Abandona
un edificio de cuatro plantas pintado de amarillo. Parece transfigurada.
Era a
primeras horas de la tarde, pero las calles estaban oscuras bajo un cielo de
nubarrones negros y muchos automóviles ya llevaban los faros encendidos.
En seguida
empezó a lloviznar.
Apresura
el paso hacia el estudio.
De pronto,
sintió un gran temor.
Ya el arte
es un ritual: que a nada se vincule, que sólo a ella le complazca, llene su
tiempo, la eleve a los cielos, la sagrada hostia que endulza su boca con el
sabor de la eternidad.
29 de
abril de 1970.
Pero ella
es seria, sabe que no termina de entregarse del todo a otro ser humano,
desconfía, recela (puede que de ella misma).
¿Cómo era?
Ya es inminente quien va a dejar de ser. Lo sabe él. Esa es la ventaja de la
omnisciencia.
¿Qué
material se ha encontrado? ¿Implica su sustancia la misma elección procesual?
29 de
abril. Un mes tan solo para fundirse en su sangre enferma.
Tampoco es
lo que podría decirse encantadoramente ingenua. Piensa lo que dice. Cuenta hasta
diez antes de precipitar un pensamiento en la conversación colectiva. En
compañía, es así de diferente. Calculadora. Adivina en ella el incorregible
deseo de contenerse, de no entregarse del todo.
Una
artista. Veamos eso.
Ha dado a
luz. Etcétera.
No hijos.
Alumbra
paredes en la cueva. ¡Qué luces!
Palpa el
ambiente literario de la ciudad. Inmediatamente, se siente influido. No sale de
su agujero: le basta con leer los fragmentos aparecidos en las incitantes
páginas de New World Writing.
Mejor
hacerlo de este modo, se dice. O de este otro…
Morirse
atada a un gotero de morfina:
Oh en la
muertecita
no abras
la ventana
no manches
nada
estate
quietecita
los ojitos
cerrados
las
manitas con las palmas hacia abajo
y sobre
todo calladita
calladita
calladita.
Tenía una
absoluta obsesión con los cuadernos de notas, con los apuntes y los diarios. Se
diría que deseaba registrarlo todo, como si el arte no bastara. Y ella
necesitaba hacerse entender por encima de todo, lo cual no dejaba de
extrañarme, ya que la clave de su arte residía en mantenerlo lejos de lo
denotativo, y tampoco creía en las sutilezas e ingenios de la connotación que,
a su juicio, siempre terminaba malogrando la poética procesual de la plástica.
Pero he aquí que ella se nos hace visible en sus diarios y anotaciones
personales y artísticas. Una mezcla de vida y obra en la que sí creía, una
dualidad en la que siempre confió y que consideraba indivisible. Una
yuxtaposición descarnada, en verdad reveladora. Luego la totalidad de sus obras
nos proyectan un reflejo de la auténtica Hesse. Veamos: ¿Era esto lo que nos
proponías? ¿Qué nos decías, qué construías alejada de un lenguaje
representacional tan vacuo e ineficaz ya luego de tantos estilos, de la
pluralidad de una estética de la imagen tan devastada por tan multitudinaria afición y sus mediocres abusos a lo
largo de los siglos? ¿A qué nos convocas?
De
repente, la ciudad de Nueva York se había vuelto dadivosa.
Exhiben
un… cadáver.
La última
exposición individual de Hesse: “News Drawings, 1970”, en la Fischbach Gallery,
N.Y. El círculo se cierra: su primera exposición individual, en 1963: “Recents
Drawings”, en Allan Stone Gallery, N.Y.: dibujitos idiotas, a millares en las carpetas de los aprendices de
arte. 25 centavos la docena. Pero eso es ya el pasado.
También
ese año funeral de 1970 cerca de una treintena de exposiciones colectivas
presentan trabajos de la artista.
Mayo de
1970: entrevista de Cindy Nemser: todo es absurdo… o no.
Una semana
después Hesse estaba muerta.
En las
calles ya se siente el hedor del verano, la fetidez del aire cargado de tibieza
y manteca frita que emerge de las oficinas, de los bares y cafeterías, las
aceras se adensan de olores, una primavera de los sentidos que deja en el
paladar un sabor a piedra quemada y gasolina, a asfalto viejo y rastros
corporales.
