domingo, 31 de agosto de 2025

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55. Miscelánea: manera de hablar: me hubiera aplicado a ello con gusto.

Mi querida idiota Paula tomó durante algún tiempo (hasta la desgana inevitable) lecciones de comida asiática. Un recetario fantástico. Bastaba leer la composición de las recetas y el modo de hacerlo para que tu pituitaria se invadiera de decenas de aromas a especias exóticas, a sabores desconocidos. Aquellas recetas tan elaboradas requerían en su preparación una minuciosidad excesiva tanto en lo que se refería a su mezcolanza general como al grado de su cocción y fritura: el logro de su éxito dependía del equilibrio exacto entre sus ingredientes: una estructura invisible sustentaba aquel tinglado que una vez emplatado sólo era una minúscula ración, una nadería cromática que apenas resultaba suficiente para abrirle a uno el apetito.

Aquí, señores, se halla una sabiduría milenaria. Esa pequeña porción de alimento contiene en su combinación todo lo comestible de la tierra.

Aquella ingenua de Paula disponía de una cuenta aparte bien saneada en el banco que le permitía gastarse sumas absurdas en verduras exóticas de importación de exiguo alimento pero de (al parecer) incontables propiedades: kale, salsifí, bimi, mizuna…)

(Querido idiota, líbrate de convenciones aberrantes y pega el patadón de una vez.  Entra en el… ¡freshfood!

De nuevo entra en la librería París-Valencia. No demasiado convencido de la compra, pero aún la quiere, a la zorra que folla mejor que cualquier otra hembra que haya conocido, ¿por qué no seguirle la corriente a su mamona preferida?:

¿Tenéis algo sobre hidroponía?

Algo habrá en los estantes de curiosidades y saldos recientes, dice con sorna uno de los libreros sabios.

El hombre de la tierra de Emile Zola inventa, se equivoca empero, los horizontes, amplía la mirada hasta tal punto que desmiente lo circular del mundo, es ajeno a una sofisticación que repugna la mesa más elemental pero también más esencial:

Este hombre guarda conmigo un parecido extraordinario. Fui a comprar un tarro de miel. Al volver lo encontré apoyado en la puerta de la casa. Le invité a entrar adentro. Puse encima de la mesa el pan del mejor trigo candeal, una jarra de leche fresca, el aceite puro de oliva, el queso  y la miel. Nos sentamos y comimos. Hemos hablado mucho, muy sencillamente. Yo sentía que todo era perfecto, que nos comprendíamos muy bien.

J.D. Brell tardaría en darse cuenta que pisaba la tierra. Se había apoderado de él la manía de ver a los lados, de examinar con torpeza de neófito esa vida nueva que como una sombra inconsútil pero pegajosa se deslizaba a su alrededor. Muchas veces les ponía nombre a los árboles. Pero nombres de personas. Hasta se inventó, y logró modelar, una ninfa que sosegara sus días  montaraces, una de ellas, semejante a la que amara Hilas, humano y mortal, desprevenido andariego.

La Tierra, tan poblada de seres invisibles, ahora sólo para su gusto: las náyades de los ríos, las hamadríades de los árboles, las dríades de los robles, las oréades de las montañas, las napeas de los valles, las melíades de los fresnos, las alseides de las florestas…

¿Tenéis algo sobre hidroponía? El librero experimentado le miraba con lástima irreprimible: pobre diablo lector.

J.D.: él crecía de la tierra, se alimentaba de su humus.

Pues hay otros muchos mortales como él, escultores de sí mismos, se enlodan de tierra y agua, se convierten en barro, una adición, una construcción lenta y paciente, el mundo, o parte de él, les añade porciones, les revela: he ahí tu retrato, un centauro de la estirpe de Dioniso: a tu muerte ha de gemir la naturaleza toda: son tus viudas, las escondidas ninfas las que anegan sus ojos de lágrimas.

La primera vez que JD. hundió la pala de la azada en la tierra esponjosa, oscura, fértil, lo supo.

El pan y el vino sobre la mesa. La leche y la miel.

Los frutos más simples y la carne más fresca.

El sol y el fuego, y la tierra y el agua rumorosa que la hace germinar y la llena de vida oculta.

Ha amanecido el día azul, claro y raso. Por la ventana de dos hojas abierta a la montaña entra en la casa el aire tibio del mediodía. También hay un libro de tapas rojas en el asiento de una humilde silla de enea. En el fogón encendido se cocina algo. Pasan las horas. A la tarde el libro de tapas rojas se abre a unas manos. Un libro delgado, en 4º. Pasan las horas. Lo que queda del día se desangra detrás de las montañas del oeste, coronadas las cimas de un resplandor ígneo. Luego la noche, con luna o sin ella, se vierte sobre el pueblo en un silencio sólo alterado por el chorro de agua que brota del caño de hierro viejo en la fuente de la plaza. Y el día ha amanecido azul, claro y raso… Otro día tan natural, tan sencillo…

194.

Se diría que la naturaleza a prescrito a cada hombre desde su nacimiento determinados límites para las virtudes y para los vicios.

La Tierra: el hombre hace a la tierra, le da nombre y, sin embargo es ésta, cambiante en el valle en el que las ramas de los chopos se mecen por la suave brisa o granítica en la cumbre yerma azotada por la ráfaga del viento, la que le sobrevive siempre.

Tenía las manos como pegadas al astil, sólo había que cavar para que la tierra descubriera sus más preciados dones: el mismo hecho de hacerlo ya era una conquista para el alma envenenada que traía de lejos.

El hombre de Zola casi parece un puerco engendrado por el detritus y el estercolero de la tierra: sus costumbres y entretenimientos parecen los del simio a los que hay que añadir un materialismo primitivo, un sexo destructivo y una borrachera prácticamente constante; al hombre JD. huido sin saber todavía por qué, agotada ya la rabia y la ansiedad, a pesar de su bagaje cultural y un intelecto saciado le habita la paz, mira en torno a sí en el mapa de la tierra buscando no un refugio sino la morada serena alzada desde la sencillez ajena a él mismo, pues él era la complejidad, lo difícil, el enredo. No cree en la tierra como salvación: la tierra muerde, te deshaucia a veces, y en ocasiones sus trabajos y decepciones matan hasta el alma pero, no obstante, tolera y aun promueve un cierto tipo de simplicidad vital que apacigua todos los males imaginarios y olvida aquella otra soledad infructuosa de la corte: impele a levantar una casa con tus propias manos al tiempo que te despoja de máscaras: sólo las arrugas esculpirán en tu rostro la huella de los días, ese rosario de las horas en el que todas hieren y la última mata: mantén el corazón en calma, te dices. Que el día sea una contemplación, sosiego al menos. No ambiciones andar a zancadas tras la moneda de oro. Recuerda que la moneda, la cara y la cruz del día, eres tú. No intentes redimirte, ¿de qué ibas a hacerlo? Párate y piensa. Lo leíste en alguna de las páginas escritas por Hannah Arendt. Desdeña los cantos de sirena que perdieron a Butes, el Ahogado. Al filo de la vida está el engaño, el espejismo. Si traspasas la línea del horizonte… te encuentras de nuevo a ti mismo, sólo que de espaldas.

De ellos me diferencia la mirada, se dice JD., pues cree verlo todo con la óptica admirativa y entusiasta del nuevo acólito, ese apéndice extraño recién llegado a un lugar extraño –la extrañeza es recíproca- que es un montón de casas y montañas por el momento, a la mitad de un febrero helador de sucesivas grisuras y colores por descubrir. Ellos son los hombres y mujeres de la tierra que va a acogerle, los que realmente se embadurnan y hasta se enmierdan de su verdadera materia, de su realidad auténtica. Todavía está verde este hermano de Van Gogh, con la azada al hombro y el nudo de la corbata bien hecho y sin saber qué camino tomar. La caja de Pandora, la máquina de escribir, enmohece y se oxida al fondo de una barranca. La fábrica de mentiras de su abecedario (miles de millones de combinaciones mentirosas son capaces de urdir esas 28 letras) yace casi cubierta por los hierbajos, los cantos y el polvo cada vez más adensado sobre ella.

Venga, pues, un paso más y firmarás con una cruz o con la yema del dedo, no sabrás ni deletrear tu nombre.

Coge un puñado de tierra esponjosa, fresca, la huele aspirando profundamente, a punto de está de llevársela a la boca.

Sale de la casa. Tímidos paseos lo alejan de los ejidos, del primer arrabal del pueblo.  Un viejo que saluda, un perro flaco que le huye...

Observa los campos cercanos, de tierra ocre y parda, almagre, a veces, gris, sin sembradura, el áspero barbecho de terrones.

"Me veía de lejos: y mi figura parecía como hecha de nieblas. Sentía el vacío..." A B. le desazonaba realmente la otra luz que todavía recuerda, invernal, lenta: la luz grande y lánguida de las tardes de invierno, que dora las fachadas de los altos edificios que dan al oeste. Una tarde, desolado por el frío, todavía con la luz sucia del invierno, vio su imagen... Desde lo alto de un collado divisará, abajo y más allá, otros campos amarillos de trigo, limitados por trazos de surcos. Colores de oro viejo, de bronce, hasta cobre se diría...

Bajo un cielo blanco (otra vez).

La forma verde de un hombre pequeño, junto a los haces y gavillas desparramados, continúa desde aquel día (lejano, idéntico y áureo) segando indiferente al astro y la fatalidad cósmica (nada y todo es). Brell logra ver, aunque a duras penas, el brillo metálico de la hoz durante los acompasados movimientos. Es como un reflejo marino, tan quemante la mañana. Sólo el aire suave y tórrido modula un rítmico siseo al atravesar las copas de los pinos. Brell permanece inmóvil sobre la tierra calcinada, y durante muchos minutos observa un panorama que es una trama sutil de colores vibrantes. “Él podría ser otro", piensa frente el  paisaje que parece crepitar, viviente y esclarecido.

Más tarde, ha descendido de la montaña. Baja hasta el pueblo. La vega se extiende ante él, a cuadros verdes, ocres y azules (!). Un maltrecho puente de piedra, que forma un pequeño arco, salva el arroyo y llega hasta las primeras casas blancas de persianas verdes, cerradas y mudas  al resplandor y la lujuria terrenal de afuera.

La calle en cuesta, de un suelo empedrado de gruesos adoquines de rodeno, con argollas malamente afirmadas aquí y allá en las paredes de argamasa, se estrecha de golpe al alcanzar la plaza de la iglesia, donde el agua encañada desde el hontanar próximo al pueblo fluye de la fuente y repica en la pila de piedra roja de granito. Los olores se confunden domésticos y rústicos, penetrantes y densos, se hacen materia en el sentir de Brell.

En un cielo azul cobalto el sol del mediodía, grande y estático, preside la labor, el tiempo mismo, las cosas.

No era un misterio. Tampoco un enigma que resolver. Acaso una más de las metáforas de la creación, esa vida entre la nada, el azar..., y también otra vez la nada.

Lejos del misterio, la tierra es una creación inagotable.

Un mañana de sol radiante ve a una vieja con un exiguo haz de leña sobre la espalda tambalearse, cae rodando por el suelo de la calle de Arriba (opuesta a la calle de Abajo). Simplicidad. Él y otros acuden a ayudarla. La vieja se levanta riendo, sin daño ninguno. Por un instante fija la vista en él, que permanece inmóvil a unos pasos. Le entregan el atadijo de ramas secas y retorcidas, y ella lo acomoda de nuevo a la espalda, asiente con la cabeza entre risas. Comicidad.

De modo que el sentimiento trágico de la vida…

El mismo Unamuno se autoparodia: Tened un sentimiento cómico de la vida, aconseja. Ved las cosas y asuntos de la vida todo lo contrario de lo que exhortaba Unamuno. (Un pobre hombre rico o el sentimiento cómico de la vida.)

Sí, cambia el mundo que ve el ojo. Parece mentira que la noche emborrone el día de tal manera. Lo agrisa inocentemente y en unos instantes lo deja irreconocible, atezado del todo, lo deja del revés sin cortapisas, lo pone de vuelta y media aunque, a veces, lo ilumine un poco de palidez y misterio con un resplandor frío y azul, lunar. Es del todo falsa esa luz que derrama el plenilunio sobre la tierra encogida y apagada, empoquecida. Sin luna que nos mienta, esta noche es verdadera. Se entiende a duras penas el maremagno celestial, ese  firmamento que sólo se revela en la hora de los sueños. El cielo negro está colmado de estrellas, alguna solitaria, azul y brillante, otras a puñados, y aun otras amontonadas y anónimas que son un polvo blanco. La ventana abierta en lo alto de la casa, a un palmo de la vieja chimenea, es un buen observatorio. Se orienta al sur, y como es un buen punto cardinal propicia muchos nombres, abastece el universo temible de curiosas ingenuidades, de burdas maquinaciones: ¿un águila...?, ¿un cisne en el cielo, un reptil? El tiempo borra esos engaños, cambiará sus formas. Lo que es hoy no ha de ser mañana en su inacabable peregrinaje: el cisne será una espada, el águila se encerrará en un círculo, la serpiente alumbrará un pétalo de flor... Tal punto blanco burla los sentidos: son dos cuerpos celestes, una anodina expresión, una estrella binaria. Falsa imagen, pues, esa luz de tan lejos. No es una estrella sola: son dos, o puede que tres. Un cielo punteado de figuras caprichosas, cosas irreales que no se ven sumidas en una honda negrura. Se termina por sentir una tibia indiferencia ante unos trazos tan perdidos en el tiempo. El contorno de la noche se fragmenta lejanísimo: abona la patraña. El paso de los siglos condena esos dibujos que han de desbaratarse del todo. Entonces la imaginación se entrega a un ejercicio pueril: aspectos y perfiles extraños se configuran al cabo de milenios en un cielo aterrador y moderno, de otro millón de años. Dibujos impensables ahora: animales desconocidos, gestas sin prevenir, hechos por suceder. (Pero más allá del futuro, hay otro cielo oculto, otras constelaciones, otro mito.)

¿B.?

¿JD.?

Se está borrando Brell, ya una inicial.

Está en lo alto de una colina, ya en el ocaso del sol, grandioso y rojo. La luz decadente dora la verde copa de los pinos en la ladera. Las sombras de los árboles se vierten  suavemente, largas y de límites precisos, son como un recorte nítido en el suelo rojo, unas manchas que informan de apariencias verticales y aéreas sobre el declive de tierra sembrado de piedras pequeñas y brillantes. Se asienta el panorama bajo el cielo tremendo con absoluta sencillez, como lo más natural.

Poco a poco desciende hasta el pueblo que, allá a lo lejos, como naciendo de la montaña, se eleva en un conjunto abigarrado y gris, y blanco, rojo y verde, amarillo y ocre, negro y naranja, una luz tamizada a veces por las franjas azules y malvas, violetas y púrpuras, que tiñen las nubes que pasan, o no pasan, y se suspenden sobre la tierra estáticas, multicolores, sin forma.

Se está borrando B.

Baja por la senda sin prisas. Le acompaña el murmullo escondido de un regajo de agua cubierto de matorrales y zarzas, cantarino y alegre.

