lunes, 25 de septiembre de 2017

31

Sueña.
ARES.
No sabe si le gusta. Recordad que el verano del 68 en Nueva York fue algo terrible, abatido por una ola de calor en verdad asfixiante, un metal al rojo vivo que hacía hervir el aliento. Se hallan desnudos y húmedos debajo de la ventana sobre una sábana blanca, lo único que les separa de las baldosas del piso. El sol ya oblicuo después del mediodía se cierne sobre el suelo donde yacen. Hesse parece irreal, increíble su piel brillante y pegajosa por el calor, traslúcida su carne rosada, pasmosa la cabellera empapada que se derrama en cascada a un lado del rostro. Bañada de luz cruda, apoteósica, de una quemazón apenas resistible. Es hermosa hasta acribillada por el rayo más cruel del sol. Su piel es el abrigo perfecto del frío y el ardor. Se vuelve hacia él y se tumba de costado, apoyando la cara contra las manos juntas. Los ojos brillan risueños en el mar cegador que fluye del hueco abierto y se abate sobre los cuerpos: “Eres Ares”. Escrito en castellano suena de una prosa cacofónica, de una precariedad evidente, hasta incómoda. Disonancia reiterativa no desdeñable tampoco en el discurso angloamericano. Sonríe cegado por la luz: en la brutal claridad la recrea, recorre con ojos entornados la incitante excursión desde el cuello a los senos, el vientre terso, la mata profusa y negrísima de pelo que cubre el pubis de judía fascinante, las piernas y los muslos poderosos recogidos sobre ella misma en postura semifetal, alumbrándose de una fiereza carnal, de una potencia ígnea, y el blancor del tejido que ha de cubrirles a medias en el calor de la noche. Ares, luchador tenaz siempre vencido, aborrecido por los dioses, poco amado. Sólo libre próximo a la muerte. Y, sin embargo…
Ciertas peculiaridades de muchos de los modelos del arte contemporáneo exigen una nueva actitud ante la obra plástica como objeto vendible o promocionable. En este aspecto de la cuestión, ha desaparecido el punto rojo visible en la pared o en el pedestal del mármol, tan escueto y explícito: vendido.
Instrucciones de uso.
Empecemos por el principio.
Corren bajo la lluvia hasta la galería. No hay nadie. D., en la pequeña oficina, les lanza un único vistazo a través del cristal y sigue en sus asuntos de papeleo. “Mira”, dice ella, y señala un montón de cuerdas y barras de hierro oxidado en el suelo. Después de la retahíla, es su turno de hablar. “Lo que pasa en el arte moderno…”, empieza. Le mira con una sonrisa burlona, tan directa y explosiva como un misil proyectado… ¡al blanco más obvio e indefenso, a esa jactanciosa declaración de principios! Dice, conteniendo la risa: “Así que me vas a decir tú lo que ocurre en el arte moderno…”
Met: las grandes puertas de bronce siempre están abiertas.
Ha de consultar algo en la biblioteca Watson. Hace semanas que esperaba el momento.
“Nos vemos en el jardín de las esculturas”, anuncia.
De repente, ya no la ve.
Sombras.
Otra vez.
Se gira hacia atrás. Ha desaparecido.
Comprende que se ha quedado en la segunda planta.
Prosigue su camino hasta el cuarto piso donde se hallan las colecciones de dibujos.
Luego, se desvanece en el aire.
(Los dos.)
Parece mentira, pero el sol salió al día siguiente.
Siempre amanece el sol como si nada: nacimiento o crimen.
Sería octubre o noviembre. Y ambos nos referíamos a la contemporaneidad.
Qué fue de ella en el 67? ¿Y de ti?
“Hasta el 64 creo recordar que no pasé en toda mi vida más allá de la calle 115.”
Recuerda mal (o miente): vivió en W. Heights (como es sabido), bastante más arriba del Harlem temible (tan inocente…).
Ella subió más.
Ella es real. Bajó del norte. Buscaba el sur: el sur de las roturas, de los óxidos, de las quemaduras y hasta de los escombros y las guaridas de los asesinos.