Sesenta y
dos plantas más arriba de la mescolanza de olores. Asiste a una conversación
reveladora, sentado en un sillón tapizado en piel blanca en un ángulo de la
espaciosa habitación, que huele a rico papel, a tintas insólitas, a maderas. De
cuando en cuando deja vagar la vista a través del enorme ventanal sin cortinas,
divisa a lo lejos el Hudson, la serpenteante autopista que corre a lo largo de
su curso, una lámina grisácea, silenciosa como el resto de la ciudad que se
hace visible desde este lugar, un silencio sólo roto por las palabras casi
susurrantes de las dos mujeres a diez metros de él. Escucha cosas que ya sabe,
pero le resultan tan nuevas dichas en este momento que presta una atención
religiosa, y presiente su muerte, adivina la total ausencia de Hesse al verla
sentada, plácida y extraña, como de otro universo. Sabía que iba a morir, y, apartando la vista de la luminosa ventana
la miraba una y otra vez reteniéndola, capturando todas sus imágenes desde
hacía días: dormida, leyendo, junto a la ventana, con la taza de café en la
mano, mirándose en el espejo, alisando una prenda de vestir, con un libro sobre
el regazo y los ojos cerrados…
Entrevista:
“En cierto sentido soy una artesana intelectual (¿?), no puedo desligar esa
faceta de mi trabajo.
Y, así,
entre seminaristas y poetas, ella anotaba pensamientos e ideas, maquinaba
proyectos sensatos, alejaba de sí las vanas ilusiones en pos de la auténtica
humildad, aquella que os ha de salvar del
olvido (Grau, I, 1-7).
Si hubiera
podido, cuando de adolescente suspiraba por una existencia trágica aunque no
condenada por la fatalidad, se habría entretenido jugueteando entre las manos
con una automática Ortgies calibre 7,65. Se soñaba un personaje en crisis
constante. Esto sucedía hasta poco después de los 15. A partir de entonces se
contentaba con contraer fiebre platánica durante unos días.
Quería
dibujar los días con palabras.
Entonces,
él: “El sol moribundo y rojo apenas se eleva sobre el Hudson, y ese amarillo de
poniente, agónico, ilumina débil pero sólidamente las ventanas silenciosas de
Queens… La mía, una de ellas, qué perfecto anonimato, y es la muerte perfecta
también, morir sin nombre, venido de lejos, en esa habitación pobre, oculta a
los ojos de millones de seres humanos de los que nunca sabrás nada, o peor aún,
nunca sabrán ellos nada de ti.”
7-12-1956:
“Nieva… Como una magia helada que llegase desde el septentrión (?) a lomos de
un cielo gris, de una monotonía que acrecienta los temores. La soledad.”
(Escribía
en su diario… ¡universal! Graciosa hermandad.)
Aún era
aquella América donde las madres solteras en vez de regalar a sus hijos recién
graduados en la Escuela Secundaria un M-16 o una Smith and Wilson de 9
milímetros, depositaban en sus escritorios un mazo de hojas amarillas y una
Royal o una Underwood de teclas blancas con la esperanza de que escribieran La
Gran Novela Americana que, al decir de Los Grandes Críticos, dejaron a medias
Scott Fitgerald, Faulkner, Hemingway y...
Es el
atardecer (¿o es el amanecer?) Los altos edificios lanzan destellos y reflejos,
cobre y plata, la piedra blanca a lo alto, al cielo amenazador cruzado de
franjas rojas y violetas.
Tenía un
detector en el cerebro que le permitía escabullirse de los malos pensamientos,
las ideas equivocadas, los libros inútiles, los personajes dañinos: esa calle
no, ve por la otra; desvía la vista, es H.W.; esta maña gélida y gris el
Flatiron me está gritando a voces que tire por Broadway, pero al filo del
atardecer, cuando las nubes rojas se cierne sobre tu cabeza, me susurra que
continúe por la Quinta.
En Bayard Street: sopa de fideos con cerdo; fideos
con jengibre y cebolla; fideos con gambas y huevo; fideos a la española (en
caldo de pollo y tollina).
