domingo, 15 de noviembre de 2015

21

Abandona un edificio de cuatro plantas pintado de amarillo. Parece transfigurada.
Era a primeras horas de la tarde, pero las calles estaban oscuras bajo un cielo de nubarrones negros y muchos automóviles ya llevaban los faros encendidos.
En seguida empezó a lloviznar.
Apresura el paso hacia el estudio.
De pronto, sintió un gran temor.
Ya el arte es un ritual: que a nada se vincule, que sólo a ella le complazca, llene su tiempo, la eleve a los cielos, la sagrada hostia que endulza su boca con el sabor de la eternidad.
29 de abril de 1970.
Pero ella es seria, sabe que no termina de entregarse del todo a otro ser humano, desconfía, recela (puede que de ella misma).
¿Cómo era? Ya es inminente quien va a dejar de ser. Lo sabe él. Esa es la ventaja de la omnisciencia.
¿Qué material se ha encontrado? ¿Implica su sustancia la misma elección procesual?
29 de abril. Un mes tan solo para fundirse en su sangre enferma.
Tampoco es lo que podría decirse encantadoramente ingenua. Piensa lo que dice. Cuenta hasta diez antes de precipitar un pensamiento en la conversación colectiva. En compañía, es así de diferente. Calculadora. Adivina en ella el incorregible deseo de contenerse, de no entregarse del todo.
Una artista. Veamos eso.
Ha dado a luz. Etcétera.
No hijos.
Alumbra paredes en la cueva. ¡Qué luces!
Palpa el ambiente literario de la ciudad. Inmediatamente, se siente influido. No sale de su agujero: le basta con leer los fragmentos aparecidos en las incitantes páginas de New World Writing.
Mejor hacerlo de este modo, se dice. O de este otro…
Morirse atada a un gotero de morfina:
Oh en la muertecita
no abras la ventana
no manches nada
estate quietecita
los ojitos cerrados
las manitas con las palmas hacia abajo
y sobre todo calladita
calladita
calladita.
Tenía una absoluta obsesión con los cuadernos de notas, con los apuntes y los diarios. Se diría que deseaba registrarlo todo, como si el arte no bastara. Y ella necesitaba hacerse entender por encima de todo, lo cual no dejaba de extrañarme, ya que la clave de su arte residía en mantenerlo lejos de lo denotativo, y tampoco creía en las sutilezas e ingenios de la connotación que, a su juicio, siempre terminaba malogrando la poética procesual de la plástica. Pero he aquí que ella se nos hace visible en sus diarios y anotaciones personales y artísticas. Una mezcla de vida y obra en la que sí creía, una dualidad en la que siempre confió y que consideraba indivisible. Una yuxtaposición descarnada, en verdad reveladora. Luego la totalidad de sus obras nos proyectan un reflejo de la auténtica Hesse. Veamos: ¿Era esto lo que nos proponías? ¿Qué nos decías, qué construías alejada de un lenguaje representacional tan vacuo e ineficaz ya luego de tantos estilos, de la pluralidad de una estética de la imagen tan devastada por tan multitudinaria afición y sus mediocres abusos a lo largo de los siglos? ¿A qué nos convocas?  
De repente, la ciudad de Nueva York se había vuelto dadivosa.
Exhiben un… cadáver.
La última exposición individual de Hesse: “News Drawings, 1970”, en la Fischbach Gallery, N.Y. El círculo se cierra: su primera exposición individual, en 1963: “Recents Drawings”, en Allan Stone Gallery, N.Y.: dibujitos idiotas, a  millares en las carpetas de los aprendices de arte. 25 centavos la docena. Pero eso es ya el pasado.
También ese año funeral de 1970 cerca de una treintena de exposiciones colectivas presentan trabajos de la artista.
Mayo de 1970: entrevista de Cindy Nemser: todo es absurdo… o no.
Una semana después Hesse estaba muerta.
En las calles ya se siente el hedor del verano, la fetidez del aire cargado de tibieza y manteca frita que emerge de las oficinas, de los bares y cafeterías, las aceras se adensan de olores, una primavera de los sentidos que deja en el paladar un sabor a piedra quemada y gasolina, a asfalto viejo y rastros corporales.
Sesenta y dos plantas más arriba de la mescolanza de olores. Asiste a una conversación reveladora, sentado en un sillón tapizado en piel blanca en un ángulo de la espaciosa habitación, que huele a rico papel, a tintas insólitas, a maderas. De cuando en cuando deja vagar la vista a través del enorme ventanal sin cortinas, divisa a lo lejos el Hudson, la serpenteante autopista que corre a lo largo de su curso, una lámina grisácea, silenciosa como el resto de la ciudad que se hace visible desde este lugar, un silencio sólo roto por las palabras casi susurrantes de las dos mujeres a diez metros de él. Escucha cosas que ya sabe, pero le resultan tan nuevas dichas en este momento que presta una atención religiosa, y presiente su muerte, adivina la total ausencia de Hesse al verla sentada, plácida y extraña, como de otro universo. Sabía que iba a morir, y, apartando la vista de la luminosa ventana la miraba una y otra vez reteniéndola, capturando todas sus imágenes desde hacía días: dormida, leyendo, junto a la ventana, con la taza de café en la mano, mirándose en el espejo, alisando una prenda de vestir, con un libro sobre el regazo y los ojos cerrados…
Entrevista: “En cierto sentido soy una artesana intelectual (¿?), no puedo desligar esa faceta de mi trabajo.
