Kennedy:
Dallas,
viernes, 22 de noviembre de 1963. Un par de proyectiles disparados con un viejo
fusil italiano de cerrojo modelo Mannlicher-Carcano M91 fabricado más de veinte
años atrás, ahora pertrechado con mira telescópica, impactan en el cuerpo del
presidente y lo envían al Parkland Memorial del que sólo saldría con los pies
por delante. Una de las balas le revienta la cabeza, vuelan pedazos de seso que
ensucian el traje sastre de color fucsia de su esposa, la bella Jacqueline, que
a gatas huye despavorida por encima del automóvil presidencial, un Lincoln
Continental descapotable de 1961:
“Aún
dibujo.”
Hay que
ver en el MoMa la exposición de assemblages,
lo de Rauschenberg, lo de Johns, lo de…
1962:
“Sólo me interesa la pintura”, afirma tontamente.
Gorky, con
el suicidio ya emboscado en las venas,
fue el artista que declaró sin pudor (y sin pérdida de tiempo) que “le
gustaba pintar porque era algo que no tenía fin”. Era el hombre que creía en la
eternidad. Era otro de los hombres que valía más de lo que debería valer un
hombre.
Se anuda
la soga al cuello, carraspea:
Vamos a
ella: “Voy a por ti, puerca.”
Se deja
caer al vacío con los ojos abiertos.
Cuelga.
Y ése es
el encuentro suyo con la muerte.
Lástima de
visiones que no descenderán sobre la tierra.
En 1963,
en la Allan Stone Gallery de Nueva York., E. expone por vez primera una
individual: “Dibujos recientes”. Pero se arrepintió en seguida: no era la que
iba a ser, revocaba esa decisión la máxima de Píndaro.
“En
realidad, no me interesa la política.”
“En todo
caso, la clase de política que a la gente le gusta masticar como si fuera un
maldito sandwich de atún. Soy muy especial en eso.”
1966. “Es
la escultura lo que me interesa.”
1967.
“Quiero escribir en el espacio con los objetos, con el material que descubre su
forma y por eso la invisibiliza.”
“Tom Doyle,
infatigable charlatán (según dicen), habló de Hitler, tu artista favorito
(según dicen)”, le comunico sin compasión en el otro universo, c. 1996.
Empalidece
un poco más si cabe, y aconseja, desviando la vista:
-No te
fíes de tu mano izquierda –le dijo su mano derecha.
El taimado
librero se le acerca sin ruido por detrás, a él, que hojea revistas de papel
satinado: inopinadamente suelta, como si una bomba de mano se tratara, un libro
en el regazo del pacífico lector sentado, absorto en los relatos de 4.500
dólares: Franz Fanon, Les damnés de la
Terre, es el explosivo sobre las rodillas.
Ella está
en la vanguardia del arte, pero nada quiere saber de la contracultura, del
underground. Las cosas en su sitio, y bastante ha hecho ella para librarse del
que, en el principio de todo, le reservaba el destino (que se la tenía jurada,
no obstante, y al final se salió con la suya, la “puso en su sitio”).
1963: de
la vaga conspiración a una subcultura que restringiría su aparición.
Nada de
eso. Ella es inteligente, es una artista, y está muy a gusto con las leyes
sociales de su época o de cualquier otra de atrás o de delante. El arte es
distinto: ella guerrea ahí. Es su movement.
Su arte va a ser revolucionario; ella, no. Y escribe con mayúsculas, muy lejos
de inmiscuirse en lo subcultural, lo marginado y calcinado por la indiferencia
general. Ella trabaja al sol. Quiere que la vean. Su trabajo es un medio de
comunicación y conocimiento.
(Dossier
informativo –1959-1970-, definamos el contexto con algunas perlas escogidas):
¿Qué sabes
de la Beat Generation? ¿Sabes lo que
ocurrió en Hiroshima? ¿Qué sabes de la guerra fría, del racismo, la caza de
brujas…?
¿Qué
tendría que saber?
Es tu
responsabilidad.
Mira,
tampoco estoy encapsulada. Soy muy consciente de lo que ocurre en mi país, de
su lugar en el mundo. Sé eso perfectamente. No estoy encerrada en una campana
de cristal. Nunca lo he estado.