Se han avivado los colores, bañados por una luz muy bella que es materia casi cromática. Una luz que desaparece y se hace cosa: arbusto o peñasco; tronco, viña o trigal. Está el melocotonero rosa bajo un extraño cielo verde, enraizado en una tierra todavía más extraña, azul, y, a veces, roja como el rubí. Está un arco iris apenas entrevisto en un paisaje de lluvia y de oro.

La montaña lila descubre una pureza no concebida antes. Hay un azul glorioso. Y el amarillo sagrado irradia la gesta que más ansía el corazón: parece una masa ardiente.

Una línea se hunde en el cielo: lo rompe rojamente, anaranjada, amarilla.

Estaba exhausto.

Una senda (y nada parecía que hiciese camino entre tanta espesura, que llevara a alguna parte, que al final hubiese lugar... ¡que ése fuese el destino!) se abre ante él. ¿Será posible? Nace de un recodo de peñas y arbustos, de verdascas que dificultan el paso, bajo el cielo azul desnudo del todo, hermoso y rotundo, apenas graba su huella pelada y terrosa entre un tumulto de maleza, caminito sin definir, engañador: adelante... Es la victoria. ¡Qué festival de sorpresas! Se aventura allí este hombre. No, más aún: se precipita.

¿Cómo es ella?

Hay que inventar una ella. Necesita poblar el mundo, no va a estar él solo…

Compañera te doy…

Ella tendría una sumisión vegetal, o una fiereza inesperada, esa quieta (o agitada) tozudez montaraz, ni pura ni bestia, una hembra sin miedos, de sexo de plenitud abierto y quemante, de pensamiento claro y escueto de nombres y definiciones, ojalá que ignorante del sinsabor del anonimato en la ciudad y el vértigo del medro colectivo, muy lejos del fracaso puesto que no sabría del éxito. Sería, o no sería, de mirar nítido y de piel morena, de una tristeza y alegría naturales, de palabra directa y curiosa. Pero sobre todo era lo que él podía inventar ahora. La reconstruía con pedazos de la realidad de ese modo, se expresaba él en ella, una representación final del más puro ensimismamiento. ¿De dónde la rescata, de qué memoria extravagante...? Sería el corolario más preciso de sus raros entresueños. Entre el cielo y la tierra, sólo un ser entre la vida y  la muerte... Le dio por pensar que ella concretaba la clave axial de su siglo abrumado de teorías y aporías, de tanto postulado.  Ella sería de aire y sería de luz. Más sencillo que eso... Sus raíces  lo  harían  a  él  más  terrenal  y  creíble, menos culpable de haber nacido y no saber para qué. Va a convertirse en el rehén más consentido de las razones primitivas. Va a brotar un diálogo de esa ocurrencia. Un nuevo discurso de un Brell mono gramático, simio copión, mandarín tutor de aprendizajes, disimulado dómine.

Mejor la mentira, la ilusión que emplaza las cosas en su sitio justo: el cielo, azul; el sol, amarillo; la noche, negra; el día, blanco.

Te vi cuando eras niña…

Estabas como ausente

Pues el incipiente hombre de tierra de Zola ya fantasea, recrea sitios y urde amores, busca su ninfa, pero la suya para siempre, como el que quiere labrar y sembrar la tierra para sí mismo hasta el fin de sus días, único dueño y señor, su tierra, la que trabaja de sol a sol y le prodiga en la mesa el pan, el aceite y el vino, la carne y la fruta. No pongas tus sucios pies sobre este suelo, con la hoz te segará la cabeza el hombre de tierra de cualquier lugarón sin dudar lo más mínimo, empapará con tu sangre caliente y rica los terrones que se desmenuzan dóciles bajo el filo de la azada.

El hombre de tierra de Zola quiere la paz eterna en la vida de esa materia que tan dura es de doblegar y aun de contentar, antojadiza por el clima, avara desdeñosa y burlona del mucho trabajo, y esa paz, como a su hembra, la defiende con la guadaña, con el rencor y la humillación de haber amontonado siglo tras siglo tanta mansedumbre y sumisión suicidas, ahora agazapadas e invisibles en la empuñadura de la hoz.

El hombre de tierra de Zola, ¡qué lejos de aquel que pastorea por las páginas de Virgilio encandilado por las diosas!, sobrevive emporcado en una tierra en la que hasta los criados de menester más humilde tumban a las campesinas de las granjas sobre la paja y las fuerzan día y noche como bestias que jamás alcanzan a saciarse, ese hombre cuasi animal se halla más cerca de aquellos de su clase que en la Edad Media compraban colectivamente un  condenado a muerte para someterle a las torturas más horribles que entretuviesen su domingo de vinazo y holganza antes de ejecutarlo que del bucólico soñador JD. (convertido finalmente en calabaza).

Te vi cuando eras niña, que ibas con tu madre por mis huertos, cogiendo manzanas cubiertas de rocío… Te vi y empecé a morir. ¡Que funesto delirio se apoderó de mí! Entona conmigo, zampoña los versos más dignos.

Deja, deja ya de entonar, zampoña mía, los versos…

Él, a ella, la quiere de tierra, tan real como eso, tan irrebatible. Será su mundo inacabable. Qué exploración. Sabe de qué y cómo está hecha… pero es un planeta nuevo donde hollar con sus zapatones de payaso sabihondo.

Pronto la notó tan cerca que se diría que salía de él mismo, que prolongaba su repentina locura, o que era su propia turbación la que adensaba el vacío de aliento y calor humanos. “Esto es un error”, pensó. “Toda esta invención insensata me ha conducido al desbarajuste.” Se quedó inerte bajo el sol, definitivamente quieto en la tierra. Al  cabo de unos instantes le zarandeaba ella de un hombro. Una voz ronca de emoción le exhortaba que se diera la vuelta. “No abrir los ojos nunca”, se decía él. Se volvió lentamente hacia  ella con el cuidado de un  ciego, sin despegar los párpados, a ella se encaraba como al otro lado del mundo.

Tenía los ojos cerrados (ni la fuerza más extraordinaria hubiera podido...), un telón rojo manchado de sombras negras era el velo más trabado para el menos traicionero de los sentidos. Estaba como en suspenso, pero estaba gusto así. Descubrió con alivio que no ver bajo el sol tremendo de la mañana invernal y limpia no era un reto tan poderoso. La oscuridad ahora era un velo engañoso, un ardid sutil que le sumía en un mundo perfecto: veía las cosas desde la memoria libre de apariencias y mudas. Las veía tan limpias y nítidas como surgidas de la primera tierra, las veía sin necesidad de la mirada. Pensaba que ante la naturaleza puede adoptarse la elección más majestuosa sin pretextos ni cuidados ridículos. Se decía: “Una disposición santa y clamorosa para la escucha. La naturaleza es un habla.” Enseguida le alcanzó el olor de ella, la tibieza que desprendía su piel tan próxima. La supuso mala en ese instante, deseosa de su cuerpo, y del suyo propio de mujer, y le gustó saber eso: ya preveía todo el goce enredoso y la agonía de los cuerpos envejeciendo tan sabios hasta la muerte en la fatiga del sexo y el trabajo, el día a día sin dios y sin diablo. Sintió como las plumas de un ave amarilla y graciosa posándose en la tez arrebolada del rostro, o como  gotas de agua cayendo de una hoja de planta que le refrescaban la frente y los pómulos que le ardían, y, luego, como si un aire cálido y dulce le acariciase los labios y penetrara por su boca entreabierta hasta llegar al secreto de los dientes y el tesoro de la lengua, era como si un gemido de muy adentro fuese agrietando sus facciones hasta dejar al descubierto la carne viva y la trabazón de los huesos, la faz como una máscara suficiente, una mínima estructura de ser ideal o artefacto vivo misterioso y lógico entre troncos y rocas de aleatoria imprecisión, pues la cara era un latido irrepetible que se acomodaba feliz al mundo de las formas y a través de ella se figuraba el mundo y le figuraban a él, un artificio curioso ciertamente, una conformación singular en el universo que tal vez no escondiera ni más allá de sus límites rareza semejante, sentía con los ojos cerrados cómo se agolpaban en su rostro en aquella mañana de invierno todos los cuadros que recordaba, todos los colores que había sido capaz de registrar hasta ese momento de su vida: era ella que pasaba lentamente  las yemas  de  sus  dedos por la piel encendida de sus mejillas como si tantease los contornos y el cáncer de su alma profunda. Un santo temor de acólito, de turbado bobo, le asaltó al pensar que ella podía penetrar a la oquedad de las heridas del pasado corrupto y apercibirse de la sucia llama que todavía, aunque muy poco, alumbraba rincones de su memoria. Pero, no. Podía traspasar hasta la corteza misteriosa de su espíritu, encarnarlo en quien sabe qué, pero él ya estaba libre de la miserable antigüedad de las sombras de antaño, de los colgajos y pingajos mortecinos que como ruinas habían acompañado hasta ese día su derrotero. El pasado era una fragua muerta, apenas nada, indecorosas y frágiles telarañas prontas a sucumbir por la ventolera del futuro, unas palabras rotas, y acaso necias, que iban y venían perdiéndose en el olvido más bienhechor.

Estaba de pie y temblando, y a veces el cuerpo de ella rozaba el suyo. Nunca abrió los ojos.

No  era temible ella, ni tampoco todo lo que él había dejado atrás; al cabo, conducía a esto:  fluía un río de aguas turbulentas desde lejos y ahora, con simplicidad, atravesaba estos parajes de un futuro no tan raro. Era limpia el agua, salvo algún pecio inofensivo de la vida pasada que arrastraba la corriente como si cualquier cosa. A fin de cuentas, ahí estaba. Salvado: [”Para nada”, diría...]

Podemos empezar. [J.L.L.: “Ritmo hesicástico...”]

El sólo posó su mano, sus dedos temblorosos, sobre la frente de ella con suavidad, temiendo que en un instante se desvaneciese como el polvo dorado en el aire, o como se extingue la huella del pájaro en el cielo alto y azul. El sol estaba en ella. Era tan real como la vida y la muerte. No supo cuándo se alejó de él para desaparecer de nuevo entre los árboles, y tardaría muchos años en descubrir la sustancia del  silencio que siguió después.

El mundo es malo, ha descubierto Huizinga de aquel campesino malo corroído por la miseria y condenado de por vida a un estado degradante, aquel ser siempre precario en la soledad del bosque o en la llanura crepitante bajo un sol cruel e implacable, al acecho constante con su deseo de daño, de su amenaza oculta, dispuesto al asalto predador sobre el pacífico paseante.

¿Nos vas a desbaratar a Hanna Schmidt Roser, cobarde Boceto? ¿Crees que es como una muñeca autómata a la que se puede armar y desarmar a conveniencia? ¿Pues ha de ser tu pasatiempo, centauro desalmado, criatura libresca y aburrido mortal? ¿La vistes y la desviste? ¿La ultrajas y la recompones?

No dejará escapar a la ninfa.

Dos años, y al infierno, Calígula.

El tipo se llama Michel Houellebecq.

La novela que ha escrito, Plataforma.

En la novela él mismo se autodenomina Michel.

No se describe físicamente.

O sí, pero esto es irrelevante y nos la trae al fresco.

El mundo está lleno de micheles, que son como cucarachas.

Intuimos, no obstante, que el tipo está magníficamente dotado y nos hace ver sin pudor alguno que es capaz de culminar tres polvos seguidos a plena satisfacción. No hay, pues, lugar a confusiones ni a falsos entendidos ni a medias verdades. Él es quien es (Yo soy el que soy, trona la voz bíblica).

Michel es un pura sangre de la necedad más envidiable. Un funcionario del estado que promueve y gestiona actos culturales inocuos en un ministerio innecesario. Un cretino impasible al que todo le sale bien por simple inercia hasta que, poco antes de su muerte inclasificable (puesto que no asistimos a ella y no podemos comprobarlo: la novela termina antes de su aniquilación, probablemente por una desidia suicida), un atentado terrorista le deja psíquicamente para el arrastre: unos malvados musulmanes ametrallan a su muñeca y la inutilizan.

La muñeca se llama Valérie.  En fin…

Atendamos el fantástico itinerario del fecundo viajero sexual basándonos en los hechos escuetos que con absoluta cronología (nada se nos dice de los polvos pasados) van apareciendo en las páginas del libro sin intervención de flashbacks inútiles.

La edición que manejamos es un compacto, un libro de bolsillo económico (naturalmente, soy lector recién universitario de 17 años con la alcancía hueca) de la editorial Anagrama, una cuarta edición de 2006. La traducción del francés, de impecable sencillez (se trata en rigor de una novela de impecable sencillez tanto en su forma y lenguaje como en su fondo), es de la señora o señorita Encarna Castejón, que debe ser de una impecable sencillez y atinada formación filóloga.

El libro consta de 316 páginas y se abre con una cita de Balzac de laboriosa comprobación, pues nada se nos revela del libro de la que se toma.

(Boceto, durante un par de semanas, husmeó en los diez gruesos tomos, 14.556 páginas en papel biblia, de las obras completas del novelista de Tours que habían sido propiedad de su difunto padre sin conseguir averiguar su procedencia, lo que le supuso no poca contrariedad por tanto tiempo perdido en la búsqueda.)

La sesión de lectura se inició la noche del jueves 5 de enero de 2007, y finalizó el día siguiente, viernes 7, poco antes de un mediodía gris, frío, ventoso y húmedo que para nada invitaba a abandonar el mullido y cálido sofá y salir de casa.

Minutos antes de la catástrofe con la que culmina la novela, Michel-narrador (que líneas más abajo dirá de Occidente que allí la vida era cara y hacía frío), cita a Emmanuel Kant: la dignidad humana consiste en someterse a las leyes sólo si uno puede considerarse también legislador.

Entonces, al final, quién lo iba a decir, Michel acaba viendo de nuevo Preguntas para un campeón..., un concurso televisivo de gran aceptación, hasta que sobreviene la ataraxia postrera, la debilidad y el abandono totales, la muerte (suponemos).

Qué cosas.

El hombre de tierra de Blasco hace de la hoz un arma, pues ve arder por mano de hombre su barraca, desplomarse su huerta y echada a perder su tierra ante el silencio de piedra del cielo… No existe el bien, es la fatalidad que sólo algunas veces nos engaña con la pacífica y embustera apariencia que disfraza el mal: detrás de todo está la miseria, el terror y la muerte. Coge la escopeta colgada encima de la puerta. Sale a la oscuridad de afuera donde se esconde el criminal. Dispara con tanta rabia y desesperación que seguro está de haber hecho carne…

Hanna, mira, toma…

Tolle lege, una gran novela de la contemporaneidad más rabiosa (¿se dice así?).

Te cambio La barraca por La tierra… ¡Qué digo! Aún más. Te cambio La tierra y La barraca por Plataforma, de monsieur Houellebecq, y cien novelas francesas más del mismo jaez de guarrerías.

Hecho.

Hanna, las puertas de la moderna sabiduría literaria se abren ante ti…

Abre el libro como aquella adolescente que destapa una caja de bombones con las hormonas saliéndole por las orejas.

(A los quince años, nuestro precoz Boceto se trasegó en tierras de gabacho El último tango en París, La naranja mecánica, Emanuelle y (aderezo disimulador del festín) La guerre est fini.