Y, así, entre seminaristas y poetas, ella anotaba pensamientos e ideas, maquinaba proyectos sensatos, alejaba de sí las vanas ilusiones en pos de la auténtica humildad, aquella que os ha de salvar del olvido (Grau, I, 1-7).
Si hubiera podido, cuando de adolescente suspiraba por una existencia trágica aunque no condenada por la fatalidad, se habría entretenido jugueteando entre las manos con una automática Ortgies calibre 7,65. Se soñaba un personaje en crisis constante. Esto sucedía hasta poco después de los 15. A partir de entonces se contentaba con contraer fiebre platánica durante unos días.
Quería dibujar los días con palabras.
Entonces, él: “El sol moribundo y rojo apenas se eleva sobre el Hudson, y ese amarillo de poniente, agónico, ilumina débil pero sólidamente las ventanas silenciosas de Queens… La mía, una de ellas, qué perfecto anonimato, y es la muerte perfecta también, morir sin nombre, venido de lejos, en esa habitación pobre, oculta a los ojos de millones de seres humanos de los que nunca sabrás nada, o peor aún, nunca sabrán ellos nada de ti.”
7-12-1956: “Nieva… Como una magia helada que llegase desde el septentrión (?) a lomos de un cielo gris, de una monotonía que acrecienta los temores. La soledad.”
(Escribía en su diario… ¡universal! Graciosa hermandad.)
Aún era aquella América donde las madres solteras en vez de regalar a sus hijos recién graduados en la Escuela Secundaria un M-16 o una Smith and Wilson de 9 milímetros, depositaban en sus escritorios un mazo de hojas amarillas y una Royal o una Underwood de teclas blancas con la esperanza de que escribieran La Gran Novela Americana que, al decir de Los Grandes Críticos, dejaron a medias Scott Fitgerald, Faulkner, Hemingway y...
Es el atardecer (¿o es el amanecer?) Los altos edificios lanzan destellos y reflejos, cobre y plata, la piedra blanca a lo alto, al cielo amenazador cruzado de franjas rojas y violetas.
Tenía un detector en el cerebro que le permitía escabullirse de los malos pensamientos, las ideas equivocadas, los libros inútiles, los personajes dañinos: esa calle no, ve por la otra; desvía la vista, es H.W.; esta maña gélida y gris el Flatiron me está gritando a voces que tire por Broadway, pero al filo del atardecer, cuando las nubes rojas se cierne sobre tu cabeza, me susurra que continúe por la Quinta.
En Bayard Street: sopa de fideos con cerdo; fideos con jengibre y cebolla; fideos con gambas y huevo; fideos a la española (en caldo de pollo y tollina).
Ça m'a ouvert l'appétit.
(16-3-69, domingo: día frío, somnolencia al atardecer; insomnio por la noche.)
El tipo del Sur: ¿Odiar a los yanquis? Silbe por lo bajo. Sólo tiene que cambiar el acento, complicar las cosas del cuadro, ¿entiende? En cuanto a lo demás, Nueva York es fácil, hace mucho tiempo de Pittsburg y los Carpet-Bagger de después, todo aquello de detrás…
Finales del verano del 69: el miedo. Con ella ensayaba todos los aspectos de una situación límite.
Excursión a un paisaje, más allá de la urbe, donde los rascacielos y las muchedumbres ya no se presienten siquiera. Un decorado esperanzador que enmascara lo fatal.
Un Van Gogh.
Han llevado una cesta de mimbre forrada de piel: dos latas de cerveza, tres botellas de agua mineral, siete sándwiches (dos de queso, jamón cocido, pepinillos y lechuga; dos de salmón con mantequilla; dos de pollo, tomate crudo y lechuga; uno de carne a la brasa con mostaza), pastel de manzana y un termo con café aguado sólo tibio. A última hora, por si les faltaban las palabras, han agregado un ejemplar de Artforum y el Times del día.
¿Por qué pintar esto? ¿A santo de qué?
Se enfría algo el aire de la tarde, con aroma a follaje quemado.
Ella, pensativa, mira hacia el lado del mar invisible.
Mueve con más fuerza el aire, comienza a hacerse oír entre el ramaje de los árboles y los arbustos.
No es un paisaje para un picnic. El espatulazo sustituye la suave pincelada del pintor de domingos. Los retazos de la tierra parecen bramar. Los árboles de troncos retorcidos se quejan de su prisión. El cielo es la piedra azul más pesada. Las hojas de las plantas son como gritos, una queja contra su creación. ¿Qué clase de ventana es ésa?
La que se abre a la blasfemia.
Qué alboroto… ¿No era la pintura una ciencia exacta desde que de ese modo la sancionaran abiertamente los jóvenes prodigios del Renacimiento?
La voz de uno parece confundirse con el silencio de la otra, que sigue mirando más allá del horizonte punteado de amarillos y ocres, de franjas rosas y un poco verdes también en el celaje: y me relajaré, aunque después de haber reflexionado, pero sin pesadumbres, sin lamentarme de las cosas que hubiera podido hacer.
Un trueno a lo lejos. Se avecina la tormenta del final del verano. El aire cargado de humedad presagia la lluvia que viene del mar. Deja de pensar, dice. Cojamos las cosas, volvamos a casa. Lo dice con el miedo (al que siempre vence) que nubla sus ojos grandes y valientes.
El viento enrarecido huele a yerba mojada.
Cierra los ojos: abre la piel, el tacto de la vida sobre ella.
