domingo, 12 de octubre de 2025

30

 ¿Volvería de una pieza a Ginebra?, me preguntaba sorbiendo un asqueroso helado de crema de leche sin dejar de andar por miedo a que me detuvieran por espía, ¿qué hace ese tipo extranjero con una cámara de fotos en la mano? Laura los tomaba a docenas aquellos helados pastosos. Se mostraba feliz y despreocupada. Su padre, me había confesado, era un comunista español, perdió su guerra, en el transcurso de la cual no había disparado un solo tiro, era un intelectual perorando detrás de los fusiles, era un marxista convencido que había escrito artículos y ensayos ininteligibles en varias revistas de la República y ahora, en plena gurrra civil, arengaba consignas lejos de las trincheras y los obuses, del barro, de la mierda y la sangre. Fin de la batalla, de la guerra, del principio de la derrota, porque hubo muchas más capitulaciones después de ella. La utopía se desmoronó como las piezas sueltas de un castillo de madera infantil. Arrinconado entre la playa y la tierra, sin una pluma en la mano con la que defenderse, nuestro hombre no tuvo fuerzas entonces para huir a Francia o al otro lado del océano. Y un día de finales de primavera, un día azul completamente, claro y luminoso, a orillas del mediterráneo, se sentó sobre un noray y se puso a mirar el mar hasta que le prendieron. No le fusilaron de milagro ¿Qué lo salvó del paredón? Sus ojos de miope, el juguete roto que era, la muerte que llevaba en los ojos, este pobre diablo no ha podido disparar a nadie, ni siquiera a sí mismo, que se pudra a solas en una celda. Lo encerraron veinte años en una cárcel franquista. Al poco tiempo de salir, cerca de los cincuenta años, cuando por fin cubrió sus huesos malamente a base de aceite de bacalao, carne de caballo y de legumbres indigestas, le hizo una hija, Laura, a su mujer y trabajó de agente de seguros durante tres años al no poder, reprobado y culpable por haber perdido todas las batallas, reintegrarse de nuevo al puesto docente que tan tempranamente había conseguido en la facultad de Historia de la Universidad Literaria de Valencia antes del cataclismo. He aquí un teórico e idealista que al cabo de jugar con cuatro ideas demasiado cerca del fuego, se chamuscó y terminó metido a zapatero remendón. ¿De qué te quejas, rojo? Resistió un par de años más gastando suela de acá para allá, atendiendo siniestros de escasa entidad y suscribiendo pólizas y seguros de enfermedad a amigos y familiares que firmaban por compasión lo que les ponía por delante hasta que agotó el cupo. Un noche de otoño de 1962, ahora sí, desapareció. Sin más. No volvieron a verle. Su mujer no denunció su huida, pues la represión podía alcanzarla a ella también ese año de renovada violencia policial: sabía que escapó a París, sabía con quien se ocultaba y por qué. La niña, de apenas dos años de edad, no supo nunca nada del progenitor derrotado hasta cumplidos los veinte años, cuando su madre le informó de la muerte de su padre mucho tiempo atrás en uno de los banlieue que rodean la capital parisina, viejo prematuro, un exilado en completa soledad, escribiendo artículos que nadie publicaba y malviviendo merced a la caridad de los otros republicanos españoles que merodeaban alrededor de la Librería Española y a los parcos alimentos que le proporcionaba la asistencia social. Fin de la historia. De toda la historia habida y por haber, que sentenció bastante a las tontas y a las locas un tal Fukuyama. Moscú olía a piedra, pero también a polvo, a agua turbia estancada, y, especialmente a algo antiguo y verdadero difícil de precisar, un olor que nunca había experimentado antes, como nacido de las páginas de Tolstoi, como el que debió de envolver proyectado de un entorno irreal o transfigurado todavía por la conmoción pasada, los andares tambaleantes y premonitorios de Anna Karénina saliendo presurosa de la estación del ferrocarril. ¿Qué hubiera dicho tu padre? Se habría quedado extasiado ante las lujosas catacumbas del metro. ¿Eso es todo? La gente no vive del aire ni del éxtasis, durante décadas millones de soviéticos se morían de hambre invocando el nombre de Lenin y glorificando al sagrado Stalin. ¿Qué les salvó del desastre inmediato, el de ahora mismo que se desmembra el imperio? Hitler y su guerra. Fue un magnífico intermedio… bélico. Y al finalizar ésta, con veinte millones de habitantes menos, mal que bien, fueron tirando. ¿Tú has visto (leído) El doctor Jivago? Las escenas finales son el retrato más fiel de la Rusia de las últimas décadas: tipos taciturnos que visten fatal, viejos con el pecho agujereado de medallas de latón coloreado vagando por la Plaza Roja, señoras gruesas sepultadas por abrigos informes con una flácida bolsa en la mano y jovencitas anémicas de mirada obsesiva, todos sumidos en el gélido silencio del aire gris y la nieve sucia que oscurece las calles. Qué placentero es ser comunista de salón al otro lado del telón de acero, y más aún en los países del sur, donde brilla el sol y el invierno dura la semana de Navidad, y sin colas ante las tiendas y comercios, con la panza llena y sin racionamientos, con una buena reserva de papel higiénico, dos o tres docenas de rollos, en  un altillo del cuarto de baño, sin censuras torpes y arbitrarias, sin espías a tu alrededor, sin Siberia… Te vas a sentir como un boyardo, me dijo, y de la mano me guió hasta el metro. Una insensatez. Es como si fueras de visita a la casa de un antiguo amigo y el papanatas te enseñará muy orgulloso sus calzoncillos Armani y su frasco de Hugo Boss. Te vas a sentir muy especial, y me llevó a un agujero en Stolienshniki, donde te vendían vasos de champaña de uno en uno como si fuesen pepitas de oro. No acabó ahí la cosa, y me arrastró hasta el hotel Moscú a comer jamón y tortilla española. Pensé que para ese viaje transiberiano no se necesitaban alforjas. Ocasionalmente me informaba de asuntos varios, la española: la Casa-Museo de Tolstoi la decoró Lenin, ¿tú eso lo sabías? Yo no sabía nada de la vida privada de Lenin salvo que vivió en Zurich sin dejarse camelar todo el tiempo que estuvo allí por ningún suizo. Eso dice mucho a su favor. Sé, porque me lo contó un pajarito de mucho cuidado, que le gustaba tomar café en un taza con el asa rota. Era de gustos proletarios. Tampoco le importaba vivir en una pensión donde pernoctaban putas y criminales. Luego se fue a vivir con su mujer, un viejo bacalao, al decir de los que la conocían, a un lugar nauseabundo, la casa de un zapatero situada frente a una fábrica de salchichas cuya larga chimenea despedía un humo negro de una pestilencia inaguantable. Todos los días comía gachas de avena. Vivía entre suicidas, pero no parecía importarle. Por lo demás, apenas salía de casa si no era para refugiarse en un par de bibliotecas bien caldeadas y surtidas: atravesaba el puente de Fraumünster y estaba a unos minutos de ellas, la cantonal y la municipal, donde todas las horas del día, la tarde y la noche redactaba papelotes que las masas, por supuesto, nunca leerían. Huía de los cafés repletos de revolucionarios de pacotilla como de la lepra: bla, bla, bla. No dejaba de cavilar sobre el carácter de los suizos. Para hacer una revolución se necesitan armas, y cada obrero suizo, cada soldado, tenía un fusil bien engrasado en su casa con la correspondiente munición. Entonces ¿qué demonios ocurre con estos proletarios suizos, de qué están hechos? De mantequilla e indiferencia, les basta con contemplar sus solemnes vacas negras con motas blancas pastando en las llanuras y ver pasar el tiempo mientras las nieves cubren los picos de las montañas o licúan y descienden en pequeños regueros y riachuelos cantarinos por las fértiles y reverdecidas laderas. ¿A qué esperan? ¡Qué idilio falso con la vida! ¡Que noviazgo eterno de embelecos! No esperaban nada, se hallaban en el mejor de los mundos, a salvo de los bárbaros, ¿a qué alterar el orden de las cosas? Se desesperaba el ruso. Hasta que una mañana dejó atrás la enorme caja llena de libros y los papelotes emborronados, cogió su abrigo lleno de remiendos, subió al tren y se puso camino de Finlandia, que sería algo así como el punto de partida para detener una guerra burguesa, iniciar otra, encarnizada, rencorosa y de signo proletario, e implantar la revolución en Rusia de una vez por todas. Y esta viajera incontrolable, me decía a mí mismo, ¿cómo sabe tanto de Moscú? Se notaba que había preparado un curso acelerado de nimiedades con sus camaradas de París, antes de casarse con el suizo. Española, artista y comunista y dispersa y bastante disparatada lectora: todo lo necesario y preceptivo en aquella época de confusión, que fue ejemplo para ella hasta los ochenta, para convertirse en Pablo Picasso, darse un batacazo descomunal por culpa de las drogas o casarse con algún incauto que remediara finalmente las cosas y las trastadas. Moscú, gris y roñoso: ahora vamos allá, ahora nos quedamos quietos en un tugurio a media luz ambientado como una caverna prehistórica tomando copa tras copa de vodka frío. Había que hacer esto, había que hacer lo otro. Todo como un mandamiento, como si ir a los sitios, comer cualquier cosa y beber lo que fuere tuviera que ser una suerte de kosher pagana y revolucionaria, un reglado peligroso de transgredir bajo pena de presidio por falta de fe o de fervor. Una religión: ¿a quién diablos le puede complacer la visión de una momia de repugnantes amarilleces? ¿Por qué diablos debo comprar una de esas ridículas muñecas que se replican a sí mismas reduciendo su tamaño hasta casi volverse miniaturas? ¿Qué me obliga a mí a comprar relamidos iconos falsos que ha de robarme sin contemplaciones el aduanero de salida? ¿Pretendes que reviente, hija de un republicano español comunistoide venida a más, durante uno de los morosos recorridos gastronómicos por las plantas y los pasillos del Hotel Rossia? Y, como buenos turistas cegados por una ideología que se caía a trozos día día de la misma forma que un edificio en ruinas, llenábamos las bolsas de plástico hasta los bordes, sino de comestibles y delicatessen, sí de rollos de papel higiénico, y también de, al menos, alimento espiritual y grandes deseos de concordia universal: decenas de folletos y libros de la editorial Progreso que yo, en un descuido de la española, me apresuraba a arrojar al Moscova sin el menor remordimiento, mala peste os confunda libracos del demonio, propaganda subversiva y deletérea… Se presagiaba la inminencia de otra revolución, ésta ya definitiva: era una vuelta atrás inevitable para salir de aquel callejón sin salida de hacía más de setenta años. La fantástica entelequia, el rojo amanecer que a tantos millones de hombres y mujeres había fascinado durante décadas en cualquier parte de la Tierra, se hallaba a punto de desmoronarse como un montón de piedras, las del muro de Berlín, que más que por el pico y la pala y el entusiasmo juvenil de las huestes que lo tomaron al asalto en el 89, se vino abajo de pura antigualla. En el aire se fraguaba como una especie de transitoriedad en todo, una situación de espera, de cola ante el abismo, que igual podía engullirle a uno y aposentarlo en el anfiteatro de la comedia o en el de la tragedia. Tengamos la fiesta en paz. Tú, al museo Lenin; yo, a la Galería Tretiakov. Y la paz de la luna y el sueño, con el estómago en pleno ardor por la docena de blinis y el vodka siempre a mano y siempre traicionero. A la mañana siguiente prepara la maleta, deshazte de los rublos como sea, todavía pescarás en ese amanecer de acero a una puta medio drogada de regreso a su cuchitril o cómprate un reloj de oro bajo, de nueve quilates o así, déjate estafar, a fin de cuentas sólo son rublos que a los turistas poco avisados les sirve como papel higiénico, aséate sin esmero, lo imprescindible, busca y encuentra el micrófono del cuarto de baño, destrúyelo, no dejes huella de tu paso por este lugar, sal a la calle con la maleta soldada a la mano, suplícale al taxista que te proteja de los enloquecidos Zhigulis y Ladas en tu trayecto al aeropuerto y súbete a un avión sin mirar atrás: uno nunca sabe si el balazo histórico en la cabeza puede venirte del mafioso a bordo de su BMW o Mercedes de color negro blindados, bien vestido e implacable, o quizás del aún más temible esbirro frustrado del KGB pistola en mano con la americana azul desencajada, los pantalones sin raya, los zapatones sucios de polvo y a punto de engrosar las listas del paro. A vista de pájaro, ya en las alturas, por encima de las nubes que tanto asustan a los de abajo, puedes decirte tranquilamente que este también fue, como todos los que pueblan de un confín a otro el mundo, un buen sitio para pasar de largo. Y brindas mentalmente llevándote el vaso corto a medio llenar de bourbon a los labios, y apartas la mirada de las sabrosas piernas de la azafata complaciente y te enfrascas en la lectura de un periódico con las noticias de ayer que nunca podrán rectificarse, y te dices, alejando un poco las narices de esa páginas que, como siempre, hoy y mañana, huelen a pólvora, por mí, que se maten. Y, ahora, ¿qué? Ahora, Estambul, dijo ella. Sus gramos de cordura hay que mensurarlos con un pie de rey, pero tú eres su billete de ida y vuelta. Ahora lo entiendo, hemos abandonado nuestras hechuras de adultos y hemos venido a parar mediante una especie de rotoscopia mágica a los enredos y carreras desenfrenadas de una película de dibujos animados sin ton ni son, a lo loco. Ella quiere apurar lo de la vida, que es puro simulacro. Corre que te corre, que te atrapa el incansable Tom, fulgor velocísimo entre el gris azulado y el blanco, siempre decepcionado al final de la persecución. Aunque, no temas, eres su juguete, su juego preferido: no te comerá, ¿qué sería para él el mundo sin Jerry, sin el acicate de la acción, de la carrera a ninguna parte? Te ha alcanzado, ahí estás sin resuello, ínfimo contra la pared, indefenso, y el felino sonríe poderoso con las zarpas prestas, venga, sólo quiero que tengas miedo, no voy a matar una parte de mí, ¿te piensas que estoy loco para desbaratar el negocio así como así?… Somos como ratones nerviosos y convulsos, y algunas veces hasta rabiosos. De repente, como por ensalmo, el agujero a ras del asuelo, inadvertido hasta ahora por el tenaz gato y, naturalmente, por nosotros los espectadores cautivados por el trampantojo del cine, facilita nuevamente la huida de Jerry. Vuelta a empezar. La acción es el destino. Adelfa, blanca o rosa, es igual: parece mentira, o al menos, resulta desconcertante que una planta tan común y encontradiza, tan ignorada en el fondo, fuese tan venenosa: Laura Roser viste los colores de la adelfa, una falda blanca y vivaz, corta y ligera: vivir en la encrucijada, pero vivir en ella siempre, hasta el final de todo, pagar el precio sin titubear: sin duda éste acabará haciéndome un hijo, pero antes lo pagará caro, que ruede y ruede como una peonza y que pague su dinero las vueltas del tiovivo. Rebotaba yo entre los cuatro puntos cardinales, de un lado a otro del planeta de mano de la española. Vivir de hito en hito mirando la nada, o el todo confundido de nombres, guiado por el antojo de la ladina. También Estambul es una encrucijada inevitable y pasmosa. Únicamente, sin necesidad de disfrazarte de Chaplin una vez y de führer militarizado otra vez por encima del habitual vestuario de desharrapado, doble o nada, tienes que hacer rodar un globo terráqueo para darte cuenta de ello: Asia, y su hijuela la engreída Europa, océanos que se enredan y enturbian las aguas. Me dejaba llevar. Ella, de lazarillo. Garabatos andantes. Me sumía poco a poco en un laberinto donde todo acababa por mezclarse, una yuxtaposición aberrante de ciudades, idiomas, costumbres, monumentos, paisajes artificiales y decorados pretenciosos: un abigarramiento y un desorden que devenían tropel de imágenes sin sentido. Tanto mejor, el mundo de los seres humanos es un lugar informe donde sólo la naturaleza guarda las simetrías y las maneras hasta que, de cuando en cuando, suelta un bufido desde sus entrañas y nos paga con la misma moneda de villanos respecto a ella: nos ha matado a millones a sus habitantes a lo largo de la historia de las calamidades que han sobrevenido en el planeta. En lo que a mí concierne, a despecho de las atrocidades sin cuento que llevaba sobre las espaldas, que nada tengo de tranquilo pero sí de introvertido contumaz, contradiciendo la supuesta indiferencia y absentismo de los asuntos vulgares por parte del prototipo de suizo calculador,  seguía adonde fuera a la española, que tan resuelta se mostraba, iba tras el refugio de ella todavía con los dientes de leche y la sonrisa inocente, los brazos y las manos vacías a los lados. Incubaba, no obstante, rencores, y, de natural inclinado al silencio, hablaba demasiado, como un niño maravillado o sobresaltado por las continuas sorpresas, lo que me granjeaba su desprecio manifiesto. Yo la impacientaba, esto era claro; ella, a su vez, sofocada la pasión inicial, me suscitaba tal recelo y animadversión a causa de su orgullo y altanería y despreocupación en cuanto a mis apetencias y deseos que un enfrentamiento indeseable e incluso violento podía tener lugar entre los dos en cualquier momento. Demasiado pronto nos habíamos atrincherado en el campo de batalla de las pequeñas y diarias venganzas y del mutuo desinterés, de la horrible intimidación cotidiana a través de lo doméstico: ¿llegaríamos a lo peor una vez en el hogar, a la rutina destructiva que acecha en cada esquina de un matrimonio ejemplar al cruzarnos escaleras arriba o escaleras abajo?, cada ademán un dardo, cada mirada un puñal. Aún nos sonreíamos uno al otro durante alguna circunstancia feliz, pero ambos éramos precavidos, lectores reiterados del manual de la traición,  temiendo el golpe ineludible que más tarde o más temprano íbamos a infligirnos recíprocamente. Quien da primero, da dos veces. La divagación, como la que yo perpetro ahora tendido en el infierno del coma, tiene sus ventajas y arbitrariedades, va y viene como le da la gana, ¿quién va a domeñarla, revolver los tiempos?, me vuelvo al pasado llevándome el futuro, me tengo en el presente sin haber pisoteado de un presente que para nada me hace falta, estoy en el futuro que es niebla y de ninguna parte vengo, desquiciar esa línea invisible de deterioro y entropía que nos conduce la caducidad irremediable y a la que nos sentencia la potencia cósmica es perfectamente legítimo, es un pensar alborotado que también tiene su oportunidad en un lugar recóndito de nuestra mente con toda justicia y merecimiento, y, además, oculto a todos los ojos de los otros, ¿quién atisba ahí, en los sesos?, ¿quién es capaz de trenzar y establecer una razón ecuménica en el seno de los miles de millones de sinapsis, en el interior de esos meandros del encéfalo?, divago, puedo pues adelantarme a los acontecimientos sin ataduras cronológicas: yo di primero, y luego volví a dar con todas mis fuerzas, y aún di de nuevo contra mí mismo, me sobraban los verdugos y las sentencias, yo fui mi propio dios, fui yo el diablo con el que pacté el castigo de la eterna nada. Antes, Estambul, Nueva York, El Cairo, México, Tokio, Bangkok, Praga, Pekín… Algún día se cansaría de rodar por el mundo. ¡Ponte a dibujar, zorra! La fatalidad del viajero, de su condición transeúnte, es que siempre vuelve al origen, al sitio de donde partió, la esencia del viajero es el viaje y el destino o lo que dé de sí el sitio al que arriba y donde sólo permenecerá unos pocos días es adicional. Si no fuera de ese modo habría que buscar otro calificativo para denominarle a ese turista bobalicón siempre tropezando con los viandantes en las aceras, deambulando por el centro de una ciudad a la que probablemente nunca regresará, atiborrado de cansancio y de imágenes que en brevísimo espacio de tiempo han de perder su eficacia y finalmente desembocar en el olvido más absoluto. El Bósforo es agua de dos mares, si puede decirse de esa manera. Como el setenta por ciento del cuerpo de un hombre, los sesos son agua, líquidos la sangre, la linfa, la lágrima, agua mezclada de oro o de mierda. De esa mezcla fatal somos. Me gustaría estrujar con las manos mis propios sesos, meter la manaza en el cráneo abierto, hurgar ahí como en las noches de Estambul toqueteaba y escarbaba más allá, bien  adentro, de la vulva de la española. ¡Granujilla!, gritaba. Ella, que se retorcía como una anguila al sol, pero era el atardecer, anocheceres de ámbar. A través de los caprichos inesperados de la española me estafaron a mansalva en las tiendas de la calle Istiklal. La vi comer fruta y dátiles y reírse como una loca en un puesto de Besiktas cuando el vendedor inclinándose hacia ella le decía algo en turco. Se reía de no entender el turco pero sí de la supuesta obscenidad que brotaba de la boca de ese hombre oscuro y sucio y que a ella le llegaba nítida y sugerente y a la vez indescifrable a sus oídos, le acuciaba esa voz turbia y peligrosa el sexo palpitante bajo el cálido sol oriental. Es la única imagen real, natural, que conservo de ella en aquella ciudad y aquellos días... ¿hasta cuando? Todo lo demás son fraudes. Cruzamos el puente Gálata. Y, francamente, ¿qué es ahora el puente Gálata? Un borrón en la memoria. ¿El Cuerno de oro? Una agua apestosa llena de peces que, recién capturados, se comían hasta crudos en las orillas algunos de los cientos de pasmarotes venidos de los cuatro confines del mundo cámaras fotográficas en ristre que se hacinaban frente el lago. Vamos ahora tú y yo a los adentros más mareantes aunque identificables del gran mosaico roto, mil fragmentos que reconstruir o, cuando menos, ensamblar, la realidad de cristales y espejos hecha añicos. Va y viene el pensamiento, animal no desbocado pero sí caprichoso, metiéndose terco en vericuetos que hacen zozobrar el ánimo, sin riendas a las que sujetarlo, guiarlo, conducirle siquiera a lugares menos alarmantes, qué suicida. Me até a los estribos. Si caigo, caemos los dos. Até las bridas a los brazos. Si caigo, caemos los dos. ¿Era Tokio? Una serpiente es, de dónde, ah, ah, cuestiones de cultura: pero los egipcios afirman que un ofidio reptando por la casa es un excelente presagio: buenas nuevas, buenas nuevas. No, pero Estambul. ¿Nueva York otra vez? Y las veces que haga falta. Sus descripciones de española desatada, y eran tres copas nada más, su voz algo ronca, emborronada por el alcohol y el deseo: ese tipo parece un mono, sólo le falta África colgándole de los cojones. Merimé se nos quedaba corto, el cuchillo en la liga, la puñalada trapera a punto de agujerearte la espalda en el instante mismo del orgasmo. Otra Judith con el alfanje entre los dientes: la sangre que se pierde, la simiente que se pudre amarilleando sobre la blancura de la sábana. Sí, pero Estambul: hoy no estoy para nadie; ahora toca asomarme a mí mismo. Abre bien los ojos, al final de la oscuridad polvorienta donde yace lo peor y lo mejor de la memoria, puesto que está escrito en la misma tierra toda tu vida, que es donde escriben con la punta de un palo los hijos de los dioses y también los profetas orales, y en esos garabatos apareces tú, las cosas, los hechos, los figurantes, lo que fue tu peregrinaje por el mundo. Ese grumito asqueroso, ese excremento eres tú, soy yo, sin el menor aspaviento me he reconocido. Qué lugar de engranajes mentales, explosivos, apilados en completo desorden en esa cueva de Alí Babá donde robar los recuerdos a punta de blasfemia y de ira, excelente