viernes, 31 de julio de 2015

16

Retrocede en el tiempo. Le lleva Hesse de la mano. Otoño de 1954. ¡Qué bella es! ¡Qué afortunado soy al tenerla a mi lado! Desde el futuro le había amado tanto, toda la mitología y la concupiscencia de mil años atrás. (Deberías tener en cuenta esto: la ninfa acaba de cumplir 18 años y ya necesita apelar a terapias psiquiátricas: el germen del tumor.) De su mano prisionero. Fuera de las clases en la Cooper Union, cogen uno de los dos Elevated Highway, el que parte del Bowery siguiendo el East River sin perder de vista la Tercera Avenida. Contempla de su mano parte de la ciudad de sur a norte con todas las ventanas abiertas, encendidas y habitadas, más abajo, a la altura de un primer piso, una ciudad doméstica y medible, hasta pueden olerse los guisos, los cuerpos en el verano, las desnudeces, la urbe directa y casi obscena, una imagen rauda y universal asociada al ruido del empotramiento de hierros y maderas bajo las ruedas del anacrónico ferrocarril. La memoria: recordar estas visiones neoyorquinas gestadas por toda una imaginería que ya fue visible, creada en una parte peregrina y frívola del cerebro.
1969: dieciocho años amontonados sobre 1951.
Observa el campo visual, orden, desorden, la periferia, y en todas partes seres y vehículos en movimiento…
Si no hubiera caos, no habría creación. Y mucho menos genialidad.
Innumerables compañeros, cada uno con su teoría, su forma de hacer, desaparecen, se dispersan, pocos de ellos triunfarán, y uno o dos, se convertirán en activos financieros. Los otros, los desconocidos pasan a tu lado por la calle anónimos y ajenos. ¿Son artistas? ¿O sólo fueron artistas? ¿Quiénes eran?
Tras el cegador  escaparate de una tienda de muebles usados de Mark’s Place descubre una mecedora española. Por la tarde, aguarda con impaciencia que Hesse llegue al apartamento. Le participa su entusiasmo. A ella también le encanta, y se ríe de su excitación. A la mañana siguiente acuden a la tienda. Entran y él pregunta el precio al dependiente, un hombre moreno con el pelo negro peinado con raya a la izquierda, delgado y bajo, de expresión anodina, con el traje gastado y el cuello de la camisa algo sucio. Pocos minutos después salen a la calle en silencio. Él se siente abochornado. Es carísima. Pero ella sigue sonriendo.
“En cuanto reúna algo de dinero vengo de nuevo, la compro y se la regalo”, se dice a sí mismo con las manos en los bolsillos vacíos del pantalón (arrugado).
Después de varios meses, se olvidó de la mecedora. Ella enfermó. Entonces, de improviso, recordó de nuevo la silla, y se imaginaba a ella sentada por la mañana, con el tazón de café aguado en las manos, meciéndose suavemente y mirando hacia el pasado, libros por todos lados, cuadros, un jarrón con flores amarillas, azules, blancas… Todo lo que ella odiaba en el fondo. Todo lo asqueroso de un recogimiento falso.
Vendió su alma (¡otra vez!) y compró la mecedora.
¿Dónde está ahora él?
Ha desaparecido.
Lejos de los cuerpos enfermos.
Encogido y acobardado en alguno de los hoteles de la calle 50. Ni siquiera le exigen el pasaporte de entrada. Es El Hombre Invisible, El Treinta Monedas: bebe lo que escupe.
Bebe (disimula que bebe) zumo de tomate (todo el alcohol que puede).
-¿Una coca-cola?
-Brrrrrr!!!
Le tenía a ese brebaje carbónico más miedo que el pobre de Mink.
Hablemos de Samuel Beckett.
En 1973: él la resucita.
En un sótano de Queens del que ella se vale de cuando en cuando (así lo imagina él), almacén de las obras descompuestas y echadas a perder de H. y A., leemos Final de partida. “Haz una obra que pueda titularse Hamm.” Ya viejo, bien entrado el siglo XXI, tan irreal para ella a pesar de sus universos paralelos de eterno acomodo, él también ha devenido un auténtico hamm, hasta colérico, huraño, eterno, aunque solitario y mudo.
Cuanto más pobre es, más se refugia en el cuerpo desnudo: el cuerpo es la celda pero también el castillo, el que recibe el cálido sol de la tarde, el que nada ambiciona en su desnudez: es una fortaleza si te lo propones: cierra la boca, junta los párpados…
Respecto a mí. Soy Clov. ¿Dónde nos metemos?
