martes, 16 de mayo de 2017

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-Su obra deriva del minimal art, la gesta aquella aspiración de Morris: “La obra escultórica reconstituida como objeto pero con toda la potencia perceptiva del arte figurativo, de la escultura representacional, con su mismo atractivo visual…”
-En cierto modo, esa fue una intentona pronto frustrada. En seguida se alcanzó un vocabulario plástico que pareció generar su propia lógica, su sintaxis, como algo que termina siendo funcional estéticamente, decorativo.
-Usted renegó de ello…
-Inmediatamente.
-La impulsaba la no forma, el imaginario de un desorden, por así llamarlo, nacido del material elegido para su conformación…
-No es del todo exacto. Aunque en un principio… Lo que deseaba conseguir en realidad era la no pintura, la no escultura…
-Pero eso sería como una mudez.
-Es verdad, pero elaborada, consciente (subrayado de él). Mi ambición, desde un punto de vista conceptual era llegar al no-arte, a lo no connotativo, a lo no antropomórfico e incluso a la forma no geométrica. A la nada estética, una especie de refutación. Era el riesgo total lo que perseguía, lo que en un plano artístico no es (subrayado de él).
Luego, Kaprow, los happenings de los sesenta, etc.
La noche de insomnio en el hotel por lo ruidos urbanos de afuera, las luces que se colaban por la ventana de guillotina, por ella física y real que rondaba el pensamiento una y otra vez…
Tres días más tarde…
¿Has cenado alguna vez a la luz de las velas?
Leí poesía, pero como el que analiza el aire que respira.
“Odio lo bello, lo perfecto, lo justo en todo…”
¿Qué explica eso?
En 1965 me dije: x.
Ahora (1970), ya sentenciada, una selección de sus alumnos en la Escuela de Yale (los mejores, con una beca Norfolk atada al tobillo como una bola de acero presidiaria) le ayudan físicamente en la realización de sus obras: queridos auxiliares, ayudantes, becarios risueños, artistas fracasados, silenciados, miles y miles de estudiantes de Bellas Artes, de vosotros es el Reino de los Cielos.
Amén.
1960. ¿Qué es el arte en Nueva York?
Cuatro gatos. No somos más. Todos nos conocemos. Pero somos los suficientes. Todo lo que suceda después será repetición o burla.
1965: 300 galerías de arte en la ciudad de Nueva York. Más que librerías. Cuestión de espacio.
¿A cuántos tipos ha visto como ése? Billeteras que andan sobre zapatos de hebilla, que visten trajes cruzados, conjuntos de elegantes chalecos y camisas de sastrería, tejidos de ojo de perdiz, espiga, príncipe de Gales, tweed… Todo lo compran, lo datan y lo almacenan, son los ascendientes directos de la generación de dragones de los ochenta y noventa de este siglo XX aún zarandeado por el final de la utopía.
Un tipo seguro de sí mismo, con las ideas claras. ¿Le van a decir a él lo que es el arte? Una expresión desdeñosa se graba en su rostro de piedra gris. A él es difícil engañarle: no ha dibujado una silla en su vida. En cuanto a lo demás… (Es el tipo que compra sus paquetes de sentimientos en una tienda de muebles usados de la Octava.)
No escribe él con plumillas Sargent-Major, al alcance de la mano los tinterillos colegiales de donde extrae la savia azul de una rememoración tenaz: encerrado deberías estar, mendigo, a solas recreándola, corporeizando hasta su aliento, su mirada. Prisionero en una habitación blindada de corcho con el aire irrespirable, cerradas las ventanas, aislado del ruido y el mareo de una época acelerada (Naranjas de Valencia, naranjas…), entregado a la memoria, a una reconstrucción acaso falseada por una sintaxis más plástica que literaria (a buen seguro). La dispones contra un fondo de vertiginosa mudez a pesar de sus múltiples estruendos a toda hora. Deja de pisotear los forillos y decorados de una Nueva York que sólo es el viaje a una evocación arbitraria y sesgada, escenario oportunista y falaz de una prueba de resistencia que desafía la cordura: justificaría ella un arte y una existencia con la trama descabellada de una ropavejería espiritual tan alejada del ornato como de las fáciles mentiras: la ciudad no importa: es el soporte: es el escenario y, además, intercambiable; enredado tu, raro espécimen proustiano en la epopeya de la minucia, y tu descaro de petit inventeur en idas y venidas, figuraciones.
Nada le disuade del gran proyecto. “Es esto”, se dice. Al menos esto es lo que sé que debo hacer.
(A veces, Jennie le mira con extrañeza, hasta con desconsuelo, a ese robot…)
Si no pinta ni esculpe, al menos las manos, el taller.
La obra de arte moderna como una prueba física, un desarrollo material que exige una energía adicional a lo puramente intelectivo. Lo procesual, un elemento hasta ahora irrelevante, elevado a categoría artística. Forja, cosido, soldado, atado, enhebrado, alzado, bajado, clavado… ¡Uf, que esfuerzo!