cosecha que recoger, bien en sazón, al cesto, mil frutos que degustar, se deforman pero no terminan de pudrirse. Echa el freno a la bestia, esa memoria desbocada, galopa loca… y entre tanta inmundicia, vísceras, ácidos: la memoria, qué inagotable arcón. Te gustará, dijo en el 88. ¿Para qué viaja la española si antes de llegar a los sitios más exóticos ya conoce lo que va a hacer, los puentes que ha de cruzar, las piedras que venerar, las plazas antiguas o modernas que rodear, aquello que va a visitar, lo que contempla a veces aburrida, a veces con sorpresa infantil, las compras que realizar, los olores, las vestimentas, todo lo que hay que beber y comer? De su mano vagas, te dejas llevar, qué poco eres, puer aeternus, jovencito modelo que no leía a May, pero sí a London, Verne, Dumas, Stevenson, de su mano, no te vayas a perder, niño…, y el dedo hurgando en lo más profundo de la vagina de la española, a ver, a ver ahí, el tesoro de Sierra Madre iba a ver mientras languidecía la tarde de oro de Estambul y la luz decadente, tan oriental, se vertía en las ventanas del hotel de la colina rodeado de jardines, próximo al palacio de Dolmabahçe, y con el tiempo, bajando la vista al suelo, crecí de golpe a su lado, y en las postrimerías malvado y torpe aunque encontré cuerpo, di en carne, dije, digo, el daño imborrable lo hice. Niño soy de nuevo en esta tumba clínica blanca y azul, me lavan de los pies a la cabeza manos ajenas. Sólo falta que me arrullen una vez acabada la limpieza de la piel, de los pelos de la cabeza: a la enfermera nocturna poco tiempo le queda para que lo haga, es dada a la compasión, se le ven maneras de samaritana sepulcral: pobre cadáver incorrupto, inmóvil, silencioso, ese muerto sin enterrar... Al fin, oxímorones. ¿Qué hacer? Dejamos atrás el Cuerno de Oro. Qué ciudad puente, bicéfala, mira a occidente con el oriente pegado en el cogote. ¿Adónde? Bizantinismos antiguos... que continúan desafiando la lógica más elemental. Cansado de dar vueltas inútiles. Me empalagan los pasteles de los hoteles. Un café solo. Las pipas de agua camuflan el opio: el perfil sórdido de los hombres ensimismados, se diría que honran a sus muertos con su quietismo, la mirada vacía. Amanece para el turista. Hay que llenar su día. Acumular lo que sea, visiones o baratijas. Ella, y de ello me libré, no se enteró de las frecuentes estancias de Agatha Christie en el renombrado hotel Pera Palace, en la habitación 411, ahora, según leí en el folleto de la oficina turística, convertida en un museo mezquino en honor de una mujer que tejía ingeniosos enredos, husmeaba huesos y piedras antiguas y tomaba el Oriente Exprés para ir a la esquina a comprar tabaco. Cansado de follar, de besuquear la miel de su ombligo, la Bella, Laura: no me siento muy bien, debió ser la cena, su ombligo, la miel, dije, ve tú… Y también me libré de Topkapi, del Gran Bazar, de la Mezquita Azul, de la bofetada odorífica del barrio de las especias… Comimos… Pero es el cansancio lo que te obliga a detenerte en cualquier sitio, yo lo haría incluso en un baño turco con los ojos cerrados, desafiante de la pestilencia de la cercana carne caliente por el vapor. Descálzate. Comer rodeado de decenas de turcos bien vestidos y hambrientos en un restaurante ruso, por ejemplo, comer comida rusa. Y luego mata la tarde con la pipa de agua bien enriquecida de opiáceos. Y a la hora de la cena, nouvelle cuisine francesa. El lote internacional completo en plena capital oriental: lo occidental, allí, sólo es algo del exterior añadido al espíritu, una adición extemporánea pero muy bien disimulada a su auténtica identidad. Un propósito firme: antes de la medianoche, sentados muy serios en cuclillas sobre la alfombra voladora. Próxima parada: Bangkok. Horizontalmente, se entiende el embrollo de las cosas mejor. De ahí la atroz lucidez del insomnio a que se refiere ese escritor argentino del que hablaba Laura enterrado a orillas del Ródano. El yacente está dispuesto a jurarlo, este otro que aún late, este que soy yo. La perspicacia del muerto en su tumba: mi mente viaja libre del cuerpo, que ya es festín de gusanos, de otros entorpecimientos menos aparatosos pero igualmente devastadores en su misión de despojamiento inflexible. En posición vertical, vivo y alerta, andante y afanoso, sobreviene el miedo y el vértigo, la inquietud inevitable, vas de un lado a otro muy obedientemente consiguiendo panes y peces, y sabes que todo, cosas, hechos y seres, situaciones y dependencias, te va atenazando, te va desfigurando hasta que comprendes la verdad de una existencia abocada al egoísmo, a la simulación, a la indiferencia suicida o a la locura con tal de salir adelante, que es acercarse más y más a la extinción; en suma, a la lucha por una supervivencia con los días contados, que también es miedo a que te empujen a lo neoyorquino y te desplacen sin miramientos a la intemperie más desoladora si pierdes el paso. Asustado, temeroso de la indigencia, puedes hacer daño a sabiendas, de la misma forma que te lo pueden hacer a ti, nada más, eso es la vida, así de simple. Lo otro, la pasividad, es mera contemplación: te mantiene lejos de la angustia... y te destierra del mundo, te aparta a un lado como el cadáver viviente que eres. Los animales, incluidos los organismos microscópicos, se matan entre sí, sin conciencia pero sin reparar mientes se comen entre sí. Hombres y mujeres, víctimas o victimarios. Lo demás son correspondencias fronterizas con el universo de los insectos y cualesquiera otras especies habidas o por descubrir. Existen hermanamientos invisibles, tan sutiles que resulta casi imposible establecer con ellos cualquier clase de relación clínica, inclusive con los animales más feroces. Nunca eres inconsciente de ello, lo sabes a ciencia cierta. Y nunca sales indemne en un caso u otro: vive o  muere en este semillero de maldad y desventura, de predestinación a lo pasajero. Mi estancia en el limbo me autoriza desgraciadamente a pensar de ese modo: horizontal: somos transitorios, rompibles, olvidables. Bien cebado, aseado y con el mondongo en su sitio, pues, que el banquete gusanero aguarda. ¿Adónde comemos? Estambul es un buen sitio para comer. ¿O ahora estamos en Bangkok? ¿Qué comemos? Una prospectiva: no nos comeremos unos a otros en el futuro; lo razonable es pensar que un día ya no habrá necesidad de comer, de soportar las exigencias y servidumbres fisiológicas. ¿Para qué? Tú y el sol al mismo tiempo seréis tu combustible… eterno. Horizontal, me sobrevivo. Qué desastre el cuerpo. Sin él, sería eterno. Hartos están los sesos de condumio mágico, aquel que tanto peso alcanza en su viscoso recinto y siendo invisible tan alto vuelo consigue, saciados están de… pensamientos. La sesera libera toda la energía que puede precipitando sin cesar cavilaciones y las manos y los ojos los proyectan, los materializan o los dejan desvanecerse: yo era de los que le daban forma al pensamiento. Pensar y recordar, he ahí todo el bullicio, la masa viva indescriptible. ¿Comemos? La alfombra la pondremos en el salón. Qué cosa más absurda e inexplicable, la inteligencia o la razón gobernada por dos funciones obligadas: comer y defecar. ¿Qué pasa con la alfombra? Nada de colocarla en el salón. Laura la compró en el Gran Bazar para su propio uso como talismán: mullida y confortable, sofocaba sus pasos, cada uno de ellos un conjuro, en una de las habitaciones de la casa transformada en su estudio mientras reflexionaba sobre su obra: su sancta santorum, ¡el sursum corda!: Laura Picasso Roser, otra española más en busca de los primeros puestos del escalafón de eminentes plásticos... españoles. La genio del siglo XXI dejó de prestarme atención en seguida: yo era el clásico artista con los brazos caídos a los lados, irresoluto y vago, con las suficientes monedas en el bolsillo para matar el tiempo sin remordimientos e ir posponiendo mi condición a capricho: primero mis antojos, me decía a mí mismo sin titubear y, en realidad, no me faltaba razón, yo vivía como artista, miraba las cosas como artista, era capaz de concebirlas en el espacio antes de su materialización, que ya es únicamente un trabajo manual, o sea, una pérdida de tiempo. Ella no me entendía, aunque sólo ejerciera de pintora enclaustrada en el estudio durante algunas pocas horas de la jornada. Una más… que confunde técnica con talento. La cuestión era parecer artista actuando de artista. Me daba perfecta cuenta que yo no le interesaba en ningún aspecto, y a mí su trabajo me resultaba absolutamente extraño, desde luego contradictorio e incluso antagónico con su auténtica manera de comportarse en el mundo real. Era la historia de siempre, de una fatalidad casi cómica por previsible, la que acaba por sobrevenir en un matrimonio: la indiferencia cavernícola. El hombre de la edad de piedra: este ser primitivo, original todavía, pondera sólo dos posibilidades de supervivencia al hallarme frente a él en su camino hacia la charca de agua: yo no puedo comerte a ti y tú no puedes comerme a mí. Sin peligro, pues. Y ambos nos cruzamos desviando la vista y pasamos de largo sin volvernos a mirar por encima del hombro. Más tarde, gruñidos. ¿Vamos a llegar a las manos? Te voy a dejar, amenazaba mientras expoliaba mis bolsillos, llenaba el buche, saciaba sus ojos de otros mundos tan ajenos. No ha sido una experiencia bonita ni enriquecedora, remataba. No se iría de balde, le adosé a las espaldas la joroba del horror más temido, y para siempre: carga con el mochuelo, buen provecho en la barriga de la conciencia. Antes, hice lo que pude para distraerla de mí. Hasta ahí llegaba con tal de retenerla: me invisibilizaba. Mira que la he sacado veces a pasear para que me perdiera de vista yendo a su lado. Me ofrecía en sacrificio, apocado e inútil. Puesto que eres culpable y cobarde, sufre, no eres nadie. Silenciosamente rumiando la culpa, maquinando la venganza, la violencia inaudita del impotente, la violencia suiza: los de mi padre no eran  cañones de aire que disparaban confeti u ovillos de colores. Digno hijo, tú, yacente. Recuerdo Bangkok, que fue uno de los paseos. ¿Qué comemos? ¿Lo más apestoso… o lo más sublime? Importa el sabor, dije, no el olor. En cualquier caso, será algo desconocido, inconcebible hasta ese momento. Lo que me impresionaba de mi estancia en los sitios más exóticos 0 de una moderna sofisticación a los que he viajado es que nunca me abandonaba la sensación de ser yo mismo en cualquier circunstancia. Era incapaz de hallar un pretexto que me permitiera un desdoblamiento benéfico. No podía librarme de mí con la libertad con la que me invisibilizaba al lado de Laura. Miraba en torno a mí con el desconsuelo del desarraigado, impermeable a cualquier tipo de sorpresa. Inmune a todo avatar, ajeno a una mínima ilusión mutante. Muy al contrario, ella observaba por doquier, caminaba al albur, el alrededor era, al menos en Bangkok, un tiovivo vertiginoso y fascinante que no cesaba de dar vueltas y vueltas, sus ojos atrapaban con lujuria cuanto podían de aquellos decorados imprevisibles donde latía un corazón a rebosar de gentes, colores y viveza muy difícil de penetrar por la mirada inocente del turista, del pasajero furtivo y ocasional al que sólo le es dada la contemplación y no un entendimiento cabal de lo que ve, algo que no parecía conjugar ni mucho menos con una observancia silenciosa y metódica. Ella ni siquiera me veía a mí a su lado a lo largo de los cansados itinerarios, ¿qué consideración iba a tener con un acompañante que no formaba parte del paisaje ni de la turbamulta sensorial que la poseía? Yo era un trasto como las maletas y los bultos que había dejado en la habitación del hotel horas antes, presurosa por precipitarse a las calles bulliciosas y encendidas bajo un sol pletórico: sólo aparecía de nuevo en el mundo de los vivos, resucitado y manso, por una simple cuestión práctica: con la tarjeta de crédito en la mano a la hora de pagar una compra o la cuenta del restaurante. Bangkok es una ciudad templo; ella, su sacerdotisa ocurrente e infatigable. La liturgia extravagante era improvisada, impostado el ritual. Se escoge un lugar porque así le place; se come allá porque allá te encuentras; huroneas aquel barrio porque te sale al encuentro; compras esto porque lo viste primero que aquello otro, y, seamos francos, hay que comprar, y cuanto antes lo hagas antes habrás satisfecho esa necesidad imperiosa de acumular un bibelot más allá en tu rancho grande. A su lado, como un fantasma o una sombra me deslizaba yo: si me fundiera en el entorno tal vez me descubriera al destacarme inédito y flamante, diferente al menos. ¿Atraería su atención de nuevo? ¿Me recobraría? ¿La rescataría yo a ella del temible final que hubo de suceder? Me resignaba a esa condición taoísta: al no hacer, haces más de lo que crees. Un mero aforismo paradójico. Típicamente de raíz oriental. Sólo los filósofos se hacen buenas preguntas, pues en eso parece consistir su trabajo, pero no encuentran nunca las respuestas en un deambular teorético siempre culminado en premisas que generan más premisas y meandros verbales. Devenidos los filósofos modernos en glosadores de supuestos, hipótesis y sospechosas reflexiones, las más de las veces tendenciosas en un sentido o en otro pero decididamente acordes con su propia visión de la realidad, esas manadas de desaprensivos y aburridos voceras caminan veloces desde hace décadas por una vía recta y nada sinuosa, al contrario que su pensamiento, directos y sin remedio a la más completa extinción: lingüistas de lo arcano, especuladores sin fin, merodeadores de la frase axial… e inexistente: concluyen diciendo con otras palabras lo que muchos otros venían diciendo desde hace siglos, desde aquel primero que sin dejar de gruñir amenazador y confundido sentado a la puerta de su caverna contemplaba perplejo en el cielo nocturno la estela inesperada de una estrella fugaz. ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? Y, especialmente, ¿por qué?  Naturaleza veleidosa… ¿y si todo estuviese programado, incluido el azar, que no es tal, sino matemática y antojo previo, seres sólo máquinas, juguetes diabólicos, puesto que pueden llegar a la pura maldad destruyéndose mutuamente, cuyos hilos son manejados a distancia por dioses-niños que juegan con nosotros y alivian su aburimiento durante algún rato de su eternidad? (Ah, Charlie, amigo, tengo la vida llena de sietes). Llegada a esta conclusión, sólo resta el epílogo fatal: no importa quien eres sino por qué. Cui prodest? Eso es todo cuanto necesitas saber, aunque no lo vas a conseguir. Tendido en un quirófano o sobre la losa de las autopsias eres para tus semejantes lo que se escudriña por dentro, lo pudrible y pestilente, un montón de entrañas perfectamente anónimo, sano o enfermo: por fuera, en ese instante, abierto en canal o agujereado, eres una apariencia inerte sin identidad, Nadie te llamas, un camuflaje, no interesas nada, muñecote y figurón cien mil millones de veces replicado en un pequeño y extraño planeta con algún que otro distintivo propio y unas huellas dactilares precisas que sirven para… condenarte. Bangkok inspiraba semejantes digresiones: razón desconocida. ¿Dónde comemos? ¿Y qué comemos? ¿En Bangkok se come? En Thailandia suelen ser delgados, muy diferentes a los turistas gordos y gordas occidentales que arrastran sus kilos de grasas fétidas por callejuelas y templos. Será el clima, o ese nerviosismo que sus gentes parecen que llevan metido en la caótica circulación de la sangre, en el abigarrado e incomprensible bullicio de sus idas y venidas: ojo con los thuk-thuk, de un peligro tan sutil como esas niñas circenses rebotadas de Patpong que descorchan las botellas de champaña con el coño sumidas en la penumbra reconfortante de cualquier siniestro callejón… Fascinante espectáculo a tu alcance por unos pocos baths. Y sin embargo, nada más  llegar al país, te invade paradójicamente una astenia inconcebible en forma de pacífica sonrisa de jazmines y orquídeas, la sosegada majestad del buda, los olores quietos y concentrados, pegajosos, embriagadores, que nunca anunciaran el vértigo posterior que muy pronto, inusitado y sin pausas, desbaratara los sentidos hasta abocarnos a una sensualidad irrefrenable. La española se hartaba de comer curry al vapor con mejillones. Yo luchaba contra la humedad y un calor que algunos mediodías, en plena calle, creí que me volvían loco. El suizo ya está muerto, me dije. Ella, condenada. Por la noche, desquiciante y torturado por ideas fijas, solo en la habitación refrigerada, lo que evitó sin duda que acabara de una vez arrojándome por la ventana, dibujé el futuro mentalmente; después, no rectifiqué una línea, las formas, los colores, la composición (la trama) eran exactos. A la mañana siguiente, temprano, me despertó el agua de la ducha que repiqueteaba en el baño. Ella había pasado la noche fuera. Ya desayunados, abandonamos el hotel y nos perdimos uno de otro a poco de llegar, indiferentes, a Silom Road, hipnótico lugar de compras, y no nos encontramos. No volvimos a coincidir en el hotel. Subir a la nave, y, luego, nada. Cada uno regresó por su cuenta a Europa. Cuando la tuve de nuevo frente a mí, en Ginebra, me resultó una completa desconocida: hermosa o una rata hedionda, me daba lo mismo. Viene por sus cosas, pensé, y tú no estás entre ellas. Al cabo de unos días: tengo que hablar contigo, anunció sin mirarme con sus asquerosos ojos negros. Dejé pasar un tiempo. Algún compinche, de risas a la vuelta de mi viaje, asuntos triviales, perder el tiempo. Yo, esperaba no sé qué. ¿No compraste una niña campesina? Una ganga absoluta. Las hay a centenares a excelente precio en Thailandia. Yo sabía como hacer niñas. ¡Qué se pensaba el mundo de mí! Antes de que la española hiciese su maleta, le hice una niña. La jodí de mala manera. Se quedó de piedra, sin moverse. ¿Y ahora qué? Nueve meses y dos años y medio encerrada en la mazmorra del matrimonio… ¡Cancerbero suizo con gotitas germánicas, esa peligrosa rigidez del alma! Y, ahora, a volar. Dormimos como los vivos, los moribundos. Postrado en esta cama de deslumbrante blancura, con los sesos alerta, sé cuando duermo, y sé cuando velo. Y el pensamiento, que va y viene aun aliado a la inmovilidad, es el instrumento de un mundo atroz que detiene hasta el tiempo, te estanca en el marasmo absoluto. En ocasiones  piensas en Dios, o en el sexo, o en comprarte un coche nuevo, esas divagaciones. Tantas veces lo he pensado: conocer a Dios, a cualquiera de ellos a los que se reza en la Tierra, sería lo más espantoso que pudiera ocurrirme. Soy, aunque no de profesión, artista, soy un creador, es tan fácil parecerlo: dispón de cuatro paredes para estudio, la luz cenital, mucho bastidor vuelto de cara… y echa mano del atrezzo. Sé de qué modo nos las gastamos los hacedores. Aparta, bicho. Ah, la conciencia suiza, qué de costumbres requiere de la buena educación, diez minutos, cien minutos de charla entretenida, o no entretenida, antes de entrar en materia; luego, el diluvio. Trato cerrado. Una vida es el cuarto de los trastos, desván polvoriento en donde elegir monstruos y crímenes, un abigarramiento diacrónico de hechos, situaciones, encuentros, desencuentros. La vida… hacia la venerable senectud, ese viejo mano sobre mano, ese títere que ha de arder sin dejar huella. ¿Para qué? Ah, esos tipos que, próximos a los setenta, hinchados por la gota, torcidos por la ciática, desplomados por la artrosis, abatidos por las pesadas digestiones, se compran un aparato de televisión más grande, mucho más grande, veraz y nítido que una ventana, y, eternamente repantingados en el mullido sofá, día tras día se asoman por ella a las múltiples y variadas necedades que depara el mundo real: un amanecer, un lunes, empecemos por el principio, se mueren de improviso, sin haberles dado tiempo a cambiar de canal en busca de su programa favorito… ni tampoco a cambiar el agua del canario, ni a mirar por enésima vez el reloj, qué raro qué despacio avanza el tiempo esta tarde. Rumias, suicida, y en mi estado es como ir comiéndose lentamente los propios sesos, y no es por mujer, tan caprichosa, imprevista y extravagante como los sueños, las mujeres más sinceras son las del barrio Wan Chai de Hong Kong, putas calculadoras que cronómetro en mano lo ponen en marcha cuando abre la puerta el tipo y no lo detienen hasta que el cliente desaparece de nuevo no sin antes pagar el tiempo medido y tarifado haya hecho lo que haya sido capaz de hacer, pues todo, absolutamente todo, está permitido, ni por pecado o arrepentimiento: son las prisas por cambiar de sitio, una molestia de ese estilo, experimentar otros aires, buscar otro acomodo aun en la eternidad silenciosa y negra. Unos se hacen leyendo libros, dijo El Teorizador con uno de ellos en las manos, los ojos como brasas, la lengua imbatible del áspid; otros utilizan la vida analfabeta, esa que encuentras a cada instante al volver una esquina. Mi parte francesa vía materna es innegable, pero yo nunca fui sentimental, ni romántico, ni fantasioso, suizo al fin: la abuela de la loca de tu madre en Ginebra leía con fruición los folletines de Ponson du Terrail y Gaboriau en Le Pepit Parisien recién llegado de París, los hacía encuadernar en grandes volúmenes de cartón teñido de rojo burdeos y los colocaba muy ordenadamente en la biblioteca del salón. Tu madre respetó escrupulosamente ese vicio de origen hasta el día de su propia muerte, la herencia sagrada. Tu padre, desembarazado ya del sepelio y otras vainas, repudió con saña esa suerte de distracciones francesas para porteras y alguna bonne féminin y los arrojó sin perder un minuto en el contenedor de papeles de la calle. De nosotros no va a quedar ni el polvo. De los que se vayan antes que yo, ni el recuerdo. ¿Y mi obra? ¿Qué será de mi obra? Pues, artista fui, y lo fui sin restricciones ni categorías de valor de ninguna especie, hasta tal punto que la obra de arte me sobraba. Debería ser mi cadáver el expuesto en el museo: esa, la obra, el objeto indiscutible de contemplación, la verdadera cartografía de tus sentimientos, emociones, miedos: el artista, el despojo plástico materializado de una idea. El suicidio es una obra de arte si uno decide que lo sea. Un suicidio frustrado lo es todavía más: abre espacio para la imaginación del espectador: título: ¿Qué pasó? El doctor Van Aken, sentado en el sillón oscilante de cuero verde, apoya los codos sobre los brazos metálicos y echa para atrás el torso. Se balancea durante unos segundos antes de dictar sentencia. Tengo la cabeza abierta. Hace poco tiempo el tipo ha metido las narices en el agujero, aspiraba el olor del interior con los ojos cerrados, pensativo, como dilucidando los ingredientes que integrasen la mezcla de un potaje. Está en su punto, había comprobado satisfecho asintiendo con la cabeza. Ha cesado el irritante balanceo en el sillón.  