piel cubierta por mil ropajes!
-Así que…
-Pues, sí.
-Siempre
necesitamos a alguien que escriba acerca de algo. Deme su número de teléfono.
-No es
preciso. Casi nunca estoy en casa [¿Y cuándo escribe?]. No me importa venir
aquí las veces que sea menester.
-Si lo
quiere de ese modo…
(“Otro
pobre mierda que todavía no tiene teléfono.”)
(“Solíamos ir al bar de Joe Bell en la esquina
de Lexington Avenue...)
¿Qué clase
de escultura es ésta?
La más
alejada de la ficción. Todo en ella responde a la verdad. Todo lo que ves, es.
Y posa sus
dedos sobre la carne macilenta, advierte su liviandad, la indefensión ante el
estropicio que el tiempo, poco o mucho, perpetra en los débiles tejidos, los
músculos, los nervios… Una materia vulnerable y chocantemente finita.
Marzo de
1970. “Envejeces como los materiales de tus obras, un lento deterioro que pudre
la materia, la carne, los colores, la sangre, los huesos, los metales…” Ha
enflaquecido. Acaricia con la mano uno de sus muslos, lentamente, con los ojos
cerrados. Ejerce una suave presión, la siente latir, y le enternece la tibia y
suave carne de este ser vivo a punto para la muerte.
En el 68,
en el Guggenheim: El Contemplador desea comprar un par de catálogos (que no
leerá nunca, puesto que los pierde en una cafetería mugrienta de una calle
adyacente de la Quinta). Aguarda su turno frente el curvo mostrador de madera
barnizada mirándose los pies. Entonces imagina.
En algunos
de los plácidos (y hasta hogareños) rincones del museo se halla ella descansando de la morosa y fértil
caminata de hace unos minutos desfilando ante los cuadros, sentada ahora,
mirándose una carrera en la media, mordiéndose una uña, reposa como una ninfa
con la vista perdida entre las hojas verdebrillantes de una planta junto a la
pared roja, desviando la vista de otros los visitantes que sólo turistean.
Artistas:
actores: cómicos.
En
realidad, a despecho del cuidado desaliño físico y de una vestimenta chocante,
toda esta caterva de aprendices geniales bien pudiera haber salido de los HB
Studios de Bank Street. Gestos y entonación, miradas y poses atendían más al
efecto estético de ellos mismos, la única
obra de arte. Nada decían o subrayaban de sus trabajos plásticos, por lo
general ocultos en ignotos parajes neoyorquinos a los que rara vez se permitía
el acceso.
“Tomaremos
una copa en Yorick.”
“Dejaremos
correr la noche.”
“Mañana
será otro día.”