Ça
m'a ouvert l'appétit.
(16-3-69, domingo: día frío, somnolencia al
atardecer; insomnio por la noche.)
El tipo
del Sur: ¿Odiar a los yanquis? Silbe por lo bajo. Sólo tiene que cambiar el
acento, complicar las cosas del cuadro, ¿entiende? En cuanto a lo demás, Nueva
York es fácil, hace mucho tiempo de Pittsburg y los Carpet-Bagger de después, todo aquello de detrás…
Finales
del verano del 69: el miedo. Con ella ensayaba todos los aspectos de una
situación límite.
Excursión
a un paisaje, más allá de la urbe, donde los rascacielos y las muchedumbres ya
no se presienten siquiera. Un decorado esperanzador que enmascara lo fatal.
Un Van
Gogh.
Han
llevado una cesta de mimbre forrada de piel: dos latas de cerveza, tres
botellas de agua mineral, siete sándwiches (dos de queso, jamón cocido,
pepinillos y lechuga; dos de salmón con mantequilla; dos de pollo, tomate crudo
y lechuga; uno de carne a la brasa con mostaza), pastel de manzana y un termo
con café aguado sólo tibio. A última hora, por si les faltaban las palabras,
han agregado un ejemplar de Artforum
y el Times del día.
¿Por qué
pintar esto? ¿A santo de qué?
Se enfría
algo el aire de la tarde, con aroma a follaje quemado.
Ella,
pensativa, mira hacia el lado del mar invisible.
Mueve con
más fuerza el aire, comienza a hacerse oír entre el ramaje de los árboles y los
arbustos.
No es un
paisaje para un picnic. El espatulazo sustituye la suave pincelada del pintor de domingos. Los retazos de la
tierra parecen bramar. Los árboles de troncos retorcidos se quejan de su
prisión. El cielo es la piedra azul más pesada. Las hojas de las plantas son
como gritos, una queja contra su creación. ¿Qué clase de ventana es ésa?
La que se
abre a la blasfemia.
Qué
alboroto… ¿No era la pintura una ciencia exacta desde que de ese modo la
sancionaran abiertamente los jóvenes prodigios del Renacimiento?
La voz de
uno parece confundirse con el silencio de la otra, que sigue mirando más allá
del horizonte punteado de amarillos y ocres, de franjas rosas y un poco verdes
también en el celaje: y me relajaré,
aunque después de haber reflexionado, pero sin pesadumbres, sin lamentarme de
las cosas que hubiera podido hacer.
Un trueno
a lo lejos. Se avecina la tormenta del final del verano. El aire cargado de
humedad presagia la lluvia que viene del mar. Deja de pensar, dice. Cojamos las
cosas, volvamos a casa. Lo dice con el miedo (al que siempre vence) que nubla
sus ojos grandes y valientes.
El viento
enrarecido huele a yerba mojada.
Cierra los
ojos: abre la piel, el tacto de la vida sobre ella.
Buscaba la
confrontación, hurgaba en lo cotidiano de una adolescente demasiado alejada de su edad.
Confiésalo, te mirabas en los espejos, te abrumabas
de deseos típicos: leías las listas de la billboard,
y más de una vez te descubrieron echando monedas en una Wurlitzer.
Tonterías, la única coquetería que me permití con mi
tiempo fue peinarme durante algunas épocas con el estilo Vidal Sassoon… En los
veranos, supongo.
Y la falda
corta, y el suéter bien ceñido, dejando adivinar los senos magníficos de joven
matrona.
Siempre se
le aparecía en la cruda claridad de la mañana, cegados los ojos por el sol
fulgente. 1993, en París: “Andas kilómetros y kilómetros todos los días, como
si te fuera la vida en ello. Vas de un lado para otro, y al parecer sin
esfuerzo alguno. ¿Qué te costaba venir al futuro?”
Dejé aquella
oportunidad en el 70. Sólo ella puede viajar hasta el pasado.
“Te es más
fácil a ti venir al futuro.”
69: qué
mal viaje.
No pocos
llegaron a su destino.
