domingo, 2 de diciembre de 2018

38


1969.
Finales de invierno.
Hesse, sin ningún indicio previo que lo anunciase, ha enfermado, y espera de él que haga de acompañante en una misión algo deplorable. Casi lo suplica, pues entre judíos anda el juego. (No sabíamos, no sabemos nunca, nadie, cómo la fatalidad nos acecha invisible, dispuesta a saltar sobre nosotros como una bestia silenciosa, inexorable, de entre sombras también invisibles. Inmersos en la jungla de la genética o el infortunio, tras las bodas oficiantes con la vida, al cabo la muerte…)
Transcurrido el tiempo, enfrentarse a unos hechos dolorosos ya acaecidos, e incluso peor, compararlos con el presente, resulta desolador por el sentimiento de compunción que nos asalta. Fundamentalmente porque, sabiendo lo que venía después, esa mirada retrospectiva te vuelve conformista con la providencia, aún eres capaz de creer en la bondad de aquellos hechos que, en lo esencial (sobrevivir como sea), tal vez no te produjeron ni un rasguño, apenas te rozaron: tú salías indemne de ellos, ninguna agresión, ni siquiera aquella más horrible, la muerte, advenida a un ser querido, pudo contigo. Te salvaste mientras otros eran abatidos y cobrados como piezas de caza por una naturaleza insensible hasta la abyección. Eres el que recuerda, amanuense en el tiempo, eres el que está vivo, el cronista superviviente de los males o las venturas que atrás quedaron. Y aquí estás en el futuro traduciendo con palabras el pasado y los días y acontecimientos de los lejanos años, aquellos que ya no van a poder agredirte salvo en la memoria. Añoramos u olvidamos el pasado porque ya no nos daña, salvo en el rencor o en la locura; tememos el futuro por sus asechanzas y lo inescrutable de su avatar, ése el final de todo que se oculta agazapado en la rueda de los días y que, necesariamente, sólo puede llegar con él más tarde o más temprano.
Habían quedado a comer (una semana antes, ignorando lo que se avecinaba, festivos celebrantes de la pausa sagrada) un domingo frío y lluvioso, en el apartamento de Hesse con el librero Raymond Th. Yeats, que había declinado la invitación la misma noche del sábado alegando ambiguos motivos personales que nunca fueron esclarecidos, y una artista retocadora, Helen Rainer, una de sus amigas íntimas, profesional del diseño gráfico (The New Yorker, Vogue, French Windows…) y compañera de Hesse en la Escuela de Artes Visuales de Yale, que no se retrasó ni un solo minuto. Traía un excelente vino blanco, que él se apresuró a guardar en el frigorífico, y un tarro de frutas escarchadas. A lo largo del aperitivo, el ausente Yeats se convirtió en la diana de la conversación. Hasta la flecha más descabellada apuntaba hacia él. Nada de malicia había en ello, pero los comentarios a él remitían y hasta alguna información sorprendente salió a relucir de manera paulatina. Rainer estaba muy familiarizada con el entorno de Partisan Rewiev de los primeros sesenta, donde conoció a Yeats, y sabía de buena mano un buen puñado de anécdotas acerca de éste. Una de ellas revelaba que, al hallarse Ray, El Futuro Librero y Novelista Frustrado, muy próximo a los más conspicuos representantes de la pandilla de Ferlinghetti y Ginsberg, habría sido testigo y actor de incontables lances y chascarrillos. Según se contaba, el librero habría elaborado un final adecuado a la novela incompleta de Gary Hemmings que éste había escrito obsesivamente bajo los puentes de París antes de suicidarse en Wyoming. Pero a falta de una comprobación pública, contrastada, esto podía responder a una de las múltiples fábulas que rodeaban a Raymond Yeats. Otra de las leyendas, quizás no espuria, certificaba la solvencia de Yeats en relación a su categoría literaria, algo de lo que apenas tenemos pruebas manifiestas, pues el librero neoyorquino es el clásico “escritor de manuscritos” y se hallaba muy lejos de lo que podríamos denominar “la cocina de la publicación”, mercantil y fatigoso colofón, por así llamarlo, de la labor creadora y que no garantiza nada de nada. Se daba por hecho que él y Ginsberg se encerraron durante una hora en el diminuto y mugriento lavabo de la Six Gallery ultimando los poemas de Howl antes de la tumultuosa lectura. Yeats había llegado hasta allí en el viejo Austin de Ferlinghetti. Lo que al parecer separó a Raymond Yeats de todos estos amigos ocasionales fue algo de lo más sorprendente. Conforme escribe años después en sus memorias Linda Holmes, Dust Nights (Clouds Press, 1977), aquél le confesó una tarde que estaba bebido que había llegado a odiar a todos aquellos santurrones “drogados por el maldito Zen y todo el falso misticismo de mochila del que hacían gala, follándose a cualquiera que se les pusiese por delante, hombre o mujer, e incluso a sus señoras madres, como en el caso de H.” (Vid. p. 156). Sencillamente, un día ya no pudo soportarlos a todos ellos, excepto a Corso y Ferlinghetti, “los únicos que sabían realmente lo que era tener un maldito libro entre las manos sin ensuciarse en él.” (Vid. p. 161). En cierta ocasión, conocedor por Hesse  de la anécdota de “la santa cena”, él le preguntó al librero si era cierto el banquete dispensado por Burroughs a uno de los hambrientos excéntricos (entre ellos el propio Yeats) que frecuentaban su apartamento en Nueva York: el tipo pretendía asombrar a los reunidos, así que empezó a comerse un vaso de cristal ante el pasmo de los demás… y la indiferencia de Burroughs que, sin decir una palabra, salió de la habitación y al cabo de unos instantes regresó en su papel de atento anfitrión, perfectamente serio, ofreciendo al devorador de vasos un plato a rebosar de cuchillas de afeitar y bombillas rotas. Ray no contestó a su pregunta, se limitó a mirarle como si estuviera loco con absoluto desprecio: ¿qué clase de respuesta merecía esa anécdota ridícula cuando su protagonista años más tarde, borracho como una cuba, le volaría la tapa de los sesos a su segunda mujer jugando a lo Guillermo Tell con una pistola? Cerca de la media tarde Hesse, que apenas había probado la ensalada de queso y unas pocas migas del pescado, se sintió indispuesta, febril, y decidió meterse en la cama. “Es un enfriamiento, nada de importancia”, sentenció tajante. Durante un rato consintió en que le hicieran compañía en torno a la cama, bebiendo el resto de la botella de vino. Él no se hubiera ido jamás de ese lugar, escueto de mobiliario pero con el adorno descuidado (Hesse odia la simetría casi tanto como lo “bello”) de unos pequeños cuadros, de un reduccionismo formal fascinante, colgados al tuntún en la pared y unos mínimos rimeros de libros sobre la moqueta del suelo a punto de desmoronarse. La luz inteligente de la lámpara de mesa, tan confortable, bien elegida, tamizaba los rostros y los objetos de un decorado íntimo que propendía a la absoluta serenidad. Con el vaso en la mano, en medio de aquellas mujeres jóvenes, artistas, excelentes conversadoras y el monótono vaivén sonoro de la lluvia de afuera cayendo sobre las aceras inhóspitas, el tiempo moroso, suspenso en un spleen irresistible, convocaba el ensueño. El problema era que esa tarde debían acudir las dos a casa de otro amigo del grupo de artistas y profesores invitados de Yale. Se habían comprometido en firme, y no podían eludir la cita. El y su mujer se hallaban en una situación difícil, crucial para su relación de pareja. Tal vez una charla entre todos ellos contribuyese a apaciguar los ánimos. La solución más fácil ante el impedimento de Hesse, la ausencia de Yeats y el temporal calamitoso de afuera era que él aceptase convertirse en caballero acompañante. “Es ridículo”, se defendió inútilmente, “se trata de una conversación que exige la plena confianza de los interlocutores. Soy un extraño para esas personas, a las que, por otra parte, no he visto jamás.” Los remordimientos de Hesse eran superiores a esa lógica discreción a la que él apelaba. Se negó de plano a aceptar su reserva. “Todo esto me parece en extremo inconveniente”, dijo, pero la decisión de Hesse era ineluctable. Con una sola mirada y una media sonrisa le suplicaba sin palabras el acatamiento. Se vio forzado a admitir su condición de acompañante, un gregarismo que finalmente resultó grotesco y, como era de prever, fuera de lugar.   
