Sueña.
ARES.
No sabe si le gusta. Recordad que el verano del 68 en
Nueva York fue algo terrible, abatido por una ola de calor en verdad
asfixiante, un metal al rojo vivo que hacía hervir el aliento. Se hallan
desnudos y húmedos debajo de la ventana sobre una sábana blanca, lo único que
les separa de las baldosas del piso. El sol ya oblicuo después del mediodía se
cierne sobre el suelo donde yacen. Hesse parece irreal, increíble su piel
brillante y pegajosa por el calor, traslúcida su carne rosada, pasmosa la
cabellera empapada que se derrama en cascada a un lado del rostro. Bañada de
luz cruda, apoteósica, de una quemazón apenas resistible. Es hermosa hasta
acribillada por el rayo más cruel del sol. Su piel es el abrigo perfecto del
frío y el ardor. Se vuelve hacia él y se tumba de costado, apoyando la cara
contra las manos juntas. Los ojos brillan risueños en el mar cegador que fluye
del hueco abierto y se abate sobre los cuerpos: “Eres Ares”. Escrito en
castellano suena de una prosa cacofónica, de una precariedad evidente, hasta
incómoda. Disonancia reiterativa no desdeñable tampoco en el discurso
angloamericano. Sonríe cegado por la luz: en la brutal claridad la recrea,
recorre con ojos entornados la incitante excursión desde el cuello a los senos,
el vientre terso, la mata profusa y negrísima de pelo que cubre el pubis de
judía fascinante, las piernas y los muslos poderosos recogidos sobre ella misma
en postura semifetal, alumbrándose de una fiereza carnal, de una potencia
ígnea, y el blancor del tejido que ha de cubrirles a medias en el calor de la
noche. Ares, luchador tenaz siempre
vencido, aborrecido por los dioses, poco amado. Sólo libre próximo a la muerte.
Y, sin embargo…
Ciertas
peculiaridades de muchos de los modelos del arte contemporáneo exigen una nueva
actitud ante la obra plástica como objeto vendible o promocionable. En este
aspecto de la cuestión, ha desaparecido el punto rojo visible en la pared o en
el pedestal del mármol, tan escueto y explícito: vendido.
Instrucciones
de uso.
Empecemos
por el principio.
Corren
bajo la lluvia hasta la galería. No hay nadie. D., en la pequeña oficina, les
lanza un único vistazo a través del cristal y sigue en sus asuntos de papeleo.
“Mira”, dice ella, y señala un montón de cuerdas y barras de hierro oxidado en
el suelo. Después de la retahíla, es su turno de hablar. “Lo que pasa en el
arte moderno…”, empieza. Le mira con una sonrisa burlona, tan directa y
explosiva como un misil proyectado… ¡al blanco más obvio e indefenso, a esa
jactanciosa declaración de principios! Dice, conteniendo la risa: “Así que me
vas a decir tú lo que ocurre en el arte moderno…”
Met: las
grandes puertas de bronce siempre están abiertas.
Ha de
consultar algo en la biblioteca Watson. Hace semanas que esperaba el momento.
“Nos vemos
en el jardín de las esculturas”, anuncia.
De
repente, ya no la ve.
Sombras.
Otra vez.
Se gira
hacia atrás. Ha desaparecido.
Comprende
que se ha quedado en la segunda planta.
Prosigue
su camino hasta el cuarto piso donde se hallan las colecciones de dibujos.
Luego, se
desvanece en el aire.
(Los dos.)
Parece
mentira, pero el sol salió al día siguiente.
Siempre
amanece el sol como si nada: nacimiento o crimen.
Sería
octubre o noviembre. Y ambos nos referíamos a la contemporaneidad.
Qué fue de
ella en el 67? ¿Y de ti?
“Hasta el
64 creo recordar que no pasé en toda mi vida más allá de la calle 115.”
Recuerda
mal (o miente): vivió en W. Heights (como es sabido), bastante más arriba del
Harlem temible (tan inocente…).
Ella subió
más.
Ella es
real. Bajó del norte. Buscaba el sur: el sur de las roturas, de los óxidos, de
las quemaduras y hasta de los escombros y las guaridas de los asesinos.
