55. Miscelánea: manera de hablar: me hubiera aplicado a ello con gusto.
Mi
querida idiota Paula tomó durante algún tiempo (hasta la desgana inevitable)
lecciones de comida asiática. Un recetario fantástico. Bastaba leer la
composición de las recetas y el modo de hacerlo para que tu pituitaria se
invadiera de decenas de aromas a especias exóticas, a sabores desconocidos.
Aquellas recetas tan elaboradas requerían en su preparación una minuciosidad
excesiva tanto en lo que se refería a su mezcolanza general como al grado de su
cocción y fritura: el logro de su éxito dependía del equilibrio exacto entre
sus ingredientes: una estructura invisible sustentaba aquel tinglado que una
vez emplatado sólo era una minúscula ración, una nadería cromática que apenas
resultaba suficiente para abrirle a uno el apetito.
Aquí,
señores, se halla una sabiduría milenaria. Esa pequeña porción de alimento
contiene en su combinación todo lo comestible de la tierra.
Aquella
ingenua de Paula disponía de una cuenta aparte bien saneada en el banco que le
permitía gastarse sumas absurdas en verduras exóticas de importación de exiguo
alimento pero de (al parecer) incontables propiedades: kale, salsifí, bimi,
mizuna…)
(Querido
idiota, líbrate de convenciones aberrantes y pega el patadón de una vez. Entra en el… ¡freshfood!
De
nuevo entra en la librería París-Valencia. No demasiado convencido de la
compra, pero aún la quiere, a la zorra que folla mejor que cualquier otra
hembra que haya conocido, ¿por qué no seguirle la corriente a su mamona preferida?:
¿Tenéis
algo sobre hidroponía?
Algo
habrá en los estantes de curiosidades y saldos recientes, dice con sorna uno de
los libreros sabios.
El
hombre de la tierra de Emile Zola inventa, se equivoca empero, los horizontes,
amplía la mirada hasta tal punto que desmiente lo circular del mundo, es ajeno
a una sofisticación que repugna la mesa más elemental pero también más
esencial:
Este hombre guarda conmigo un parecido
extraordinario. Fui a comprar un tarro de miel. Al volver lo encontré apoyado
en la puerta de la casa. Le invité a entrar adentro. Puse encima de la mesa el
pan del mejor trigo candeal, una jarra de leche fresca, el aceite puro de
oliva, el queso y la miel. Nos sentamos
y comimos. Hemos hablado mucho, muy sencillamente. Yo sentía que todo era
perfecto, que nos comprendíamos muy bien.
J.D.
Brell tardaría en darse cuenta que pisaba la tierra. Se había apoderado de él
la manía de ver a los lados, de examinar con torpeza de neófito esa vida nueva
que como una sombra inconsútil pero pegajosa se deslizaba a su alrededor.
Muchas veces les ponía nombre a los árboles. Pero nombres de personas. Hasta se
inventó, y logró modelar, una ninfa que sosegara sus días montaraces, una de ellas, semejante a la que amara
Hilas, humano y mortal, desprevenido andariego.
La
Tierra, tan poblada de seres invisibles, ahora sólo para su gusto: las náyades
de los ríos, las hamadríades de los árboles, las dríades de los robles, las
oréades de las montañas, las napeas de los valles, las melíades de los fresnos,
las alseides de las florestas…
¿Tenéis
algo sobre hidroponía? El librero experimentado le miraba con lástima
irreprimible: pobre diablo lector.
J.D.:
él crecía de la tierra, se alimentaba de su humus.
Pues
hay otros muchos mortales como él, escultores de sí mismos, se enlodan de
tierra y agua, se convierten en barro, una adición, una construcción lenta y
paciente, el mundo, o parte de él, les añade porciones, les revela: he ahí tu
retrato, un centauro de la estirpe de Dioniso: a tu muerte ha de gemir la naturaleza
toda: son tus viudas, las escondidas ninfas las que anegan sus ojos de
lágrimas.
La
primera vez que JD. hundió la pala de la azada en la tierra esponjosa, oscura,
fértil, lo supo.
El
pan y el vino sobre la mesa. La leche y la miel.
Los
frutos más simples y la carne más fresca.
El
sol y el fuego, y la tierra y el agua rumorosa que la hace germinar y la llena
de vida oculta.
Ha
amanecido el día azul, claro y raso. Por la ventana de dos hojas abierta a la
montaña entra en la casa el aire tibio del mediodía. También hay un libro de
tapas rojas en el asiento de una humilde silla de enea. En el fogón encendido
se cocina algo. Pasan las horas. A la tarde el libro de tapas rojas se abre a
unas manos. Un libro delgado, en 4º. Pasan las horas. Lo que queda del día se
desangra detrás de las montañas del oeste, coronadas las cimas de un resplandor
ígneo. Luego la noche, con luna o sin ella, se vierte sobre el pueblo en un
silencio sólo alterado por el chorro de agua que brota del caño de hierro viejo
en la fuente de la plaza. Y el día ha amanecido azul, claro y raso… Otro día
tan natural, tan sencillo…
194.
Se diría que la naturaleza a prescrito a
cada hombre desde su nacimiento determinados límites para las virtudes y para
los vicios.
La Tierra:
el hombre hace a la tierra, le da nombre y, sin embargo es ésta, cambiante en
el valle en el que las ramas de los chopos se mecen por la suave brisa o
granítica en la cumbre yerma azotada por la ráfaga del viento, la que le
sobrevive siempre.
Tenía
las manos como pegadas al astil, sólo había que cavar para que la tierra
descubriera sus más preciados dones: el mismo hecho de hacerlo ya era una
conquista para el alma envenenada que traía de lejos.
El
hombre de Zola casi parece un puerco engendrado por el detritus y el
estercolero de la tierra: sus costumbres y entretenimientos parecen los del
simio a los que hay que añadir un materialismo primitivo, un sexo destructivo y
una borrachera prácticamente constante; al hombre JD. huido sin saber todavía
por qué, agotada ya la rabia y la ansiedad, a pesar de su bagaje cultural y un
intelecto saciado le habita la paz, mira en torno a sí en el mapa de la tierra
buscando no un refugio sino la morada serena alzada desde la sencillez ajena a
él mismo, pues él era la complejidad, lo difícil, el enredo. No cree en la
tierra como salvación: la tierra muerde, te deshaucia a veces, y en ocasiones
sus trabajos y decepciones matan hasta el alma pero, no obstante, tolera y aun
promueve un cierto tipo de simplicidad vital que apacigua todos los males imaginarios
y olvida aquella otra soledad infructuosa de
la corte: impele a levantar una casa con tus propias manos al tiempo que te
despoja de máscaras: sólo las arrugas esculpirán en tu rostro la huella de los
días, ese rosario de las horas en el que todas hieren y la última mata: mantén
el corazón en calma, te dices. Que el día sea una contemplación, sosiego al
menos. No ambiciones andar a zancadas tras la moneda de oro. Recuerda que la
moneda, la cara y la cruz del día, eres tú. No intentes redimirte, ¿de qué ibas
a hacerlo? Párate y piensa. Lo leíste en alguna de las páginas escritas por
Hannah Arendt. Desdeña los cantos de sirena que perdieron a Butes, el Ahogado.
Al filo de la vida está el engaño, el espejismo. Si traspasas la línea del
horizonte… te encuentras de nuevo a ti mismo, sólo que de espaldas.
De
ellos me diferencia la mirada, se dice JD., pues cree verlo todo con la óptica
admirativa y entusiasta del nuevo acólito, ese apéndice extraño recién llegado
a un lugar extraño –la extrañeza es recíproca- que es un montón de casas y
montañas por el momento, a la mitad de un febrero helador de sucesivas grisuras
y colores por descubrir. Ellos son los hombres y mujeres de la tierra que va a
acogerle, los que realmente se embadurnan y hasta se enmierdan de su verdadera
materia, de su realidad auténtica. Todavía está verde este hermano de Van Gogh,
con la azada al hombro y el nudo de la corbata bien hecho y sin saber qué
camino tomar. La caja de Pandora, la máquina de escribir, enmohece y se oxida
al fondo de una barranca. La fábrica de mentiras de su abecedario (miles de
millones de combinaciones mentirosas son capaces de urdir esas 28 letras) yace
casi cubierta por los hierbajos, los cantos y el polvo cada vez más adensado
sobre ella.
Venga,
pues, un paso más y firmarás con una cruz o con la yema del dedo, no sabrás ni
deletrear tu nombre.
Coge
un puñado de tierra esponjosa, fresca, la huele aspirando profundamente, a
punto de está de llevársela a la boca.
Sale de la casa. Tímidos paseos lo alejan de los ejidos, del
primer arrabal del pueblo. Un viejo que
saluda, un perro flaco que le huye...
Observa los campos cercanos, de tierra ocre y parda,
almagre, a veces, gris, sin sembradura, el áspero barbecho de terrones.
"Me veía de lejos: y mi figura parecía como hecha de
nieblas. Sentía el vacío..." A B. le desazonaba realmente la otra luz que
todavía recuerda, invernal, lenta: la luz grande y lánguida de las tardes de
invierno, que dora las fachadas de los altos edificios que dan al oeste. Una
tarde, desolado por el frío, todavía con la luz sucia del invierno, vio su
imagen... Desde lo alto de un collado divisará, abajo y más allá, otros campos
amarillos de trigo, limitados por trazos de surcos. Colores de oro viejo, de
bronce, hasta cobre se diría...
Bajo un cielo blanco (otra vez).
La forma verde de un hombre pequeño, junto a los haces y
gavillas desparramados, continúa desde aquel día (lejano, idéntico y áureo)
segando indiferente al astro y la fatalidad cósmica (nada y todo es). Brell
logra ver, aunque a duras penas, el brillo metálico de la hoz durante los
acompasados movimientos. Es como un reflejo marino, tan quemante la mañana.
Sólo el aire suave y tórrido modula un rítmico siseo al atravesar las copas de
los pinos. Brell permanece inmóvil sobre la tierra calcinada, y durante muchos
minutos observa un panorama que es una trama sutil de colores vibrantes. “Él
podría ser otro", piensa frente el
paisaje que parece crepitar, viviente y esclarecido.
Más tarde, ha descendido de la montaña. Baja hasta el
pueblo. La vega se extiende ante él, a cuadros verdes, ocres y azules (!). Un
maltrecho puente de piedra, que forma un pequeño arco, salva el arroyo y llega
hasta las primeras casas blancas de persianas verdes, cerradas y mudas al resplandor y la lujuria terrenal de
afuera.
La calle en cuesta, de un suelo empedrado de gruesos
adoquines de rodeno, con argollas malamente afirmadas aquí y allá en las
paredes de argamasa, se estrecha de golpe al alcanzar la plaza de la iglesia,
donde el agua encañada desde el hontanar próximo al pueblo fluye de la fuente y
repica en la pila de piedra roja de granito. Los olores se confunden domésticos
y rústicos, penetrantes y densos, se hacen materia en el sentir de Brell.
En un cielo azul cobalto el sol del mediodía, grande y
estático, preside la labor, el tiempo mismo, las cosas.
No era un misterio. Tampoco un enigma que resolver. Acaso
una más de las metáforas de la creación, esa vida entre la nada, el azar..., y
también otra vez la nada.
Lejos del misterio, la
tierra es una creación inagotable.
Un mañana de sol
radiante ve a una vieja con un exiguo haz de leña sobre la espalda tambalearse,
cae rodando por el suelo de la calle de Arriba (opuesta a la calle de Abajo).
Simplicidad. Él y otros acuden a ayudarla. La vieja se levanta riendo, sin daño
ninguno. Por un instante fija la vista en él, que permanece inmóvil a unos
pasos. Le entregan el atadijo de ramas secas y retorcidas, y ella lo acomoda de
nuevo a la espalda, asiente con la cabeza entre risas. Comicidad.
De modo que el sentimiento
trágico de la vida…
El mismo Unamuno se
autoparodia: Tened un sentimiento cómico de la vida, aconseja. Ved las cosas y
asuntos de la vida todo lo contrario de lo que exhortaba Unamuno. (Un pobre
hombre rico o el sentimiento cómico de la vida.)
Sí, cambia el mundo que ve el ojo. Parece mentira que la
noche emborrone el día de tal manera. Lo agrisa inocentemente y en unos
instantes lo deja irreconocible, atezado del todo, lo deja del revés sin
cortapisas, lo pone de vuelta y media aunque, a veces, lo ilumine un poco de
palidez y misterio con un resplandor frío y azul, lunar. Es del todo falsa esa
luz que derrama el plenilunio sobre la tierra encogida y apagada, empoquecida.
Sin luna que nos mienta, esta noche es verdadera. Se entiende a duras penas el
maremagno celestial, ese firmamento que
sólo se revela en la hora de los sueños. El cielo negro está colmado de
estrellas, alguna solitaria, azul y brillante, otras a puñados, y aun otras
amontonadas y anónimas que son un polvo blanco. La ventana abierta en lo alto
de la casa, a un palmo de la vieja chimenea, es un buen observatorio. Se
orienta al sur, y como es un buen punto cardinal propicia muchos nombres,
abastece el universo temible de curiosas ingenuidades, de burdas maquinaciones:
¿un águila...?, ¿un cisne en el cielo, un reptil? El tiempo borra esos engaños,
cambiará sus formas. Lo que es hoy no ha de ser mañana en su inacabable
peregrinaje: el cisne será una espada, el águila se encerrará en un círculo, la
serpiente alumbrará un pétalo de flor... Tal punto blanco burla los sentidos:
son dos cuerpos celestes, una anodina expresión, una estrella binaria. Falsa
imagen, pues, esa luz de tan lejos. No es una estrella sola: son dos, o puede
que tres. Un cielo punteado de figuras caprichosas, cosas irreales que no se
ven sumidas en una honda negrura. Se termina por sentir una tibia indiferencia
ante unos trazos tan perdidos en el tiempo. El contorno de la noche se
fragmenta lejanísimo: abona la patraña. El paso de los siglos condena esos
dibujos que han de desbaratarse del todo. Entonces la imaginación se entrega a
un ejercicio pueril: aspectos y perfiles extraños se configuran al cabo de
milenios en un cielo aterrador y moderno, de otro millón de años. Dibujos
impensables ahora: animales desconocidos, gestas sin prevenir, hechos por
suceder. (Pero más allá del futuro, hay otro cielo oculto, otras
constelaciones, otro mito.)
¿B.?
¿JD.?
Se está borrando Brell, ya una inicial.
Está en lo alto de una colina, ya en el ocaso del sol,
grandioso y rojo. La luz decadente dora la verde copa de los pinos en la
ladera. Las sombras de los árboles se vierten
suavemente, largas y de límites precisos, son como un recorte nítido en
el suelo rojo, unas manchas que informan de apariencias verticales y aéreas
sobre el declive de tierra sembrado de piedras pequeñas y brillantes. Se
asienta el panorama bajo el cielo tremendo con absoluta sencillez, como lo más
natural.
Poco a poco desciende hasta el pueblo que, allá a lo lejos,
como naciendo de la montaña, se eleva en un conjunto abigarrado y gris, y
blanco, rojo y verde, amarillo y ocre, negro y naranja, una luz tamizada a
veces por las franjas azules y malvas, violetas y púrpuras, que tiñen las nubes
que pasan, o no pasan, y se suspenden sobre la tierra estáticas, multicolores,
sin forma.
Se está borrando B.
Baja por la senda sin prisas. Le acompaña el murmullo
escondido de un regajo de agua cubierto de matorrales y zarzas, cantarino y
alegre.
Se han avivado los colores, bañados por una luz muy bella
que es materia casi cromática. Una luz que desaparece y se hace cosa: arbusto o
peñasco; tronco, viña o trigal. Está el melocotonero rosa bajo un extraño cielo
verde, enraizado en una tierra todavía más extraña, azul, y, a veces, roja como
el rubí. Está un arco iris apenas entrevisto en un paisaje de lluvia y de oro.
La montaña lila descubre una pureza no concebida antes. Hay
un azul glorioso. Y el amarillo sagrado irradia la gesta que más ansía el
corazón: parece una masa ardiente.
Una línea se hunde en el cielo: lo rompe rojamente,
anaranjada, amarilla.
Estaba exhausto.
Una senda (y nada parecía que hiciese camino entre tanta
espesura, que llevara a alguna parte, que al final hubiese lugar... ¡que ése
fuese el destino!) se abre ante él. ¿Será posible? Nace de un recodo de peñas y
arbustos, de verdascas que dificultan el paso, bajo el cielo azul desnudo del
todo, hermoso y rotundo, apenas graba su huella pelada y terrosa entre un
tumulto de maleza, caminito sin definir, engañador: adelante... Es la victoria.
¡Qué festival de sorpresas! Se aventura allí este hombre. No, más aún: se
precipita.
¿Cómo es ella?
Hay que
inventar una ella. Necesita poblar el
mundo, no va a estar él solo…
Compañera
te doy…
Ella tendría una sumisión vegetal, o una fiereza
inesperada, esa quieta (o agitada) tozudez montaraz, ni pura ni bestia, una
hembra sin miedos, de sexo de plenitud abierto y quemante, de pensamiento claro
y escueto de nombres y definiciones, ojalá que ignorante del sinsabor del
anonimato en la ciudad y el vértigo del medro colectivo, muy lejos del fracaso
puesto que no sabría del éxito. Sería, o no sería, de mirar nítido y de piel
morena, de una tristeza y alegría naturales, de palabra directa y curiosa. Pero
sobre todo era lo que él podía inventar ahora. La reconstruía con pedazos de la
realidad de ese modo, se expresaba él en ella, una representación final del más
puro ensimismamiento. ¿De dónde la rescata, de qué memoria extravagante...?
Sería el corolario más preciso de sus raros entresueños. Entre el cielo y la
tierra, sólo un ser entre la vida y la
muerte... Le dio por pensar que ella concretaba la clave axial de su siglo
abrumado de teorías y aporías, de tanto postulado. Ella sería de aire y sería de luz. Más
sencillo que eso... Sus raíces lo harían
a él más
terrenal y creíble, menos culpable de haber nacido y no
saber para qué. Va a convertirse en el rehén más consentido de las razones
primitivas. Va a brotar un diálogo de esa ocurrencia. Un nuevo discurso de un
Brell mono gramático, simio copión, mandarín tutor de aprendizajes, disimulado
dómine.
Mejor la mentira, la ilusión que emplaza las
cosas en su sitio justo: el cielo, azul; el sol, amarillo; la noche, negra; el
día, blanco.
