Julio de
1953. 35 grados a la sombra. Es Nueva York, la fétida: las aceras se derriten,
los árboles polvorientos bajo el sol agonizan a la mitad del día.
¿Qué
tienes en las manos?
La
realidad del dibujo la confunde. Medita un rato.
Lo cierto
es que no hay que figurar el mundo. He ahí el error.
Arranca la
hoja.
¿Qué
tienes en las manos?
Un tubo de
goma, y en seguida descubre, en un ángulo de la habitación, el pedazo de
cartón, restos de arena de la playa de Coney Island, el agua, la sal, el cielo
azul o gris, es igual, el aire cálido aún con ella.
No hay
nadie en casa. Se halla completamente desnuda, a solas como nunca ha estado, y
teme los espejos.
De pronto,
queda inmóvil, pensativa.
¿Qué
tienes en las manos?
Si cierras
los ojos, te ves mucho mejor. No sabe cuanto tiempo permanece quieta, sintiendo
la calentura húmeda y asfixiante sobre cada centímetro de su piel.
Con los
ojos cerrados se contempla de una pieza en la penumbra abrasadora de la tarde.
La
desnudez en todo, en lo más ardiente del día.
¿Por qué?, brama en todas sus páginas el Talmud.
(Son
preguntas sin respuesta ante el hombre rebelde…)
Utilizan
óleo y acrílicos mezclados con benzedrina, opio, morfina, mezcalina…
Novedosas
porquerías…
Te voy a
enseñar a comer (yo a ti).
Y, al cabo
de un rato, pone debajo de sus narices un bonito plato ribeteado con vírgulas
azules y rosas, una jarra de agua fresca, vino dulce del color de la miel y un
par de vasos y servilletas amarillas de papel.
¿Qué
demonios es esto?
Plato
único: tarta de queso con fruta glaseada comprada en la tienda de frau Böta.
¿Qué clase
de ayuno judío es éste?
Curiosamente
el pensamiento, la conciencia, se pudre sin despedir olores y muere mucho antes que el propio cuerpo, que
tarda sus buenos días en hacerlo, descomponiéndose asquerosa, agusanadamente.
La materia se toma su tiempo pútrido, lo hizo antes: 4.000 millones de años. No
obstante, la conciencia (chasquea los
dedos), zas, en un santiamén, adiós, hasta nunca, e incluso en el sueño
inocente/inconsciente toma las de Villadiego. La conciencia… ¡A saber en qué cementerio acaba la
volandera!
-Doctor…
Se muere.
-No sufre.
-Parece
que quiere hablar.
-Es un
acto reflejo –masculla el doctor suspirando.
De
repente, todo ha acabado. Y, sin embargo…
El doctor
se rasca la barbilla, mira el cuerpo yacente, inmóvil, un fardo que habrá que
enterrar o quemar: “Qué cosas… Nunca me acostumbraré.”
El doctor
tiene la bata blanca inmaculada. Casi hiere a los ojos ese blancor.
Vamos a
empezar, deja que entren. Nada de ultrajante ha de haber en ellos hacia ti. No
les ofendes. Así es la época. La extrañeza es el primer aldabonazo que proyecta
el arte de vanguardia. La sorpresa ante lo extraño es el valioso refrendo de su
autenticidad. ¿Cómo contar una historia en nuestros días a través de lo
increíble?
Que sea
mentira: es verosímil: es.
Primera
exposición importante de E.: 1968, “Polímeros”, Finch G. N.Y.
¿Polímeros?
Son
excelentes sus propiedades mecánicas.
Una
técnica es una metafísica.
De manera
que elevemos a categoría artística el acto procesual y los materiales: los
acrílicos, los polímeros...
Vamos a
entendernos.
Son
sustancias gratificantes al tacto, incluso al pensamiento, parece como si las
tocara: grado molecular, peso molecular, temperatura de fusión… El cerebro se
divierte, esa masa rugosa, maleable y blanda: también sería una buena masilla,
pero habría que apelar a la resina, endurecer su modelado. ¿El pensamiento como
catalizador?