Al sur,
hasta el origen, hasta Castle Garden y Ellis Island, hasta ese olor nauseabundo
pero enriquecido de detritus benéfico del material primigenio que emanaban las
huestes miserables de la inmigración, hasta esos millones de cuerpos que
exhalan el vapor más rancio de la vieja, fértil y bien abonada por la mierda y
el estiércol de siglos de la vieja Europa empobrecida por la desgana y un
milenio de cansancios guerreros absurdos.
Las
fronteras (y el humus) de la nuevas naciones adelantadas se trazan y fecundan
de la sangre corrompida (qué más da) y generosa de allende lo imaginable.
La recrea.
Él, se inventa (todo mentiras).
¿Qué pasa
con el Upper East Side?
Tenía
amigos ricos por esa parte. Yo, la rehuía entonces.
Huye de
semejantes evidencias. Hablan de metáforas:
“Me
encontraba mal. El cuerpo, o la mente, algo que también es orgánico, el maldito
cerebro, esa glándula que segrega pensamientos… (¡!)”
“¿¡Whaaaaat….!?”
Déjalo
estar. La escritura plástica lo refleja: el malestar.
“¿Sabes?,
lo que intento contar en ese revoltijo es…”
“Déjalo,
guapa. En una sola línea de Joyce o Bernhard se halla todo el planteamiento,
nudo y desenlace de un millón de novelas policíacas (históricas, góticas,
fantasiosas, costumbristas…) de baratillo, convencionales, correctas… e
inútiles.”
Todo
acontece inesperado, raro (escribe en
su diario de hojas sueltas cuadriculadas o rayadas: el pergamino colegial).
Ah, pero
ahora ya mecanografía las ocurrencias: Todas las bandas del espectro parecen
teñir la multitud de ventanas de Manhattan...
Ventanas… ¡azules!
(Se está volviendo imprudente El Negro Descolorido: como
penitencia venial y estímulo radical se impone contemplar seguidas las cuatro
horas y media de The Art of Vision,
de Stan Brakhage. Al término de la sesión, se precipita a la salida, se
precipita a la boca del metro, se precipita sobre la máquina de escribir y…)
Una sucesión de vértigo:
feliz año nuevo, ha repetido más de treinta años.
En 1966,
poco antes de que su padre muriera, le compró en una de las tiendas de
anticuario que proliferan en Park Avenue una plegadera de plata con un galgo
labrado en el mango. Hesse tenía dinero esa mañana. Había vendido un par de
acuarelas sobre papel de tela a Seda&Stein.
Su padre,
ese ente físico, opulento, esa carne serena y feliz tan próxima, de cara
redonda de judío alemán, calvo, bonachón y un poco egoísta, como sólo puede
serlo un alemán glotón y tranquilo. Y, ahora, un moribundo aburrido, asqueado,
en la espera, un pacífico judío convencido, temeroso de Yahvé, de nuevo en la
diáspora… final.
Al llegar
a la casa familiar le faltaba el aliento, estaba sudorosa y se sentía a la vez
trémula y feliz.
El hombre
enfermo, enflaquecido y perplejo, cubierto por el taled, la vio precipitarse al salón, rejuveneciéndolo todo, rodeada
todavía con el aire fresco de la calle. Ella le tendió el bonito paquete que
envolvía el presente. Su padre preguntó por qué: no era su cumpleaños, ni había
que celebrar ninguna onomástica. Tampoco iba a poder llevar demasiadas cosas en
su próximo viaje…
Tal vez en
ese que ahora emprendía, surcando el mar…
Dos días
después de que su padre muriera, lejos del hogar, de la nueva patria, Hesse buscó
por todos los cajones de la casa la plegadera labrada. Nunca la encontró. “Va
en la nave egipcia con él.”
En las
semanas siguientes dibujó simulacros: de un río, naves, perfiles, relieves,
ornamentos.
No ensayes
la melancolía, celebra lejos de los victimarios, tú, la vida y el vino. Y allí,
en lo oscuro de las tabernas del Village con aromas delincuentes donde se
discuten las formas del siglo XXI, eleva una anacreóntica de amor a los
desesperados.
Pero, ante
ella, le delata la pluma, el artificio a cuestas.