Vuelve a abrir la boca: Todo parece bien. Cada cosa en su sitio. Está usted perfectamente loco. ¿Le gusta a usted el cine?, ¿el arte?, ¿la pintura?, ¿la poesía? No se la juegue. Sea siempre un espectador, no corra riesgos innecesarios: ¿Cómo acabó Mélies? Viejo y pobre, vendiendo chucherías y juguetes baratos en un puesto ambulante que desplazaba de un lado a otro en la estación de Montparnase. ¿Cómo acabó Van Gogh? Torpe y chapucero como sus primeras pinturas. Acabó como usted, un suicida sin pericia, sufriendo malherido hasta el final, aunque al él le bastó un día y medio. Lo mejor es mirar por el ojo de la cerradura. A ver, a ver que pasa. Y vigile la gente que le rodea, serán los primeros en traicionarle: mendaces son Rufo y Tuca que desoyendo a Virgilio sacan a la luz lo inacabado, lo oculto entre las telarañas esquineras de un trastero, desleales como Max Brod que prefirió arder él en la hoguera del anonimato antes que convertirse en el incendiario de Kafka y revelar en consecuencia al praguense en una desnudez que nada tenía de timorata. Muy revuelto el mundo, amigo. Muy del revés. Al doctor Van Aken se lo tragó la tierra, me mira sin pronunciar una palabra, parece que no está. ¿Por qué no tengo obra? Por falta de valentía. Tenía que haberme entregado a labores de carpintero: una carpintería plástica bien calculada y aseada para deleite de un espectador libre de prejuicios conceptuales e incluso formales. Como un Nietzsche que hiciera arte a martillazos: ojo con las astillas. Doctor Van Aken, ¿qué va a ser de mí? ¿Después de tanto tiempo me preguntas tal cosa? Pero si eres un muerto en vida: damnatio memoriae. Mírate (¿desde donde?) Tengo la cabeza abierta, y lo que puede verse de mí es todo, el alma del artilugio y el mecanismo de su articulación. Te voy a robar una docenita de pensamientos, dijo Van Aken. O un millar, replico yo, si lo deseas. A un artista, aunque sea falso, es fácil robarle el espíritu: incluso mudo, habla, se deja ver demasiado, está la excrecencia, la obra, la intención... las sobras. A ti, me digo, sólo te quedan pensamientos, abstracciones que flotan como burbujas de aire fatuo entre las paredes del cráneo. ¿Y a quien le gusta la realidad pudiendo chapotear en lo imaginario? ¿Qué queda tras de ti? A despecho de la parca escenografía con la que has pretendido adornar tu condición de artista, dos o tres pinturas chapuceras, hasta detestables, arrinconadas en el viejo sótano de Des Bains, dos espectros desnudos de mujer entrelazados sobre un lienzo polvoriento, un bodegón de mala muerte lleno de telarañas, un esbozo de paisaje cual si fuera un retal a la manera de Staël, algún homúnculo mínimamente kleeniano, nada te certifica como creador. Eres un engañabobos con un pincel en una mano y la otra tendida hacia el bolsillo de tu padre, el cañonero. La coartada del arte no te sirve. Y no se te ocurre otra cosa que matrimoniar con una tal… ¡artista de signo contrario!, alguien que pensaba luchar y trabajar, es decir, crear en cualquier ámbito plástico que se le ofreciera hasta  el último día de  su vida creyéndose a sí misma y haciendo creer a los demás a través de su obra y no de una apariencia o de ruines imposturas cuánto de verdad y de talento había en ella. Había desencadenado, por mera vanidad, la tormenta perfecta. El suizo apocado y la latina desmadejada. Acabaste con una bala alojada en la cabeza. Hablábamos de viajes. Más te hubiera valido ser, en lugar de artista, viajero aun en tu propia ciudad. Baudelaire cambió más de treinta veces de domicilio en su incesante naufragar hasta la muerte: terminó prisionero, por fin quieto, y alelado durante meses ni siquiera recordaba ya su nombre, en la clínica de Emile Duval de la calle Dôme de París, de ahí sólo salió con los pies por delante uno de esos días en que ni llovía ni hacía sol, nada literario, sin poesía ni dramatismo, gris. Acabó como tú, pero no anclado en la mediocridad, con la pluma en la mano él no dejó de mover el culo de acá para allá. No artista, esa presunción por tu parte, sino andariego, zascandileando por la redondez infinita del mundo, con los ojos muy abiertos y echando mano del litio reparador de cuando en cuando. Ese habría sido tu verdadero destino, la fuga. Pero te disfrazabas mejor de artista misterioso encerrado entre paisajes y montañas de postal. Sin martillo, y como todo buen aficionado, qué medroso y qué dilapidador, cien colores en la paleta, cuando Velázquez se las gastaba con nueve. Veamos, suicida, tus depresiones se curaban huyendo al bosque. Eso era todo. Yacer entre matorrales, oculto con la cara vuelta al cielo negro como hacía Strindberg: nadie te quiere, escóndete en la umbría y estrella tu cabeza contra el ejército de los troncos hasta hacerla añicos. Te otorgamos la absolución, y de penitencia cargamos a tus espaldas todos los años desgraciados o dichosos que todavía te queden por vivir. Suizo sosegado, ¡a martillazos! Pero ¿qué probaba ante mis ojos que yo fuera artista? Nada en absoluto. Aunque sabía que engañar a los demás en sumamente fácil. Se dice artista, luego es artista. Enigma resuelto. ¿Qué otra cosa va a ser? Punto y aparte. El cuadro colgado en la pared del museo, la escultura erguida sobre el pedestal, la poderosa lumbre que los ilumina, el silencio respetuoso. Sancionada su naturaleza. Todo avalado. Tan fácil… Y, al cabo, qué final el mío: más me valiera haber sido aquel tipo que menciona y recrimina irónicamente Renard en las confesiones atrabiliarias de sus diarios: en vez de suicidarse, rompió todas las fotografías en las que aparecía. La ofrenda de tu cuerpo a los ojos de los dioses vale menos que la de un miserable cordero maloliente. A vivir. A martillazos. Incluso de falso artista. A base de un buen pastel de simulacros. ¿Estamos de confesiones? ¿Cuándo has tenido tú un martillo en la mano? Lo tuve siempre, pero me tomé mi tiempo en descargarlo sobre los otros. Había que afinar, no fallar el golpe. Una alegre travesura… de la que no me arrepiento. ¿No dijo el fiero alemán, hombre débil como una polilla, que sólo el exceso de fuerza es la prueba de fuerza? Nada de ser un burro trágico. No sé a ciencia cierta a quién de los dos hacer más caso, si al doctor Van Aken o al impetuoso Nietzsche. La bruta lucidez que empaña la vida de éste desprecia de buenas a primeras las fantasías burlonas y las crueles bromas que aquél siembra en sus análisis excesivamente gráficos. La polilla acaba siendo devorada por el fuego… sagrado. Strindberg anda de un lado a otro llevado en volandas por el bosque de Birnam. Horizontal: el mundo dominado por las brujas parece quedar a los lados, como si se escurriese de tus costados, la vida semejante a un afluente de sangre que mana del cuerpo postrado va vaciándote, seca las venas, deja el odre flaco, puro pellejo, exhausto, mas el cerebro aún vivo continúa segregando pensamientos, como cualquier otra glándula chorrea sus hormonas metódicamente regida por una función definida, si bien a diferencia de aquél que, medusa flotante en el caos, proyecta disparos en cualquier dirección. ¿Cuando vivo, siendo un yo portátil, qué era? Desafiaba las normas sin mover un solo dedo. Yo era atrevido, seductor, muy atractivo, y todo ello explicaba mi tedio, el hastío. Sólo que eso desmentía la ruindad oculta, trastocaba mi auténtica naturaleza, volvía del revés la máxima: monstrum in fronte, monstrum in animo, que trae a colación Nietzsche divagando en torno al retrato de Sócrates. Ahora, horizontal, con la pistola en la mano, cada amanecer a la espera de la nave de Delos que no llega, comparto la creencia que empujó a condenarse fatalmente a mismo al ateniense: la mejor medicina, el mejor médico, harto de carne y de los hombres, de uno mismo, de la vida, es la muerte. Gracias, liberador Asclepio, piadoso dios, y le ofrenda un gallo. Otros, se asoman al abismo de la locura a la que con una minuciosidad criminal van allegando sin percatarse lo más mínimo: Strindberg desprecia la valiosa escritura de su teatro, su genialidad literaria, y dedica todo su tiempo a fabricar oro, el hombre buscaba la inmortalidad en la química; en cuanto el superhombre confinado en su habitación del Hotel de los Transeúntes (viajeros y estables), derrotado por los infinitos dolores de cabeza y el insomnio, pretende la transmutación de todos los valores. Encomiables objetivos. En el fondo, en las vidas de estos dos locos no existe totalidad, es en lo particular donde alzan su penuria y la exponen públicamente. Al final, sin nada en las manos, que es el billete más adecuado para este viaje, culminan en lo metafísico. Son tipos de cuarto de hotel, pensiones sórdidas y con el olor a comida rancia impregnado en las paredes, rumiando penas y torturados por el lentísimo paso del tiempo. A partir de ahí… Strindberg, envuelto en la luz del norte, corría de un lado a otro con el abrigo revoloteando tras sus espaldas huyendo de un mundo que conspiraba contra él, temiendo un golpe fatal venido cualquiera sabe de dónde, y Nietzsche se abrazaba llorando a un caballo sin saber ya a quien amar ni dónde dejarse caer: ama a un caballo, cae en la acera. Horizontal: qué magnífico título para una tragedia: Luthardt, el droguero. También a mí me susurra a veces en el oído. Un tipo divertido, dado a la obscenidad y al chiste de sal gruesa, un extravagante voceras que habita en la oscuridad de las entrañas. Todos somos muy divertidos aunque no nos lo creamos. A los diez años Strindberg cogió un cuchillo y le dijo resueltamente a su madre que iba a cortarse el cuello, como aquel que dice que se han burlado de él en el patio de recreo del colegio o le han robado el bocadillo. Su madre pensó que estaba enfermo y lo metió en seguida en la cama donde el pequeño suicida, sin fiebre ninguna, se durmió de inmediato. A la mañana siguiente, al despertar, no recordaba absolutamente nada. La esquizofrenia da mucho juego en la obra del artista y el tipo de letras, sea poeta, prosista o dramaturgo… e incluso en algún filósofo. Horizontal: cuarenta años en el desierto: llevo quince dando vueltas sin moverme un milímetro, me quedan más de veinte para alcanzar a Hölderlin, allá en la luna sin primaveras. Fue el sombrío invierno el que volvió loco a estos tres elementos: el filósofo, el dramaturgo y el poeta. Nietzsche, en compañía de otro compinche, escribe a los catorce años una tragedia, Orkandal,  o, como él mismo declara, mucho más que eso, una historia caballeresca y de fantas­mas, en la que había de todo: banquetes, batallas, asesinatos, espectros y prodigios. No vio cumplido su propósito de culminarla, he ahí una frustración que llevaría como una joroba a la espalda toda su vida. De la misma clase que le produjo no conseguir llegar a Dios a través de la escalera celeste que era la música y que ascendía hasta su trono. No tuvo otro remedio que abandonar la poesía, volverse ateo y recibirse como filósofo con el martillo a punto allá donde asomara una testa. He aquí, como curiosidad, el plan de comidas que desbarataron de por vida el frágil equilibrio del entonces poeta de quince años Friedrich Nietzsche durante su estancia en la escuela de Pforta: Lunes: Sopa, carne de buey y verduras, fruta. Martes: Sopa, carne de buey y verduras, man­tequilla. Miércoles: Sopa, carne de buey y verduras, fruta. Jueves: Sopa, carne de buey y verduras, riñones y ensalada. Viernes: Sopa, carne asada de cerdo, verduras y mantequilla, o albondiguillas, carne asada de cerdo y fruta o lentejas y salchicha asada y mantequilla. Sábado: Sopa, carne de buey con verduras, fruta. Y en cada una de las comidas una décima parte de pan. Ni siquiera la lectura de El Quijote que leyó esa temporada veraniega le libró de la intoxicación carnívora eminentemente boyera a este nacionalizado suizo de alma y cuerpo alemán: andando el tiempo se tornó un hombre terrible aun poseyendo un carácter débil que se refugiara con sus dolores de cabeza una y otra vez en la soledad alejándose más y más del mundo aparencial, el único por otra parte real, como sentenciara su estimado Heráclito. Recluido, aislado, acaso sin ponerlos a prueba salvo en contadas ocasiones, sin embargo sólo cree ya en los sentidos: al olfato le profesa veneración y gratitud. El filósofo, por fin, se ha manchado las manos lejos de la biblioteca, la chimenea y el gabinete: a la calle, a la lucha, al degüello… Si por él fuese armaría a los sentidos para que a martillazos machacasen toda la chapucería y seudociencia que ocultan la metafísica, la teología, la sicología, la teoría del conocimiento…, a todos esos tipos mendaces que practican y predican tales supercherías. Detrás del mundo no corrige otro mundo ideal y perfecto sus torpezas y crímenes, sólo existe la muerte, el vacío, la nada eterna. Pero todo esto son simples palabras. Incluso el insulto que proviene de la irritación filosófica más profunda aunque escrito quede desde hace más de cien años: Kant, ese cristiano pérfido, califica el superhombre insomne al metódico hombrecillo de Königsberg. Horizontal: mediodía, instante de la sombra más corta. Hora del cocido: cambian la bolsa del suero. Buen yantar. Como si me alimentara sólo de ajo y de cebollas, como un tshandala del montón. Manú: estos homúnculos son el fruto del adulterio, del incesto y el crimen. Visto los andrajos de un cadáver, no puedo lavarme a mí mismo, como los excrementos de la vaca sagrada. Soy… el Ser. En una noche interminable. Señor de las Sombras. Inmóvil, qué me importa a mí la noche, sus sueños que siempre transcurren a la cruda luz del sol, al contrario de los del día que me sumen en la extrañeza de los colores nocturnos. Todo semeja una burla. Al otro lado de la ventana el cristal de el mundo. Pero es el mismo que el de esta habitación, el de este ocupante muerto en vida con la caldera de los sesos al rojo vivo. Jamás declaraba a los demás el monstruo que yo era. Me lo confesaba para mis adentros. Y, en ocasiones, hasta me mentía a mí mismo. Una insurrección que no iba más allá de arrojar papeles arrugados al suelo de la calle y un mirar torvo al paso de los otros que a nadie escandalizaba. Sé que ningún hombre o mujer viven sin secretos. Sé que todos mienten. Pero no todos lo confiesan y mucho menos él, El Ilustre Ginebrino: escribe en el prefacio de su libro, una summa interesada de confesiones, que esas páginas son descargo de conciencia, que quiere mostrarse a los hombres con toda la verdad de la naturaleza… y a la segunda cuartilla perpetra la primera mentira distrayendo fechas y burlándose del lector, y sólo para conseguir un simple efecto literario. Bien empezamos. Confesiones elegantemente escritas, pero tan insinceras como las que suelta un hablillas de casino. Munición de amanuense: lo más fácil es escribir de lo que no sabes, te hallas a salvo en el núcleo de la mentira. La verdad: nace y mata a su madre, el molde se rompe. Descansa en paz mujer, madre. Tu primera víctima, acaso la más culpable por condenarte a vivir. Naciste a patadas. Peor para quien se te ponga por delante. Así que tu paridora, sucumbió al golpe de tu venida al mundo: he ahí el monstruo que esparzo entre las cosas de la Tierra. El tipo se declara, cómo no, siempre inocente: él es los hechos; los otros, las malas intenciones que le empujan a la maldad ratera, a la traición y al desorden domésticos. Culpable Teresa Levasseur que retoza una y otra vez con él y trae cinco hijos al mundo, esa carnaza… ¿Para qué? ¿Iba a ser él quien picase el anzuelo?: directos al hospicio. Horizontal: ¿a qué todo esto? Esta mañana soñé que Rousseau soñaba que Sultán devoraba las entrañas de Hume. Ginebrino a bandazos: toda revelación le viene dada por gracia tumbativa, una verdad, un hecho, libre de hojarascas intelectivas. Desde que le tumbó un gran danés, curiosamente, este paseante prefería la compañía de un perro a la de un ser humano: los seres humanos le recordaban inevitablemente demasiado a sí mismo. Toda la historia a su modo, a lo ginebrino: intus et in cute, eso sí, en ejercicio selectivo. Horizontal: en el centro de un círculo mágico trazado siguiendo bien las instrucciones esotéricas: nada puede dañarme: moriré durante un sueño. Juro castidad, pobreza y obediencia: y entonces devora la mezquina biblioteca de alquiler de aquella mujerona, la Tribu, toma la pluma sin susto: seré escritor, determina. Juro castidad, pobreza… etcétera. A partir de ese instante no dejó de ir de aquí para allá. Esa clase de vida ideal para observar sus andanzas a través del ojo de la cerradura. Nos ahorraremos los momentos, nada sugerentes, en que la singularidad de su vejiga le torturaba. Por fuerza, a un hombre cuya orina le gobierna sus actos cualquier recreo, incluso el más modesto, ha de serle en extremo gratificante. Entre todas las demás de cumplimiento casi mecánico, la servidumbre excepcional de un cuerpo modera la ambición y obliga a la modestia y a la sumisión. Horizontal: lo peor imaginable ha sucedido, mi cuerpo es un muñeco al que le dan la vuelta sin cesar, le humillan sin contemplaciones. Qué difícil de reventar el bicho, deben decirse, no llega el momento de desembarazarse de él. Yo me lo busqué por torpe, muero, pero no muero. Siempre se vive a costa de alguien. Yo he zascandileado merced a los cañonazos de mi padre; la española a costa mía que también estaba, mal que me pese por mi condición de intermediario, a expensas de aquel; el confidente ginebrino se vale del hurto algunas veces o de la caridad ajena, él sabrá por qué, que bien se lo calla, o lo oculta o lo disfraza hábilmente con encuentros inesperados, noveleros y propicios a su derrotero y a su estómago, y, especialmente, de las damas tocadoras de tiorba o no, que él con su canto le bastaba para conquistarlas. Él sabe cómo es, no precisa de ningún otro instrumento para atraerlos a su causa: Los hombres me ven distinto a como soy, confiesa sin apercibirse de la contradicción, en la que tantas veces incurre, que resulta precisamente en un individuo que tanto asegura amar la transparencia. La fuga constante de la penuria material e intelectual le torna paranoico en lo que respecta a muchos de los tramos y vicisitudes de un existir en un siglo que empezaba a ser revelado en sus límites y posibilidades bajo la luz de la razón. Pero entre libros y damas se hace hueco. Sin malos modos, sin abrirse paso propinando codazos. No hay nada para no meterse en líos que vestir con las mangas cosidas por el extremo: las manos quietas. No hay por qué alborotar. Como consiente la española, con su hechizo oscuro y su provechoso sigilo: su mesura desmiente a los de su raza chillona. No hay nada como tener alma de lacayo y saber disimularlo ante los ojos incautos de los demás. Nada hay como confesar mucho para acabar diciendo muy poco sobre sí mismo, parece leerse entre líneas de lo que escribe el ginebrino, que cambiaba de camisa de devoción en un santiamén con tal de obtener veinte francos, suma fabulosa que le permitiría subsistir una mañana y una tarde y dormir al raso, si bien nublara de cuando en cuando el entendimiento bebiéndose algún vaso de vino de Montferrato, ese que se puede cortar. Un tipo de cuidado: nos confiesa, puesto que anhela con todas sus fuerzas ser sincero frente al lector, haber cargado las culpas de un robo a una humilde sirviente cuando el ladrón era él, pero oculta arteramente que no se trataba de una simple cinta de tela y plata, sino de una joya con el engarce de un diamante. Asea sus pecados, los adecenta tildándolos de inevitables pecadillos, flaquezas humanas fácilmente disculpables, pues él, al cabo, hombre es. No hallamos en sus escritos remordimientos, sino desafío constante; desde luego, orgullo. Negando sus virtudes y talentos, se estima mucho; empoqueciéndose, crece en estatura; revelándose tal cual es, no duda en celebrarse y nos propone su ejemplo. Es un hecho que, aunque sólo sentimentalmente, dramatiza las peripecias de su biografía, pero al fin su discurso íntimo resulta una sarta de scherzos de una muy atractiva prosa memorialista: prefigura la de aquel que, sin embargo, ha de superarla: Stendhal. ¿Por qué siente alguien la necesidad de confesarse? Horizontal: ¿cómo no ver la vanidad en todo? Algunos incluso mueren esbozando una sonrisa, lo cual no refleja sino una mueca forzada que recuerda mucho al asco. Gente de baja cuna. El mismo ginebrino relata la muerte de una noble dama, la condesa de Vercellis, cuyo ilustre linaje y altivez se muestra pocos minutos antes expirar con toda naturalidad y sin prosopopeyas de rústico enriquecido y vano: ya en las ansias de la muerte cerró los ojos e inopinadamente soltó una ruidosa ventosidad: “¡Bueno”, exclamó, “mujer que ventosea no está muerta!” Y esas fueron sus últimas palabras. Es la sencillez lo que te otorga empaque y elegancia mundana, nunca el aparato vistoso del plumaje y el artificio, la impertinencia del desdén o el disimulo altanero que no es sino comedia patética ante la adversidad. Horizontal: Sólo los bocazas abominan en el momento de morir de la furia y la blasfemia perpetradas durante su excursión por la Tierra: Strindberg, por deseo propio, fue enterrado con una Biblia sobre el pecho, un libro de enjundia (¡ja!). Una totalidad muy similar a la cantidad de palabras que logró escribir el nórdico. Hay mucha palabrería ahí, pero básicamente dice algo importante: Hubo un tiempo en el que viviste y luego, después de tu muerte, volviste a desaparecer: esa es la historia de tu vida. ¿Y lo que hice? ¿Tu obra?… Desapareció mucho antes que tú. ¿Qué pensabas?  