Al sur, hasta el origen, hasta Castle Garden y Ellis Island, hasta ese olor nauseabundo pero enriquecido de detritus benéfico del material primigenio que emanaban las huestes miserables de la inmigración, hasta esos millones de cuerpos que exhalan el vapor más rancio de la vieja, fértil y bien abonada por la mierda y el estiércol de siglos de la vieja Europa empobrecida por la desgana y un milenio de cansancios guerreros absurdos.
Las fronteras (y el humus) de la nuevas naciones adelantadas se trazan y fecundan de la sangre corrompida (qué más da) y generosa de allende lo imaginable.
La recrea. Él, se inventa (todo mentiras).
¿Qué pasa con el Upper East Side?
Tenía amigos ricos por esa parte. Yo, la rehuía entonces.
Huye de semejantes evidencias. Hablan de metáforas:
“Me encontraba mal. El cuerpo, o la mente, algo que también es orgánico, el maldito cerebro, esa glándula que segrega pensamientos… (¡!)”
“¿¡Whaaaaat….!?”
Déjalo estar. La escritura plástica lo refleja: el malestar.
“¿Sabes?, lo que intento contar en ese revoltijo es…”   
“Déjalo, guapa. En una sola línea de Joyce o Bernhard se halla todo el planteamiento, nudo y desenlace de un millón de novelas policíacas (históricas, góticas, fantasiosas, costumbristas…) de baratillo, convencionales, correctas… e inútiles.”
Todo acontece inesperado, raro (escribe en su diario de hojas sueltas cuadriculadas o rayadas: el pergamino colegial).
Ah, pero ahora ya mecanografía las ocurrencias: Todas las bandas del espectro parecen teñir la multitud de ventanas de Manhattan...
Ventanas… ¡azules!
(Se está volviendo imprudente El Negro Descolorido: como penitencia venial y estímulo radical se impone contemplar seguidas las cuatro horas y media de The Art of Vision, de Stan Brakhage. Al término de la sesión, se precipita a la salida, se precipita a la boca del metro, se precipita sobre la máquina de escribir y…)
Una sucesión de vértigo:
feliz año nuevo, ha repetido más de treinta años.
En 1966, poco antes de que su padre muriera, le compró en una de las tiendas de anticuario que proliferan en Park Avenue una plegadera de plata con un galgo labrado en el mango. Hesse tenía dinero esa mañana. Había vendido un par de acuarelas sobre papel de tela a Seda&Stein.
Su padre, ese ente físico, opulento, esa carne serena y feliz tan próxima, de cara redonda de judío alemán, calvo, bonachón y un poco egoísta, como sólo puede serlo un alemán glotón y tranquilo. Y, ahora, un moribundo aburrido, asqueado, en la espera, un pacífico judío convencido, temeroso de Yahvé, de nuevo en la diáspora… final.
Al llegar a la casa familiar le faltaba el aliento, estaba sudorosa y se sentía a la vez trémula y feliz.
El hombre enfermo, enflaquecido y perplejo, cubierto por el taled, la vio precipitarse al salón, rejuveneciéndolo todo, rodeada todavía con el aire fresco de la calle. Ella le tendió el bonito paquete que envolvía el presente. Su padre preguntó por qué: no era su cumpleaños, ni había que celebrar ninguna onomástica. Tampoco iba a poder llevar demasiadas cosas en su próximo viaje…
Tal vez en ese que ahora emprendía, surcando el mar…
Dos días después de que su padre muriera, lejos del hogar, de la nueva patria, Hesse buscó por todos los cajones de la casa la plegadera labrada. Nunca la encontró. “Va en la nave egipcia con él.”  
En las semanas siguientes dibujó simulacros: de un río, naves, perfiles, relieves, ornamentos.
No ensayes la melancolía, celebra lejos de los victimarios, tú, la vida y el vino. Y allí, en lo oscuro de las tabernas del Village con aromas delincuentes donde se discuten las formas del siglo XXI, eleva una anacreóntica de amor a los desesperados.
Pero, ante ella, le delata la pluma, el artificio a cuestas.