Te vi
cuando eras niña…
Estabas como ausente…
Pues el
incipiente hombre de tierra de Zola ya fantasea, recrea sitios y urde amores,
busca su ninfa, pero la suya para siempre, como el que quiere labrar y sembrar
la tierra para sí mismo hasta el fin de sus días, único dueño y señor, su
tierra, la que trabaja de sol a sol y le prodiga en la mesa el pan, el aceite y
el vino, la carne y la fruta. No pongas tus sucios pies sobre este suelo, con
la hoz te segará la cabeza el hombre de tierra de cualquier lugarón sin dudar
lo más mínimo, empapará con tu sangre caliente y rica los terrones que se
desmenuzan dóciles bajo el filo de la azada.
El hombre
de tierra de Zola quiere la paz eterna en la vida de esa materia que tan dura
es de doblegar y aun de contentar, antojadiza por el clima, avara desdeñosa y
burlona del mucho trabajo, y esa paz, como a su hembra, la defiende con la
guadaña, con el rencor y la humillación de haber amontonado siglo tras siglo
tanta mansedumbre y sumisión suicidas, ahora agazapadas e invisibles en la
empuñadura de la hoz.
El hombre
de tierra de Zola, ¡qué lejos de aquel que pastorea por las páginas de Virgilio
encandilado por las diosas!, sobrevive emporcado en una tierra en la que hasta
los criados de menester más humilde tumban a las campesinas de las granjas
sobre la paja y las fuerzan día y noche como bestias que jamás alcanzan a saciarse,
ese hombre cuasi animal se halla más cerca de aquellos de su clase que en la
Edad Media compraban colectivamente un
condenado a muerte para someterle a las torturas más horribles que
entretuviesen su domingo de vinazo y holganza antes de ejecutarlo que del
bucólico soñador JD. (convertido finalmente en calabaza).
Te vi cuando eras niña, que ibas con tu madre
por mis huertos, cogiendo manzanas cubiertas de rocío… Te vi y empecé a morir.
¡Que funesto delirio se apoderó de mí! Entona conmigo, zampoña los versos más
dignos.
Deja, deja ya de entonar, zampoña mía, los
versos…
Él,
a ella, la quiere de tierra, tan real como eso, tan irrebatible. Será su mundo
inacabable. Qué exploración. Sabe de qué y cómo está hecha… pero es un planeta
nuevo donde hollar con sus zapatones de payaso sabihondo.
Pronto
la notó tan cerca que se diría que salía de él mismo, que prolongaba su
repentina locura, o que era su propia turbación la que adensaba el vacío de
aliento y calor humanos. “Esto es un error”, pensó. “Toda esta invención
insensata me ha conducido al desbarajuste.” Se quedó inerte bajo el sol,
definitivamente quieto en la tierra. Al
cabo de unos instantes le zarandeaba ella de un hombro. Una voz ronca de
emoción le exhortaba que se diera la vuelta. “No abrir los ojos nunca”, se
decía él. Se volvió lentamente hacia
ella con el cuidado de un ciego,
sin despegar los párpados, a ella se encaraba como al otro lado del mundo.
Tenía
los ojos cerrados (ni la fuerza más extraordinaria hubiera podido...), un telón
rojo manchado de sombras negras era el velo más trabado para el menos
traicionero de los sentidos. Estaba como en suspenso, pero estaba gusto así.
Descubrió con alivio que no ver bajo el sol tremendo de la mañana invernal y
limpia no era un reto tan poderoso. La oscuridad ahora era un velo engañoso, un
ardid sutil que le sumía en un mundo perfecto: veía las cosas desde la memoria
libre de apariencias y mudas. Las veía tan limpias y nítidas como surgidas de
la primera tierra, las veía sin necesidad de la mirada. Pensaba que ante la
naturaleza puede adoptarse la elección más majestuosa sin pretextos ni cuidados
ridículos. Se decía: “Una disposición santa y clamorosa para la escucha. La
naturaleza es un habla.” Enseguida le alcanzó el olor de ella, la tibieza que
desprendía su piel tan próxima. La supuso mala en ese instante, deseosa de su
cuerpo, y del suyo propio de mujer, y le gustó saber eso: ya preveía todo el
goce enredoso y la agonía de los cuerpos envejeciendo tan sabios hasta la
muerte en la fatiga del sexo y el trabajo, el día a día sin dios y sin diablo.
Sintió como las plumas de un ave amarilla y graciosa posándose en la tez
arrebolada del rostro, o como gotas de
agua cayendo de una hoja de planta que le refrescaban la frente y los pómulos
que le ardían, y, luego, como si un aire cálido y dulce le acariciase los
labios y penetrara por su boca entreabierta hasta llegar al secreto de los
dientes y el tesoro de la lengua, era como si un gemido de muy adentro fuese
agrietando sus facciones hasta dejar al descubierto la carne viva y la trabazón
de los huesos, la faz como una máscara suficiente, una mínima estructura de ser
ideal o artefacto vivo misterioso y lógico entre troncos y rocas de aleatoria
imprecisión, pues la cara era un latido irrepetible que se acomodaba feliz al
mundo de las formas y a través de ella se figuraba el mundo y le figuraban a
él, un artificio curioso ciertamente, una conformación singular en el universo
que tal vez no escondiera ni más allá de sus límites rareza semejante, sentía
con los ojos cerrados cómo se agolpaban en su rostro en aquella mañana de
invierno todos los cuadros que recordaba, todos los colores que había sido
capaz de registrar hasta ese momento de su vida: era ella que pasaba
lentamente las yemas de
sus dedos por la piel encendida
de sus mejillas como si tantease los contornos y el cáncer de su alma profunda. Un santo temor de acólito, de turbado bobo, le
asaltó al pensar que ella podía penetrar a la oquedad de las heridas del pasado
corrupto y apercibirse de la sucia llama que todavía, aunque muy poco,
alumbraba rincones de su memoria. Pero, no. Podía traspasar hasta la corteza
misteriosa de su espíritu, encarnarlo en quien sabe qué, pero él ya estaba
libre de la miserable antigüedad de las sombras de antaño, de los colgajos y
pingajos mortecinos que como ruinas habían acompañado hasta ese día su
derrotero. El pasado era una fragua muerta, apenas nada, indecorosas y frágiles
telarañas prontas a sucumbir por la ventolera del futuro, unas palabras rotas,
y acaso necias, que iban y venían perdiéndose en el olvido más bienhechor.
Estaba
de pie y temblando, y a veces el cuerpo de ella rozaba el suyo. Nunca abrió los
ojos.
No era temible ella, ni tampoco todo lo que él
había dejado atrás; al cabo, conducía a esto:
fluía un río de aguas turbulentas desde lejos y ahora, con simplicidad,
atravesaba estos parajes de un futuro no tan raro. Era limpia el agua, salvo
algún pecio inofensivo de la vida pasada que arrastraba la corriente como si
cualquier cosa. A fin de cuentas, ahí estaba. Salvado: [”Para nada”, diría...]
Podemos
empezar. [J.L.L.: “Ritmo hesicástico...”]
El
sólo posó su mano, sus dedos temblorosos, sobre la frente de ella con suavidad,
temiendo que en un instante se desvaneciese como el polvo dorado en el aire, o
como se extingue la huella del pájaro en el cielo alto y azul. El sol estaba en
ella. Era tan real como la vida y la muerte. No supo cuándo se alejó de él para
desaparecer de nuevo entre los árboles, y tardaría muchos años en descubrir la
sustancia del silencio que siguió
después.
El mundo es malo, ha descubierto Huizinga de
aquel campesino malo corroído por la miseria y condenado de por vida a un
estado degradante, aquel ser siempre precario en la soledad del bosque o en la
llanura crepitante bajo un sol cruel e implacable, al acecho constante con su
deseo de daño, de su amenaza oculta, dispuesto al asalto predador sobre el
pacífico paseante.
¿Nos
vas a desbaratar a Hanna Schmidt Roser, cobarde Boceto?
¿Crees que es como una muñeca autómata a la que se puede armar y desarmar a
conveniencia? ¿Pues ha de ser tu pasatiempo, centauro desalmado, criatura
libresca y aburrido mortal? ¿La vistes y la desviste? ¿La ultrajas y la
recompones?
No
dejará escapar a la ninfa.
Dos
años, y al infierno, Calígula.
El
tipo se llama Michel Houellebecq.
La
novela que ha escrito, Plataforma.
En
la novela él mismo se autodenomina Michel.
No
se describe físicamente.
O
sí, pero esto es irrelevante y nos la trae al fresco.
El
mundo está lleno de micheles, que son
como cucarachas.
Intuimos,
no obstante, que el tipo está magníficamente dotado y nos hace ver sin pudor
alguno que es capaz de culminar tres polvos seguidos a plena satisfacción. No
hay, pues, lugar a confusiones ni a falsos entendidos ni a medias verdades. Él
es quien es (Yo soy el que soy, trona la voz bíblica).
Michel
es un pura sangre de la necedad más envidiable. Un funcionario del estado que
promueve y gestiona actos culturales inocuos en un ministerio innecesario. Un
cretino impasible al que todo le sale bien por simple inercia hasta que, poco
antes de su muerte inclasificable (puesto que no asistimos a ella y no podemos
comprobarlo: la novela termina antes de su aniquilación, probablemente por una
desidia suicida), un atentado terrorista le deja psíquicamente para el arrastre:
unos malvados musulmanes ametrallan a su muñeca y la inutilizan.
La
muñeca se llama Valérie. En fin…
Atendamos
el fantástico itinerario del fecundo viajero sexual basándonos en los hechos
escuetos que con absoluta cronología (nada se nos dice de los polvos pasados)
van apareciendo en las páginas del libro sin intervención de flashbacks inútiles.
La
edición que manejamos es un compacto,
un libro de bolsillo económico (naturalmente, soy lector recién universitario
de 17 años con la alcancía hueca) de la editorial Anagrama, una cuarta edición
de 2006. La traducción del francés, de impecable sencillez (se trata en rigor
de una novela de impecable sencillez tanto en su forma y lenguaje como en su
fondo), es de la señora o señorita Encarna Castejón, que debe ser de una
impecable sencillez y atinada formación filóloga.
El
libro consta de 316 páginas y se abre con una cita de Balzac de laboriosa
comprobación, pues nada se nos revela del libro de la que se toma.
(Boceto, durante un par de semanas,
husmeó en los diez gruesos tomos, 14.556 páginas en papel biblia, de las obras
completas del novelista de Tours que habían sido propiedad de su difunto padre
sin conseguir averiguar su procedencia, lo que le supuso no poca contrariedad
por tanto tiempo perdido en la búsqueda.)
La
sesión de lectura se inició la noche del jueves 5 de enero de 2007, y finalizó
el día siguiente, viernes 7, poco antes de un mediodía gris, frío, ventoso y
húmedo que para nada invitaba a abandonar el mullido y cálido sofá y salir de
casa.
Minutos
antes de la catástrofe con la que culmina la novela, Michel-narrador (que
líneas más abajo dirá de Occidente que allí la vida era cara y hacía frío),
cita a Emmanuel Kant: la dignidad humana consiste en someterse a las leyes sólo
si uno puede considerarse también legislador.
Entonces,
al final, quién lo iba a decir, Michel acaba viendo de nuevo Preguntas para un campeón..., un
concurso televisivo de gran aceptación, hasta que sobreviene la ataraxia
postrera, la debilidad y el abandono totales, la muerte (suponemos).
Qué
cosas.
El
hombre de tierra de Blasco hace de la hoz un arma, pues ve arder por mano de
hombre su barraca, desplomarse su huerta y echada a perder su tierra ante el
silencio de piedra del cielo… No existe el bien, es la fatalidad que sólo algunas
veces nos engaña con la pacífica y embustera apariencia que disfraza el mal:
detrás de todo está la miseria, el terror y la muerte. Coge la escopeta colgada
encima de la puerta. Sale a la oscuridad de afuera donde se esconde el
criminal. Dispara con tanta rabia y desesperación que seguro está de haber
hecho carne…
Hanna,
mira, toma…
Tolle lege, una gran novela de la contemporaneidad más rabiosa
(¿se dice así?).
Te
cambio La barraca por La tierra… ¡Qué digo! Aún más. Te cambio
La tierra y La barraca por Plataforma,
de monsieur Houellebecq, y cien novelas francesas más del mismo jaez de
guarrerías.
Hecho.
Hanna,
las puertas de la moderna sabiduría literaria se abren ante ti…
Abre
el libro como aquella adolescente que destapa una caja de bombones con las
hormonas saliéndole por las orejas.
(A
los quince años, nuestro precoz Boceto
se trasegó en tierras de gabacho El
último tango en París, La naranja
mecánica, Emanuelle y (aderezo
disimulador del festín) La guerre est
fini.
Cada
uno, su época, sus merecimientos
Mientras
tanto JD.:
Apagó la luz del flexo.
En el exterior la desnudez es total. Las líneas son
reveladas sin piedad. Franjas de sol se estampan contra las fachadas encaladas
de las casas. El cielo es de un azul profundísimo... Julio era la luz, y un sol
poderoso recorría todos los caminos tintándolos de amarillo y de polvo,
desvelaría cualquier sombra en la umbría, el recodo gris y azul del barranco,
revelaría la flor roja, el tallo verdemar. Iban a detallarse arbustos y peñas,
a perfilarse plantas y hojas, la tierra se aristaba abrupta y holgada de montes
y espesas arboledas verdes. Brotaba un relieve de cosas y formas de color
variopinto del gran plano indescifrable de la noche.
Reconstruía las imágenes mientras esperaba la salida del sol
blanco, todo bajo el silencio...
El pueblo cobraba vida. Ruidos familiares, surgidos como por
encanto, le llegaban a Brell perceptibles a través del balcón: los golpes de un
martillo contra la madera, los crujidos de un portalón, los cascos de un mulo
contra el empedrado, una voz de mujer, el chorro del agua llenando un cubo de
cinc, todo lo que comenzaba a herir la mañana cristalina, invadida de un olor
seco, consistente, del oreo del monte cercano, del rastrojo del camino.
La trasparencia del aire era casi milagrosa, quizás hacía
que el sonido fuese por ello tan nítido, tan cautivadoramente próximo al latido
y el sentir de la carne viva en la piel. El aire... que zarandea el ruido de
aquí para allá, y es un invisible hilado que mantiene las cosas unidas entre
sí, suspensas: las presta a la
pintura, clarifica cada materia y las despoja hasta alcanzar la misma
esencia....
Ah, este hombre joven
huido, ya empieza a germinar de la misma
tierra, se alza como un árbol desde el suelo fértil: en poco tiempo sabrá distinguir
desde lejos por el color de las briznas la clase de cereal que granará al sol:
verde amarillo, el trigo; verde azul, la avena; verde gris, el centeno…
¿Y
este gran modelador con su lápiz y su goma de borrar?
Yo
modelo mis obras, no las tallo: las formo mediante adiciones, asaltos
triviales, imaginaciones, amontonamientos, antojos, inspiraciones,
arbitrariedades…: me pongo yo, me quito, no me quito, me engordo, no me sobra
nada. Es como una pintura de Pollock. Hasta la gota accidental, el churretón casual,
forman parte del contenido.
Escribir,
a veces, también es una ocurrencia material (?); algo siempre demiúrgico,
claro, pero asimismo algo sumamente plástico si dejas de enhebrar y desenhebrar
una trama como el que anda jugando con un ovillo mientras espera la llegada del
pizzero, si dejas de contar como
hacen los bocadillos de los tebeos o los puntos y aparte de las antiguas
novelas de quiosco: agregas
divagaciones, digresiones, andaduras por las ramas y el conjunto final,
de manera insospechada, adquiere un sentido imprevisto: la intención sola ha
sido tu auténtico hilo conductor, la creadora del cuento y su atmósfera.
(A
los quince años –el Año de las Películas Prohibidas, el Año de La Muerte de
Franco, El Año Internacional del Sombrero de Fieltro- su escultor preferido, al
margen de las exquisitas miniaturas eróticas japonesas en marfil escondidas en
la biblioteca del viejo Brell y las señoras desnudas de Maillol y las
morbideces pétreas de los clasicones copistas del siglo XIX y las obras urbanas
de los catalanes decorativos y cachondos, era, sin duda, Auguste Rodin: este
tipo no sabía tallar, le tenía pánico al escoplo, el mármol le aterraba: él,
sabio y precursor, tosco y huraño, muy seguro de sí mismo, prefería añadir
puñaditos y pellizcos de arcilla a la figura elevada sobre la tabla, era un
verdadero yonqui del yeso este listillo. Qué lujo, la escayola y la terracota.
Qué miedo, la piedra. ¿Y esa añadidura de barro, ese pegotillo en el pómulo?
Porque así lo quiero. Y ahí se queda. Y, ahora, aparta tu sucio lápiz rojo de
mis páginas, mamarracho.)
¿Cómo
acabaría nuestro hombre calabaza, José David Brell?
Allá,
en las tierras del aire.
Abajo,
entre viejos tan muertos como los de Comala, frente a las pacíficas llamas del
hogar.
Arriba,
evitando el derrumbe de corrales y masías en las cimas azotadas por el viento.
Un
hombre solo o con una mujer, e incluso con hijos.
Se
esculpía a sí mismo día a día. Sin nada entre las manos (una azada, la hoz, ya
era él sin aditamentos retóricos), ahora podía tallarse a gusto, sustraer la
sobra repelente del monigote.
Y
un único mandamiento: morir allí, jamás regresar como un Drácula cualquiera
vestido de frac al oscuro refugio del ataúd, y que vaya muriendo el sol y se
sequen los océanos.
Es un cálido día de julio. Amaneció pobre de luz la mañana,
con el cielo gris a ras de las cosas. Enterraron al viejo con un manto de
tierra feraz, olorosa y húmeda.
Brell,
antes del anochecer de ese día, se dirige a las montañas tan próximas en busca
de la figura de niebla que yace en su memoria.
No
vuelve la vista atrás ni un solo instante.
Se
adentra entre los árboles y desaparece.
Instantáneamente:
ni siquiera se oyen sus pasos sobre el follaje y la tierra mojada.
Imaginemos
que…
Llueve,
pero es una lluvia nueva. Como de adviento.
Vuelve
la cara a la pared, hijo de Nabucodonosor: letras de fuego, amigo, señalan el
desenlace: Mane, Tecel, Fares.
Pesado, Dividido, Contado. Contados tus días, en la balanza no alcanzas la talla
ni el peso para salir bien librado de la fatalidad: muerto, de nada te valdrán
tus pertenencias por numerosas que las poseas, han de ser divididas, dispersadas, perdidas.