Buscaba la confrontación, hurgaba en lo cotidiano de una adolescente demasiado alejada de su edad.
Confiésalo, te mirabas en los espejos, te abrumabas de deseos típicos: leías las listas de la billboard, y más de una vez te descubrieron echando monedas en una Wurlitzer.
Tonterías, la única coquetería que me permití con mi tiempo fue peinarme durante algunas épocas con el estilo Vidal Sassoon… En los veranos, supongo.
Y la falda corta, y el suéter bien ceñido, dejando adivinar los senos magníficos de joven matrona.
Siempre se le aparecía en la cruda claridad de la mañana, cegados los ojos por el sol fulgente. 1993, en París: “Andas kilómetros y kilómetros todos los días, como si te fuera la vida en ello. Vas de un lado para otro, y al parecer sin esfuerzo alguno. ¿Qué te costaba venir al futuro?”
Dejé aquella oportunidad en el 70. Sólo ella puede viajar hasta el pasado.
“Te es más fácil a ti venir al futuro.”
69: qué mal viaje.
No pocos llegaron a su destino.
(Y David Brooks muere en accidente de automóvil: The wind is driving him toward:
no argumento, no estructura, no sentido…)
Una tarde especialmente fría se acerca a la librería de Ray Yeats, en la calle Green, en el Village. Ray, muy concentrado, revisa el interior de la caja registradora de la que ha desprendido la carcasa azul. Ray tiene cuarenta y cinco años, es de baja estatura, fornido, moreno, con la piel del rostro acaramelada, como esos tipos que han estado demasiado tiempo a la intemperie, sin una sola cana en la profusa cabellera de color melaza, y luce orgulloso un poblado bigote al estilo Faulkner o del joven Waldo Frank. De aspecto campesino y maneras toscas es, sin embargo, el intelectual más reflexivo que ha conocido, a la vez que el más coherente con su propio y endiablado carácter. El clásico tipo que no cambiaría sus camisas de cuadros ni sus pantalones anchos de pana por un millón de dólares. En invierno un tabardo marinero lo protege del frío. No usa gafas para leer y anda despeinado constantemente. Lo ha leído todo, al menos todo lo que entra en su librería de novedades y compraventa indiscriminada, una especie de tienda de libros mixta cuya escasa venta de nuevas ediciones la compensa (sin perspicacia, generosamente) con el libro usado de segunda mano o descatalogado. Es un librero culto en exceso y algo desdeñoso, a la antigua usanza, que no duda en mostrar una falsa cortesía e interés por los libros que uno ha comprado y que, naturalmente, ya ha leído mucho tiempo atrás o sólo una hora antes que tú. Pero, siempre, por delante. Al verificar la compra dudosa de un cliente oculta su desdén con la ironía o una piadosa compresión, pero son las menos: es El Tipo Indulgente. Fue Hesse quien le presentó (quizá sería mejor decir que le señaló con un gesto burlón) a Raymond Yeats en el transcurso de una fiesta a la que fueron invitados donde los combinados se prodigaban en exceso. Yeats, por completo dormido en una esquina, sentado en un sillón de diseño de palmaria incomodidad, nada funcional a despecho de su estética llamativa, se derrengaba a un lado con un libro entre las manos. Eran más de las doce de la noche, una hora en verdad intempestiva para un librero honrado que ha de levantar la persiana a las nueve todas las mañanas.
-Se ha estropeado –dice al verle entrar, y en seguida torna a inspeccionar la máquina.
-Vuelve a los viejos tiempos, cuando los doblones se metían en un cajón o en una bolsa de cuero atada al cinturón de las calzas.
Levanta la vista de nuevo, aún con las manos pequeñas, anchas y fuertes revoloteando en torno al artefacto que se alza en una esquina del pequeño mostrador curvo.
-Hace años que debería haberlo hecho. Facturo menos que el tipo armenio que vende perritos calientes en la esquina. Tendría que dedicarme al trueque.
Él sonríe y piensa para sí: “Eres el tipo menos apropiado para esa astucia de fulleros.”
El librero parece haber reconsiderado sus palabras dichas al tuntún, reflexiona. Y, ahora, habla con una seriedad absoluta: “Sin embargo, si algo entiendo medianamente en este mundo es de libros.”  Una pausa. Remata, ya trajinando otra vez en el interior de la registradora: “Puede que como el que más.”
Al final descubre que se ha atascado un pedazo de papel en el rodillo.
El Instigador busca un par de libros, anda tras ellos como un sabueso. Ray le resultó simpático desde la primera vez que le vio escurriéndose del sillón, pero sin soltar el volumen de la mano, y desde entonces acude a su librería, compra o no compra, pasa el tiempo entre los excitantes rimeros de revistas viejas.
Escucha con atención los títulos y deniega con la cabeza:
-Me temo que no tengo ninguno de los dos en este momento.
-No importa –le contesta-, puedo pasar otro día.
-En una semana, si te parece.
-De acuerdo –le miente.
Sale de la librería y busca una boca de metro.
Una hora más tarde, atisbando en las numerosas librerías de la calle Broadway, entre la 42 Este y la Sexta Avenida, termina encontrando los libros. Los compra. Un comprador de libros (un comprador compulsivo) es lo más infiel y desleal que puede echarse uno a la cara. Se lo dice a Raymond Yeats al cabo de tres días, cuando vuelve a la librería en busca de Hesse, que le esperaba allí esa tarde con la esperanza de que el librero le hubiera vendido un par de acuarelas (¡aún expresionistas!) sin enmarcar.