Cada uno, su época, sus merecimientos

Mientras tanto JD.:

Apagó la luz del flexo.

En el exterior la desnudez es total. Las líneas son reveladas sin piedad. Franjas de sol se estampan contra las fachadas encaladas de las casas. El cielo es de un azul profundísimo... Julio era la luz, y un sol poderoso recorría todos los caminos tintándolos de amarillo y de polvo, desvelaría cualquier sombra en la umbría, el recodo gris y azul del barranco, revelaría la flor roja, el tallo verdemar. Iban a detallarse arbustos y peñas, a perfilarse plantas y hojas, la tierra se aristaba abrupta y holgada de montes y espesas arboledas verdes. Brotaba un relieve de cosas y formas de color variopinto del gran plano indescifrable de la noche.

Reconstruía las imágenes mientras esperaba la salida del sol blanco, todo bajo el silencio...

El pueblo cobraba vida. Ruidos familiares, surgidos como por encanto, le llegaban a Brell perceptibles a través del balcón: los golpes de un martillo contra la madera, los crujidos de un portalón, los cascos de un mulo contra el empedrado, una voz de mujer, el chorro del agua llenando un cubo de cinc, todo lo que comenzaba a herir la mañana cristalina, invadida de un olor seco, consistente, del oreo del monte cercano, del rastrojo del camino.

La trasparencia del aire era casi milagrosa, quizás hacía que el sonido fuese por ello tan nítido, tan cautivadoramente próximo al latido y el sentir de la carne viva en la piel. El aire... que zarandea el ruido de aquí para allá, y es un invisible hilado que mantiene las cosas unidas  entre  sí,  suspensas: las presta a la pintura, clarifica cada materia y las despoja hasta alcanzar la misma esencia....

Ah, este hombre joven huido, ya empieza a germinar de la  misma tierra, se alza como un árbol desde el suelo fértil: en poco tiempo sabrá distinguir desde lejos por el color de las briznas la clase de cereal que granará al sol: verde amarillo, el trigo; verde azul, la avena; verde gris, el centeno…

¿Y este gran modelador con su lápiz y su goma de borrar?

Yo modelo mis obras, no las tallo: las formo mediante adiciones, asaltos triviales, imaginaciones, amontonamientos, antojos, inspiraciones, arbitrariedades…: me pongo yo, me quito, no me quito, me engordo, no me sobra nada. Es como una pintura de Pollock. Hasta la gota accidental, el churretón casual, forman parte del contenido.

Escribir, a veces, también es una ocurrencia material (?); algo siempre demiúrgico, claro, pero asimismo algo sumamente plástico si dejas de enhebrar y desenhebrar una trama como el que anda jugando con un ovillo mientras espera la llegada del pizzero, si dejas de contar como hacen los bocadillos de los tebeos o los puntos y aparte de las antiguas novelas de quiosco: agregas  divagaciones, digresiones, andaduras por las ramas y el conjunto final, de manera insospechada, adquiere un sentido imprevisto: la intención sola ha sido tu auténtico hilo conductor, la creadora del cuento y su atmósfera.

(A los quince años –el Año de las Películas Prohibidas, el Año de La Muerte de Franco, El Año Internacional del Sombrero de Fieltro- su escultor preferido, al margen de las exquisitas miniaturas eróticas japonesas en marfil escondidas en la biblioteca del viejo Brell y las señoras desnudas de Maillol y las morbideces pétreas de los clasicones copistas del siglo XIX y las obras urbanas de los catalanes decorativos y cachondos, era, sin duda, Auguste Rodin: este tipo no sabía tallar, le tenía pánico al escoplo, el mármol le aterraba: él, sabio y precursor, tosco y huraño, muy seguro de sí mismo, prefería añadir puñaditos y pellizcos de arcilla a la figura elevada sobre la tabla, era un verdadero yonqui del yeso este listillo. Qué lujo, la escayola y la terracota. Qué miedo, la piedra. ¿Y esa añadidura de barro, ese pegotillo en el pómulo? Porque así lo quiero. Y ahí se queda. Y, ahora, aparta tu sucio lápiz rojo de mis páginas, mamarracho.)

¿Cómo acabaría nuestro hombre calabaza, José David Brell?

Allá, en las tierras del aire.

Abajo, entre viejos tan muertos como los de Comala, frente a las pacíficas llamas del hogar.

Arriba, evitando el derrumbe de corrales y masías en las cimas azotadas por el viento.

Un hombre solo o con una mujer, e incluso con hijos.

Se esculpía a sí mismo día a día. Sin nada entre las manos (una azada, la hoz, ya era él sin aditamentos retóricos), ahora podía tallarse a gusto, sustraer la sobra repelente del monigote.

Y un único mandamiento: morir allí, jamás regresar como un Drácula cualquiera vestido de frac al oscuro refugio del ataúd, y que vaya muriendo el sol y se sequen los océanos.

Es un cálido día de julio. Amaneció pobre de luz la mañana, con el cielo gris a ras de las cosas. Enterraron al viejo con un manto de tierra feraz, olorosa y húmeda.

Brell, antes del anochecer de ese día, se dirige a las montañas tan próximas en busca de la figura de niebla que yace en su memoria.

No vuelve la vista atrás ni un solo instante.

Se adentra entre los árboles y desaparece.

Instantáneamente: ni siquiera se oyen sus pasos sobre el follaje y la tierra mojada.

Imaginemos que…

Llueve, pero es una lluvia nueva. Como de adviento.

Vuelve la cara a la pared, hijo de Nabucodonosor: letras de fuego, amigo, señalan el desenlace: Mane, Tecel, Fares.

Pesado, Dividido, Contado. Contados tus días, en la balanza no alcanzas la talla ni el peso para salir bien librado de la fatalidad: muerto, de nada te valdrán tus pertenencias por numerosas que las poseas, han de ser  divididas, dispersadas, perdidas.

Eras nada, aunque fuiste.

¿Y eso quién lo dice?

Las Escrituras.

¡No serán las mías!

¿Y si lo fueran?

Los dioses aborrecen a todos los humanos: les recuerdan, aun inofensivos en la más hiriente desnudez y precariedad dando tumbos por la tierra muerta y condenados a la caducidad, lo que eran ellos mismos: barro o piedra.

La casa del padre está vacía, abiertas las ventanas, ventiladas las vidas que allí se cobijaban.

En sus salas desiertas el aire sopla a sus anchas y el sol, a veces radiante y otras mortecino, muere sobre las paredes y los suelos.

No esperes oír los pasos de sus lejanos habitantes ni la voz de los recuerdos.

El pasado está muerto, y esa casa tan grande y vacía es su magnífica mortaja.

Puebla (de imaginaciones) las cuevas de su abulia.

Charlie, maldito, no bastan las copas, el aturdimiento nocturno, la vida te mata.

¿Cuántas mujeres cincuentonas solitarias y sepultadas por la angustia encuentran la muerte al amanecer con la botella de vodka media vacía debajo de la almohada? Tampoco les bastaban los trabajos mezquinos, la televisión del fin de semana, la merienda de los sábados en el salón de té ni pasear al perro al atardecer ni la compra masiva e inútil en los comercios de Colón ni la masturbación rabiosa a medianoche ni esperar la destrucción total y absoluta del mundo mirando a través de la ventana mientras en el transistor unos tipos sin identificar se vociferan unos a otros (para eso les pagan los anunciantes que patrocinan el espectáculo) como si les fuera en ello la vida: en realidad, el desempeñar su antipático papel de energúmenos chillones radiofónicos les proporciona un pequeño sobresueldo, el cafelito de media tarde y el cruasán industrial.

Boceto tiene un plan.

Lo tangible le anima a ser bestia acechante. Esa criatura es su víctima: le ha llenado el bajo vientre de veneno: Rimbaud, Lautréamont, Nerval, la lujuria sangrienta de Gilles de Rais, la modernidad literaria seudopornográfica (¿qué hace uno cuando ha metido el dedo en culo ajeno?, ¿se lo chupa?), la lección del maestro… ¿Charlie, tú sabes quien era Henry James, escritor elegante y concienzudo?

No viene al caso. Pasa página.

Al cabo de unos días Hanna le devuelve Plataforma sin denotar expresión alguna, neutra, indiferente, demasiado sabia y cauta para su edad:

Ya la he leído, dice, como si le devolviera un recetario de postres prestado la semana anterior.

Ni un solo comentario: son muy listas las nínfulas sabias.

No está mal… para ser una novela escrita por un tipo que tiene aspecto de enajenado y mirada estupefaciente, dice él, sin entrar en detalles.

La jovencita sonríe en silencio, ahora, en 2005.

2007: 17 años: espera y verás.

Pero que no descubra tus garras afiladas: no te desvistas todavía del camisón de la abuela, endulza la voz de lobo hambriento, apaga el fuego de tus ojos, esconde los velludos brazos bajo el embozo de las sábanas, oculta esos caninos desgarradores que han de profanar su carne tan tierna.

Eres el hombre de las mil caras. Puedes ser artista, pensador, escritor atormentado, varón escéptico, desdeñoso, seductor…

Puedes tapar tu lomo peludo bajo la manta plural de un sutil encandilamiento cultural que atrape a Caperucita.

Cambio de tercio:

No logo, Chomsky, Susan George, las novelas de Angela Carter… ¿Ginsberg y Kerouac aún pueden funcionar? Kennedy Toole…

Quien no ha de fallar es Sylvia Plath. Esa marca es una garantía absoluta, como las hojillas de afeitar o los cereales del desayuno.

(El bruto de Burroughs se nos quedó un tanto apolillado: salvaba, no obstante, Ciudades de la noche roja.)

¿Burroughs? ¿Ése no es el que escondía las papelinas de heroína en el albornoz?

Por entonces, también los inexplicables sonetos de William Shakespeare y los difíciles cuartetos de Beethoven se habían transformado en reconocidas golosinas culturales. ¡Qué tiempos aquellos tan antiguos, los ochenta!

Esas píldoras, u otras de la misma materia (que los sueños) suelen funcionar en todas las épocas en el alma de plastinina de las adolescentes que creen, pobres, que se las saben todas:

En los ochenta, unos leían a Pynchon (y los más avanzados a Brautigan) y un millón de páginas de la contracultura y otros hacían hervir la sangre que a duras penas fluía por sus venas con la danza macabra del Palidán, Nolotil o Sosegan.

(Uno: Yo chupeteaba las pastillas Perduretas como si fuesen conguitos.)

Vive aprisa, sé en el instante y no desdeñes el placer que se te ofrece.

(Otro: En mi vida no hay sitio para el futuro, una nebulosa imposible de asir. Así que respeta mi decisión y no te partiré las piernas. No me hables del futuro, porque no existe tal lugar. Siempre te morirás antes de que le eches el guante. Es tan inexistente para mí como el día después de mi muerte.)

Él, El Sabelotodo, la apartará de la química de la drogas. 2005: basta lo virtual, antes pasarás por encima de mi cadáver que te corrompan evanescentes porquerías (¿y que tal el alcohol?):

He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos…

Pórtate bien y te llevaré a ver El hombre del cráneo rasurado (4).

(1975: Xerea, fila doce, pasillo derecho. Laborables: 40 pesetas la butaca. Qué época en forma de… ¡barbas!)

Todo lo que sé de Wajda lo sé por los subtítulos: las imágenes solas no me eran suficientes y la música me abstraía de tal modo que cerraba los ojos.

Las naderías, asimismo, sobre todo ellas, son bastante engatusadoras para el pasmo enternecedor de los jovencitos de lectura perezosa:

William S. Burroughs, mentado líneas arriba, solía meter en la maleta junto a una Biblia de bolsillo y los gramos de heroína camuflados entre unos calcetines sucios un revólver Webley del 45 con su correspondiente caja de munición.

¿Y eso?

Una constatación interesante. La verdad de la vida, que no se nos pase por alto, se halla en los pequeños detalles. Que un tipo meta en la maleta antes de emprender el viaje un par de calzoncillos, dos camisas, unos vaqueros, una novela de monsieur Houellebecq y un frasco de jarabe para la tos carece del mínimo interés… Pero… ¡un revólver…!

Pórtate bien y te llevaré a ver Cita en Bray (4).

(1975: Xerea, fila doce, pasillo derecho. Festivos: 60 pesetas la butaca.)

Treinta años más tarde un victimario nace de la chistera incomprensible de Dios, asoma la cabecita hechicera, engaña con su sonrisa de payaso entretenido:

He ahí el cordero de Dios que quita los pecados del mundo… ¡y no va a quitar los tuyos!

Hanna: única función en tu honor.

Sólo podrás seducirla si le quitas de las manos el móvil, la destierras a un lugar bien lejano de la panda digital de sus amigas y amigos. A la par que le quitas las bragas tendrás que despojarla, al menos temporalmente, de la morralla que lleva a cuestas como una pestilente y pegajosa joroba, librarla de la sucia cochambre de avispones que la rodean pegados a ella todo el día.

¿Qué quieres ser de mayor?

Escritora o artista, dijo. No se me ocurre otra cosa, confesó algo dubitativa. De pena, pensó el profesor cariacontecido.

¿Y qué tal trapecista de circo? ¿Limpiadora de arbellones? ¿Deshollinadora? ¿Vendedora a domicilio de artículos para la limpieza?

Todos, incluso los de tu preferencia, peligrosos oficios que puede conducirte a la muerte súbita, a la ruina o, más tarde o más temprano, al ostracismo suicida.

Soy tu victimario: pórtate bien y te llevaré a ver Woodstock (2).

(1975: Aula 7, fila catorce, pasillo central. Festivos: 80 pesetas la butaca.)

No apresures el disparo. Apunta mejor. ¿No estarás equivocando la naturaleza de la pieza a batir?

Mira que si esta niñata se ríe del psicópata Gilles de Rais, del infantilismo y los complejos de Lautréamont, de las monerías perversas y el culo al aire de Rimbaud, del desahucio alcohólico de Nerval, del sórdido ludismo de El Bosco, de la pornografía pajillera del marqués de Sade… ¡Hasta puede que le entren las risas tontas al leer las sesiones camastronas, diurnas o nocturnas, de Michel y Valérie trajinando por un París que nada tenía que ver con el infinitamente nostálgico y crudo de El último tango en París, que era el que realmente le gustaba a él!

París…: le quitó de las manos Cien años de soledad. Sin aspavientos, con suavidad

Lo sustituyó por Rayuela: un París lluvioso y jovial.

Y más tarde se la llevó de este mundo con Pedro Páramo (que le pareció solamente un sueño).

¿Qué tal Cambio de piel?

Miraba esas novelas (El amor en los tiempos del cólera) como artefactos antiguos rescatados del desván del abuelo, le gustaban en 2006, 2007: era buena lectora, lejos de las bagatelas.

El desván del abuelo…

Tú has de subir conmigo a ese lugar mágico… o bajar a las entrañas del ficus, tan mágico como aquél.

De tu mano iría al fin del mundo.