Eras
nada, aunque fuiste.
¿Y
eso quién lo dice?
Las
Escrituras.
¡No
serán las mías!
¿Y
si lo fueran?
Los
dioses aborrecen a todos los humanos: les recuerdan, aun inofensivos en la más
hiriente desnudez y precariedad dando tumbos por la tierra muerta y condenados
a la caducidad, lo que eran ellos mismos: barro o piedra.
La
casa del padre está vacía, abiertas las ventanas, ventiladas las vidas que allí
se cobijaban.
En
sus salas desiertas el aire sopla a sus anchas y el sol, a veces radiante y
otras mortecino, muere sobre las paredes y los suelos.
No
esperes oír los pasos de sus lejanos habitantes ni la voz de los recuerdos.
El
pasado está muerto, y esa casa tan grande y vacía es su magnífica mortaja.
Puebla
(de imaginaciones) las cuevas de su abulia.
Charlie,
maldito, no bastan las copas, el aturdimiento nocturno, la vida te mata.
¿Cuántas
mujeres cincuentonas solitarias y sepultadas por la angustia encuentran la
muerte al amanecer con la botella de vodka media vacía debajo de la almohada?
Tampoco les bastaban los trabajos mezquinos, la televisión del fin de semana,
la merienda de los sábados en el salón de té ni pasear al perro al atardecer ni
la compra masiva e inútil en los comercios de Colón ni la masturbación rabiosa
a medianoche ni esperar la destrucción total y absoluta del mundo mirando a
través de la ventana mientras en el transistor unos tipos sin identificar se
vociferan unos a otros (para eso les pagan los anunciantes que patrocinan el
espectáculo) como si les fuera en ello la vida: en realidad, el desempeñar su
antipático papel de energúmenos chillones radiofónicos les proporciona un
pequeño sobresueldo, el cafelito de media tarde y el cruasán industrial.
Boceto tiene un plan.
Lo
tangible le anima a ser bestia acechante. Esa criatura es su víctima: le ha
llenado el bajo vientre de veneno: Rimbaud, Lautréamont, Nerval, la lujuria
sangrienta de Gilles de Rais, la modernidad literaria seudopornográfica (¿qué
hace uno cuando ha metido el dedo en culo ajeno?, ¿se lo chupa?), la lección
del maestro… ¿Charlie, tú sabes quien era Henry James, escritor elegante y
concienzudo?
No
viene al caso. Pasa página.
Al
cabo de unos días Hanna le devuelve Plataforma
sin denotar expresión alguna, neutra, indiferente, demasiado sabia y cauta para
su edad:
Ya
la he leído, dice, como si le devolviera un recetario de postres prestado la
semana anterior.
Ni
un solo comentario: son muy listas las nínfulas sabias.
No
está mal… para ser una novela escrita por un tipo que tiene aspecto de
enajenado y mirada estupefaciente, dice él, sin entrar en detalles.
La
jovencita sonríe en silencio, ahora, en 2005.
2007:
17 años: espera y verás.
Pero
que no descubra tus garras afiladas: no te desvistas todavía del camisón de la
abuela, endulza la voz de lobo hambriento, apaga el fuego de tus ojos, esconde
los velludos brazos bajo el embozo de las sábanas, oculta esos caninos
desgarradores que han de profanar su carne tan tierna.
Eres
el hombre de las mil caras. Puedes ser artista, pensador, escritor atormentado,
varón escéptico, desdeñoso, seductor…
Puedes
tapar tu lomo peludo bajo la manta plural de un sutil encandilamiento cultural
que atrape a Caperucita.
Cambio
de tercio:
No logo, Chomsky, Susan George, las novelas de Angela Carter…
¿Ginsberg y Kerouac aún pueden funcionar? Kennedy Toole…
Quien
no ha de fallar es Sylvia Plath. Esa marca es una garantía absoluta, como las
hojillas de afeitar o los cereales del desayuno.
(El
bruto de Burroughs se nos quedó un tanto apolillado: salvaba, no obstante, Ciudades de la noche roja.)
¿Burroughs?
¿Ése no es el que escondía las papelinas de heroína en el albornoz?
Por
entonces, también los inexplicables sonetos de William Shakespeare y los
difíciles cuartetos de Beethoven se habían transformado en reconocidas
golosinas culturales. ¡Qué tiempos aquellos tan antiguos, los ochenta!
Esas
píldoras, u otras de la misma materia (que los sueños) suelen funcionar en
todas las épocas en el alma de plastinina de las adolescentes que creen,
pobres, que se las saben todas:
En
los ochenta, unos leían a Pynchon (y los más avanzados a Brautigan) y un millón
de páginas de la contracultura y otros hacían hervir la sangre que a duras
penas fluía por sus venas con la danza macabra del Palidán, Nolotil o Sosegan.
(Uno:
Yo chupeteaba las pastillas Perduretas como si fuesen conguitos.)
Vive
aprisa, sé en el instante y no desdeñes el placer que se te ofrece.
(Otro:
En mi vida no hay sitio para el futuro, una nebulosa imposible de asir. Así que
respeta mi decisión y no te partiré las piernas. No me hables del futuro,
porque no existe tal lugar. Siempre te morirás antes de que le eches el guante.
Es tan inexistente para mí como el día después de mi muerte.)
Él,
El Sabelotodo, la apartará de la
química de la drogas. 2005: basta lo virtual, antes pasarás por encima de mi
cadáver que te corrompan evanescentes porquerías (¿y que tal el alcohol?):
He visto los mejores cerebros de mi
generación destruidos…
Pórtate
bien y te llevaré a ver El hombre del
cráneo rasurado (4).
(1975:
Xerea, fila doce, pasillo derecho. Laborables: 40 pesetas la butaca. Qué época
en forma de… ¡barbas!)
Todo
lo que sé de Wajda lo sé por los subtítulos: las imágenes solas no me eran
suficientes y la música me abstraía de tal modo que cerraba los ojos.
Las
naderías, asimismo, sobre todo ellas, son bastante engatusadoras para el pasmo
enternecedor de los jovencitos de lectura perezosa:
William
S. Burroughs, mentado líneas arriba, solía meter en la maleta junto a una
Biblia de bolsillo y los gramos de heroína camuflados entre unos calcetines
sucios un revólver Webley del 45 con su correspondiente caja de munición.
¿Y
eso?
Una
constatación interesante. La verdad de la vida, que no se nos pase por alto, se
halla en los pequeños detalles. Que un tipo meta en la maleta antes de
emprender el viaje un par de calzoncillos, dos camisas, unos vaqueros, una
novela de monsieur Houellebecq y un frasco de jarabe para la tos carece del
mínimo interés… Pero… ¡un revólver…!
Pórtate
bien y te llevaré a ver Cita en Bray
(4).
(1975:
Xerea, fila doce, pasillo derecho. Festivos: 60 pesetas la butaca.)
Treinta
años más tarde un victimario nace de la chistera incomprensible de Dios, asoma
la cabecita hechicera, engaña con su sonrisa de payaso entretenido:
He
ahí el cordero de Dios que quita los pecados del mundo… ¡y no va a quitar los
tuyos!
Hanna:
única función en tu honor.
Sólo
podrás seducirla si le quitas de las manos el móvil, la destierras a un lugar
bien lejano de la panda digital de sus amigas y amigos. A la par que le quitas
las bragas tendrás que despojarla, al menos temporalmente, de la morralla que
lleva a cuestas como una pestilente y pegajosa joroba, librarla de la sucia
cochambre de avispones que la rodean pegados a ella todo el día.
¿Qué
quieres ser de mayor?
Escritora
o artista, dijo. No se me ocurre otra cosa, confesó algo dubitativa. De pena,
pensó el profesor cariacontecido.
¿Y
qué tal trapecista de circo? ¿Limpiadora de arbellones? ¿Deshollinadora?
¿Vendedora a domicilio de artículos para la limpieza?
Todos,
incluso los de tu preferencia, peligrosos oficios que puede conducirte a la
muerte súbita, a la ruina o, más tarde o más temprano, al ostracismo suicida.
Soy
tu victimario: pórtate bien y te llevaré a ver Woodstock (2).
(1975:
Aula 7, fila catorce, pasillo central. Festivos: 80 pesetas la butaca.)
No
apresures el disparo. Apunta mejor. ¿No estarás equivocando la naturaleza de la
pieza a batir?
Mira
que si esta niñata se ríe del psicópata Gilles de Rais, del infantilismo y los
complejos de Lautréamont, de las monerías perversas y el culo al aire de
Rimbaud, del desahucio alcohólico de Nerval, del sórdido ludismo de El Bosco,
de la pornografía pajillera del marqués de Sade… ¡Hasta puede que le entren las
risas tontas al leer las sesiones camastronas, diurnas o nocturnas, de Michel y
Valérie trajinando por un París que nada tenía que ver con el infinitamente
nostálgico y crudo de El último tango en
París, que era el que realmente le gustaba a él!
París…:
le quitó de las manos Cien años de
soledad. Sin aspavientos, con suavidad
Lo
sustituyó por Rayuela: un París
lluvioso y jovial.
Y
más tarde se la llevó de este mundo con Pedro
Páramo (que le pareció solamente un sueño).
¿Qué
tal Cambio de piel?
Miraba
esas novelas (El amor en los tiempos del
cólera) como artefactos antiguos rescatados del desván del abuelo, le
gustaban en 2006, 2007: era buena lectora, lejos de las bagatelas.
El
desván del abuelo…
Tú
has de subir conmigo a ese lugar mágico… o bajar a las entrañas del ficus, tan
mágico como aquél.
De
tu mano iría al fin del mundo.
A
París…
Le
prestó, regaló, completamente desarbolado, tan gráfico, a la luz, sin
tapujos, El amante. Entonces
descubrió que esa mocosa de dieciséis años sabía bastante más de Marguerite
Duras de lo que él suponía: poseía una edición de la nouvelle de Les Editions de Minuit de 1988. Leía a la Duras en
francés desde los catorce años. En el apartamento de su madre en París
escarbaba en los varios centenares de sus libros, elegía al azar en aquella
desastrada y heteróclita biblioteca formada enteramente por rústicas ediciones
de bolsillo: aparecían y desaparecían como por encanto Mondiano, Duras, Perec,
De Clézio, Nothomb…
Ya
es tuya esa niñata con minifalda y un libro debajo del brazo como seña de
identidad (que lo lee de un tirón: la lección jamesiana del maestro), es tuya
aun sin haberla poseído hasta los sesos, hasta el fondo del ojo donde las
mentiras se disuelven como sumergidas en el ácido más corrosivo y donde
solamente anidan la verdad y el deseo, ya es tuya, la tienes en la red, colgada
de tu cintura cabeza abajo, humeante el cañón de la escopeta: la bala de plata
le dio de lleno, tranquilamente puedes meterla en el morral. Ya es tuya.
Te
han dado cuerda, tu larga lengua suelta todas las mentiras que han escrito,
filmado o pintado o esculpido otros. Eres su único informante. ¿Quién más hace
falta? La tienes encandilada. Ha de comer en tu mano, respirar obediencia.
Chasquea
los dedos. Es una orden.
De
acuerdo, ha leído a Marguerite Duras, pero:
¿Tú
sabes quién es Francis Bacon, Kieslowski, Javier Marías, Lars von Trier…?
Acude
hacia ti como un perrita contenta. Sin hablar, sonriente, qué parca en
palabras, sólo te mira con los ojos llenos de ansiedad, de anhelo, de plenitud.
Y todavía no la ha tocado, no se ha estremecido su piel de ninfa impoluta a la
caricia de tus manos, no ha palpitado entre tus brazos con los ojos cerrados y
el suspiro acelerado.
Pórtate
bien y te dejaré montar en la barra de mi bicicleta azul, de un cromado tan
brillante al sol que todo lo ilumina de plata en esta mañana transparente y
perfumada de verano, tan de jazmines. Vámonos tú y yo al fin del mundo.
Me
gusta esa camiseta de 20 euros que se ciñe a tu torso incitante, que marca tus
pequeños senos, que deja ver tu cintura, me gusta la calidez que exhala su
color amarillo tan oriental, el perfume con que tu piel la sazona…
Qué
poco sabe ella en 2005…, y él, que lo sabe entonces y ahora, se deja sobar la
conciencia por el Charlie malasombra de turno:
El
precio de esa camiseta, 2.000 takas, es el salario de un mes de una chica de tu
misma edad que se llama Laboni Rahman y sobrevivía en Dacca con menos de un
dólar al día. Hilvanaba 110 prendas –entre ellas tu camiseta- a la hora en un
local de la sexta planta de un edificio donde trabajaban cerca de 4.000
operarios textiles cosiendo, pedaleando, embalando, etiquetando: visten bajo el
nombre de conocidas marcas de ropa a los afortunados habitantes del Primer
Mundo que gustan de lucir el palmito cada dos por tres y aborrecen un vestuario
puesto dos veces. Encerrados 12 horas diarias soportaban temperaturas de más de
treinta grados. Una mañana del futuro (¿no querías negar el futuro, desdeñar su
existencia?, pues ahí lo tienes, aunque considerando los antecedentes tan
explícitos era más que previsible adivinarlo), el edificio, construido con
materiales de derribo, se vino abajo y hubo más de 1.100 muertos. Entre ellos,
Laboni.
Pórtate
bien y te llevaré a ver Bailando en la
oscuridad.
¿Qué
tal te portas tú?
De
miedo. Desplomado en el suelo como un muñeco de trapo bajo la luz rosa y azul
de los neones nocturnos. Borracho. Ni siquiera Charlie ríe mis chistes. Caído
entre dos coches con los pantalones meados esperando que alguien me barra y me
arroje al contenedor de la basura o me aplaste con un pie como a una cucaracha.
Pórtate
bien y te llevaré a ver una de Stan Brakhage o una sesión doble con un par de films de Cassavetes y Ron Rice
o Suárez.
¿Y
todo eso no bastó para salvarte?
A
duras penas.
¿Usted
no es un novelista, verdad?
No,
no lo soy. Cuento poco. No soy un narrador. Construyo idas, venidas,
encadenamientos… Como una película a la que le bastara su plástica. Tú acciona
la cámara: deja que el mundo se ponga delante de su ojo escrutador, pasivo,
inapelable, a sus anchas y a sus locas.
Pórtate
bien y te llevaré a ver Elephant.
Ando
de traficante de sueños. Un industrial de humos soy yo. Después de mí sale la
basura reciclada, lista para ser engullida de nuevo.
No
esperes de mí ninguna culpa: soy inofensivo a pesar de las palabras que robo a
diestro y siniestro: nunca supo nadie que alguna de ella matase: el arte y la
poesía no sirven para nada… en este mundo al menos. Dejo en paz los caudales de
tu provecho y felicidad: es el despertar y su aliento podrido quien te arrebata
de los sueños buenos o malos.
Qué
joven, tan maleable…
Vosotros
los jóvenes no tenéis la menor idea de lo que eran aquellos años…
¿Los
tuyos? No nos hagas reír, prisionero de Zenda.
Por
entonces él ya lo tenía todo hecho: eran JD. y Fiodorov los que trataban de componer el puzzle entre libros de
bolsillo, carreras delante de los grises y los coloquios cinéfilos en los
cineclubs repletos de barbudos con trenka y torvo mirar: él andaba ensimismado
con La bola de Cristal, a salvo de
todo.
Bueno,
aquel tiempo… ¡qué mar de grisuras!… lustro arriba, lustro abajo. No sabéis los
jóvenes, no sabéis… Todo por hacer… con las manos vacías: ¡jovenzuelos de
mierda!
Y
vosotros los cuarentones tenéis una idea muy somera de lo que sucede realmente
ahora. Y esa idea se acuesta frívolamente con cualquier situación y cualquier
amante, depende del número de whiskys trasegados la noche anterior.
Pórtate
bien y te llevaré al Artis a ver El
espíritu de la colmena, un film que te llena el alma de pena mucho más que
el de James Whale, de una desesperación triste, resignada, ajena a todo tipo de
violencia.
30
años más tarde: pórtate bien y te llevaré a ver La mala educación a un multicine de las afueras, donde nadie pueda
reconocernos, medio oculto el rostro por el gigantesco recipiente de las
palomitas.
¡Quelle différence!
Nadie
conoce lo que pasará en el futuro, no existe el futuro… pero convendría
precaverse de él, de sus seguras acechanzas.
(Te
contradices. Retira lo dicho.
Lo
hago.)
Pórtate
bien y te llevaré a ver Providence.
Hanna,
hace treinta años justos existía un tipo que hacía películas a modo de poemas
visuales llamado Alan Resnais. Puede que todavía las haga. ¿Tú sabes quién es?
¿Quién?
¿Yo?
Aunque
ahora las haría sin diálogo, y la cámara quieta, solemne.
Pequeñas
venganzas contra un público tan voltario como amante de la anécdota.
La
más gloriosa (venganza) que ponemos en conocimiento del público cinéfilo en
general:
La
actriz Gloria Graham, la Maravillosa, despechada por la traición de Nicholas
Ray, que al final se divorció de ella para casarse con la Crawford, tardaría
unos años en vengarse pero al final lo hizo: sin soltar la botella de bourbon
de la mano, ya cuarentona, sedujo y se casó con el hijo de Ray, fruto del
primer matrimonio del director tuerto, y convirtió mediante esta jugada maestra
en suegro a aquel que fue su marido.
Pórtate
bien y…
Hanna
escucha con atención las lecciones de El Maestro, la tiene embelesada:
Mejor
no se puede portar esta súbdita del Imperio, aunque al otro lado del océano
(lejos de Nueva York o Karson City), al igual que miles de millones de jóvenes
de los cinco continentes que disparan por la boca su rebelión y, en el fondo
(muy poco en el fondo), pagan sin ellos saberlo su estilo de vida con billetes
pronto convertidos en dólares nuevecitos: del mundo traidor comen sus
hamburguesas, llevan sus vaqueros, consumen sus cereales y refrescos y se
quedan ciegos ante unas pantallas inevitablemente pobladas de sus películas,
sus videojuegos y sus series.
A
Hanna la conocí en un burger, allí donde hasta la cerveza es pésima, escribió…
pero era mentira: apareció a la puerta de su casa en minishorts como irrumpe el sueño, al menos de un sueño de brumas y
resaca de los suyos.
Hanna, Mcdonald’s y yo.
Buen
título para una película.
