sábado, 20 de enero de 2018

33

Julio de 1953. 35 grados a la sombra. Es Nueva York, la fétida: las aceras se derriten, los árboles polvorientos bajo el sol agonizan a la mitad del día.
¿Qué tienes en las manos?
La realidad del dibujo la confunde. Medita un rato.
Lo cierto es que no hay que figurar el mundo. He ahí el error.
Arranca la hoja.
¿Qué tienes en las manos?
Un tubo de goma, y en seguida descubre, en un ángulo de la habitación, el pedazo de cartón, restos de arena de la playa de Coney Island, el agua, la sal, el cielo azul o gris, es igual, el aire cálido aún con ella.
No hay nadie en casa. Se halla completamente desnuda, a solas como nunca ha estado, y teme los espejos.
De pronto, queda inmóvil, pensativa.
¿Qué tienes en las manos?
Si cierras los ojos, te ves mucho mejor. No sabe cuanto tiempo permanece quieta, sintiendo la calentura húmeda y asfixiante sobre cada centímetro de su piel.
Con los ojos cerrados se contempla de una pieza en la penumbra abrasadora de la tarde.
La desnudez en todo, en lo más ardiente del día.
¿Por qué?,  brama en todas sus páginas el Talmud.
(Son preguntas sin respuesta ante el hombre rebelde…)
Utilizan óleo y acrílicos mezclados con benzedrina, opio, morfina, mezcalina…
Novedosas porquerías…
Te voy a enseñar a comer (yo a ti).
Y, al cabo de un rato, pone debajo de sus narices un bonito plato ribeteado con vírgulas azules y rosas, una jarra de agua fresca, vino dulce del color de la miel y un par de vasos y servilletas amarillas de papel.
¿Qué demonios es esto?
Plato único: tarta de queso con fruta glaseada comprada en la tienda de frau Böta.
¿Qué clase de ayuno judío es éste?
Curiosamente el pensamiento, la conciencia, se pudre sin despedir olores  y muere mucho antes que el propio cuerpo, que tarda sus buenos días en hacerlo, descomponiéndose asquerosa, agusanadamente. La materia se toma su tiempo pútrido, lo hizo antes: 4.000 millones de años. No obstante, la conciencia (chasquea los dedos), zas, en un santiamén, adiós, hasta nunca, e incluso en el sueño inocente/inconsciente toma las de Villadiego. La conciencia…  ¡A saber en qué cementerio acaba la volandera!
-Doctor… Se muere.
-No sufre.
-Parece que quiere hablar.
-Es un acto reflejo –masculla el doctor suspirando.
De repente, todo ha acabado. Y, sin embargo…
El doctor se rasca la barbilla, mira el cuerpo yacente, inmóvil, un fardo que habrá que enterrar o quemar: “Qué cosas… Nunca me acostumbraré.”
El doctor tiene la bata blanca inmaculada. Casi hiere a los ojos ese blancor. 
Vamos a empezar, deja que entren. Nada de ultrajante ha de haber en ellos hacia ti. No les ofendes. Así es la época. La extrañeza es el primer aldabonazo que proyecta el arte de vanguardia. La sorpresa ante lo extraño es el valioso refrendo de su autenticidad. ¿Cómo contar una historia en nuestros días a través de lo increíble?
Que sea mentira: es verosímil: es.   
Primera exposición importante de E.: 1968, “Polímeros”, Finch G. N.Y.
¿Polímeros?
Son excelentes sus propiedades mecánicas.
Una técnica es una metafísica.
De manera que elevemos a categoría artística el acto procesual y los materiales: los acrílicos, los polímeros...
Vamos a entendernos.
Son sustancias gratificantes al tacto, incluso al pensamiento, parece como si las tocara: grado molecular, peso molecular, temperatura de fusión… El cerebro se divierte, esa masa rugosa, maleable y blanda: también sería una buena masilla, pero habría que apelar a la resina, endurecer su modelado. ¿El pensamiento como catalizador?
El pensamiento es lo que primero se pudre en el acto de la muerte: está hecho de la materia de los sueños.
Aún crecen los pelos de la barba y el pensamiento ya ha volado. Estás más seco que la cecina, tío.
Mi alfabeto son los polímeros. Lo que puedes escribir con ellos. Una serie infinita de combinaciones.
¿Qué tal el polietileno?
¿De alta o baja densidad?
El cementerio de las conciencias. Sube y baja, al lado de donde sale el sol, al lado de donde se pone el sol.
