-Su obra
deriva del minimal art, la gesta
aquella aspiración de Morris: “La obra escultórica reconstituida como objeto
pero con toda la potencia perceptiva del arte figurativo, de la escultura
representacional, con su mismo atractivo visual…”
-En cierto
modo, esa fue una intentona pronto frustrada. En seguida se alcanzó un
vocabulario plástico que pareció generar su propia lógica, su sintaxis, como
algo que termina siendo funcional estéticamente, decorativo.
-Usted
renegó de ello…
-Inmediatamente.
-La
impulsaba la no forma, el imaginario de un desorden, por así llamarlo, nacido
del material elegido para su conformación…
-No es del
todo exacto. Aunque en un principio… Lo que deseaba conseguir en realidad era
la no pintura, la no escultura…
-Pero eso
sería como una mudez.
-Es verdad,
pero elaborada, consciente (subrayado
de él). Mi ambición, desde un punto de vista conceptual era llegar al no-arte,
a lo no connotativo, a lo no antropomórfico e incluso a la forma no geométrica.
A la nada estética, una especie de refutación. Era el riesgo total lo que
perseguía, lo que en un plano artístico no
es (subrayado de él).
Luego,
Kaprow, los happenings de los sesenta, etc.
La noche
de insomnio en el hotel por lo ruidos urbanos de afuera, las luces que se
colaban por la ventana de guillotina, por ella física y real que rondaba el pensamiento una y otra vez…
Tres días
más tarde…
¿Has
cenado alguna vez a la luz de las velas?
Leí
poesía, pero como el que analiza el aire que respira.
“Odio lo
bello, lo perfecto, lo justo en todo…”
¿Qué
explica eso?
En 1965 me
dije: x.
Ahora
(1970), ya sentenciada, una selección de sus alumnos en la Escuela de Yale (los
mejores, con una beca Norfolk atada al tobillo como una bola de acero
presidiaria) le ayudan físicamente en la realización de sus obras: queridos auxiliares,
ayudantes, becarios risueños, artistas fracasados, silenciados, miles y miles
de estudiantes de Bellas Artes, de vosotros es el Reino de los Cielos.
Amén.
1960. ¿Qué es el arte en Nueva York?
Cuatro gatos. No somos más. Todos nos
conocemos. Pero somos los suficientes. Todo lo que suceda después será
repetición o burla.
1965: 300
galerías de arte en la ciudad de Nueva York. Más que librerías. Cuestión de
espacio.
¿A cuántos
tipos ha visto como ése? Billeteras que andan sobre zapatos de hebilla, que
visten trajes cruzados, conjuntos de elegantes chalecos y camisas de sastrería,
tejidos de ojo de perdiz, espiga, príncipe de Gales, tweed… Todo lo compran, lo
datan y lo almacenan, son los ascendientes directos de la generación de
dragones de los ochenta y noventa de este siglo XX aún zarandeado por el final
de la utopía.
Un tipo
seguro de sí mismo, con las ideas claras. ¿Le van a decir a él lo que es el
arte? Una expresión desdeñosa se graba en su rostro de piedra gris. A él es
difícil engañarle: no ha dibujado una silla en su vida. En cuanto a lo demás…
(Es el tipo que compra sus paquetes de sentimientos en una tienda de muebles
usados de la Octava.)
No escribe
él con plumillas Sargent-Major, al alcance de la mano los tinterillos
colegiales de donde extrae la savia azul de una rememoración tenaz: encerrado
deberías estar, mendigo, a solas recreándola, corporeizando hasta su aliento,
su mirada. Prisionero en una habitación blindada de corcho con el aire
irrespirable, cerradas las ventanas, aislado del ruido y el mareo de una época
acelerada (Naranjas de Valencia,
naranjas…), entregado a la memoria, a una reconstrucción acaso falseada por
una sintaxis más plástica que literaria (a buen seguro). La dispones contra un
fondo de vertiginosa mudez a pesar de sus múltiples estruendos a toda hora.
Deja de pisotear los forillos y decorados de una Nueva York que sólo es el
viaje a una evocación arbitraria y sesgada, escenario oportunista y falaz de
una prueba de resistencia que desafía la cordura: justificaría ella un arte y
una existencia con la trama descabellada de una ropavejería espiritual tan
alejada del ornato como de las fáciles mentiras: la ciudad no importa: es el
soporte: es el escenario y, además, intercambiable; enredado tu, raro espécimen
proustiano en la epopeya de la minucia, y tu descaro de petit inventeur en idas y venidas, figuraciones.
Nada le
disuade del gran proyecto. “Es esto”, se dice. Al menos esto es lo que sé que debo hacer.
(A veces,
Jennie le mira con extrañeza, hasta con desconsuelo, a ese robot…)
Si no
pinta ni esculpe, al menos las manos, el
taller.
La obra de
arte moderna como una prueba física, un desarrollo material que exige una
energía adicional a lo puramente intelectivo. Lo procesual, un elemento hasta
ahora irrelevante, elevado a categoría artística. Forja, cosido, soldado,
atado, enhebrado, alzado, bajado, clavado… ¡Uf, que esfuerzo!