Estoy
preparado para la vida moderna. Se me puede ver en mil sitios, un zascandil de
la docencia, la cultura y la copa, pero lo que no verán jamás es la pastilla
debajo de la lengua que evita que mi tensión, harta de mí, se suba por las
paredes y me deje hecho unos zorros.
Queremos
el especial, el de dos pisos… y media docena de nudgets, y la ración de patatas fritas y los refrescos en vasos de
tamaño grande.
(Debería
haber salido del burger con la corona de papel ceñida a la cabeza, con la boca
torcida y en posición horizontal, directo al cardiólogo de turno en urgencias.
En lugar de ello, se hicieron un selfie
como testimonio inolvidable del festín: ella, ahíta de carne roja anfetamínica,
sudorosa, con los ojos brillantes, dispuesta para la lucha de almohadas de
después, sostenía un globo azul; él dibujaba en su rostro una sonrisa viciosa y
la sucia mirada del estuprador, más lírica que racional, el rey en su tesoro.)
¿Qué
ha pasado conmigo?
Yo
era un tipo bien soldado de los pies a la cabeza por el mejor sacador de fuego
sentado ante su tablix: el cerebro, el corazón y los cojones perfectamente
unidos en una soldadura de plata y oro.
Ha
pasado que quieres cobrarte en contrapartida por los reveses sufridos de los últimos años la pieza más
codiciada que corretea por el bosque, una inocente gacela culpable por su
atractivo irremediable, por la gracia de sus movimientos, por la insolencia de
su cuerpo joven al que hay que corromper con todas las de la ley (del diablo).
Hanna,
estamos en una película, y me temo que no la ha escrito la ínclita guionista
Paula Coloma: la televisión en estos tiempos inclusivos, sea cual fuera la
cadena, no tolera incorrecciones… políticas ni de ningún otro tipo: deja en paz
al televidente. No vaya a atragantarse con la hamburguesa y sus babosas sesiones.
El Mal, en su infinita sabiduría, me ha puesto a Hanna en bandeja.
El
Proyeccionista ha echado a rodar el primer rollo (aún nos deslizamos como niños
en el celuloide)… Nos rebelamos. No queremos prestarnos al infantil juego de la
seducción, de los reflejos especulares que engañan a tantos adolescentes:
Ahora,
en lugar de comer una hamburguesa, te como el coño, limpio, algo húmedo…
Cómo
anticipar el mal… no preverlo o guardarse de él, sólo una intuición, un
fogonazo de su sol que se precipita hacia atrás, se estrella con su propia luz
del presente, un vistazo fulgurante, visto y no visto, a través de una rendija
que se abre a la maldad y la estupidez venideras: bah, es lo de siempre,
cambian las vestiduras que las Laboni Rahma de Dacca, que ni maldita falta les
hace saber de estética intercambiable, cosen días tras día sudando a chorros:
conforman disfraces en absoluto silencio, sin ninguna queja, sin un gemido,
tejen la piel del cordero que esconde los lomos grasientos o esqueléticos del
lobo occidental.
La
llevé al teatro, pues ya hemos escalado hasta 2007 (?).
El
local era un piso de la cuarta planta en un edificio de los altivos años
treinta de la avenida del Oeste, cerca del Mercado Central.
El
ascensor no funcionaba. Subimos sin esfuerzo los nueve tramos de escalera.
Llamé
al timbre.
Al
cabo de un rato, nos abrió la puerta una mujer de edad mediana, de rasgos
vulgares, sin maquillar, vestida con una blusa azul de mangas abullonadas y una
falda gris de tubo.
No
sonrió al recibirnos.
Nos
franqueó la entrada y cerró la puerta a nuestras espaldas. Nos dejaba solos, a
nuestras anchas.
Pueden
empezar, dijo.
Quizá
se precisara addenda:
¿Cómo
se llama usted?
Marina.
La
gobernanta.
Un
nombre falso.
¿Acostumbra
a desaparecer como las sirenas? Sólo se les puede ver una vez en la vida.
Esto,
señor, es una tragicomedia. Interpreten sus papeles como buenamente puedan.
Resígnesen: el telón bajará y todo habrá
terminado. No lo dude.
Y
desapareció sin darnos tiempo a reaccionar, deslizándose como un fantasma por
el pasillo curvo frente a nosotros. Advertí muchas puertas cerradas a cada
lado.
(Hasta aquí he hablado de un príncipe. Ahora
hablaré de un monstruo: Suetonio.)
Ya
anochecía, y la claridad era escasa. Pronto nos envolvería la oscuridad.
Intenté
encender una luz, pero no hallaba ningún interruptor en las paredes ni en
ningún otro lado.
Adiviné
que nosotros éramos los únicos actores.
Había,
pues, actores y escenario.
¿El
público? Ni está ni se le espera.
¿El
objetivo?
Tenemos
que encontrar a esa mujer, pensé tontamente, pero iba a ser una tarea
imposible. Se había esfumado. Sería una sombra más de las que componen lo
oscuro que nos rodeaba. Ahora dudaba incluso de su existencia, que parlante
hubiera sido.
Estábamos
solos los dos, pero yo estaba más solo que ella y no podía permitir que ella lo
descubriera.
Ése
era el objetivo de la función.
Lo
malo de la ficción es que, a diferencia de la realidad, tiene que tener
sentido.
(Esto
lo esclareció Twain como quien te invita a un cigarrillo.)
Podemos
empezar, dije en voz alta. Ya era noche completa.
Tanteaba
las paredes.
(No
había paredes.)
Una
puerta se abrió. Es aquí, dije (?).
Desnudos
yacemos sobre las sábanas de la ancha cama, frente a una ventana antes
amarilla; ahora, negra . No se veía nada.
Es
una Caperucita… Si la toco, la borro
de la página, la desordeno en letras, me como el mito:
Apresaré
cada centímetro de tu piel al alba, esa luz tan suave y maligna te acariciará
con mis manos, todo terciopelo.
La
había desvestido porque ella se dejaba hacer. La llevó a la cama con una
lentitud pasmosa, sin dejar de mirar a la presa.
Ella
empezó a aferrarse a él, como si él fuese un árbol del verano cálido y
protector.
¿A
qué huele esta ninfa tan dulce y sumisa, silenciada, atenta a su cuerpo
transparente como una lágrima, este ser aún reciente en las pasiones que no
puede recordar la primera de las heridas, la más terrible?
Sólo
quiere que la adoren… más que la quieran a secas, como la mayoría de las
adolescentes en sus primeras noches de amor, se sienten únicas, ¿qué sería el
mundo sin ellas?, se preguntan.
Tú
palpas la herida de ahora que tapa la otra herida, sabio estuprador, mudo
senequista epicúreo más que estoico: sé feliz.
¿A
qué sabe en la oscuridad, tan palpable, tan invisible, tan evidente ella?
Tiene
su olor, como una planta lo tiene tan distinto a las otras plantas. Tiene un
olor y sabor a agua y sal su piel, pero también otro olor, el de ella, tibio,
sano, magnífico… sí, único.
Si
la toco, la borro.
Pierde
la cordura, sólo así hallarás el placer.
De
senecio:
Resígnate
como aquel Séneca que escribía sobre una mesa de plata y se bañaba en agua de
oro, que había amaestrado sus placeres de tal forma que su apariencia y modales
no revelaban sino beatitud, sabiduría, aquel disfraz del estoicismo que oculta
con la noble toga la tosca panza, que intenta salvar el pellejo con un postrer
gesto de renunciamiento: intenta comprar con su inmensa fortuna lo que queda
del día a su poderoso verdugo: lo pierde, no obstante, y no salva la vida, y
muere pobre, demasiado despacio… pero como un hombre, como un filósofo.
El
día de un perro es un día interminable. La vida de un perro es un día. No
existe el ayer ni el mañana. Bosteza el perro ante tanta eternidad. Es feliz el
perro con su día a cuestas, su sueño al sol blanco, en la tarde amarilla, en la
noche azul. La felicidad del perro es su urgencia por solventar cuanto antes el
hambre. Luego, la paz del cuerpo satisfecho, a ratitos una indolente
curiosidad, aunque no tarda en sentir una absoluta indiferencia.
Séneca:
la vida, si sabes emplearla, es larga… como el bostezo diario y aburrido del
perro.
Mira
donde te han llevado tus malas artes: bajo tu cuerpo ya poco grácil se retuerce
de inconsciencia y gozo la ninfa, te araña la espalda, te moja con el sudor de
su lascivia inmoderada, te muerde la lengua mientras sus piernas de seda se
enroscan a tu espalda como si quisiera engullirte entero por la funesta herida.
Séneca,
eres un perro. Como aquel Diógenes, que aún si pudiera se cambiara por un
cerdo.
Del
oleothesium y el sudadero, del aroma
de la madera de cedro rociada con ámbar quemándose en la estufa, a la pocilga,
al cabañal de los humanos, al insufrible hedor de su compañía.
Así,
siempre, todo el día que suman tus años. Vaciados la vejiga, los intestinos, el
baño diario, los aceites y los perfumes, bien vapuleada la vieja carne por el
brioso masaje de los siervos sobre la mesa de ciprés cubierta con un lienzo de
suave textura: dispuesto al fastidio de tus semejantes, hastiado del poco
placer que ya son capaces de prodigar a ese cuerpo tuyo perfectamente rasurado
por los epilatores, vestido por las
manos expertas de la bella adolescente, la parsimoniosa vestiplicae.
Soy
el señor de Roma: he comprado esta esclava con la vasta moneda de la sabiduría:
mirad de qué modo idolatra mi lengua.
Es
una perra. Mi perra. Un cachorro agradecido al que hay que prodigar severos
entrenamientos, no se me vaya a descarriar.
De
la brevedad de la vida: tienes 100 años y 100 libros (¿para qué más?). Qué
hastío el del perro saciado, satisfecha la lujuria del lobo, apagada toda
curiosida… Que el sueño aleje todo el tedio: ahora déjame en mi día eterno.
¿Quién
quiere despertar después de muerto?
Charlie,
ni tú ni yo podemos creernos que el motto
de una vida sea el puñetazo en los sesos que te propina la copa en la mano, el
billete manoseado, el coche último modelo a la puerta, el sexo consentido con
una adolescente que aún anda chupándose el dedo y a la que a ti se te ha
antojado seducir con una docena de libros y cuatro citas. Por muy necesarias que
sean esas cosas para mí, sólo son, créeme, las cosas del mundo, lo que va a
sobrevivirme, lo residual: lo que a mí me aterra y me obliga a no matarme es el
miedo a que el yo que represento de
manera tan precaria acabe heredándolo otra alma cándida aún por venir a este
mundo. ¿Te lo imaginas, Charlie? Mi yo
traspapelado, rodando por ahí tan campante en el siglo XXII investido de
informático bilioso, politicastro mentiroso o de vivero para trasplantes de
ricos, de mucho más ricos que yo. Una pesadilla de la peor especie.
En
fin, de algunos muertos ya en sus tumbas, como suele decirse en roman paladino:
amigo, que encuentres tanta paz allá donde estés como descanso dejas aquí.
Al
cabo, el único asidero real que tiene un hombre en su travesía a la nada es una
mujer cuyo sexo la prolongue y el lenguaje que use con arte o no al hablarle. A
partir de ahí te inventas un mundo a tu medida, conforme tus intereses y
conveniencias y si no eres cobarde lo haces bien grande para que quepa todo.
Qué
brevedad, la vida, dice Séneca.
No
dejes que tu afán por acaparar dineros, cosas,
incluso seres humanos, sea superior a tus fuerzas, dice con la mirada amarilla
del que ya posee millones de sestercios.
Se
hizo sabio y redicho para disimular, y hasta poeta y trágico, mientras las
monedas reventaban las faltriqueras.
¿Por
qué rebulle esa ninfa debajo de tu cuerpo somnolienta y melosa como una gata
saciada?
Se
ha vendido a una voluptuosidad que es humo ante los desafíos de la nueva época:
todo es pronto y evanescente como viejo en un abrir y cerrar de ojos, como
follar sin perversidad, pura fisiología, un entretenimiento mientras miras de
soslayo la tableta, sólo una sacudida, la muerte chiquita.
Suena
su teléfono móvil tirado sobre la esponjosa moqueta, junto a la cama.
Estréllaselo
en la cabeza.
Oblígala
a que se masturbe con él mientras lo tiene en on, que al otro lado de las ondas, hombre o mujer, joven o viejo,
descifren si pueden roces y gemidos.
Soy
un poeta. Me perteneces. Puedo hacerte y deshacerte con mera palabrería, una ropavejería
de adorno, una quincallería esplendente que a nada compromete a despecho de su
brillo por su manifiesta falsedad: bla, bla, bla.
También
hay dinero contante y sonante, una gracia de los dioses de suma importancia,
sin necesidad de ser poeta ni de andar (¡iluso Cervantes!) tras duques, condes
y reyes a los que adular en dedicatorias infamantes vistiéndolos de adjetivos
cuando son gentes cuyas galas que les cubren únicamente ocultan la mierda que
los nutre y su desdén por la poesía:
¿Qué
clase de poeta es usted?
Sin
duda, dramático. Sé lo que me digo. (A veces, hermético.)
Acudamos
a Voltaire, quien nos proporciona una información sobresaliente, una clase de dictum que se instauró siglos atrás en
el mundillo cortesano de las letras francesas como antecedente del que guiarse
para beneficiar desde el poderoso trono de Luis XIV a tanto desarrapado y peor
aconsejado de la literatura:
Corneille,
poeta dramático: 2.000 libras de renta
Molière,
poeta cómico: 1.000 libras de renta
Racine,
poeta a secas: 800 libras de renta.
Pobre
don Miguel de Cervantes y Saavedra, humillando la testa ante un cualquiera de
Béjar o de Lemos solemnes, lustrosos e idiotas, y él hidrópico, con la pluma en
la mano, casi miserable, despreciado y solo, un eterno exilado siempre entre
torpezas por sabio, por ingenuo, uno de esos que tropiezan con las puertas.
Mejor esté su vida de desgracias y amarguras sinfín callada que referida:
ocultos sus huesos en un hoyo de un Madrid casposo.
Después
del amor de toda la noche y todo el día siguiente (el alba fue acariciante, se
lo había propuesto él a sí mismo desde un comienzo: esa luz la reveló
enteramente, la despojó de identidad: cuerpo sin nombre ni rostro al que pulsar
las seguras astucias que esconde en su
inocencia, liberar su desenfreno de bruja a punto del goce extremo) la llevó a cenar.
Pero,
antes ¿cómo salir del laberinto de esta casa?
Ambos
estaban cansados del cuerpo del amante, como fundidos el uno al otro y luchando
por desasirse.
Cada
uno de ellos huele al otro (el olor de ella, joven y ratonil). Se han
embriagado recíprocamente
Otra
vez era la noche. Tanteaban las paredes, reprimiendo las risas, como si
acabaran de cometer una travesura.
La
sirena no apareció (jamás dos veces en una vida), pero ambos conocían la salida
de aquella sombra negra, densa y táctil, ahora tan llena del olor de ellos que
se había adueñado de todos los espacios de la casa tomada por el amor.
Alcanzan
la calle festiva y luminosa, de sábado, llena de luces nocturnas y de alegría
demasiado evidente, juvenil en exceso.
Una
cena Mercury, muy apropiada a ciertas edades, salvo el vodka que borraremos con
una simple goma Milan: no obstante se permitieron el champán: una copa de
flauta (canónicamente indebida), ella; él, vertido en copa ancha
(protocolariamente), todo el resto de la botella, como el que después del
espejismo, sabida ya su mentira, sacia la sed al llegar al oasis.
Entran
en un pequeño restaurante de la Plaza del Tossal, bulliciosa y llena de jóvenes
pululando de una esquina a otra en esa hora mágica: todo puede suceder, por eso
se han echado a la calle limpios y dispuestos: el mundo es mío, y es sólo una
noche.
Se
lo cuenta a ella al tomar asiento, después de haber estado junto a la barra del
bar (coca-cola, ella; un whisky, él) quince minutos de espera, sabiendo ya que
el embrujo es para siempre (qué no podrá la cultura): dos, tres, cuatro años… y
después el diluvio, qué más da.
La última cena Mercury:
sopa de verduras, costillas de cerdo con salsa barbacoa y pastel de manzana,
todo ello regado con champán francés y vodka helado.
Fred
Mercury, al contrario que sus amigos invitados al postrer banquete en su casa,
no probó bocado en toda la noche. Se limitaba a observarlos con una débil
sonrisa.
Murió
al día siguiente.
Ella
(2007):
¿Quién
es Fred Mercury?
El
señor romano sobrepasa la edad de su esclava en 30 años, una eternidad.
Él:
No me dejaré abatir tan fácilmente por esta cría ignorante y la insolencia de
su edad:
Un
gran tipo. Inventó la cena Mercury. ¿Te parece poco?
Pero,
además de eso, ¿quién era ese tal Mercury?
Quien
concibió en una noche afortunada la cena Mercury, que fue su genial y única
aportación al vasto y múltiple mundo gastronómico…
Pero…
Tú
y yo, nena, acabaremos por lograr que el mundo entero acabe hablando esperanto.
Pero
la invención de una cena, la variedad y disposición de sus ingredientes, que no
digo yo, Dios me libre, que sea una tarea sencilla, no basta para alcanzar la
inmortalidad.
Que
te crees tú eso. La gastronomía es cosa importante en cualquiera de las épocas
de que se trate, hasta de las más antiguas. A través de las costumbres
alimentarias, e incluso en su último estadio, el de las heces, puede obtenerse
una buena cantidad de información acerca de sus pobladores si eres capaz de
meter las narices en ellas.
El
cuento de la buena pipa.
Ah,
Hanna, mi perrita Pavlova.
Ninguno
de los grandes filósofos que lees, Boceto,
te instruirá en el misterio de la muerte, pero todos te enseñarán a morir.
Boceto vuelve a la carga: en el restaurante, ningún comensal
parece tener más de veinte años. Y él allí, con
su hija, pues eso es lo que pensarían gran parte de los comensales, ni
siquiera una alumna, con la que se ha hartado de follar hace menos de una hora.
Se siente en desventaja: ha descubierto más de una vez cómo la mirada brillante
de Hanna se detiene en los potrillos de cintura estrecha y melena suelta sin
una cana que entran y salen por la puerta de cristal esmerilado de color ámbar.
Yo
soy un hombre acabado, Hanna, aunque no tanto como aquél de Papini, un muerto
en vida a los treinta años. Casi como el vagabundo Hamsun de Hambre correteando por Cristianía con el
estómago vacío, mendigando un öre para
comprar un lápiz.