La lluvia era incesante, racheada, fría, y el helor cortante de un viento inclemente, inflexible y difícil de soportar, se estampaba contra los cuerpos indefensos. “¡Odio el viento, lo odio con todas mis fuerzas!”, exclamó Helen Rainer al salir del metro en la tarde dominguera prematuramente anochecida, agachando la cabeza dentro de la capucha frente las embestidas de un aire loco, imprevisible, que lanzaba contra ellos la lluvia desde todas direcciones. Pero el clima de esta ciudad no admite la templanza. No hay tregua. Ninguno de los dos conducía y habían descartado la idea del taxi ante la casi absoluta imposibilidad de conseguirlo a esas horas y bajo el azote de una lluvia interminable. Un invierno durísimo (que debió ser el del 68/69, diciembre tal vez, o quizás ¿fue febrero? sí, ahora recordaba, a primeros de febrero del 69, en Brooklyn, en una de las callejas mal iluminas de Midwood). Con helor navajero, brutal, recorrieron un par de manzanas hasta que llegaron entumecidos a un chaflán oscuro donde se alzaba la casa de piedra (muy deteriorada a juzgar por lo poco que le fue posible ver desde el exterior) de dos plantas con una ventana ovalada en cada una de ellas de D., un pintor holandés que en breve tenía el propósito de emigrar a Israel. Su mujer, budista recién conversa (antes judía y poetisa hermética en yiddish), de una gordura morbosa, ojos saltones y boca agria, no iba a acompañarle, al menos eso declararía más tarde con terca vehemencia. Días antes había estallado la crisis matrimonial. El pintor holandés era amigo de Hesse y Helen, del grupo de Yale. Ambos, la mujer y él, pero especialmente la mujer, buscaban el auxilio de E. y la Rainer, algún tipo de solución brindada por aquéllas frente la ruptura que se avecinaba, quizás definitiva. Subieron a la segunda planta por una estrecha escalera de hierro, pues la primera se había habilitado como taller de pintura, mientras se sacudían de encima el agua. Después de las presentaciones, tensas, entre educadas pero obligadas sonrisas, la mujer y Helen tomaron asiento en uno de los dos sofás de color beis encarados en medio de los cuales se interponía una mesa redonda de madera oscura, sin nada absolutamente sobre ella, y comenzaron a hablar en voz baja. Él se sentó en el extremo del otro sofá, junto la pared opuesta. La luz eléctrica, amarilla y sin tapujos, provenía de la lámpara del techo; provocaba un ambiente depresivo, de una incomodidad violenta; ninguna otra lámpara, de pie o de mesa, se veía en la pequeña habitación. Las paredes estaban cubiertas, casi tapadas en su totalidad por los malos cuadros del dueño de la casa, pintor pero falso artista, meras imitaciones de los campos cromáticos de Rothko, amigo asimismo de la pareja. Aquello a él le parecía un ejercicio de vanidad menor, ya que era evidente el carácter secular de las pinturas. En un ángulo de la habitación se erguía una biblioteca de madera barnizada. Durante su penosa permanencia en la casa echaba frecuentes vistazos mal disimulados a los estantes: salvo un recetario de cocina y una historia del arte en edición escolar de bolsillo, a los que habría que añadir una biblia hebrea volcada con la cubierta al aire en el estante superior, los demás volúmenes eran novelas policíacas. Por encima, un calendario (y ahora sabía: 21/2/1969) colgado en la pared que anunciaba una marca de alimentos en conserva, la sopa de Warhol. Un televisor encendido, pero con el volumen sofocado, agregaba a la atmósfera un no sé qué de triste pasatiempo, un acento de miseria espiritual (emitían escenas sin continuidad de partidos de fútbol americano), como una letanía que provocara un paréntesis letal en el ánimo. El hombre, que aún no había tomado asiento, cogió del mínimo aparador de madera maciza una botella de bourbon todavía con el precinto sobre el tapón. Él entonces empezó a sentir un frío estremecedor, que le obligó a replegarse sobre sí mismo en el sofá quejidor, de raído tapizado, con el abrigo puesto, un loden verde que casi le rozaba los zapatos, aunque había desabrochado el botón del cuello que amenazaba con asfixiarle. Helen le miró asustada a su vez por la baja temperatura que había empezado a experimentar nada más entrar en el interior de la casa y que persistía después, así que no se despojó tampoco de la trenca de la que no libró ninguna presilla. Tampoco se quitó los guantes de piel. “Va a volver a colocarse la capucha de un momento a otro”, pensaba él. La mujer se dio cuenta del abultado refugio donde se guarecía Helen, pero aparentó una normalidad que certificaba chocantemente su propia vestimenta, casi primaveral, un pantalón de pana y un suéter de fina lana que retaban, no sin imprudencia, a la falta de calefacción en la estancia. Su marido compartía la misma despreocupación, y su atuendo consistía en una camisa gruesa de felpa, de las llamadas de leñador, y unos vaqueros deslucidos. Una vez hubo desenroscado el tapón de la botella, la depositó sobre la mesa y desapareció un instante; al cabo de unos segundos entró en la habitación con dos vasos cortos (él dio por sentado que obviaba a las dos mujeres en la sesión de tragos que se avecinaba), se sentó en una silla frente a él, y con una mueca de desprecio comenzó a verter el licor en uno de los vasos que le tendió a renglón seguido. El whisky le reconfortó  al momento, pero le pareció percibir que Helen, a la que no quitaba ojo de encima, tiritaba mientras no dejaba de escuchar a la gorda plañidera en el mejor estilo Rainer: hermosa, complaciente y estatuaria; sobre todo, empática con cualquier semejante con los brazos caídos, atenta y comprensiva. Quizás le viniera bien unos sorbos de whisky. Con la trenca puesta, los guantes y las rodillas una contra otra, daba una sensación de orfandad que inspiraba ternura. Pero en ese instante, la mujer, había levantado la voz, y con los ojos llorosos, exponía la precaria situación que la decisión del marido iba a provocar en todo tipo de frentes, especialmente el económico, aunque aquél se mantenía en un mutismo hosco, como si el asunto no fuese con él. “Ahora que Dan comienza a vender los cuadros a buen precio, que empezamos a salir a flote, se vuelve loco de repente y quiere echarlo todo por la borda… ¡No entiendo absolutamente nada!”, exclamaba con una expresión mezcla de incredulidad y desesperación. A él todo aquello le estaba pareciendo de una impudicia sin límites, pues comenzaba a entender que a la mujer le preocupaba más la posible rebaja de la cotización de las obras de su marido, debido al sorprendente viraje que éste iba a imprimir a su vida, que la misma relación que le unía al pintor, y que él había creído primordial en toda aquella refriega, por lo demás carente de verdadero interés en todos sus aspectos. Sin embargo, había una cuestión que acrecentaba la curiosidad de él a medida que consolidaba su juicio (adverso, naturalmente) sobre aquellos dos personajes. ¿Qué clase de vínculo les unía a un artista como Rothko, en quien él ya adivinaba una estatura ética y plástica muy por encima de los pintores de su tiempo? ¿Cómo era posible que las mejores mentes de una generación abocadas irremediablemente a la autodestrucción consumieran mucho de su tiempo precioso en naderías tan evidentes como aquellos dos especímenes? ¿No eran capaces de distinguir, a despecho de su genialidad, lo trivial de lo sublime, el remedo del talento, lo mediocre de lo esencial? Afuera bramaba el viento, como deseando atravesar los cristales de las ventanas y participar de la tormenta callada de adentro, y él empezó a temer que el viaje de regreso, si es que se hacía posible, iba a convertirse en un infierno: de la casa a la boca del metro, del vagón a la calle al cabo de media hora, de la calle al cálido apartamento de Houston, todo ello bajo una lluvia incesante y un viento irrefrenable, con el paraguas maltrecho y ya completamente inservible a esas horas. Habría que tomar un taxi hasta el mismo Manhattan, algo que les costaría una fortuna. Sólo deseaba salir de una vez de aquél antro investido por el hedor de un domingo amarillo, descorazonador y gélido. Como fuere, si algo había de insólito en aquel escenario, ello era su pacífica resignación, su espera tranquila, al menos en apariencia, a que concluyese la intervención de Helen en aquel drama extravagante. El holandés bebía en silencio, y a pesar de que él rehusaba con un gesto de la mano que llenara su vaso, el hombre no dejaba de hacerlo huraño, sin dirigirle una sola mirada, así que se encontraba en un dilema difícil de resolver: si no apuraba tragos, se helaba de frío; si continuaba imitándole, no tardaría en acabar ebrio, y dudaba mucho que Helen Rainer, decidida y desenvuelta, pero delgada y frágil, hubiera podido arrastrarle ella sola hasta casa. La perspectiva de quedarse echado como un fardo en la cama o en el sofá de esos dos temibles anfitriones hacía que se mantuviera poseedor de una lucidez a prueba de mezcal, absenta y orujo gallego a la vez, todo en uno. El susurro gimoteante de la mujer apenas era inteligible para él, y la adusta expresión del hombre no invitaba a una charla distendida. Hacía ya rato que él se refugiaba en una mudez desabrida, hostil. Observó a Helen, generosa y callada, escuchando unas argumentaciones cuya razón, si bien era legítima, adolecía de verdadera trascendencia, además de hallarse bien lejos de cualquier efectividad: el tipo quería largarse a la tierra prometida y la poetisa judía reconvertida en budista no podía convencerle de lo contrario; por otro lado, tampoco era posible convencerla a ella para que se le uniera en su viaje de promisión… o lo que fuese.  