Y la hada
no aparece, fisgando desde cualquier universo. alcaloide
Creó Not Yet a base de un menú de alcaloides
(incluye un zumo) y unas gotas de desprecio.
Acerca de
N.: su imitadora furtiva y vergonzante:
Ella se
editaba a sí misma. Al principio los pensamientos parecían salir a borbotones
de los ojos, posarse en las cosas y trasladarles el brillo maléfico o benéfico
de su insondable interior. Luego, controlaba el maremagno de las palabras y las
imágenes y emprendía una tarea de selección: esto es así; esto es asá. Elegía
cuidadosamente aquello que debía revelarse a la luz, desplazarse de sus
misteriosas entrañas pensantes al exterior, al alcance de los otros que, de ese
modo, podían extender su mirada y examen a todo lo que de conveniente, en actos
y sucesos del pasado, ella había entresacado para mejor favorecer y definir su
identidad. Se trataba de una revisión llevada al límite. No habría lugar para
controversias enojosas. Ningún testigo, y si lo hubiera, mentía como un
villano.
“Soy así
realmente”, afirmaba.
Unos días,
desdeñaba la posteridad, la nada absoluta a fin de cuentas; otros, se aferraba
desde su provisionalidad ya acatada a la futura existencia de una memoria
colectiva y piadosa tras ella, que glosaría con admiración su paso por la tierra.
A veces,
era secreta: su hermetismo acentuaba los sutiles misterios de una obra
entreverada de enigmática excentricidad; a veces, admitía con ingenuidad sus
miedos e inseguridades: no se ornaba entonces, dudaba, se interpelaba confusa
en las páginas íntimas de sus cuadernos.
Quién iba
a contradecirla en un sentido o en otro. Pero… cuidado.
En
realidad, le dijo él, la gente sólo atiende los hechos de una biografía una vez
ha pasado el tiempo, cuando uno ha muerto
y ya no puede retocarlos. Lo que queda atrás sólo es la cáscara de una
vida, y antes de que se pudra lo comestible, anécdotas y un montón de patética
vanidad. La gente acaba por ignorarlo.
No hay
pentimento que valga, madeimoselle La
Machinateur: una vez muerta eres lo que los demás quieren que seas.
Labran las amistades el mármol de tu interior, modelan el
barro de tu exterior, la piel enferma.
En cuestiones de arte la caza mayor
es juego de arañas. Un acoso y derribo no sutil… aunque invisible.
Recuerda
en especial a una de sus amigas artistas (a la que llamaremos x¹), uno de los seres (por lo
demás, estrafalario y poco valioso, pero muy capaz de hincar el diente en las
presas realmente codiciables) más dogmático y enervante que había conocido en
su vida. Su boca sólo expulsaba mandamientos y conjuros homicidas. Tenía
cuentas pendientes con todo el mundo, puesto que todo aquel que pensara de
distinta forma a la suya, contrariaba sus razones o ponía alguna objeción a sus
intereses se convertía inmediatamente en un enemigo al que había que abatir sin
misericordia. La verdad inconcusa anidaba en sus labios. Quien sostuviera lo
contrario buscaba la reyerta, la sangre. Las opiniones de los demás carecían de
validez: no eran las suyas, así que había que fulminarlas aunque fuese a
gritos, malas maneras y hasta con ladrillos arrojadizos, que era, a fin de
cuentas, en lo que finalmente se convertían sus razones, siempre precarias y
hasta vacías, incoherentes y mal expuestas. Coincidieron, Hesse y ella, en un
par de exposiciones colectivas. Naturalmente a Hesse, afectuosa y callada, le
divirtió en seguida el papel de táctica y directora de estrategias que aquélla
se atribuía. En la tercera exposición colectiva en la que volvieron a
encontrarse estalló el conflicto y la desavenencia devino finalmente ruptura.