Te sorprendería saber la cantidad de materiales poliméricos, todos sintéticos, que envenenan a los espectadores de los museos modernos: plástico reforzado con fibra de vidrio pintado con tinta de base poliéster; esmaltes de poliéster o poliuretano; rigideces de resina, policloruro de vinilo pvc, láminas de polietileno…
Auténtica porquería tóxica para la carne… y el alma.
En especial: que nada recuerde al arte.
Lo museable, la reproducción en las páginas satinadas, debe ser la última cosa que piense el espectador al circular alrededor de la pieza:
Una escultura es: a) el noble barro o el límpido mármol de carrara; b) el bronce solemne, la labra exquisita de las maderas, el hierro antiguo.
A partir de ahí…
El diluvio.
Y, sin embargo, ah, esos maravillosos polímeros naturales: el algodón, la seda, la lana, el hule del árbol de hevea y los arbustos de Guayule…
Hesse: “Deberías aclararme el sentido y objeto de este material. Voy a olerlo, a respirarlo, a tocarlo, a manipularlo… Va a matarme y quiero emplearlo con conocimiento de causa.”
“No hay peligro. Hace más de cinco mil años que se utiliza su técnica, ya formaba parte de la evolución humana desde los sirios, de sus industrias y artesanías. Tienes ante ti los materiales más acordes a tu ambición.”
La triste venganza de un espíritu atormentado preso durante mil años en un sarcófago.
La chica abre el sepulcro: el polvo amarillo se esparce a su alrededor, lo aspira, envenena su alma y su cuerpo. A volar.
Un bulto. Interior.
La mujer antes que la artista se pone a pensar: impura, el cuerpo con sus repugnantes fluidos ya te avisaba. Ha sido tu enemigo. El único que ha de matarte.
INDUSTRIAL PLASTICS SUPPLY CO.
324 Canal Street, New York 13, N.Y.:
Compra al por mayor. Galones y onzas.
¡Con qué alegría traspasa el umbral de lo prohibido!
¡Y sale cargada con la muerte a cuestas!
¡ESA FÉTIDA COMPONENDA TE VA A JODER VIVA!
Escucha música: Bach, el padre (pero sobre todo Bach, Carl, el hijo).
También, algo de Vanguard Records, bluegrass y el folk revival que sobrevivía en Greenwich Village de la mano de Pete Seeger y alguno de los acérrimos acólitos de Woody Guthrie “Matafascistas”.
En el 69: aún le da tiempo de leer Portnoy’s Complaint. Una conmoción: ser judío, ser eso, cada página pesa como una losa en sus manos, una maldición en el alma,  cada página exuda la bendición del único dios, cada página huele (a esperma, a polilla, a comida, a ropa mojada, a sudor de pies, a frituras, a mierda, a la charca mórbida de los humores del adolescente), se podría hasta masticar. Ser judío: flagélate a gusto: tienes a tu alcance un buen montón de mentiras para hacerlo, pueblo elegido, pueblo sangriento, a cuchillo, adelante, adelante: ¡coge el puto látigo!
Finalmente, dijo el doctor: “Bueno, ahora ya podemos empezar”.
¿Sí?
Pues, adelante.
Todo lo que quieras. Menuda estupidez andarse por las ramas. He aquí una lista de última hora, una polisemia matérica de alcance inusitado:
escandio, samario, terbio, holmio, tulio, lutecio, prometio, itrio… Plateados, blancos, grises…
Cada gramo de esas chucherías un dólar.
¡Qué magnifica resolución física de su ingenio!
Y ella juega con la tabla periódica como una niña con su muñeca. En realidad, escribir, pintar, componer, es como el “hacer casitas” de la infancia. Sólo que ahora, pasada la raya roja de la adolescencia, somos más cobardes, menos dioses… y mortales.
El puzle, querida, se ha complicado.
Historias de la clínica. Una paciente sumisa. No vayamos a hacer una novela de todo esto. (Para más adelante, pero sólo tres o cuatro páginas).
Hizo amistad con un moribundo (murió antes de su segunda operación).
Háblame de él.
¿Estás loco?
¿Qué leías?
Dickens. Austen. Eliot. Carroll. Twain.
¿Y el moribundo?
El moribundo sólo tocaba una y otra vez las tapas de piel, pero de piel de verdad, olorosa, pulida,  de un libro pequeño.
Sería una Biblia de bolsillo.
No… Una vez que él dormía lo cogí y abrí sus páginas tan febles, estaban escritas en griego. Era una novela de…, de esas de… Aunque no estoy segura.
(El enfermo la buscaba a veces en el New York Hospital. Le temía ella, era como un espejo puesto a la vera del camino que ella también recorrería, los cuerpos vencidos por el monstruo que ellos mismos, incomprensiblemente, habían generado.