Los ojos escrutadores seleccionan las piezas a examinar muy detenidamente: mañana de domingo en el parque brillante de sol, de colores, de gente, de la atmósfera empalagosa de finales de abril, radiante. El Depredador con el bic encapuchado encerrado en el bolsillo y el bloc de notas olvidado en el cajón del escritorio al otro lado del río se miente sin el menor escrúpulo. Ha elegido su víctima: largas piernas que acentúan despiadados los shorts amarillos, cabellera dorada al aire, el busto erguido y juvenil bajo la camiseta de rosa pálido, la boca roja… a escaso metros de él… “Como aquel tipo que se convirtió en tiburón y merodeaba bajo el agua las playas festivas devorando a las bañistas rubias.” (De adolescente siempre le habían atraído las rubias; ahora buscaba a las morenas, y no escuálidas, aunque sin llegar a las demoledoras apetencias de Monsieur Gauguin: “Me gustan gordas y viciosas”.)
Paseos a ninguna parte. ¿Quién sabe de esos y de esas?
Cada 40 segundos se suicida alguien en algún lugar del mundo (2010). Hacer de la vida un instrumento de esclarecimiento, de apreciación de una realidad que siempre va a escapársenos, nunca de agresión a nosotros mismos. La verdad de todo es vivir, y el cuerpo como vehículo de una travesía impredecible. La muerte no nos sirve.
El suicidio deja todo a medias, imperfecto, incorregible.
Mas también es la respuesta adecuada, quizás única, a una condena prematura, una rebelión magnífica ante la injusticia suprema de la desaparición definitiva, a traición.
Pero ella contraataca:
“¡Qué desperdicio!”, exclama en U2
(“Pues tú, querida, estás en U2. Respecto a nosotros: en U1 estamos sin ti, por mucho que nos hayas tele transportado a U2, y todo esto suena a cacharrería cósmica, porque no hay manera de escenificar nada serio mientras andas en otro condenado universo. ¿Cuánto queda para U3?”)
“¿Cuánto pesas?”
“¡Maldito grosero!”
“Sabes, cada kilogramo de peso que se lanza al espacio en un cohete de la NASA supone un coste de 50.000 dólares. 55 kilos la rellenita judía: 2.750.000 pavos. ¿Tienes la pasta?”
“Por supuesto. ¡Metida en el tercer bolsillo trasero del pantalón! Mi viaje (sólo ida) es gratis, imbécil. Sin mediación de cosas o personas. Basta con la imaginación, la materia del arte a fin de cuentas.”
Es… ¡su hermana gemela!
La besa muy despacio, como sorbiendo el jugo de la ambrosía bajada graciosamente de los cielos, mientras andan a paso lento por el jardín de las esculturas. De cuando en cuando ella abre tímidamente un ojo y mira de soslayo algunas de las obras, algo que provoca que él se sienta bastante miserable, aun con la boca perfumada, exultante de mil sabores. Tras la esquina: de nuevo solo.
 Anduve entre fantasmas, cuando...
Muerte de su padre: verano 1966. Desquiciamiento. (Siempre volveremos sobre ello).
Fuera de las páginas de la biblia, los patriarcas no cuentan sus años por centenares: tremendamente vulnerables.
16 de agosto: Daddy is dead (Helen Hesse: proteger (¡como sea!) a Eva (17/8/1966)
No hay ningún sitio en el terrible calor donde puedas esconderte, escapar del sofoco de las piedras, de la asfixia de la noche.
Una muerte, una tan sólo, y mata el mundo.
1969: Torres gemelas, aún puros esqueletos alzándose al cielo: 40 plantas. Work in progress.
Merodeo en torno el City Hall.
Me hundo en la parada de Brooklyn Bridge. Hago transbordo en Union Square. Entre luces y sombras. Así. Me hallo a salvo en la tibia oscuridad. Gano la calle subiendo de dos en dos los sucios tramos de la escalera del metro.
Afuera: las franjas blancas de los pasos cebra se encuentran tan despintadas que me cuesta creer que los automovilistas se detengan ante mí.
Alguien me empuja. Otro me golpea con el brazo al adelantarme. Una me roza con su gran bolso de Macy’s.
Un negro gigantesco (“un hombretón de color”) me aparta sin disimulo de su enérgico paso. 
Foráneo siempre en peligro constante, sumido en espejismos, troteras, danzadezas.
1969. 15.
Moratorium Day.
Ella, que ya lleva dos agujeros en la cabeza: podrías meter el puño ahí.
Paseos tristes, el miedo, los gestos inútiles (pero eso es la esperanza, la lucha…): alguien le entrega un globo negro con el nombre de un muerto en Vietnam, lo suelta al cielo…
Antes, una chica muy hermosa ataviada con una túnica blanca, con una cinta india ciñendo su frente, sentada en la escalinata de St. Patrick entonaba (pero era casi un susurro) una bella canción, como una plegaria.