Años más tarde la colérica estratega se trasladó a Chicago y empezó a dar
clases de “libre creatividad” o algo semejante en la Universidad, lo único que
le proporcionaría una tranquilidad económica asegurada, y probablemente lo
único que en realidad deseaba en el fondo de sí misma, puesto que el arte tan
sólo había sido un instrumento a su alcance para halagar una vanidad
insaciable. Pero los ejemplos pueden alargarse hasta el pestilente final de una
fila interminable: uno de los individuos más inculto que ha podido conocer y
que, sin embargo, merodeaba sin escrúpulos en todo momento el mundillo de las
artes y las letras, y¹, (vamos a llamarlo de ese modo) era el siguiente en la escala de
las mediocridades estridentes. El tipo escribía en un periódico de dimensión
local especializado en arte. Era una publicación minoritaria de cuatro hojas
sin interés alguno, y cuya redacción se hallaba en uno de los soleados bancos
matinales manchados de excrementos de paloma del parque de Washington Square.
La sostenían la precaria publicidad de tres o cuatro firmas comerciales de
diseño y venta de artículos para estudiantes de pintura y escultura (una de
cuyas empresas pertenecía al padre de uno de los más conspicuos escritores de
arte del periódico, lo que autorizaba de firme sus demenciales digresiones
sobre el arte “más audaz colgado en los museos norteamericanos”). Durante
cierto tiempo colaboró en aquellas páginas sin cobrar un centavo, sólo por el
gusto de mencionar en sus artículos el nombre de algún amigo artista o de quien
fuese que le hubiera causado cierta admiración al contemplar sus obras en
España.
z¹ era el tercero (o
el cuarto en discordia). Tenía tiempo para perder y tenía dinero para gastar.
Una combinación envidiable. Sólo que se aburría, el hastío se había inyectado
en su sangre como un tóxico fatal que envenenaba los días, uno tras otro, de
una extraña eternidad vacía: dibujaba insectos dudosamente reconocibles como
tales: porque algo había que dibujar y un poco ambiguo había de ser. Gustaba de
la polémica… ¡muda! No profería ninguna palabra, se limitaba a enrojecer
vivamente, pero de un rojo desaforado, cuando alguien contradecía lo que
pensaba, algo, por lo general, que siempre permanecía oculto a los demás puesto
que jamás despegaba los labios. Escribió y se autoeditó un libro curioso, Yo y las arañas, que ilustraría con
profusión y harto denuedo. Se vendieron catorce ejemplares. El resto, unos
cuatrocientos, acabaron en el cajón de los saldos revueltos (10, 15 y 25
centavos) de la librería de Raymond Yeats.
Cuenta
esas cosas. Escuchas, a veces complacido, siempre en segundo plano y…
Ella, se
ríe con ganas.
Hasta ese
momento todo iba muy bien. Demasiado bien.
Eras el
hombre invisible. El que estaba allí y
nadie lo sabía. De repente, ella te hace notar ante el corifeo y adláteres.
Te delata. Los ojos se vuelven hacia ti. Eres real, tan real y maldito como
ellos. De carne y hueso. No eres un personaje que va y viene de viñeta en
viñeta, de párrafo en párrafo. Se acabó el juego, tan escondido que estabas entre
líneas. Omnisciente pero cobarde, sin jugártela nunca. Cazador oculto.
Ahora su mirada de exangüe viajera en el tiempo le expone
ante los demás, a él, que tan bien se sentía no siendo apercibido por nadie. Le
ha revelado, le ha señalado en el espacio. “Soy un discurso. He de hablar. No
puedo demorar más el silencio. Pero descubrirán que soy un impostor, estoy
hecho de niebla, de palabras, de mentiras…”
Se hará de
cosas, de nombre, suposiciones, medias verdades… Compra una docena de manzanas
en un mercado callejero del barrio italiano, saliendo ya a Canal Street. Hace
un viento neoyorquino y brutal, que no concede tregua. Viste una cazadora azul
y una falda de pana granate, y el gorro rojo de lana que se encasqueta en días
destemplados como éste. Lleva mal cogida la bolsa de papel. Se detiene un
instante; le mira: “Centauro”, dice sonriendo. En ese momento las manzanas
verdes, doradas, caen de la bolsa y ruedan por el suelo.
Mitad
animal, mitad espíritu.
JUSTO
DESPUES.
Verano, 1969. Julio.
Tendidos sobre la hierba de Great
Lawn. Anónimos bajo el sol benéfico del crepúsculo, acariciados por la brisa
que comienza a refrescar la tarde dorada.