-Pero que español comprador de libros raros más hijo de puta.
-Los días vuelan –dice en castellano.
-¿What…?
Pregunta por otro libro. Éste lo tiene: un volumen de poesías de la colección Pocket Poets, a menos de un dólar. Ferlinghetti y él habían sido muy amigos hasta que aquél se aburrió de Nueva York y se marchó a San Francisco, “el mejor lugar”, según él, “donde hartarse de leer buenos libros sin descanso y beber al mismo tiempo vinos excelentes”. Durante mucho tiempo ha recibido libros de la City Lights Press Collection y antiguas ediciones en rústica publicadas por la misma librería regentada por aquél. En el momento de pagarle aún le embarga un invencible sentimiento de culpabilidad, así que, a modo de expiación, se aproxima a un rimero alto de libros recién impresos, y merca también una de las novedades más vendidas del año, una idiotez mayúscula disfrazada de ensayo sociológico, divagaciones de la ciencia falsa. A su pesar, pues está contraviniendo sus propias reglas, el librero le escudriña con extrañeza y unos segundos más tarde, cuando le tiende el libro solicitado, su expresión es de una absoluta incredulidad. Pero introduce los billetes (uno de diez y otro de un dólar) en la caja. “Ese es tu problema, amigo”, parece delatar su fingida indiferencia.
Veo que escribes con una Remington 12.
Una auténtica ametralladora.
En efecto, existe también el arma Remington. Mata.
Soy la pura encarnación del viejo de Yoknapatawpha, dice el librero sin alzar los ojos del teclado.
Pero ahora sólo escribe facturas y cartas comerciales: vende y compra libros. En el entremedio, los lee. ¿Para qué escribirlos? ¡Qué estupidez!
Raymond Th. Yeats es el hombre que el 27 de marzo de 1964 compra 100 ejemplares de la revista Time con el retrato dibujado de John Cheever en la portada para regalárselos a sus amigos más próximos y el resto vendérselos a cuatro incautos (incluido él mismo, que los vende al mismo precio de cubierta): una de las pocas veces que en la portada la máscara fofa y repugnante del político se ve suplantada por el rostro de un talento literario (y en este caso especial, borrachuzo y cuentista).
Primavera de 1966. Antes de que se pusieran solemnes y algunos deviniesen por defecto en activos financieros. Hesse y un grupo de amigos inauguran una exposición (que tal parece una broma) en la Graham Gallery. Semeja una especie de bufonada. Un globo con los datos sobreimpresos anuncia el evento. Una reminiscencia circense. Hesse presenta Long Life, una bola sujeta a una cadena. Digamos: un correlato figurativo. Volveremos sobre ello.
Toda su obra es una sensualidad a flor de piel. No lo niega, pero lo encubre: ha traducido los órganos, los miembros, las vísceras, los fluidos, la carne, hasta las deposiciones en materiales adictos, deshechos y necrosis de la materia fieles al proceso creador de la diosa.
La exposición ha quedado atrás.
El mundo sigue rodando: está sola.
A rodar.
De una manera u otra, somos anónimos si ignoramos los nombres, si ni siquiera, amistosos o anhelantes, rozamos con la yema de los dedos la tibia piel de los otros.
Una mañana triste, llena de desasosiego al mediodía, que se impregna de acelerada angustia cuando ya da paso a la tarde que va a eternizarse de amarillos, ocres, marrones… El cuerpo: de nuevo naufragas en ese río pestilente de sangre y fluidos, y tú misma lo inundas con supersticiones y tabúes, pero eres lista y lo maquillas y perfumas con el arte, lo traduces en metáforas ininteligibles, todo lo corrosivo lo eliminas mediante el lenguaje plástico.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

20

(Jennie: ¿había dicho caligrafía del espanto?). Anot. Julio, 1969.
En 1959 imagina un gran cajón: 75 metros cuadrados. Lo diseña mentalmente, coloca seres humanos también ahí adentro. Distribuye habitaciones, elige suelos y paredes. ¿Y qué hay de los objetos? Los inventa carentes de funcionalidad: tenedores sin  puntas, largos cuchillos sin mango, una manilla Wittgenstein, una llave sin  muescas, la muñeca muerta…
Le dibuja una casa a una amiga. La decora:
-Parece una casa de fantasmas – dice la amiga decepcionada-. Yo la quiero para vivir.
Hesse la mira en silencio. Es su antigua compañera en la Cooper Union, una chica frágil, desfalleciente. Ella se encoge de hombros. Las casas carecen de verdadera significación:
-Lo realmente importante es el destino –contesta la decoradora sonriendo-. Es nuestro mejor hogar.
Hesse: tu destino es el lugar de la maldad. Ni siquiera eres culpable todavía. Pero escapas del Tren de los niños de pura casualidad, te libras de Ravensbrück, de Treblinka, aunque lo más probable es que acabaras en Auschwitz, todo recto y a la derecha, hacia las negras columnas de humo que se estiran al cielo. Qué más da.
Los niños cogidos de la mano, con los ojos muy abiertos, sin sentir apenas el frío, se dirigen sumisos y temblorosos hacia las duchas. “Luego comeréis de caliente.”
“¿Existe alguna posibilidad, doctor?”
“Ninguna en absoluto.”
Todo ha sido una tregua bastante cruel.
Todo está bien.
No. Nunca, nada, está bien.