¿Qué tal en un cuadro?
No es demasiado original. Estoy segura de que otros lo habrán imaginado igualmente.
Lo que importa es lo que hagamos nosotros. Estamos en cuadro.
De acuerdo. ¿Qué cuadro?
Me parece que uno de Pollock.
¿Por qué no Albers, o Picasso?       
¿Qué me dices de Balthus?
Mejor Klee: somo un par de niños sabios a lo Nabokov.
Entonces nos quedamos en los contenedores de basura: el mundo se ha venido abajo, las aguas todo lo cubren, los cielos se han teñido de negro en pleno mediodía, ha cesado la voz, las miradas han muerto…
Pollock: enérgico anda alrededor de un lienzo en el suelo:
-¿Sabes? Viendo los cuadros y comprobando donde soltaba los chorros de pintura es posible dibujar la excursión en torno a los lienzos tirados sobre el suelo, sus idas y venidas por el espacio del sucio garaje de Springs: las sendas metafísicas que trazaba con sus pies, la resaca de la borrachera, la intuición plástica, el tropezón del torpe, la sorpresa estética o… el chafarrinón.
El viaje a Ámsterdam: el tren de los niños a Treblinka, a Bergen-Belse, Auschwitz… (ay, no el Tren de la Bruja y la escoba de los domingos soleados en la Feria de las Navidades, en la alameda inocente, al otro lado del río).
En todas las épocas todos los niños creen que el mundo le reserva algo bueno y hermoso… Sin embargo éstos del 43, camino del gas de cianuro, ya ven el infierno que se esconde tras la negrura de la noche, no les engañan, y les domina el terror mientras se mean encima cogidos de la mano sin dejar de andar, sin dejar de andar…
Despierta, de nuevo empapada en sudor.
 Fugitiva ella (del infierno). Pero recuerda que sólo unas décadas atrás has atravesado Ellis Island. Siempre, alguien, franquea el paso a alguien en esta vida de cancerberos: dinero, mano de obra, ganado.
Enclave judeo-alemán en Washington Heights. Esta chica lista ni siquiera se pelea con las compañeras del Pratt Institute. Va a lo suyo, con los libros bien sujetos contra el pecho y la mirada decidida adelante, sin fijarse en los sementales de granos y tupé. No es rica, funciona con becas, llega hasta el falso gótico de Yale. Donde llegaría si no…
Ella, a lo suyo.
1949: Bert, the Turtle, enseña a los niños aplicados de América a protegerse contra las bombas atómicas: refúgiate dentro de tu plumier.
(Hesse: entre los lápices de colores.)
Josef Albers. Yale.
Suenan en sus oídos como el oro brillante las 54 campanas del carillón de la torre del Harkness Hall
Escuela de Artes Visuales. El color. Y el viejo alemán discursea sobre razones cromáticas. Los tiene como conejillos de indias, el teórico. Escribe libros. “Compradlos”, dice. “Aprended de ahí”. No se aprende a pintar en los libros. De ahí tanto fracasado en el siglo XX, cuando la teoría era la sangre negra que circulaba por las venas.
Albers, que espera agazapado tras unas páginas: al acecho de las almas cándidas.
Quiere vestirse. Diseña. Crea un mundo un poco mejor hecho. Vamos a decirlo de ese modo.
He aquí un traje de papel. De lejos parece de seda, unas gasas de colores pastel…
Se ha creado un personaje. Era lo que faltaba. Su yo. Podrá activarlo, manipularlo, maquillarlo, disfrazarlo… o dejarlo desnudo. Yo, la otra.
Oye, espejo…
Recién salida de la adolescencia: terapias psiquiátricas. ¿Cómo no iba a querer ser Catherine?
Todo parece una lucha.
Pero… es una breve guerra.
Todo sucede tan aprisa, y todo es terminante, sin que pueda constituir el revés de las cosas.
Madre, no soy culpable en absoluto de todo lo malo que ha ocurrido en mi vida. Ni un solo gesto, ni una sola mirada o pensamiento míos, ni una sola acción, han podido ser causantes de mi desgracia. He amado con pasión la vida, he amado de ella todo, hasta lo más pequeño y de escaso precio. No he merecido este final que no entiendo y al que me he resistido hasta el último aliento.

martes, 14 de julio de 2015

15

Más ha de durar una piedra que tú.