La mujer, cuando hablaba de su marido, a escasos dos metros de su corpachón, desmadejada, blanda y llorosa, parecía hacerlo de una tercera persona muy lejos de allí. Había objetivado al hombre de tal forma que éste se convertía en algo invisible, hasta inexistente, lo que producía una extraña sensación de comedia frívola a despecho de sus mejillas húmedas y el arrugado pañuelo rojo que retorcía una y otra vez sobre su regazo. Alzó la vista y la dirigió a los cuadros de la pared. Eran de una infame pedantería plagiaria. Prácticamente, fotocopias intelectuales de las primigenias pinturas de Mark Rothko. ¿Por qué se empeñaban los menores talentos en secundar los atisbos y vislumbre ajenos plasmados en la obra de los artistas de primera fila? Tan sólo alcanzan una plástica de vaciedad irrefutable. Incluso aquéllos menos talentosos deberían saber que, libre de reglados técnicos, de la tiranía artesana del oficio, no sólo era la imaginación la piedra axial de una pintura o escultura modernas: la aparente ocurrencia plástica que se nutría de los más oscuros laberintos del alma o la sabiduría informaba mucho más en una lectura atenta de la superficie. El holandés, si bien no imitaba descaradamente la plástica de Rothko, abusaba impunemente de sus hallazgos, de la valentía intelectual y artística de quien iniciara con estupor, desesperación y tenacidad otro más de los numerosos y legítimos derroteros del arte contemporáneo. “Mi arte no es abstracto”, solía replicar Rothko a quienes así lo entendían, “está vivo.” Por entonces, el artista se había separado de su mujer, recibía el honoris causa por Yale, había renovado el contrato con la galería que le representaba y vendía un conjunto de obras por un millón de dólares. Y, sin embargo, el pintor se sentía cada día más aislado y desesperado, asustado y receloso, casi paralizado por el temor hacia todo. Pero D. sólo tomaba de aquél la visible abstracción, la cáscara vacía de una metafísica ególatra y vivísima a causa de su exasperada sinceridad. D. era un espécimen subsidiario, una tentativa vicaria de experiencias inalcanzables por la elementabilidad sutil que se ocultaba tras su plasmación. Este hombre bebedor, taciturno y confuso que ahora tenía frente a él no había pagado ningún precio por allegar a aquel dramatismo cromático y formal valiéndose de un léxico pictórico mínimo. Su estética procedía de otro talento y otras emociones ajenas. Incluso la bebida en él, así como el desastre de su vida personal abrumada de indecisiones e incertidumbres, parecía una farsa. Él sospechaba que el alcohol para Rothko, a diferencia de aquél falsificador, lejos de un fácil estimulante o un solitario y accesible embrutecedor era el vino sagrado de una liturgia que le proyectaba a una práctica artística muy por encima de lo aparentemente trivial de su sencillo formalismo. En D., lejos de lo trágico, y tan cerca de una estética de suplantación, su mediocre poética, reducida a una domesticidad lacerante, únicamente revelaba algo positivo: el recuerdo inevitable hacia la obra del otro creador que, él sí, había de morir en el empeño, una vez que había creado escuela y armado conceptualmente unos modelos de plástica pictórica tan alejados de la naturaleza y sus patrones como inmanentes a la emoción sutil del espíritu valiéndose de variaciones cromáticas mínimas, escuetas, de una ascesis chocante. D. sería incapaz, siempre, de pagar el mínimo precio o de sacrificar la escasa dosis de valor para allegar a una plástica propia. Sólo era una copia bien disimulada. Poco antes de salir del apartamento, Hesse y Helen le habían revelado parte de la biografía calamitosa de D. Carbentus. Original de La Haya, se trasladó a Nueva York en los primeros años cincuenta, ya en la treintena (había nacido en 1924), se instaló en el SoHo y empezó a pintar unos cuadros de factura expresionista que parecían convocar todos sus malos sueños. Unos años más tarde intimó con Rothko a través de su mujer, a la que había conocido durante una lectura poética en la librería de Raymond Th. Yeats, una judía de origen ruso emparentada lejanamente con aquél, o procedente de la misma zona de la antigua Dvinsk, en Rusia. Ese encuentro cambió su vida por entero y le trastornó para siempre en un sentido artístico. Varió radicalmente de estilo y temática pictórica y ya sólo pudo convertirse en un imitador, a pesar de que procurara ocultar la devastadora influencia de quien le había apadrinado de forma generosa (Rothko trató de introducirlo sin éxito en la cuadra de la Marlborough). Aterido por el frío, aletargado (sino con fiebre paradójica) por el licor, dirigía miradas implorantes a Helen, que parecía haberle olvidado. Carbentus alargó la botella casi vacía hacia él. Con un gruñido instó a que llenara su vaso. Obedeció. La cruel Leda, pensó sin venir a cuento. De nuevo el sueño… y su hermana, la muerte. Der Doppelgänger, acompaña el ritmo de un sentir nada emocionado. Escancia, cobarde. “Hizo del arte la misa de un alma desesperada, inteligente, aquel judío artista, Rothko, no este otro atormentado del no saber del más allá que cree imprescindible dejar rastro (la firmita de su existencia, la rúbrica de su artificio) para luego disolverse en un kibutz perdido en un valle pedregoso”, recordaría más tarde que pensaba, a punto de la ebriedad. La botella de bourbon estaba vacía. Carbentus la miraba fijamente. Al cabo de un rato alzó los ojos y le echó un vistazo de arriba abajo. Derrengado como estaba en el sofá y luchando contra el frío y una invencible somnolencia, ofrecía una imagen humillante. Por vez primera, sonrió. “Voy por otra botella”, dijo levantándose con lentitud, y él pudo descubrir entonces que tenía una voz ronca y poderosa, pero con un matiz burlón, hasta simpático. Abrió la boca, pero antes de que emitiese el menor sonido el holandés volvió a hablar: “Si no quiere seguir bebiendo, no lo haga”, concedió caritativamente. “Espero una visita”, advirtió. Él movió la cabeza afirmativamente asintiendo sus palabras. Aquella oportunidad les propiciaba la coartada a Helen y a él para salir disparados de aquel lugar. El anfitrión había regresado con una botella de Jack Daniel’s en la mano. Se sentó de nuevo en la silla. Durante un rato permaneció en silencio. Luego, desenroscando ya el tapón de la segunda botella, preguntó con indiferencia: “¿Conoce a Mark Rothko?”. Él negó con la cabeza sorprendido. “Hace rato que debía estar aquí”, dijo. “No creo que tarde en llegar.”
Giraba él entre brumas alcohólicas, cuando sonó el timbre de abajo en medio de un aguacero bíblico.
El hombre de estatura alta, grueso y calvo, de cara ancha y flácida, con unos lentes redondos que acentuaban su miopía y un estrecho bigote mongólico, se quedó por unos instantes bajo el dintel de la puerta mirando a los de adentro, sin decidirse a traspasar el umbral. Del escaso cabello pegado a los aladares le resbalaban gotas de agua y su ropa estaba empapada. Toda su figura parecía desencajada, como el boceto de un cuadro sin acabar enmarcado en el cerco de la entrada, y un halo de brillante oscuridad que le acompañaba apaciguó de golpe el terrible amarillo de adentro. Tras él, Carbentus. 
Horas después, ya en la calle, la cortina de agua les impedía ver el suelo más allá a un metro de sus pies. Iban de acera en acera por barrios desconocidos luchando con el paraguas destrozado, pues ya habían desdeñado el viaje de regreso en metro,  cruzando calzadas desiertas, fantasmagóricas y oscuras, sólo rasgadas por el haz de luz que de cuando en cuando proyectaban los faros deslumbrantes de algún solitario coche deslizándose bajo la lluvia. Tardaron cerca de una hora en hacerse con un taxi conducido por un energúmeno sabelotodo, experto en los chismes del Daily News del día anterior y las estupideces y lugares comunes de la actual politiquería, que les dejó en el apartamento de Manhattan bajo un cielo encolerizado y enemigo pasada la medianoche, no sin reclamar con una sonrisa amenazadora una propina generosa.
Antes del amanecer, reconfortado entre las cálidas sábanas, fuertemente estrechado al cuerpo tibio de Hesse, a la que trataba de librar de la fatalidad, él soñó con los murales de Seagram.

jueves, 11 de octubre de 2018

37

 “Ahora sólo quiero vivir. Ya no es como antes. Al diablo con todo. Sólo quiero respirar con la cara al sol, el corazón tranquilo, un vaso de agua fresca…”
Después de su primera operación, se lanzó con ganas a su obra en ciernes. La culminó con éxito: Right After. Y, luego... hubo una segunda operación. Y una tercera. Y, entonces: “Sólo quiero vivir, ya no tengo necesidad del arte y sus zarandajas…” Pero murió. Y, como diría el gran Hem, estuvo muerta.
¿Qué arte iba a sucederla? También ella lo había iniciado, atisbaría hasta las mismas puertas del arte del siglo XXI, hasta mucho más allá probablemente: la creación ya no necesita al arte para nada. Deja sobre la gran mesa alargada, rectangular, multitud de pequeñas piezas que son como pequeños párrafos, un fraseo de intenciones, unos bocetos, o un diario de formas, la desesperación, la incógnita, la ternura, el miedo… Proyectos.
Seis meses antes de todo esto.
Cuando su extraño humor lo cree conveniente, Yeats permite que los jóvenes poetas lean sus propuestas poéticas entre las viejas estanterías y columnas de hierro forjado de su librería. La mayor parte de ellos son arrogantes y bellos, elegidos por los dioses… durante unos meses. Suelen leer sus laboriosos plagios (en gran medida inconscientes) con desparpajo a veces; siempre con la solemnidad del novicio. El parto de los montes. Sólo les reconoció humildes y cariacontecidos, hasta viejos, el día que Anne Sexton, entre el humo de sus propios cigarrillos y la bruma del whisky girando en su cerebro, las piernas al aire y su mirada persuasiva dio una lectura memorable en el local atestado de curiosos, poetas aficionados y ladrones de libros que Yeats procuraba mantener a raya. Sexton… En cierto modo, ambas Hesse y la poetisa, que llegaron a conocerse (y él cree que bastante más de lo que puede sospecharse), fraguaban una terapia creacional basada en un ego malherido o, en su contrario, monumental: trasegaban, la una con objetos, y la otra con palabras, con la metonimia intelectual de sus propias vidas. En Sexton, aunque lógicamente la elusión alcanzaba un mayor grado de uso debido a la legibilidad de su medio expresivo, el inteligente armazón nunca propicia que el yo alcance a  desnudarse del todo, ya que la misma crudeza de sus versos logra desviar la referencia directa lejos de su autora; en resumen, universaliza su biografía de tal manera que la confesión nunca delata a quien escribe. Ahí radica su atractiva complejidad. Hesse, aun sin deliberación, con menor complejidad por tanto, pues no precisa del encubrimiento, puede disfrazarse mucho mejor en los símiles plásticos que erige, tan difíciles de descifrar; sólo en los materiales de elección podía colegirse algún sustitutivo plástico que encarnara su temores, fobias y debilidades.