La madre: ataviada con un vestido blanco de muselina, ondina del aire, entre el cielo y la tierra eternamente.
El sueño es blanco.
Despierta: algo terrible va a suceder.
1968.
El significado… ¡un secreto!
Más adelante.
Nueva York.
La Era del Arco Iris.
Aquario, según otro.
Ahora todo es posible.
Entre Betty Smith (de ese modo se soñaba también de niña) y Carl Andre.
En la Capital del Interés se han abiertos numerosos centros de meditación Zen, de cultura oriental y misticismo inerte, incluso un monasterio budista. Por las calles y avenidas se pasea la imponente figura del gurú Satguru Maharaji, que enseña a sus entregados discípulos cuatro técnicas secretas para alcanzar el estado más propicio y excelso de la meditación. No se pueden revelar… ¡desgraciadamente son secretas!
Como el mejor arte moderno, querida.
¡Chist, descubre y calla!, conmina El Maestro a El Adepto.
Su templo son los parques. Su Libro, los pensamientos, las extrañezas. Es El Hombre del Parque a las Once de la Mañana. Allí todo es silencioso y triste para quien no tiene nada que hacer, a nadie que engañar. Con luz débil, parsimoniosa, se abre el día sobre el césped laborable y desierto, y un halo de pegajosa angustia irradia el aire detenido aunque acechante:
“El sol le acariciaba con tibieza, un contacto silencioso y benéfico que le inyectaba tal dosis de paz, de estoicicismo lenitivo, hasta de incredulidad (una estrella que posa su hálito sobre mi piel desde una distancia cósmica), que todo, edificios, cosas y vegetación, parecía en suspenso, como instalado en una inminencia que tenía mucho de definitivo, de absoluto. Envuelto en un silencio extraño, casi en el mismo centro de la bestia urbana, lo que él veía a su alrededor era como una visión artificiosa, una copia analógica pero imprecisa de la realidad apabullante.”
(Parece como un  cuadro, se dijo, el cuadro de después de mi muerte.)
En el XIX fotografiaban a los muertos (muy quietecitos, sin peligro de desenfoque): después los escondían bajo tierra. Adiós.
El Negro espera un encargo que solucione el almuerzo del mediodía al igual que el zapatero en su cuchitril espera el encargo de remendar unos zapatos o sustituir las tapas de un tacón de aguja.
Mira a la pared sin hacer nada, mira exactamente la nada con los pies extendidos apoyados sobre el banquillo junto a la chimenea: aquí estamos, masticando el aire como un banquero.
De Chambers a Chauncey St.
Unos diez viajes por semana.
Agosto de 1968: guarda en un cajón de la cómoda tambaleante y precaria más de un centenar de tiques de metro, despensa del hombre y la polilla (uno de los seis cachivaches que amueblan el apartamento de Queen: dos sillas, un sofá, una mesa, una cama…).
Una noche se demora más de la cuenta con el vaso de vino color cereza en la mano, la mirada suplicante: “No hace falta que conserves el apartamento”, dice ella mirándole a los ojos, comprendiendo. “Puedes dormir aquí siempre que quieras.”
Da un vistazo a su alrededor: dormir entre el angustioso vocabulario de su obra, una sintaxis de batiburrillo y óxidos, de látex y resinas sintéticas, mutilaciones, las colgaduras como venas muertas.
No se resigna.
Meses más tarde, se refugia en su casa de muñecas (él las empieza a romper una a una, ¿qué demonios haces, loco de mierda?, ya ves, me libro de toda esta falsificación, de su maldad sin alma, de los ojos de cristal y su fría mirada a la nada, de sus mejillas rubicundas y sus piernas morcilleras, destruyo estos monstruos de pelo dorado, de falsas bocas entreabiertas, ¡malditas sean estas mozuelas de mentira!).   
Otra manera de soñar.
En el dinero siempre se piensa: a finales de los sesenta podías comprar en Green Street un edificio para ti sola: no más de 200.000 dólares.
Una necesita su espacio.
Lo llenaría de muñecas. Fabricadas por ella, femeninos juguetes de expresión inquietante, y los ojos de cristal, la lascivia de la porcelana inmóvil, y…
Luego, las obras (sus materiales, si hablamos con propiedad).
La habitación lo es todo.
Además, está la perspectiva. Es lo malo de los artistas… ¡la amplitud de miras!
La carrera del taxi se ha comido las reservas para la cena. ¡Maldito hack!
Vuelve a la manada: straphanger.
La época:
Huía de esa Nueva York donde imperaba Dalí: lo mediático en sus orígenes, el arte como espectáculo: la tribu más excéntrica.
Uno se consideraba artista haciéndose fotografías ridículas en un fotomatón de la calle 42. Luego, las ponía en venta. Y las vendía. Qué te parece.
¿Qué podía comerse? Pan de pita y tallos de apio (al estilo Patti Smith).
¿Tú sabes lo que eran 50 centavos en 1966? Un millón de dólares: ¡qué desayunos! ¡qué banquetes, old chap!: pan con mermelada y un huevo duro.
¿Qué te espera si no sales adelante, pintamonas? Un trabajo de camarera legañosa y siempre con sueño o uno de esos empleos de cajera o dependiente donde te retienen el sueldo de la primera semana. Si sobrevives sin comer, aguanta hasta el lunes siguiente: el futuro es tuyo.