El
pensamiento es lo que primero se pudre en el acto de la muerte: está hecho de
la materia de los sueños.
Aún crecen
los pelos de la barba y el pensamiento ya ha volado. Estás más seco que la
cecina, tío.
Mi
alfabeto son los polímeros. Lo que puedes escribir con ellos. Una serie
infinita de combinaciones.
¿Qué tal
el polietileno?
¿De alta o
baja densidad?
El
cementerio de las conciencias. Sube y baja, al lado de donde sale el sol, al
lado de donde se pone el sol.
Te
sorprendería saber la cantidad de materiales poliméricos, todos sintéticos, que
envenenan a los espectadores de los museos modernos: plástico reforzado con
fibra de vidrio pintado con tinta de base poliéster; esmaltes de poliéster o
poliuretano; rigideces de resina, policloruro de vinilo pvc, láminas de
polietileno…
Auténtica
porquería tóxica para la carne… y el alma.
En
especial: que nada recuerde al arte.
Lo
museable, la reproducción en las páginas satinadas, debe ser la última cosa que
piense el espectador al circular alrededor de la pieza:
Una
escultura es: a) el noble barro o el límpido mármol de carrara; b) el bronce
solemne, la labra exquisita de las maderas, el hierro antiguo.
A partir
de ahí…
El
diluvio.
Y, sin
embargo, ah, esos maravillosos polímeros naturales: el algodón, la seda, la
lana, el hule del árbol de hevea y los arbustos de Guayule…
Hesse:
“Deberías aclararme el sentido y objeto de este material. Voy a olerlo, a
respirarlo, a tocarlo, a manipularlo… Va a matarme y quiero emplearlo con
conocimiento de causa.”
“No hay
peligro. Hace más de cinco mil años que se utiliza su técnica, ya formaba parte
de la evolución humana desde los sirios, de sus industrias y artesanías. Tienes
ante ti los materiales más acordes a tu ambición.”
La triste
venganza de un espíritu atormentado preso durante mil años en un sarcófago.
La chica
abre el sepulcro: el polvo amarillo se esparce a su alrededor, lo aspira,
envenena su alma y su cuerpo. A volar.
Un bulto.
Interior.
La mujer
antes que la artista se pone a pensar: impura, el cuerpo con sus repugnantes
fluidos ya te avisaba. Ha sido tu enemigo. El único que ha de matarte.
INDUSTRIAL PLASTICS SUPPLY CO.
324 Canal Street, New York 13, N.Y.:
Compra al
por mayor. Galones y onzas.
¡Con qué
alegría traspasa el umbral de lo prohibido!
¡Y sale
cargada con la muerte a cuestas!
¡ESA
FÉTIDA COMPONENDA TE VA A JODER VIVA!
Escucha
música: Bach, el padre (pero sobre todo Bach, Carl, el hijo).
También,
algo de Vanguard Records, bluegrass y
el folk revival que sobrevivía en
Greenwich Village de la mano de Pete Seeger y alguno de los acérrimos acólitos
de Woody Guthrie “Matafascistas”.
En el 69:
aún le da tiempo de leer Portnoy’s
Complaint. Una conmoción: ser judío, ser eso, cada página pesa como una
losa en sus manos, una maldición en el alma,
cada página exuda la bendición del único dios, cada página huele (a
esperma, a polilla, a comida, a ropa mojada, a sudor de pies, a frituras, a
mierda, a la charca mórbida de los humores del adolescente), se podría hasta
masticar. Ser judío: flagélate a gusto: tienes a tu alcance un buen montón de
mentiras para hacerlo, pueblo elegido, pueblo sangriento, a cuchillo, adelante,
adelante: ¡coge el puto látigo!
Finalmente,
dijo el doctor: “Bueno, ahora ya podemos empezar”.
¿Sí?
Pues,
adelante.
Todo lo
que quieras. Menuda estupidez andarse por las ramas. He aquí una lista de
última hora, una polisemia matérica de alcance inusitado:
escandio,
samario, terbio, holmio, tulio, lutecio, prometio, itrio… Plateados, blancos,
grises…
Cada gramo
de esas chucherías un dólar.