A París…

Le prestó, regaló, completamente desarbolado, tan gráfico, a la luz, sin tapujos, El amante. Entonces descubrió que esa mocosa de dieciséis años sabía bastante más de Marguerite Duras de lo que él suponía: poseía una edición de la nouvelle de Les Editions de Minuit de 1988. Leía a la Duras en francés desde los catorce años. En el apartamento de su madre en París escarbaba en los varios centenares de sus libros, elegía al azar en aquella desastrada y heteróclita biblioteca formada enteramente por rústicas ediciones de bolsillo: aparecían y desaparecían como por encanto Mondiano, Duras, Perec, De Clézio, Nothomb…

Ya es tuya esa niñata con minifalda y un libro debajo del brazo como seña de identidad (que lo lee de un tirón: la lección jamesiana del maestro), es tuya aun sin haberla poseído hasta los sesos, hasta el fondo del ojo donde las mentiras se disuelven como sumergidas en el ácido más corrosivo y donde solamente anidan la verdad y el deseo, ya es tuya, la tienes en la red, colgada de tu cintura cabeza abajo, humeante el cañón de la escopeta: la bala de plata le dio de lleno, tranquilamente puedes meterla en el morral. Ya es tuya.

Te han dado cuerda, tu larga lengua suelta todas las mentiras que han escrito, filmado o pintado o esculpido otros. Eres su único informante. ¿Quién más hace falta? La tienes encandilada. Ha de comer en tu mano, respirar obediencia.

Chasquea los dedos. Es una orden.

De acuerdo, ha leído a Marguerite Duras, pero:

¿Tú sabes quién es Francis Bacon, Kieslowski, Javier Marías, Lars von Trier…?

Acude hacia ti como un perrita contenta. Sin hablar, sonriente, qué parca en palabras, sólo te mira con los ojos llenos de ansiedad, de anhelo, de plenitud. Y todavía no la ha tocado, no se ha estremecido su piel de ninfa impoluta a la caricia de tus manos, no ha palpitado entre tus brazos con los ojos cerrados y el suspiro acelerado.

Pórtate bien y te dejaré montar en la barra de mi bicicleta azul, de un cromado tan brillante al sol que todo lo ilumina de plata en esta mañana transparente y perfumada de verano, tan de jazmines. Vámonos tú y yo al fin del mundo.

Me gusta esa camiseta de 20 euros que se ciñe a tu torso incitante, que marca tus pequeños senos, que deja ver tu cintura, me gusta la calidez que exhala su color amarillo tan oriental, el perfume con que tu piel la sazona…

Qué poco sabe ella en 2005…, y él, que lo sabe entonces y ahora, se deja sobar la conciencia por el Charlie malasombra de turno:

El precio de esa camiseta, 2.000 takas, es el salario de un mes de una chica de tu misma edad que se llama Laboni Rahman y sobrevivía en Dacca con menos de un dólar al día. Hilvanaba 110 prendas –entre ellas tu camiseta- a la hora en un local de la sexta planta de un edificio donde trabajaban cerca de 4.000 operarios textiles cosiendo, pedaleando, embalando, etiquetando: visten bajo el nombre de conocidas marcas de ropa a los afortunados habitantes del Primer Mundo que gustan de lucir el palmito cada dos por tres y aborrecen un vestuario puesto dos veces. Encerrados 12 horas diarias soportaban temperaturas de más de treinta grados. Una mañana del futuro (¿no querías negar el futuro, desdeñar su existencia?, pues ahí lo tienes, aunque considerando los antecedentes tan explícitos era más que previsible adivinarlo), el edificio, construido con materiales de derribo, se vino abajo y hubo más de 1.100 muertos. Entre ellos, Laboni.

Pórtate bien y te llevaré a ver Bailando en la oscuridad.

¿Qué tal te portas tú?

De miedo. Desplomado en el suelo como un muñeco de trapo bajo la luz rosa y azul de los neones nocturnos. Borracho. Ni siquiera Charlie ríe mis chistes. Caído entre dos coches con los pantalones meados esperando que alguien me barra y me arroje al contenedor de la basura o me aplaste con un pie como a una cucaracha.

Pórtate bien y te llevaré a ver una de Stan Brakhage o una sesión doble  con un par de films de Cassavetes y Ron Rice o Suárez.

¿Y todo eso no bastó para salvarte?

A duras penas.

¿Usted no es un novelista, verdad?

No, no lo soy. Cuento poco. No soy un narrador. Construyo idas, venidas, encadenamientos… Como una película a la que le bastara su plástica. Tú acciona la cámara: deja que el mundo se ponga delante de su ojo escrutador, pasivo, inapelable, a sus anchas y a sus locas.

Pórtate bien y te llevaré a ver Elephant.

Ando de traficante de sueños. Un industrial de humos soy yo. Después de mí sale la basura reciclada, lista para ser engullida de nuevo.

No esperes de mí ninguna culpa: soy inofensivo a pesar de las palabras que robo a diestro y siniestro: nunca supo nadie que alguna de ella matase: el arte y la poesía no sirven para nada… en este mundo al menos. Dejo en paz los caudales de tu provecho y felicidad: es el despertar y su aliento podrido quien te arrebata de los sueños buenos o malos.

Qué joven, tan maleable…

Vosotros los jóvenes no tenéis la menor idea de lo que eran aquellos años…

¿Los tuyos? No nos hagas reír, prisionero de Zenda.

Por entonces él ya lo tenía todo hecho: eran JD. y Fiodorov los que trataban de componer el puzzle entre libros de bolsillo, carreras delante de los grises y los coloquios cinéfilos en los cineclubs repletos de barbudos con trenka y torvo mirar: él andaba ensimismado con La bola de Cristal, a salvo de todo.

Bueno, aquel tiempo… ¡qué mar de grisuras!… lustro arriba, lustro abajo. No sabéis los jóvenes, no sabéis… Todo por hacer… con las manos vacías: ¡jovenzuelos de mierda!

Y vosotros los cuarentones tenéis una idea muy somera de lo que sucede realmente ahora. Y esa idea se acuesta frívolamente con cualquier situación y cualquier amante, depende del número de whiskys trasegados la noche anterior.

Pórtate bien y te llevaré al Artis a ver El espíritu de la colmena, un film que te llena el alma de pena mucho más que el de James Whale, de una desesperación triste, resignada, ajena a todo tipo de violencia.

30 años más tarde: pórtate bien y te llevaré a ver La mala educación a un multicine de las afueras, donde nadie pueda reconocernos, medio oculto el rostro por el gigantesco recipiente de las palomitas.

¡Quelle différence!

Nadie conoce lo que pasará en el futuro, no existe el futuro… pero convendría precaverse de él, de sus seguras acechanzas.

(Te contradices. Retira lo dicho.

Lo hago.)

Pórtate bien y te llevaré a ver Providence.

Hanna, hace treinta años justos existía un tipo que hacía películas a modo de poemas visuales llamado Alan Resnais. Puede que todavía las haga. ¿Tú sabes quién es?

¿Quién? ¿Yo?

Aunque ahora las haría sin diálogo, y la cámara quieta, solemne.

Pequeñas venganzas contra un público tan voltario como amante de la anécdota.

La más gloriosa (venganza) que ponemos en conocimiento del público cinéfilo en general:

La actriz Gloria Graham, la Maravillosa, despechada por la traición de Nicholas Ray, que al final se divorció de ella para casarse con la Crawford, tardaría unos años en vengarse pero al final lo hizo: sin soltar la botella de bourbon de la mano, ya cuarentona, sedujo y se casó con el hijo de Ray, fruto del primer matrimonio del director tuerto, y convirtió mediante esta jugada maestra en suegro a aquel que fue su marido.

Pórtate bien y…

Hanna escucha con atención las lecciones de El Maestro, la tiene embelesada:

Mejor no se puede portar esta súbdita del Imperio, aunque al otro lado del océano (lejos de Nueva York o Karson City), al igual que miles de millones de jóvenes de los cinco continentes que disparan por la boca su rebelión y, en el fondo (muy poco en el fondo), pagan sin ellos saberlo su estilo de vida con billetes pronto convertidos en dólares nuevecitos: del mundo traidor comen sus hamburguesas, llevan sus vaqueros, consumen sus cereales y refrescos y se quedan ciegos ante unas pantallas inevitablemente pobladas de sus películas, sus videojuegos y sus series.

A Hanna la conocí en un burger, allí donde hasta la cerveza es pésima, escribió… pero era mentira: apareció a la puerta de su casa en minishorts como irrumpe el sueño, al menos de un sueño de brumas y resaca de los suyos.

Hanna, Mcdonald’s y yo.

Buen título para una película.

Estoy preparado para la vida moderna. Se me puede ver en mil sitios, un zascandil de la docencia, la cultura y la copa, pero lo que no verán jamás es la pastilla debajo de la lengua que evita que mi tensión, harta de mí, se suba por las paredes y me deje hecho unos zorros.

Queremos el especial, el de dos pisos… y media docena de nudgets, y la ración de patatas fritas y los refrescos en vasos de tamaño grande.

(Debería haber salido del burger con la corona de papel ceñida a la cabeza, con la boca torcida y en posición horizontal, directo al cardiólogo de turno en urgencias. En lugar de ello, se hicieron un selfie como testimonio inolvidable del festín: ella, ahíta de carne roja anfetamínica, sudorosa, con los ojos brillantes, dispuesta para la lucha de almohadas de después, sostenía un globo azul; él dibujaba en su rostro una sonrisa viciosa y la sucia mirada del estuprador, más lírica que racional, el rey en su tesoro.)

¿Qué ha pasado conmigo?

Yo era un tipo bien soldado de los pies a la cabeza por el mejor sacador de fuego sentado ante su tablix: el cerebro, el corazón y los cojones perfectamente unidos en una soldadura de plata y oro.

Ha pasado que quieres cobrarte en contrapartida por los reveses  sufridos de los últimos años la pieza más codiciada que corretea por el bosque, una inocente gacela culpable por su atractivo irremediable, por la gracia de sus movimientos, por la insolencia de su cuerpo joven al que hay que corromper con todas las de la ley (del diablo).

Hanna, estamos en una película, y me temo que no la ha escrito la ínclita guionista Paula Coloma: la televisión en estos tiempos inclusivos, sea cual fuera la cadena, no tolera incorrecciones… políticas ni de ningún otro tipo: deja en paz al televidente. No vaya a atragantarse con la hamburguesa y sus babosas sesiones. El Mal, en su infinita sabiduría, me ha puesto a Hanna en bandeja.

El Proyeccionista ha echado a rodar el primer rollo (aún nos deslizamos como niños en el celuloide)… Nos rebelamos. No queremos prestarnos al infantil juego de la seducción, de los reflejos especulares que engañan a tantos adolescentes:

Ahora, en lugar de comer una hamburguesa, te como el coño, limpio, algo húmedo…

Cómo anticipar el mal… no preverlo o guardarse de él, sólo una intuición, un fogonazo de su sol que se precipita hacia atrás, se estrella con su propia luz del presente, un vistazo fulgurante, visto y no visto, a través de una rendija que se abre a la maldad y la estupidez venideras: bah, es lo de siempre, cambian las vestiduras que las Laboni Rahma de Dacca, que ni maldita falta les hace saber de estética intercambiable, cosen días tras día sudando a chorros: conforman disfraces en absoluto silencio, sin ninguna queja, sin un gemido, tejen la piel del cordero que esconde los lomos grasientos o esqueléticos del lobo occidental.

La llevé al teatro, pues ya hemos escalado hasta 2007 (?).

El local era un piso de la cuarta planta en un edificio de los altivos años treinta de la avenida del Oeste, cerca del Mercado Central.

El ascensor no funcionaba. Subimos sin esfuerzo los nueve tramos de escalera.

Llamé al timbre.

Al cabo de un rato, nos abrió la puerta una mujer de edad mediana, de rasgos vulgares, sin maquillar, vestida con una blusa azul de mangas abullonadas y una falda gris de tubo.

No sonrió al recibirnos. 

Nos franqueó la entrada y cerró la puerta a nuestras espaldas. Nos dejaba solos, a nuestras anchas.

Pueden empezar, dijo.

Quizá se precisara addenda:

¿Cómo se llama usted?

Marina.

La gobernanta.

Un nombre falso.

¿Acostumbra a desaparecer como las sirenas? Sólo se les puede ver una vez en la vida.

Esto, señor, es una tragicomedia. Interpreten sus papeles como buenamente puedan. Resígnesen:  el telón bajará y todo habrá terminado. No lo dude.

Y desapareció sin darnos tiempo a reaccionar, deslizándose como un fantasma por el pasillo curvo frente a nosotros. Advertí muchas puertas cerradas a cada lado.

(Hasta aquí he hablado de un príncipe. Ahora hablaré de un monstruo: Suetonio.)

Ya anochecía, y la claridad era escasa. Pronto nos envolvería la oscuridad.

Intenté encender una luz, pero no hallaba ningún interruptor en las paredes ni en ningún otro lado.

Adiviné que nosotros éramos los únicos actores.

Había, pues,  actores y escenario.

¿El público? Ni está ni se le espera.

¿El objetivo?

Tenemos que encontrar a esa mujer, pensé tontamente, pero iba a ser una tarea imposible. Se había esfumado. Sería una sombra más de las que componen lo oscuro que nos rodeaba. Ahora dudaba incluso de su existencia, que parlante hubiera sido.

Estábamos solos los dos, pero yo estaba más solo que ella y no podía permitir que ella lo descubriera.

Ése era el objetivo de la función.

Lo malo de la ficción es que, a diferencia de la realidad, tiene que tener sentido.

(Esto lo esclareció Twain como quien te invita a un cigarrillo.)

Podemos empezar, dije en voz alta. Ya era noche completa.

Tanteaba las paredes.

(No había paredes.)

Una puerta se abrió. Es aquí, dije (?).

Desnudos yacemos sobre las sábanas de la ancha cama, frente a una ventana antes amarilla; ahora, negra . No se veía nada.

Es una Caperucita… Si la toco, la borro de la página, la desordeno en letras, me como el mito:

Apresaré cada centímetro de tu piel al alba, esa luz tan suave y maligna te acariciará con mis manos, todo terciopelo.

La había desvestido porque ella se dejaba hacer. La llevó a la cama con una lentitud pasmosa, sin dejar de mirar a la presa.

Ella empezó a aferrarse a él, como si él fuese un árbol del verano cálido y protector.

¿A qué huele esta ninfa tan dulce y sumisa, silenciada, atenta a su cuerpo transparente como una lágrima, este ser aún reciente en las pasiones que no puede recordar la primera de las heridas, la más terrible?

Sólo quiere que la adoren… más que la quieran a secas, como la mayoría de las adolescentes en sus primeras noches de amor, se sienten únicas, ¿qué sería el mundo sin ellas?, se preguntan.

Tú palpas la herida de ahora que tapa la otra herida, sabio estuprador, mudo senequista epicúreo más que estoico: sé feliz.

¿A qué sabe en la oscuridad, tan palpable, tan invisible, tan evidente ella?

Tiene su olor, como una planta lo tiene tan distinto a las otras plantas. Tiene un olor y sabor a agua y sal su piel, pero también otro olor, el de ella, tibio, sano, magnífico… sí, único.

Si la toco, la borro.

Pierde la cordura, sólo así hallarás el placer.