Hinchados por arrogancia y presunción que no por merecimientos de obra muy baladí, no dudan en considerar de absolutamente injusto que el mundo siga rodando sin ellos. Pensaban indispensable su concurso para que el sol saliese todas las mañanas y la luna brillara en sus días y noches de aparición. El ginebrino, apela a la impudicia de desnudarse, se esfuerza por que le veamos flaco de virtudes y de ingenios, pero en esos centenares de páginas apenas le sorprendemos en pelota viva: el grotesco gorro de dormir, la veladura del camisón de cama, los afeites femeninos, el protocolo varonil y cortesano, las atractivas pelucas, el perfume empalagoso y el claroscuro de las luces de sebo de su época amortiguan la desnudez. Lo que cuenta del alma es una suposición: el alma no se ve, bien a cubierto por la grosería jovial del cuerpo. Quiere que le veamos en carne, no en espíritu. El truco consiste en pasear de acá para allá el yo como el que pasea en los brazos un perrito de faldas que a veces ladra y a veces no. Por lo demás, le aterran más las confesiones, que ninguna es crimen, que los actos mismos, muy comunes a todas las épocas. Abandona a su suerte, nefasta, a un amigo, viejo y alcohólico, desplomado en medio de la calle, pero ¿no se abandona a los padres? Demasiado ruido y poca nuez. Que cada cual se las componga, el abandonado fue víctima de su propio carácter y de su vicio bien arraigado, no de la cobardía y medrosidad de su acompañante, él y el vino se lo buscaron hasta hallarse en la ruina: a los dos días el buen salvaje se halló no culpable y aplacó el recuerdo de su infamia como el que espanta del rostro un insecto molesto. Tenía cosas más importantes en las que pensar: él mismo, su tema favorito. Más cosas iba descubriendo, o al menos así lo creía él: más se prendan las mujeres curiosas de tus pecados que de tus deferencias y respetos, sobre todo, ¡maldición!, las que tienen el negro y seco hocico embadurnado de rapé: esas desvergonzadas se merecen un escupitajo en plena cara. Porque este suizo tiene sus manías: nada de modistillas, costureras o sirvientes. Él necesitaba señoritas… aunque no fueran bonitas. ¡Ojo con las costureras parisienses! ¡Siglo de pelucas! ¿Qué hacer entre tanto malentendido? Conviértete en un impostor, cambia de nombre: he ahí el tal Vaussore de Villeneuve, caminante infatigable, afortunado mancebo al que la suerte siempre le es propicia de un modo u otro, pues lleva a su bolsillo sueldos sin un trabajo de por medio, músico finalmente  y virgen… hasta que una dama metida en carnes, protectora e intrigante, la enigmática y manirrota madame Warens entregada al espionaje político, lo arrastra literalmente a la cama y guía sabiamente su miembro hasta el cálido lugar donde mejor de entre todos halla aquel su acomodo. Está a las puertas de la grafomanía, pero aún se embelesa creyendo con inocencia que su verdadero paraíso es una casa con huerto junto a un lago, un amigo, una mujer amable, una vaca y una barquilla con la que surcar de cuando en cuando las aguas tranquilas. En fin, parece decirnos, lo que debe soñar un hombre razonable. Por lo demás, aprendía bien, porque estudiaba solo. Esos eran los comienzos. Porque en cuanto aparecía maestro, fracasaba del todo. Eran tiempos muy refinados, tal un minué eran ora la seducción ora matar a un hombre, y él carecía de denuedo y habilidades, de espada y de florete: ¿estocada en tercia, en cuarta? Renunció a los duelos, una danza macabra. Prefirió el libelo, aunque aún no los urdía. Ocasión habrá. ¿Qué ocurrirá después? Horizontal: lo sabemos, al cabo de los años sólo queda el carácter, lo cual puede ser una fuente de calma, templanza y resignación o un verdadero infierno que nos aboque al disparate y la locura… o al suicidio frustrado pero aniquilador: hueco por dentro, inmóvil, un dominguillo que una y otra vez endereza su figura y torna a quedar derecho. ¿Qué hacer? El remedio, Voltaire, que, sin duda, habría preguntado en seguida con quien se las había de tratar: con un aborto a medias fabricado por un relojero bonachón y egoísta y una casquivana que pagó de una vez por todas sus atrevidos deslices muriendo del parto; por añadidura, con un tipo que es capaz de llamar mamá a su amante. Escribamos a cuatro manos con tinta simpática, se dijeron estos dos truhanes del pensamiento. Y sin pensarlo dos veces, el músico Vaussore de Villeneuve, de nuevo Jean-Jacques Rousseau puesto en físico y hasta en químico, fabricó una buena medida de un líquido compuesto de cal viva, oropimente y agua y lo vertió en una botella. Le estalló en plena cara y el mejunje no lo mató por poco, si bien lo dejó ciego por unos días, o al menos eso cuenta él, pues son muchos los que lo ponen en duda a la vista de los hechos, las fechas y los compromisos de por entonces del ginebrino transeúnte, cuya desmemoria o doble intención son por otra parte flagrantes en muchas páginas de sus confesiones. Este suizo correcaminos acabó en París, que es donde acaban siempre los franceses y aun los que no lo son. Dice que con quince luises de moneda corriente, una comedia, Narciso, y el manuscrito de una extraña notación musical de su invención. ¿Pues no escondería en sus bolsillos mil quinientos francos en billetes de banco como aquel otro también memorialista de cien años después al que una apoplejía derrumbó una tarde de marzo cerca del bulevar des Capucines? Se queja de su precariedad, pero no deja de comer un solo día, viste decente y, ya en economías, acude ¡sólo dos veces a la semana! al teatro. Cuando la faltriquera se ahueca pero no se vacía del todo acepta el consejo de la gente avispada de la corte: busca tu fortuna por mediación de las mujeres, en París nada se hace sin ellas. Nunca próspero pero siempre bien cebado: come en casa ajena sin más que anunciarse a la entrada a la madame de turno. De este tipo conviene guardarse, es de los que aparenta brillo y eficacia con tal sutileza que relega a cualquiera al desván de los trastos, cuando menos a la sonrisa sumisa y entregada. Estando frente a él uno podría acabar considerando la prudencia y la discreción como las mejores armas con las que defenderse de su propia menudencia. (Charlie, amigo, sin la copa en la mano camarada al fin somos, en lenguaje de mesura dieciochesco te lo informo pues nada me importa confesarlo: quizá admire demasiado los talentos de los demás y su soltura para exhibirlos, pues ello hace que desconfíe de los míos. Procuré corregir esta modestia mía de carácter pero descubrí en seguida que esto me ponía en riesgo de resultar un pedante, de modo que me no me quedó otro remedio que refugiarme en el trato sencillo y cordial con aquellos de mis semejantes que tan sobresalientes se me antojaban y que tan libres de pudor se mostraban pareciéndolo y aun galleándolo.) Juego de damas: a la vuelta del revés, o en enredado en él todavía, allá se encuentra una de ellas de bello semblante, ojos risueños, sonrisa cómplice e ingenio vivo… y mesa dispuesta. Y todas ellas lejos del infortunio de las niñas pobres de las scuole venecianas que entonaban motetes a gran coro y gran orquesta en los Mendicanti tras un enrejado que impedía contemplarlas. Durante su estancia en esa república, enamorado de sus voces angelicales, de una conjunción que se le antojaba sobrenatural, se empeñó en conocer cara a cara a esas niñas que tantas emociones despertaban en él conmoviéndole hasta las lágrimas (¡Siglo de pelucas!). Una intercesión afortunada por parte de un conocido hizo que cumpliera su deseo: ni una sola de aquellas cantatrices se aproximaba siquiera a algo parecido a la hermosura: la que no era cabezona, era nariguda; la que no era de semblante ruin, era tuerta; la que no estaba picada de viruelas, era contrahecha; la que no miraba con crueldad, miraba con lascivia. No se canta así sin alma, por consiguiente estas rapazuelas deben tenerla, se dijo suspirando el gran educador. (¡Siglo de pelucas!).  No tardaría en reponerse y, en compañía de otro de igual catadura, alquilaron una niña de menos de doce años a la que pretendían educar: se limitaban a jugar con ella inocentemente, en ella se recreaban sin poseerla ninguno de los dos… según dice por escrito treinta años más tarde. Sea cierto por una vez el aborto de esa memoria voluble. Horizontal desde esta perspectiva: se diría un mar en calma, la tranquilidad antes de la muerte en la isla de los álamos: el piso modesto pero con geranios en el balcón en calle sombría, el canario que languidece en su jaula, y esa mujer que te dio cinco hijos y de los cinco os librasteis por incapaces que no por egoísmo, pues sois modernos y de inteligencia previsora, hijos de la república de Platón, aval que ni pintado para desembarazarse de la prole, de modo que se felicitaban al destinarlos a ser obreros y campesinos en lugar de caballeros andantes de fortuna: la mañana clara o brumosa, preparatoria de no se sabe qué, algo acuciante, la tarde morosa, la llegada suave de la noche, esos serían los siguientes episodios en compañía de la santa. Aunque… la mujer paridora no era un dechado de gracias precisamente: viene a su cama con el virgo desbaratado desde su adolescencia, nunca ha aprendido a leer bien, ignora cómo se determinan las horas de una jornada, no sabe el orden de los meses, ¿después de abril?, noviembre, ¿o será enero?, no conoce los números, así que no sabe contar, confunde el uno con el ocho, el dinero y sus cuentas le supera y no comprende el precio de las cosas al no poder calcularlas. Sin embargo, es juiciosa y de gramática parda, entiende fenómenos que a él se le ocultan y se mueve con envidiable soltura entre las gentes rústicas o del más elevado rango, es bondadosa y humilde, tiene buen sentido, y es muy consentidora y admiradora de su hombre, consciente de la importancia de sus trabajos por muy ininteligibles que resulten para ella: ocurre que sus méritos son naturales, de humanidad exacta, de sencillez perfecta. ¿Y por qué no te casas? Porque la falta de dinero para comprar muebles me lo impide de momento. Un día logró reunir los billetes suficientes para la cama, y, además, el mal de piedra lo doblaba por la mitad, la vejez y la decadencia amenazaban de veras: hora de casarse: y el piso modesto, el canario, y el tiempo y el sobrio condumio junto a la ventana de la noche, mirando el cielo negro moteado de los puntos luminosos de las estrellas lejanas, cogidos de la mano él y la compañerita: el pan moreno, algunas cerezas, queso, un cuartillo de vino… ¿Y los hijos? Ah, los hijos… jamás llegó a conocerlos. Tampoco era asunto tan extraordinario; antes al contrario, el más común de la especie animal y muy fácil de conseguir hacerlos: ¿acaso alguno de ellos nació con cola de cerdo? Muy similares a todos los hombres. Así, pues, la felicidad. Reía entonces de buena gana, como cuando joven. Lo escribe bien claro para refutar a aquellos que sostienen y hasta juran que Juan-Jacques Rousseau no había reído más que dos veces en su vida. Otro tipo listo como él, Diderot, amiguísimo por entonces del ginebrino y enemigo enconado después, se buscó una pánfila semejante, si bien de carácter áspero y muy mala educación, lo cual no era óbice para que comiera de la mano del enciclopedista en toda ocasión que éste se lo propusiera y lo persiguiera como una perrita allá donde fuese. Horizontal: ¿Qué hiciste con tu hija? No era mi hija, era de la diabla. Castigo para ella el tenerla; penitencia mía matarme… a medias. Pero todo ha de llegar. Buena la confesión… que no debe afear ninguna explicación. No sé quien dijo que resulto muy parecido al retrato que de Rousseau hizo Quentin Latour, el pastelista, hombre irascible y autoritario que acabó perdiendo la chaveta y se llevó a la tumba el secreto de un fijativo de su invención y del que tanto se valió en su oficio. De modo que parezco salido de ese pastelón. ¿Con peluca o sin ella? No me gusta la música de Rameau, y él mucho menos que su música. Qué paradoja: el ginebrino volador acabó de escritor y copista de música. ¿Es de día o es de noche? Se me abren los ojos a veces, sin poner yo en ello la mínima voluntad, la vista se fija en algún punto del abismo de luz o de oscuridad. A este yacente sólo le mantiene ocupado la breve efervescencia del recuerdo o el sueño, todo lo demás es un letargo que se prolonga durante años y años. A aquellos franceses les gustaba mucho tomar el chocolate a la taza. Lo repetiré: no me gusta Rameau: un pomposo engreído ajeno al menor acto de complicidad con un colega, a los que acostumbra a despreciar. La ópera, y el mismo Teatro de la Ópera, para mí solo, debía decirse cada mañana al despertar. Rousseau asiste a la representación de una de sus obras musicadas, El adivino de la aldea, en Fontainebleau. Ante el éxito de la misma, el rey, que también la presenció y la aplaudió, decide otorgarle una pensión. Rousseau, al día siguiente, se niega a presentarse ante el rey y la rechaza. Diderot, uno de los incorruptibles con pies de barro, se lo recrimina y se empeña en hacerle cambiar de opinión. No lo consigue. Es la primera prueba de enemistad entre los dos hombres. He ahí, en consecuencia, los dos extremos del vocablo independencia de los que tiran, cada uno por su lado, el concreto y el abstracto, el ideólogo firme con todas sus miserias domésticas y el filósofo vulnerable que hace aguas por todas partes con sus debilidades y claudicaciones. ¿Te confiesas culpable? Del todo y de todo. Horizontal: qué potro desbocado la memoria, hace del pasado perchas de las que colgar las divagaciones del presente, en tales muletas te apoyas, cojeas, avanzas, o no, a trancas y barrancas. ¿Quién puede juzgar mis pensamientos, el estilo de sus correrías? Si pudiera ponerlos por escrito se hallarían a salvo de cualquier ojo crítico: ni parten de un presupuesto ni toleran el corsé de otros patrones previos: sin molde del que beneficiarse de ellos. ¿Cómo juzgarlos si fueran escritos? Que le basten a un solo lector: para ello fue cavilado. ¿Libertad? ¡Libertinaje puro!: Podría referir muchas anécdotas, pero he de decir otras cosas más importantes que no me dejan extenderme en este punto, escribe desafiando todas las reglas de la preceptiva: falta de papel, ausencia de pluma o desprecio de toda norma. Una inspiración que brota de lo más umbrío del bosque y de su propia naturaleza, ¿acaso tiene él reglas de composición más allá de las que rigen su origen y su pródigo crecimiento? En París se esconde en el bosque de Bolonia, medita los asuntos que escribirá en la noche: no es el hombre un lobo para el hombre, sentencia contradiciendo al filósofo inglés, sólo requiere nuevas instrucciones para guiarse por el mundo. El hombre es bueno, confiesa cándidamente. Ni siquiera la lectura de Tácito le despoja de esa inútil creencia. Decide irse a vivir definitivamente a Ginebra, pero pronto cambia de opinión al serle ofrecido sin contrapartidas Ermitage, lugar tranquilo y próximo al bosque de Montmorency donde poder alojarse con la de Le Vasseur y escribir y reflexionar a sus anchas. El hecho de que Voltaire, de quien siente unos celos irrefrenables, se haya afincado en Suiza, todavía le convence doblemente que debe permanecer en París. Más que en la placidez inspiradora de un bosque, Rousseau empieza internarse en el desasosiego de la manía persecutoria. El mundo empieza a conspirar contra mí, se dice entristecido, hallando confabulaciones contrarias a él en todos sus amigos. La misantropía abraza como una hidra su espíritu. La única manera de no despreciar a tus semejantes ni aborrecer sus actos es apartarse de ellos. ¿Qué hacer? Desnúdate más y mejor. Empieza a deshacerse de los trastos familiares y, al igual que hizo con sus hijos que van creciendo en la inclusa, valiéndose de ciertas influencias, encierra sin vacilar en un asilo de la caridad al padre de su compañera que tardó un pis pas en acabar aún más encerrado en el sepulcro. Es un hombre sobrio, el de las confesiones, pero lo es por necesidad que no por complacencia. A esas carencias obliga a los que le quieren: no tomó como compañera a la mujer con la que tuvo los hijos, sino que la hizo su criada, y acordó doce libras y quince sueldos al mes por sus servicios que no hubo de satisfacer nunca, de modo que antes de casarse con ella en una hostería de Bourgoin, diez años más tarde, reconoció la deuda contraída en 1950 libras. Así que se libera de estorbos y se retira del mundo… con la intención de desentrañar a su habitante principal, al rey de la creación. Lanza la red de tu pluma sobre él y capturarás su verdadera esencia, su poquedad o su grandeza, sus corrupciones, hurga en su médula. No pierde un momento en hacerlo: es un gran paseante, un andariego, la naturaleza le subyuga y amansa sus nervios, pero el hombre, lejos de él, le fascina. Sabe lo principal: no ha de llenar sus bolsillos a la vez que vacía el tintero. Está preparado. Sus páginas emborronadas poco valen, un ardite o dos. Pero es pretencioso el tipo: Época terrible y fatal la que inauguré entonces, de una suerte que no tiene ejemplo entre los mortales. ¿De todas las desgracias y calamidades del hombre ha de saber éste? ¿Pues que los demás no sufren y padecen pesares y zozobras? ¿Y por qué siguió el curso de su infortunio sin valerse de sus aristocráticas amistades para conseguir un estanquillo de sal o de tabaco y vegetar pacíficamente hasta el final de sus días? Voltaire le lanza el Cándido a la cabeza y le espabila algo: son terribles intrigantes todos cuantos me rodean, decide pensar. No salva a nadie. ¿No era el hombre bueno por naturaleza? Ya no ve hombres, ve jaurías de fieras persiguiendo con infamias a un hombre bueno, que es él naturalmente, paseante y aficionado al bosque. En resumidas cuentas, se halla a un paso de ser ese pobre animalillo que camina de acá para allá con la cabeza siempre vuelta hacia atrás, esperando el golpe que ha de aniquilarlo de una vez. He aquí que el hombre común, ese ser estropeado por la sociedad y la torpe educación recibida, no sólo no es bueno sino que por definición es alevoso y vil. Aquel inglés enfurruñado y hosco, Hobbes, tenía la razón de su parte. ¿Quién vigila a quién? Pues disimulemos, que 1984 anda todavía muy lejos. ¿Y eso cómo se hace sin que se note mucho a los ojos de los demás, ese rebaño de criminales capaces de devorarse unos a otros sin la jefatura de un pastor? Perpetrando una novela dulzona, de lágrima fácil, cargada de palabras y redundante, a juicio de Diderot. Es decir, todo un éxito entre las damas, entre los jóvenes y entre aquellos hombres que aun habiendo pasado de los cuarenta, idiotas ellos según un prosista de genio festivo nacido unos cientos de siglos después del ginebrino, leen novelas. Horizontal: vamos dejando a este buen tipo enredado en mil intrigas jamás resueltas ni con su misma muerte, sus enemigos no valían tantas vueltas de torno: salvo un par de ellos, todos hojarasca, invitados a comer un día sí y otro también a segunda mesa y no mucho peor de quienes invitaban. Dos siglos y medio después queda el asunto, rencillas, dimes y diretes en materia de opereta y aun bufa. Respecto a lo esencial de su existencia, sus escritos que brotaban de él como el mal de piedra: el hombre bueno existe como existe el hombre malo y la naturaleza toda está por encima de estos dos por más trastadas que le hagan a su corteza y a su cielo: ha de sobrevivirlos mil millones de años. Horizontal como soy, sólo veo lobos, y mis colmillos saben a sangre. Mantened a la grey a buen recaudo. Clausura la exposición de sus idas y venidas por las páginas con un reconocimiento patético, pues le costó caro: dije la verdad, pero en muchos momentos que lo hice no tocaba decirla. ¿Zanjaremos la cuestión? El tema y oficios de un individuo ilustrado del siglo XVIII admite, al menos, una equidad notoria: tengo mis propios defectos, y eso me hace estar exento de los vuestros, señor. Quedamos en paz. Anda con prisas de acabar con todo, los demonios peludos le surgen del humeante tazón del chocolate, de la sopa, hasta del mismo rapé a este ginebrino vestido de armenio, todo son afrentas y conspiraciones: ¿Quieres apresurar el viaje? Dale de latigazos no a los caballos sino al postillón. Pégate un tiro, como el yacente, pero certero, en todo el seso, sin timidez, como si mataras de una vez a Dios y borrarás de un plumazo todas las enredosas religiones que en el mundo han sido desde que el hombre dejara de andar a cuatro patas. O déjate quemar. Ya se dijo en una memorable ocasión en el parlamento francés prerrevolucionario con el dedo acusador apuntándote a ti directamente: de nada sirve quemar los libros  si no se quema también a los autores. Es hora de decir algo del señor Hume, anuncia. Y nos deja a dos velas. Porque se calla, deja de escribir, deja de pensar en ello. ¿Qué le importa en realidad el escocés? El filósofo le libra de un país hostil que iba a dar con sus huesos casi arruinados en la cárcel. Pasa a otra cosa, el mejor tema: él. Sus últimos años son penosos: está convencido de que sus enemigos literarios y políticos le despedazan el yo, a dentelladas de perro rabioso lo fragmentan y lo van reduciendo a su mínima expresión, y cada uno de ellos feroz se alimenta intelectualmente de tan prodigiosa carnaza mientras él se queda en ayunas viviendo en casa prestada con sus sondas a cuestas, su perro y su pánfila Teresa. Se enclaustra: alrededor todo son conjuras y perdición. Un día se muere. Lo entierran entre unos viejos chopos. Horizontal, te toca el turno: tu madre, la de los mil amantes, una obsesa sexual, te lo dijo sin ambages: eres un neurótico. Todos los artistas lo son. Ya que no hacía otra cosa, me tenían por tal al ver los pinceles. ¡Neurótico! No encontraría otra palabra para definirme y enmascarar su desconcierto. Ella no era artista, pero era capaz de conducir un día entero hasta la frontera con Lombardía  para revolcarse con un turco o con un español, tipos sementales que no suelen hacer ningún asco a lo que se meten en la cama o aparece en el plato a la hora de comer. Se entregaba muy consciente a una erótica llena de angustias, de sobresaltos, de insaciabilidad, de fatiga: un desafío constante a la muerte. En La motocicleta la protagonista, que huye a los brazos de su amante empujada sólo por la sensualidad, se diría que hace el amor con la autovía, con las curvas y los cambios de rasante, con los tramos rectos que desembocan en largas curvaturas sinuosas: el orgasmo sobreviene cuando su cuerpo se estrella contra el asfalto y muere sabiendo que se muere: una inmersión, supongo. Un final lógico. Se lo estaba buscando desde la primera página. Yo sabía cual era el conflicto al que me enfrentaba sin saber cómo resolverlo: Laura. Sólo con su aparición me di cuenta perfectamente de que era vulnerable, algo que nunca se me había ocurrido. Yo había tenido problemas de comportamiento por sentirme inevitablemente engañado y aborrecido, utilizado e incluso ultrajado por mi propia familia y, como pude descubrir, también poseía un fondo de maldad cuya dimensión ignoraba yo mismo, pero eso era todo, siendo bastante por otro lado. No era un neurótico echado a perder. Me tengo, me tenía, por inclasificable, innominado. Fuera de norma, al margen de toda competencia, aunque sin angustias, con miedos pero sin fobias: anormal, pues. Carente de síntomas, no hay lugar a una  posible curación. Cada uno es como es aun siendo lo mismo que todos. Cosas de la individualización. Con la aparición de la española y su disimulada desfachatez el castillo de naipes de mi inopia se vino abajo. No pude prever nada. Me pertrechaba contra lo único que a todos termina por someternos inermes como somos y la  vecindad de lo fatal y el acabamiento, el Angst der Kreatur, por medio del dinero, los viajes y un conveniente cinismo que hacía llevaderos el paso del tiempo, la abulia, el deterioro. No seas taxativo en nada, me decía. De modo que nunca  lo veía todo blanco o negro, bien o mal, conforme u hostil a mis deseos; existía un grado intermedio, neutral, donde poder significarse y relacionarse con los otros. ¿Dónde está aquí, pues, la neurosis? Me limité a devolver el golpe sirviéndome de algo que nada valía para mí. No sabemos nada. ¿Qué haces ahí sentado? Me lo dijo con aire despectivo. Mejor el silencio. ¿Cómo decirle que ya no podía avanzar un paso más, que la frontera kantiana me lo impedía? Nadie sabe nada. Llega un momento que la puerta está cerrada: hasta aquí llegarás, lo que se halla detrás de la puerta se abre con la muerte. Vivir tiene sus límites, sus oscuridades, y después del ajetreo, posiblemente la nada. La puerta se abrió, di un paso adelante y traspasé el umbral y fue todo silencio, la eternidad. El yo se desvaneció en el profundo negror como el río desaparece al desembocar en el océano y pasa a forma parte de otra inmensidad. ¿O no serán así las cosas? Horizontal: la puerta se ha abierto pero yo aún no he avanzado un paso hacia ella: de cuando en cuando me llega a las narices un olor a cosmos, como el olor de un polvo denso y frío… Puede que sea mi propia hedentina de moribundo, o que provenga de debajo de la cama, sólo que es difícil imaginar que revolotean pelusas por el suelo de una habitación clínica, donde todo es tan aséptico, tan luminoso y neutro. Hay un olor especial en el espacio, esos tremendos huecos entre las estrellas y los astros y el otro inimaginable incluso entre las galaxias. Debe haberlo. La oscuridad huele, el cielo azul, blanco o gris huele, navegantes adentrándonos a lo más profundo o a lo más alto, que más da. No vamos a la luz, las tinieblas se espesan cada vez más y todo se torna abisal. Allá arriba, donde anida la domesticidad y las cosas corrientes todo parece revelarse de una manera chocante. A la semana de casarnos Laura me pidió un robot de cocina. Lo compré. Pero las cosas no mejoraron en la mesa. Pinté algunos cuadros para aliviar la desnudez de las paredes. Los dos acordamos en seguida que eran chafarrinones pero no los descolgamos. Compramos media docena de lámparas de mesa y