Y la hada no aparece, fisgando desde cualquier universo. alcaloide
Creó Not Yet a base de un menú de alcaloides (incluye un zumo) y unas gotas de desprecio.
Acerca de N.: su imitadora furtiva y vergonzante:
Ella se editaba a sí misma. Al principio los pensamientos parecían salir a borbotones de los ojos, posarse en las cosas y trasladarles el brillo maléfico o benéfico de su insondable interior. Luego, controlaba el maremagno de las palabras y las imágenes y emprendía una tarea de selección: esto es así; esto es asá. Elegía cuidadosamente aquello que debía revelarse a la luz, desplazarse de sus misteriosas entrañas pensantes al exterior, al alcance de los otros que, de ese modo, podían extender su mirada y examen a todo lo que de conveniente, en actos y sucesos del pasado, ella había entresacado para mejor favorecer y definir su identidad. Se trataba de una revisión llevada al límite. No habría lugar para controversias enojosas. Ningún testigo, y si lo hubiera, mentía como un villano.
“Soy así realmente”, afirmaba.
Unos días, desdeñaba la posteridad, la nada absoluta a fin de cuentas; otros, se aferraba desde su provisionalidad ya acatada a la futura existencia de una memoria colectiva y piadosa tras ella, que glosaría con admiración su paso por la tierra.
A veces, era secreta: su hermetismo acentuaba los sutiles misterios de una obra entreverada de enigmática excentricidad; a veces, admitía con ingenuidad sus miedos e inseguridades: no se ornaba entonces, dudaba, se interpelaba confusa en las páginas íntimas de sus cuadernos. 
Quién iba a contradecirla en un sentido o en otro. Pero… cuidado.
En realidad, le dijo él, la gente sólo atiende los hechos de una biografía una vez ha pasado el tiempo, cuando uno ha muerto y ya no puede retocarlos. Lo que queda atrás sólo es la cáscara de una vida, y antes de que se pudra lo comestible, anécdotas y un montón de patética vanidad. La gente acaba por ignorarlo.
No hay pentimento que valga, madeimoselle La Machinateur: una vez muerta eres lo que los demás quieren que seas.
Labran las amistades el mármol de tu interior, modelan el barro de tu exterior, la piel enferma.
En cuestiones de arte la caza mayor es juego de arañas. Un acoso y derribo no sutil… aunque invisible.
Recuerda en especial a una de sus amigas artistas (a la que llamaremos x¹), uno de los seres (por lo demás, estrafalario y poco valioso, pero muy capaz de hincar el diente en las presas realmente codiciables) más dogmático y enervante que había conocido en su vida. Su boca sólo expulsaba mandamientos y conjuros homicidas. Tenía cuentas pendientes con todo el mundo, puesto que todo aquel que pensara de distinta forma a la suya, contrariaba sus razones o ponía alguna objeción a sus intereses se convertía inmediatamente en un enemigo al que había que abatir sin misericordia. La verdad inconcusa anidaba en sus labios. Quien sostuviera lo contrario buscaba la reyerta, la sangre. Las opiniones de los demás carecían de validez: no eran las suyas, así que había que fulminarlas aunque fuese a gritos, malas maneras y hasta con ladrillos arrojadizos, que era, a fin de cuentas, en lo que finalmente se convertían sus razones, siempre precarias y hasta vacías, incoherentes y mal expuestas. Coincidieron, Hesse y ella, en un par de exposiciones colectivas. Naturalmente a Hesse, afectuosa y callada, le divirtió en seguida el papel de táctica y directora de estrategias que aquélla se atribuía. En la tercera exposición colectiva en la que volvieron a encontrarse estalló el conflicto y la desavenencia devino finalmente ruptura. Años más tarde la colérica estratega se trasladó a Chicago y empezó a dar clases de “libre creatividad” o algo semejante en la Universidad, lo único que le proporcionaría una tranquilidad económica asegurada, y probablemente lo único que en realidad deseaba en el fondo de sí misma, puesto que el arte tan sólo había sido un