Hablaban y la mirada de ella era la sonrisa, pues los ojos la llevaban lejos de allí:)
Lo peor: caminar por la urbe sin doblar a ningún lado, aprisionado en  los desfiladeros inmensos y rectilíneos que se pierden en el horizonte de coches y de piedras. Hace frío, todo es gris. Y no hay nada que hacer más allá de estos pasos a ninguna parte. Un sol débil pugna por atravesar la grisura de un cielo desesperanzador, quiere abrirse camino hasta la tierra desde la lámina blanca, ya casi gris, el pobre amarillo desvaído apenas alcanza pináculos y azoteas. Gris todo.
Le gustan las antigüedades. Pero tiene poco dinero. Ni pensar, como soñaba en otras épocas, coger el metro hasta Park Avenue.
Se conforma con subir hasta el West Village. Más allá de la calle Bleecker con sus cafés y salas de rock and roll se hallan numerosas tiendas de artesanía y antiguos objetos a muy buen precio. Una chamarilería sin límites donde obsequiar a sus ojos.
Interrogatorio.
TUMOR: Hesse era muy aficionada a leer en su adolescencia libros de medicina.
TUMOR: invisible, pesa una tonelada sobre sus huesos, enturbia su aliento y ciega sus ojos.
Descripciones médicas, incluso tecnicismos, patologías: se hizo una experta en ello. Velaba en la conversación esas adicciones, lo secreto, a lo que nunca alcanzamos del otro, en el otro. No se delataría nunca. Una afición secreta.
Extraía metáforas. El material es una metáfora: guarda los sacrilegios para el proceso, ahí es donde puedes blasfemar artísticamente, rompiendo los cánones, a gusto.
De pequeña, sin duda habría celebrado con entusiasmo el regalo navideño de una valija repleta de instrumental quirúrgico, brillante como la plata, mucho más que los libros de arte que su padre le traía en una caja. Libros que la aburrían: “Toda mi obra es un atentado contra aquellas reproducciones de los cuadros y esculturas de los museos”, debería haber proclamado a los cuatro vientos (pero lo hacía con la boca cerrada).
Evchen, sonriente y silenciosa, comienza a parecerse cada vez más a su época, todo semeja América en ella, a las ambiciones secretas. “Pero no olvidará sus orígenes”, se dice el patriarca.
Literatura de anticipación: hubieron trastornos psíquicos, ciertamente, aunque resultaron ser un de fácil psicologismo, la misma vida, las relaciones sociales, sus veleidades artísticas, los matrimonios y divorcios si los hubieren, el dinero, la cultura, las penas diarias tan necesarias para las posteriores satisfacciones, en fin, hubieran solucionado las cosas en el cerebro de esta pequeña dama judía emigrante, pero, mira por donde, nos salió artista… 
Paseo por los alrededores del Met. Luego bajan hasta el lago. Empieza a anochecer. De repente, desaparece, se disuelve en el aire como el humo, como la niebla ensoñadora que envuelve el parque fantasmagórico de J…, la película de Dieterle.
¿Qué has hecho? Peor ¿qué no has hecho?
Todo, absolutamente todo, es irreal, un juego perverso y desdeñable de la mente.
En fin, la ve de nuevo, de entre los arbustos, pálida de entre los muertos, de entre algo.
Elige adjetivos propios de las Dime novels, la palabra cortante, que le permitan inventar andanzas y diálogos mordaces en la búsqueda de la desaparecida. ¡Escritorzuelo!
Le tendía algo con mano temblorosa, erguida incómodamente en su asiento.
El sólo espera el puñado de dólares.
“¿Bastará con esta fotografía?”
Coge la instantánea y le echa un vistazo sin interés.
“Espero que sí…”
“En cuanto sus honorarios…”
“25 pavos diarios. Gastos aparte.”
Miró fríamente, sin compasión, a esa madre de ojos húmedos y labios mal pintados que en ese momento hurgaba en el interior del bolso de piel, una mujer bastante más allá de su juventud y de todo placer conocido, capaz de lo mejor y lo peor para recuperar a la oveja descarriada y encerrarla de nuevo en el redil (¡Nancy, querida hijita, mi pequeña Nancy…!)
No iba a dejarse conmover así como así por un caso tan común que apestaba a putilla adolescente pasándolo bien en hoteles de la costa oeste  con su compañero de pupitre.  
El era un auténtico hard-boiled, un private-eye sólo atento a los hechos tan sólidos e irrefutables como los billetes de veinte dólares.
La busca a través de la ciudad, de día y de noche por sus barrios y calles, como un sabueso, a lo largo y ancho de un museo trágico donde ningún final es feliz.