libros. Se quejaba de no hallarlos en español. Los amontonaba en francés, algunos en italiano, los ordenaba en rimeros sobre el suelo, apoyados contra las paredes. Hagamos estanterías, dijo. Las pintamos de blanco. No leía a ningún suizo, ni siquiera a Albert Cohen. Hablaba una y otra vez de París. Luego quiso comprar un par de edredones. Más tarde descubrimos que con uno era suficiente. ¿Y qué tal una manta eléctrica? Un día decidí comer fuera de casa. Nunca dejé de hacerlo a partir de entonces. A ella no le importó. Durante esa época ella no le prestaba mucha atención a la comida. El robot de cocina fue encerrado en un armario junto el frigorífico vacío y no volvió a salir de allí. Las cosas no iban ni bien ni mal. Era un equilibrio raro. Los años se sucedían siempre idénticos, también los países a los que viajábamos parecían iguales una y otra vez allá donde uno fuese, a mi me resultaban incluso innecesarios, que es algo bastante extraño de admitir: el avión, los hoteles, los museos, los monumentos, los restaurantes, el dinero… Todo era lo mismo salvo el idioma, que muy pronto dejaba de tener el más mínimo interés. No me gustaban los países con mar, parecían a medio hacer, indefensos. La vida era una ratonera, bien cercada de límites. Suiza es el perfecto escondite, resolví sin esfuerzo, encajonada entre montañas, babel de lenguas, hilvanada del resto de otras naciones. Hasta que el puñado de costumbres, el hastío bien sobrellevado por así decirlo, se vio suplantado por el recelo inevitable y una determinación mía que surgía como una llama de repente avivada por un fondo de maldad insospechado antes, jamás presentido, frente la silente desfachatez de una mujer experta en propinarte manotazos de indiferencia y desdén sin lanzarte siquiera una mirada. Tal era la pausa, y la angustia crecía. Vivía atrapado en la inminencia. Desaparecida la madre. El padre huyendo de los fantasmas de los muertos. Hanna, la incestuosa, leía, y lee, poesía trágica, cada quince días se abre la puerta, se sienta junto a la ventana, mira el bulto blanco que soy yo sobre la cama: la descubro con el libro en las manos por el rabillo del ojo, que tiene este órgano sus propias reglas de apertura, un obturador con vida propia. Así que distrae el tiempo obligado de la visita al comatoso  con una poética que hunde sus manos en lo sórdido y la fatalidad. No por el tema en sí, sino por la vida desquiciada, dramática o malograda de sus autores, poetisas anglosajonas preferentemente. También leía, y lee, supongo, libros ambiciosos, ficciones sustentadas por lo lingüístico y la audacia sintáctica, le atraían desde adolescente: Señor, más que la aventura y los sucesos y tramas por los que discurren unos personajes es la aventura literaria la que realmente me interesa, la praxis de la ficción. Esos autores de mi predilección en el primer capítulo, si no en el primer párrafo, rompen la novela y se zambullen en una literatura que desmiente cualquier otro tipo de entretenimiento factual y comunicativo al tiempo que desdeñan toda norma y se burlan de su infalibilidad correctora y la obligatoriedad de sus postulados. Entonces, señora, a usted le importa tanto más que el sentido de lo escrito el tono y la forma con que se exponen al lector. La realidad soy yo y el libro. Todo lo representado en la naturaleza es real. Lo imaginado no altera en absoluto las sustancias y esencias de los hechos. Horizontal: neurosis: muchas veces las causas que pretendemos inductoras no son sino los efectos de un hecho malsano. Van Gogh y su pintura son intercambiables en tanto causa y efecto. El loco es un subversivo, y la realidad objetiva le resulta, por obvia, cosa de brujas, demasiado fácil. El mundo es cosa compleja, amigo, sobre todo a partir de la séptima copa, la más festiva, la que más enturbia y la que te tumba en la cama por derecho propio, y puedes hacerlo sin remordimientos puesto que ya dejas creados a tus espaldas, salidos de la nada, qué prodigio, el universo, la tierra, los mares, los árboles, las plantas y los seres vivientes de cualquier clase y condición. Horizontal: descanso pleno, la eternidad, ¿qué daño puedes esperar?, yo no saldré de ésta, no habrá otra intentona, eso se lo pueden permitir gentes como la americana Sexton, dice: hace ya más de un año que no intento suicidarme, bueno, de una forma aceptada socialmente como por ejemplo beber hasta reventar y tomar somníferos todas las noches, y determina, así que estas cosas no cuentan, que cuando una decide matarse se tira de pies a cabeza al hoyo, respecto a mí las sombras que me abrazan serán la nada cuando deje de respirar, pues entonces, antes de la luz, cuando todo era oscuridad como en la que me hallo sumido ahora yo estaba detrás de las cortinas, oculto pequeño Polonio disfrazado de Hamlet, ella, la madre, culpable, culpable, culpable, nunca sería la enajenada Yocasta, mi incesto pequeñito era en el cuarto de los juguetes de los niños, como hacer casitas, rodar el arito, un suicida con los ojos risueños, una gemela echada a perder por su capacidad para la simulación, el talento para sobrevivir en cada una de las situaciones que se le pongan por delante sean de la naturaleza que fuesen, su poder de abstracción, Electra que sólo querría salvarse ella, su maravillosa facilidad para olvidar los actos ladinos que perpetra, su habilidad para escabullirse del presente ingrato o de aquello del pasado que pudiera fastidiarla o estorbarla, quizás nunca intenta descifrarse a sí misma, basta con declarar a los demás de inútiles o simples enemigos con espadas de madera y escudos de papel, guerras perdidas también para ella porque, en el fondo, tampoco ansía ganarlas, pero a todos ha de sucedernos la superviviente, una mujer puro cálculo, mi reverso magnífico, ¿tú has leído Los dijes indiscretos del taimado Diderot?, menudo rastacueros, en ese librillo nos explica que las vaginas de señoras estimuladas por un anillo mágico nos cuentan los secretos más bestiales de sus propietarias, qué tiempos de descubrimientos felices, yo estaba detrás con los ojos muy abiertos, un mero instrumento a nada en especial destinado, y qué, me digo, pero en constante experimentación prueba y error, y llegué donde probablemente nunca hubiera querido hacerme sitio, la hermana y la madre se confundían, imposible reconocer a alguna de las dos, en el cielo alto como las aves de presa, la sombra rauda y fugaz de las rapaces directa a tu cabeza, dispuestas a abalanzarse sobre ti con las garras abiertas es lo último que has de ver en este mundo, diosas míticas, crímenes épicos, parricidas, hermanas que aman, madres que matan, hijos incestuosos, toda la libertad que los hombres sólo disfrutarían cuando ese mundo poblado de tantos dioses y las perversiones más fantásticas se disipara en el aire terrenal lejos de cualquier olimpo para darle entrada a él, heredero de un Zaratustra más sabio y menos chillón, se paga caro ser inmortal, más allá del hombre y del tiempo en un mundo raro, como al que asisten los niños antes de cumplir diez años, nada parece encajar en ese orden tan perfecto pues todo se pone en movimiento a su debida hora y a la debida manera y nada semeja encajable y sin embargo todas las cosas se ajustan y todo es desmesurado y extraño, difuso e inexplicable, porque uno no termina de descubrir la razón de que sea así, de que la bola redonda y azul perfecta ruede a través del espacio perfecto, en ese planeta sin luz propia y, a pesar de ello, inefable lugar del cosmos donde habita el rey de la creación libre de mitos y adoraciones, de temor al castigo, de templanzas y miedos superfluos, se ha desembarazado de los dioses con alegría y toma posesión de un mundo sin pecados ni castigos donde acampan a sus anchas el placer y la maldad, el deseo y el dolor, el crimen, la sumisión, la ambición, la finitud, ya corrompido y terminal que más da, sé monstruo, podrida la carne devienes piedra parlante, decidme de mí que fui un buen salvaje, la excrecencia más notable de inspiración rousseniana, se paga caro ser inmortal, no muero, no, y ahora sí estoy a diferencia de vosotros en el tiempo mientras vosotros sois en él, y es posible andar entre los hombres como entre los fragmentos del futuro, vivo y muerto a la vez, nada importan, por fin, los dioses y sus pueriles galimatías frente a un animal que pronto empezó a poner nombre a las cosas, improvisaba nuestro hombre de Turín al piano junto a la ventana abierta con la vista puesta en las colinas antes de volverse loco de remate este súbdito de Zaratustra que oscilaba de la exaltación dionisíaca al puñal clavado en el corazón, hubieran tenido que rematarle, ¿por qué no se nos remata?, no he conocido a ningún muerto al que le hayan arrojado, ¿quién?, ¿de dónde?, otra vez a la vida, parturiunt montes, nascetur mimusculus mus, que espanto tropezarte al volver una esquina con el muerto, pero ¿si te enterramos ayer?, pche, allí o aquí que más da, lo importante es no alzar demasiado el tono de la voz, en cuestión de modales uno no debe jamás ser demasiado explícito, ni aclarar en exceso situaciones que puedan resultar chocantes, hay que hacer hueco a la imaginación, al desentrañamiento del otro, que aprenda a hurgar ora en los hombres ora en las vísceras del mundo como si de un animal monstruoso se tratara, pero, oh, qué desengaño, el mundo tiene el esqueleto por fuera, es un crustáceo, como perforar esa capa de tanta asquerosidad y podredumbre acumuladas, andamos sobre una corteza que nada deja adivinar lo que se halla dentro, donde todo está, ¿también los dioses están ahí?, allá en el interior las almas, los muertos amontonados sobre jirones de materia pasada de moda, los siglos y sus culturas, los guerreros, los oros y platas, las ambiciones, las hecatombes, los nombres, el progreso de ayer, las invenciones de mañana, un revuelto que se concentra sobre sí mismo y que en lo más hondo del núcleo es fulminado por un infierno líquido de más de cinco mil grados centígrados, por el remedo de un sol pequeñito en ebullición constante dentro del mismo animal terráqueo, ¿qué quedará de nosotros, el hueco que llenábamos, al final de todo metidos ahí adentro, bien encajaditos?, ¿pura ropavejería?, cero, andamos sobre un monstruo cubierto de una capa de lepra humana de gigantesca espesura que poco a poco va calando hasta un centro de destrucción que la va a desintegrar en un nanosegundo, allá todos los afanes, compadre, hierven para la nada, y la nada es eterna, qué poco encanto ya, todo, incluso los sueños, ni siquiera la traición de un tiro en la cabeza te franquea el paso al país de las maravillas, nada de romanticismo ni de ideas geniales, ahora es inútil que te metas, como diría aquella, en el buzón del correo aéreo para llegar antes a los sitios, Internet se está tragando los buzones a la velocidad de la luz, total para acabar en aquel océano de fuego adonde se llega de todas formas, con prisas o sin ellas, qué mala suerte, no buena, desde luego, en lugar de matarme me comí la pistola que abrí en dos partes y la rellené con un poco de seso rebozado y frito en aceite de oliva, un temible bocadillo a la española, nos tenemos muy bien aquí, muy calentitos, afuera llueve, con los ojos cerrados sé que llueve, del mismo modo que siempre he sabido que era domingo aun sin conocer el día de la semana en que me hallaba, la lluvia y los domingos traspasan los párpados y te anegan de un olor y también de una situación especiales, tan distintos a los demás días y a cualquier otro tiempo soleado o gris pero sin lluvia, fuera de mí, si pudiera verme, debo ofrecer un aspecto grotesco, días y días tieso como un pez muerto fuera del agua, estar en el tiempo sin noche ni día, eternamente aburrido como un dios sin humanos a los que torturar, y nunca aprendí  a rezar y tampoco nunca supe a quien hacerlo, acepto mi maldad sin cortapisas ni miedos, una aceptación total que no teme ningún castigo por hallarse lejos de cualquier arrepentimiento, una anagnórisis de mí mismo sin veladuras que hubiera confundido sin titubear sus presupuestos iniciales, así eras y no otra cosa, y al cabo en el último capítulo, exitus, los prostituí a conciencia, he aquí mi herencia al mundo, estamos ante el monstruo, el auténtico, que ya había devorado al hombre, el suicida que ha comprendido realmente que suicidarse es un acto como cualquier otro en la vida, al menos si cuando lo perpetras no piensas en la muerte que es lo que en buena ley debería venir después del pistoletazo, uno se suicida porque todos los huesos de dentro empiezan a salir a la superficie y comienzan a envolverte, a apresarte en su abrazo hasta que no queda nada de tu carne en el exterior a la que hincarle el diente sin partirte por la mitad, simplemente era venganza, jamás tuve la necesidad de tomar pastillas para irme a la cama y dormir de un tirón, tenía el esqueleto bien a cubierto, todo el placer en la piel, en la carne, sin embargo, un día, que es cuando se desmorona todo, un día, me dije, ella es la culpable, ¿qué buscaba?, cualquier cosa menos a mí, un portazo con el rorro colgado a la espalda y una docena de libros, los frascos de tinta china de color, una guía de Europa en la mochila y adiós, no, las cosas no son tan fáciles, sobre todo aquellas que hacemos con tal deliberación y saña que despojan a un ser humano de cuanto se creía dueño y no era sino un usufructuario temporal, incluso un espectador innecesario y difuso mal acomodado en el gallinero, perdido entre la gritería, nunca actuante con un pie en el escenario, terminada la función desapareces entre la multitud, la parió y la destetó bajo la tutela Schmidt, la crió durante veinticuatro meses, la adecentó como a una princesita española, la coronó de graciosa majestad, ahora ya no se me muere, se dijo, y luego si te he visto no me acuerdo, adiós, eres su padre pero no eres nada, nada te pertenece por consiguiente, quédate en tu Ginebra y pasea junto el lago de la mano de tu melliza, los dos huerfanitos de madre y ansiosos de caricias, adiós, estos seres máquinas de relegar otros seres desarmados al cubo de la basura, adiós, estos seres son maravillosos, la quintaesencia de lo descarado, no saben escribir y son poetas, escriben los mejores poemas con sus idas y venidas por el mundo, con sus amores, sus actos y sus tejemanejes, no dejan rastro, sólo sabes de ellos cuando los tienes delante, y entonces sí, descubres la huella de sus pasos y el alborozo de sus viajes en la sonrisa, en la mirada brillante que posan sobre tus pupilas mortecinas, en el garbo de unos cuerpos tan sabios en el andar como en el comer, en la cama, al amanecer, en la medianoche, pero en seguida, adiós, se desvanecen en el aire, te dejan con un palmo de narices, te sabes un kleenex mojado por secreciones poco honorables, has sido una momentánea caricia sobre sus adorables cuerpos desnudos, has sido unos ojos húmedos y tiernos que ellos aceptan con la galantería de los elegidos por la belleza y la sabiduría innata, te regalan misericordiosos un gesto, un mimo en el lomo perruno de tu entrega sin orgullo, ¿qué era yo para la diosa española?, la compañía de ese tipo es absolutamente innecesaria, es igual tenerlo cerca a él mismo  o a una fotografía de él, no notarías la diferencia, se burlan sin ni siquiera crueldad, alados de oro venidos del Olimpo no se mofan, no descienden a la tierra para ese menester tan vulgar y al alcance de cualquier rastacuero, son solamente superiores, convengamos en ello, deja, pues, zorra excursionista, que hinche algo más tu mochila con la infamia brutal, esa dádiva enviada directamente del infierno, y la hinche todavía un poco más con un cadáver a tiempo parcial a partir de ahora en la memoria que ha de engendrarte un recuerdo al rojo vivo hasta el mismo día de tu muerte, ¿sabían algo de mi locura antes de volverme loco aunque nunca me volví loco de veras porque siempre he sabido lo que es estar loco y lo que es estar cuerdo?, ¿cómo se arreglan estas cosas?, con pastillas, aquella americana de Boston decía que las pastillas están limpiando los manicomios de todo el mundo, te envenenan lentamente, de manera educada, sin prisas, sin estridencias, mucho mejor que te arrojes por la ventana o te dispares con una pistola, pero el caso es que te vas muriendo con exquisita urbanidad, sin manchar de sangre la acera en la súbita caída ni pegar parte de tus sesos sanguinolentos en las paredes del salón, un poco por encima del televisor, por supuesto encendido, aquella lo decía, la suicida que amaba las pastillas sobre todas las cosas, de su marido, de sus hijas, de sus poemas, mucho más que todo ello la mantenían tiesa y con los ojos abiertos las pastillas, veinte pastillas durante las mañanas, diez por la tarde, ocho cada noche antes de acabar en la cama, todo un festín gastronómico y químico regado con media botella de whisky y cuatro o cinco martinis al acabar el día, en la placidez de uno de los maravillosos atardeceres de Marte, o de Júpiter o de Saturno devorador, pero lejos, muy lejos de la tierra malévola que arde por sus cuatro costados, y de cuando en cuando un poema con faltas de ortografía a la salud de sus lectores, yo no he tomado pastillas en mi vida, que frase más odiosa, en mi vida, qué fatuidad, pero nací con el dedo en el gatillo y el cañón apuntando bien o mal a la sien, y fue mal, y aquí estamos aunque no locos de atar, los brazos pegados a los costados, la cabeza caída sobre la almohada, las piernas juntas inmóviles, de una quietud ridícula, un muñeco roto que no necesita de ningún ventrílocuo para activarse, lo hace solo, sin ayuda del impostor vestido de negro o con retales de mil colores, pero también soy un poco ventrílocuo, un impostor, qué remedio, hablo y hablo pero no me oyen, esa es la diferencia, lo hago con la boca cerrada y los intestinos o las vísceras o el corazón o el cerebro o lo que quede de él generando pensamientos, una deyección desaforada e incesante, un pobre tipo en el limbo pero aún en la tierra, tan parlanchín en el silencio absoluto de él mismo y en esa claridad  de los tenues ruidos, roces y hablas más allá de su piel, qué extraño animal varado, ah, si supieran ellos que el pensamiento sigue, flota en la espesa sopa de sangre detrás de los ojos durmientes, cavila de un lado a otro, cavila, anda de un lado a otro, pues esa es su manera de andar, y lo hace sin miedo, ya estás muerto, no hay peligro, vives en la inminencia, la muerte ya no acecha, ya se ha colado en ti guadaña en mano, hace su trabajo por dentro, se toma su tiempo, ¿por dónde tomará la salida después?, ¿por lo lacrimales?, ¿por los oídos?, ¿por las fosas nasales?, ¿por el recto?, ¿por la boca mendaz?, me parece usted muy versado en libros, calvinista suizo, sea, ¿por el ombligo?, esa entrada sería un golpe genial, digna de análisis, me vuelvo por donde he venido, urdo un nuevo cordón al que asirme, me retroalimento, muy versado en libros, dice, gran calvinista, libros, si atentan contra mis ideas son nocivos y hay que quemarlos y si son afines a mis opiniones e ideario son superfluos, luego también merecen el fuego, ella dirá que yo era un hombre gris, a la hoguera, y si hubiera sido un artista brillante habríamos entrado en conflicto, a la hoguera, una tipa que hiede a incienso, sotana y fuego purificador, ese deseo de aniquilación de los otros fluye por la pócima de las venas de los españoles, puro veneno por muchas banderas y colorines con los que se disfracen de un extremo a otro de su país, todos de la misma camada negra de costa a costa, de estirpe cainita bajo un sol bíblico que calcina los corazones, han de acabar volviéndose a comer entre ellos, ahora comprendo porque la gente le tiene miedo a morir, porque la muerte tiene que llegar de una manera u otra, o salir si la tienes dentro, y esperas el golpe desde cualquier lugar, pero ese miedo innecesario por ser una proyección de un hecho figurado, nunca sentido, debería dirigirse decididamente a otro destinatario, algo, menos marcado y ambiguo, es la incertidumbre del instante de su irrupción lo que nos aterra, ¿me hará daño la muerte, ¿o será el lenitivo total, la paz perpetua, la eternidad de la nada, la eternidad, digo, la eternidad de la eternidad de la nada?, ¿y cuando me tocará en el hombro?, ya es hora, ya es hora, anunciará la sonriente calavera bajo la capucha, y entonces la calavera con brillantes ojos alojados en las cuencas, sonriente perenne, tomará tu mano: te lleva al sitio adecuado una vez has dejado de existir, a la ausencia definitiva, si antes no te has burlado tú de ella y te has largado sin esperar su llegada, en uno u otro caso los demás ya no volverán a verte, kaputt, madre, culpable como todas las madres, que condición horrenda, madres instintivas, madres que perpetúan la especie, meros instrumentos que paren hijos sentenciados, nacen muertos los hijos, gritando a pleno pulmón y ya están muertos, qué más da con uno o cien años de vida, qué más da que mueran fieles procreadores o no, dejando tras de sí parentela o no, concebid hijos, mujeres, incluso retoños estériles, hombres infecundos, cuantos más mejor en todo caso, alguno incurrirá en la misma traición, engendrar hijos como se escupe una simiente a la tierra, un hijo que crece y crece a la muerte sobre la tierra feraz, un monstruo, fruto de un vientre del que se alimenta como una serpiente, otros vienen empujando detrás tan malditos y condenados como los que se fueron, un vientre, qué inmundo nido se aloja allí donde descansa, se arma y germina la bestia, afila los colmillos antes de ser alumbrada y precipitada a un viaje en el que todo, a pesar de las apariencias, irá a la deriva, tú serás hecho añicos o simplemente te irás de este mundo de cuerpo entero, sin una cicatriz, pero muerto, acaso sin antesala, sin preámbulos, de buenas a primeras, de golpe inesperado y bruto, adiós, mar en calma y próspero viaje, yo, sin embargo, aquí estamos, muriéndonos, pronombre realmente bien empleado el mayestático pues a todos nos une idéntico final, soy el ciudadano ginebrino más correcto, como gustaba el otro de autodenominarse, ¿y qué significa eso?, esconde una patraña inservible si has nacido en una aldea perdida en la llanura calcinada africana o en el siglo pasado en una altiplanicie sudamericana, un sabio que llama la atención por su defensa acérrima de la ignorancia y las virtudes del salvaje, ¡qué paradoja la de este ginebrino cobarde!, sólo se complacen ante la naturaleza y los verdes campos los que no doblan el espinazo azada en mano, sólo desdeñan la ciencia los que la poseen aunque sea prestada, sólo sienten indiferencia frente al arte quienes se hallan rodeados de él y sonríen desdeñosos a sus ocurrencias, ¡estos falsos diógenes lejos del estiércol y la desnudez!, fértiles o no, ilustrados o cafres, vástagos del error inicial, somos hombres vanos y verdugos, una pasión inútil, menospreciar el origen que conduce a tal final es el único desafío posible cuando el atuendo postrero va a ser la mortaja, más felices fuéramos si paseando por la vida no vistiéramos calzones y al aire el culo y la condición animal, todo progreso, dice el que no calla, el ginebrino parlante, nace del vicio, pero del vicio original diríamos nosotros, de nuevo en mayestático, siempre la voluntad de un más allá del horizonte, plus ultra, al otro lado, en el confín, y no hay otra razón que el temor a la nada, a de nuevo no ser, pero cada paso adelante es un paso más a la desaparición definitiva, uno no tiene miedo a lo que