“De la que me he librado”, dice.
Ya le ha crecido el pelo, aunque
aún no puede peinarse.
En cuanto pasen unos días ya no se
notará la cicatriz.
“Estás guapa. Y eres muy valiente.”
“Mira, me
he comprado un vestido.”
Es ligero,
vaporoso y de colores vivos.
“Te sienta
de maravilla y, además, deja ver tus piernas tan bonitas.”
“Antes de
que llegue el invierno…”
Lo dice con
una sonrisa pícara, y gira sobre sí misma sin dejar de sonreír mientras el
vuelo de la falda sube hasta descubrir los muslos pálidos y suaves.
Otoño, 15
de diciembre, lunes, ese mismo año (1969). Después de haber estado merodeando
por la calle 8 Oeste, donde ella, en una de las tiendas de segunda mano, sin
saber muy bien qué, buscaba de un lado a otro entre cachivaches y muebles
viejos.
No compró
nada.
Quiso
descansar antes de regresar al apartamento.
Acaban en
la plaza del parque Tompkins, donde aún solían verse aburridos e inermes grupos
aislados de hippies.
Todavía
con la luz de día, ya en casa: pan italiano, queso, una jarra de agua fresca,
una botella de vino tinto, aceitunas griegas, miel de Nuevo México.
Por la
noche, sumidos ambos en las sombras iluminadas levemente por la luz de la
lámpara de la mesa, con voz suave, disimulando el temblor invencible, él le lee
despacio algunos cuentos de En una
pensión alemana, una edición de páginas algo descabaladas y amarillas por
el tiempo, editada por Knopf en 1922, comprada por unos pocos dólares en The Green Train al siempre desinteresado
Raymond Yeats.
Pero
Katherine Mansfield ya no se reconocía en ellos. Incluso renegaba de esos
textos prematuros (1911), tan juveniles,
meros pastiches de su paso por la Baviera de 1909 donde, entre otros sucesos de
menor importancia, sufriría un aborto fortuito y le endosarían una gonorrea de
la que no pudo librarse en toda su vida.
En ella
nada había de prematuro. Murió… ¡a
los 34 años!
“Son absurdas casualidades”, pensaría años
después el negro cuando ya,
definitivamente en Europa, sólo sería un paseante silencioso y solitario, un
falso parisino merodeando por los
jardines del Luxemburgo, pensando en muertos el muerto que ya era él.
A Hesse le
entusiasma en especial Los alemanes a la
mesa, precisamente el primer cuento del conjunto.
14 de
octubre de 1922, sábado, en los jardines del Luxemburgo: … De repente se levantó viento, y todas las hojas volaron con tanta
alegría, con tanto anhelo…
Poco
después: la Mansfield caería en manos de un charlatán apátrida, un santón
lujurioso y bebedor que levantó la tienda de los milagros al sur de París, en
las proximidades de Fontainebleau, donde se cobijarían un centenar de
desgraciados en lo que parecía ser una especie de comuna de enfermos
terminales. Días antes de morir, incapaz
de cualquier invención, la escritora se dedicaba a pelar verduras en la cocina
metida en su abrigo de piel. Ora et
labora.
Katherine
Mansfield murió el 9 de enero de 1923.
Todavía
antes: “¿Y para qué quieres tener salud?”
“¡Y hasta
ser inmortal! De la vida lo quiero todo, sin descanso, mezclarme con la tierra
húmeda y rica, recibir en el rostro el aire fresco y limpio, bañarme en el mar,
dormir bajo el sol. Quiero ser parte de todo lo humano, ser consciente y sincera
con las cosas de la tierra… Ser una hija
del sol… Sí, que baste con esto, una
hija del sol. Y trabajar con mis manos, mi corazón y mi cerebro. Sólo me
bastaría lo más sencillo: un jardín, una casa, hierba, animales, libros,
cuadros, algo de música… Y aprender de todo ello, y expresar todo ese pequeño
universo a través de la escritura. Sólo vivir la vida cálida y doméstica,
natural, aprender, desear, saber, sentir, pensar, actuar... ¡Vivir! Porque en
el fondo, a pesar del infortunio, todo
está bien.”
(No, nada
está bien.)
RIGHT AFTER…