¿Acaso no simulan formas humanas? Ella no lo sabe todavía. ¡Pero si acaba de empezar…! Más tarde, será arbitraria. La gran maga jugará con el espectador: esas formas blandas, las cuerdas colgando, los tubos huecos como arterias (limpias).
Materiales sintéticos, pero evita sin cortapisas aquéllos que evocan asociaciones, traducciones plásticas, ilusiones de tres al cuarto.
En el cuaderno de notas, la mayor advertencia: ¡nada de dramas sofocleos!
En esta ciudad las cosas simplemente suceden (1968).
Y mientras tanto la huelga de los basureros continúa. Imposible resistir un par de horas en el Downtown: tu sangre cambia de color (a marrón) y huele a mierda.
Ha construido el mundo. Una parte de Nueva York, digamos. Al igual que el niño compone las figuras geométricas de colores chillones, ella ha ordenado edificios y calles, ventanas y puertas, cristales y metales, aceras y calzadas: una ciudad muerta. Entonces a manotazos desordena el conjunto, las diferentes piezas vuelan aquí y allá en un espacio acotado previamente. Un amontonamiento más real por ser menos imitativo. He ahí la obra más bella que aquella geometría obediente y analógica de la representación, una semejanza falsa se ha ido al traste. La artista, aburrida de las visiones formales cotidianas, ha creado una composición nueva y no del todo inefable a los ojos, pues la mínima ciudad que había creado mediante trozos de madera, la componenda denotativa que simulaba los perfiles del mundo, sigue ahí,  está ahí. Sólo ha variado su configuración, la matemática de una sintaxis que ordena su lectura no tanto en lo comprensible de su forma cuanto por negar lo habitual de su forma.
Mas esta diosa de una creación que degrada a sabiendas lo vigente en el arte se entiende bien con lo provisional: mañana nada será igual al tiempo y a las cosas de hoy: un átomo más, un número menos, una variación constante que eleva o acorta, se hace presente o condena a la desaparición visible.
¿Cómo paralizar en el tiempo los objetos y su dictado? En el desorden que tú les imprimes, gobernados por los símbolos o no-símbolos que nacen de de una furia silenciosa y hasta serena. El absurdo es la escritura de su estética; el sentido, el galimatías de su dibujo; el axioma y su ley, la verdad de los materiales y su alejamiento de lo ilusorio: nada engaña su apariencia y nada simula ser plásticamente. Cualquier montón de basura es más real que una obra de Veermer o Leonardo que, aun siendo materia real, nada más que proclaman una ilusión y el tacto claudica ante el lienzo, el pigmento, la textura, la madera del bastidor que los acoge: nada hay detrás: es una pantalla.
Ella no habla de arte. Habla de la verdad de lo que muestra, de lo que es. Su arte es eminentemente físico. Misterioso, por tanto, paradójico.
“Hay otro orden”, me dice.
E infravalora la forma, la rebaja a lo ininteligible que, empero, es muy fácil reconocer: sólo con verla cabe el enunciado o, al menos, el referente descifrable.
En el fondo, se trata de un atentado a la tentación de andar por un paisaje imposible, amar un desnudo de piedra, saludar un busto de bronce, buenos días, señor romano, hola doncella griega.
“El camino que he elegido es el desorden de las convenciones plásticas. Nada de esto contradice la instauración de unos nuevos significados semánticos que de lo epigráfico alleguen a lo legible.”
“Yo me muevo en el espacio de los efectos. Las causas son posteriores. ¿Qué importa qué determine a qué?”
La artista lo ha troceado, triturado, molido: ese polvo de tierra esparcido en el suelo pulido y fuertemente iluminado de la galería de la calle 57 fue piedra. Pero antes que piedra fue polvo de tierra. Y ahora puedes imaginar ese pequeño montón recomponiendo sus partículas más ínfimas hasta consolidarse de nuevo en piedra, en la piedra que era. Sólo sería el camino inverso hasta alcanzar la causa. Mas la danza desordenada de sus átomos, la loca zarabanda impide que de nuevo conformen la piedra inicial: ese desorden aparente, plástico, atraviesa puertas más oscuras de las concebibles.
Una obra que nos transmite la idea de un efecto que busca las causas profundas o triviales de sus apariencias mediante una taumaturgia de lo artístico que hurga en el más puro misticismo, hasta en el desvarío teológico.