De senecio:

Resígnate como aquel Séneca que escribía sobre una mesa de plata y se bañaba en agua de oro, que había amaestrado sus placeres de tal forma que su apariencia y modales no revelaban sino beatitud, sabiduría, aquel disfraz del estoicismo que oculta con la noble toga la tosca panza, que intenta salvar el pellejo con un postrer gesto de renunciamiento: intenta comprar con su inmensa fortuna lo que queda del día a su poderoso verdugo: lo pierde, no obstante, y no salva la vida, y muere pobre, demasiado despacio… pero como un hombre, como un filósofo.

El día de un perro es un día interminable. La vida de un perro es un día. No existe el ayer ni el mañana. Bosteza el perro ante tanta eternidad. Es feliz el perro con su día a cuestas, su sueño al sol blanco, en la tarde amarilla, en la noche azul. La felicidad del perro es su urgencia por solventar cuanto antes el hambre. Luego, la paz del cuerpo satisfecho, a ratitos una indolente curiosidad, aunque no tarda en sentir una absoluta indiferencia.

Séneca: la vida, si sabes emplearla, es larga… como el bostezo diario y aburrido del perro.

Mira donde te han llevado tus malas artes: bajo tu cuerpo ya poco grácil se retuerce de inconsciencia y gozo la ninfa, te araña la espalda, te moja con el sudor de su lascivia inmoderada, te muerde la lengua mientras sus piernas de seda se enroscan a tu espalda como si quisiera engullirte entero por la funesta herida.

Séneca, eres un perro. Como aquel Diógenes, que aún si pudiera se cambiara por un cerdo.

Del oleothesium y el sudadero, del aroma de la madera de cedro rociada con ámbar quemándose en la estufa, a la pocilga, al cabañal de los humanos, al insufrible hedor de su compañía.

Así, siempre, todo el día que suman tus años. Vaciados la vejiga, los intestinos, el baño diario, los aceites y los perfumes, bien vapuleada la vieja carne por el brioso masaje de los siervos sobre la mesa de ciprés cubierta con un lienzo de suave textura: dispuesto al fastidio de tus semejantes, hastiado del poco placer que ya son capaces de prodigar a ese cuerpo tuyo perfectamente rasurado por los epilatores, vestido por las manos expertas de la bella adolescente, la parsimoniosa vestiplicae.

Soy el señor de Roma: he comprado esta esclava con la vasta moneda de la sabiduría: mirad de qué modo idolatra mi lengua.

Es una perra. Mi perra. Un cachorro agradecido al que hay que prodigar severos entrenamientos, no se me vaya a descarriar.

De la brevedad de la vida: tienes 100 años y 100 libros (¿para qué más?). Qué hastío el del perro saciado, satisfecha la lujuria del lobo, apagada toda curiosida… Que el sueño aleje todo el tedio: ahora déjame en mi día eterno.

¿Quién quiere despertar después de muerto?

Charlie, ni tú ni yo podemos creernos que el motto de una vida sea el puñetazo en los sesos que te propina la copa en la mano, el billete manoseado, el coche último modelo a la puerta, el sexo consentido con una adolescente que aún anda chupándose el dedo y a la que a ti se te ha antojado seducir con una docena de libros y cuatro citas. Por muy necesarias que sean esas cosas para mí, sólo son, créeme, las cosas del mundo, lo que va a sobrevivirme, lo residual: lo que a mí me aterra y me obliga a no matarme es el miedo a que el yo que represento de manera tan precaria acabe heredándolo otra alma cándida aún por venir a este mundo. ¿Te lo imaginas, Charlie? Mi yo traspapelado, rodando por ahí tan campante en el siglo XXII investido de informático bilioso, politicastro mentiroso o de vivero para trasplantes de ricos, de mucho más ricos que yo. Una pesadilla de la peor especie.

En fin, de algunos muertos ya en sus tumbas, como suele decirse en roman paladino: amigo, que encuentres tanta paz allá donde estés como descanso dejas aquí.

Al cabo, el único asidero real que tiene un hombre en su travesía a la nada es una mujer cuyo sexo la prolongue y el lenguaje que use con arte o no al hablarle. A partir de ahí te inventas un mundo a tu medida, conforme tus intereses y conveniencias y si no eres cobarde lo haces bien grande para que quepa todo.

Qué brevedad, la vida, dice Séneca.

No dejes que tu afán por acaparar dineros, cosas, incluso seres humanos, sea superior a tus fuerzas, dice con la mirada amarilla del que ya posee millones de sestercios.

Se hizo sabio y redicho para disimular, y hasta poeta y trágico, mientras las monedas reventaban las faltriqueras.

¿Por qué rebulle esa ninfa debajo de tu cuerpo somnolienta y melosa como una gata saciada?

Se ha vendido a una voluptuosidad que es humo ante los desafíos de la nueva época: todo es pronto y evanescente como viejo en un abrir y cerrar de ojos, como follar sin perversidad, pura fisiología, un entretenimiento mientras miras de soslayo la tableta, sólo una sacudida, la muerte chiquita.

Suena su teléfono móvil tirado sobre la esponjosa moqueta, junto a la cama.

Estréllaselo en la cabeza.

Oblígala a que se masturbe con él mientras lo tiene en on, que al otro lado de las ondas, hombre o mujer, joven o viejo, descifren si pueden roces y gemidos.

Soy un poeta. Me perteneces. Puedo hacerte y deshacerte con mera palabrería, una ropavejería de adorno, una quincallería esplendente que a nada compromete a despecho de su brillo por su manifiesta falsedad: bla, bla, bla.

También hay dinero contante y sonante, una gracia de los dioses de suma importancia, sin necesidad de ser poeta ni de andar (¡iluso Cervantes!) tras duques, condes y reyes a los que adular en dedicatorias infamantes vistiéndolos de adjetivos cuando son gentes cuyas galas que les cubren únicamente ocultan la mierda que los nutre y su desdén por la poesía:

¿Qué clase de poeta es usted?

Sin duda, dramático. Sé lo que me digo. (A veces, hermético.)

Acudamos a Voltaire, quien nos proporciona una información sobresaliente, una clase de dictum que se instauró siglos atrás en el mundillo cortesano de las letras francesas como antecedente del que guiarse para beneficiar desde el poderoso trono de Luis XIV a tanto desarrapado y peor aconsejado de la literatura:

Corneille, poeta dramático: 2.000 libras de renta

Molière, poeta cómico: 1.000 libras de renta

Racine, poeta a secas: 800 libras de renta.

Pobre don Miguel de Cervantes y Saavedra, humillando la testa ante un cualquiera de Béjar o de Lemos solemnes, lustrosos e idiotas, y él hidrópico, con la pluma en la mano, casi miserable, despreciado y solo, un eterno exilado siempre entre torpezas por sabio, por ingenuo, uno de esos que tropiezan con las puertas. Mejor esté su vida de desgracias y amarguras sinfín callada que referida: ocultos sus huesos en un hoyo de un Madrid casposo.

Después del amor de toda la noche y todo el día siguiente (el alba fue acariciante, se lo había propuesto él a sí mismo desde un comienzo: esa luz la reveló enteramente, la despojó de identidad: cuerpo sin nombre ni rostro al que pulsar las seguras astucias  que esconde en su inocencia, liberar su desenfreno de bruja a punto del goce extremo)  la llevó a cenar.

Pero, antes ¿cómo salir del laberinto de esta casa?

Ambos estaban cansados del cuerpo del amante, como fundidos el uno al otro y luchando por desasirse.

Cada uno de ellos huele al otro (el olor de ella, joven y ratonil). Se han embriagado recíprocamente

Otra vez era la noche. Tanteaban las paredes, reprimiendo las risas, como si acabaran de cometer una travesura.

La sirena no apareció (jamás dos veces en una vida), pero ambos conocían la salida de aquella sombra negra, densa y táctil, ahora tan llena del olor de ellos que se había adueñado de todos los espacios de la casa tomada por el amor.

Alcanzan la calle festiva y luminosa, de sábado, llena de luces nocturnas y de alegría demasiado evidente, juvenil en exceso.

Una cena Mercury, muy apropiada a ciertas edades, salvo el vodka que borraremos con una simple goma Milan: no obstante se permitieron el champán: una copa de flauta (canónicamente indebida), ella; él, vertido en copa ancha (protocolariamente), todo el resto de la botella, como el que después del espejismo, sabida ya su mentira, sacia la sed al llegar al oasis.

Entran en un pequeño restaurante de la Plaza del Tossal, bulliciosa y llena de jóvenes pululando de una esquina a otra en esa hora mágica: todo puede suceder, por eso se han echado a la calle limpios y dispuestos: el mundo es mío, y es sólo una noche.

Se lo cuenta a ella al tomar asiento, después de haber estado junto a la barra del bar (coca-cola, ella; un whisky, él) quince minutos de espera, sabiendo ya que el embrujo es para siempre (qué no podrá la cultura): dos, tres, cuatro años… y después el diluvio, qué más da.

La última cena Mercury: sopa de verduras, costillas de cerdo con salsa barbacoa y pastel de manzana, todo ello regado con champán francés y vodka helado.

Fred Mercury, al contrario que sus amigos invitados al postrer banquete en su casa, no probó bocado en toda la noche. Se limitaba a observarlos con una débil sonrisa.

Murió al día siguiente.

Ella (2007):

¿Quién es Fred Mercury?

El señor romano sobrepasa la edad de su esclava en 30 años, una eternidad.

Él: No me dejaré abatir tan fácilmente por esta cría ignorante y la insolencia de su edad:

Un gran tipo. Inventó la cena Mercury. ¿Te parece poco?

Pero, además de eso, ¿quién era ese tal Mercury?

Quien concibió en una noche afortunada la cena Mercury, que fue su genial y única aportación al vasto y múltiple mundo gastronómico…

Pero…

Tú y yo, nena, acabaremos por lograr que el mundo entero acabe hablando esperanto.

Pero la invención de una cena, la variedad y disposición de sus ingredientes, que no digo yo, Dios me libre, que sea una tarea sencilla, no basta para alcanzar la inmortalidad.

Que te crees tú eso. La gastronomía es cosa importante en cualquiera de las épocas de que se trate, hasta de las más antiguas. A través de las costumbres alimentarias, e incluso en su último estadio, el de las heces, puede obtenerse una buena cantidad de información acerca de sus pobladores si eres capaz de meter las narices en ellas.

El cuento de la buena pipa.

Ah, Hanna, mi perrita Pavlova.

Ninguno de los grandes filósofos que lees, Boceto, te instruirá en el misterio de la muerte, pero todos te enseñarán a morir.

Boceto vuelve a la carga: en el restaurante, ningún comensal parece tener más de veinte años. Y él allí, con su hija, pues eso es lo que pensarían gran parte de los comensales, ni siquiera una alumna, con la que se ha hartado de follar hace menos de una hora. Se siente en desventaja: ha descubierto más de una vez cómo la mirada brillante de Hanna se detiene en los potrillos de cintura estrecha y melena suelta sin una cana que entran y salen por la puerta de cristal esmerilado de color ámbar.

Yo soy un hombre acabado, Hanna, aunque no tanto como aquél de Papini, un muerto en vida a los treinta años. Casi como el vagabundo Hamsun de Hambre correteando por Cristianía con el estómago vacío, mendigando un öre para comprar un lápiz.

¿Papini? ¿Quién es Papini? ¿Otro cocinero?

Vivió toda su vida solitario y selvático.

Así, de la mano de Ariosto, comienza Papini el relato de sus desventuras, aquel Papini  que no había sido niño jamás.

Qué triste.

Fue un hombre acabado, de esa manera lo confiesa él mismo, mi querida Hanna, porque quiso empezar demasiadas cosas, y que terminó por no ser nada porque quiso serlo todo: escribidor.

Los jóvenes… No los desprecio y no los odio, escribe Papini a los treinta años… ¡Qué no tendría que escribir él cerca ya de los cincuenta malditos…!

Más adelante, Papini se curó, se rehabilitó: Si muero yo muere el mundo, todo muere. Me niego a hacerlo, entonces.

Y resucitó, y no dejó de escribir. No dejó de hacerlo hasta que se quedó ciego y paralítico, inmóvil e inútil como una piedra.

Me permito, ninfa descreída, descubrirte una cita de nuestro hombre acabado Giovani Papini.

El día 7 de febrero de 1948, escribe en su diario:

El que diga que conoce a las mujeres es un charlatán o un idiota. Yo vivo más de cuarenta años con una mujer y cada día descubro algo nuevo en ella… y en mí.

Hanna sigue lanzando miradas furtivas a la puerta. Ella no sabe lo que espera, pero sabe que espera… ¿lo mejor, acaso?

Ahora lo mejor es él. Debería serlo.

Laura: ¿Qué has hecho con mi hija?

Él: Una educación sentimental.

Más sencillo que eso para mitigar los recelos, menores sin duda,  de una madre que también anda con sus pecados a lo suyo: él, Boceto, tuvo una noche alcohólica y sabe el diablo donde acabó, y ella, Hanna, ha pasado dos días en casa de una amiga del instituto: preparaban un comentario de texto: La función de la  metáfora en Mortal y rosa, de Francisco Umbral.

¿Qué amiga? ¿Dónde vive? ¿Quién es ese Umbral? Dame su número de teléfono (¿el de Umbral, el de su amiga?)

Hanna saca el móvil del bolsillo y se lo lee impávida (ya andaban de cómplices desde los quince años una y otra) a su madre que inmediatamente llama con su propio teléfono a la compañera de sesudos asuntos textuales.

La otra confirma la coartada al instante.

Lo que él descubre en el plato de raviolis es la cabeza cortada de un tajo… ¡de Salomé! Pequeños regueros de sangre como vírgulas adornan el plato, una distracción púrpura: ella sigue con el soslayo de los ojos, disimulando una observancia que la llena de esperanza. ¿Quién va a traspasar el umbral de la puerta?

Fred Mercury está muerto. Ni siquiera cenó la víspera del óbito.

Papini, resucitado, desprecia a los vivos, carne de cañón para los dioses: jamás pondría los pies en ese antro juvenil de comistrajos italianos de imitación y vinillos lambruscos sin el necesario voltaje.

Queda él. Mírale a él, adórale, eres su perra, te lo ordenan sus ojos de dueño y señor:

Dentro de ella, penetrándola con espaciadas y violentas sacudidas, querría él que su miembro, duro y liso, largo y lanceado, una grosura a  reventar por la sangre retenida alcance el alma de la doncella, agrietarla como si fuese de cristal, quitarle el misterio de una fragilidad de mujer rota pero siempre renovada. Debajo de él es anónima, sin edad, una oquedad, una rasgadura por la que vislumbrar de una vez por todas de que están hechos los amantes. Se apoya con las manos sobre el colchón sin sacar ni por un momento la verga de ese interior hirviendo. El pelo de ella, largo y liso, de color de la miel, se enreda, se aplasta brillante y húmedo a la piel sudada del rostro. Tiene la ninfa los ojos cerrados, y a veces los entreabre con languidez, se retuerce toda ella, se trenza al cuerpo de él hasta que se sume en el desfallecimiento total.