Menudo
panorama. Píntalo de negro. No mancilles el bronce con su deformidad y sus
espantos.
Morirían
después de ti, cada uno a su tiempo, a su debida
hora, algunos antes: Kerouac, Cassady. ¿Y los beatniks? Algunos judíos, como tú. La inyección judía en USA, qué
savia, qué fertilizante arroyo vivifica la nervadura de una cultura
recipiendaria a pesar de todo lo espurio. Después, cualquier conflicto se
reviste de excusa en cualquier bandería. Lo esencial permanece sin resolver: si
ello sucediese atentaría contra una u otra forma de vida. Lo trascendente se
escapa de nuestras manos como el agua.
Luego de éstos, los símbolos toman el lugar de las
creencias: una usurpación natural (esperable, en todo caso).
Nacen
flores muertas de generaciones perdidas, destruidas.
Pero yo…
¡no necesito drogas! Me basta con mi talento. Yo soy mi revolución. Soy una
pequeñoburguesa que se alimenta espiritualmente de su interior… ¡un volcán,
amigo! Y toda aquella vieja guardia, callados y decrépitos, flanquean mi viaje alrededor de los objetos. Como se
solía decir en las antiguas batallas: vigilan mis flancos. (Mientras murmuran
sus mantras.)
En efecto, ella jamás tuvo amigas descarnadas, histéricas
o paralizadoras, locas o suicidas, como Miss Emma, Bernice, Corine o Mary Jane.
Era su inmanencia la diablura del arte, una mística basada en lo libérrimo.
Prefiere
antes que los desharrapados, sucios y chillones beatniks las balas silenciosas de Marquand, Updike, Cheever y
Dorothy Parker. Una cuestión de estilo, de guardar las formas a pesar de que el
asesinato de las buenas gentes es admitido en cada una de las dos pandillas.
En casa de
su padre, colegiala con madrastra. Cortinillas a cuadros rojos y blancos en la
ventana de la cocina. Jarrón con flores en la mesa principal del pequeño salón.
Un sol limpio, hasta fragante, tiñendo de relumbres la madera encerada del
suelo. Los sábados, limpieza. Las ventanas abiertas de par en par. Plumero en
mano mientras el aire diáfano y fresco penetra hasta el último rincón de la
casa. El aire de la mañana del sábado que todo lo promete. Escucha música de un
aparato de radio sobre la consola. Lejos del paroxismo del rock de los sesenta.
Cuesta creerlo: Guthrie, Seeger… Y una tarde: Dylan, un tipo esmirriado, con
una gran nariz en el rostro, judío y poeta. Su voz nasal de enano parece de
profeta. Y luego, las piernas lisas y ágiles al aire, al son del pop.
Suficiente para encerrar en el arcón de la abuela todo lo almibarado de la
cultura juvenil más intrascendente y falsa fabricada por los tipos de Madison
Avenue o del edificio Brill de la calle 49.
De cuando
en cuando, alguna salida vespertina con un jovenzuelo cabalgando al volante de
un Chevrolet o un Plymouth del 54 con los faros delanteros en forma de cohete.
“Te recojo con el Chevy”, suele puntualizarse desde el otro lado del hilo, sólo
con ánimo seducible. Error: al jinete le importan las yeguas; a la dama, los
museos.
A rodar.
La misma
propuesta artística ya es una declaración política… ¡o de guerra! Siempre
termina transmitiendo a través de su simbología y sus metáforas las constantes
más significativas de tu época, de orden social, político e intelectual.
1967.
Lyndon B. Johnson desplaza de Vietnam una División Aerotransportada del
Ejército para que una Detroit en llamas vuelva a la razón y cesen los
disturbios de los negros enloquecidos: decenas de muertos y millares de
detenidos sostienen de nuevo el imperio sobre ruedas de The 3 Big. Los blancos han huido de esa calles de piedra oscura
ahora bañadas en sangre, aislados y callados en las whiteflight, hasta que pase la tormenta.