“Lo suyo”, dijo el hermeneuta amarillo y verde, de ojos muertos, “sólo es un procedimiento de cálculo, un proceso mental e incluso emocional que le auxilia para hallar las correspondencias plásticas de su temor e imperfecciones.”
Aún en la prehistoria, en el SoHo, en el 420 de West Broadway: Hesse husmea. “Todos somos hijos de Duchamp.”
Al menos.
Recorría Johns, Rauschenberg, Stella: cómo le hubiera gustado extraer los objetos y pinturas de los cuadros, deshacer sus imágenes dividirlas, trocearlas, volver a montarlas por el suelo de forma tridimensional: hacerlas reales, inidentificables.
Contemplas la obra siniestra en el siniestro Bowery del 68:
no sugiere ninguna situación de empatía, evita por todos los medios que algo así suceda, impide sobre todo que por encima de la obra y su estilo sobrevuele un mensaje preparado, “el alimento precocinado, la bebida caliente o fría del dispensador de lo estándar americano”.
(Elija el producto, introduzca la moneda en la ranura…)
Se había hecho con la tajante advertencia de Benjamin: Ningún poema va dirigido al lector; ningún cuadro a su espectador; ninguna sinfonía al oyente.
1968:
Otra exposición en el almacén de la Castelli (el tipo que vende hasta latas de cerveza como auténtico arte) Gallery (qué prestigiosa), en la calle 108. [Anota en su diario jovial.]
Mi arte (¡qué enfática!, escribe en su diario): ¿no será todo él una digresión, huyendo más y más de lo nuclear, la esencia de… algo que no acabo de explicarme?
En efecto, uno puede llevar a cabo grandes obras, incluso memorables a lo largo de los tiempos, pero su verdadero magnum opus es uno mismo, pues es tu trabajo, una acción necesaria para el perfeccionamiento, el que en realidad te cambia y te transforma en algo visible.
-De nuevo te provees de señuelos alquímicos… -diría S.L. sin contemplaciones a uno de “los chicos del Bowery”.
No me gusta mi imagen en el espejo: es lo que los demás ven en mí, y eso es absolutamente nada. Hay mucho más de mí en mi obra que en la imagen que proyecto.
La realidad, el alma, la materia… Busca los ejemplos extremos: el tipo no tiene brazos ni piernas, es ciego, está completamente sordo, la explosión le reventó la lengua y le quebró la columna… Se halla en una absoluta quietud, oscuridad y silencio, pero vive, es… ¿alma sola? ¿O también esa sensación de estar ha de apagarse, liquidarse en la nada absoluta?
Baja en la 96. Ya en el exterior de esa mañana gris, extrañamente silenciosa, de cielos bajos y hostiles, recorre las tres manzanas hasta la 92: en casa: Jewish Museum: a salvo, respira profundamente.
Frente al nuevo psiquiatra. La estancia es algo desasosegante. Paredes blancas, una mínima estantería, el sillón tubular de cuero blanco y negro, frías litografías enmarcadas en listones amarillos en las paredes, una cortina gris parcialmente descorrida deja ver el ventanal que mira a Hudson Square. El tipo es delgado y canoso y carraspea constantemente. Cierra mucho los ojos y asiente a menudo con la cabeza. Todo el decorado, incluido el mismo, incita a la desnudez bajo una luz blanca y criminal.
Es un ascetismo provocador, deliberado.
Luego de siete sesiones:
el cliente siempre tiene razón:
efectivamente, está usted loca.
“Deje de crear monstruos. Ha de emplear el lenguaje de los vivos”, dictamina el oyente, de perfil a ella, sin mirarle ni un instante a los ojos. Ojo con el transfer.
Han hablado de la conciencia, del pensamiento.
Podrían hablar durante horas… para nada.
Si el pensamiento, etéreo, intocable, intangible, invisible, forma parte del cuerpo es que es ni más ni menos que producto de un proceso físico y químico, una engañifa como el aire que encierran los globos de colores.
¿Dónde se aloja?, pregunta ella. ¿Dónde se aloja la idea?
El psiquiatra se calla.
¿Y el alma?, pregunta la paciente.
¡Qué pregunta!, piensa el tipo
¿Qué me dices del alma, curandero de lo invisible, silencioso charlatán?, se dice la artista confusa.
Vaya usted a saber.
Escondida por algún rincón.
¿Ha mirado debajo de la cama?