Es mi perra, se dice él, con la copa en la mano, asqueado de ese lambrusco de color de rosa que es más bebida de adolescentes sabáticos que de un caballero español sin melindres de bolsillo. Andarás a cuatro patas, y yo te la hincaré por detrás como un can enfurecido sin casta, solitario y selvático, advierte con la copa (vacía) en la mano. ¡Qué imaginaciones, pobre soñador!

La calle está desierta, muy de noche, inmersa en la abulia del lunes (¿no era el frenesí del sábado?). A la calle.

El Charlie de turno le ha mandado a casa: Demasiada divagación para el primer día de la semana, jefe. Un lunes terrorífico. Es un Charlie de compromiso, un temporal con los ojos muy atentos al trasiego de los clientes y sus peticiones, al número de whiskys apurados y las cervezas de importación que beben directamente a morro cabizbajos y sentados a una mesa o acodados en la barra. Pero Charlie, al menos éste Charlie de entre todos ellos, tiene la cabeza en otro sitio. No pierde la perspectiva, que diría aquella celiana: No perdamos la perspectiva. Se paga la carrera de periodismo sirviendo las copas nocturnas a tipos como ese Boceto que se cree sus propios embustes, una verdadera mina en cuanto a las propinas exageradas que deja al marcharse a casa a dormir la mona. Los tipos del bourbon o el caro whisky escocés de prestigio suelen ser generosos, sus cogorzas introspectivas, mesuradas, inyectadas a conciencia en las arterias grasientas, son de ademanes tranquilos, de confidencias a media voz, gustosos de la luz tenue que no termina de definirlos ni en la luz ni en la oscuridad. Les tortura regresar a casa con el fardo de su existencia menguante, a ese hogar bendecido por Dios en horas bajas, tropezar de nuevo con la angustia y el miedo, que ellos confunden con la soledad, disimulan el saludo a la santa y a la prole delante del televisor con el volumen excesivamente alto como disimulan el aliento envenenado y el rictus inevitable de desesperación en la boca, escabullen los ojos apagados a pesar del alcohol de las miradas indiscretas que los revele, disfrazan con el pretendido cansancio laboral el mundo de cenizas que llevan a cuestas.

Ser otro, aunque peor. Qué importa. Está cansado de sí mismo, no se despega de un autorreconocimiento que le aflige, por mucho que lo nieguen los espejos proyectando la imagen de un rostro como el de cualquier otro habitante de la desgana gris y anónimo tras la ganancia o la supervivencia, pero que está ahí, debajo de la encarnadura y del rostro, agazapado detrás de los ojos siempre mentirosos, y él se ve implacablemente: la porquería visceral de Dorian Gray.

Bajo el no demasiado peso de su microbiota sobre sí, dos kilos de microorganismos, 39 billones de bacterias de entre 500 y 1.000 clases: te cambio unas heces de mis intestinos por otras del tuyo. ¿Hace?

Venga.

(Se mejoraron uno a otro, un trasplante como otro cualquiera, nada de remilgos, hasta ahí podíamos llegar.)

¿Qué te anima a seguir día a día en tu camino de perfección… a la muerte?

Alguna combinación diabólica tan invisible como la que sustancia la comida basura tan apetecible a los bajos instintos (glotonería y gula): una invención de laboratorio: el maridaje irremediablemente adictivo entre una porción de azúcar y un puñado de grasas inéditas en la naturaleza; una droga, en definitiva, sólo que terminal cada amanecer: si me paro… me mato, hay que seguir, tengo que seguir, el objetivo es seguir, voy a seguir: engulle, amigo, engulle, no te pares, tiburón.

Hay que seguir:

Me rodean pobres diablos en modo turista, en Valencia, en Madrid, en Praga, en Sanghai, en Venecia, en Londres, sólo mentecatos tomando fotos como posesos con sus teléfonos móviles.  Él con su sahariana, sus pantalones cortos de safari y su salacot en la cabeza,  bien plantado sobre sus pies en la plaza de san Marcos, pero con su Leica M6: como debe de ser.

Eso me diferencia de ellos, de su mediocridad, ser consciente de su tristeza apabullante, haber descubierto mi poquedad pero también mi diferencia: yo jamás, lo juro por Dios, he visto una sola vez GH, desprecio esos entretenimientos soeces de gente de menudeo, de los que cenan pollo asado en su jugo con la bandeja sobre las rodillas, beben cerveza en vasos de parafina y se limpian los morros con servilletas de papel. Al lado de estos, soy un auténtico marciano, un vizconde del XIX, o un marqués.

El doctor Azul:

No cante victoria, amigo. Toda la mierda es la misma mierda y a todos nos contamina. Su hija tiene el síntoma de Prader-Willi… además de otras porquerías menos sintomáticas que le rondan por la cabeza y que no habrá otro remedio que tratar más adelante, porque aflorar, lo que se dice aflorar, van a aflorar.

Puedo reventarle la cabeza con un bate de béisbol, de esos metálicos tan modernos. Es mi hija. Me pertenece. El golpe le haría entrar en razón. Hay que ser realista. La vida no es ninguna de esas babosidades telefílmicas que suelta A3 en la sobremesa de los domingos. Como suele decirse, el mal hay que atajarlo de raíz. ¿Le reviento la cabeza con un bate, medicucho?

Spanish Psycho.

(No creas nada de lo que te digan, y de lo que veas créete sólo la mitad: aquel tipo tenía debajo de la cama la motosierra con la hoja dentada aún sucia de la sangre de su postrera víctima.)

Es usted culpable de estupro, mala bestia. Tendrá que atenerse a las consecuencias de su censurable conducta. Ha hecho de su cultura un instrumento de crimen, una forma artera y cobarde de aprovecharse de la buena fe de los incautos y otras gentes desprevenidas, seres con mentalidad infantil.

Fue ella quien me engañó con el reclamo de su voz ronca, su tono de falsa delgada. Cogió mi mano como una Beatriz lasciva y me llevó a la cama de sábanas sucias aún revueltas de los últimos pecados: apestaban la habitación de esperma rancio y flujos ajenos. No obstante, se portó muy bien, como una señorita de exquisitos modales. Al día siguiente degustamos una cena Mercury en un restaurante del casco antiguo, y también allí se portó muy bien, de un modo admirable. En correspondencia, la llevé a ver una película de Mizoguchi, El héroe sacrílego, a la filmoteca, único lugar donde es posible visionar todavía los films de ese director japonés tan interesante.

¡Se había portado tan bien!

La bañé, la vestí y la llevé de paseo por el centro de la gran ciudad, allá donde nunca se duerme.

Hanna, qué calentita hembra… ¡Mi estrellita O!

Una pausa para la reflexión.

Boceto se toma a broma la tragedia de su vida. Él sabrá:

¿Afortunado en el amor? Poco lo he sido en estos avatares. La desdicha era pronta. Todas las mujeres con las que he mantenido relaciones íntimas, salvo alguna excepción, han terminado engañándome con sus maridos.

¿Te quejas de tales fruslerías?

No te mereces esa bella muñequita ensimismada: tu Mariquita Pérez, esa muñeca hinchable que el ilustre valenciano Berlanga, cual Blasco, en su etapa más fallera se sacó de la bragueta.

Podías haber nacido bajo el nombre de Johnny Obiang en algún lugar del África tribal, tienes catorce años y estás harto de matar a tus semejantes con un fusil semiautomático en las manos desde los doce años (prefieres dispararles a la barriga antes que a la cabeza, retardas así una agonía que mucho te complace contemplar de cuando en cuando para aliviar la polvorienta y monótona vida que llevas, sólo salpimentada por la rutinaria aunque salvaje violación semanal de una niña sorprendida en su camino diario en busca del agua); también podías haberte llamado Laboni y morir entre cascotes trabajando quince horas seguidas por 30 dólares de salario mensual. Da gracias a los dioses por haber salido del coño de una mujer querida por ellos y no cagar detrás de un baobab con el dedo en el gatillo o arrojado a una fosa común de mujercitas con los huesos triturados y el dedal entre los dientes.

Pórtate bien y te llevaré a ver Dos o tres cosas que yo sé de ella.

¿De qué trata?

De las dificultades por ganarse el pan de una madre de familia en una urbanización a las afueras de la ciudad. En el fondo, es un tratado muy particular de las enfermedades de nuestro tiempo: atomización, aislamiento, pérdida de identidad, desclasamiento. Yo tenía 6 años entonces, pero no me chupaba el dedo, me las veía venir y ya andaba de doctorando para enfrentarme a las futuras ordalías. Esas películas de Jean Luc Godard a las que tan aficionados eran mis dos hermanos (en Cristo) constituían un buen preámbulo para las aventuras posteriores urbanas y residenciales. Hice el curso completo, y no por correspondencia ni a través de la Universidad a distancia. Hice el trabajo de campo de in situ, nada de teorizaciones antes de los diez años, lo abstracto es materia de viejos.

Durante un tiempo me comunicaba a través del anudamiento de cuerdas, se acabó la escritura facilona, me dije a los once años, dueño de un estilo, digamos, algo arcaico, gongorino: con una cuerda podías hacer maravillas sin intermediaciones adjetivales ni de ninguna otra clase, me salieron llagas en los dedos de tanto anudar cuerdas. Había descubierto que el medio era el mensaje, y también mi desprecio ante los convencionalismos y los lugares comunes en el lenguaje.

JD.:

Confucio:

El prudente se complace en las montañas.

Fiodorov:

Lao Tse:

Las palabras verdaderas no son agradables y las agradables no son verdaderas.

La doctrina del varón santo es hacer y no porfiar.

Boceto:

El primer R. Mutt fue una genialidad, el segundo y ss. una hedionda meada que riega la mirada de los esnobs y gentes poco avisadas.

Boceto tardó casi cincuenta años en darse cuenta de la verdadera importancia y utilidad de enseñar con el silencio.

(La sabiduría de no hacer nada: un duro, y quietos: hubiera dictado sus lecciones magistrales sin esfuerzo: no hablar: mirar… tal vez. Sé lo que me digo, escucho lo que obráis.)

Lógicamente, con razón sus alumnos no se lo permitirían: el pago anticipado de las matriculaciones les autoriza a la protesta y la queja en el decanato.

¿Qué clase de burla oriental es ésta? ¿Acaso han entrado ellos en el aula para verle quieto y rígido, y además mudo, como una piedra?

Que abra la boca… aunque diga tonterías.

Profesor, háblenos de Goya.

Y Lucientes.

Y les larga un discurso sobre las forma de las nubes en los celajes de sus cuadros, verdaderos acrósticos de su alma.

Boceto está harto de salir por la ventana. El viaje no sirve para nada, el viaje a ninguna parte.

También Pascal lo supo: no salgas de tu habitación.

Lo tienes todo allí dentro.

Tú y tu pensamiento sois el mejor espectáculo: hubo un principio… ¡quién sabe del final!

Lao Tse: Sin salir por la puerta, sabes lo que es el mundo; sin mirar por la ventana se ven los caminos del cielo. Cuanto más lejos te lleven los pies, menos aprenderás.

Pascal le daba siete vueltas a la llave en la cerradura y permanecía siete días encerrado en su habitación mirando a la pared y garabateando en los papeles: ¿a qué contaminar el mundo con mi angustia y mi impotencia? Otrosí: a saber la clase de detritus que arrojará sobre mis hombros ese mundo rencoroso de los sabios en su retiro.

Escribir era el silencio.

En contrapartida, a él le dejaban en sus manías metafísicas, absolutamente cómplices todos ellos, es decir, el mundo, le dejaban en una paz sepulcral mientras porfiaba en hallar una religión amable.

Tenéis mala gracia, excusadme si os place, se dicen sin mirarse a los ojos recíprocamente.

En una habitación que olía mal, a pestilentes amores corrompidos, siniestra, negra, sólo materia, se consumaron todos los pecados entre él y la ninfa. ¿Sería así por los siglos de los siglos, la niña y el cíclope tuerto, sin cansarse uno del sexo del otro, devorándose en la oscuridad?

(Una noche en un restaurante londinense Vivien Leigh, con la voz suficientemente audible por todos los comensales que les rodeaban, ya convertida definitivamente en la patética Blanche, se dirige a Laurence Oliver que está a punto de introducir en la boca la punta de la pala con una porción de exquisito pescado: Larry, ¿por qué no me follas nunca?

Larry ni se inmutó. Deglutió el trozo pescado, bebió un sorbo del vino y siguió mirando el plato como si nada.

Vivien Leigh, absolutamente desquiciada, se suicidó un tiempo después.)

Una noche, después de la pasión, Hanna y su mentor infatigable (Hanna ha escuchado divertida la trágica anécdota del matrimonio de actores ingleses oscarizados) cenan en un falso restaurante italiano… Etcétera.

Una noche que iba a ser todas las noches, y la alargaron hasta que el miedo y la pena pudo con ellos justo en el mismo fin de ese año 2007 con aroma nocturno de piedra mojada.

Hemos agotado el tiempo concedido: que siga cada cual el camino por donde le llevan sus instintos: Somos bestias rosas, que dijo aquél.

Hanna vuelve a los diecisiete años.

Tal vez mejor, retorna al mundo de los quince años, donde empiezan a llamarte amor, sólo eso, amor.

Boceto se difumina en la realidad: poco menos que nada: hablaba la calavera de Yorik: se reía del mundo de los vivos, a saber lo que pensaría del de los muertos.

¡Qué buena hija hubieras sido mía! También el cariño bastaría con el tiempo, sin otra sensualidad que la complacencia en la visión del otro.

Padre.

Dime, mierdecilla.

Padre, te he querido como Tseng-Tsé, que, según Confucio, El Infalible, El Testigo del Mundo, cuidó con el mayor esmero a su padre Tseng-Si: en sus comidas no dejaba nunca de servirle carne y vino, y antes de retirar de la mesa los manjares solícito preguntaba siempre a su progenitor si quería más, si había que llenarle el plato otra vez.

Tseng-Tsé murió y ocupó su lugar su otro hijo Tse-yuan, quien también proporcionaba a su padre carne y vino en sus comidas, pero… retiraba los alimentos sin preguntar a su padre si deseaba seguir comiendo: esto es lo que se llama alimentar la boca y el cuerpo nada más, al contrario de cómo procedía Tseng-Tsé, que también alimentaba la voluntad y la inteligencia de su padre además del cuerpo.

Es necesario cuidar a nuestro padre como lo hacía Tseng-Tsé.

¿Qué has hecho, desgraciado canalla, infame abusador? ¡Has mancillado la inocencia de esa niña con argucias de descastado!

También ella puso lo suyo, sus diecisiete años, y padre, eras tú quien me guiaba por ese sendero múltiple: fuiste tú quien me enseñaste.

Meng-Tsé: es preciso que los hombres conozcan todos los vicios y todo el mal que anida en las grietas del alma de los seres humanos para evitarlos de una vez por todas.

Kung-Tsé: yo conozco el motivo por el cual no siempre es seguido el camino recto: los ignorantes no lo alcanzan, y los hombres cultos lo sobrepasan.

En fin, padre querido, que tan muerto y ausente estás en estos tiempos del 2007, para que las cosas continúen funcionando con entera justicia y normalidad es natural que en los tiempos venideros, al igual que en los presentes y en los tuyos pasados, el príncipe sea el príncipe, que el criado sea criado, que el padre sea el padre y que el hijo sea el hijo.