¡Qué
magnifica resolución física de su ingenio!
Y ella
juega con la tabla periódica como una niña con su muñeca. En realidad,
escribir, pintar, componer, es como el “hacer casitas” de la infancia. Sólo que
ahora, pasada la raya roja de la adolescencia, somos más cobardes, menos
dioses… y mortales.
El puzle,
querida, se ha complicado.
Historias
de la clínica. Una paciente sumisa. No vayamos a hacer una novela de todo esto.
(Para más adelante, pero sólo tres o cuatro páginas).
Hizo
amistad con un moribundo (murió antes de su segunda operación).
Háblame de
él.
¿Estás
loco?
¿Qué leías?
Dickens.
Austen. Eliot. Carroll. Twain.
¿Y el
moribundo?
El
moribundo sólo tocaba una y otra vez las tapas de piel, pero de piel de verdad,
olorosa, pulida, de un libro pequeño.
Sería una
Biblia de bolsillo.
No… Una
vez que él dormía lo cogí y abrí sus páginas tan febles, estaban escritas en
griego. Era una novela de…, de esas de… Aunque no estoy segura.
(El
enfermo la buscaba a veces en el New York Hospital. Le temía ella, era como un
espejo puesto a la vera del camino que ella también recorrería, los cuerpos
vencidos por el monstruo que ellos mismos, incomprensiblemente, habían
generado.
Hablaban y
la mirada de ella era la sonrisa, pues los ojos la llevaban lejos de allí:)
Lo peor: caminar por la urbe sin doblar a ningún lado,
aprisionado en los desfiladeros inmensos
y rectilíneos que se pierden en el horizonte de coches y de piedras. Hace frío,
todo es gris. Y no hay nada que hacer más allá de estos pasos a ninguna parte.
Un sol débil pugna por atravesar la grisura de un cielo desesperanzador, quiere
abrirse camino hasta la tierra desde la lámina blanca, ya casi gris, el pobre
amarillo desvaído apenas alcanza pináculos y azoteas. Gris todo.
Le gustan
las antigüedades. Pero tiene poco dinero. Ni pensar, como soñaba en otras
épocas, coger el metro hasta Park Avenue.
Se
conforma con subir hasta el West Village. Más allá de la calle Bleecker con sus
cafés y salas de rock and roll se
hallan numerosas tiendas de artesanía y antiguos objetos a muy buen precio. Una
chamarilería sin límites donde obsequiar a sus ojos.
Interrogatorio.
TUMOR:
Hesse era muy aficionada a leer en su adolescencia libros de medicina.
TUMOR:
invisible, pesa una tonelada sobre sus huesos, enturbia su aliento y ciega sus
ojos.
Descripciones
médicas, incluso tecnicismos, patologías: se hizo una experta en ello. Velaba
en la conversación esas adicciones, lo secreto, a lo que nunca alcanzamos del
otro, en el otro. No se delataría
nunca. Una afición secreta.
Extraía
metáforas. El material es una metáfora: guarda los sacrilegios para el proceso,
ahí es donde puedes blasfemar artísticamente, rompiendo los cánones, a gusto.
De
pequeña, sin duda habría celebrado con entusiasmo el regalo navideño de una
valija repleta de instrumental quirúrgico, brillante como la plata, mucho más
que los libros de arte que su padre le traía en una caja. Libros que la
aburrían: “Toda mi obra es un atentado contra aquellas reproducciones de los
cuadros y esculturas de los museos”, debería haber proclamado a los cuatro
vientos (pero lo hacía con la boca cerrada).
Evchen, sonriente y silenciosa, comienza a parecerse cada vez más a su época, todo semeja América en ella, a las ambiciones secretas. “Pero no olvidará sus orígenes”, se dice el patriarca.
Evchen, sonriente y silenciosa, comienza a parecerse cada vez más a su época, todo semeja América en ella, a las ambiciones secretas. “Pero no olvidará sus orígenes”, se dice el patriarca.