Algunos atardeceres, en el Bowery, podías observar no muy a lo lejos la alta y tenebrosa silueta de W.B. con lo que parecía ser una máquina de escribir portátil en una mano y con lo que parecía ser un fusil agarrado en la otra.
Cualquiera de ellos… Vivía en un piso sin amueblar en Bond Street, una calle con adoquines, flanqueadas su aceras por almacenes abandonados, garajes, antiguas naves industriales, talleres polvorientos… Así que disimulaban la penumbra maloliente, la pobreza y el frío del loft comprando quincalla en Orchard Street (para decorarlo), ropa de segunda mano de colores hippie en Canal (para decorarse ellos mismos) y… seguían comiendo pan de pita y zanahorias y masticaban lentamente los tallos de apio. Pero esa era la única manera de sentirse desconectado de la estafa del otro trasiego urbanita de alrededor, el de pagar una factura interminable de sucesos absurdos como el alquiler, la luz eléctrica y el agua y el gas y acatar unos extraños mandamientos de por vida, de por vida, de por vida, de por vida…
Se está convirtiendo en una gran artista, y lo sabe: su obra no sólo refleja su época, la transforma… De modo que empieza alimentarse como debe hacerlo todo americano: en un Automat. Se come de maravilla en Horn & Handart. Comida de ventanilla. Un lujo. Insertas las monedas en una ranura y al cabo de un tiempo aparece detrás de la trampilla de cristal el suculento pedido seleccionado: empanada de pollo, mostaza y lechuga; de postre, pastel de manzana; bebida: leche con cacao. 65 centavos.
Y sigue progresando (“anda, ven tu también”): acude una vez cada dos meses al bar Max’s Kansas City (18 con Park Avenue South). Poseen el dinero justo para una copa. Sentados, se dejan bañar por la luz fluorescente roja de una de las obras de Dan Flavin. Y un día, vieron de lejos (¿sería él?) a Andy Warhol. Ahora, ellos, ya eran de Nueva York. También había una buena cantidad de dinero de reserva (un billete de 5 dólares y media docena de monedas) en el frasco vacío de la mermelada escondido detrás de la bolsa de las judías para los malos tiempos. Eran ricos. ¡Por fin habíamos dejado atrás las cloacas!
Tenía algo de dinero, es decir, muy poco, pero podría hacerle un regalo a su pareja: compra en una librería de la calle 59 una reproducción de un mapa antiguo de la Europa del siglo XIX: la verdadera materia del crisol neoyorquino: señalad con el dedo, queridos, el puntito de la chabolita de los ancestros (armenios, turcos, polacos, judíos, irlandeses, chinos, alemanes, suecos, italianos, españoles, ingleses, húngaros, rusos, holandeses…)
En Brentano’s.
Compro una reproducción de Blake. La cajera, morena, de rostro anguloso, de nariz delgada y prominente, me mira con ojos muy negros y desafiantes, con una sonrisa de triunfo.
En el 597 de la Quinta. Frente a la fachada de cristal y hierro forjado de Scribner’s. No llevo dinero. Ni un centavo. De todas formas decido meterme en la librería a curiosear y leer disimuladamente páginas y páginas de las últimas novedades literarias. Al cabo de bastantes minutos una empleada se planta frente a mí sin decir una sola palabra, pero sin dejar de mirarme, inmóvil. La vigilo por el rabillo del ojo. Transcurridos unos segundos cierro el libro, lo dejo con extremo cuidado en su sitio y con paso lento pero firme me encamino a la puerta. Al llegar a la acera, caigo en la cuenta de que la empleada de Scribner’s y la cajera de Brentano’s son la misma chica alta y delgada de sonrisa quizás algo desdeñosa aunque sin llegar a la ofensa.
Miraba mucho los autobuses en la estación de Port Authority... Pero yo nunca me subí a uno de ellos para escapar de allí, de la ciudad del triunfo, de Nueva York.
Al igual que sus compañeras de confusión y carne jovial, la mitología moderna surtía de incontables buenos momentos: coleccionaba grandes fotos de las estrellas de cine. Unos claroscuros fascinantes donde el rostro de los hijos mimados de Hollywood parecía brotar del ensueño, de la magia, de una languidez sólo comparable al olímpico desdén de los dioses.
Y un día empezó a seleccionar reproducciones de los cuadros de Van Gogh, de Sloan y Hopper. Esa tosquedad, el mismo abocetamiento de la realidad, la luz hecha desolación, arrumbó para siempre los fantasmas dorados de George Hurrell, Sid Avery y Harry Lang y sus fotografías de los semidioses.
Nunca volvería a esperar muda y paralizada a miss Harriet Brown, a la que muy pronto olvidó por completo.
“Soy una artista. Me siento distinta a los demás. Y quiero serlo.” Lo ha escrito en una carta a su padre. Los renglones bien rectos. No hay vuelta atrás. Tiene 17 años.  Las hormonas son el único y auténtico chute. Sin embargo, al año siguiente inicia una serie de terapias psiquiátricas. Se veía venir: “Quizás el arte…”
Estampados contra la pantalla verde del croma: todas esas transparencias, miles de ellas, seres y figurantes, edificios y cartón-piedra, lances y decorados, secundan una imaginación, podrían transportar a la más fértil de las fantasías: no importa la verdad que nada ha de desvelar: ser sólo una forma.
Echan un vistazo a las acuarelas: “Pero… querida, ¿qué es esto?”