Sexton, la maravillosa: “Un poco de monóxido de carbono, bien dosificado, no le hace mal a nadie…”
Un día, se le fue la mano. Una copa de más del bendito gas y... a volar.
La tarde del 28 de octubre Anne Sexton entró en la librería de Raymond Th. Yeats como un ama de casa perdularia que viniera en busca de un libro de cuentos subidos de tono. Parecía lanzada a chorro al interior por el aire dorado y otoñal de afuera. El recital iba a celebrarse a la seis de la tarde, pero sólo eran poco más de las cuatro cuando apareció en un traje blanco muy ceñido, una sonrisa muy dulce (traicionera del todo) y un bolso de charol con todos sus pecados dentro colgado del brazo. Cruzó la puerta equilibrando su figura en unos zapatos negros de tacón alto al tiempo que buscaba con la mirada a Ray, que se hallaba de pie tras el mostrador. Como de costumbre, El Coleccionista se encontraba en el lado de las revistas ofertadas a peso; como de costumbre, en cuclillas escarbando como un arqueólogo fetichista algún ejemplar atrasado del New Yorker o algún Saturday Evening Post con un cuento olvidado de Fitzgerald o de cualesquiera que fuese por entonces habitante mitológico imprescindible de su Olimpo americano (Faulkner, Salinger, Cheever, Bellow, O’Hara, la Parker...). Yeats levantó los ojos de algún papel y los volvió a bajar como si nada al verla entrar. Emitió un gruñido a modo de saludo y, luego, sin mirar a la mujer, soltó a bocajarro:
-¿Aún no estás borracha, Sexton? –Raymod Yeats, terapeuta psiquiátrico a deshoras, conocía de sobra a esa mujer y sus estratagemas. “¿Dónde demonios esconde ésta la petaca? ¿Debajo de las bragas?”
-No lo bastante para volver sobre mis pasos y largarme a Boston, librero barato –masculló la poetisa.
El Coleccionista, desde el rincón, los miraba tenso, dudaba si debía ponerse en pie y saludarla (no la conocía personalmente) o permanecer donde estaba, invisible. Al final, alejándose del mostrador, fue ella la que se acercó. Sabía de su relación con Hesse. Bastante azorado, él se aprestó a la conversación. Muy pronto, ella le hizo reír.
Pero él se comportó con una necedad imperdonable, hablando (balbuceando) de la literatura de vanguardia europea.
La mujer le miraba como a un marciano, pero un marciano de otro sistema solar mucho más lejos que el de nuestra galaxia.
Tío, yo de literatura no entiendo. Yo sólo escribo poemas. Y únicamente cuando me entran ganas de esconderme debajo de la cama. 
Treinta minutos después apareció por la puerta Hesse.
Las dos se miraron mientras se les humedecían los ojos.
Se abrazaron muy dignas sabiendo lo que ambas sabían, pues a Hesse ya la habitaba lo funesto, y la otra lo arrastraba a cuestas desde hacía años. Aunque ni un temblor a la vista.
Vive o muere
Se ha llenado la librería de gente, pero el tono general del habla es de susurro educado, un murmullo hasta elegante y respetuoso hacia una poetisa que va a contar con un Pulitzer también en el bolso de los pecados.  
Ray inicia el acto con una somera introducción. El tipo se ha aseado: se ha mojado el pelo de los aladares en el lavabo, se ha peinado, se ha cambiado de camisa y enfundado una chaqueta a cuadros de hace dos siglos. Y en seguida, algo encogido, perpetra una burla consentida por las más protocolarias reglas sociales (de la que él, de ahí su extraña rigidez, es absolutamente consciente): “¿Qué puedo decir de Anne Sexton?”, se pregunta el muy taimado en voz alta dirigiéndose a los congregados. Y se calla lo que mejor sabe, oculta un hermanamiento raro, esencial, una connivencia sagrada con la futura suicida que procede de una adivinación casi prodigiosa de sus hechuras y desmesuras, disuelve su intervención en unas palabras de compromiso y graciosas convenciones. 
¿Qué puedes decir?
Lo puedes decir todo. Eres el hombre. Y estabas allí. Y resulta que no dices nada, librero cobarde. Sólo palabras necias para engreídos en una velada poética.
Esta mujer alta, de ojos intimidantes, carnosa y huesuda a la vez, con el cabello cardado a la moda de los sesenta, de rostro devastado, ha empezado a leer, y la voz, apenas modulada, brota de un acto desesperado que nadie es capaz de ver y, sin embargo, todos perciben en el poema terrible.
Abruma la andanada de versos rotos, tan reconocibles que se transforman en universales, y cuanto más se alejan de su dueña por la complicidad que consiguen más te sientes la diana de su flecha, versos blancos como aves negras que sólo sobrevuelan la angustia y tristeza propias.
Con la mirada puesta en Hesse, insistentemente puesta en Hesse, esta superviviente de las pastillas y el alcohol, de las más letales depresiones e insomnios, ahí sigue aún, aferrada a su terapia, sostenida por ese pequeño puñado de hojas a las que se agarra como un náufrago a su tabla de salvación.
Sobrevivirá unos pocos años más, funambulista siempre en la cuerda floja, vacilante y frágil, a punto de caer. Ventrílocua de sí misma, arrastra su muñeca tras los amaneceres desolados. Pero, también un día, se acabó… al final del sucio y negro callejón de Nerval te aguarda el monóxido de carbono, marioneta sin hilos.
Vive o muere.
Somebody who should have been born
is gone.
Yes, woman, such logic will lead
to loos without death. Or say what you meant,
you coward...this baby that I bleed.
La voz, firme, aterciopelada, ronca a veces, envuelve a los asistentes que de pie, rodeados de libros, escuchan la ristra de un vademécum de soluciones personal, intransferible y, sobre todo, aterradoramente humano.
“¿Qué puedo decir de Anne Sexton?”
Puedes hablar del miedo, pero de ese miedo desnudo, todavía sin palabras y en tinieblas que enmaraña la conciencia recién despertada, la angustia de una visión procedente del sueño que aún tiene agarrado al cerebro en la espesa urdimbre de sus colores imposibles, densos como el agujero horizontal de donde emerges boqueando. Puedes hablar de quien no hace del poema una mecánica ni un sollozo claudicante y trivial, de quien no hace de la pintura una pistola de repetición ni de la escultura la forma más amable. Habla de lo que hablan los suicidas: oh, dios de las olas, oh, dios de la estrella del norte, oh, dios del abismo (“Oh, Sylvia, Sylvia, con tu caja muerta de cucharas y de piedras, con dos hijos…”), Habla de la noche, del río imaginario, del brillo de la plata en el pecho de los muertos, de los viejos tiempos cuando hay tantas cosas que no puedes decir en voz alta que necesitas escribirlas, habla de los amaneceres gélidos, hostilmente neoyorquinos, habla de los ojos envenenados de Rothko y sus colores desfallecientes (se mueren segundo a segundo), de los ojos de cristal de Arbus que desde el pasado fotografía tu vejado rostro del futuro, de la piedra helada, habla de todas las albas frías, del amanecer de grisura metálica que traspasa limpiamente la esperanza de las mujeres violadas como la Sexton, de los charcos de sangre que cubren los suelos de los desahuciados, del aire cerrado y homicida del coche volador de Jackson Pollock hacia los mundos estelares…
Vive y muere, ha empezado a recitar nacida de sí misma (y de nadie más), ahora frente a la oscura niebla de los otros que han enmudecido. Con los ojos abiertos, ni se atreven a respirar.

domingo, 9 de septiembre de 2018

36


Su aspecto cetrino, abatido, mal encajado en el traje que viste, como si el mismo cuerpo trasmitiera su apariencia de disfraz al atuendo, le sorprenden a esa hora transparente del mediodía.
-¿Te has perdido? –pregunta a bocajarro, con el cigarrillo a medio consumir entre los labios.
En ese tiempo, él siempre se perdía en el plano tridimensional de la ciudad; no así en el otro plano escondido en el bolsillo de la chaqueta, que era capaz de conducirle hasta el rincón más siniestro de los miles de bloques de edificios.
Bajo la luz tajante y poderosa, envueltos por la brisa fragante y el dinámico colorido de los viandantes, el que parece perdido es el profesor, como fuera de lugar, impropio.
-No, en absoluto –le dice muy tranquilo.
Hace más de tres semanas que escapó de aquel apartamento oscuro y deprimente, de la ruin domesticidad que todo lo impregnaba, de la fisiología aplastante de sus ocupantes, del olor de esos dos cuerpos imperfectos.