Ningún cirujano, por fisgón y meticuloso que fuere, vio jamás el pensamiento, la conciencia o el alma habitando en los entresijos de las vísceras, agazapados en algún habitáculo entre la carne, los músculos, los huesos… navegando microscópica en los mares de la sangre, ¿entre los sesos…? ¡El alma son los sesos!
Pensamiento y alma: en todo caso, se hallan en un mal escondite, pues la muerte siempre los encuentra y se los lleva consigo (¿al cementerio de los pensamientos, al cementerio de las conciencias, al cementerio de las almas?).
Y cuidado con los psiquiatras: se casan con suicidas.
Más interés intelectual que visual… pero es esto último lo que refrenda de veras la obra. Lo intelectual es el precio a pagar (por unos y por otros).
Hay un abismo entre su alma y el cuerpo que la contiene. ¿Cómo salvarlo? Si ello fuera posible, la mente estaría a salvo.
Propósitos narrativos…:
“Erase una vez.”
Una metáfora muerta.
Creo en Dios, dijo (sin saber todavía).
Años después: “Creo en Dios” (en Yahvé, exactamente), ratificó. 1969. “Me rodeaban hombre jóvenes y sabios, desharrapados quizá, pero algo me impedía taparme los oídos:
“La suerte que tienen los católicos (y él lo era) y los judíos (conté en el grupo hasta cuatro), y ellos lo saben, es que el Dios en cuyo nombre cometen sus crímenes y fechorías es el Dios sanguinario y terrible de la Biblia; es decir, o no existe o es igual que ellos.”
Sucumbió a la rareza. Desde muy temprano.
Esa era la tarea: ponle nombre.
A rodar.
Nueva York: cuentos de iglesias sin dios: ciudad de tabernas. Todo empezó con un vaso corto encima del mostrador de cinc y bajo un cielo de estaño.
No hace falta que te tomes demasiado en serio: sólo tienes que mirarlos a tu alrededor: ríete de ti y ríete de ellos.
Y ya mucho antes de caer enferma (así solía ella definir su cáncer, he caído enferma…): “En esta vida, y prefiero creer que en todas, todo es intercambiable. Lo que ganas en una ocasión, lo devuelves en otra; lo que pierdes, lo recuperas en cualquier otro momento. Estás justo clavada en el fiel de la balanza, de un lado para otro, y al final sin haber perdido o ganado nada. La naturaleza que te vomitó te absorbe de nuevo al seno de la tierra.”: Bonito paseo sobre su tumultuosa corteza.
En la muerte no hay nada (como en el tiempo).
De la vida: el aire que respiras.
De la vida: los ojos llenos.
De la vida: las manos apoderándose de todo.
El azar aceptado: siguió al hombre de la flauta hasta que sucumbió en las aguas del río, y el dulce sonar fue alejándose más y más por la ribera, más y más mientras ella se posaba suavemente en el fondo de las aguas.
(Leyendas alemanas de la infancia.)
Arte asimétrico en oposición a una lectura ordenada, milimetrada…
Bebido más de la cuenta a causa de las malas compañías que frecuenta (también yo soy las malas compañías para los otros que me frecuentan), piensa que las escaleras de incendios de hierro colado no son exactamente un medio de escapar de la voracidad de las llamas, sino que son ni más ni menos que una formidable estética urbana y arquitectónica “llena de posibilidades plásticas, ¿entiendes?”.
Y tronó: “¡El arte es una huida!”.
Del fuego sagrado.
1950: ¿quién eres?
1969: la chica del SoHo.
1969: ahora es la mía: en la calle Wooster han abierto una nueva galería de arte… pero de la especie de mi arte. Mete las narices allí. Mete todo lo que puedas allí.
Al amanecer despierta sobresaltada: aún sueña con la estatua al soldado desconocido entre brumas verdes (o grises), realista, policromada con esmero, fielmente reproducida, inobjetable históricamente… la grande maniera, el verdadero arte.
Yeats: “Érase una vez… el laberinto: cientos de corredores que se cruzan y descruzan, se yuxtaponen, suben y descienden, se ciegan o acaban volviendo al principio tras innumerables vueltas a la nada. Y todo ello en la más completa oscuridad, sin el hilo de Ariadna, sin la guía pobre y secreta de los pequeños guijarros…”
¿Qué puede tener un tipo decente  que declarar a la compañía de seguros en 1951?:
una compacta Olympia
o una Underwood
o una Remington
o una Royal
o una Corona portátil
una TV Dumont
una radio Zenith
un…
una…
unos…