¿Papini?
¿Quién es Papini? ¿Otro cocinero?
Vivió toda su vida solitario y
selvático.
Así,
de la mano de Ariosto, comienza Papini el relato de sus desventuras, aquel
Papini que no había sido niño jamás.
Qué
triste.
Fue
un hombre acabado, de esa manera lo confiesa él mismo, mi querida Hanna, porque
quiso empezar demasiadas cosas, y que terminó por no ser nada porque quiso
serlo todo: escribidor.
Los
jóvenes… No los desprecio y no los odio, escribe Papini a los treinta años…
¡Qué no tendría que escribir él cerca ya de los cincuenta malditos…!
Más
adelante, Papini se curó, se rehabilitó: Si muero yo muere el mundo, todo
muere. Me niego a hacerlo, entonces.
Y
resucitó, y no dejó de escribir. No dejó de hacerlo hasta que se quedó ciego y
paralítico, inmóvil e inútil como una piedra.
Me
permito, ninfa descreída, descubrirte una cita de nuestro hombre acabado
Giovani Papini.
El
día 7 de febrero de 1948, escribe en su diario:
El
que diga que conoce a las mujeres es un charlatán o un idiota. Yo vivo más de
cuarenta años con una mujer y cada
día descubro algo nuevo en ella… y en mí.
Hanna
sigue lanzando miradas furtivas a la puerta. Ella no sabe lo que espera, pero sabe que espera… ¿lo mejor, acaso?
Ahora
lo mejor es él. Debería serlo.
Laura:
¿Qué has hecho con mi hija?
Él:
Una educación sentimental.
Más
sencillo que eso para mitigar los recelos, menores sin duda, de una madre que también anda con sus pecados
a lo suyo: él, Boceto, tuvo una noche
alcohólica y sabe el diablo donde acabó, y ella, Hanna, ha pasado dos días en
casa de una amiga del instituto: preparaban un comentario de texto: La función de la metáfora en Mortal y rosa, de Francisco
Umbral.
¿Qué
amiga? ¿Dónde vive? ¿Quién es ese Umbral? Dame su número de teléfono (¿el de
Umbral, el de su amiga?)
Hanna
saca el móvil del bolsillo y se lo lee impávida (ya andaban de cómplices desde
los quince años una y otra) a su madre que inmediatamente llama con su propio
teléfono a la compañera de sesudos asuntos textuales.
La
otra confirma la coartada al instante.
Lo
que él descubre en el plato de raviolis es la cabeza cortada de un tajo… ¡de
Salomé! Pequeños regueros de sangre como vírgulas adornan el plato, una
distracción púrpura: ella sigue con el soslayo de los ojos, disimulando una
observancia que la llena de esperanza. ¿Quién va a traspasar el umbral de la
puerta?
Fred
Mercury está muerto. Ni siquiera cenó la víspera del óbito.
Papini,
resucitado, desprecia a los vivos, carne de cañón para los dioses: jamás
pondría los pies en ese antro juvenil de comistrajos italianos de imitación y
vinillos lambruscos sin el necesario voltaje.
Queda
él. Mírale a él, adórale, eres su perra, te lo ordenan sus ojos de dueño y
señor:
Dentro
de ella, penetrándola con espaciadas y violentas sacudidas, querría él que su
miembro, duro y liso, largo y lanceado, una grosura a reventar por la sangre retenida alcance el
alma de la doncella, agrietarla como si fuese de cristal, quitarle el misterio
de una fragilidad de mujer rota pero siempre renovada. Debajo de él es anónima,
sin edad, una oquedad, una rasgadura por la que vislumbrar de una vez por todas
de que están hechos los amantes. Se apoya con las manos sobre el colchón sin
sacar ni por un momento la verga de ese interior hirviendo. El pelo de ella,
largo y liso, de color de la miel, se enreda, se aplasta brillante y húmedo a
la piel sudada del rostro. Tiene la ninfa los ojos cerrados, y a veces los
entreabre con languidez, se retuerce toda ella, se trenza al cuerpo de él hasta
que se sume en el desfallecimiento total.
Es
mi perra, se dice él, con la copa en la mano, asqueado de ese lambrusco de
color de rosa que es más bebida de adolescentes sabáticos que de un caballero
español sin melindres de bolsillo. Andarás a cuatro patas, y yo te la hincaré
por detrás como un can enfurecido sin casta, solitario y selvático, advierte
con la copa (vacía) en la mano. ¡Qué imaginaciones, pobre soñador!
La
calle está desierta, muy de noche, inmersa en la abulia del lunes (¿no era el
frenesí del sábado?). A la calle.
El
Charlie de turno le ha mandado a casa: Demasiada divagación para el primer día
de la semana, jefe. Un lunes terrorífico. Es un Charlie de compromiso, un
temporal con los ojos muy atentos al trasiego de los clientes y sus peticiones,
al número de whiskys apurados y las cervezas de importación que beben
directamente a morro cabizbajos y sentados a una mesa o acodados en la barra.
Pero Charlie, al menos éste Charlie de entre todos ellos, tiene la cabeza en
otro sitio. No pierde la perspectiva, que diría aquella celiana: No perdamos la perspectiva. Se paga la
carrera de periodismo sirviendo las copas nocturnas a tipos como ese Boceto que se cree sus propios embustes,
una verdadera mina en cuanto a las propinas exageradas que deja al marcharse a
casa a dormir la mona. Los tipos del bourbon o el caro whisky escocés de
prestigio suelen ser generosos, sus cogorzas introspectivas, mesuradas,
inyectadas a conciencia en las arterias grasientas, son de ademanes tranquilos,
de confidencias a media voz, gustosos de la luz tenue que no termina de
definirlos ni en la luz ni en la oscuridad. Les tortura regresar a casa con el
fardo de su existencia menguante, a ese hogar bendecido por Dios en horas
bajas, tropezar de nuevo con la angustia y el miedo, que ellos confunden con la
soledad, disimulan el saludo a la santa y a la prole delante del televisor con
el volumen excesivamente alto como disimulan el aliento envenenado y el rictus
inevitable de desesperación en la boca, escabullen los ojos apagados a pesar
del alcohol de las miradas indiscretas que los revele, disfrazan con el
pretendido cansancio laboral el mundo de cenizas que llevan a cuestas.
Ser
otro, aunque peor. Qué importa. Está cansado de sí mismo, no se despega de un
autorreconocimiento que le aflige, por mucho que lo nieguen los espejos
proyectando la imagen de un rostro como el de cualquier otro habitante de la
desgana gris y anónimo tras la ganancia o la supervivencia, pero que está ahí,
debajo de la encarnadura y del rostro, agazapado detrás de los ojos siempre
mentirosos, y él se ve implacablemente: la porquería visceral de Dorian Gray.
Bajo
el no demasiado peso de su microbiota sobre sí, dos kilos de microorganismos,
39 billones de bacterias de entre 500 y 1.000 clases: te cambio unas heces de
mis intestinos por otras del tuyo. ¿Hace?
Venga.
(Se
mejoraron uno a otro, un trasplante como otro cualquiera, nada de remilgos,
hasta ahí podíamos llegar.)
¿Qué
te anima a seguir día a día en tu camino de perfección… a la muerte?
Alguna
combinación diabólica tan invisible como la que sustancia la comida basura tan
apetecible a los bajos instintos (glotonería y gula): una invención de
laboratorio: el maridaje irremediablemente adictivo entre una porción de azúcar
y un puñado de grasas inéditas en la naturaleza; una droga, en definitiva, sólo
que terminal cada amanecer: si me paro… me mato, hay que seguir, tengo que
seguir, el objetivo es seguir, voy a seguir: engulle, amigo, engulle, no te
pares, tiburón.
Hay
que seguir:
Me
rodean pobres diablos en modo turista, en Valencia, en Madrid, en Praga, en
Sanghai, en Venecia, en Londres, sólo mentecatos tomando fotos como posesos con
sus teléfonos móviles. Él con su
sahariana, sus pantalones cortos de safari y su salacot en la cabeza, bien plantado sobre sus pies en la plaza de
san Marcos, pero con su Leica M6: como debe de ser.
Eso
me diferencia de ellos, de su mediocridad, ser consciente de su tristeza
apabullante, haber descubierto mi poquedad pero también mi diferencia: yo
jamás, lo juro por Dios, he visto una sola vez GH, desprecio esos
entretenimientos soeces de gente de menudeo, de los que cenan pollo asado en su
jugo con la bandeja sobre las rodillas, beben cerveza en vasos de parafina y se
limpian los morros con servilletas de papel. Al lado de estos, soy un auténtico
marciano, un vizconde del XIX, o un marqués.
El
doctor Azul:
No
cante victoria, amigo. Toda la mierda es la misma mierda y a todos nos
contamina. Su hija tiene el síntoma de Prader-Willi… además de otras porquerías
menos sintomáticas que le rondan por la cabeza y que no habrá otro remedio que
tratar más adelante, porque aflorar, lo que se dice aflorar, van a aflorar.
Puedo
reventarle la cabeza con un bate de béisbol, de esos metálicos tan modernos. Es
mi hija. Me pertenece. El golpe le haría entrar en razón. Hay que ser realista.
La vida no es ninguna de esas babosidades telefílmicas que suelta A3 en la
sobremesa de los domingos. Como suele decirse, el mal hay que atajarlo de raíz.
¿Le reviento la cabeza con un bate, medicucho?
Spanish Psycho.
(No
creas nada de lo que te digan, y de lo que veas créete sólo la mitad: aquel
tipo tenía debajo de la cama la motosierra con la hoja dentada aún sucia de la
sangre de su postrera víctima.)
Es
usted culpable de estupro, mala bestia. Tendrá que atenerse a las consecuencias
de su censurable conducta. Ha hecho de su cultura un instrumento de crimen, una
forma artera y cobarde de aprovecharse de la buena fe de los incautos y otras
gentes desprevenidas, seres con mentalidad infantil.
Fue
ella quien me engañó con el reclamo de su voz ronca, su tono de falsa delgada.
Cogió mi mano como una Beatriz lasciva y me llevó a la cama de sábanas sucias
aún revueltas de los últimos pecados: apestaban la habitación de esperma rancio
y flujos ajenos. No obstante, se portó muy bien, como una señorita de
exquisitos modales. Al día siguiente degustamos una cena Mercury en un
restaurante del casco antiguo, y también allí se portó muy bien, de un modo
admirable. En correspondencia, la llevé a ver una película de Mizoguchi, El héroe sacrílego, a la filmoteca,
único lugar donde es posible visionar todavía los films de ese director japonés
tan interesante.
¡Se
había portado tan bien!
La
bañé, la vestí y la llevé de paseo por el centro de la gran ciudad, allá donde
nunca se duerme.
Hanna,
qué calentita hembra… ¡Mi estrellita O!
Una
pausa para la reflexión.
Boceto se toma a broma la tragedia de su vida. Él sabrá:
¿Afortunado
en el amor? Poco lo he sido en estos avatares. La desdicha era pronta. Todas
las mujeres con las que he mantenido relaciones íntimas, salvo alguna
excepción, han terminado engañándome con sus maridos.
¿Te
quejas de tales fruslerías?
No
te mereces esa bella muñequita ensimismada: tu Mariquita Pérez, esa muñeca
hinchable que el ilustre valenciano Berlanga, cual Blasco, en su etapa más
fallera se sacó de la bragueta.
Podías
haber nacido bajo el nombre de Johnny Obiang en algún lugar del África tribal,
tienes catorce años y estás harto de matar a tus semejantes con un fusil
semiautomático en las manos desde los doce años (prefieres dispararles a la
barriga antes que a la cabeza, retardas así una agonía que mucho te complace
contemplar de cuando en cuando para aliviar la polvorienta y monótona vida que
llevas, sólo salpimentada por la rutinaria aunque salvaje violación semanal de
una niña sorprendida en su camino diario en busca del agua); también podías
haberte llamado Laboni y morir entre cascotes trabajando quince horas seguidas
por 30 dólares de salario mensual. Da gracias a los dioses por haber salido del
coño de una mujer querida por ellos y no cagar detrás de un baobab con el dedo
en el gatillo o arrojado a una fosa común de mujercitas con los huesos
triturados y el dedal entre los dientes.
Pórtate
bien y te llevaré a ver Dos o tres cosas
que yo sé de ella.
¿De
qué trata?
De
las dificultades por ganarse el pan de una madre de familia en una urbanización
a las afueras de la ciudad. En el fondo, es un tratado muy particular de las
enfermedades de nuestro tiempo: atomización, aislamiento, pérdida de identidad,
desclasamiento. Yo tenía 6 años entonces, pero no me chupaba el dedo, me las
veía venir y ya andaba de doctorando para enfrentarme a las futuras ordalías.
Esas películas de Jean Luc Godard a las que tan aficionados eran mis dos
hermanos (en Cristo) constituían un buen preámbulo para las aventuras
posteriores urbanas y residenciales. Hice el curso completo, y no por
correspondencia ni a través de la Universidad a distancia. Hice el trabajo de
campo de in situ, nada de
teorizaciones antes de los diez años, lo abstracto es materia de viejos.
Durante
un tiempo me comunicaba a través del anudamiento de cuerdas, se acabó la
escritura facilona, me dije a los once años, dueño de un estilo, digamos, algo
arcaico, gongorino: con una cuerda podías hacer maravillas sin intermediaciones
adjetivales ni de ninguna otra clase, me salieron llagas en los dedos de tanto
anudar cuerdas. Había descubierto que el medio era el mensaje, y también mi
desprecio ante los convencionalismos y los lugares comunes en el lenguaje.
JD.:
Confucio:
El
prudente se complace en las montañas.
Fiodorov:
Lao
Tse:
Las
palabras verdaderas no son agradables y las agradables no son verdaderas.
La
doctrina del varón santo es hacer y no porfiar.
Boceto:
El
primer R. Mutt fue una genialidad, el segundo y ss. una hedionda meada que
riega la mirada de los esnobs y gentes poco avisadas.
Boceto tardó casi cincuenta años en darse cuenta de la
verdadera importancia y utilidad de enseñar con el silencio.
(La
sabiduría de no hacer nada: un duro, y quietos: hubiera dictado sus lecciones
magistrales sin esfuerzo: no hablar: mirar… tal vez. Sé lo que me digo, escucho lo que obráis.)
Lógicamente,
con razón sus alumnos no se lo permitirían: el pago anticipado de las
matriculaciones les autoriza a la protesta y la queja en el decanato.
¿Qué
clase de burla oriental es ésta? ¿Acaso han entrado ellos en el aula para verle
quieto y rígido, y además mudo, como una piedra?
Que
abra la boca… aunque diga tonterías.
Profesor,
háblenos de Goya.
Y
Lucientes.
Y
les larga un discurso sobre las forma de las nubes en los celajes de sus
cuadros, verdaderos acrósticos de su alma.
Boceto está harto de salir por la ventana. El viaje no sirve
para nada, el viaje a ninguna parte.
También
Pascal lo supo: no salgas de tu habitación.
Lo
tienes todo allí dentro.
Tú
y tu pensamiento sois el mejor espectáculo: hubo un principio… ¡quién sabe del
final!
Lao
Tse: Sin salir por la puerta, sabes lo que es el mundo; sin mirar por la
ventana se ven los caminos del cielo. Cuanto más lejos te lleven los pies,
menos aprenderás.
Pascal
le daba siete vueltas a la llave en la cerradura y permanecía siete días
encerrado en su habitación mirando a la pared y garabateando en los papeles: ¿a
qué contaminar el mundo con mi angustia y mi impotencia? Otrosí: a saber la
clase de detritus que arrojará sobre mis hombros ese mundo rencoroso de los
sabios en su retiro.
Escribir
era el silencio.
En
contrapartida, a él le dejaban en sus manías metafísicas, absolutamente
cómplices todos ellos, es decir, el mundo, le dejaban en una paz sepulcral
mientras porfiaba en hallar una religión amable.
Tenéis
mala gracia, excusadme si os place, se dicen sin mirarse a los ojos
recíprocamente.
En
una habitación que olía mal, a pestilentes amores corrompidos, siniestra,
negra, sólo materia, se consumaron todos los pecados entre él y la ninfa.
¿Sería así por los siglos de los siglos, la niña y el cíclope tuerto, sin
cansarse uno del sexo del otro, devorándose en la oscuridad?
(Una
noche en un restaurante londinense Vivien Leigh, con la voz suficientemente
audible por todos los comensales que les rodeaban, ya convertida
definitivamente en la patética Blanche, se dirige a Laurence Oliver que está a
punto de introducir en la boca la punta de la pala con una porción de exquisito
pescado: Larry, ¿por qué no me follas nunca?
Larry
ni se inmutó. Deglutió el trozo pescado, bebió un sorbo del vino y siguió
mirando el plato como si nada.
Vivien
Leigh, absolutamente desquiciada, se suicidó un tiempo después.)
Una
noche, después de la pasión, Hanna y su mentor infatigable (Hanna ha escuchado
divertida la trágica anécdota del matrimonio de actores ingleses oscarizados)
cenan en un falso restaurante italiano… Etcétera.
Una
noche que iba a ser todas las noches, y la alargaron hasta que el miedo y la
pena pudo con ellos justo en el mismo fin de ese año 2007 con aroma nocturno de
piedra mojada.
Hemos
agotado el tiempo concedido: que siga cada cual el camino por donde le llevan
sus instintos: Somos bestias rosas, que dijo aquél.
Hanna
vuelve a los diecisiete años.
Tal
vez mejor, retorna al mundo de los quince años, donde empiezan a llamarte amor,
sólo eso, amor.
Boceto se difumina en la realidad: poco menos que nada:
hablaba la calavera de Yorik: se reía del mundo de los vivos, a saber lo que
pensaría del de los muertos.
¡Qué
buena hija hubieras sido mía! También el cariño bastaría con el tiempo, sin
otra sensualidad que la complacencia en la visión del otro.
Padre.
Dime,
mierdecilla.
Padre,
te he querido como Tseng-Tsé, que, según Confucio, El Infalible, El Testigo del
Mundo, cuidó con el mayor esmero a su padre Tseng-Si: en sus comidas no dejaba
nunca de servirle carne y vino, y antes de retirar de la mesa los manjares
solícito preguntaba siempre a su progenitor si quería más, si había que
llenarle el plato otra vez.