instrumento a su alcance para halagar una vanidad insaciable. Pero los ejemplos pueden alargarse hasta el pestilente final de una fila interminable: uno de los individuos más inculto que ha podido conocer y que, sin embargo, merodeaba sin escrúpulos en todo momento el mundillo de las artes y las letras, y¹, (vamos a llamarlo de ese modo) era el siguiente en la escala de las mediocridades estridentes. El tipo escribía en un periódico de dimensión local especializado en arte. Era una publicación minoritaria de cuatro hojas sin interés alguno, y cuya redacción se hallaba en uno de los soleados bancos matinales manchados de excrementos de paloma del parque de Washington Square. La sostenían la precaria publicidad de tres o cuatro firmas comerciales de diseño y venta de artículos para estudiantes de pintura y escultura (una de cuyas empresas pertenecía al padre de uno de los más conspicuos escritores de arte del periódico, lo que autorizaba de firme sus demenciales digresiones sobre el arte “más audaz colgado en los museos norteamericanos”). Durante cierto tiempo colaboró en aquellas páginas sin cobrar un centavo, sólo por el gusto de mencionar en sus artículos el nombre de algún amigo artista o de quien fuese que le hubiera causado cierta admiración al contemplar sus obras en España.
z¹ era el tercero (o el cuarto en discordia). Tenía tiempo para perder y tenía dinero para gastar. Una combinación envidiable. Sólo que se aburría, el hastío se había inyectado en su sangre como un tóxico fatal que envenenaba los días, uno tras otro, de una extraña eternidad vacía: dibujaba insectos dudosamente reconocibles como tales: porque algo había que dibujar y un poco ambiguo había de ser. Gustaba de la polémica… ¡muda! No profería ninguna palabra, se limitaba a enrojecer vivamente, pero de un rojo desaforado, cuando alguien contradecía lo que pensaba, algo, por lo general, que siempre permanecía oculto a los demás puesto que jamás despegaba los labios. Escribió y se autoeditó un libro curioso, Yo y las arañas, que ilustraría con profusión y harto denuedo. Se vendieron catorce ejemplares. El resto, unos cuatrocientos, acabaron en el cajón de los saldos revueltos (10, 15 y 25 centavos) de la librería de Raymond Yeats.
Cuenta esas cosas. Escuchas, a veces complacido, siempre en segundo plano y…
Ella, se ríe con ganas.
Hasta ese momento todo iba muy bien. Demasiado bien.
Eras el hombre invisible. El que estaba allí y nadie lo sabía. De repente, ella te hace notar ante el corifeo y adláteres. Te delata. Los ojos se vuelven hacia ti. Eres real, tan real y maldito como ellos. De carne y hueso. No eres un personaje que va y viene de viñeta en viñeta, de párrafo en párrafo. Se acabó el juego, tan escondido que estabas entre líneas. Omnisciente pero cobarde, sin jugártela nunca. Cazador oculto.
Ahora su mirada de exangüe viajera en el tiempo le expone ante los demás, a él, que tan bien se sentía no siendo apercibido por nadie. Le ha revelado, le ha señalado en el espacio. “Soy un discurso. He de hablar. No puedo demorar más el silencio. Pero descubrirán que soy un impostor, estoy hecho de niebla, de palabras, de mentiras…”
Se hará de cosas, de nombre, suposiciones, medias verdades… Compra una docena de manzanas en un mercado callejero del barrio italiano, saliendo ya a Canal Street. Hace un viento neoyorquino y brutal, que no concede tregua. Viste una cazadora azul y una falda de pana granate, y el gorro rojo de lana que se encasqueta en días destemplados como éste. Lleva mal cogida la bolsa de papel. Se detiene un instante; le mira: “Centauro”, dice sonriendo. En ese momento las manzanas verdes, doradas, caen de la bolsa y ruedan por el suelo.
Mitad animal, mitad espíritu.
JUSTO DESPUES.
Verano, 1969. Julio.
Tendidos sobre la hierba de Great Lawn. Anónimos bajo el sol benéfico del crepúsculo, acariciados por la brisa que comienza a refrescar la tarde dorada.