Los ojos
escrutadores seleccionan las piezas a examinar muy detenidamente: mañana de domingo en el parque brillante de sol,
de colores, de gente, de la atmósfera empalagosa de finales de abril, radiante.
El Depredador con el bic encapuchado encerrado en el bolsillo y el bloc de
notas olvidado en el cajón del escritorio al otro lado del río se miente sin el
menor escrúpulo. Ha elegido su víctima: largas piernas que acentúan despiadados
los shorts amarillos, cabellera
dorada al aire, el busto erguido y juvenil bajo la camiseta de rosa pálido, la
boca roja… a escaso metros de él… “Como aquel tipo que se convirtió en tiburón
y merodeaba bajo el agua las playas festivas devorando a las bañistas rubias.”
(De adolescente siempre le habían atraído las rubias; ahora buscaba a las
morenas, y no escuálidas, aunque sin
llegar a las demoledoras apetencias de Monsieur Gauguin: “Me gustan gordas y
viciosas”.)
Paseos a
ninguna parte. ¿Quién sabe de esos y de esas?
Cada 40
segundos se suicida alguien en algún lugar del mundo (2010). Hacer de la vida
un instrumento de esclarecimiento, de apreciación de una realidad que siempre
va a escapársenos, nunca de agresión a nosotros mismos. La verdad de todo es
vivir, y el cuerpo como vehículo de una travesía impredecible. La muerte no nos
sirve.
El
suicidio deja todo a medias, imperfecto, incorregible.
Mas
también es la respuesta adecuada, quizás única, a una condena prematura, una
rebelión magnífica ante la injusticia suprema de la desaparición definitiva, a
traición.
Pero ella
contraataca:
“¡Qué
desperdicio!”, exclama en U2
(“Pues tú,
querida, estás en U2. Respecto a nosotros: en U1 estamos sin ti, por mucho que
nos hayas tele transportado a U2, y todo esto suena a cacharrería cósmica,
porque no hay manera de escenificar nada serio mientras andas en otro condenado
universo. ¿Cuánto queda para U3?”)
“¿Cuánto
pesas?”
“¡Maldito
grosero!”
“Sabes, cada kilogramo de peso que se lanza al
espacio en un cohete de la NASA supone un coste de 50.000 dólares. 55 kilos la
rellenita judía: 2.750.000 pavos. ¿Tienes la pasta?”
“Por
supuesto. ¡Metida en el tercer bolsillo trasero del pantalón! Mi viaje (sólo ida) es gratis, imbécil. Sin
mediación de cosas o personas. Basta con la imaginación, la materia del arte a
fin de cuentas.”
Es… ¡su
hermana gemela!
La besa
muy despacio, como sorbiendo el jugo de la ambrosía bajada graciosamente de los
cielos, mientras andan a paso lento por el jardín de las esculturas. De cuando
en cuando ella abre tímidamente un ojo y mira de soslayo algunas de las obras,
algo que provoca que él se sienta bastante miserable, aun con la boca
perfumada, exultante de mil sabores. Tras la esquina: de nuevo solo.
Anduve entre
fantasmas, cuando...
Muerte de
su padre: verano 1966. Desquiciamiento. (Siempre volveremos sobre ello).
Fuera de las páginas de la biblia, los patriarcas no
cuentan sus años por centenares: tremendamente vulnerables.
16 de
agosto: Daddy is dead (Helen Hesse: proteger (¡como sea!) a Eva (17/8/1966)
No hay
ningún sitio en el terrible calor donde puedas esconderte, escapar del sofoco
de las piedras, de la asfixia de la noche.
Una
muerte, una tan sólo, y mata el mundo.
1969:
Torres gemelas, aún puros esqueletos alzándose al cielo: 40 plantas. Work in progress.
Merodeo en
torno el City Hall.
Me hundo
en la parada de Brooklyn Bridge. Hago transbordo en Union Square. Entre luces y
sombras. Así. Me hallo a salvo en la tibia oscuridad. Gano la calle subiendo de
dos en dos los sucios tramos de la escalera del metro.
Afuera:
las franjas blancas de los pasos cebra se encuentran tan despintadas que me
cuesta creer que los automovilistas se detengan ante mí.
Alguien me
empuja. Otro me golpea con el brazo al adelantarme. Una me roza con su gran
bolso de Macy’s.
Un negro
gigantesco (“un hombretón de color”) me aparta sin disimulo de su enérgico
paso.
Foráneo siempre en peligro constante, sumido en
espejismos, troteras, danzadezas.
1969. 15.
Moratorium Day.
Ella, que
ya lleva dos agujeros en la cabeza: podrías meter el puño ahí.
Paseos
tristes, el miedo, los gestos inútiles (pero eso es la esperanza, la lucha…):
alguien le entrega un globo negro con el nombre de un muerto en Vietnam, lo
suelta al cielo…
Antes, una
chica muy hermosa ataviada con una túnica blanca, con una cinta india ciñendo
su frente, sentada en la escalinata de St. Patrick entonaba (pero era casi un
susurro) una bella canción, como una plegaria.