Tseng-Tsé
murió y ocupó su lugar su otro hijo Tse-yuan, quien también proporcionaba a su
padre carne y vino en sus comidas, pero… retiraba los alimentos sin preguntar a
su padre si deseaba seguir comiendo: esto es lo que se llama alimentar la boca
y el cuerpo nada más, al contrario de cómo procedía Tseng-Tsé, que también
alimentaba la voluntad y la inteligencia de su padre además del cuerpo.
Es
necesario cuidar a nuestro padre como lo hacía Tseng-Tsé.
¿Qué
has hecho, desgraciado canalla, infame abusador? ¡Has mancillado la inocencia
de esa niña con argucias de descastado!
También
ella puso lo suyo, sus diecisiete años, y padre, eras tú quien me guiaba por
ese sendero múltiple: fuiste tú quien me enseñaste.
Meng-Tsé:
es preciso que los hombres conozcan todos los vicios y todo el mal que anida en
las grietas del alma de los seres humanos para evitarlos de una vez por todas.
Kung-Tsé:
yo conozco el motivo por el cual no siempre es seguido el camino recto: los
ignorantes no lo alcanzan, y los hombres cultos lo sobrepasan.
En
fin, padre querido, que tan muerto y ausente estás en estos tiempos del 2007,
para que las cosas continúen funcionando con entera justicia y normalidad es
natural que en los tiempos venideros, al igual que en los presentes y en los
tuyos pasados, el príncipe sea el príncipe, que el criado sea criado, que el
padre sea el padre y que el hijo sea el hijo.
¿Pues
es que creías que a los años terminados en siete les crecen flores en el culo?
Año
cualquiera, de los de andar por casa, y donde amanece y anochece cagando vivos
y muertos sin cesar, qué industria afanosa, qué interminable retahíla reproduce
la tierra.
Eclesiastés:
Nada nuevo bajo el sol (y todo pudrición).
Eclesiastés:
Lo tuerto no puede enderezarse y lo falto no puede completarse.
En
el 2007 leemos con los labios sellados, como san Ambrosio (dixit san Agustín.)
En
tiempos más lejanos, la filosofía antigua, tan comprensible por ser primera y
sin retóricas, se leía con acompañamiento musical por poetas y rapsodas, se
escuchaba en silencio, sin abrir la boca.
Luego,
la vida primitiva, alegre y libre, sin dioses todavía que, al margen de
zurrarse la badana entre ellos mismos, hostigaran a los humanos, empezó a embarrarse
de extraña palabrería y abusos intelectuales hasta alcanzar lo ininteligible:
raro y difícil resulta denominar aquello que se desconoce: ¿Qué es la vida?
¿Qué es la muerte? ¿Quién soy yo? ¿Quién me hizo y por qué? ¿Pero a santo de
qué todo este universo que si se expande, que si volverá a contraerse hasta
acabar en una bolita del tamaño de una lenteja, que si uno, que si multiverso,
que…?
En
el 2007 adiestras a la ninfa en las artes del amor desnudo de pudibundeces y
melindres mientras las bombas estallan más allá de tu territorio de macho
embravecido por el celo de la hembra, mientras que el corifeo de turno reparte
prebendas o condena al ostracismo a sus contrarios, mientras las calles de la
noche se estremecen bajo la fauna colorista y bien codificada del muestrario
del hip-hop gestado años atrás en muros y paredones por santones como Crash, Daze y Lady Pink y el rapero KRS
One (buena gente en inocuos menesteres, pues al fin y al cabo mientras piensan
y escriben memeces y chapurrean berridos dejan las navajas en la paz de los
roperos), mientras…
En
2007 JD., en la cima de la montaña, se desayuna a lo legionario romano: sobre
la mesa de pino donde escribe Las Memorias de la Lombriz (capítulo VII), bebe
del vaso de vino oscuro, come media docena de aceitunas y un poco de queso al
que acompañan una rebanada del pan recién salido del horno de leña en esa
mañana de sol de invierno extrañamente cálida bajo la luz potente: hace años
que JD. dejó de preguntarse quien era él y, desde luego, por qué (la vida, como
la rosa, es sin por qué).
Y
yo seguiré a salvo, padre, sigo queriendo y salvaguardando las obras de la
antigüedad, y esa afición me hace ser más inteligente que los demás hombres de
mi tiempo, atentos y perdidos en las supercherías tecnológicas de la modernidad
que, por temporales, jamás se constituirán en precedentes de lo porvenir.
Seguimos
haciendo lo que hacíamos miles de años atrás, sólo que por otros medios menos
onerosos. Viviremos más tiempo que nuestros antepasados, pero la luz de las
antiguas estrellas también nos sobrevivirá millones de años a nosotros,
diminutas pero perceptibles continuarán brillando en el firmamento y el hombre,
gente de paso como cualquier otro animal, habrá sido una mera ilusión sobre un
planeta mortecino y pronto disuelto en la oscuridad del cosmos. Borrado del
mapa celeste, ¿quién ha de saber de este mundo?
Tiene
la manía de las grandezas. Incluso anticipa su propio final porque le parece
solemne, un acto de suprema importancia, único protagonista él de la escena
postrera: no seré eterno siendo, puesto que me diluyo en la nada, en lo
corrompible del todo, hasta los huesos y la calavera han de ser polvo, y el
paso terminado: pero sucedo en la eternidad.
¿Cómo
será dentro de cien años, doscientos…?
La
frase genial de Marcel Schwob:
Todavía
era hermosa y cálida.
Ésa
era la mujer de mil años, siempre renovada. Eterna, aun sin el planeta dando
tumbos por el cosmos, ya engullido, reventado y hecho trizas ardientes por una
estrella monstruosa, agonizante, roja y gigante.
Yo
tomaba un whisky de buena malta y ella mascaba un chicle de fresa y daba
pequeños sorbos a un vaso de tubo lleno de coca-cola muy fría, sin mirarme, en
silencio: prefería mirar a la gente que se movía por las aceras bajo la lluvia
al otro lado del cristal, llevar su atención a lo innombrable: es lo que ocurre
cuando te follas a las princesas en su justa edad, tan distintas a servidora, y luego acaece un tiempo
muerto, una distracción de lo más íntimo. Éstas hacen del placer un juego; del
orgasmo inacabable, un instante (si se me permite el oxímoron, tan poco
borgiano), de una conversación literaria un canje de cromos: Ése ya lo tengo,
dicen, pero sin el menor desdén, pues la cultura de nuestro tiempo se escribe
en letras cada vez más minúsculas, sin perder ellas la perspectiva.
Serias
o risueñas, siempre silenciosas, son todas iguales. Y lo entienden todo: Bella del Señor y una nivola (sic) (o dos) de Corín Tellado; se
imaginan a sí mismas como la Ada de Navokov y la Emma de Jane Austen o la Rimbaud del señor Umbral. No temen a
Virginia Woolf y les inquieta especialmente la Rebeca Sharp de La feria de las vanidades, aunque cuando
se sienten desgraciadas y abatidas por su frágil condición (a causa de la regla
principalmente, con el tampón en la mano y la mirada cenicienta a ninguna
parte) todas suspiran por escribir poemas como los de Emily Dickinson,
herméticos, inabarcables, de una condensación mercurial.
Hermosa
y cálida, sorbe su agua negra aromatizada y dulzona.
Él
vacía las copas de whisky: Charlie, escancia, cobarde.
¿Dickinson?
La vida es una alegría antes del zarpazo al cuello de la muerte.
A
Dickinson le basta con mirar el aire invisible más allá de la ventana de su
habitación donde escondía los papelitos escritos.
Las
ninfas, si su agrado fuese, deberían escribir poemas al estilo de Gloria
Fuertes, tan profunda sin hermetismo ninguno que enmascare su palabra viva,
rapsoda que bebía de la vida y de la bonhomía, pero también se echaba al coleto
buenos lingotazos de cuando en cuando de los que tumban de espaldas, le
conferían sustancia inédita a los versos disueltos en los grumos alcohólicos
del cerebro:
Padre nuestro que estás en la tierra
donde tienes tu gloria y tu infierno
y tu limbo que está en los cafés
donde los pudientes beben su refresco.
La
poetisa, de joven, tenía un traje, un cuaderno donde escribía los poemas y
mucho miedo a que se le gastara el lápiz.
¿Usted
cree en el más allá?, le preguntaron en una ocasión a la dama ya prestigiada.
Naturalmente, contestó con su voz de cascajo y la sonrisa del niño, en el más
allá en el que yo creo se pasa muy bien, con vino y whisky y amigos.
¿Quieres
otro refresco? Le asustan a la ninfa las bebidas alcohólicas, puede enroscarse
a tu cuerpo como una sierpe, sorber de tu sexo hasta dejarte seco, pero no
prueba una gota de alcohol: le tiene miedo, no hay ninguna magia juvenil en
beber hasta acabar sin conciencia o roncando como un cerdo tirado en una
esquina o en tu propia cama en la que te has derrumbado con los zapatos
puestos. ¿Roncan los cerdos? Él, sí. Se lo dijo ella. Son los pólipos, se
defendió él. No sé, dijo ella, pero el caso es que roncas. Me debes obediencia,
niña, concluyó él, cuarentón y roncador: tiene los días contados, iba a
abandonarlo (¿dónde iba a abandonarlo?) en cuanto se le antojara. Fue su maestro
una noche. Ella aprendió rápido, se hizo con su cuerpo (también con el suyo
propio, tan nuevo) en un santiamén, sin falsos tapujos. Afuera llueve. Un
mocetón de pelo revuelto, de ojos brillantes y sonrisa insolente ha entrado al
interior de la cafetería. Toma asiento junto a ellos, ante una mesa de la fila opuesta. Deja un par
de libros a un lado. El camarero se acerca al descubrir su señal. La ninfa no
pierde detalle. Háblale de Gloria Fuertes, dile que ella, la ninfa, también
parece de clase soñadora. El joven bebe su café con leche. Qué triste. Y esos
libros a un lado de la mesa, a saber su ranciedad, su escasa valía, o la
inoperancia de su falsa modernidad… Pero ella le observa, como espiaría al
tigre en el enredado verde de la selva, descifrando sus idas y venidas en su
ritual salvaje tan atractivo del amor y la muerte. Le otorga misterio, ¿quién
es?, ¿adónde va?, ¿de dónde viene? El tipo, además de joven, se diría de buena
familia, de cuna de brocados y encajes, quizá hasta de abolengo reseñable: el
suéter gris y fino de caja redonda, el cuello de la camisa azul sobresaliendo
sin apretura, los caros vaqueros desteñidos, los mocasines de estudiante sin
penurias, los calcetines tersos. De seguro que en su casa grande de Marqués de
Sotelo, o en Poeta Querol, tal vez en Jorge Juan, limpia, de aire fresco, se
respira a agua de colonia desde que amanece, y a la media tarde irrumpe el olor
noble de las maderas de nogal y cerezo, muebles de aroma denso y linajudo, de
las vitrinas y los aparadores que lucen objetos de colección de manifiesta
elegancia, nada de olores groseros, como tampoco se olían en tu propia casa de
Jesús-Gran Vía, ambos de buena crianza, salvo que él tiene dos décadas y media
menos que tú y a esta mocosa de vagina voraz la superas en treinta años.
Siempre el tiempo como un manchón aterrador. Además, a él, su centauro sabio y
viejo, ya le ha despojado de misterio, sólo le queda de él la perversidad, su
cuerpo de bestia lasciva que hace temblar su cuerpo de deseo. Dos días con sus
dos noches seguidos han estado follando, intercambiando saliva y fluidos. Joven
y hermosa que permite que hunda mis narices en su cabellera sudada, en la
fronda suave de su pubis, que deja que escarbe con el dedo sus oquedades y
agujeros, que mi lengua la recorra como una gota ardiente resbalando sobre su
piel, desde el cuello pulsante hasta la blandura de los muslos estremecidos.
Pero, fíjate, ahora tiene los ojos clavados en ti, con ellos te sonríe. No está
todo perdido, un par de años más de sexo y marrullería literaria. Luego, ya
habrá aprendido a volar: mira, sin manos, y el cincuentón mirará de soslayo
(fuese y no hubo nada). A fin de cuentas, ¿qué más dará? También él estará
harto de ella. Dos o tres cosas he sabido de ella: ¿sería capaz en su
corrupción de llegar a tender la mano esperando los billetes convenidos, hurgar
en la billetera a espaldas del tipo, ahora en la ducha limpiándose los efluvios
de ella en la piel antes de regresar al hogar, dulce hogar, que la ha acometido
como un potro entre resoplidos y jadeos innobles? Se vende, y ya bajo la ducha,
se compra de nuevo al mejor postor. Lista. Ni rastro de ayer ni de hace cien
años. Que pase el siguiente. Una mercancía: el sexo lo es, de una manera u
otra, lo es. ¿A cuanto el coño?, preguntaba
Boceto en sueños (y en voz
alta) en el Mercado Central, como el que se interesa por un puñado de acelgas o
por la aguja rellena de carne picada de ternera. Ah, pero no es así. Su
prostitución anda lejos del consumismo, del dinero que lo promueve. (Quizás…
una suerte de Mi noche con Maud, una
indecisión que él permite prolongar a fin de conocerse un poquito más sin la
copa en la mano, un diálogo infinito.)
Te
veo cambiada, le decía él a una Paula sorprendida, cosa harto insólita de ver.
Y este interrogatorio matinal, ¿a santo de qué?
Bueno,
le van y vienen por la cabeza multitud de pensamientos, de ocurrencias
extemporáneas, de súbitos e imprevisibles recuerdos, de imaginaciones varias.
En ese mismo instante, cuando aún tiene la vista recorriendo la vestimenta del
mocetón y los libros a un lado que sorbe pacíficamente el café con leche, se
excita al figurarse a sí mismo penetrando analmente a Paula, la compañera
elegida por inspiración divina: Compañera te doy, dijo Dios. Y se la regaló.
Se
trata de un producto bífidobiológico que atempera mis pequeñas diarreas de los
lunes por la mañana, responde ella mirándose las ojeras en el espejo del baño,
apresurándose a hacerlas desaparecer como por arte de magia (sabiduría).
Paula
está desnuda, y a él, próximo a una erección irresistible, le gustaría hincarle
el diente. Así que… pequeñas diarreas. Acaba ella de ducharse, todavía con una
toalla pequeña anudada a la cabellera húmeda, cogerla de los brazos con fuerza,
darle la vuelta, tumbarla sobre al alfombrilla: ensuciarla de nuevo, a
conciencia, jodérsela antes que otro se la joda durante la larga jornada laboral.
Últimamente
sólo compro libros de cine.
Pues
eso es algo parecido al chisme perfecto.
¿Tú
has leído los libros perversos de Kenneth Anger?
¿Quién?
¿Yo?
Boceto tenía sus trucos pseudoculturales durante el coito, se
valía de ellos para que una vez tuviera metida hasta el fondo la polla en la
vagina de la primera en la lista de espera de las seducidas, ésta, alumna tan
complaciente como la que más de las otras, se corriera al escucharlos dos o
tres veces antes que él.
¿Sabías
que Susan Atkins, de otro nombre Sexy
Sadie, apuñaló a Sharon Tate 16 veces? Varias de las puñaladas atravesaron
asimismo el cuerpo nonato del que estaba embarazada; luego se untó los labios
con la sangre vertida y la probó. Antes de largarse del lugar del crimen,
escribió la palabra cerdos en la
puerta de la casa. Más tarde, durante el juicio, se excusaría confesando que en
aquellos momentos terribles de locura desatada estaba a tope de LSD. Ni el dios
ni el diablo ni el juez ni el hombre la perdonarían: durante cuarenta años
estuvo encerrada en una cárcel de la que jamás salió, y murió sola de un cáncer
terminal en el cerebro: adiós, adiós.
Soy
inocente. No era yo, decía… una de las dos.
(Demasiado
fácil: no te librarás. Por cierto, para información de las interesadas, el
cáncer adelgaza.)
Vuelve
a la realidad: delante de él la ninfa desvirgada de una vez por todas. Él ha
sido el último de la fila. Se pregunta qué clase de sobamientos y penetraciones
habrá sufrido en manos de sus compañeros del instituto, personajillos de
eyaculación rápida, conejil, de la clase del indefectible ¿lo has pasado bien,
no?, y la otra con los ojos fijos en el techo (en tu casa o en la mía), con
ganas de librarse de una vez del semen viscoso que se desliza por el interior
de los muslos, junto a ese niñato de rostro brillante y boca abierta, tumbado
en la cama con los brazos extendidos, exhausto, con la respiración
entrecortada, resoplante, como si hubiese corrido los cien metros lisos
(exactamente: 9 segundos, 7 décimas: récord olímpico y mundial).
¿No
sería más eficaz lograr que fueran innecesarios los juicios? (Kung Tsé: 1, IV.)
La
conducta del sabio puede comprarse con la del peregrino: primero debe saber qué
camino elegir, y luego marchar por él con decisión. (Kung Tsé, 2, XV.)
El
sabio no encuentra en su interior nada por lo que avergonzarse o reprocharse,
por lo que los demás hombres tampoco hallan en él nada que censurarle. (Kung
Tsé, 2, XXXIII.)
El
hijo que en los tres años siguientes a la muerte de su padre le imita posee
verdaderamente piedad filial. (Kung Tsé, 3, I.)
(Su
padre hombre sabio y discreto, que hasta el final de su vida bien supo
beneficiarse del cuerpo meretriz de la putita de color de rosa a la que predisponía
con el puñado de billetes en la mano a felaciones, beso griego, lluvia dorada,
penetraciones vaginales y anales, las sabatinas coyundas interminables:
predicaba con el ejemplo el patriarca de la saga truncada de los Brell, padre
querido y sus postreras alegrías meramente corporales.)
Maestro,
tú has sabido explicar mi pensamiento. Yo realizaba aquellas acciones creyendo
obrar bien, pero por más que reflexionaba sobre ello y procuraba descubrir el
verdadero móvil de mis actos, nunca había logrado comprenderlo. (Kung Tsé, 4,
I.)
Los
que gozan siempre de lo suficiente para mantenerse, disfrutan de paz interior.
(Kung Tsé, 4, V.)
Yo
no sé de quien es hijo, parece ser anterior al Soberano. (Lao Tse, 1, IV.)
La
puerta de la Hembra misteriosa es la
raíz del Cielo y de la Tierra. (Lao Tse, 1,6.)
En
su actuación ama la oportunida, y no existe queja contra él porque con nadie
porfía. (Lao Tse, 1, 8.)
En
los seres a la robustez sigue la vejez, que es falta del Tao, y sin Tao, pronto
acaba todo. (Lao Tse, 2, 55.)