Nunca sonríe desdeñosa ni con suficiencia, nunca se refugia en el mudo engreimiento. Tampoco intenta convencer, y mucho menos explicar lo inexplicable. Sonríe con humildad judía, esconde los pecados bajo la manga, la audacia se oculta bajo la aceptación del  castigo, planifica, echa sus cálculos.
“Deberías pintar como escribe Grace Metalious o Jackie Susan, querida.”
Sería todo tan fácil…
(Sé tu demonio.)
Seamos serias, recrimina a las compañeras soliviantadas. Ella está donde están todos, sin excepción. Nada de limitarse. Y no va a gastarse un dólar y medio en una revista mal impresa y peor dibujada para leer lo que ya sabe.
Ti-Grace Atkinson aboga por el parto extrauterino…
The Feminists rechaza la heterosexualidad…
Hesse defiende todo eso como defiende todo lo demás.
El arte es como una cuchilla, ¿entiendes?
Llévala siempre bien afilada.
En fin.
(¿En fin?: página 1025.)
Eran aquellos tiempos también que bastante suerte tenías si tu hija no acababa huyendo sentada a horcajadas en la parte de atrás de la motocicleta de un maldito biker.
“Sabía que esto iba a pasar. No podía ser de otro modo. Y, a fin de cuentas, ¿a quién le importa? Hace tiempo que el mundo editorial de Nueva York, en todos sus niveles, ha acabado en manos de los judíos. Sólo era cuestión de tiempo que también se apoderaran del mercado del arte de la ciudad. Me pregunto cuanto tardarán en ser capaces de colocar a uno de los suyos en la Casa Blanca.”
“Eso no sucederá jamás. Ningún negro, ningún judío acabará en la Presidencia de los Estados Unidos. No antes de mil años, amigo, cuando todo se haya ido al traste y ya nada valga la pena salvo no achicharrarte vivo.”
“De todas formas, si uno se para a pensarlo, advierte en seguida que en realidad los judíos nunca han dejado de estar en la Casa Blanca desde los tiempos del maldito Money Trust.”
-¿Qué puedes contarme de Pollock?
 -Existen montones de anécdotas dramáticas e incluso trágicas, escabrosas, divertidas y hasta apócrifas respecto a él.
-Quizás, no. Era un alcohólico. Y eso da mucho juego para la fábula. Rompía cristales. Conducía despavorido, como huyendo de él mismo. Se inventaba a cada instante.
 “Veamos eso”, dijo.
Pero aún tardarían muchos meses en enfrentarse a ello.
De acuerdo, tenía a Pollock metido en la sangre. Yo era una chica Pollock: “¡Pero jamás me vestí como una chica Pollock!”
Muy bien: eras una chica pollock. Pero odiabas disfrazarte como ellas.
Hasta ahí podíamos llegar, hasta los modelos espantapájaros Beaton sobre el fondo-Pollock, vestir maniquíes vivas con los trapos pintarrajeados de modistos triviales inspirados en las obras del gañán de los cubos de acrílicos.
En Brooklyn, hacia el 52: baja del tren elevado en la 86. Imagina que se cruzaba con el niño de las estrellas, Sagan. Hubieran podido verse. ¿Habrían coincidido, de adolescentes, en la biblioteca de la 85, buscando en las estanterías de libros infantiles lo que se encontraba en los estantes de los libros adultos? Eran dos iniciados. Pero no se conocían entre sí. Buenos vecinos, buenos niños. Buenos judíos que Dios arroja al mundo, dijo otro. Hesse acudía a menudo a Flabush, a visitar a una compañera de Cooper Union que se hallaba enferma. Brooklyn, por entonces, era una enorme extensión de edificios no muy altos, la mayor parte de ladrillo, gris oscuro o rojizo,  casi sin rascacielos, viejos barrios donde el olor de los guisos recién cocinados se escapaba por las ventanas abiertas, calles anchas, divertidas, reconocibles, con el auténtico sabor a la América del melting pot y las doscientas lenguas y dialectos atravesando el aire, hasta la luz y el color parecían europeos, los barrios entrañables y con identidad propia, calles que hablaban idiomas distintos: sí, así era, los viejos y densos olores de los guisos ancestrales, ruidos y costumbres de una Europa secular y despedazada, la palabra distinta, la risa universal.
¿Quién te persigue?
¿Cuándo no se ha muerto la gente? ¿Ha existido una época en la tierra donde eso no sucediera?
“Cada día es más triste que el anterior”, confiesa.
“Pues ése, querida, no es el camino.”
“Me cuesta poner en orden mis sentimientos…”, balbucea.
“Tenemos el arte, entre otras cosas, para solucionar algunos desarreglos, pequeñas paranoias.
20 dólares:
1954: “Hábleme de usted”. Hay una luz tenue que le dan ganas de reír porque le recuerda a su hermana y a ella cuando eran niñas y jugaban al escondite a media luz: siempre engañaba a la otra, y, a hurtadillas, desaparecía de verdad saliendo de casa y daba un par de vueltas a la manzana hasta que se cansaba, mientras su hermana con absoluta perplejidad la buscaba de habitación en habitación examinando cada rincón de cabo a rabo pensando que se había vuelto invisible de verdad.
El tipo, orondo, cabello liso bien peinado a raya, fuma en pipa y viste chaqueta de mezclilla con coderas y un pantalón oscuro. Debajo viste un suéter de cuello de cisne, negro. Es un tipo de esos, un tipo “máscara”.