-Acabo de terminar las clases –dice el otro con la voz quebrada, aguardentosa, expulsando al mismo tiempo que habla el humo de los pulmones (podridos, a buen seguro, deshaciéndose a jirones). Tiene el pelo revuelto, y la piel de la cara parece sucia, mal anudada la corbata con un goterón grasiento en forma de estrella en la parte inferior-. ¿Quieres tomar una copa?
Intenta una expresión indiferente antes responder, mirando algo más allá por encima de su cabeza calva.
-Lo siento. Me es imposible. Llevo algo de prisa. He quedado cerca del parque ése… el que está cerrado con verjas…
-Gramercy Park.
-Ése... Me he citado con un tipo de Artforum, un italiano que tiene vía libre hasta Clemont Greenberg. Quiero entrevistarlo. El tipo también es un experto en Kant, qué cosas. Tengo que empezar a trabajar cuanto antes.
-Pues aún estás bastante lejos de Gramercy. No me digas que vas a ir andando…
-Por supuesto –le contesta, casi cegado por el sol que le da de lleno en la cara.
-Deberías coger el metro, ahí mismo –le indica con la cabeza una boca del metro, a poca distancia de donde se encuentran, apenas visible por la cantidad de gente que pulula a su alrededor-. Línea 6, hasta la calle 22-. Le mira con decepción: -Bueno, me voy a casa –dice, y gira el torso hacia atrás, señalando algo invisible con el periódico que porta en la mano, y en seguida vuelve los ojos de nuevo hacia él-. Estoy harto de esa fábrica de inútiles. Cada día que pasa me aburro más. En cuanto termine el semestre me vuelvo a España. Ya no aguanto más esta ciudad.
Lo ha confesado con expresión de hastío, como si sintiera un cansancio infinito. Su desaliento, sin saber muy bien la razón, hace que él, mucho más pobre e inerme en la ciudad de los espejismos, se sienta confiado y optimista. Ha empezado a andar, pero aún sin quitarle la vista de encima, como si temiera que su olor le persiguiera
-Claro –dice por decir algo, a modo de despedida. Continúa su camino. Conoce muy bien el trayecto. Es una de sus zonas de paseo habituales cuando llega aquí desde su agujero en Queens. De seguro que tiene los ojos del profesor clavados en la nuca. Se mete en un río de gente que camina apresurada, con toda la prisa y la ambición del mundo que no se detiene ante nada hacia lo que no saben (y ni siquiera esperan). Él está exactamente en una encrucijada, en Washington Square, pero sabe perfectamente adónde va, y, con aire resuelto, no deja de andar a ninguna parte, pues Nueva York es La Gran Ciudad de La Ninguna Parte.
Y cualquier otro día, u otro mes, u otro año, por la 23.
Atisbando desde la acera de enfrente la entrada del hotel Chelsea, sus balcones de hierro forjado: acecha a cualquier poetastro, una actriz en decadencia, algún músico en breve candelero…
Jennie fotografía la fachada de ladrillos rojos, con balcones y chimeneas. Diez disparos.
Pide permiso para tirar un par de fotos a los cuadros colgados en la pared de unos de los salones.
Quiere subir a la 108, aún con olor a whisky.
20 dólares.
Y asciende a los infiernos.
Ya bajará.
La calle donde anida la librería de Raymond tiene árboles copudos de un verde limpio y fresco, aceras estrechas, edificios adaptables a la estatura humana, comercios de un solo dependiente, algún viejo al sol que anda sin prisas. Una calle sosegada de Greenwich.
Siempre que entra en la librería, toca una de las negras columnas de hierro colado que franquean la entrada como dos ángeles custodios. Dicen que da suerte (dice él, el taimado Yeats). Cruza el umbral y… debe hacerlo adrede: ha desaparecido la silla baja junto al mostrador curvo. Tiene que ser intencionado. Ahora bien, ¿cómo adivina que va a llegar en ese momento? Le tiene en pie durante todo el rato que permanece en la tienda, apoyada la espalda contra la pared junto a la puerta. Será una forma de estimular la conversación.
Mientras él mira las manos y el rostro del librero, éste reúne unos libros encargados por Hesse. Los ha introducido en una pequeña bolsa de papel de color verde (no podía ser de otra manera). Le propina unos golpecitos con los dedos de la mano derecha.
-Buena literatura –afirma-. Nada de esa narrativa sofisticada y barroca tan querida por los hijos de la España decadente.
-¿Puedo verlos?
Me miraba él como se mira un semáforo en rojo al que no tienes otro remedio que aguantar.
-De ninguna manera. ¿Qué clase de católico eres tú?
-En ese caso, ¿qué hay de lo mío?
Hace tiempo que El Fantasma le pidió una vieja edición de Harmonium.
-Todo a su tiempo. Mientras tanto deberías meter las narices aquí dentro. -Le tiende un libro algo grueso, usado pero en perfectas condiciones. Se trata de To the Finland Station-: La edición completa de Doubleday, amigo. Un dólar y es tuyo. –Lo bueno de The Green Train es que, siendo una tienda de novedades a la vez que de libros usados, su dueño y librero que la gobierna vende los volúmenes que son auténticas piezas de museo, perseguidas por los bibliófilos, como si fuesen de saldo, sin conferirles mayor importancia. Al no creer Ray en esa majadería del libro para coleccionistas, de sus manos salen verdaderas joyas a precios ridículos que destina para sus verdaderos lectores. Pasadas las décadas, una primera edición para Raymond Th. Yeats es, simplemente, el mismo manojo de hojas de papel cosidas que se puso a la venta en el mismo día de su aparición, un medio de conocimiento sin valor de cambio material, un mero soporte del trabajo intelectual. Un in-folio de Shakespeare le merece el mismo respeto físico que el poemario recién aparecido en ciclostil de su amigo Gregory Corso o una novela en paperback de Nabokov o Updike.
Una tarde, El Comprador de Libros Baratos descubrió con sorpresa a un lado del mostrador una de las ediciones de Leaves of grass impresa en Filadelfia en 1892, la última supervisada por el propio Withman, letrería vigilada por los mismísimos ojos del anciano vate. “¿Y… esto?”, logró balbucear. Yeats le dirigió una mirada sin interés, perfectamente natural. “¿Esto?, es para una de mis mejores clientes. No creo que tarde en llegar. Ya han cerrado los colegios, así que ahora mismo la tenemos aquí”, dijo mirando la esfera del reloj de pulsera. Cinco minutos después apareció una adolescente larguirucha, pelirroja y pecosa con una trenza graciosa que caía a un lado del pecho. Vestía una blusa modesta y unos tejanos con doblados al final de las perneras. Saludó a Ray y preguntó por su libro con una sonrisa nerviosa. “Aquí lo tienes. Son setenta y cinco centavos, nena, pero aceptaría tres cómodos plazos.” La colegiala hurgó en uno de los bolsillos del pantalón y extrajo un puñado de monedas que contó encima del mostrador. Hacía un par de minutos que la chica había salido y él aún no se había repuesto del estupor. “Pero, ¡ése es un precio absurdo, Ray!” “¿Te lo parece?” “¡Pagarían un par de cientos de dólares en cualquier almoneda!” “Ese libro”, replicó el librero, “tiene más de setenta años, se cae a pedazos y se lee con dificultad. Setenta y cinco centavos es un precio más que razonable para una chica con aspecto de tener problemas con su asignación semanal. Su padre trabaja en el bar de la esquina, un irlandés católico, es decir, despreocupado hasta la indecencia en la cama, que ya le ha hecho a su mujer cuatro hijos. Además, lo necesita para su clase de Lengua Inglesa.” Señaló una de las estanterías donde acumula los libros de poesía: “Ahí tienes un Withman en una edición de bolsillo de reciente aparición, aún huele a imprenta, cuesta tres dólares y medio y luce una bonita portada con un dibujo a carboncillo del poeta. La que acabo de vender es una antigualla, de modo que he hecho un excelente negocio. A mí me costó el equivalente de dos centavos. No hay punto de comparación. Hace unas semanas compré a peso una furgoneta repleta de libracos cubiertos de polvo que nadie se hubiera atrevido a tocar ni con un palo, la biblioteca entera y desastrada de una vieja maestra solterona que apareció muerta en su apartamento de Brooklyn. En fin, que si a la chica le sirve, que a buen seguro le va a servir, los dos salimos ganando en este negocio.…”
¿Y esas repeticiones, ese afán por seriar una y otra vez…? En la repetición del absurdo…
Hesse: golpéales antes dos veces, tres, las veces que sean necesarias, y luego dejas que la imagen penetre en sus cerebros como… como una bala, ¿recuerdas?
No hay nada que justificar, y mucho menos que explicar. Y, sin embargo, es necesario hacerse oír… Quiero decir, repetir las cosas. Sí, eso es. Las amplifica. En otras palabras, si algo es significativo, tal vez sea más significativo dicho diez veces… En el lado opuesto, diría que si algo es absurdo, es mucho más absurdo si se repite. Es, digamos, exagerar una idea, cualquier sentido que ésta encierre.
-¿Qué diablos ha pasado con la escultura? ¿Qué clase de libertades os habéis tomado? Parecéis los bárbaros a la entrada de Roma, confusos y escandalosos. La escultura era el rudo Miguel Ángel, el tosco Rodin, el laconismo desintoxicador de Brancusi, el, la, lo [etcétera]… Genios dignos de memoria… ¿Y qué sois vosotros ahora? ¡Unos alfareros charlatanes! ¡Más me vale acudir a Bonhams y gastar mi buen dinero en un perfumador chino imperial Cloisonné!