¿Pues es que creías que a los años terminados en siete les crecen flores en el culo?

Año cualquiera, de los de andar por casa, y donde amanece y anochece cagando vivos y muertos sin cesar, qué industria afanosa, qué interminable retahíla reproduce la tierra.

Eclesiastés: Nada nuevo bajo el sol (y todo pudrición).

Eclesiastés: Lo tuerto no puede enderezarse y lo falto no puede completarse.

En el 2007 leemos con los labios sellados, como san Ambrosio (dixit san Agustín.)

En tiempos más lejanos, la filosofía antigua, tan comprensible por ser primera y sin retóricas, se leía con acompañamiento musical por poetas y rapsodas, se escuchaba en silencio, sin abrir la boca.

Luego, la vida primitiva, alegre y libre, sin dioses todavía que, al margen de zurrarse la badana entre ellos mismos, hostigaran a los humanos, empezó a embarrarse de extraña palabrería y abusos intelectuales hasta alcanzar lo ininteligible: raro y difícil resulta denominar aquello que se desconoce: ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Quién soy yo? ¿Quién me hizo y por qué? ¿Pero a santo de qué todo este universo que si se expande, que si volverá a contraerse hasta acabar en una bolita del tamaño de una lenteja, que si uno, que si multiverso, que…?

En el 2007 adiestras a la ninfa en las artes del amor desnudo de pudibundeces y melindres mientras las bombas estallan más allá de tu territorio de macho embravecido por el celo de la hembra, mientras que el corifeo de turno reparte prebendas o condena al ostracismo a sus contrarios, mientras las calles de la noche se estremecen bajo la fauna colorista y bien codificada del muestrario del hip-hop gestado años atrás en muros y paredones por santones  como Crash, Daze y Lady Pink y el rapero KRS One (buena gente en inocuos menesteres, pues al fin y al cabo mientras piensan y escriben memeces y chapurrean berridos dejan las navajas en la paz de los roperos), mientras…

En 2007 JD., en la cima de la montaña, se desayuna a lo legionario romano: sobre la mesa de pino donde escribe Las Memorias de la Lombriz (capítulo VII), bebe del vaso de vino oscuro, come media docena de aceitunas y un poco de queso al que acompañan una rebanada del pan recién salido del horno de leña en esa mañana de sol de invierno extrañamente cálida bajo la luz potente: hace años que JD. dejó de preguntarse quien era él y, desde luego, por qué (la vida, como la rosa, es sin por qué).

Y yo seguiré a salvo, padre, sigo queriendo y salvaguardando las obras de la antigüedad, y esa afición me hace ser más inteligente que los demás hombres de mi tiempo, atentos y perdidos en las supercherías tecnológicas de la modernidad que, por temporales, jamás se constituirán en precedentes de lo porvenir.

Seguimos haciendo lo que hacíamos miles de años atrás, sólo que por otros medios menos onerosos. Viviremos más tiempo que nuestros antepasados, pero la luz de las antiguas estrellas también nos sobrevivirá millones de años a nosotros, diminutas pero perceptibles continuarán brillando en el firmamento y el hombre, gente de paso como cualquier otro animal, habrá sido una mera ilusión sobre un planeta mortecino y pronto disuelto en la oscuridad del cosmos. Borrado del mapa celeste, ¿quién ha de saber de este mundo?

Tiene la manía de las grandezas. Incluso anticipa su propio final porque le parece solemne, un acto de suprema importancia, único protagonista él de la escena postrera: no seré eterno siendo, puesto que me diluyo en la nada, en lo corrompible del todo, hasta los huesos y la calavera han de ser polvo, y el paso terminado: pero sucedo en la eternidad.

¿Cómo será dentro de cien años, doscientos…?

La frase genial de Marcel Schwob:

Todavía era hermosa y cálida.

Ésa era la mujer de mil años, siempre renovada. Eterna, aun sin el planeta dando tumbos por el cosmos, ya engullido, reventado y hecho trizas ardientes por una estrella monstruosa, agonizante, roja y gigante.

Yo tomaba un whisky de buena malta y ella mascaba un chicle de fresa y daba pequeños sorbos a un vaso de tubo lleno de coca-cola muy fría, sin mirarme, en silencio: prefería mirar a la gente que se movía por las aceras bajo la lluvia al otro lado del cristal, llevar su atención a lo innombrable: es lo que ocurre cuando te follas a las princesas en su justa edad, tan distintas a servidora, y luego acaece un tiempo muerto, una distracción de lo más íntimo. Éstas hacen del placer un juego; del orgasmo inacabable, un instante (si se me permite el oxímoron, tan poco borgiano), de una conversación literaria un canje de cromos: Ése ya lo tengo, dicen, pero sin el menor desdén, pues la cultura de nuestro tiempo se escribe en letras cada vez más minúsculas, sin perder ellas la perspectiva.

Serias o risueñas, siempre silenciosas, son todas iguales. Y lo entienden todo: Bella del Señor y una nivola (sic) (o dos) de Corín Tellado; se imaginan a sí mismas como la Ada de Navokov y la Emma de Jane Austen o la Rimbaud del señor Umbral. No temen a Virginia Woolf y les inquieta especialmente la Rebeca Sharp de La feria de las vanidades, aunque cuando se sienten desgraciadas y abatidas por su frágil condición (a causa de la regla principalmente, con el tampón en la mano y la mirada cenicienta a ninguna parte) todas suspiran por escribir poemas como los de Emily Dickinson, herméticos, inabarcables, de una condensación mercurial.

Hermosa y cálida, sorbe su agua negra aromatizada y dulzona.

Él vacía las copas de whisky: Charlie, escancia, cobarde.

¿Dickinson? La vida es una alegría antes del zarpazo al cuello de la muerte.

A Dickinson le basta con mirar el aire invisible más allá de la ventana de su habitación donde escondía los papelitos escritos.

Las ninfas, si su agrado fuese, deberían escribir poemas al estilo de Gloria Fuertes, tan profunda sin hermetismo ninguno que enmascare su palabra viva, rapsoda que bebía de la vida y de la bonhomía, pero también se echaba al coleto buenos lingotazos de cuando en cuando de los que tumban de espaldas, le conferían sustancia inédita a los versos disueltos en los grumos alcohólicos del cerebro:

Padre nuestro que estás en la tierra

donde tienes tu gloria y tu infierno

y tu limbo que está en los cafés

donde los pudientes beben su refresco.

La poetisa, de joven, tenía un traje, un cuaderno donde escribía los poemas y mucho miedo a que se le gastara el lápiz.

¿Usted cree en el más allá?, le preguntaron en una ocasión a la dama ya prestigiada. Naturalmente, contestó con su voz de cascajo y la sonrisa del niño, en el más allá en el que yo creo se pasa muy bien, con vino y whisky y amigos.

¿Quieres otro refresco? Le asustan a la ninfa las bebidas alcohólicas, puede enroscarse a tu cuerpo como una sierpe, sorber de tu sexo hasta dejarte seco, pero no prueba una gota de alcohol: le tiene miedo, no hay ninguna magia juvenil en beber hasta acabar sin conciencia o roncando como un cerdo tirado en una esquina o en tu propia cama en la que te has derrumbado con los zapatos puestos. ¿Roncan los cerdos? Él, sí. Se lo dijo ella. Son los pólipos, se defendió él. No sé, dijo ella, pero el caso es que roncas. Me debes obediencia, niña, concluyó él, cuarentón y roncador: tiene los días contados, iba a abandonarlo (¿dónde iba a abandonarlo?) en cuanto se le antojara. Fue su maestro una noche. Ella aprendió rápido, se hizo con su cuerpo (también con el suyo propio, tan nuevo) en un santiamén, sin falsos tapujos. Afuera llueve. Un mocetón de pelo revuelto, de ojos brillantes y sonrisa insolente ha entrado al interior de la cafetería. Toma asiento junto a ellos,  ante una mesa de la fila opuesta. Deja un par de libros a un lado. El camarero se acerca al descubrir su señal. La ninfa no pierde detalle. Háblale de Gloria Fuertes, dile que ella, la ninfa, también parece de clase soñadora. El joven bebe su café con leche. Qué triste. Y esos libros a un lado de la mesa, a saber su ranciedad, su escasa valía, o la inoperancia de su falsa modernidad… Pero ella le observa, como espiaría al tigre en el enredado verde de la selva, descifrando sus idas y venidas en su ritual salvaje tan atractivo del amor y la muerte. Le otorga misterio, ¿quién es?, ¿adónde va?, ¿de dónde viene? El tipo, además de joven, se diría de buena familia, de cuna de brocados y encajes, quizá hasta de abolengo reseñable: el suéter gris y fino de caja redonda, el cuello de la camisa azul sobresaliendo sin apretura, los caros vaqueros desteñidos, los mocasines de estudiante sin penurias, los calcetines tersos. De seguro que en su casa grande de Marqués de Sotelo, o en Poeta Querol, tal vez en Jorge Juan, limpia, de aire fresco, se respira a agua de colonia desde que amanece, y a la media tarde irrumpe el olor noble de las maderas de nogal y cerezo, muebles de aroma denso y linajudo, de las vitrinas y los aparadores que lucen objetos de colección de manifiesta elegancia, nada de olores groseros, como tampoco se olían en tu propia casa de Jesús-Gran Vía, ambos de buena crianza, salvo que él tiene dos décadas y media menos que tú y a esta mocosa de vagina voraz la superas en treinta años. Siempre el tiempo como un manchón aterrador. Además, a él, su centauro sabio y viejo, ya le ha despojado de misterio, sólo le queda de él la perversidad, su cuerpo de bestia lasciva que hace temblar su cuerpo de deseo. Dos días con sus dos noches seguidos han estado follando, intercambiando saliva y fluidos. Joven y hermosa que permite que hunda mis narices en su cabellera sudada, en la fronda suave de su pubis, que deja que escarbe con el dedo sus oquedades y agujeros, que mi lengua la recorra como una gota ardiente resbalando sobre su piel, desde el cuello pulsante hasta la blandura de los muslos estremecidos. Pero, fíjate, ahora tiene los ojos clavados en ti, con ellos te sonríe. No está todo perdido, un par de años más de sexo y marrullería literaria. Luego, ya habrá aprendido a volar: mira, sin manos, y el cincuentón mirará de soslayo (fuese y no hubo nada). A fin de cuentas, ¿qué más dará? También él estará harto de ella. Dos o tres cosas he sabido de ella: ¿sería capaz en su corrupción de llegar a tender la mano esperando los billetes convenidos, hurgar en la billetera a espaldas del tipo, ahora en la ducha limpiándose los efluvios de ella en la piel antes de regresar al hogar, dulce hogar, que la ha acometido como un potro entre resoplidos y jadeos innobles? Se vende, y ya bajo la ducha, se compra de nuevo al mejor postor. Lista. Ni rastro de ayer ni de hace cien años. Que pase el siguiente. Una mercancía: el sexo lo es, de una manera u otra, lo es. ¿A cuanto el coño?, preguntaba  Boceto en sueños (y en voz alta) en el Mercado Central, como el que se interesa por un puñado de acelgas o por la aguja rellena de carne picada de ternera. Ah, pero no es así. Su prostitución anda lejos del consumismo, del dinero que lo promueve. (Quizás… una suerte de Mi noche con Maud, una indecisión que él permite prolongar a fin de conocerse un poquito más sin la copa en la mano, un diálogo infinito.)

Te veo cambiada, le decía él a una Paula sorprendida, cosa harto insólita de ver. Y este interrogatorio matinal, ¿a santo de qué?

Bueno, le van y vienen por la cabeza multitud de pensamientos, de ocurrencias extemporáneas, de súbitos e imprevisibles recuerdos, de imaginaciones varias. En ese mismo instante, cuando aún tiene la vista recorriendo la vestimenta del mocetón y los libros a un lado que sorbe pacíficamente el café con leche, se excita al figurarse a sí mismo penetrando analmente a Paula, la compañera elegida por inspiración divina: Compañera te doy, dijo Dios. Y se la regaló.

Se trata de un producto bífidobiológico que atempera mis pequeñas diarreas de los lunes por la mañana, responde ella mirándose las ojeras en el espejo del baño, apresurándose a hacerlas desaparecer como por arte de magia (sabiduría).

Paula está desnuda, y a él, próximo a una erección irresistible, le gustaría hincarle el diente. Así que… pequeñas diarreas. Acaba ella de ducharse, todavía con una toalla pequeña anudada a la cabellera húmeda, cogerla de los brazos con fuerza, darle la vuelta, tumbarla sobre al alfombrilla: ensuciarla de nuevo, a conciencia, jodérsela antes que otro se la joda durante la larga jornada laboral.

Últimamente sólo compro libros de cine.

Pues eso es algo parecido al chisme perfecto.

¿Tú has leído los libros perversos de Kenneth Anger?

¿Quién? ¿Yo?

Boceto tenía sus trucos pseudoculturales durante el coito, se valía de ellos para que una vez tuviera metida hasta el fondo la polla en la vagina de la primera en la lista de espera de las seducidas, ésta, alumna tan complaciente como la que más de las otras, se corriera al escucharlos dos o tres veces antes que él.

¿Sabías que Susan Atkins, de otro nombre Sexy Sadie, apuñaló a Sharon Tate 16 veces? Varias de las puñaladas atravesaron asimismo el cuerpo nonato del que estaba embarazada; luego se untó los labios con la sangre vertida y la probó. Antes de largarse del lugar del crimen, escribió la palabra cerdos en la puerta de la casa. Más tarde, durante el juicio, se excusaría confesando que en aquellos momentos terribles de locura desatada estaba a tope de LSD. Ni el dios ni el diablo ni el juez ni el hombre la perdonarían: durante cuarenta años estuvo encerrada en una cárcel de la que jamás salió, y murió sola de un cáncer terminal en el cerebro: adiós, adiós.

Soy inocente. No era yo, decía… una de las dos.

(Demasiado fácil: no te librarás. Por cierto, para información de las interesadas, el cáncer adelgaza.)

Vuelve a la realidad: delante de él la ninfa desvirgada de una vez por todas. Él ha sido el último de la fila. Se pregunta qué clase de sobamientos y penetraciones habrá sufrido en manos de sus compañeros del instituto, personajillos de eyaculación rápida, conejil, de la clase del indefectible ¿lo has pasado bien, no?, y la otra con los ojos fijos en el techo (en tu casa o en la mía), con ganas de librarse de una vez del semen viscoso que se desliza por el interior de los muslos, junto a ese niñato de rostro brillante y boca abierta, tumbado en la cama con los brazos extendidos, exhausto, con la respiración entrecortada, resoplante, como si hubiese corrido los cien metros lisos (exactamente: 9 segundos, 7 décimas: récord olímpico y mundial). 

¿No sería más eficaz lograr que fueran innecesarios los juicios? (Kung Tsé: 1, IV.)

La conducta del sabio puede comprarse con la del peregrino: primero debe saber qué camino elegir, y luego marchar por él con decisión. (Kung Tsé, 2, XV.)

El sabio no encuentra en su interior nada por lo que avergonzarse o reprocharse, por lo que los demás hombres tampoco hallan en él nada que censurarle. (Kung Tsé, 2, XXXIII.)