Recién salida de la adolescencia, todos son complejos. Esta crisálida no acaba de cuajar. Está el acné, el menstruo, y esas rodillas de áspera piel (piedra pómez, querida, le aconseja su madrastra), los huesos prominentes…
Está la mamá que vuela con las faldas a la altura de la cintura enseñando las bragas.
Está papá, que no le quiere lo suficiente, y ello mortifica a la pequeña Evchen.
Le gusta pensar que es distinta a los demás, aunque no físicamente.
Desea vivir con todas las fuerzas de su alma, pero la vida le asusta con frecuencia.
“Soy distinta a los demás.”
Bueno, todos los demás son distintos a nosotros.
“¿Qué le hace creer eso?”.
No sabe contestar. El tipo da una larga chupada a la pipa. Casi le echa el humo a la cara. 1954: fumar es un arte, y fumar en pipa aún más, esa elegancia de los dedos asidos a la tibia cazoleta, el aroma a tabaco de indias, las blancas volutas del humo fragante. Hablamos de prestigio: estilográfica chapada en oro, los lentes de montura también dorada, el sello de piedra azul en la mano izquierda. Detrás del interrogador se alinean hileras de libros con lomeras en piel, tejuelos coloreados: verde esmeralda, rojo burdeos, blanco marfil, o hueso, negro y dorado. Imagina ella la letrería, las artísticas capitulares… Estantería de gruesa madera (¿nogal sin pulir?), sólida, con los libros perfectamente enfilados en el borde de los estantes. Hesse, con disimulo, intenta leer a hurtadillas algún título. Imposible a causa de la mortecina luz. Se moja los labios resecos la futura artista, ahora una jovencita a quien le sudan las palmas de las manos delante de un indagador-instigador profesional.
“De acuerdo, sus padres se divorciaron, su padre se casó de nuevo, su madre se suicidó. Pero apenas la conocía. Tenía diez años cuando murió. Usted, verdaderamente, quería más a su padre, su lado, digamos, intelectual. ¿No es así? No vaya a hacer un problema de la muerte de su madre. Esa fue una opción. Y le incumbía solamente a ella. Recuerde, el libre albedrío… El desarraigo, la pena de amor…”.
No sabe que contestar. Al final, harta de toda la pamplina, simplifica las cosas: “Tengo miedo”, dice.
El otro se le queda mirando estúpidamente. Cara de manual, no se mueve un ápice sentado en el sillón de cuero verde. La luz de mínima intensidad pero confortable, ambos entre cálidas penumbras, adueñada la estancia por los silencios intermitentes. El tiempo apresado en el reloj de arena es implacable. Cada sesión es un puñado de dólares que su padre paga religiosamente. Por mí como si no te espabilas nunca, niña.
Han asesinado a tus cuatro abuelos inocentes en un campo de exterminio. Tu madre se ha suicidado. Tu madrastra usurpa tu nombre y te roba al padre. El amor se rompió. Te van a diagnosticar un tumor cerebral que te matará en un año:
¿Dios existe?
Pregúntaselo a tu psiquiatra.
Desempolva la Up the Down Road II  de nuevo. Helas, ya está allí otra vez, entre constelaciones raras. La nota desmejorada. Además, en este universo parecen todos pálidos. Francamente, yo me largaría de aquí y me buscaría otro universo. Esta roca apagada del nuevo planeta, de atmósfera amarilla, no me inspira ninguna confianza. Hay algo en él malsano, excesivamente protector. Todo parece preconcebido.
-Tienes que contestar unas preguntas.
-¿De qué clase?
Se ha puesto en guardia.
-Nada importante.
-En ese caso me inventaré las respuestas.
Cinco años más tarde:
“Era tan bobalicona que todos los demás eran extraños para mí…”
Lo que no sabía es que a los otros ella les parecía todavía más extraña.
Vuelves a los diez años.
¿Puedes contestar todas las preguntas?
¿Quién podría?
Ni siquiera su padre, pegado a la radio de 1945, intenta hacerse con los sesenta y cuatro dólares del Take It or Leave It. Ante los suyos, calla todas sus respuestas.
Raymond Th. Yeats/E.: Como fuere, una mañana Hesse, todavía en el Instituto Cooper, una adolescente nerviosa de falda corta que enseñaba las piernas con despreocupación, entró en la librería propiedad de Raymond Th. Yeats. Preguntó por un libro “rarísimo”, le informa el librero, de título inventado por alguno de sus compañeros que, a buen seguro, le gastaban una broma pesada.
“Lo tendré en un par de días…”
Así que… nunca encontró el libro. Hesse fue creciendo, de una manera inteligente, digamos; el otro, parecía detenido en el tiempo. Se diría que siempre tenía la misma edad. Se hicieron amigos. Es buena cosa tener un librero de amigo, casi tanto como tener un libro. O mil, se diría la Hesse jovencita.
20 años más tarde: la biblioteca Hesse: 
The Catcher in the Rye
Der Zauberberg
Se questo è un uomo
En attendant Godot
Etcétera.
Jennie, después de la cena, en algún sitio del Village. Llama por teléfono.
“Vuelvo al hotel”, dice.
Ha equivocado el objetivo de una de las dos cámaras que siempre lleva encima.
“¿Es realmente preciso que lo hagas?”, le pregunto todavía con la copa en la mano, recién salido de la ducha, cansado después de un día de ajetreo.
“Es absolutamente preciso.”
Al cabo de unos instantes aparece por la puerta.
Cambia el cristal. Comprueba trebejos de nuevo.
Precipitada, sale a la película de afuera que es Nueva York.