es, incluso siendo imperfecto, miserable o inútil, caduco, lo tiene a la nada que era, ese ahora, puesto que has sido vivo, sinsentido, sólo el suicida se ríe de vuestros temores, porque él si tiene miedo a lo que es, como el ciudadano de Ginebra que sin actuar de suicida en ningún momento prefiere el fin de modo harto hipócrita, ya que jamás hubo de retirarse de lo público, la oscuridad en un siglo que empezaba a salir de ella, si verdaderamente te asquean los hombres, si sientes auténtica repulsión por una existencia que ha prorrogarse en otros ad nauseum, no lo escribas, reviéntate la cabeza de un disparo o ábrete las venas, entonces te creeremos, la pluma mancillando el papel sólo hace daño a los demás, nunca a sí mismo, y a ese otro hay que hacerle daño, todo el que esté en tu mano, es alguien como tú, una aniquilación sobre él aunque lo dejes vivo, te lo advierte Maquiavelo desde siglos atrás, no creas en ese que miras pues te mira a su vez y ambos conformáis el monstruo absoluto, nada peor que reconocerse, el pensamiento es mudo de lengua, pero es sólo ese silencio, ni en el sueño donde se torna burlón o despiadado se detiene, algunos, como los poetas, todos cobardes o lloricas menos los que se matan por su propia mano sin andar con melindres y zarandajas, muestran por descuido o por vanidosa deliberación parte de su naturaleza, hacen del poema una herida abierta, un desgarro en la carne que deja ver la inmundicia de dentro, el fracaso, la vanidad o la frustración, la angustia, el deseo, lo que no se ve es sangre ni el corazón en pedazos, ese corazón del que tanto hablan sin mencionarlo, pues sería de poetastros hacerlo, y al que tantos sobamientos y vueltas dan montados en el corcel de las palabras, es un daño mínimo el que se perpetran, se diría que hallan su defensa frente al mundo cruel rodeado de doce mil infantes y quince mil jinetes, ¿a quién engañan?, si tu mamá no te quiere ni te mima lánzate al vacío desde la planta décimo tercera o mete la cabeza en el horno y déjate de llantinas, ése el mejor poema escrito sobre la tierra que pisas, el que nunca te borrarán de las antologías, una figura desmadejada tronchada sobre sí misma, un pelele reventado, una poesía visual, el poema perfecto para el niño o la niña, para el adolescente, para el caballero y la dama, la única herencia que deberías dejar atrás junto con los ripios, el sueño se acabó, dijo el escarabajo, de modo que Maquiavelo, eh, clavo malo, como quien echa mano de la sal para vigorizar el guiso, la sangre, nos valemos de su recelo animal sobre sus semejantes, jodido florentino, yo no quería ser príncipe modelo y cauteloso, incluso cruel y vencedor en la contienda, me bastaba con protegerme de los otros hombres, de la envidiosa índole humana, la lectura de sus Discursos sobre Tito Livio sería la que verdaderamente me instruyó contra las asechanzas y sus disfraces, buen sitio éste donde aprender uno a cohabitar con su hermana y matar a sus primos y sobrinos, el desprecio es un arma muy efectiva, la maldad viene por añadidura, y es inevitable, está en el alma de la sangre del ser humano si bien algunos de ellos o cientos o miles de millones, qué más da, nunca se enteren de esa fatalidad por no haber tenido la oportunidad de ser malvado, líbrenos el dios o el satán de las buenas personas, ¿qué sabemos de ti?, a ver esos particulares, pues, señor, yo nací y fue bastante, ser y pensar es, ¿y si eres puro pensamiento sin el cuerpo?, cuerpo tienes sólo que inerme e inválido, una pura piltrafa, y mira, aún suelta humores antiguos o no, secreciones hediondas, manos enguantadas te asean con húmedas esponjas, te limpian orines y excrementos, te alivian llagas, te libran de costras, pensar que es en el espacio donde suceden las cosas, sin cosa no hay espacio, y el tiempo es el suceso, sin suceso no hay tiempo, Emilio o la educación, sentenció el maestro Ciruela, entre las tapias de un orfanato se custodian los mejores semilleros donde germina la fauna variopinta, tantos bribones y poetas, demasiados políticos, por doquier sacerdotes y rufianes, gentes de leyes enredosas, qué desbarajuste, qué contrasentido, ignorancia enciclopédica, dijo sin reparar en la risible  impropiedad, los filósofos son los bufones de lo serio, qué de imaginativos idiolectos, tan circunspectos ellos sus dueños y propagadores, muchos lucidos que fueron mocosos de orfanato con pantalón de retales o nacidos a escondidas en el arroyo folletinesco ahora andan muy empingorotados con la pluma chorreante de tinta en la cabeza como distintivo tribal, de entre las manos se les escurren montones de ideas novedosas pero ninguna original, la novedad es la nueva palabra que emplean que es un mero sustituto de la antigua rancia y vieja por el abuso, indios de reciente disfraz y cuño engreído, salvajes de lo inaugural, y qué lujos engalanan su caverna, qué de sofismas abruman su nacimiento, cuánto desparpajo en confundir de modo artero los apellidos propios y ajenos, habré de silenciarlos, que se vuelvan mudos de una vez, dejarlos en la caverna, callarlos del todo, la voz que me llega en la oscuridad es la mía, no hay otra, no he de imaginarla ni dibujarla tras los párpados, llega a mis oídos desde el mondongo, se acomoda por fin en el exterior del mundo lleno de luz aún viscosa de jugos y placenta, esa voz como venida de ultratumba, no estás muerto, no estás muerto, se burla con infinita crueldad, este orador interno al que nada le importa la verdad pero sí la apariencia del engaño a la que dedica todo su empeño por adecentarla creíble, sé mentiroso e impostor pero sé elocuente, que poco auditorio soy, una minucia, uno, aunque fui plural en aquellos tiempos cuando en Oriente todos los niños eran Jesús y tenían doce años, toda la voz para mí, sellados los labios, la conciencia viva pero diríase de piedra, imperceptible, emboscada en la inmovilidad, de allí surge este flujo inacabable, este cáncer de preguntas y respuestas, este divagar que brota de la herida todavía aliento sangrante de lo vivo, decidor y escuchador todo en uno, el rey en su tesoro, aposentado en la fantástica negritud acribillada del universo o navegante sideral a través de ella sorbiendo ostras de Orcade y bebiendo champán de los felices años veinte en copas aflautadas de cristal tallado que proyectan sutiles destellos ambarinos, Laura, querida, bebe de mi boca esta agonía cósmica que desafía toda cordura, yo puedo mezclar esta noche los versos si no tristes sí más grotescos o sublimes por la visión inconcebible, alzar una copa de champán en Plutón o más allá, buscarte a ti por los salones de fastuosa luminosidad, sobrecogedores, armónicos y límpidos de Júpiter, encontrar de tu mano en Orión poetas y naves en llamas, esta boca grapada de asombros infantiles, pues sólo sabemos lo pueril de la física y casi nada de su magia, habla hacia adentro lo que de adentro le habla al oído, yo he caído en este marasmo submarino como una piedra a la que las aguas densas y turbias, pantanosas, no opusieran resistencia, piedra quieta ya en el légamo del fondo oscuro ahí aguarda hacerse polvo de nuevo, y entonces todo empezará desde el principio, será otra vez el tiempo y el suceso, horizontal, boca a arriba, parecen salir de las entrañas mejor los pensamientos, una ingeniería segregadora, hilachos de babas que escurre el seso, flemas que luchan por atravesar la calavera, ser bajo el sol y no sólo ser un montón de ocurrencias sin patas que, encerradas en el arcón interior de la testa, serpentean entre límites inexpugnables, he ahí al doctor Van Aken tan inquietante con una llave inglesa en la mano en lugar de un pincel, el estropicio puede ser mayúsculo, una hecatombe encefálica, un leve giro de su mano socarrona y es otro el discurrir, otro vagar por la maraña inconmensurable de la selva neuronal, boca arriba en la oscuridad, condenado a oírme sin descanso, no poder alejarme de mí ni un instante, sintiendo el calor animal que bulle bajo la piel, aunque peor el sueño porque despiertas, la vida alrededor, sientes la sarta de horas, el tiempo, tú el suceso inexplicable, el runrún del planeta, qué golpe, estás en el mundo y su ruido tenue o tronante, esta extraña, enorme roca que da vueltas en torno a una estrella que ha de devorarla, que la lleva sumida ella misma en la monstruosidad galáctica a rastras nadie sabe adónde, horizontal, ser es un diálogo tenaz, una voz, una tabarra inagotable, te preguntas, hablas con los objetos, con la naturaleza, con las demás figuras silentes que se cruzan en tu camino sin despegar los labios, basta una mirada, nos identificamos con un simple vistazo, un semejante, otro, el otro que ha de acabar como yo, hermanados en la desaparición definitiva y no escondido en cualquier lugar de la Tierra muy lejos de ti y de tu contemporaneidad, nos vemos en la nada, adiós, adiós, y cada uno sin abrir la boca prosigue su camino, ahora, horizontal, todo son respuestas, las preguntas son innecesarias, esto es así porque me he reventado la cabeza y es una respuesta, el niño que fui sé que fui y era otra respuesta, vino la muerte, esta postración continuada y sí, tenía sus ojos y alumbraban la respuesta, no cesas de pensar, de hablar a un oyente que eres tú y a la nada, era suizo, lo soy, porque esa era la respuesta, violé a una hija porque esa, también, era la respuesta, quise matar, y maté, sin ruido ni arma, hice sangre que una madre, madre que fue a desgana, verá manar hasta su propia muerte aun cuando oculte de por vida la tristeza, porque esa era la respuesta, todo parece tan razonable, mucho más el mal que el bien, que es un contrario demasiado templado y vulnerable para aquél muy pertrechado de imaginación, si hay dios hay diablo y cada uno arrastra sus huestes a los campos de batalla, ¿quién me ha lanzado al mundo?, el doctor Aken calla y desvía la vista a otro lado, al norte, o al sur, o se mira la punta de los pies, no le inspiro el menor interés, ¿molesto porque le he despojado del van?, pues entonces el otro, el doctor Haddin o Haddon, o como se llame, comadrón de respeto, vaya uno a saber si hasta el mismo recién nacido lo ignora, en seguida me dieron de primer biberón un poco de scotch y sándwiches de huevo, sabían un poco a lágrima y otro poco a la mierda y orines de mi madre todavía parturienta, enrojecida y exhausta, con las piernas abiertas sobre la cama, esperando a la otra, a la melliza, que venía detrás agarrada al faldón de mi babero, ojalá sólo fuéramos en el amanecer y en el ocaso, un instante, pero nacemos, vivimos y morimos en la noche, aunque ya en los campos de batalla convengamos que la oscuridad favorece la puñalada, el amor, el rencor, este ha sido un niño muy raro, afirmaba el vendedor de cañones, todos los niños son raros, de lo contrario es que se trata de un adulto disfrazado de niño retrocediendo hasta el útero por la carretera de Ballyogan, de mayor se hará cuidador de erizos, hará del silencio el lugar más adecuado para asentar los reales de la soledad, aún así alguien te importuna con un comentario absurdo o una pregunta inútil cuando las respuestas ya han sido dadas, sólo tienes que mirar en torno a ti, no les disimula, y tampoco a ti, por mucho que se empeñen ni los colores, ni los atavíos ni las ocupaciones, sé lo que sois y sé adónde vais, no volveré a pisar la tierra, ningún suelo, horizontal, sin embargo aquí tumbado puedo dar cien veces la vuelta a la Tierra, amanecer en Pekín y volver a amanecer en Ginebra, perieco o no, los pies bien firmes sobre el suelo, la cabeza volada, bah, que más da, al fin bajo una piedra negra rodeada de acacias en el Pere Lachaise, solos, el ajetreo y el fragor de los otros no lo desmentirá, solos, arruinados por el fuego o los gusanos, menuda educación, sándwichs de huevo, un trago de whisky y leyendo el Punch los domingos por la tarde, ¿sólo las estivales?, adónde iba uno ir a parar, deberíamos nacer sin nombre, o todos nacer con el mismo nombre, un anonimato crucial, sinnombre, o una clamorosa universalidad, todonombre, me llamo Eric Satié como todo el mundo, curiosa la voz, un enigma que parece nacer del vientre, subir por la laringe y florecer en la boca, qué digo, estallar, prorrumpir, explosionar y esparcirse en mortífera metralla visceral y emporcarlo todo en derredor, y es el cerebro el que parlotea tengas abierta o cerrada la bocaza, recuerdo las laderas de las montañas del Jura teñidas por el atardecer, un sosegado crepúsculo, un cerco bienhechor, aquello podía haber sido la eternidad, paz y mutismo y visión, el habla silenciosa de los dioses que desprecian comunicarse con los humanos, ¿quién podría hacerte daño mientras la luz se extingue?, cae la noche, los dioses se retiran, se entregan a sus placeres secretos, y los pecados de la Tierra, de haberlos, tan en secreto también, se tornan privadamente oscuros, se perpetran en el silencioso interior de las casas donde habitan sin excepción los monstruos, sus víctimas, las perversiones, las pesadillas, viene a esta cama de moribundo tenaz el viajero del tiempo, aquel que se miraba en el espejo y siempre era el presente, no asomaba el pasado desde ninguna de sus galerías de plata ni entonces ni ahora, aquel viajero inmóvil no pudo prever este despojo humano intacto de cuello para abajo, este cuerpo encarnado en una memoria que gira sobre sí misma sin necesidad de espejo, aunque ahora sí sabes el final, es decir, el futuro, los ojos no se abrirán más, tu brazo no se alzará, la voz quedará encerrada en la prisión que eres erigida de gruesos muros y pesados hierros infranqueables, esa ciénaga que se alimenta de su propia podredumbre, no morirás con el sombrero puesto ni las manos entrelazadas sobre el pecho, morirás tieso y frío como un pez, un hediondo pescado con el lomo a trozos servido en un plato de barro a gusto de cualquier dios comilón poco sofisticado, mero condumio que echarse a la panza para defecarlo con beatitud y no sin satisfacción a la mañana siguiente, tal las voces de los demás que tanto deben al aire que las propaga, qué destino, borrable, efímero, un sonido que se pierde en el fragor de los objetos y su movimiento, que también es un habla, por sus ruidos los conoceréis, qué época sin esplendores la mía, ¿cuál la mitología?, ¿los símbolos del tiempo en el que sucedo?, no veo a Dios, el primero y único al parecer, en la ventana de la habitación, estará en el infierno, que es su sitio apropiado, donde bien merece estar, haz un mundo, vasto e inconmensurable, dale cuerda y siémbralo de malas pasiones, crímenes e imperfecciones, ¡menudo hacedor!, ¿qué figuras representan mi cotidianidad?, y remachó, lo grande es oscuro, aqueo de larga cabellera, nube, gusano y terrón de arcilla, he ahí mis materiales, no es dios, pues, una visión, que es alucinación, no, no veo lo que veía Blake el loco, The Mad, ahora las voces, Blake, Dios, dios, en minúscula o mayúscula, depende, los símbolos, el apuesto y salvaje aqueo frente a Troya, se alejan, se funden entre las sombras, oscuridad, ha llegado hasta el borde de la cama el niño viajero del tiempo, todo parece entonces iluminarse un poco, ¿estarás satisfecho, no?, me recrimina, le traicioné a aquel niño que era yo, lo violé a medida que crecía y se iba desfigurando hasta adquirir este rostro, esta mueca, este tiro en la cabeza, vamos de la mano tú yo, etcétera, soy de las cosas pequeñas del mundo, dijo, y el niño no pareció entender, ¿quién va a reconocerme?, me he cortado del mundo con una hacha bien afilada, un trozo suculento para la gusanera si el fuego mucho más noble no lo impide, he mutilado el mundo de mi carne a pesar de mi intrínseca menudencia y mi microscópica fisicidad, he cercenado una de sus partes como quien se libra de una mota de polvo sobre el paño de la chaqueta, ah, pero en el pensamiento nadie hurga sino yo, y no calla el condenado parlanchín porque es imposible hacerle callar, taparle… ¿qué boca taparle?, ¿cómo encerrarlo bajo siete llaves y esconderlo en alguna de las islas del tesoro, esas que a veces ni siquiera aparecen en las cartas marinas?, no hay tal, él mismo se autoalimenta de su extravagante deambular por una palabrería sin freno, y el caso es que un poquito de continencia no vendría mal, dijo, está el sueño, dijo otro, ¿el sueño?, pues es ahí donde el pensamiento anda a cuatro patas y con un rabo en el culo, y aun otro dijo agarrándose a los flecos, y cuando le duelen las muelas o la gota le subleva te endosa a traición las pesadillas, te ahoga en un mar de iniquidades o simplezas, desbarajustes sin cuento que sólo te causan torturas y terrores, así vamos, sin escapatoria entre sus locuaces barrotes, te tiene cogido por el pescuezo como una fiera hambrienta y moribunda del África y no te soltará, qué festín para sus tragaderas, tú sólo quieres callar, él sólo quiere devorarte, machacarte con novedades locas, dudas del presente o con recuerdos heridores y la monserga de un pasado que se cimienta paradójicamente de imágenes mudas, de destellos fugaces, pero que tú traduces en palabras, ah, maldición, vas de cabeza, se dice, y es lo cierto, ¿no precisas, sueño?, ¡qué va, divago!, Atropos perdió sus tijeras, la mente se divorció de la maquinaria del cerebro, giró a la fantasía y a la aberración, así las cosas, busca en el saco de las canicas cerebrales la conciencia, debe ser una sustancia viscosa, incluso brillante, resbaladiza entre los dedos como la gota mercurial, pchs, cualquier sabe, yo soy y mi inconsciente, que este último es el que me gobierna, actúa a su aire, no tiene un orden establecido pero tiene lógica, algo saltarina, cierto, un mejunje etéreo y amorfo en el que sin timideces bailaron zarabanda Copérnico, Darwin y Einstein jaleados por Duchamp y el golpe del arco sobre la madera sobresaltado, imprevisto de Shostakovich, las figuraciones del hechizado Kandinsky, las astucias del sabio Picasso, los claroscuros de Welles, en fin, la conciencia es como la velocidad, la produce una máquina pero no es la máquina ni surge de ella aunque éste la propicie, se instituye a solas, se instaura invisible en las cosas del mundo y es tan real como él, uno, un tipo, yo, todos, Eric Satié, por ejemplo, es el puente entre la mente y el cerebro pero no lo sabe, no se contempla de lejos ni de cerca ni tiene perspectiva para hacerlo ni siente el peso de su materia, sólo tiene un millón de palabras en cada mano para, cual si fuera un muchacho que en lugar de hacer los deberes a la vuelta del colegio se acuclillara sobre la tierra negra y esponjosa bajo un cielo crepuscular de azul y oro viejo, ir metiéndolas las palabras como canicas en el hoyo jugando al guá, tengo once años, atardeceres de sexo infantil en las arboledas próximas a la estación de Eaux Vives, siempre con un perenne olor a humo de madera quemada donde los hijos de los emigrantes latinos maduran como frutos podridos, pobre niño rico suizo con monedas sobrantes en los bolsillos, sabedor de su condición superior y depredadora, altivo señor de la guerra con derecho de pernada gitana, paladear en el recuerdo el sabor de la piel sucia y estremecida del otro que anegaba la lengua, y así, tan natural y fácil, mágicamente, con perversidad maquinal, se abocaban los juegos inocentes en los pequeños placeres prohibidos, fulgurantes, como morder los labios morados y sabrosos de la niña española, acariciar desenfrenado por debajo de su blusa y su falda raquíticas el pecho liso y palpitante, sus caderas aún masculinas, apretar con fuerza la mano ajena y púber, desconocida, entrelazar los dedos contra los suyos casi con rabia, mientras sobreviene tumbados aunque vestidos uno contra otro el orgasmo súbito, inesperado, quemante, de una plenitud telúrica, y luego, el desfallecimiento y la paz como inyectados por una droga, niño ya tan poderoso sobre otros niños que comparten con sus gemidos su mayor placer, en especial ésos niños desclasados, apéndices desgajados de una emigración patética y sumisa, mi madre me llevaba de la mano de once años a las orillas del otro lado del lago, hay una mujer vieja que fabrica muñecas y ojos de cristal, pero yo ya había descubierto la mirada lasciva o sometida del otro, la entrega ardorosa y esclava de los cuerpos miserables, qué me importaba a mí una bruja de aspecto dulce que ataviaba de encajes las desnudas muñecas de materia inerte y fría y que dotaba de unción a unos ojos ya muertos, qué cerca estaba yo de la mano tibia y seductora de Grete, juegos prohibidos, un escalón más a la delicia, qué sabrán los adultos del desván de los niños, de acuerdo, vosotros tenéis el mundo pero yo tengo la imaginación y una daga capaz de deshacer de un tajo el nudo gordiano, vosotros moriréis viejos, atemorizados y sin fuerzas, llorando sin pudicia lo que perdéis, yo lo haré siendo mi héroe preferido, el que ganaba todas las batallas que emprendía porque le daba la real gana provocarlas, de acuerdo vosotros tenéis la realidad pero nada podréis hacer contra un niño mentiroso que fabricó su propio final sin tramas epilogales descabelladas ni un burdo deus ex machina, fue fácil apretar el gatillo, pero ¿cómo iba a prever la pesadilla, la terriblemente morosa antesala kafkiana ante las puertas de la total desaparición?, el escalpelo es mi mirada, sé donde hay que sajar, lo supe en seguida, y también fui capaz de sorber la sangre limpia o hedionda de las heridas abiertas en el cuerpo de los otros, el destino final era el disparo en la cabeza, lo demás, minucias, las pequeñas anécdotas del monstruo, superfluas si bien se mira, unas gotas inocuas en el océano de maldad que orilla las playas de la Tierra, diablillo que os sonríe ignorante de vuestra repulsión hacia él, pues fui hecho a la imagen y semejanza no ya de un dios sino de todos los dioses, una pequeña parte de ellos incluso minúscula conformó mi estatura de ser humano, mi iniquidad divina, yace en el lecho, sin el sombrero puesto, es de día, y desde la ventana se cierne una luz macilenta, debe ser una mañana gris, puede que hasta desapacible, mortificante, no percibo la densa claridad de la tarde, el velo rojo del párpado aun bajado descubre los matices del tiempo a pesar de todo, lo traspasa el fulgor vívido o tenue de la vida, y en ocasiones el ojo se abre por mero reflejo, capta el mundo, o al menos su color, y vuelve a cerrarse, uno, éste, muere con el ojo abierto, avizor, por si acaso, de ti quieres llevarte a la muerte inclusive la porción más minúscula de tu carne, que nada quede, ni una huella, nada donde poder hincarte el diente, ningún rastro pérfido, ninguna prueba de tu paso por el mundo, saboreas la muerte como saboreaste la carne, Gauguin en Tahití rodeado de sus pequeñas nínfulas de piel dorada, niño que se frotaba contra otros niños al atardecer en los parques de los sesenta… ¡en la civilizada Suiza!, a todos aquellos niños, décadas más tarde, los he violado con el recuerdo, con la mente lúbrica los he desnudado y aspirado de nuevo su piel salvaje, he besado sus bocas con fervor y hundido la lengua en sus recodos como supongo que ellos adultos y ahítos han hecho conmigo al cabo del tiempo, Mais dans ton cher coeur d’or, me dis-tu, mon anfant/ La fauve passion va sonnant l’olifant!, niños seducidos por el instinto animal revolcándose entre el el súbito orgasmo inexplicable y la tierra bajo un cielo inmenso y azul teñido de franjas malvas y amarillas, todos anónimos y expectantes, sumidos en las pequeñas convulsiones y atrevidas impericias, excitados sin saber del pecado, acariciados por un aire tibio