Tao: tesoro del bueno, amparo del malo. (Lao
Tse, 2, 62.)
Frivolidad,
tu nombre es de mujer: atemperemos, atemperemos:
¿Tú
sabías que en las noches extremadamente frías la señora Virginia Woolf dormía
bajo seis mantas, un edredón y un cobertor
de piel además de meterse entre las piernas una botella de agua
caliente?
Se
ha levantado de la cama. Sólo lleva puestas una bragas blancas, inmaculadas.
Entra en la cocina como una aparición que viniera de otro mundo y se dirige
hacia él. Se sienta sobre sus rodillas. Se echa hacia atrás la melena, limpia y
sedosa. Una sonrisa aún somnolienta agracia su expresión. Él le unta los
pequeños y tersos senos con nata que extrae con la mano de un bote azul y
blanco. Lame los senos embadurnados y sorbe la nata con los ojos cerrados. ¡Qué
hambre! Hace un instante que ha amanecido. Abre los ojos todavía con miedo.
Pero hoy el mundo parece otra cosa. Afuera, por la puerta corredera de la
cocina que se abre al jardín, al césped sosegado, al muro de cipreses que
protegen la intimidad de esa parte de la casa, la luz es azul, no es gris, esa
fría coloración de acero que tanto desánimo provoca en el resacoso. Y el cielo
está alto, nada hostil. Pero, no, está solo, y con una triste taza de café en
la mano, de pie, cubierto con una bata de color rosa de Paula, delante del
césped verde y la piscina azul, incapaz de probar un bocado de algo sólido,
nada que pueda echarse ahí adentro en ese estómago lleno de úlceras y pecados.
Hoy,
qué fastidio ganarse el pan, tenemos clase.
Y
hay que darse una ducha tonificante con agua fría… pero antes hay que defecar,
vaciar los intestinos de la mierda de ayer y de todos los días de atrás.
Y
entonces recuerda la proverbial y beatífica cagada de Bloom, el cálculo
monetario, la filosofía existencial del detritus y las buenas por
insustanciales noticias del día 16 de junio de 1904, un día bastante caluroso,
anodino, tedioso, propende a la indolencia, a una introspección habladora
incluso a media voz, perfectamente audible para los transeúntes que se cruzan con
él. Lee en tanto las paredes de sus intestinos comienzan a remover lo residual
y prescindible. Tres libras trece con seis le ha supuesto a su autor, un tal
Beaufoy, El golpe maestro de Matchan,
su colaboración premiada en el periódico de hoy. Quien rapiñara esa bonita
cantidad. Mientras leía sin prisas el
texto del señor Beaufoy, notaba como las tripas precipitaban la salida del
zurullo, emergía sin esfuerzo por el ano, lo que mantendría las almorranas
dormidas como hasta ahora, latentes pero dormidas. Poco había que decir ya del
señor Beaufoy. Arrancó bruscamente media página del cuento premiado y se limpió
el culo sin guardar ningún tipo de consideración, un simple acto de higiene sin
reparos innecesarios.
¿Buscaría
él a su padre?
Un
padre sin una confiada y resignada, aunque esperanzada, penélope que procure
mantas, cobertores y edredones para el frío invierno.
En
nada nos parecemos, padre.
En
efecto, tú sólo eres el mierdecilla que yo estuve a punto de ser, la peor cara
del prisma. Y, además, borrosa.
Y
la búsqueda del padre acabó: estás muerto, padre, en la cima de la Gran
Pirámide.
Profesor,
háblenos de Goya.
Y
Lucientes.
Hoy.
Qué día. Y jamás volverá. Lunes, quizás. O viernes. Empieza el dolor de cabeza.
Las sienes parecen estallar, el latido bajo la piel, que le va a dejar ciego,
que le va… No, es jueves, y el viernes también tiene un par de horas de clase,
qué fastidio. Siempre es jueves, entonces. Día de Júpiter.
Pero
algo hay que decir al personal, transmitirle tu sabiduría.
(Permanezcan atentos a su pantalla: aún
recuerda, contando él cinco años, el maldito y antiestético letrero que
aparecía en el televisor cuando se interrumpía por problemas técnicos la
emisión: sin imagen ni sonido, media España con la vista fija en la nada más
absoluta.)
Por
el momento hay que mantener alejados de todos estos a Paul Klee, manjar
demasiado exquisito para sus imaginaciones.
Que
coman Beuys hasta que lo digieran, hasta que revienten: comed aire, es un arte
de pensar. Todo consiste en la disciplina de pensar, aclara el artista alemán
con la liebre en las manos, durante el paseíto. (Y el sombrero excéntrico
puesto en su cabezota de pensador.)
Los
empleados de la limpieza encargados de mantener como los chorros de oro los
modernos museos de arte y las más conspicuas galerías tiende a desbaratar y a
deshacerse de obras artísticas de incalculable valor: no hay comisario, Magnun
en mano, que les haga comprender el significado de los nuevos discursos
plásticos, ellos en sus trece, confundiendo una escoba con una escoba, una
bolsa de plástico llena de cartones y periódicos viejos con una bolsa de
plástico llena de cartones y periódicos viejos, el montón de polvo amontonado
en una baldosa reluciente con el montón de polvo amontonado en una baldosa
reluciente… ¡Son obras de arte, estúpidos! ¿Es que no tenéis ojos en la cara,
ignorantes de mierda?
No
puedes meterles en la cabeza, en la cabeza en forma de cabeza, las modernas
estrategias compositivas y los postulados conceptuales sobre los que se
cimienta la visión artística más radicalmente contemporánea… Una misión
imposible nos parece respecto al entendimiento de éstos aun cuando organicemos
viajes discrecionales y culturales repletos de empleados de la limpieza
iconoclastas a algunas de las Documentas futuras de Kassel, donde les enseñaran
cuántas son dos y dos: tres.
He
aquí que un genio (gracioso y desconocido) ha colmado el pizarrón del aula tras
sus espaldas de Sabio Profesor (en ocasiones utiliza la tiza sobre el encerado
para explicaciones cronológicas, cuadros sinópticos, listas generacionales y de
estilos varios, analogías plásticas, paparruchas pedagógicas…), con la pintura
de un supuesto cuadro de tamaño oblongo: colores, líneas, trazos geométricos,
números, cabezas negroides, grafismos…
Un
Basquiat. Sin duda. Qué atrevido.
Durante
el verano de 1988, Año de la Mujer Matemática Aún Menstruante, una sobredosis
de heroína sumió al artista neoyorquino de sangre haitiana y portorriqueña en
el sueño eterno, algo que nunca sucederá con ese SAMO improvisado del pizarrón,
que sólo se envenenará a lo largo de su vida de hamburguesas, cerveza barata y
pizzas industriales: con algo de suerte y perseverancia quizá termine este
iluso imitador dando clases de plástica en un instituto de la periferia.
Pues
señor, he aquí que el grafitero mayor del reino acabó en artista de fama
internacional, y el caso es que todo empezó al empinarse una botella (en
realidad, fueron ocho) de Budweiser, y contemplar como otro listillo, Warhol,
se hacía millonario empleando la orina de sus amigos para completar sus
cuadros: el genio de las meadas hizo (verbo adecuado) dos cuadros de gran
formato en 45 minutos. El dinero le salía por las orejas, aunque siempre
discutía con los taxistas a causa del importe, a su parecer exagerado, de las
carreras. Y, ¿ahora qué?
El
otro, espabiló: Ahora, yo.
Comenzó
tocando (?) una guitarra con una lima y recitando (?) pasajes del tocho Anatomía de Gray. Pero ya instalado en
la cima de lo exótico, agarró (verbo adecuado) los pinceles… y ahí fue Troya.
SAMO
(Same Old Shit: La Misma Mierda) está muerto (1978): una muestra multitudinaria
(1600 obras), New York/New Wave lo
parió todo de cuanto artista había en Nueva York: en ese todo sobresalía la
cabeza oxigenada de Basquiat, y en él se había cumplido la máxima aspiración de
Picasso: pintar como un niño.
¿No
lo hacían SAMO, Basquiat…?
Lo
que os muestro es… simplemente una pintura, la superficie de un alma lúdica o
doliente. Depende. Pero debajo de donde nacen los colores y las líneas, está el
alma que yo os visualizo.
Porque…
graffiti es a sgraffito como graphein
es a grabar, arañar: el garabato que expresa lo simbólico-religioso, la herida
perenne de un interior rico en visiones místicas.
A
veces ser negro es una ventaja, dijo uno de los olvidados de la New York/Wave: acabaría vendiendo
camisetas diseñadas por él mismo en la inmediaciones de Washington Square.
También era jugador ocasional de ajedrez, lo que hacía del sitio de venta el
lugar perfecto.
Desengañaos
grafiteros, esa circunstancia especulativa, tal epifanía cromática, sólo se
produce una vez cada… semana.
El
grafitero, a los seis meses, cambió la vulgar cerveza por botellas bella y
aristocráticamente etiquetadas de vino… ¡blanco europeo! (¿sería ese antojo una
paradójica revancha por la secular represión de la sociedad blanca sobre los
negros?): 125 dólares la pieza.
Profesor,
háblenos de Basquiat.
Sabed,
queridos inútiles, que El Genio Negro y yo nacimos el mismo año… A la vista
está quien de los dos la cagó antes: Charlie, escancia, cobarde, que soy yo el
superviviente.
Pues,
señor, era en aquel tiempo que Nueva York olía a basura y crimen en todas
partes y tu vida valía menos que un quarter si al doblar una esquina no lo
entregabas antes de decir esta boca es mía. El 82, por ejemplo, el año que
nuestro artista drogadicto hermano de Vincent van Gogh y de Mark Rothko, y
hermanastro de los otros 10.000 artistas de muertes menos llamativas, pintó un Sin título de 183 por 173 centímetros en
el que flota en el mismo centro una calavera riente resuelta en negros, rojos,
azules, blancos y un pálido amarillo, el fondo es azul truncado por
desconchados de diverso color.
¿Era
la calavera la cabeza abnegada de un esclavo negro del siglo XX, el residuo ya
inservible de un hombre esquilmado y dejado hecho unos zorros por el capitalismo
más salvaje, depredador e inicuo? Fuese lo que fuese: su precio, 110 millones
de dólares de vellón.
Y
ese Basquiat que siempre había estado bien alimentado, vestido y criado ¿cómo
sabía lo que ocurría en el mundo a su alrededor si andaba por ahí con los ojos
semicerrados (la ceguera del yonqui) y llevaba puestos eternamente los
auriculares del sobado walkman? ¿Cómo
diablos oía los gritos desgarradores de los explotados y los parias de la
tierra, el sonido del mundo?
Me
basta el color, una mano que son cinco líneas y la raya del horizonte, habría
balbuceado con su cara de niño negro mimado.
Y
si su obra está infestada de reyes, santos y héroes y hasta mártires, todos
ellos apenas perceptibles, como sucede en los trazos del mejor arte moderno, ¿a
qué tanta referencia tebeística que, sin ser abstracción, promueve al
equívoco?: seres pululantes e invencibles (su misma vida es un continuará la próxima semana) como Batman, Superman y Popeye infantilizan y adoctrinan debidamente al espectador, que se
figura en la gloria de su infancia al descubrir en aquella superficie poco a
poco, como si de un pentimento de sí
mismos se tratara, una épica del tebeo y sus viñetas en los cuadros-viñetas
del autor.
Un
tipo prolífico este Basquiat, de encomiable facilidad al modo exacerbado de Van
Gogh: pintó mil obras, algo más de un centenar que el suicida de Auver-sur Oise, en el transcurso de una
década neoyorquina encorchetada entre el vano esplendor cultural de papel cuché
de los lofts y las élites nocturnas del Studio
54 y la mierda callejera y el
trapicheo del camello danzando por un metro y unas aceras infinitamente sucios.
Jean
Michel Basquiat era una especie de cuadro de Dorian Gray. Murió sin arrugas…
pero con manchas repulsivas. Qué cosas:
La
porquería mágica estampada minuciosa y paulatinamente en el cuadro de Dorian y
las pinturas malolientes de orina de Warhol (un tipo sin duda propenso a la
guarrería) que arrostraban un deterioro inevitable por culpables, una oxidación corrosiva que dañaba los colores
originales, eran muy similares a las manchas oscuras que empezaron a aparecer
en el rostro de Basquiat y que, un mes antes de morir, cubrían por entero su
cara: su sangre ya no se depuraba lo suficiente a causa de anomalías celulares:
él mismo se había convertido en el cuadro ambulante de Dorian Gray.
El
diablo, índice acusador, los elige jóvenes y el dios, amante de guadañas, los
remata con complaciente premura. ¡Qué dos justicieros infalibles!
¿Qué
artista ha influido especialmente en usted, Juan Michel?
Está
a la vista: Leonardo da Vinci.
Fácilmente
comprobable:
Boone, Mona Lisa, Crown Hotel, acertados homenajes hacia
el italiano, lo ponen de manifiesto.
Por
lo demás, el tipo negro de las rastas le enmendó la plana a Picasso: yo sí
tengo siete años, viejo español, y además voy a dejarme la piel manchada en
este juego, no como tú que sobreviviste paleta en mano 92 años sentado sobre un
baúl lleno de millones de dólares y burlándote de quien venía a pedirte ayuda…
Total para acabar cenando pan con chorizo y bebiendo vino cosechero en la
cochambrosa y oscura cocina de tu castillo abrumado de polvo, telarañas y
fantasmas.
En
realidad, siempre he tenido debilidad por los viejos: son tan vulnerables...
El
Gran Nueva York de entonces supo desde el 83, Año Internacional del Ku-Kux-Klan,
que tuve que echarle una mano al viejo Warhol: fui yo quien enjuagaba sus
lágrimas en mi estudio de la calle Great Jones. El tipo estaba acabado,
lloriqueando por ahí con un puñado de esa revista suya en las manos, Interview, que intentaba vender como si
fuese una parcela del paraíso a taxistas, camareras y conserjes de edificios.
Este
pintorzuelo de los ochenta sabía muy bien quien era y, mejor todavía, quienes
eran los demás.
Mira
en el interior de mi cráneo: ¿qué ves?
Hay
cosa ahí, sí.
Cráneo.
Todo
el 81, Año Internacional de la Pelota de Golf, está metido entre esas paredes
craneales: terror puro y duro: una cabeza que se devora a sí misma, se engulle
por su gran boca dentada, y ha de acabar en calavera.
100
millones de dólares. Un millón de cien millones de dólares.
No
está mal para un tío embustero y drogadicto como yo que entretenía sus noches
de soles podridos pintarrajeando los muros del Soho, las paredes de Greenwich
Village y los vagones del metro de Manhattan… poco antes del Diluvio Universal
de los ochenta. Entonces, me compré la ciudad de Nueva York: 4.000 dólares a la
semana: yo construí la maravillosa ciudad de cristal: rascacielos de heroína y
cocaína que alcanzaban el cielo. Todo se
fue al traste cuando me vi en la portada de The
New York Times Sunday Magazine:
inmediatamente se me vino el tinglado abajo. Aquel que era yo sólo era un pobre
chico rico negro muy bien trajeado y con los pies descalzos posando para el
viejo blanco rico (hasta podían oírse sus risotadas más allá de los bordes de
la fotografía): parecía una pose,
parecía un fantoche: ¡hale, hop!, ¡salta, monito!
¿Cuál
es la clave del triunfo?
Una
pregunta sólo posible cuando uno o una ya ha asentado las posaderas en el
triunfo.
¿La
clave?
Qué
enojoso ponerse a pensar en estas vísperas…
Y
contesta el filósofo pintor con los billetes a buen recaudo:
Yo
empiezo un cuadro y lo termino. Cuando lo hago no pienso en el arte. Reflexiono
sobre la vida.
Estoy
muy cansado de todos vosotros, blancos de mierda. Ya es hora de dejar la pintura.
Voy a escribir, que es algo que nadie me puede comprar. O quizás me dedique a
la música. Todo radica en empezar. Aunque, no sé, igual abro una destilería de
tequila.
Al
final se fue a África… en espíritu. Ya estaba muerto seis días antes de la ida,
y los billetes del vuelo a Abidján pagados sobre la mesa de su estudio.
El
cuerpo fue encontrado en el suelo, atiborrado de drogas. El hombre muere,
sentenció en uno de sus últimos cuadros.
Dicen
que una vez dijo: Sé que un día voy a dar una vuelta a la esquina y no estaré
listo para hacerlo.
Dio
la vuelta y desapareció por la esquina. No volvió, estaba listo para hacerlo.
Profesor,
¿cómo podría ser yo el Basquiat del siglo XXI?
Riding with Death.
(No
preguntando jamás como podrías ser el Basquiat del siglo XXI.)
Profesor…
(Háblenos
de Goya.)
Hanna:
Dime, ¿por qué se matan?
Se
matan porque son pobres ricos. Son mucho más ricos que yo, más hábiles, más
técnicos, más sutiles y eficientes, su interior de una riquísima complejidad
les estalla como un bombazo lleno de rarezas, visiones y miedos a la
normalidad, al tedio insufrible de lo común. Lo querían todo, y lo tuvieron
todo. Se mueren pronto y se mueren mal, tirados y desconocidos sobre baldosas
heladas... porque eran pobres. Adiós. Yo me conformo con poco, un poco de ti,
Hanna, que vuelves a la cama con los pies fríos y la boca ardiente, bruja que
traes en la bandeja de latón los frutos del bosque para que recuperemos fuerzas
a salvo del mundo hostil, viandas pequeñas y frescas como el reciente amanecer,
el agua naciente del arroyo y no esa porquería de batido o café con que nos
desayunamos. Comemos una fruta blanda y jugosa, dulce y pura, nos sonreímos
traviesos uno a otro. Burlamos el alba, que quiere entrar por la ventana y no
le dejamos, que se quede ahí afuera con el ruido mañanero del nuevo día, que se
quede a las puertas con sus obligaciones, sus horarios y sus trabajos, su olor
a humedad y piedra frías aún. A nosotros, pobres de nosotros, que nada queremos
ser sino, simplemente, inmortales y anodinos, sin arañazos, a diferencia de
aquellos que pronto quemaron sus alas de cera, a aquellos de mis alumnos que lo
creen todo porque no tienen nada propio en las manos y hasta creen en ellos
mismos y creen en la noche de magias y en los trucos del día, nos basta este
desafío: lunes, o miércoles, que más da, sólo significa algo para los parias y
desheredados de la tierra, los damnificados del fin de mes, tu juega conmigo,
Hanna, yo jugaré con mi trenecito eléctrico y mis soldaditos de plomo que uno
de mis antepasados pintó él mismo a mano con primor convirtiendo el ocio en el
olvido feliz del tiempo.