(Pero la auténtica Hesse se le escurre, huye hacia un lugar del que nada sabe, un lugar donde la aberración deja de ser abstracta.)
Hesse, que se le cruza andando por la calle 9 Este, vestida con un abrigo de paño azul estilo cocoon...
Hesse, con cazadora blanca, minifalda rosa y zapatos negros de tacón con el bolso en ristre merodeando por el drugstore de la calle Bayard…
Hesse, que se desliza lentamente por los helados pasadizos envuelta en el sudario verde…
La busca con las antiguas ópticas del cine negro (50, 40, 32, 28, 24…) Lástima del pingajo que utiliza a modo de gabardina de trinchera. (Y demasiado bajo de estatura para encasquetarse el sombrero de fieltro.)
NO SE PROHIBE FUMAR.
Y el gesto duro, duro de roer.
(Ah, pero los falsos duros, grandes de pacotilla…):
Duros a lo Cagney, Powell, Bogart, Ryan o Mitchum miradadepiedra.
Y a gastar suela…
De acuerdo, 1966. Tienes la edad de la incredulidad, un lustre entusiasta delata la impaciencia que escondes en tu interior por ensanchar el caudal de tus conocimientos, sobre todo de aquéllos que más tarde podrían informar de tu especificidad individual. Sabes que eres un individuo resuelto en lo colectivo con una revista debajo del brazo, un libro de bolsillo guardado en la chaqueta de pana, el seso alerta y la mirada miope y huidiza pero quieres saber qué cosas y acontecimientos harán que te distingas en lo esencial de otros muchos, de qué serás capaz con o sin ira, de aquellas las transformaciones, de las implicaciones, de las complicaciones... Un toque de estilo, ante todo eso, si empezamos por el principio.
Así que 1966. Vaya.
Aunque para tu tiempo y en tal país andas muy espabilado. Se pueden contar con los dedos de una mano (y no es frase tópica, el momento exige contundencia) los jóvenes de tu generación que sumando los mismos años han salido al extranjero, y deben ser tres o cuatro de cada mil los que han asomado la cabeza fuera de su continente. Así que 1966…
“Tengo toda la vida por delante”, te decías feliz veinticuatro horas antes, arrancando del rodillo de la Consul checa un folio colmado hasta los márgenes.
Y estás vivo de milagro, desde el día que naciste, y si sigues vivo es de milagro. Un milagro continuo, una encarnadura tenaz. ¡Eres un milagro, cabrón! Una afortunada escala de múltiples instantes propicios permite extravagantemente que tu corazón bombee sangre, que tu cerebro se irrigue de manera correcta, que la maquinaria siga intacta, que una bomba de hidrógeno no caiga encima de tu cabeza...
¡QUE UNA BOMBA NO CAIGA EN TU CABEZA!
(Al amanecer de este día, 17 de enero, lunes, ya levantado, aún casi empalmado, cuando te preparas el desayuno y dispones lo necesario para redactar un reportaje musical de tres al cuarto, un B-52 acaba de expulsar de su vientre en llamas cuatro bombas termonucleares. Son setenta y cinco veces más potentes que las arrojadas sobre las dos ciudades japonesas en agosto de 1945. Las bombas, del tipo B-28,  con una capacidad destructiva de 1,5 megatones, no han producido al estrellarse una reacción nuclear, pero liberan parte de su carga de plutonio y uranio, una radioactividad de 2.000.000 de CPM, según los monitores PAC 1S. En ese mismo momento te encuentras, siguiendo al norte la costa española y mediterránea aún virginal, a menos de 200 kilómetros del lugar donde han caído las bombas. Sorbes el café humeante, la tostada untada de mantequilla y una mermelada ruin excita la pituitaria, pones en orden tus ideas recién salido de la ducha, un cuerpo perfecto, felizmente descansado, tan deseable: “El mundo es mío.”
Una bomba cae justo encima de tu cabeza todavía sin peinar.
Sabe usted, una bomba atómica cayó sobre mi cabeza una mañana mientras todavía en pijama y con la tranca al aire me miraba las legañas en el espejo del baño. Así como así. Qué cosas.
Considerando que los cohetes SS-4 llevaban alas desde el 62 y sobrevolaban los azules cielos de una España detenida en el tiempo, en el tiempo del esparto y el jabón Lagarto, el bocadillo de sardinas y la televisión en blanco y negro, tampoco es mucho de extrañar. A cualquiera puede ocurrirle algo semejante. Bomba más o bomba menos en la cabeza…
Un tumor comienza a crecer entre los pliegues del cerebro aún medio vacío de ideas.