(Y David Brooks muere en accidente de
automóvil: The wind is driving him toward:
no
argumento, no estructura, no sentido…)
Una tarde
especialmente fría se acerca a la librería de Ray Yeats, en la calle Green, en
el Village. Ray, muy concentrado, revisa el interior de la caja registradora de
la que ha desprendido la carcasa azul. Ray tiene cuarenta y cinco años, es de
baja estatura, fornido, moreno, con la piel del rostro acaramelada, como esos
tipos que han estado demasiado tiempo a la intemperie, sin una sola cana en la
profusa cabellera de color melaza, y luce orgulloso un poblado bigote al estilo
Faulkner o del joven Waldo Frank. De aspecto campesino y maneras toscas es, sin
embargo, el intelectual más reflexivo que ha conocido, a la vez que el más
coherente con su propio y endiablado carácter. El clásico tipo que no cambiaría
sus camisas de cuadros ni sus pantalones anchos de pana por un millón de
dólares. En invierno un tabardo marinero lo protege del frío. No usa gafas para
leer y anda despeinado constantemente. Lo ha leído todo, al menos todo lo que
entra en su librería de novedades y compraventa indiscriminada, una especie de
tienda de libros mixta cuya escasa venta de nuevas ediciones la compensa (sin
perspicacia, generosamente) con el libro usado de segunda mano o descatalogado.
Es un librero culto en exceso y algo desdeñoso, a la antigua usanza, que no
duda en mostrar una falsa cortesía e interés por los libros que uno ha comprado
y que, naturalmente, ya ha leído mucho tiempo atrás o sólo una hora antes que
tú. Pero, siempre, por delante. Al verificar la compra dudosa de un cliente
oculta su desdén con la ironía o una piadosa compresión, pero son las menos: es
El Tipo Indulgente. Fue Hesse quien le presentó (quizá sería mejor decir que le
señaló con un gesto burlón) a Raymond
Yeats en el transcurso de una fiesta a la que fueron invitados donde los
combinados se prodigaban en exceso. Yeats, por completo dormido en una esquina,
sentado en un sillón de diseño de palmaria incomodidad, nada funcional a
despecho de su estética llamativa, se derrengaba a un lado con un libro entre
las manos. Eran más de las doce de la noche, una hora en verdad intempestiva
para un librero honrado que ha de levantar la persiana a las nueve todas las
mañanas.
-Se ha
estropeado –dice al verle entrar, y en seguida torna a inspeccionar la máquina.
-Vuelve a
los viejos tiempos, cuando los doblones se metían en un cajón o en una bolsa de
cuero atada al cinturón de las calzas.
Levanta la
vista de nuevo, aún con las manos pequeñas, anchas y fuertes revoloteando en
torno al artefacto que se alza en una esquina del pequeño mostrador curvo.
-Hace años
que debería haberlo hecho. Facturo menos que el tipo armenio que vende perritos
calientes en la esquina. Tendría que dedicarme al trueque.
Él sonríe
y piensa para sí: “Eres el tipo menos apropiado para esa astucia de fulleros.”
El librero
parece haber reconsiderado sus palabras dichas al tuntún, reflexiona. Y, ahora,
habla con una seriedad absoluta: “Sin embargo, si algo entiendo medianamente en
este mundo es de libros.” Una pausa.
Remata, ya trajinando otra vez en el interior de la registradora: “Puede que
como el que más.”
Al final
descubre que se ha atascado un pedazo de papel en el rodillo.
El
Instigador busca un par de libros, anda tras ellos como un sabueso. Ray le
resultó simpático desde la primera vez que le vio escurriéndose del sillón,
pero sin soltar el volumen de la mano, y desde entonces acude a su librería,
compra o no compra, pasa el tiempo entre los excitantes rimeros de revistas
viejas.
Escucha
con atención los títulos y deniega con la cabeza:
-Me temo
que no tengo ninguno de los dos en este momento.
-No
importa –le contesta-, puedo pasar otro día.
-En una
semana, si te parece.
-De
acuerdo –le miente.
Sale de la
librería y busca una boca de metro.