(Bonito ejercicio de pedantería.)
Y, por Dios, no me vengas ahora con eso de una rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa.
Pasea por Nueva York con el pensamiento en otro lugar: el pasado no es una noción temporal, es un sitio. Muchas de las calles de la ciudad, tramos de sus avenidas y gran parte de sus plazas la transportan por vías donde es posible viajar a la velocidad de la luz en una excursión plural y levítica donde el conjunto de sensaciones recobradas por esa visión interior constituye una amalgama de ardua definición: tras aquellos árboles se esconde la casa donde en 1951, a los pies del sillón de su padre, se deja engatusar por los diálogos saduceos de John Daly en el concurso televisivo What’s My Line? Aquella ventana es el estudio de X., que luchaba una y otra en el baile de graduación por entreabrir mi boca con sus labios bañados de alcohol y meterme la lengua pastosa. En aquella esquina reprimía sollozos adolescentes sin tener una idea muy clara a causa de qué o de quién. En los días del verano nos sentábamos en ese banco de Union Square L., K., R., y conversábamos de arte y literatura todas a la vez, quitándonos la palabra de la boca, creyendo que siempre sería así hasta el fin de los tiempos. En Central Park hablaba con Alicia e intentaba adivinar cual de los adolescentes con espinillas que me rodeaban con aire ensimismado era Holden. Tomaba el ferry gratuito que iba a Staten Island sólo por matar el tiempo. Y ahí, mítico y poderoso, sostenido por la soberbia, el puente de Brooklyn, que dibujé centenares de veces a plumilla. Sin haber vivido nunca en la 42, creo que es la calle donde más horas he pasado en mi vida. Y no, nunca patiné en Rockefeller Center durante las Navidades: mi padre no cejaba en el empeño pero H. y yo éramos unas patosas. Todo, absolutamente todo, me sucedió en el Village.
La tenue y movediza luz de un sol casi blanco se filtra entre la seca hojarasca de los árboles del parque desierto (?) y se posa sobre los zapatos polvorientos; fuera de la sombra protectora, revela la casi indigencia de su atuendo: todo contacto, cada uno de sus reflejos en los escaparates, en la mirada de los otros, declara su pobreza de ahora, su andanza de desocupado.
Todo lo adyacente a mí es lo más valioso:
“¡aprende esa lección de una vez, estúpida!”
Las aguas del viaje se curvan porque se curva la tierra.
Eros. Tánatos.
“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”
¿Y qué tal fornicábamos al final de la utopía?
¿Era el cuerpo el instrumento para levitar hasta la música celestial o por el contrario un vertedero donde arrojar las malas pasiones, las humedades, los jugos intercambiables, lo podrido y los licores prohibidos?
Hieratismo era lo mío. Imaginaba. Quieta como una esfinge. Que se vacíe de semen el egipcio, el griego, el romano y el emperador de la China y el rey de la Conchinchina y el brujo de Tombuctú, y el judío, el italiano, el irlandés, el hispano.
Yo soñaba con matar.
¿A quién?
Matar.
Algo tiene de obsesivo, pero también de precaria insistencia esta forma de indagación esencial.
Hesse, al final, ya en sus últimos meses de cabeza rapada y mirada desvalida, mujer calva entre cirujanos y cristales, metales y silencios, comprendió que no necesitaba ser artista ni poeta para justificar que estaba viva. Pero… era que moría:

jueves, 10 de mayo de 2018

35

T.: cuando el grupo de personas que rodea al artista decrece, se acerca hasta él. Hesse prefiere quedar atrás mirando las obras. Él se presenta y el pintor escucha cortésmente sus palabras, pero con algo de frialdad, de evidente desapego. Ante su petición, le firma un catálogo liviano, en blanco y negro. Veinticinco años después, en París, una mañana de abril se encuentra con él de nuevo. Almuerzan en la explanada soleada frente al Centro Pompidou... ¡un vaso de vino tinto y una rebanada de pan con sobrasada! No recordará en absoluto aquel primer encuentro de entonces en Nueva York. Ya en el siglo XXI: el viejo catalán acepta de buen grado el mito, en su fundación le rinden homenaje (silente, emocionado, muriéndose despacio y endiosado).
Vuelve en compañía de Hesse y contemplan con morosidad las pinturas.
Son cuadros de gran formato, de la década de los sesenta, muy plásticos pero muy referenciales a la vez. Por ejemplo: Caixa d’embalar, que concita la admiración de un grupo de gente reunida frente a la obra.
Las pinturas son un testimonio evidente, van más allá del mero objeto, adquieren significados ocultos, simbólicos.
¿Por qué?, se dice la neoyorquina que nunca conociera el compromiso político ni la militancia del subsuelo.
Mucho tiene que el ver el arte con la estética: una confrontación secular. Lo que cuenta es lo que se propugna: una vía hacia el nuevo conocimiento, y proporcionar a aquélla los medios para mejor allegar a éste.
¿Qué conocimiento? ¿Hasta dónde hay que hurgar?
La práctica del arte, el mismo acto de crear, ya justifica sobradamente su valiosa existencia en las cosas y sucesos del ser humano.
Hesse mira los cuadros intrigada.
-Son como enigmas, un acertijo… No entiendo por qué, no veo la necesidad de esa legibilidad que los trasciende, el símbolo que instiga. Hubiera bastado con la materia. El solo objeto: ¿por qué escribe en él?
Ya es una experta. Eso se cree. Ya sabe cómo tratar a uno de esos wasp de los sesenta convencidos de que su padre de 200 años acompañaba a George Washington  mientras éste sentado a la mesa camilla de la casa de su madre en Frederikburg urdía el movimiento de independencia.
Universos paralelos. La broma de Hesse. Pero en cierto sentido, esos estratos de la cultura americana, esos compartimentos estancos, nunca entrelazándose, siempre divergentes, o paralelos, yuxtapuestos… Y siempre sincronizados. Sin verse jamás. ¿Cómo es posible? K. se emborracha y se ensucia con sus personajes faranduleros en sus novelas-testimonio mientras S. acciona sus sofisticados e inteligentísimos adolescentes en decorados perfectos, una Nueva York a la que sólo le falta oler a colonia, aromas de primavera, y la nieve limpia bajo el sol de febrero, aunque la idea del suicidio y el abandono fermenten las idas y venidas de sus personajes aparentemente dóciles. Hesse por su lado, atenta a lo que se mueve, a lo que muere, a lo que sucederá a todo eso.
Raymond Th. Yeats: “Tienes que conocerlo”, le dice a la joven discípula.
“Era un tipo cansado, gastado, quemado: beat. Luego, jugaron con el prefijo, lo manosearon, lo reinventaron, lo…”
Kerouac, el tipo que nunca fue feliz ni siquiera en la absoluta soledad de la noche estrellada de Hozomeen, ni en la alta montaña rodeado de azules oscuros, ni en los rieles nocturnos bajo la luz de la luna, Kerouac, que no pudo encontrar la dicha del solitario, la grandeza solitaria del místico. Y esos ridículos hippies como herederos, blandos como la crema, felices en sus disfraces, en su jazz falsificado, en sus cómodas muertes en bonos a treinta años… Una perversión, como en el arte. Más o menos: expresionismo abstracto: minimalismo: arte povera… Y así. Warhol y la Factory: ahora no el arte, los artistas, altaneros, engreídos, tan frágiles. Etcétera. Hesse, aislada, su obra naciente (lleva esto por ese camino).
Después de beberse dos cervezas, comer un gran sándwich de pollo y huevos revueltos con tostadas en el bar de Grand Central Station, la generosidad  espiritual adquiere ribetes de épica.
Como creador yo no la mataría. No se me ocurriría. Es más, ella no se merece morir. Ni como heroína de novela ni como encarnación de una artista cualquiera, una de tantas. Es inmortal. Vamos a decirlo de ese modo. Pero los milagros e infortunios de la vida bien parece que estén gobernados por un idiota con el cerebro lleno de ruido y horror, análogo al beocio de la novela de Faulkner. 
Yo sería un dios más justo, menos ruin y más explicable.
Un creador menor, pero sentimental.
No es menor su desorden.
Gastronomía versus Hambre.
En U1 se ilumina la oficina del estómago de la siguiente guisa.
1968, 1969, 1970: “tú y yo hemos comido por dos dólares y medio, y cenado por unos centavos más en decenas de restaurantes entre Houston y Canal, incluso más allá de la calle 14. Un verdadero festín no alcanzaba los 6 dólares”. Hoy mismo, en 2010, si la recoge de U4 y la trae de vuelta a la tierra, les bastaría con 30 dólares.  Ahora bien, el hambre es una cosa, y además seria; el arte, otra, y además frívola.
Menú de la casa, materias primas, de rigurosa temporada, pocos riesgos de desmesura creativa en consecuencia: 295 dólares (vino aparte, 80; servicio de mesa, 25; propina, 40). ¿Cómo?
Grisinis de parmesano con lardo de Colonnata.
Sopa de ostras a las hierbas.
Flores de calabacín en tempura.
Lascas de cecina de vaca.
Almejas al escabeche de manzanilla
Gelatina de gallina y setas.
Timbal de calabacines tiernos con berenjenas y salsa de almendrucos.
Cigalas sobre pasta fresca en salsa de perejil.
Entrecó a la provenzal.