Te ha dado de pleno el hijoputa del SS-4. ¡Joder!
¿Y, ahora, qué?
¡Ca! No sabes nada de nada. El mundo no se deja arrebatar, siempre sale indemne y el hombre muere, miles de millones de veces muere en cualquier época, tenga lo que tenga, sea lo que fuere, en Almería o en el Upper Side West de Manhattan.
Al otro lado del túnel, a la misma hora, una mujer de treinta años termina de acicalarse, sorbe un par de tragos de café aguado, apenas tibio, y mordisquea una galleta integral de pasas. Elige un par de manzanas del frutero encima de la mesa y las mete en el bolso de calle. Echa un vistazo más allá de la ventana con la taza en la mano. Está nevando. Apura el café. Sale de la cocina y en el pequeño dormitorio se encasqueta un gorro azul con un pompón blanco. Se abrocha el abrigo, rodea el cuello con una gruesa bufanda de lana a rayas rojas y negras. Durante unos segundos se mira en la luna del armario a un lado de la cama. Coge un cartapacio lleno de hojas que descansa sobre una silla. Abre la puerta del apartamento y desciende el tramo de escalones hasta la salida del edificio. Se precipita a la calle. Aligera el paso hasta zonas más concurridas de tráfico. Busca un taxi sin dejar de andar apresurada, con la cabeza alzada.
2001: 11, martes, 8,35. A.M.G.B. va a firmar el maravilloso contrato de su vida de vendedor de joyas en el restaurante LA CIMA DEL MUNDO.
El tipo se retrasa algunos minutos.
El aguarda confiado: el mundo es suyo.
A las 8,55 aparece por el horizonte el gran pájaro de plata de la suerte.
A.M.G.B., aún con el sabor del inmejorable café caribeño en la boca, se levanta sonriente, con su mejor sonrisa de vendedor de sueños… 
1966. Eva: Una mujer de treinta años. Balzac consideraba algo sesgado el asunto, era la época y el hombre, puro subjetivismo. Caramba. ¿Qué ha dejado atrás? Sobre todo, un marido inútil. Etcétera. Cien años después una mujer sigue siendo joven hasta los cuarenta. La vida por delante.
Quince minutos más tarde sale del taxi atascado en la 16 con Columbus. El chófer le dirige una ristra de improperios a sus espaldas, todavía contando centavos en la palma de su mano. Recorre apresurada un par de manzanas y se introduce en un edificio de apartamentos delante de los muelles del Hudson.
El interior del apartamento es pulcro, como el hombre que la recibe sonriendo, como la obra artística que propone. Una decantación por ambas partes de un cerebro privilegiado y a la expectativa. El arte de lo medido entraña una violencia superior inimaginable, muy bien dosificada, y en perfecto silencio. Nada de discordancias, pues. La obra de un artista es su vida. Ocúltala, si es tu deseo, mas no dejarás de auto biografiarte. E. respira la atmósfera límpida, se diría que hasta el aire circula con orden, en ondas simétricas.
Carl Andre es un teórico de altos vuelos (caramba, esto ha salido solo, sin premeditación). Imaginemos que.
-¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a pasarme a partir de ahora?
Una típica pregunta de adolescente.
Cuando ya el tumor crecía dentro de su cráneo y nadie podía saberlo, ¿qué va a pasar?:
-Nada en especial. Lo que a todos. Te irás haciendo mayor, cada día un poco más. Eso es lo que pasa.
Recuerda aquellos primeros días.
Caminas encorvado por el saco de las caóticas lecturas a la espalda, el maldito saco parecía cargado de pedruscos inútiles. Incluso estás atento por si aparece tras una esquina alguno de los Glass (esa familia de relamidos intelectualoides). “Lo reconocería de inmediato”, te dices. Seymour, en especial. Ya puestos. Las malas reminiscencias, especialmente de orden cinematográfico, pero también literario, son las que dan el tono de esta ciudad. Y han pasado dos años. Y aún tienes el influjo pegado en el trasero.
Jennie Queiroz ha terminado su trabajo.
¿Vas a quedarte? Y se ríe en seguida.
Un par de días después la acompaña al aeropuerto.
¿Pero qué diablos vas a hacer en este país? De acuerdo, haz lo que quieras. Ya volveré por aquí el año que viene. Mientras tanto, cuida que nada del decorado se venga abajo.
Antes de desaparecer con las cámaras a cuesta camino de Lisboa le sonríe con lástima, como se mira al que nos produce serias dudas respecto a su porvenir más próximo.
Se despide con la mano.
Se da la vuelta.
Él coge el metro.
En el East Village.
Más tarde, entra en la librería.