Una hora
más tarde, atisbando en las numerosas librerías de la calle Broadway, entre la
42 Este y la Sexta Avenida, termina encontrando los libros. Los compra. Un
comprador de libros (un comprador compulsivo)
es lo más infiel y desleal que puede echarse uno a la cara. Se lo dice a
Raymond Yeats al cabo de tres días, cuando vuelve a la librería en busca de
Hesse, que le esperaba allí esa tarde con la esperanza de que el librero le
hubiera vendido un par de acuarelas (¡aún expresionistas!) sin enmarcar.
-Pero que
español comprador de libros raros más hijo de puta.
-Los días
vuelan –dice en castellano.
-¿What…?
Pregunta
por otro libro. Éste lo tiene: un volumen de poesías de la colección Pocket
Poets, a menos de un dólar. Ferlinghetti y él habían sido muy amigos hasta que
aquél se aburrió de Nueva York y se marchó a San Francisco, “el mejor lugar”,
según él, “donde hartarse de leer buenos libros sin descanso y beber al mismo
tiempo vinos excelentes”. Durante mucho tiempo ha recibido libros de la City
Lights Press Collection y antiguas ediciones en rústica publicadas por la misma
librería regentada por aquél. En el momento de pagarle aún le embarga un
invencible sentimiento de culpabilidad, así que, a modo de expiación, se
aproxima a un rimero alto de libros recién impresos, y merca también una de las
novedades más vendidas del año, una idiotez mayúscula disfrazada de ensayo
sociológico, divagaciones de la ciencia
falsa. A su pesar, pues está contraviniendo sus propias reglas, el librero
le escudriña con extrañeza y unos segundos más tarde, cuando le tiende el libro
solicitado, su expresión es de una absoluta incredulidad. Pero introduce los
billetes (uno de diez y otro de un dólar) en la caja. “Ese es tu problema,
amigo”, parece delatar su fingida indiferencia.
Veo que
escribes con una Remington 12.
Una
auténtica ametralladora.
En efecto,
existe también el arma Remington. Mata.
Soy la
pura encarnación del viejo de Yoknapatawpha, dice el librero sin alzar los ojos
del teclado.
Pero ahora
sólo escribe facturas y cartas comerciales: vende y compra libros. En el
entremedio, los lee. ¿Para qué escribirlos? ¡Qué estupidez!
Raymond
Th. Yeats es el hombre que el 27 de marzo de 1964 compra 100 ejemplares de la
revista Time con el retrato dibujado
de John Cheever en la portada para regalárselos a sus amigos más próximos y el
resto vendérselos a cuatro incautos (incluido él mismo, que los vende al mismo
precio de cubierta): una de las pocas veces que en la portada la máscara fofa y
repugnante del político se ve suplantada por el rostro de un talento literario
(y en este caso especial, borrachuzo y cuentista).
Primavera
de 1966. Antes de que se pusieran solemnes y algunos deviniesen por defecto en
activos financieros. Hesse y un grupo de amigos inauguran una exposición (que
tal parece una broma) en la Graham Gallery. Semeja una especie de bufonada. Un globo
con los datos sobreimpresos anuncia el evento. Una reminiscencia circense.
Hesse presenta Long Life, una bola
sujeta a una cadena. Digamos: un correlato figurativo. Volveremos sobre ello.
Toda su
obra es una sensualidad a flor de piel. No lo niega, pero lo encubre: ha
traducido los órganos, los miembros, las vísceras, los fluidos, la carne, hasta
las deposiciones en materiales adictos, deshechos y necrosis de la materia
fieles al proceso creador de la diosa.
La
exposición ha quedado atrás.
El mundo sigue
rodando: está sola.
A rodar.
De una
manera u otra, somos anónimos si ignoramos los nombres, si ni siquiera,
amistosos o anhelantes, rozamos con la yema de los dedos la tibia piel de los
otros.
Una mañana triste, llena de desasosiego al mediodía, que se impregna de
acelerada angustia cuando ya da paso a la tarde que va a eternizarse de
amarillos, ocres, marrones… El cuerpo: de nuevo naufragas en ese río pestilente
de sangre y fluidos, y tú misma lo inundas con supersticiones y tabúes, pero
eres lista y lo maquillas y perfumas con el arte, lo traduces en metáforas
ininteligibles, todo lo corrosivo lo eliminas mediante el lenguaje plástico.