Surtido de quesos.
Sopa fría de frutas. 
Café aromático.
Cóctel de champaña.
Cuatro años después, en 1972, El Negro abandona Nueva York.
Regresa a España de la mano de una falsa Beatriz. No tiene un céntimo en la cuenta corriente. Han desaparecido las revistas donde solía escribir. Sólo sobrevive (comer, dormir, cintas Kores dactylo para la Consul checa del 66, folios Galgo, los cigarrillos Lucky Strike sin filtro, un par de cervezas a la caída de la tarde).  
Al aterrizar en Barajas llevaba en la maleta, como un as debajo la manga, una novela terminada sobre su estancia en Nueva York, sus idas y venidas, los sucesos de Hesse.
Se aferraba a esas páginas con desesperación, hasta con rabia suicida.
Y cinco años más tarde, en 1979 quemará el original y las dos copias en papel carbón.
Los únicos fragmentos que perviven se agazapan en una memoria, la suya, siempre voluble, circular, inagotable.
Sin  pentimento.
Imperfecto.
Incorregible.
(Retomar el hilo… ¿de qué?)
Judía: desde pequeña siente un horror invencible ante la levita del rabino, el sombrero negro y enhiesto como una amenaza, las barbas, esos densos pantalones oscuros plagados de sucias y grasas manchas de semanas, las miradas ambiguas y piadosas, sospechosas siempre, el aire espeso de la sinagoga que parece envolverles a toda hora. Odia todo tipo de mistificaciones. En una ocasión, siendo niña, su madre la llevó a un establecimiento de comida judía. No recuerda muy bien la razón, pero al cabo de unos minutos su madre absolutamente histérica (tres meses más tarde se mató) empezó a discutir con el dependiente, un tipo de baja estatura y facciones congestivas. Un compañero de colegio vio la escena desde la acera veraniega y soleada, aún fresca a esa hora temprana del día, y le mandó un saludo con la mano riéndose burlón. Hesse, avergonzada, bajó la cabeza, hundió la vista en el suelo. Jamás volvió a entrar en ningún sitio que recordase ni por asomo todo lo judío, una religión a fin de cuentas. Una estafa.
A la entrada a The Green Train.
Agosto, 68. El aire encendido del Señor abate sobre las calles una pavorosa inanidad.
Un tipo con el cabello hirsuto y entrecano peinado a raya, con el rostro sembrado de surcos profundos, terrosos, la mirada de ceniza y la boca encogida, se hace a un lado y deja vía libre para que entre en la librería. Siguiendo el código de buenas maneras, él se niega y le cede el paso a la vez que hace un ademán con la mano señalando la calle. El tipo insiste en su cortés actitud sin moverse un centímetro, dibujando lo que parece una media sonrisa en sus labios de polvo. Al final, El Buscador de Cuentos de Revista asiente con la cabeza y pasa al lado de El Hombre de Tierra algo avergonzado.
Saluda con la cabeza al librero y se dirige a su rincón, a husmear el polvo más espeso.
Cuando termina su inspección rutinaria de viejas revistas de los años cincuenta, se acerca con un par de newyorkers en la mano  adonde se encuentra Yeats, junto a los contenedores de libros usados.
-¿Lo viste?-, pregunta el librero sin desviar la atención del fondo de uno de los cajones en el que deposita libros en rústica que toma de altos rimeros en el suelo.
-¿A quién?
-A John Cheever. Acababa de marcharse cuando tú viniste.
“¿Cheever…?”
Lástima que el tipo, atontado por el sentimentalismo y las drogas que paliaban su cáncer, terminara sus días en el oficio escribiendo unas páginas para el Reader’s Digest.
Se estaba bien allí, en el interior fresco de la librería, en silencio, a salvo del pegajoso calor de afuera. Pensó con una enorme paz que era el mejor sitio del mundo para estar a esas horas primeras de la tarde, sólo entre libros, sin tener que decir nada…
Su expresión era de lo más sombría, no obstante: todo lo importante… no deja de ser anecdótico.
(¿Qué compró? ¿Acaso es secreto de confesión?
El tipo era un católico bastante excéntrico, pero católico.)
Bien, Nueva York mata.
¿Había alguien que creía lo contrario?
Él no puede ser como esos jovenzuelos idealistas que escriben tan sólo por hacerlo cada día mejor porque eso es lo que les causa la mayor satisfacción (y su desgracia final), sin esperar recompensa material alguna. El mata y plagia por una hamburguesa mezcla de carne de vaca, cerdo y caballo ahogada en salsa barbacoa.
Mayo. Cuando ella murió.
En plena primavera, la gente parece feliz, renovada.
Ve salir de un Books and Magazines a D.G., que baja la cabeza rápidamente y cruza la calzada. Lleva una bolsa de papel marrón cogida de la mano. Él desvía la vista a fin de no comprometerlo. Se mete en la Biblioteca Pública una vez el otro desaparece. Cuando se adentra en la luz sosegada e inspiradora domina como puede el temor que semejantes recintos le provocan.
En realidad, como cuando era niño, mastica las páginas de los libros (antes de olerlas).
Al salir, elige para comer un restaurante de la cadena Tad’s Steaks, muy cerca de allí, en la 42. (2,75$: una gruesa tajada de carne a la parrilla, patatas con piel asada, ensalada, zumo y un pedazo de tarta.)
A ella nunca le gustó la carne.
Repite la ración de carne y excluye todo lo demás excepto el vaso de zumo.
En el metro, camino del apartamento en Queens, le asaltan unas arcadas invencibles. A pesar de sus esfuerzos por evitarlo, vomita. Los pasajeros asqueados se alejan del rincón donde se encuentra. En la siguiente parada un vigilante le saca del vagón a empujones. Creen que es un borracho. Sólo está enfermo. Sucio y maloliente, desolado, le cuesta hacerlo entender de ese modo.
Lo expulsan al aire negro de la noche.
Llega a su casa casi de madrugada.
A salvo.
Las tinieblas.
En la calle 14, hacia la Octava Avenida: españoles.
Negocios y restaurantes baratos con nombre “exóticos”: Oviedo, Valencia, Lugo, Madrid, El Gran Catalán… 
Da un poco de lástima todo esto, esta forma de salir adelante que ni siquiera es una farsa. Es, simplemente, un estancamiento, un viaje a ninguna parte. Un día tras otro, amanece, riegan las aceras, emprenden el sórdido arqueo al echar el cierre, se sumen en la noche eléctrica, y luego los shows y los informativos de la televisión (Ed Sullivan, Walter Cronkite…), el sueño indigesto, el despertador. (1955-1970). Recuerdo que en España, allí… Etcétera.
¡Ah, España…! Etcétera.
Es un día de abril perfecto, cálido, luminoso, azul. Viene de Queens, sale de la estación de metro en Canal Street, cerca de Spring, y, sin pensar muy bien lo que hace, aspirando bocanadas de aire limpio, camina entre hileras de gente, al mismo ritmo que la manada, hacia el norte por Lafayette; dobla por Washington y… ¡se da de bruces con el profesor de español!

sábado, 7 de abril de 2018

34


Ray está mirando fijamente un punto de la superficie del mostrador, en absoluto silencio. No ha contestado a su saludo, que era casi un gruñido, pues también él se halla entre abstraído y hosco. Se aleja hacia las pobladas estanterías de las revistas y empieza a husmear durante un rato infructuosamente. Busca ejemplares del New Yorker de los años cuarenta y cincuenta. Al cabo de diez minutos regresa frustrado al mostrador, y, de repente, al notar el librero su presencia, alza los ojos cercados por las impenitentes ojeras y abre la boca:
-Una estrella se encuentra a 900 años luz; la vemos, por tanto, como era hace 900 años, en el 1069. Pero pensemos esto. En el momento que la vemos, “otro” espectador, hace 900 años, la mira a su vez en ese instante que parte la luz hasta nosotros… ¡También él la observa hace 900 años, muy atrás de su tiempo,  exactamente a como era en el año 169! ¿Qué luz nos llega a nosotros en este caso? ¿Qué es entonces el tiempo? ¿Un lugar, un círculo, una ilusión…?
Todo eso suena muy especulativo.
-Ray, maldita sea, ¿tienes el New Yorker con el relato de Cheever?
Vuelve a la tierra:
-¿Cuál de ellos?
-Aquel de la chica que reclama a su compañera de tenis la mitad del importe del taxi…
-Salinger.
-¿Cómo?
-Salinger, ése lo escribió Salinger –dice con voz muy suave pero firme (en su materia, es infalible). Luego se calla de nuevo. 
-Pero ¿lo tienes o no?
-Búscalo tú mismo.
Ha regresado a U5.
Otro ensoñador.
(¿Soñador?)
El Coleccionista, por su parte, esa tarde coge el metro en la calle Spring y se apea en la 42, a un paso de Penn Station. Se mete en la estación. Hesse participa en una colectiva en Washington. También exponen Smithson y Serra.
Hesse ha soslayado viajar con él, prefiere hacerlo con un grupo de Yale, así que toma el tren solo.
Después de horas interminables, cuando llega a Washington va directamente desde Union Station al hotel, muy cerca de la galería.