Literatura
de anticipación: hubieron trastornos psíquicos, ciertamente, aunque resultaron
ser un de fácil psicologismo, la misma vida, las relaciones sociales, sus
veleidades artísticas, los matrimonios y divorcios si los hubieren, el dinero,
la cultura, las penas diarias tan necesarias para las posteriores satisfacciones,
en fin, hubieran solucionado las cosas en el cerebro de esta pequeña dama judía
emigrante, pero, mira por donde, nos salió artista…
Paseo por
los alrededores del Met. Luego bajan hasta el lago. Empieza a anochecer. De
repente, desaparece, se disuelve en el aire como el humo, como la niebla
ensoñadora que envuelve el parque fantasmagórico de J…, la película de Dieterle.
¿Qué has
hecho? Peor ¿qué no has hecho?
Todo,
absolutamente todo, es irreal, un juego perverso y desdeñable de la mente.
En fin, la
ve de nuevo, de entre los arbustos, pálida de entre los muertos, de entre algo.
Elige
adjetivos propios de las Dime novels,
la palabra cortante, que le permitan inventar andanzas y diálogos mordaces en
la búsqueda de la desaparecida. ¡Escritorzuelo!
Le tendía algo con mano temblorosa, erguida
incómodamente en su asiento.
El sólo espera el puñado de dólares.
“¿Bastará con esta fotografía?”
Coge la instantánea y le echa un vistazo sin
interés.
“Espero que sí…”
“En cuanto sus honorarios…”
“25 pavos diarios. Gastos aparte.”
Miró fríamente, sin compasión, a esa madre de
ojos húmedos y labios mal pintados que en ese momento hurgaba en el interior
del bolso de piel, una mujer bastante más allá de su juventud y de todo placer
conocido, capaz de lo mejor y lo peor para recuperar a la oveja descarriada y
encerrarla de nuevo en el redil (¡Nancy, querida hijita, mi pequeña Nancy…!)
No iba a dejarse conmover así como así por un
caso tan común que apestaba a putilla adolescente pasándolo bien en hoteles de
la costa oeste con su compañero de
pupitre.
El era un auténtico hard-boiled, un private-eye
sólo atento a los hechos tan sólidos e irrefutables como los billetes de veinte
dólares.
La busca a
través de la ciudad, de día y de noche por sus barrios y calles, como un sabueso,
a lo largo y ancho de un museo trágico donde ningún final es feliz.
(Pero la
auténtica Hesse se le escurre, huye hacia un lugar del que nada sabe, un lugar
donde la aberración deja de ser abstracta.)
Hesse, que
se le cruza andando por la calle 9 Este, vestida con un abrigo de paño azul
estilo cocoon...
Hesse, con
cazadora blanca, minifalda rosa y zapatos negros de tacón con el bolso en
ristre merodeando por el drugstore de
la calle Bayard…
Hesse, que
se desliza lentamente por los helados pasadizos envuelta en el sudario verde…
La busca
con las antiguas ópticas del cine negro (50, 40, 32, 28, 24…) Lástima del
pingajo que utiliza a modo de gabardina de trinchera. (Y demasiado bajo de
estatura para encasquetarse el sombrero de fieltro.)
NO SE
PROHIBE FUMAR.
Y el gesto
duro, duro de roer.
(Ah, pero
los falsos duros, grandes de pacotilla…):
Duros a lo
Cagney, Powell, Bogart, Ryan o Mitchum miradadepiedra.
Y a gastar
suela…
De
acuerdo, 1966. Tienes la edad de la incredulidad, un lustre entusiasta delata
la impaciencia que escondes en tu interior por ensanchar el caudal de tus
conocimientos, sobre todo de aquéllos que más tarde podrían informar de tu
especificidad individual. Sabes que eres un individuo resuelto en lo colectivo
con una revista debajo del brazo, un libro de bolsillo guardado en la chaqueta
de pana, el seso alerta y la mirada miope y huidiza pero quieres saber qué
cosas y acontecimientos harán que te distingas en lo esencial de otros muchos,
de qué serás capaz con o sin ira, de aquellas las transformaciones, de las
implicaciones, de las complicaciones... Un toque de estilo, ante todo eso, si
empezamos por el principio.