En
la próxima clase hablaremos de Nicolas de Stäel, hombre de mucha amargura e
inexplicable fortuna.
Y juro por el dios y su compadre gemelo el
diablo que a quien me hable de Vincent van Gogh le retorceré el pescuezo como a
un pollito en su primer plumón.
Profesor,
háblenos de Goya.
Nicolas
de Stäel era…
El
día amarillea, se torna tiempo, parece detenerse, se densa. Hanna duerme sobre
un costado, y su perfil de niña no tan niña lejos de enternecerme me ensucia
mentalmente: me convierte en el lobo feroz (voraz).
Profesor…
Un
atardecer Balthus, una postal Schiele de hace cien años que huele a naftalina y
al papel de los baúles arrinconados en el desván: amarillentos periódicos de
fecha notable (de hace cien años), fotografías de la traición, viejas revistas
de cine, novelas eróticas de infame impresión, libracos encuadernados en cartón
rojo que encierran tremebundos folletines de letra pequeña y miles de páginas…
(Todo está hecho de herencias, se ha dicho.)
Lugar
que fue de la ninfa que también fue tu madre, y aquella de tus abuelas que
fuera la bella fantasiosa que acabaría bajo los hierros quejumbrosos del
ferrocarril humeante, partida en dos por las ruedas de la demencia, y otras,
todas, ninfas sosegadas o rígidas o quebradas o descompuestas por la
exaltación.
Todas
fueron ninfas… las hijas de tu imaginación (también de hace cien años).
Es
muy improbable, dijo a media voz Boceto,
frente a la ventana amarilla: pudo, por fin, coger con la mano el tiempo.
Es
harto misterioso, pensó en seguida, ausente de su cuerpo, de la cáscara de su
carne y de sus huesos: no se reconoció durante unos segundos, el mundo y él
habían caído en suspenso: no era él, no había nada, pues eso era la muerte, una
suspensión, digamos, súbita y momentánea, desconocimiento total aun respirando.
Pascal
(mezclas Pascal. ¡perillán!, con un folletín, con la ninfa abierta de piernas
mostrando la hendidura mojada y rosada entre la contagiosa palidez del suave
amarillo de los muslos): el nazareno no ha condenado jamás a nadie sin oírle
primero, y por eso te absuelve en todas aquellas ocasiones en que te dignas a
hablar con él en silencio, ni siquiera al que no tenía el vestido nupcial.
Sucumbe
por el dolor, no bajo el placer, dice el mismo ente dolorido y muerto prematuro
entre matemáticas y cambalaches celestes: ni siquiera este santurrón es
inofensivo.
Pero
es el placer (cuanto más blasfemo mejor) el que ha guiado todas mis acciones,
aunque como todos los seres humanos buscaba la felicidad, tan fugaz e inasible
que resulta imposible agarrarla por el pescuezo y tenerla junto a ti, a libre
disposición: Hala, ponte en pie, baila un ratito.
La
felicidad es una cerda humana que cuando se da la vuelta y te muestra el trasero
nunca sabes si es para ensuciarte con sus asquerosos excrementos o…
Pascal
tenía razón: el hombre es una caña pensante, pero también yo la tengo: el
hombre es una caña pensante obscena.
Como
el autorretrato doble de Egon Schiele. Es el mismo hombre con distintas
identidades, una estética de la perversidad preponderante y una compunción y
sumisión perruna en la mirada del siamés que parece brotar de la cabeza del
perverso, capaz de cualquier iniquidad que se le pase por la cabeza, incluso la
de inventarse un Hyde en horas de arrepentimiento para sacudirse las pulgas,
pío, pío, yo no he sido.
No
soy uno, soy dos. Todo el mundo lo es sin necesidad de un gemelo.
Me
tienes secuestrada, me dice. Como si yo mismo fuese, al igual que Egon Schiele,
practicante del oficio divino de dibujante o poseedor de la mágica virtud de
apresar la realidad en cuatro trazos (algo absolutamente impensable para Boceto, que jamás aprendió a dibujar: lo
hacía con la mano no con los ojos, el resultado era engendro y chafarrinones, una
impotencia clara: ni la excusa expresionista o una pretendida deformación a lo
Vincent van Gogh o un cobarde y socorrido yo
expreso lo que siento servían para disfrazar su caso perdido con el lápiz
en la mano). No te dibujo, ni te creo. Te haces a ti misma. Nunca podrás decir
como la mujer fatal Jessica Rabbit, una dibu
de aquella película que mezcla personajes reales interpretados por actores con
figuras de animación, que yo no soy mala,
es que me han dibujado así.
Es
su sexo quien la secuestra, y, si la tenemos engrasadita, cada día más y más
inclinada a la afición a la carne, será más rehén, más adicta y obsesiva hasta
que un día excelso descubra que se ha transformado en víctima y victimaria a la
vez: eres tú quien me tiene secuestrado bajo una ventana amarilla que es el
declinar de todos los días, y doy tumbos desnudo y excitado por un pasillo
curvo que es los pasillos curvos de mi infancia y adolescencia en busca del
tesoro, de la bicicleta azul, de los libros prohibidos bajo un cerrojo que muy
poco tenía que hacer para acabar vencido a la curiosidad de un mequetrefe que
antes de los quince años ya reunía la noche de los jueves a jugar al más
tramposo póquer en su habitación llena de humo y lujuria a Nerval, Verlaine,
Rimbaud y Lautréamont.
Cuéntale
cosas extravagantes antes de entrar en materia, en la materia de Schiele. La
ninfa, desnuda enteramente, se halla frente la luna de un viejo armario abierto
que deja escapar un tufo a humedad y ropa antigua, la estela de su condición,
típicos olores del rancio universo prostibulario de la mujer de la blusa azul y
la falda gris, su mirada cansada del pecado ajeno jamás interrumpido, la
tristeza canalla de lo clandestino. Todo parece en este piso de tarima gastada
y silenciosa, quien lo diría, perteneciente a un mundo pretérito sepultado por
las novedades del naciente siglo XXI. Se contempla la adolescente, se admira de
ese cuerpo suyo de fiebre y de vértigo. La sirena se ha zambullido de improviso
en ese mar azul y antiguo sin pensárselo dos veces, como una millennial despreocupada que aún no
cavila de qué manera ganarse el pan de mañana y juega al azar con su teléfono
móvil: no le importan las tradiciones, chapotea en las olas mansas de la
novedad como en la bañera de su casa. Y al macho lo tiene tumbado en la cama,
detrás de ella, en pelota viva, viejo para ella, ignorante de casi todo, un
cautivo feliz que, con la copa vacía o llena en la mano, se distrae en
deliquios en prosa sin saber todavía si ha de amanecer un nuevo día o
sobreviene el anochecer, si hay que empezar otra vez a abrir los ojos, a
respirar, a defecar, a ducharse, a vestirse como todos los días, como siempre,
a olvidar (como siempre) o, al menos, a emborronar esa pequeña eternidad de los
días iguales con el licor brujo con que un Charlie riega tu garganta y anega de
espesuras el seso, un tipo que se sume en ensueños tortuosos sin saber si está
muerto o está vivo, y abre los ojos, y he ahí la ruin domesticidad que no da
tregua, qué fastidio, pero si no puede ser, pero si este día fue hace mil años,
pero…
Tú
también tendrás algún día tu propia habitación, Hanna, se sorprende diciendo.
Hanna no se vuelve hacia él, presa en el espejo.
Y
dará lo mismo, el tiempo te destruirá igual, te llames Virginia Woolf o Blaise
Pascal.
Los
nombres nunca han importado. Importan los… muertos.
Ahora,
bajo la piel del cordero más blanco de Norit, el borreguito, el lobo feroz
deviene lobo estepario todavía yacente en la cama de los pecados más sórdidos
mientras la otra sigue adorándose en el espejo como todos los adolescentes,
como si sobre la sucia costra de la tierra no hubiese otro habitante nada más
que ella: qué prodigio de mí, qué cosa pensante soy yo, qué unicidad asombrosa,
soy inmortal…
Hay
que animar el juego, fascinarla una y otra vez: cargado de libros voy y vengo
con el corazón destrozado y el alma en pena por todas las pensiones pobres pero
decentes de la Europa Central de entreguerras, Hanna. Llevo a rastras mi gran
secreto, y bien oculta en uno de los bolsillos del abrigo raído la pluma de mi
alquimia, la que pone definitivamente al ser humano en su sitio del universo.
Los
tipos y tipas que leemos por lo menos tres mil libros al año vivimos dos años
(y un mes) más que los que no leen ninguno.
¿Y
eso quién lo dice?
Science and Medicine.
Pues
no merece la pena, abandono la partida: levantarse tarde, ver la tele, bostezar
tres mil veces, sin el sofá no soy nadie, mirar el sol, o la lluvia, o la nada
a través de la ventana, me gusta la pizza, soy vago a tiempo completo… En fin.
Lo
dejo todo en manos del tiempo. No soy quien para decidir el destino de mi
existencia. Bastante hago con llevarla a cuestas sin tirarla de una maldita vez
a un polvoriento barranco, dijo otro con la bolsa de papel de la compra llena a
rebosar de alimentos precocinados indescifrables, de variadas y repugnantes
bagatelas malamente comestibles envasadas al vacío y un zumo dulzón, o dos, y
tres cruasanes congelados y media docena de yogures desnatados mágicos que
mantienen a raya los intestinos en uno u otro sentido: estreñimiento/diarrea.
Ya
vuelve la noche, ya está aquí la noche y de la oscuridad vuelve a brotar la
ninfa.
La
luna también ha desaparecido. Es la noche más absoluta. Uno puede sentir los
brazos de la oscuridad aferrándose a su torso desnudo, entrelazándose a sus
piernas, cubriéndole de besos oscuros. ¿O será la ninfa y su sedas y sus
terciopelos negros?
Es
la ninfa, una oscuridad tal que ha de encenderse a si sola como un universo y
alumbrar cada rincón de la habitación de la ventana pintada de amarillo muy
cerrada a la luz, a toda clase de luz, revelará la negritud de su perfil, la
gracia de su contacto invisible, su mano (o no mano) acariciante como un suave
aire tibio. La siento respirar a mi lado. Palpita su corazón debajo de los
montecitos de sus senos.
Seré
tu bola de demolición, hacerte y desbaratarte, un privilegio que sólo a mí me
ha sido concedido, me reconcilia con el mundo, te hago, te deshago, te alzo, te
hundo en el piélago de las sábanas sucias y húmedas ya, te abro los párpados,
ciego tus ojos, te insuflo vida, te sofoco, te olvido, te quiebro y te arrojo
al desván del abuelo.
Qué
mala copa, ésta, la séptima, Charlie: voy a estropearla con la bola de hierro,
qué digo, voy a estrellarla contra las paredes de su habitación propia.
Desbarras,
mala bestia, ve a Jesús, al manicomio (frente al Ribalta, no lo olvidemos), y
retoza con una de tu condición, dónale a la babosa riente de ojos extraviados y
babero grasiento la gracia del placer carnal, adora en ella, pobre desquiciada,
a todas las de su género, locas o cuerdas. Ni siquiera permito que habites en
lo más profundo del ficus, donde lo abisal se torna pesadilla y se ocultan los
pecados terribles: Astarté que a nada de la guerra comprometes, todo en el amor
lo aceptas, diosa-madre en la noche fecunda. Me basta con la noche sin mayores
desplazamientos fatigosos. A estas horas El Parterre está lleno de chaperos
insolentes de pantalones de colores vivos muy ceñidos señalando paquete y
bujarrones de manos sudadas y bocas húmedas: merodean compradores y vendedores
de cuerpos en torno a los castillos de los ficus, bajo sus frondas más
tenebrosas que cualquiera de las noches más negras y envilecen toda fantasía:
pero recuerda que de niño saltabas de tu cama infantil como el gemelo más
perfecto de Campanilla, surcabas el
espacio de las calles desiertas y nocturnas y aterrizabas sobre el laberinto de
las raíces monstruosas por donde desaparecías a regiones mucho más festivas que
los sueños repetidos, la realidad doméstica de la casa y el aburrimiento de un
colegio agustino que sólo fabricaría en el curso de su pequeña historia, salvo
algunos felices desertores tan cínicos como tú, mediocres biografías y
encorbatadas hormigas laboriosas: notarios, abogados, industriales, empleados
de banca, políticos de tres el cuarto: pegabas un salto hacia abajo… y al
infinito donde nada había de horario, obligación o costumbre y envilecimiento.
Hola,
ficus.
Aquellas
sombras, aquellos mercaderes de cuerpos que se deslizaban furtivos entre setos
y troncos desmesurados eran un coro inofensivo en tu comedia allá donde no hay mentiras ni dolor.
¿Qué
ha pasado?
Ha
pasado el tiempo, Hanna, mi perra Paulova,
que ahora andas serpentina entre mis piernas de casi cincuentón vicioso y
pasivo, entregada a unos juegos prohibidos que has aprendido con delectación:
aquellos mismos que andaban gobernando las imaginaciones de Flora y Miles y que
desquiciaron fatalmente a su aterrorizada institutriz al ser capaz de
esclarecerlos definitivamente.
Pórtate
bien y te llevaré a ver El laberinto del
fauno, mi pequeña soñadora, vámonos al cine. Seamos realistas, ¿qué puede
importarte a ti en nuestros tiempos prosaicos la abundancia y lujuria vegetal,
los huecos y pasadizos de una higuera
australiana rodeada de coches en pleno centro de la ciudad?: un tema
devorado por la decoración urbana rutinaria que lo circunda.
Que
los sueños te sean concedidos comestibles, digeridos. Tal el cinematógrafo (sic) donde tanto y tan distinto pueden agitarse en la coctelera
expresiva.
La
palpa, sin miedo, por aquí y por allá. Todo está bien. Bien hechita para su
edad ya alejada del peligro censorio social y judicial.
Ella
medía bastantes centímetros más que los homologados 148 de la ninfa
nabokoviana. No hay desajustes en esta relación: mire usted, muy bien sabe ella
lo que quiere y lo que se lleva entre manos.
Si
lo sabré yo.
¿Algo
que objetar? Su arma pegada al costado del culo no me impresiona, ni su gorra
de plato ni sus insignias, ni ese lenguaje pretendidamente cultivado: el brillo
mortecino de sus ojos, esbirro, me recuerda a la textura de una hamburguesa
demasiado hecha.
Sus
acusaciones son papel mojado. Me ampara su voluntad libre y soberana de ninfa
complaciente, su decisión y mis derechos de amante.
¿Ha
leído usted a Pascal?: Espera uno ver un autor, y ve a un hombre.
¿Ha
leído usted a La Rochefoucauld?: Cuando baja nuestro mérito baja también
nuestro gusto.
Mire
usted si es mayor la ninfa que ya no le interesan las novelas, tan entretenidas
ellas para los veinteañeros y gentes de cultura media, de mister Frank Yerby,
escritor de raza negra casado con una dama madrileña, como se nos advierte no
se conoce con qué intención aclaratoria en la introducción a sus obras
selectas, qué quiere que le diga.
El
otro día de este sofocante y chejoviano estío de oros y verdes la descubrí a cubierto
del sol por la espesa hojarasca del ficus con Los cantos de Maldoror en una mano y la otra debajo de la falda.
A
Hanna le sobran hasta los libros de La
sonrisa vertical, una gran parte de ellos escritos con prosa de prospecto
de farmacia, lo cual no deja de ser algo malasombra si se considera la clase de
literatura que se alberga bajo título tan significativo.
Hanna
me produce sueños botánicos: siempre es un jardín, una umbría boscosa, la
superficie lacustre donde se mecen grandes hojas verdes (¿qué no serán
nenúfares?), campos de espigas, prados de flores, solanas de matorrales en un
tris de encenderse de fuegos súbitos. También está el aire, que es, que tiene
sus estaciones al margen de la luz, es a pesar de todo con lo que tropieza y se
detiene, es a pesar de la ausencia de mariposas y el suave mecer de las hojas
relucientes al sol de las ramas.
Pórtate
bien y te dejaré ese único gran libro de Luis Cernuda: saquea con tus bellos
ojos sus versos que son como un diálogo
sin ardides gramaticales, estrofas de una llaneza capaz de embaucar al mismo
tiempo al sabio, a la colegiala y al aprendiz de poeta al que no le sale la
métrica ni mucho menos una rima aseada por mucho que mire al techo. Cómo de
bien engaña el que se deja ser ante los otros como nació, desnudo, sin
necesidad de tapujos o adornos de quincallería, qué manera de burlar nuestra
inocencia sin contar una sola mentira o añadir estuco de ornamento.
¿Qué
es el yo? Y en seguida se responde a
sí mismo: Yo.
El
mundo ha envejecido en sus errores carnales, dice la caña pensante, y uno se
extraña de que un monigote de carne, tan similar en su desnudez y podredumbre a
la carne de perro o de cerdo o de rata, sea culpable de nada: defecación o
coyunda, digestión o placer, qué más da, todo se abre y se encierra en ella, en
la carne andante más que pensante que somos. ¿Por qué abandonar los placeres?
Yo prefiero sucumbir a ellos.
Pórtate
bien y te narraré Los hechos del Apóstol Ignatius Brell de cuando sus correrías
entre los humanos. El dolor no le servía.
En
aquel tiempo nuestro buen nombre de ilustre ralea, estoico (que no os importe
el ardor del sol o el frío de la nieve) y sabio, único, soltaba las peroratas
con voz apostólica de trueno desde el pórtico de Pecil. Sabed…
Y
así. Lo cierto es que engatusaba hasta a las piedras.
(Sabed…
¡y sabían!).
Sabed era una especie de infalible llave maestra que abría no
solo los corazones sino hasta las mentes más obtusas.
Desperté
un día y descubrí por fin que yo era… Dios. Mortal y eterno, aunque hijo de la
Tierra.
Y
viajó a Atenas… para saber lo ya aprendido.
El
misterio de la madeja del tiempo me fue dado: esas ruinas sagradas más que
óxido y escombros de otras épocas parece que crecen ante tus ojos, se hacen,
aun de modo imperceptible, en tu tiempo que desmiente así la esencia de su
materia. Las libera y las empuja hacia la luz una tierra vieja pero que
incansable sigue alumbrando abortos al mundo (inmundo).
Yo
he sido todos, Hanna.
Y
ella me mira con los ojos verdes muy abiertos.