y embriagador cargado del aroma sencillo de los árboles del estío dorado que los ocultan, libres de correcciones morales y ataduras medrosas, alertados por el ardor y la curiosidad, niños carnales y mínimos de raros idiomas y brillantes miradas sin miedo precipitados a la voluptuosidad y el espasmo inmediato e inclasificable sólo por la intuición y la mano desnuda, ah! les premières fleurs, qu’elles sont perfumées, fascinados por verse reflejados en los espejos trémulos de los otros, en pleno desfallecimiento, tan sabios ahora al reconocerse en ti, en tu cuerpo enrojecido, temblante y conmovido por las sacudidas de la reciente lujuria, heridos por el mismo rayo poderoso y breve y así dos y tres veces hasta el éxtasis postrero, sin aliento y sin vergüenza ninguna, porque aquello era el mejor de los juegos y cualquiera de ellos que atesoráramos en el repertorio infantil de la memoria empalidecía ante la deliciosa postración y clímax alcanzados, el niño déspota de las monedas que era yo comprendió muy pronto el poder y, más todavía, su ejercicio prepotente y sádico, el goce añadido al del cuerpo que proporcionaba la dádiva caprichosa, el regalo inocuo, una mera invitación a un refresco, un pastel, el juguete de quiosco, abalorios y bisutería embaucadores, y un anochecer estival inolvidable de aire caliente impregnado por el perfume limpio de los árboles más tupidos, sin que ninguno de la chiquillería orquestada por un Dioniso infante y feliz mostrase el menor rubor, los pequeños penes liberados de pantalones y calzoncillos se irguieron a urgencias de un aquelarre festivo en incipientes erecciones, las niñas en el calor de los abrazos permitían con las faldas en la cintura que las manos menudas bajo las bragas acariciasen sus vulvas suaves, sin vello, que introdujeran los dedos en la oculta y novedosa hendidura, y vi a Laura mucho antes de ver a Laura, era emigrante, extranjera, asequible, una niña sin sobresalientes, era pobre, vestía ropa barata que desteñía, y entonces con la vista fija en ella, nada más que en ella, mientras sentía una presencia vehemente a mi lado, unos brazos que por detrás me rodeaban el torso, y a pesar del estremecimiento del otro contacto, me di cuenta, en seguida supe que era maravillosa, y los besos se volvieron más audaces, y la sensualidad se hizo carne donde podían penetrar los sentidos en toda su plenitud, el olor de la piel y sus pliegues, los sexos tan iguales y tan distintos, el sabor de las bocas, el roce de las manos y los entrecortados gemidos, el tacto febril y codicioso, era una fiesta cálida y vibrante sin fin, pues era siempre renovada de forma misteriosa, acrecentada por el deseo acuciante del niño mimado y exigente de apreturas y manoseos que insiste una y otra vez orgiástico por allegar a la culminación del goce ahora descubierto, Gauguin…, ¿usted quién es en realidad?, ¿cómo que quién soy yo?, yo soy el reloj de cuco, yo era un Jesús de once años que anduvo sobre las aguas seguido en silenciosa admiración de una tropa chiquita, babélica y cada vez más experta en el deseo y el ardor de masturbadores obsesivos, tocones infatigables y niñas exhibicionistas y viciosas, el niño prometía, yo he nacido de aquel niño perverso pero inocente, y fue más tarde joven precavido y comediante, indolente y nada respondón por la cuenta que le traía, y luego, ab initio, ya adulto, fui artista ambicioso porque no descubrí hasta mucho más tarde que era un pintor mediocre, y tenía el lema mas no el talento, al auténtico poeta, al artista, le importa muy poco una revolución social o política, lo que de verdad pretende es una revolución de sensibilidades, en ese terreno yo estaba estragado, echado a perder por una sensualidad tempranamente  pervertida, existe una conexión con el pasado, el presente no nace desnudo y virgen, está hecho de retales de atrás, y eso le condiciona para entender el mundo que es cambiante día a día, el presente te informa del hoy con las noticias y los sucesos de ayer, te revela una continuidad, un crecimiento que también es deterioro, un débito que demanda su resolución sin intermediarios, eres tú en el presente y en el pasado y esa tríada es indisoluble por más que creas que amaneces nuevo e impecable cada mañana a los primeros rayos de sol, el recuerdo te envejece igual que los placeres antiguos desaniman su restitución, ¿cuánto tiempo estoy despierto?, ¿cuánto dormido?, sesenta horas sin dormir y acabas convertido en un cero a la izquierda, ni siquiera podrías sostener un lápiz entre los dedos, y si pudieras lo único que harías sobre un papel serían garabatos, sesenta horas dormido, en mi estado, perfectamente inocente, con las manos bien limpias, es sólo es un parpadeo, ni alcanza a dejar mi mente en paz, en realidad nunca sé cuando estoy despierto y cuando estoy dormido y los sueños, por muy estrafalarios que sean, no me producen la más mínima emoción, las pesadillas me dan risa, esa maniobra del sueño tan suya y burlona de mezclar la noche y el día, de desbarajustar las cosas y los sitios, de confundir e intercambiar rasgos en los rostros conocidos y sobresaltarme con seres anónimos y acechantes surgidos de cualquiera de las sombras de las que está hecho no me engaña, buen domador he sido yo de mi inconsciente, señor, esa parte oculta de mi personalidad la he mantenido a raya en cualquier circunstancia, pero puestos a disimular…, no soy yo, señor juez, es mi córtex frontal, yo soy la primera víctima de un defectuoso artefacto biológico, petrificados deberíamos andar sobre el mundo sin alma ni voluntad y mucho menos cerebro, y qué decir del subconsciente donde anidan, crecen y maquinan los monstruos sus crímenes, no soy yo, señor juez, es la parte oculta de mi conciencia la que me zarandea de aquí para allá y dirige mis asaltos y fechorías, es una histeria a la chita callando que llegado a un punto crítico se materializa con violencia a través de la maldad, son demasiado los hombres que se esconden en mí, una pluralidad escandalosa que se escabulle entre mis entrañas cada vez que intento asomarlos al exterior y definirlos uno a uno para su eliminación, y muchos de ellos me pueden, señor, soy una Cristina Beauchamp cruzada con Billy Milligan, una especie de víctima y victimario en uno, un engendro en suma desde el que es imposible determinarme en una sola e indiscutible identidad, esta largura blanca y detenida es el diván, nos rodean hileras de libros inútiles y una confortable penumbra que invita al sosiego, pero será el doctor Van Aken sentado junto a mí quien hable al tiempo que hurga la sesera, yo seré el perfecto oyente, no contradigo, no quiero, ni podría tampoco, mascullar algún improperio al oír sus imaginativas sandeces, reírme de sus suposiciones de calzador, permaneceré respetuosamente callado y ese doctor Van Aken me preguntará, ¿usted sabe realmente quién es?, y yo le contestaré para mis adentros donde se doblan de la risa mis, por así decirlo, heterónimos esperando cada uno de ellos el debido parto camino de sus desafueros, que, efectivamente, puedo ser cualquier cosa menos lo que estaba destinado a ser, Jekyll y Hyde son demasiado primarios, fáciles de sondear y, por tanto, de adivinar a las primeras de cambio, se muestran tal cual son, y son dos, no uno, merced a la química y los descalabros encefálicos que produce beber pócima tan bruja, quien de veras experimenta el mal y sus infinitos placeres y júbilos secretos es Hyde, y no el onanista aburrido de Jekyll que resuelve todos sus miedos y cautelas e inhibiciones con cambiar de apariencia y creyéndose otro a tenor de sus disfraces físicos e indumentarios, déjeme a mí, doctor Van Aken, que sea el único dueño de mi conciencia, pues nada tengo que ver con los que, invisibles, tras ella se escudan para sus desmanes disfrazándose de mí, adaptando mi rostro, mis manos, en el sueño o en la vigilia, señor juez, créame, soy uno, un rostro y unas manos reconocibles y soy múltiple sin disfraces, bastante tengo conmigo mismo, mis propias fechorías y el fardo de mi ello y de mi yo tan omnipresentes siempre para andar enderezando repugnantes comportamientos ajenos a mi arbitrio por muy acomodados que se hallen en las entretelas de mi psique o como diablos se llame o entre el kilo y medio de inmundicias inimaginables que encierran los barrotes y muros craneales, en esa cárcel se hospeda todo el mudo torrente de iniquidades que es el pensamiento sin freno y que las palabras, al decir antiguo, logran mantener escondido sin revelarlo verdaderamente jamás, que para eso le fueron dadas al hombre junto con la lengua, el que creó el primer bicho en el planeta, bicho probablemente él mismo, debió ser un tipo de humor juvenil, jovial y hasta bromista, te doy el don de la lengua en sus dos variantes, sonora y silente, habla con una y miente o aborrece con la otra, pero hasta llegar a esto, ¡qué viaje inaudito, qué de terrores!, se tendió desnudo en el diván del mar suavemente mecido por olas verdes y azules, extendió a los brazos a los lados, separó las piernas, miró el cielo abierto sobre él, llano y soleado, ahora ya puedes empezar a largar lo que quieras, ¿cómo quiera que me sienta en esta inmensidad?, poca cosa y, por tanto, criminal, Jung conocía a la perfección a los suizos y supongo que a aquel bicho fabricante o primigenio, les hizo un traje a medida que lo mismo valía para un roto que para un descosido, somos parte de aquel bicho, nacemos de alguna de sus partes más ínfimas para el mal o para el bien, llevas en la frente la marca de Caín o de Abel, que son igual cosa sólo que con nombres y circunstancias diferentes, nada te llevas de este mundo porque lo poco que dejas como legado nunca fue de tu propiedad, formaba parte de una naturaleza muy por encima de ti que lo detentabas en calidad de usufructo, imago no sólo es la imagen ideal que desde la infancia persiste en tu inconsciente influyéndote en no pocos avatares de tu existencia, breve y que será perfectamente olvidable más tarde o más temprano, es asimismo el último estadio de una metamorfosis, el final de las mudanzas prefijadas, no avanzarás más, y los misterios, que siguen sin resolverse, te dan con la puerta en las narices, y si una especie no evoluciona más, se degrada, vuelve a ascender por los troncos rugosos de los árboles más altos hasta las ramas más oscuras, se deprava hasta su aniquilación, Jung me ha transformado en una niña de once años, se trata de una niña inteligente y es hija de una familia acomodada y culta, mamá la ninfómana, papá el cañonero y la melliza incestuosa, tal el decorado y esas las circunstancia, sentencia inapelable constituyen los mimbres de este capazo a rebosar de traumas que configuran de pies a cabeza al tendido, al durmiente inofensivo de ahora que a aquella edad ya mostraba signos de una libido indómita que tuvo que resolver con prepotencia y abuso continuado sobre otros niños de condición marginal, culturalmente desplazados, merced a regalías de ínfimo precio, luego de once sesiones Jung me devuelve sin contemplaciones, como odiosa penitencia, al estado amorfo del adulto inofensivo que contempla el mundo con cierto grado de perplejidad pero también con infinita desgana, gracias doctor Van Aken, y dijo, la piedra era de color azul, como un cielo sin nubes ni grises, estallará la tormenta, repliqué, para entonces ya estarás muerto, afirmó, pero se equivocaba, del capazo salió el diablo, y acaso el otro, el dios, con todos sus aparejos y peores intenciones, hizo de las suyas, el diablo en la calle, en medio del remolino, heme aquí con los brazos inertes, la conciencia alerta, los sesos hirviendo, los oídos bien atentos a las voces interiores, con los ojos cerrados a los que no se les escapa nada, todo lo han de ver, muertos, nada se les oculta ahora, ni el higiénico tampón que alivia la mínima hemorragia ni las lágrimas de una enfermera que sufre con los sufrientes, entre la locura y la muerte pero muy vivo, puede que una vez mueres, sueñas, eternamente sueñas, ¿qué prueba todo esto, este discurso que deriva de una cacharrería mental donde aquello que se termina extrayendo sin necesidad de fórceps es pura y simple escoria, una montaña o una mota?, ¿qué lugar y qué peso ocupa un recuerdo?, detritus que se deposita en las oscuras y, sin embargo, tan reveladoras, tan luminosas cloacas de la memoria, que emerge del desván de los abuelos, de los cajones secretos de mi padre, del bolso lleno de perifollos, minibragas y cosméticos de mi madre, del cuarto de juegos de mi melliza, va uno arrastrándose hacia delante con todo ese rompecabezas de polvo y telarañas detrás de los ojos urgiendo a su composición final y única, y esa figuración conclusa acaba erigiéndose en guía inflexible, imponiendo la ruta, estableciendo su trazo fatal sobre el mapa de lo vivible y no imaginario, y no hay vuelta atrás porque, en efecto, tú eres la respuesta, tú eres la vida y la muerte en tu absoluto, una existencia irrepetible, sin parangón, sin copia posible, no hay segundas partes, sólo el cobarde olvido del pasado contra el que te tropiezas cuando menos lo esperas que emborrona esta segunda parte que es el presente y que te llena de angustia y temor ante un futuro que notoriamente es imposible puesto que no será jamás, si pudiera hacerme ahora de nuevo con la pistola redentora, si pudiera, si pudiera, sí, librarme de los harapos y de una vida tan sucia, qué sabrán ellos, no era yo quien se envilecía entre las sábanas de la melliza mientras la madre multiplicaba sus amantes y el padre amontonaba en las manos billetes que escurrían sangre, yo era inconsciente, doctor Van Aken, bien lo sabe usted, el exacto modelo de una regresión animal, inocente por tanto, si estuviera a mi alcance la pistola, un millón de balas que disparar contra los culpables, la humanidad entera, qué entretenimiento moroso y alargado en el tiempo, yo sólo fui yo y un poco testigo de mí mismo, las hechuras de adentro me vienen de muy atrás y no son cosa mía ni de mis actos, pero ¿eran culpables?, tanto como yo, nada, hijos de Caín vivo o de Abel muerto, o el otro, que también hubo un tercero, como hubo antes una primera eva, estaban en el mundo y en conflicto permanente con él, enajenados en sus pasatiempos, culpables, sí, pero sólo por no quedar hasta el día de la muerte quietos como un vegetal, mudos como una piedra, inofensivos como un árbol y de esta manera volver a la oscuridad y al silencios eternos, ¿qué queda ahora?, una mortaja siniestra de pellejo, soy como esos muebles vetustos que reposan en casas deshabitadas cubiertos de una sábana blanca, tengo sueños blancos rasgados a veces por unos rayos negros que irrumpen de cualquier lado en forma humana enfrascados en quehaceres abstrusos y confusas idas y venidas sin saber lo que quieren ni comprenderlo yo en imágenes que se presentan tan diacrónicas, no son los diablos los que juegan en la Tierra con nosotros, son los dioses que, escritas a fuego o con faltas de ortografía todos castigos y sus normas, mandamientos y penas, sin nada más que hacer que mirar por la ventana, nos conducen inexorablemente por mal camino y nos allegan a las acciones más obscenas y sórdidas, porque el mayor espectáculo es contemplar al pecador pecando, el diablo tienta y crea el pecado y el dios consiente y crea el castigo, gemelos son al fin, que sus distintas iconografías no nos engañan, ni el tridente colorado ni el trono en forma de nube blanca y azul, codo con codo asisten a una fatalidad y condenación programadas, pobre humano, que ni eres tan diablo ni eres tan dios y sin saberlo eres actuante, otros para dar rienda suelta a sus tropelías decidieron matar con la pluma y el tintero al dios de manera que esa ausencia de castigos permitiera las dentelladas a diestro y siniestro, a otros les bastó con hacerlo compadre o, al menos, testigo comprensivo de las afrentas de un ser víctima de una condición ancestral que no repugna ni los caprichos más infames ni el crimen más horrendo merced a su origen de bestia, por mi sangre fluye la maldad más inocente, ni soy responsable de la sustancia ni del color de ese líquido que riega y fertiliza por dentro un organismo que salvo la máquina y los engranajes que lo mueven acarreando billones de células y átomos segundo a segundo desconozco del todo lo esencial que parece distinguirlo de otras especies animales, pues el cuerpo tan grosero de apetencias, obligaciones y servidumbres es el que oculta el alma y no al revés, y no hay divisa por muy altanera que sea que cambie eso, siento que soy otra cosa que lo que veo en el espejo, y tengo conciencia de algo que no sé, deberíamos ser almas con el cuerpo dentro, un cuerpo invisible e intangible, pero a fin de cuentas qué más da todo esto, al día mueren cientos de miles de personas, cada una de ellas irrepetible e incluso valiosa en algunos casos, el negro sumidero de la muerte se las traga sin ton ni son y las vomita a la nada sin que a los que están en la cola con los dos pies en tierra o con uno ya en la barca les importe algo al cabo del tiempo, si es que aún siguen vivos cuando ya han olvidado a los muertos, horizontal, decía, aún he sido demasiado escrupuloso, me tenía que haber batido hasta con las manos desnudas, a palabrotas, a miradas solas, sé de vuestra andadura para progresar, mediocre y astuto llegas a la cima, a lo tuyo, la sonrisa ratonil, yo quería ser artista, estupendo, ¿y por qué no lo has sido?, me faltaba talento, ¿talento?, ¡qué estupidez!, querido, en nuestro tiempo artista es quien dice que lo es, pensar exige una técnica, para divagar basta que estés tumbado en ese colchón de plumas que es la vigilia, el estado perfecto, al final, si no has meado fuera del tiesto, te entregarán un bonito y brillante guijarro pulido por las aguas del Aqueronte o tal vez si escribes sin faltas de ortografía te confíen por fin la llave del lavabo de caballeros, la voz surgió de ese montón de grisura todavía tibia rebosando la urna ecológica, aproximadamente cinco kilos de ceniza, ¡no estoy muerto, sólo incinerado!, ¡qué sabréis vosotros los vivos!, entonces lo vio en forma de sombra, así que lo supo viajero intrépido y le entendió generoso de conocimientos, y le preguntó qué era la muerte adonde pensaba viajar, y si estaba llena de almas o de alguna otra cosa que pudiera verificarse, vendré con el recado cumplido, aseguró el otro al tiempo que cerraba la maleta, y sin más preámbulos el avezado y atrevido turista se metió con pasaporte y credenciales en la muerte como quien va a una fiesta, los ojos muy abiertos, lista la entendedera y un buen fajo de billetes en el bolsillo interior de la americana, pero nada extraordinario halló durante su excursión por aquellas negruras, o se lo calló poco generoso en esta ocasión cumpliendo quizás un mandato divino o diabólico, ¿pero vio las almas?, ¿qué vio?, ¿había alguna cosa por allí?, porque el espacio es porque es algo lo que lo visibiliza y termina convirtiéndolo en un escenario, ¿es la muerte un escenario donde se desarrolla alguna acción digna de contarse?, qué, ¿qué tal?, preguntaba el interrogador, y el visitante, todavía con el pringue invisible, viscoso y tibio, maloliente y húmedo de la placenta de la muerte sobre la piel, con la maleta vacía a los pies, pues nada se trae de la roñosa muerte, le sonreía con pena, ni una palabra ha de salir de mis labios, pierde toda esperanza, le contestó impregnado de una substancia que hedía, ¿qué viste, mudo del diablo?, ¿dónde se encuentra el lugar de la muerte?, ¿en qué parte del mundo puesto que a él pertenece?, ¿en occidente donde se apaga el sol?, ¿en el septentrión?, ¿bajo la tierra que pisamos, pero mucho más debajo de donde se entierra a los muertos?, sombras entre brumas nada más, he ahí todo lo que puedes saber, y de ti depende que yazcas placenteramente en los Campos Elíseos o que en el siniestro Tártaro sufras durante toda la eternidad la tortura de haber sido después  de haber dejado de ser, pues para ti no han de bastar mil años ni has de conseguir el olvido bebiendo de las aguas del Leteo, horizontal, mudo, quieto, uno al fin, perfecto para el infierno, nadie pero aún, muerto pero no, una memoria, un trajinar constante, un ojo vuelto hacia atrás que capta las escenas de un pasado fragmentado por mil y una ocurrencias y asaltos fantásticos que nada tienen del buen orden de los vivos, una cosa tras otra, a la noche sucede el día, abrir los ojos como un mantra que aliviara la pesadilla y la fatalidad, las abluciones, las libaciones, los rituales, los trabajos, las horas, al día le sucede la noche, así que todo es de una consistencia ilusoria, un fútil decorado que se vendrá abajo como se desmorona la arquitectura del sueño al menor soplo de la conciencia despierta, horizontal, y piensas en los muertos, les desatas las lenguas, reanimas sus espíritus que son sombras, ¿con quién hablo?, con una sombra, qué interlocutor sincerísimo, he aquí los mejores diálogos, insuperables, los que nunca supimos tener en vida, una sombra que expele palabras de aire, qué dúo inasible, ser y habla, cuerpo y lengua desarbolados, a qué las impurezas en ese estado gaseoso y volátil, sin rimas que estorben, intangible como el pensamiento, madre, padre, inconcebiblemente muertos, cada uno en sus asuntos, el sexo y el dinero, en el mismo lado del tiempo, he aquí la melliza, pálida, alta y esbelta como yo, arrogante, mira el bulto bajo la luz fría y azul del tubo encima del cabecero, contempla al torpe suicida, debe sentir asco profundo y un cansancio infinito en la espera interminable, una tensa impaciencia por la tardanza en pudrirse ese montón de huesos y músculos inútiles, sobrevivimos en el castigo, estos de la estirpe de Odin, ¿qué recuerdos azoran su mente al ver este desecho al que se enroscaba como una sierpe, esta estatua yacente que una vez fue un hombre de piel cálida, fuerte y vibrante?, a los cincuenta años calza, alta como es, unas bailarinas azules, viste tejanos de color negro y una blusa blanca que fulge por su límpido blancor, no lleva nada en las manos, no necesita ni quiera un mínimo bolso, quizás, a veces, un libro, se siente cómoda en cualquier sitio, no se defiende de las miradas de los otros, no recela de su propia imagen, eligió una escabrosa adolescencia a la que se sometió sin pudores, se entregó por entero a una juventud sin inhibiciones estériles, despreció admiraciones, se burló de los vanos amores, las modas jamás le importaron, apareció la española, apartó al hermano a un lado, se echó para atrás, se casó, se descasó, sin hijos, su preocupación sólo era ella misma, viajera incansable, vivió donde le apeteció en cada momento, libre siempre, escribe artículos económicos para varias revistas, informes de auditoría, quien iba a decirlo de aquella niña perversa, concienzuda y curiosa, matemática sin una gota de romanticismo en las venas pues hizo de la transgresión la norma, de esta suiza reflexiva de carácter hosco que no se deja burlar por ninguna ilusión, de sonrisa desdeñosa y modales serenos, cruza unas medidas palabras con la enfermera, idénticas palabras, supongo, que pronuncia en cada visita sin traslucir la menor emoción, observa de nuevo esa cosa, ese bicho, se da media vuelta y desaparece, ¿quieres que juguemos con el palito?, ¿quieres ver mi rajita?, no debo sufrir, ninguno de los dos debe sufrir, sólo si fuéramos a vivir mil años valdría la pena sufrir, borrar unos hechos, corregir otros, una forma de desvivirse para vaciarse de telarañas e íntimas