“De la que me he librado”, dice.
Ya le ha crecido el pelo, aunque aún  no puede peinarse.
En cuanto pasen unos días ya no se notará la cicatriz.
“Estás guapa. Y eres muy valiente.”
“Mira, me he comprado un vestido.”
Es ligero, vaporoso y de colores vivos.
“Te sienta de maravilla y, además, deja ver tus piernas tan bonitas.”
“Antes de que llegue el invierno…”
Lo dice con una sonrisa pícara, y gira sobre sí misma sin dejar de sonreír mientras el vuelo de la falda sube hasta descubrir los muslos pálidos y suaves.
Otoño, 15 de diciembre, lunes, ese mismo año (1969). Después de haber estado merodeando por la calle 8 Oeste, donde ella, en una de las tiendas de segunda mano, sin saber muy bien qué, buscaba de un lado a otro entre cachivaches y muebles viejos.
No compró nada.
Quiso descansar antes de regresar al apartamento.
Acaban en la plaza del parque Tompkins, donde aún solían verse aburridos e inermes grupos aislados de hippies.
Todavía con la luz de día, ya en casa: pan italiano, queso, una jarra de agua fresca, una botella de vino tinto, aceitunas griegas, miel de Nuevo México.
Por la noche, sumidos ambos en las sombras iluminadas levemente por la luz de la lámpara de la mesa, con voz suave, disimulando el temblor invencible, él le lee despacio algunos cuentos de En una pensión alemana, una edición de páginas algo descabaladas y amarillas por el tiempo, editada por Knopf en 1922, comprada por unos pocos dólares en The Green Train al siempre desinteresado Raymond Yeats.
Pero Katherine Mansfield ya no se reconocía en ellos. Incluso renegaba de esos textos prematuros (1911), tan juveniles, meros pastiches de su paso por la Baviera de 1909 donde, entre otros sucesos de menor importancia, sufriría un aborto fortuito y le endosarían una gonorrea de la que no pudo librarse en toda su vida. 
En ella nada había de prematuro. Murió… ¡a los 34 años!
“Son absurdas casualidades”, pensaría años después el negro cuando ya, definitivamente en Europa, sólo sería un paseante silencioso y solitario, un falso parisino merodeando por los jardines del Luxemburgo, pensando en muertos el muerto que ya era él.
A Hesse le entusiasma en especial Los alemanes a la mesa, precisamente el primer cuento del conjunto.
14 de octubre de 1922, sábado, en los jardines del Luxemburgo: … De repente se levantó viento, y todas las hojas volaron con tanta alegría, con tanto anhelo…
Poco después: la Mansfield caería en manos de un charlatán apátrida, un santón lujurioso y bebedor que levantó la tienda de los milagros al sur de París, en las proximidades de Fontainebleau, donde se cobijarían un centenar de desgraciados en lo que parecía ser una especie de comuna de enfermos terminales. Días antes de morir, incapaz de cualquier invención, la escritora se dedicaba a pelar verduras en la cocina metida en su abrigo de piel. Ora et labora.
Katherine Mansfield murió el 9 de enero de 1923.
Todavía antes: “¿Y para qué quieres tener salud?”
“¡Y hasta ser inmortal! De la vida lo quiero todo, sin descanso, mezclarme con la tierra húmeda y rica, recibir en el rostro el aire fresco y limpio, bañarme en el mar, dormir bajo el sol. Quiero ser parte de todo lo humano, ser consciente y sincera con las cosas de la tierra… Ser una hija del sol… Sí, que baste con esto, una hija del sol. Y trabajar con mis manos, mi corazón y mi cerebro. Sólo me bastaría lo más sencillo: un jardín, una casa, hierba, animales, libros, cuadros, algo de música… Y aprender de todo ello, y expresar todo ese pequeño universo a través de la escritura. Sólo vivir la vida cálida y doméstica, natural, aprender, desear, saber, sentir, pensar, actuar... ¡Vivir! Porque en el fondo, a pesar del infortunio, todo está bien.”
(No, nada está bien.)
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