Esa noche, durante la inauguración, se muestra especialmente encantadora con él, solícita en todo instante, guiñándole un ojo cuando la gente se interpone entre ellos y les separa. Beben champaña. Él habla con Serra de escalas, de materiales como el plomo, del acero, materias en su poética elevadas sin más a rango de categoría artística. Intenta hacerlo en castellano, pues su padre era español, pero el artista le mira con desconfianza, incluso con perplejidad, así que, al cabo de unos pocos minutos, se siente incómodo y sólo balbucea trivialidades en inglés, algo demasiado fácil de colegir hasta para un artista, siempre atento a su ego. Ha sido una conversación malograda. (¡Si este tipo supiera que treinta años más tarde, en pleno siglo XXI, una de sus malditas esculturas de más de una tonelada de peso iba a desaparecer de un museo en España por arte de magia, volatizada!)
De vuelta de nuevo en Manhattan.  
Hesse se muestra feliz. La oye canturrear bajo la ducha por primera vez en el tiempo que vive en Nueva York.
Al día siguiente tiene que hablar con Droll, el director de la Fischbach Gallery, quien ya le ha comprometido una individual. Cuando sale del baño amaga un gesto de dolor.
-El hombro –dice sonriendo, quitando importancia a la queja. Cruza la habitación algo torpemente. Él lo atribuye a un simple mareo.
Marzo de 1969. Sentenciada.
U4. Y, ahora, ¿qué pasa?
-No me salen las cuentas.
-¿En esas estamos? Cada vez que saltas de un universo a otro empalideces más. Aquí todos parecéis taciturnos, ensimismados.
-Necesito tiempo.
-Verás crecer la hierba…
-Hacerse el verde y todo eso… He visto a R. Una visión terrible, no sé cómo, pero ha llegado hasta aquí.
-Sin embargo, se mató –asevera él.
-Es cierto. No puede estar aquí, ni en U1 ni en U3 ni en ningún sitio. Nada de nada –termina aceptando una Hesse derrotada, de un verde marciano, o venusino o…. Desdeñosa de galaxias, ya sólo cree en universos.
-¡No tuvo tiempo de escapar!  
-Aunque, cualquiera sabe… Quizás escapó antes de… Antes de terminar. Pudo hacerlo al desvanecerse, mientras…
-Mientras se desangraba por los cortes en los dos brazos.
-También tomó barbitúricos. Eso aliviaría el trance.
-Quizás soñaba, se moría, pero soñaba.
Abandonó el hogar, las cuatro paredes de su pintura, su “lugar” de recogimiento, la capilla, el orante...
Sacrificado como un Cristo. Un mal judío: no hay cristos.
El hombre (nada menos que un hombre de carne y hueso, carne macilenta y aliento insano), en la gélida mañana de febrero: el cuerpo ya no es un instrumento de goce; todo lo contrario, cerca de los setenta años se está rompiendo por todas las costuras, hace aguas, se resquebraja como un muñeco viejo, un fardo torturador e inclemente que hay que cargar a las espaldas nada más abandonar la cama. Ya no sirve para gran cosa. Hace tiempo que se ha vuelto impotente. Por supuesto, nada de alcohol y tabaco, dictaminan. Por supuesto, nada de esto y lo otro… Por supuesto, bebe y fuma más que nunca. Por supuesto, prefiere morir como es debido. Por reacción. Como un hombre. Que se vayan al diablo los malditos momificadores, taxidermistas del alma. Tiene que valerse de asistentes para pintar que, aun monaguillos sumisos, son manos ajenas profanando el óleo sagrado, y revisten la realización de los cuadros de una especie de sacrilegio.
El sacrilegio se halla muy próximo al sacrificio.
Miércoles. Demasiado tarde para este nietzscheano con gafas de culo de vaso. Y ese estudio de la calle 69: un antiguo garaje inhóspito, helado, bajo la niebla de una claridad de metal, de cúpula inalcanzable que se eleva cerca de quince metros; allí ha dispuesto la última guarida: una cama, y la zona del baño, siempre hedionda, y una cocina desangelada y sucia donde nadie supo nunca que se guisara un plato. En ese rincón prefirió yacer en su última noche. (Mayo, 2007, Sotheby’s subasta uno de sus cuadros… ¡y lo vende por 75 millones de dólares!). La última cena (compradores de arte, marchantes de hombres, tomad nota): un frasco de barbitúricos, un vaso de agua, la cuchilla a un lado. Se desviste mientras hace la digestión del banquete. Coloca los pantalones de artista obrero manchados de acrílicos en el respaldo de la silla desvencijada. Sin prisas, sin miedo, se corta las venas azules. ¿Eres un verdadero shojet? Veámoslo. Brota incontenible la sangre roja. El hombre herido, en calzoncillos,  se tiende con los ojos cerrados sobre el frío suelo de cemento y estira los brazos desnudos, mojados por la savia tibia que mana de él mismo y que nada ha de vivificar.  Ya no siente el frío.
Muerto, tendido en el suelo, parece una cruz.
-Pues he visto a R. –asegura con una expresión angustiosa Hesse (entre oro y verde ahora).
-No me confundas. Según las estrictas reglas, que, te recuerdo, tú misma elaboraste, no es posible el viaje entre los U. Una vez muerto, al hoyo. Y punto. No hay excursiones que valgan. Hay que espabilarse antes de que empiecen a tejer y destejer las parcas.
-Y, sin embargo -dice con voz débil-, lo he visto. Puedes estar seguro. –Ve su faz lívida, su figura de sombra. “Más tarde o más temprano ha de disolverse en el polvo cósmico”, se dice. “Su palidez asusta, ya es casi fantasmal.”   
Puede que a quien haya visto el suicida sea al engreído y melifluo teólogo Kierkegaard, glosador incansable entre citas bíblicas: hace de lo personal una religión universal mientras otros pagan sus deudas de café; y en sus años finales, cuando comprueba aterrado que tendrá que trabajar para ganarse el sustento opta por ser un hombre enfermo, pues del alma ya lo era: mal asunto. De este pastor de impotencias extrae el místico pintor, siempre con la pesada piedra judaica a la espalda, la idea del sacrificio.
¿La ofrenda por el pecado de sus cuadros? Él mismo. El padre debe amar a su hijo, pero si el dios lo pide, debe matar a su hijo.
Abraham, Abraham, atrona la voz del terrible Yahvé entre soledades de piedra.
¿Qué mejor hijo para el sacrificio que tú mismo de ti nacido?
El acto de pintar es, en realidad, una forma de entender el arte, de reafirmarse en unos principios que, sí, en ocasiones alcanzan lo teológico: una ronda en torno a la muerte debería ser la creación, un sacerdocio que ilumina las tinieblas en pos de lo trascendente.
Pero, ¿no era el arte una fiesta?
Lo dionisíaco frente a la mesura de lo apolíneo…
Los cuadros de Rothko me resultan borrosos, como envueltos en una bruma que los vela.
La turbiedad de su conciencia: he aquí a un hombre que no es religioso y mantiene la espiritualidad del arte como primera condición para su ejercicio.
El humo de la carne quemada en los crematorios de Auschwitz y Treblinka enceguece la súplica cromática.
El coro de angélicas criaturas dirigiéndose al Revier de Mauthhausen donde recibirán directamente en el corazón una seráfica inyección de benceno parece escucharse entre las blancas y culpables grandes paredes del estudio sacrosanto.
Lo santo y lo luminoso. En un hombre cuyo remordimiento llegaría a costar millones de dólares.
¿Un sacrificio? ¿A estas alturas?
(El hombro: me duele, dice Hesse. Un brazo inflamado. ¿A qué viene ese decaimiento? 11 de la mañana, domingo, 4 de mayo: no se percata de la presencia del falso testigo, apoyado en el quicio de la puerta con la taza del desayuno en la mano; ve que se sostiene en el borde de la mesa, como esperando que se disipe un mareo. Dos días más tarde: la pierna; me duele, dice. Una semana después: veo mal con el ojo derecho, creo que he perdido vista, susurra una noche, antes de acostarse. Duerme mal. El Testigo nota como se mueve una y otra vez de un lado a otro de la cama. A la mañana siguiente, otro domingo, 11, por la mañana, temprano, se levanta con media cara insensible. En la cocina: ha perdido el sabor. “Ponme más azúcar”, pide. Ya le ha puesto tres terrones en su taza. “No sabe a nada”, se queja. La cara asimétrica. Afuera, Nueva York, una trepidante polisemia que no se detiene en este domingo soleado, transparente, extrañamente silencioso.)
Ella, que tan firme la sostenían las columnas de sus piernas sobre el duro granito: elevaban la isla magnífica.
Y un día: insuflan aire en su cabeza, como si hincharan un globo. Así, localizan al intruso: exploración de contraste.
Ahí está, ¿de dónde ha venido? ¿quién es? 
Ha nacido de repente, se hace fuerte, vive, crece, va a matarte.
Hija de Dios: he ahí el hijuelo. Y en tu propio cerebro: el sueño de la razón produce monstruos.
Tápies ha expuesto en la galería de Martha Jackson, en la calle 32. El artista ha viajado a Nueva York.
La obliga a acompañarle. Quiere distraerla. Ella sólo piensa en “eso”: va a luchar con todas sus fuerzas, pero al despertar cada mañana, con las primeras luces fraguándose en los pliegues de la cortina, al abrir los ojos, al notar el primer latido del corazón, al acariciar la piel, al sentir el olor indefinible de la habitación, allí está “eso”, como un animal invisible que nace de las sombras, que viene de no se sabe dónde... Que ya está allí, y es ridículo negarlo, y que se atenaza a ella como una sierpe rigurosa e invencible.
En la exposición.