ruinas, pero nuestro período existencial es ínfimo, una farsa que no se sabe muy bien a qué dios juguetón complace ni con qué fines nos estruja entre dos paréntesis hasta que rezumamos sangre incluso los que se creen felices mientras cuentan con los dedos los días que faltan para ser todavía más felices sin presentir la guadaña que les roza el cuello, sin imaginarla siquiera, qué hipnótico resulta el día de delante, otras serán las cosas, mejores las dádivas, la afortunada suerte que uno espera antes de cerrar los ojos en la cama, mañana, ah, mañana, lejos del hoy envejecido ahora, a punto de morir, como el mundo se desvanece cuando los ojos se velan por fin porque viene el sueño que anticipa otro día recién hecho, nuevo, lugar donde han de cumplirse todas tus satisfacciones y logros, qué bruto despertar, sé que ellos tenían la razón, siguen vivos, atareados en sus quehaceres, envejecen sin prisas, sin notarlo apenas, y se dan cuenta de sus placeres y no de sus carencias, y yo estoy con un tiro en la cabeza, dos veces, pues, fracasado, dos veces culpable, dos veces muerto en vida, dos veces vivo, barrunto que me quedan pocos días, esto se acaba, aplaudid al final y el hechizo será roto, libradme de mis cadenas con la ayuda de vuestras manos bienhechoras, el señor y la señora se fueron al teatro, un atardecer de estío entré en la cámara sagrada donde yacían todas las noches los dioses sobre un lecho de rosas y espinas, le robé a mi madre de la cómoda unas bragas de color rojo y se las entregué a la melliza que en el salón, repantigada en uno de los sofás delante de la biblioteca, ojeaba ensimismada un librote ilustrado con grabados eróticos, eran pornográficos, corrigió ella divertida una noche de años después con su voz de fuego y seda en mi oído, ambos ya adolescentes sobre mi cama de universitario, póntelas y jugaremos con mi palito, dije, son de mamá, dijo ella, y qué, dije yo, no sé, dijo ella, venga, dije, ¿están limpias?, no sé, no las he olido, están limpias, dijo, se desvistió del liviano vestido azul, deslizó sus braguitas blancas hasta los tobillos, alzó un pie, luego el otro, yo miraba extasiado aquel cuerpecillo de once años que iluminaba con su desnudez las sombras incipientes, su pecho liso como una tabla al igual que el mío, un cuerpo tan distinto sin embargo, miraba subyugado su larga melena castaña que enredada le caía sobre los hombros, la palidez lunar de su piel, los muslos blanquísimos, el pubis tan suave, como de un raro terciopelo, las bragas rojas le venían grandes, grotescas, se escurrían por las caderas, resbalaban sobre el trasero, quedaban a medio muslo, se las sujetaba con las manos en la cintura, se sintió ridícula, sonreía nerviosa, pero ahora el palito es mío, dijo, sí, dije, nos tumbamos sobre la alfombra bañados por la luz crepuscular, bajo la gran ventana que daba al lago, le besé en el cuello, en las mejillas que le ardían, le besaba con mucha suavidad los párpados, noté que se estremecía, qué frío, dijo aferrándose a mí, hace calor, dije, no, dijo, mentirosa, dije, estamos en junio, bésame en la boca, dijo temblorosa, espera, dije, ¿qué pasa con el palito?, preguntó, no pasa nada, contesté, no lo noto, dijo, espera, espera un momento, la besé en la boca entreabierta, aspiré su aliento caliente y limpio, podía hasta paladearlo, se separó de mí y se dio la vuelta, ya lo noto, dijo en seguida, y yo notaba su mano infantil recorriendo las ingles, acariciando el pequeño pene erecto, la tensa y enrojecida piel del escroto y los diminutos testículos encogidos, la dejaba hacer sin atreverme a decir nada, parece una cosa de magia, susurraba embelesada, cautiva de su propia excitación, ya la penumbra se tornaba oscuridad, yo tenía los ojos muy abiertos puestos en la ventana, fijos en la noche azulada, totalmente inmóvil, embriagado por la atmósfera tibia y silenciosa, tan lenta de acontecimientos, acalorado por el sonido de la respiración entrecortada de ella, su jadear que se aceleraba por momentos, sentía su rostro y el hálito que brotaba de los labios tan cerca de la piel que me quemaba, me cosquilleaba su cabello enredado y metido entre mis piernas abiertas, un deleite desconocido nunca experimentado antes que me enfebreció hasta el pronto desmayo final, para morirse, aquella infancia de luz y deseo, tan oscura, empero, iba a dar paso al hombre del subsuelo desde muy pronto, todos los lances peligrosos del presente se larvan en los aspectos irracionales del alma de ayer, en los sucesos que la alborotaban, en los hechos que la confundían, en los peligros en los que incurríamos, en las debilidades en las que nos sepultábamos, ¿de qué quieres hablar?, honradamente uno sólo puede hablar de sí mismo con un arenque ahumado en las manos, bonita exclusión, ese monólogo constituye el máximo de los placeres, no pudo contenerse y se puso a escribir de nuevo, incesantemente escribía, sobre él, por supuesto, pero nosotros debemos poner punto final aquí, al cabo lo único que de verdad terminamos por recordar con absoluta nitidez es el mal que hemos hecho, el mal que nos han hecho, el mal siempre, muy superior al bien al que cuesta definir realmente y del que apenas entrevemos sus efectos, como no existe san Dios los buenos no tienen un lugar adonde ir cuando mueren y van por ahí dando tumbos en círculo como si estuvieran jugando al corro de la patata, a diferencia de los malos, que tienen a san Diablo, de modo que nos vamos al infierno de la nieve sin cuajar muy obedientemente sin pensarlo dos veces, cada cosa en su sitio, y los placeres los halla uno donde le conviene, en el lecho cochinamente sucio de sudor y de olores indecentes en buena compañía o rabiando de un dolor de muelas, en pasioncillas agudas y ardientes o en la lectura rutinaria, dejándome tratar como a una mosca tenaz a la que se aplasta de un manotazo o acobardado adentrándome en la noche persiguiéndome a mí mismo, de ella no puede decirse que ocultara el rostro entre sus manos de horror y vergüenza llena en lágrimas deshecha, pasional impenitemte, indignada, conmovida etcétera etcétera, qué calenturas, cincuenta años metido en el subsuelo, casi ciego ya, como los topos que van y vienen por galerías negras narcotizados por un instinto que les conmina a proseguir una y otra vez sus nerviosos y urgentes andares en busca de una víctima propicia a la que agujerarle el cuello, ¿en qué estación estamos?, aquí dentro la temperatura siempre es idéntica, soy una larva que no va a despertar, es decir, lista para la muerte, a la que mantienen exageradamente atendida, limpia, nutrida y fortalecida de maná líquido, no hay lugar para variaciones, todo reglado de antemano en una ceremonia carente de sentido, vigilar y cuidar un cadáver vivo, qué contrasentido, nada puede consternarme pero tampoco nada puede vivificarme, y mucho menos esas sondas que me vacían de inmundicia o proyectan a mis venas un brebaje que sustenta todas las porquerías del interior, ¿para qué?, porque es nuestra obligación tenerlo con vida, imbécil del demonio, no ha sabido ni matarse, sólo nos da trabajo, ya estoy aburrida de verle el culo, el sexo feo, laxo y caído sobre sí mismo, su rostro de madera, sus ojos cerrados, sus brazos y piernas de piedra, caramba, ¿qué ocurre aquí?, me ha parecido que la larva se ha sacudido, como convulsionada por una súbita corriente eléctrica, ¿o serán figuraciones mías?, este es capaz de resucitar, la oigo, siempre habla en voz alta, a la auxiliar que trajina con mi cuerpo y la cama, refunfuña, en todo momento recriminando, quejándose de cualquier minucia del trabajo, de sus compañeras, de su pareja, cambiando los goteros, comprobando las vías, corriendo o descorriendo la cortina, rezongando, ¿qué dice?, ¿resucitar?, ¡qué horror!, mátame o eres una asesina, ¿o es que soy sagrado como el bicho kafkiano?, se halla detrás de la puerta, envuelto en la oscuridad, pero no lo matan, dominan el asco, ya ni le temen, lo dejan en paz hasta que se devore a sí mismo y los deje libres de una vez, saben que eso va a suceder, bicho pensante, dialogante consigo mismo, ¿no reventará como un globo de tanta palabra?, ni siquiera soy un insecto, no valgo ni para una atracción de circo, incluso, para favorecer las cosas, me exhibiría al aire libre sin urna de cristal protectora, pasen y vean, he aquí el hombre insecto, una aberración de la naturaleza, se acostó hombre más que insecto y ha amanecido insecto más que hombre, ¿qué extraña cópula arrojó al mundo semejante espantajo?, un cañón y una vagina voraz, en realidad sí soy un insecto, un endriago inofensivo y cavilador, debería levantarme de la cama con la mayor naturalidad y despreocupación, lavarme y afeitarme, vestirme y asearme adecuadamente, hasta desayunarme sin prisas leyendo en el periódico las noticias de este nuevo día del Señor, y luego tomar asiento frente al escritorio, abrir el cajón, sacar la pistola y pegarme de nuevo un tiro en la cabeza, no dejemos las cosas a medias, esta vez en el lado opuesto, en el izquierdo, dispararme en el ojo, inclinando el cañón sobre el párpado un poco hacia arriba, directa la bala a los sesos, no era un insecto ni un escarabajo, era una sabandija, el escritor no quería que se adivinase fácilmente al bicho, creía que le restaba misterio a la metamorfosis, sin embargo, no oculta que tenía un vientre convexo y hasta atravesado de callosidades e innumerables patas escuálidas, con tal descripción ya tenemos una idea más o menos cabal del espantajo, el dormitorio es pequeño, mucho más que esta luminosa habitación en el que el cadáver viviente pasa los días en una cama que no tiene colcha ni falta que le hace, qué poco gusto el de este empleado de comercio, en una de las paredes cuelga el vulgar retrato recortado de una revista ilustrada de una señora con un gorro de pieles en la cabeza envuelta en una boa también de pieles que esconde las manos en un manguito, esa parece ser toda la decoración de la pieza que habita el tipo, algo maniático por otra parte. puesto que esa mañana que despierta en tal estado, como en el interior de una pesadilla, decide volver a conciliar de nuevo el sueño y no lo consigue, ya que él duerme indefectiblemente sobre el costado derecho y en esas circunstancias, con el barrigón combado, le resulta imposible, aunque desde que ha despertado lo ha intentado mil veces y siempre terminaba volviendo a caer de espaldas, se mantiene en vigilia, pues, en un alba de tristeza, más allá de la ventana el amanecer despunta nublado, lluvioso, un día incómodo para un viajante, de acá para allá con el maletón de las muestras bajo la lluvia y enfrentándose a la desgana de los comerciantes que le reciben en las tiendas fastidiados por la falta de clientes y con absoluta indiferencia, qué hacer, estás vivo, despierto, pero no sabes cómo, en todo caso eres un insecto que habla o cree que habla, con el padre, con la madre y la hermana, te observan atentos, son testigos de  tu transformación, ¿y si todo fuese un sueño?, una pesadilla más bien, me he convertido en lo que más temía, en un monstruo cruel e insaciable depredador de artrópodos más indefensos y pequeños que yo, Grete, por ejemplo, a la que amaba más que a nadie, te la zamparías de un bocado, sorberías sus fluidos, devorarías su cáscara, pero antes ella y los tuyos que tanto te quieren y no te olvidan te habrán enviado al infierno, reventarás solo, te barrerán a escobazos y lo que quede de ti lo meterán en un horno, serás cenizas vaya uno a saber adónde arrojadas, pues digamos en una taberna, esparcidas por el suelo y confundidas entre las colillas, los escupitajos y los vómitos, he ahí el hombre, he ahí el hijo, dejarán vacía la habitación, la ventilarán, y de seguro que, habiendo sido la residencia provisional de un bicho malo e  inclasificable, procederán a desinfectarla a conciencia, y eso será todo, afuera sigue gris, y cae la lluvia, sonora, fría, persistente, adentro ha desaparecido la claridad azul tan plácida, ahora reina un luz sucia y desganada, nadie ha vivido en esa habitación, nadie es nada, de modo que ahora al agujero con todas tus hazañas, buenas o malas, en el capazo colgado a tu espalda a rebosar de las huellas de tu paso por la Tierra, ¿tan lejos se encuentra ese futuro?, sí, puesto que tú sigues aquí, escondido en el caparazón inalterable, sin que nadie advierta como bulle tu cerebro agujereado, una eternidad después de la explosión, cuando el infierno te arrojó de nuevo a la vida de la que iluso de ti creías haber escapado para siempre jamás, tenías la boca anegada con sabor a seso, al principio creías que estabas en el cielo, pues a menudo pensaste que era un sitio viscoso y alimenticio de maná y ambrosías, pero tú mismo te susurraste al oído que cuando uno alcanza el cielo ha dejado la podredumbre del cuerpo atrás, entre las cosas del mundo, y lo cierto es que el seso crudo sabe un tanto metálico, como si masticaras cobre blando y digerible, algo muy alejado de la comida de los dioses y del maná con que su dios cebaba al pueblo elegido, esto tampoco puede ser el infierno donde todo sabe a quemado y huele a hierro al rojo vivo, entonces debe ser la Tierra, decidiste, pero otra Tierra, no aquella en la que uno, si hay suerte, se halla en el lugar exacto donde no se está muy triste ni se es demasiado feliz, en la zona neutral para no sentir remordimientos, es la Tierra de la materia sola, oyes, escuchas incluso, y no te oyen ni nada en ti perciben, sientes el movimiento a tu alrededor y tú no puedes moverte, la perfección absoluta del desahuciado, el inconsciente consciente de todo cuanto ocurre junto a tu cama, si al menos pudieras incorporarte un poco, atisbar por la ventana el mundo de afuera del que ahora nada sabes, pero eso imposible, como intentar alzar un roca de una tonelada, así pesan mis piernas, mis brazos, el torso, y la cabeza, ah, la cabeza, parece estar metida en lo más profundo de esa roca, atado a la Tierra y vivo, porque ¿cuánto tiempo he estado dormido hasta despertar?, ¿una eternidad?, ¿un día?, ¿cuarenta días sumido en un desierto de sombras en el que ni siquiera silba el viento?, ¿qué ha pasado con el mundo mientras yo estaba fuera de él?, ¿reinan por fin los insectos, los Samsa que constantemente perdían las batallas ganaron la guerra y ahora ha llegado la hora de la venganza?, ¿libres ya de los humanos y todos los demás animales dirigen las máquinas el rodar del tiempo y el espacio mientras esta esfera azul y blanca navega sin rumbo cierto por el cosmos?, ¿la lluvia verde o azul?, ¿avanzaron los océanos?, ¿recuperó este planeta feliz su luna descuajada de ella hace miles de millones de años?, llueve, no llueve, las cosas recobraron su sentido, desapareció el humano, esas dos enfermeras son meros cacharros, tan (im)perfectos que hasta se introducen tampones en la vagina en determinados períodos y para pasmo de propios y extraños extraen manchados de púrpura, y Hanna lo mismo, idéntico juguete, una simple proyección, una forma activada en el espacio por medio de algún sutil artilugio, todo es mentira, pues, o todo es verdad, llueve, no llueve, nada ha pasado, en el mundo de hoy permanece cuanto lo del mundo de ayer excepto los muertos, curiosamente nadie ha querido llevarse nada al otro barrio, secretillos y alguna infamia, los objetos los abandonan en la Tierra antes de embarcar, lo único que portan consigo son los atavíos y las vestimentas, los zapatos, las corbatas, el pañuelo de seda, alguna sortija barata y algún sello o anillo falsos en los anulares puestos a última hora en lugar de la anterior joyería de oro de ley que los deudos se apresuraron a despojar de los dedos y ahora los mantienen a buen recaudo, y tú eres el hombre vegetal con la bala en la cabeza, una bonita alhaja engastada con primor en el encéfalo, y nadie se siente con fuerzas para acabar contigo de una vez, es un maldito bicho incorruptible en un rincón, dirán, inofensivo, molesto a la vista pero nada más, él, que no se sabe lo que es, no procura ningún trabajo, inmóvil como una piedra, es su cuerpo el que requiere cierta atención, sus emanaciones y fluidos, cierta viscosidad verdosa y amarillenta en los pliegues de la piel que los geles desinfectantes suprimen, cuando lo más sensato sería eliminarlo y dejarse de complejos a lo Diógenes, lo que no nos sirve a la basura de una condenada vez, sólo que, en este caso, nos proporciona jugosos dividendos cada día que el yacente respira, y aquí en esta clínica se paga hasta por respirar, de modo que limpio, aseado y presentable mañana, tarde y noche, las enfermeras cada una en su turno, Caronte con su bata blanca y la profusa cabellera roja sobre la testa echa un vistazo a través de los lentes caídos sobre el puente de la nariz desde el vano de la puerta sin dignarse a examinar al bicho ni avanzar ni un centímetro hacia el bulto cubierto por la sábana azul celeste o blanca, cualquiera sabe si por una de esas hunde los pies en un lago cenagoso o se empastra en un río pestilente, escribe algo en un papel y desaparece sin más, todo absolutamente pulcro y aséptico, veloz como un saludo apenas musitado al pasar de largo, mañana será otro día, se profetizó ingenuo,  desamparado y decrépito otra vez a solas en el agujero azul y blanco donde respiraba, ¿quién soy yo?, ¿qué cosa soy yo?, mejor qué que quién, ahora se me está permitido decirlo todo, cosa mejor que ser, ¿por qué hablo en tercera persona?, ¿ya no me reconozco a mí mismo?, ¿no me tengo confianza?, ¿ya no mando en mí?, ¿quién lo hace entonces?, vuelvo al yo después de un momento de duda, cógete del pescuezo y mantente firme, que veo, ahora hablo en segunda persona, ¿me desintegro?, me he tragado el yo que mi estómago muerto pero con los ácidos corrosivos en plena actividad empieza a digerir, pero antes de que sea demasiado tarde lo vomito al exterior, al menos empiezo a hablar en primera persona, hemos vuelto donde estábamos, quizás sea más yo después de este vía crucis, catorce episodios de sufrimientos y a descansar convertido en un pedazo de madera que flota en el mar de la eternidad, para qué pensar tanto si ya no hay nada que decir, piensas, piensas y piensas y es muy poco lo que pronunciamos en voz alta, al oído del otro, a su atención, lo que comunicamos abriendo la bocaza, gesticulando a la vez, vociferando a las más de las veces, y lo que realmente pensamos y transmitimos es una mínima parte de los millones de palabras silenciosas que fabricamos al mes a la chita callando y que se pierden sin estridencias junto a los demás desechos por los agujeros negros de los basurales, ¿dónde va a parar tanta palabrería mental, aherrojada perpetum mobile entre huesos y sesos, sin dejar de moverse un instante saltando sobre las hechuras del cerebro?, desnudo y sin abalorios que disimulen algo el pobre cuerpo humano, uno ya es nada, la pudrición es cuestión de un par de días, como el confeti pisado y maloliente después de la fiesta, en seguida viene la limpieza general, pero aún respirando y sin fetidez, un bicho en coma ya no es nada, sobre todo si no se mueve ni grita ni muerde, la depuración terminal, si pudiera valerse un poquito de sí mismo, sólo las manos, los pies, la voluntad, pues la depuración sería menos extrema, ya se ha dicho en confesiones memorables por los tipos atrabiliarios de los subsuelos, un plato, un orinal, un lápiz, una libreta, esa es la total depuración de una vida, para qué más, el tonel quizás, al que vas dando pataditas para que ruede delante de ti, y el orgullo, y el sol, sí, con el sol ya bastaría, alimentarse de él, vivir de él, el sol, el sol, de aquel escritor casi de piedra, mudo y alerta, con cara de avispa, aprendí lo más terrible, que no es no creer en dioses sino no creer ni siquiera en sí mismo, en la masa de la sangre, nada, una total vaciedad, los ojos enceguezándose poco a poco hasta sumirse en lo absoluto oscuro, no he podido ser otra cosa, la misma siempre, una cosa que acabó convertida en una nada andante, sedente o tumbada, no ver en derredor un mundo de edificios que estallan en medio de la noche entre rugidos y aullidos, no ver, estar en el principio y en el final donde todo es oscuro y silencioso, hasta el punto que no sientes como el fuego devora la carne y los huesos, te reduce a cenizas, te disuelve en el universo, y ahora eres una mota atómica de polvo cósmico, y se está bien allí, supongo, porque nadie escapa de nuevo de esa negra cuna a la que regresa abortado por la vida terreste, como si te escupiera por un colmillo, una vez allí no se va a ninguna parte, supongo, y me gustaría creer, lo creo, que la mente, ahora un vacío tan pavoroso e inconmensurable como el mismo universo al que habría que llenar cuanto antes con asuntos más recientes, menos rancios que el pasado, continúa con su inevitable monserga, una persistencia que forma parte de su propia esencialidad, no podrás callar, no podrás acabar, ese es verdaderamente el destino, seguir siendo en la eternidad sin dioses ni diablos, sin premios ni castigos, ser y nada más donde ya no queda nada, engullido sin escapatoria, supongo, uno piensa y piensa sin decir nada, millones de palabras inconexas que naufragan en el cielo negro, y así hasta el fin de la eternidad que también es eterno ese fin, palabras que huyen, se dispersan, se disuelven en el fondo del pozo, pero vuelven a adquirir forma, rebotan, emergen, se meten de nuevo en la boca, y aquí están más palabras, las mismas, maduras o recién nacidas, viejas y gastadas, y otra vez las vomitas sin saber que todo acaba, que todo comienza, sólo cuando ellas se callan, que todo acaba, que todo comienz

Ah, este suizo que puede, o pudo, o podría ser Boceto, mil hombres, millones de ellos… se le secó el cerebro…

Mañana será otro día se emperraba él, tú, yo, en creer mientras era vivo y móvil, aun cuando no amanezca mañana ni día, otro día divino, así despertaba Winnie desde su montecito, comienza Winnie, comienza tu día, ¿ha leído usted El libro tibetano de los muertos?, no deje de leerlo si es suizo, y, lo sea o no, aprenda cuanto antes el nombre de las hijas de la muerte, Lascivia, Indolencia y Sed, uno sabe de qué habla, porque tú, lecteur, tú, me escuchas, y yo he aprendido y vampirizado y confesado y compuesto de mí, de los despojos de mí, de mi propio sacrificio a lo largo de este silencio resonante de palabras el libro más valioso que pude encontrar para tu solaz, hypocrite, sin palabras escritas, aire, humo, eternidad.

¡Qué presunciones!

Nada llames al año, no lo numeres, es tiempo.

Ah, pero ¿pensabas, cadáver piojoso, que ibas a tener lectores u oyentes? Espectadores nada más. No hace falta leer. Hagamos de estas épocas un espectáculo. Hagamos de estas épocas una comedia con el veneno de la tragedia en la punta de la espada, en la punta de la lengua, que liquide o al menos atemorice hasta la parálisis a cualquier futuro que aguarda detrás de la puerta, gira y gira en torno a tus secretos de piedra.

Nada sabía del legado infame.

¿Qué he de ver?

No vi yo tal negrura, salvo el abismo en la mirada de la madre Laura ultrajada a través de la hija, alguna veladura de tristeza en los verdes e inquietantes ojos de Hanna, una sombra que oscurecía su brillo, como abriendo y cerrando un paréntesis instantáneo, fugacísimo, ¿por qué? Yo no sabía.

Boceto nunca supo nada de nada, como aquél tipo de Chandler, muerto en el suelo con una bala hundida en el pecho, anónimo y quebrado como una caña hueca: el tipo nunca había sabido nada de nada, y ahora estaba muerto.