Así que el
arte es el verdadero disenso…
Porque no
era nada conservadora esta chica. Lee el New
York Times… y ninguno de los más
de trescientos diarios underground que circulan por las cloacas comunitarias y
universitarias de USA. Tampoco es que sea una gris square, aislada entre cuatro paredes y el omnipotente televisor. A
principios de 1969 lleva debajo del brazo The
Dissenting Academy, y conserva por algún lado del loft varias revistas con
artículos demoledores de Roszak. Ya de adolescente estaba en primera fila
contemplando atónita los recién aparecidos happenings
en Reuben. Y al mes de conocerla no sólo le hablaba a él de las películas
independientes de Cassavetes. Le informa de los films de Maya Deren y Jonas
Mekas, de los tours de force de la
cámara estática de Warhol y The Chelsea
Girls, de Pull My Daisy,
interpretada por Ginsberg, Corso y el pintor Larry Rivers; le habla de gente
como Anger, Markopoulos, del artista Joseph Cornell que también era cineasta y,
especialmente, de Mare’s Tail, una película de David Larcher que
ya ha visionado tres veces, a pesar de un metraje que se cerca inmisericorde a
las tres horas.
Respecto
al Women’s Lib…
Escapé de
los nazis. Soy judía. Fui liberada a los tres años. Ya no hubo problemas desde
entonces. Y sé todo lo que hay que saber sobre mi vagina. El idiota siempre es
el otro. No tengo ninguna necesidad de leer a agitadoras como Anne Koedt…
Soy una
chica de los años sesenta, law and order.
Claro. Las
becas de Yale, los horarios, la vida por delante.
Se
enfrentaría, en 1964, antes de partir hacia la cuenca del Ruhr, con prosélitos
políticos del entorno de Rauschenberg (por donde ella también fisgaba) que
habían dejado de pintar y se habían puesto a pensar:
Angela Davis, Malcom X, Timothy Leary o
Abbie Hoffman… Sólo son nombres encerrados entre
las páginas de un maldito periódico. Ni siquiera sé por qué lado de Asia queda
Vietnam. Tal vez en algún momento vaya desorientada por mi camino, pero no
menos que la panda de Ken Kesey y sus Merry Pranksters a bordo del renqueante
autobús sicodélico mientras hinchan sus putas barrigas con litros de cerveza y
aspiran el humo de la hierba hasta los talones. Y a estas alturas no me voy a
poner a correr por el campus de Yale huyendo del maldito Mace que dispara la
policía. Tampoco deseo irme al campo a sembrar coles. Y no pienso poner un pie
en Walden Pond mirando a solas pasar los días o viendo crecer la hierba. Lo que
voy a hacer es irme a Alemania. Pero antes, me casaré.
El arte no
es un juego.
Hay mucha
sangre que ha vaciado venas y molleras.
A rodar.
150
millones de estadounidenses serían incapaces de señalar en un mapa el Sudeste
asiático.
“Debemos
hacerlo. Dios está con nosotros.”
El Atlantic de Manning intenta consesuar un
conocimiento real de las cosas que el americano medio de los noticiarios
desdeña denegando toscamente con la cabeza. “No deberíamos habernos metido en
ese cochino agujero”, piensan, “pero la guerra es justa”. Y ese maldito highbrow journalism riza el rizo de lo
meramente comprensible.
Es una
Guerra Santa.
Más de
cuarenta mil madres norteamericanas reciben una bandera plegada acompañando los
aseados despojos de su hijo.
Barras y
Estrellas: el sudario de moda de estas épocas
infaustas.
Mientras
tanto, el goshtwriter sobrevive mal:
ahora en el 68 de la calle 1 Este, tras la moribunda.
(En la
calle Bleecker: folk.)
Quieto.
(Pero no
manos arriba… ¡Hasta ahí podíamos llegar!)
En todo caso, muy oculto dentro de sí: lo que daría por
escribir en una Royal portátil cuentos al modo de Cheever o la Parker, o
incluso guiones para comics en una Olympia 56, yendo de hotel en hotel
alrededor del East Side con una pipa en la boca o en la mano, el vaso corto
lleno del bourbon color caoba en la
otra, la sabia mirada atravesando el humo blanco del cigarrillo.