Así que
1966. Vaya.
Aunque
para tu tiempo y en tal país andas muy espabilado. Se pueden contar con los
dedos de una mano (y no es frase tópica, el momento exige contundencia) los
jóvenes de tu generación que sumando los mismos años han salido al extranjero,
y deben ser tres o cuatro de cada mil los que han asomado la cabeza fuera de su
continente. Así que 1966…
“Tengo
toda la vida por delante”, te decías feliz veinticuatro horas antes, arrancando
del rodillo de la Consul checa un folio colmado hasta los márgenes.
Y estás
vivo de milagro, desde el día que naciste, y si sigues vivo es de milagro. Un
milagro continuo, una encarnadura tenaz. ¡Eres un milagro, cabrón! Una
afortunada escala de múltiples instantes propicios permite extravagantemente
que tu corazón bombee sangre, que tu cerebro se irrigue de manera correcta, que
la maquinaria siga intacta, que una bomba de hidrógeno no caiga encima de tu
cabeza...
¡QUE UNA
BOMBA NO CAIGA EN TU CABEZA!
(Al
amanecer de este día, 17 de enero, lunes, ya levantado, aún casi empalmado,
cuando te preparas el desayuno y dispones lo necesario para redactar un
reportaje musical de tres al cuarto, un B-52 acaba de expulsar de su vientre en
llamas cuatro bombas termonucleares. Son setenta y cinco veces más potentes que
las arrojadas sobre las dos ciudades japonesas en agosto de 1945. Las bombas,
del tipo B-28, con una capacidad
destructiva de 1,5 megatones, no han producido al estrellarse una reacción
nuclear, pero liberan parte de su carga de plutonio y uranio, una
radioactividad de 2.000.000 de CPM, según los monitores PAC 1S. En ese mismo
momento te encuentras, siguiendo al norte la costa española y mediterránea aún
virginal, a menos de 200 kilómetros del lugar donde han caído las bombas.
Sorbes el café humeante, la tostada untada de mantequilla y una mermelada ruin
excita la pituitaria, pones en orden tus ideas recién salido de la ducha, un
cuerpo perfecto, felizmente descansado, tan deseable: “El mundo es mío.”
Una bomba
cae justo encima de tu cabeza todavía sin peinar.
Sabe
usted, una bomba atómica cayó sobre mi cabeza una mañana mientras todavía en
pijama y con la tranca al aire me miraba las legañas en el espejo del baño. Así
como así. Qué cosas.
Considerando
que los cohetes SS-4 llevaban alas desde el 62 y sobrevolaban los azules cielos
de una España detenida en el tiempo, en el tiempo del esparto y el jabón
Lagarto, el bocadillo de sardinas y la televisión en blanco y negro, tampoco es
mucho de extrañar. A cualquiera puede ocurrirle algo semejante. Bomba más o
bomba menos en la cabeza…
Un tumor
comienza a crecer entre los pliegues del cerebro aún medio vacío de ideas.
Te ha dado
de pleno el hijoputa del SS-4. ¡Joder!
¿Y, ahora,
qué?
¡Ca! No
sabes nada de nada. El mundo no se deja arrebatar, siempre sale indemne y el
hombre muere, miles de millones de veces muere en cualquier época, tenga lo que
tenga, sea lo que fuere, en Almería o en el Upper Side West de Manhattan.