El pulp
agonizaba pero…
“Bajo la lluvia Tom “Big” Country,
firmemente sujeto a su cabalgadura que piafaba sobre el barro sin dejar de
relinchar, amenazó con el colt en la mano a los dos forajidos que en ese
momento salían del saloon: “¡Quietos o disparo, bellacos!” Por un momento los
dos hombres permanecieron inmóviles. Luego, fugazmente, se miraron entre sí y,
al unísono, desenfundaron los revólveres. Fue lo último que hicieron en sus cortas
y miserables vidas.”
“Era domingo, y era por la noche, el peor
día y la peor hora para Bud Louse. Ella musitó por lo bajo. A él le pareció
entender algo ofensivo, algo que él no iba a permitir de ninguna manera.
Entonces, Bud El Maltratador la miró con una mueca de desprecio al tiempo que
la insultaba con saña. Luego, la agarró del pelo y…”
“En aquellos cruciales momentos en que el
planeta Tierra se hallaba en grave peligro, la UX3421 al mando del capitán
Ulises York accionó la fuerza del láser de sus máquinas disparadoras contra las
naves enemigas comandadas por el malvado Pluto. Los destructores haces de luz
rasgaron dramáticamente la negritud de los espacios siderales antes de dar en
el blanco de gran parte de los navíos invasores que se desintegraron en un
estallido multicolor apagando las estrellas de en derredor…”
“-Jefe, soy Johnny. Betty “Pig” Smile no
pudo ser la asesina. Murió el día antes de la muerte de Joe Manteca. Al parecer
la mujer estrelló su cadillac contra un árbol y se partió el cuello. La tipa
conducía borracha camino de su apartamento en Mulholland Drive.
-¡Diablos, esto se vuelve cada vez más
embrollado!, -exclamó el teniente Stanley depositando con rabia el auricular
sobre la horquilla del teléfono. Se despojó de la americana, que arrojó sobre
el respaldo de una silla, deshizo el nudo de la corbata, tomó asiento en el
sofá negro de cuero gastado y soltó por lo bajo una maldición. Luego, alargó el
brazo y cogió la botella de whisky que descansaba sobre la superficie de
cristal de la mesa baja ante él y vertió en el vaso de papel una generosa
ración. Se lo echó al coleto vaciándolo de un trago. “Seas quien seas voy a
atraparte, hijo de puta”, dijo para sus adentros con sombría expresión, mirando
el vaso vacío que, por cierto, no tardó en llenar de nuevo.”
“Era una maña clara y transparente,
luminosa aunque fría. El sol magnífico ya estaba en lo alto. La pecosa y
pizpireta Jane, tan linda incluso cubierta su grácil figura con la tosca y
astrosa túnica de sayal desprovista de cualquier atadura, con los pies hundidos
en la tierra húmeda y feraz, sostenía la pequeña azada en la mano y miraba
absorta al joven príncipe, cuya capa azul ribeteada de brillantes dorados ondeaba
al viento montado en el blanco corcel. El apuesto príncipe Harold, seguido de
su escolta de nobles caballeros, cabalgaba a través de la verde y
resplandeciente llanura en dirección al almenado castillo en lo alto de la
loma. “¡Ah, si sólo de cerca verlo pudiera…!”
“El florete de Baccarat se hallaba caído
sobre la fresca hierba del amanecer. La niebla que se suspendía como un espeso
manto por todo el Bois de Bologne envolvía a los dos duelistas con un velo
maléfico que les dotaba de una aureola trágica e irreal a la vez, y de tal
guisa difuminaba a los hieráticos, embozados y mudos testigos junto a la
rechoncha y oscura masa del fiacre, alejados unos metros más allá del claro del
bosque donde acaecía nuestro drama. El baronet, desarmado, con los brazos separados
del tronco, clavó sus ojos turbios y suplicantes en los del marqués de Sorel.
La pérfida sonrisa que se dibujaba en los labios de éste le hizo abandonar toda
esperanza. “Vos lo quisisteis”, sentenció el marqués, y sin vacilar, de una
estocada decidida, atravesó mortalmente el pecho de su contrincante que en
cuestión de segundos se desplomó al suelo exhalando un profundo y largo
gemido.”
Vas por buen camino: en un par de semanas te sujetarás los pantalones
con una corbata vieja, a lo Malcom.