Al otro
lado del túnel, a la misma hora, una mujer de treinta años termina de
acicalarse, sorbe un par de tragos de café aguado, apenas tibio, y mordisquea
una galleta integral de pasas. Elige un par de manzanas del frutero encima de
la mesa y las mete en el bolso de calle. Echa un vistazo más allá de la ventana
con la taza en la mano. Está nevando. Apura el café. Sale de la cocina y en el
pequeño dormitorio se encasqueta un gorro azul con un pompón blanco. Se abrocha
el abrigo, rodea el cuello con una gruesa bufanda de lana a rayas rojas y
negras. Durante unos segundos se mira en la luna del armario a un lado de la
cama. Coge un cartapacio lleno de hojas que descansa sobre una silla. Abre la
puerta del apartamento y desciende el tramo de escalones hasta la salida del
edificio. Se precipita a la calle. Aligera el paso hasta zonas más concurridas
de tráfico. Busca un taxi sin dejar de andar apresurada, con la cabeza alzada.
2001: 11,
martes, 8,35. A.M.G.B. va a firmar el maravilloso contrato de su vida de
vendedor de joyas en el restaurante LA CIMA DEL MUNDO.
El tipo se
retrasa algunos minutos.
El aguarda
confiado: el mundo es suyo.
A las 8,55
aparece por el horizonte el gran pájaro de plata de la suerte.
A.M.G.B.,
aún con el sabor del inmejorable café caribeño en la boca, se levanta
sonriente, con su mejor sonrisa de vendedor de sueños…
1966. Eva:
Una mujer de treinta años. Balzac consideraba algo sesgado el asunto, era la
época y el hombre, puro subjetivismo. Caramba. ¿Qué ha dejado atrás? Sobre
todo, un marido inútil. Etcétera. Cien años después una mujer sigue siendo
joven hasta los cuarenta. La vida por delante.
Quince
minutos más tarde sale del taxi atascado en la 16 con Columbus. El chófer le
dirige una ristra de improperios a sus espaldas, todavía contando centavos en
la palma de su mano. Recorre apresurada un par de manzanas y se introduce en un
edificio de apartamentos delante de los muelles del Hudson.
El
interior del apartamento es pulcro, como el hombre que la recibe sonriendo, como
la obra artística que propone. Una decantación por ambas partes de un cerebro
privilegiado y a la expectativa. El arte de lo medido entraña una violencia
superior inimaginable, muy bien dosificada, y en perfecto silencio. Nada de
discordancias, pues. La obra de un artista es su vida. Ocúltala, si es tu
deseo, mas no dejarás de auto biografiarte. E. respira la atmósfera límpida, se
diría que hasta el aire circula con orden, en ondas simétricas.
Carl Andre
es un teórico de altos vuelos (caramba, esto ha salido solo, sin
premeditación). Imaginemos que.
-¿Qué va a
ser de mí? ¿Qué va a pasarme a partir de ahora?
Una típica
pregunta de adolescente.
Cuando ya
el tumor crecía dentro de su cráneo y nadie podía saberlo, ¿qué va a pasar?:
-Nada en
especial. Lo que a todos. Te irás haciendo mayor, cada día un poco más. Eso es
lo que pasa.
Recuerda
aquellos primeros días.
Caminas
encorvado por el saco de las caóticas lecturas a la espalda, el maldito saco
parecía cargado de pedruscos inútiles. Incluso estás atento por si aparece tras
una esquina alguno de los Glass (esa familia de relamidos intelectualoides).
“Lo reconocería de inmediato”, te dices. Seymour, en especial. Ya puestos. Las
malas reminiscencias, especialmente de orden cinematográfico, pero también
literario, son las que dan el tono de esta ciudad. Y han pasado dos años. Y aún
tienes el influjo pegado en el trasero.
Jennie
Queiroz ha terminado su trabajo.
¿Vas a
quedarte? Y se ríe en seguida.
Un par de
días después la acompaña al aeropuerto.
¿Pero qué
diablos vas a hacer en este país? De acuerdo, haz lo que quieras. Ya volveré
por aquí el año que viene. Mientras tanto, cuida que nada del decorado se venga
abajo.
Antes de
desaparecer con las cámaras a cuesta camino de Lisboa le sonríe con lástima,
como se mira al que nos produce serias dudas respecto a su porvenir más
próximo.
Se despide
con la mano.
Se da la
vuelta.
Él coge el
metro.
En el East
Village.
Más tarde, entra en la librería.