El hijo que en los tres años siguientes a la muerte de su padre le imita posee verdaderamente piedad filial. (Kung Tsé, 3, I.)

(Su padre hombre sabio y discreto, que hasta el final de su vida bien supo beneficiarse del cuerpo meretriz de la putita de color de rosa a la que predisponía con el puñado de billetes en la mano a felaciones, beso griego, lluvia dorada, penetraciones vaginales y anales, las sabatinas coyundas interminables: predicaba con el ejemplo el patriarca de la saga truncada de los Brell, padre querido y sus postreras alegrías meramente corporales.)

Maestro, tú has sabido explicar mi pensamiento. Yo realizaba aquellas acciones creyendo obrar bien, pero por más que reflexionaba sobre ello y procuraba descubrir el verdadero móvil de mis actos, nunca había logrado comprenderlo. (Kung Tsé, 4, I.)

Los que gozan siempre de lo suficiente para mantenerse, disfrutan de paz interior. (Kung Tsé, 4, V.)

Yo no sé de quien es hijo, parece ser anterior al Soberano. (Lao Tse, 1, IV.)

La puerta de la Hembra misteriosa es la raíz del Cielo y de la Tierra. (Lao Tse, 1,6.)

En su actuación ama la oportunida, y no existe queja contra él porque con nadie porfía. (Lao Tse, 1, 8.)

En los seres a la robustez sigue la vejez, que es falta del Tao, y sin Tao, pronto acaba todo. (Lao Tse, 2, 55.)

Tao:  tesoro del bueno, amparo del malo. (Lao Tse, 2, 62.)

Frivolidad, tu nombre es de mujer: atemperemos, atemperemos:

¿Tú sabías que en las noches extremadamente frías la señora Virginia Woolf dormía bajo seis mantas, un edredón y un cobertor  de piel además de meterse entre las piernas una botella de agua caliente?

Se ha levantado de la cama. Sólo lleva puestas una bragas blancas, inmaculadas. Entra en la cocina como una aparición que viniera de otro mundo y se dirige hacia él. Se sienta sobre sus rodillas. Se echa hacia atrás la melena, limpia y sedosa. Una sonrisa aún somnolienta agracia su expresión. Él le unta los pequeños y tersos senos con nata que extrae con la mano de un bote azul y blanco. Lame los senos embadurnados y sorbe la nata con los ojos cerrados. ¡Qué hambre! Hace un instante que ha amanecido. Abre los ojos todavía con miedo. Pero hoy el mundo parece otra cosa. Afuera, por la puerta corredera de la cocina que se abre al jardín, al césped sosegado, al muro de cipreses que protegen la intimidad de esa parte de la casa, la luz es azul, no es gris, esa fría coloración de acero que tanto desánimo provoca en el resacoso. Y el cielo está alto, nada hostil. Pero, no, está solo, y con una triste taza de café en la mano, de pie, cubierto con una bata de color rosa de Paula, delante del césped verde y la piscina azul, incapaz de probar un bocado de algo sólido, nada que pueda echarse ahí adentro en ese estómago lleno de úlceras y pecados.

Hoy, qué fastidio ganarse el pan, tenemos clase.

Y hay que darse una ducha tonificante con agua fría… pero antes hay que defecar, vaciar los intestinos de la mierda de ayer y de todos los días de atrás.

Y entonces recuerda la proverbial y beatífica cagada de Bloom, el cálculo monetario, la filosofía existencial del detritus y las buenas por insustanciales noticias del día 16 de junio de 1904, un día bastante caluroso, anodino, tedioso, propende a la indolencia, a una introspección habladora incluso a media voz, perfectamente audible para los transeúntes que se cruzan con él. Lee en tanto las paredes de sus intestinos comienzan a remover lo residual y prescindible. Tres libras trece con seis le ha supuesto a su autor, un tal Beaufoy, El golpe maestro de Matchan, su colaboración premiada en el periódico de hoy. Quien rapiñara esa bonita cantidad. Mientras leía  sin prisas el texto del señor Beaufoy, notaba como las tripas precipitaban la salida del zurullo, emergía sin esfuerzo por el ano, lo que mantendría las almorranas dormidas como hasta ahora, latentes pero dormidas. Poco había que decir ya del señor Beaufoy. Arrancó bruscamente media página del cuento premiado y se limpió el culo sin guardar ningún tipo de consideración, un simple acto de higiene sin reparos innecesarios.

¿Buscaría él a su padre?

Un padre sin una confiada y resignada, aunque esperanzada, penélope que procure mantas, cobertores y edredones para el frío invierno.

En nada nos parecemos, padre.

En efecto, tú sólo eres el mierdecilla que yo estuve a punto de ser, la peor cara del prisma. Y, además, borrosa.

Y la búsqueda del padre acabó: estás muerto, padre, en la cima de la Gran Pirámide.

Profesor, háblenos de Goya.

Y Lucientes.

Hoy. Qué día. Y jamás volverá. Lunes, quizás. O viernes. Empieza el dolor de cabeza. Las sienes parecen estallar, el latido bajo la piel, que le va a dejar ciego, que le va… No, es jueves, y el viernes también tiene un par de horas de clase, qué fastidio. Siempre es jueves, entonces. Día de Júpiter.

Pero algo hay que decir al personal, transmitirle tu sabiduría.

(Permanezcan atentos a su pantalla: aún recuerda, contando él cinco años, el maldito y antiestético letrero que aparecía en el televisor cuando se interrumpía por problemas técnicos la emisión: sin imagen ni sonido, media España con la vista fija en la nada más absoluta.)

Por el momento hay que mantener alejados de todos estos a Paul Klee, manjar demasiado exquisito para sus imaginaciones.

Que coman Beuys hasta que lo digieran, hasta que revienten: comed aire, es un arte de pensar. Todo consiste en la disciplina de pensar, aclara el artista alemán con la liebre en las manos, durante el paseíto. (Y el sombrero excéntrico puesto en su cabezota de pensador.)

Los empleados de la limpieza encargados de mantener como los chorros de oro los modernos museos de arte y las más conspicuas galerías tiende a desbaratar y a deshacerse de obras artísticas de incalculable valor: no hay comisario, Magnun en mano, que les haga comprender el significado de los nuevos discursos plásticos, ellos en sus trece, confundiendo una escoba con una escoba, una bolsa de plástico llena de cartones y periódicos viejos con una bolsa de plástico llena de cartones y periódicos viejos, el montón de polvo amontonado en una baldosa reluciente con el montón de polvo amontonado en una baldosa reluciente… ¡Son obras de arte, estúpidos! ¿Es que no tenéis ojos en la cara, ignorantes de mierda?

No puedes meterles en la cabeza, en la cabeza en forma de cabeza, las modernas estrategias compositivas y los postulados conceptuales sobre los que se cimienta la visión artística más radicalmente contemporánea… Una misión imposible nos parece respecto al entendimiento de éstos aun cuando organicemos viajes discrecionales y culturales repletos de empleados de la limpieza iconoclastas a algunas de las Documentas futuras de Kassel, donde les enseñaran cuántas son dos y dos: tres.

He aquí que un genio (gracioso y desconocido) ha colmado el pizarrón del aula tras sus espaldas de Sabio Profesor (en ocasiones utiliza la tiza sobre el encerado para explicaciones cronológicas, cuadros sinópticos, listas generacionales y de estilos varios, analogías plásticas, paparruchas pedagógicas…), con la pintura de un supuesto cuadro de tamaño oblongo: colores, líneas, trazos geométricos, números, cabezas negroides, grafismos…

Un Basquiat. Sin duda. Qué atrevido.

Durante el verano de 1988, Año de la Mujer Matemática Aún Menstruante, una sobredosis de heroína sumió al artista neoyorquino de sangre haitiana y portorriqueña en el sueño eterno, algo que nunca sucederá con ese SAMO improvisado del pizarrón, que sólo se envenenará a lo largo de su vida de hamburguesas, cerveza barata y pizzas industriales: con algo de suerte y perseverancia quizá termine este iluso imitador dando clases de plástica en un instituto de la periferia.

Pues señor, he aquí que el grafitero mayor del reino acabó en artista de fama internacional, y el caso es que todo empezó al empinarse una botella (en realidad, fueron ocho) de Budweiser, y contemplar como otro listillo, Warhol, se hacía millonario empleando la orina de sus amigos para completar sus cuadros: el genio de las meadas hizo (verbo adecuado) dos cuadros de gran formato en 45 minutos. El dinero le salía por las orejas, aunque siempre discutía con los taxistas a causa del importe, a su parecer exagerado, de las carreras. Y, ¿ahora qué?

El otro, espabiló: Ahora, yo.

Comenzó tocando (?) una guitarra con una lima y recitando (?) pasajes del tocho Anatomía de Gray. Pero ya instalado en la cima de lo exótico, agarró (verbo adecuado) los pinceles… y ahí fue Troya.

SAMO (Same Old Shit: La Misma Mierda) está muerto (1978): una muestra multitudinaria (1600 obras), New York/New Wave lo parió todo de cuanto artista había en Nueva York: en ese todo sobresalía la cabeza oxigenada de Basquiat, y en él se había cumplido la máxima aspiración de Picasso: pintar como un niño.

¿No lo hacían SAMO, Basquiat…?

Lo que os muestro es… simplemente una pintura, la superficie de un alma lúdica o doliente. Depende. Pero debajo de donde nacen los colores y las líneas, está el alma que yo os visualizo.

Porque… graffiti es a sgraffito como graphein es a grabar, arañar: el garabato que expresa lo simbólico-religioso, la herida perenne de un interior rico en visiones místicas.

A veces ser negro es una ventaja, dijo uno de los olvidados de la New York/Wave: acabaría vendiendo camisetas diseñadas por él mismo en la inmediaciones de Washington Square. También era jugador ocasional de ajedrez, lo que hacía del sitio de venta el lugar perfecto.

Desengañaos grafiteros, esa circunstancia especulativa, tal epifanía cromática, sólo se produce una vez cada… semana.

El grafitero, a los seis meses, cambió la vulgar cerveza por botellas bella y aristocráticamente etiquetadas de vino… ¡blanco europeo! (¿sería ese antojo una paradójica revancha por la secular represión de la sociedad blanca sobre los negros?): 125 dólares la pieza.

Profesor, háblenos de Basquiat.

Sabed, queridos inútiles, que El Genio Negro y yo nacimos el mismo año… A la vista está quien de los dos la cagó antes: Charlie, escancia, cobarde, que soy yo el superviviente.

Pues, señor, era en aquel tiempo que Nueva York olía a basura y crimen en todas partes y tu vida valía menos que un quarter si al doblar una esquina no lo entregabas antes de decir esta boca es mía. El 82, por ejemplo, el año que nuestro artista drogadicto hermano de Vincent van Gogh y de Mark Rothko, y hermanastro de los otros 10.000 artistas de muertes menos llamativas, pintó un Sin título de 183 por 173 centímetros en el que flota en el mismo centro una calavera riente resuelta en negros, rojos, azules, blancos y un pálido amarillo, el fondo es azul truncado por desconchados de diverso color.

¿Era la calavera la cabeza abnegada de un esclavo negro del siglo XX, el residuo ya inservible de un hombre esquilmado y dejado hecho unos zorros por el capitalismo más salvaje, depredador e inicuo? Fuese lo que fuese: su precio, 110 millones de dólares de vellón.

Y ese Basquiat que siempre había estado bien alimentado, vestido y criado ¿cómo sabía lo que ocurría en el mundo a su alrededor si andaba por ahí con los ojos semicerrados (la ceguera del yonqui) y llevaba puestos eternamente los auriculares del sobado walkman? ¿Cómo diablos oía los gritos desgarradores de los explotados y los parias de la tierra, el sonido del mundo?

Me basta el color, una mano que son cinco líneas y la raya del horizonte, habría balbuceado con su cara de niño negro mimado.

Y si su obra está infestada de reyes, santos y héroes y hasta mártires, todos ellos apenas perceptibles, como sucede en los trazos del mejor arte moderno, ¿a qué tanta referencia tebeística que, sin ser abstracción, promueve al equívoco?: seres pululantes e invencibles (su misma vida es un continuará la próxima semana) como Batman, Superman y Popeye infantilizan y adoctrinan debidamente al espectador, que se figura en la gloria de su infancia al descubrir en aquella superficie poco a poco, como si de un pentimento de sí mismos se tratara, una épica del tebeo y sus viñetas en los cuadros-viñetas del autor.

Un tipo prolífico este Basquiat, de encomiable facilidad al modo exacerbado de Van Gogh: pintó mil obras, algo más de un centenar que el suicida de Auver-sur Oise, en el transcurso de una década neoyorquina encorchetada entre el vano esplendor cultural de papel cuché de los lofts y las élites nocturnas del Studio 54 y la mierda callejera y el trapicheo del camello danzando por un metro y unas aceras infinitamente sucios.

Jean Michel Basquiat era una especie de cuadro de Dorian Gray. Murió sin arrugas… pero con manchas repulsivas. Qué cosas:

La porquería mágica estampada minuciosa y paulatinamente en el cuadro de Dorian y las pinturas malolientes de orina de Warhol (un tipo sin duda propenso a la guarrería) que arrostraban un deterioro inevitable por culpables, una oxidación corrosiva que dañaba los colores originales, eran muy similares a las manchas oscuras que empezaron a aparecer en el rostro de Basquiat y que, un mes antes de morir, cubrían por entero su cara: su sangre ya no se depuraba lo suficiente a causa de anomalías celulares: él mismo se había convertido en el cuadro ambulante de Dorian Gray.

El diablo, índice acusador, los elige jóvenes y el dios, amante de guadañas, los remata con complaciente premura. ¡Qué dos justicieros infalibles!

¿Qué artista ha influido especialmente en usted, Juan Michel?

Está a la vista: Leonardo da Vinci.

Fácilmente comprobable:

Boone, Mona Lisa, Crown Hotel, acertados homenajes hacia el italiano, lo ponen  de manifiesto.

Por lo demás, el tipo negro de las rastas le enmendó la plana a Picasso: yo sí tengo siete años, viejo español, y además voy a dejarme la piel manchada en este juego, no como tú que sobreviviste paleta en mano 92 años sentado sobre un baúl lleno de millones de dólares y burlándote de quien venía a pedirte ayuda… Total para acabar cenando pan con chorizo y bebiendo vino cosechero en la cochambrosa y oscura cocina de tu castillo abrumado de polvo, telarañas y fantasmas.

En realidad, siempre he tenido debilidad por los viejos: son tan vulnerables...

El Gran Nueva York de entonces supo desde el 83, Año Internacional del Ku-Kux-Klan, que tuve que echarle una mano al viejo Warhol: fui yo quien enjuagaba sus lágrimas en mi estudio de la calle Great Jones. El tipo estaba acabado, lloriqueando por ahí con un puñado de esa revista suya en las manos, Interview, que intentaba vender como si fuese una parcela del paraíso a taxistas, camareras y conserjes de edificios.

Este pintorzuelo de los ochenta sabía muy bien quien era y, mejor todavía, quienes eran los demás.

Mira en el interior de mi cráneo: ¿qué ves?

Hay cosa ahí, sí.

Cráneo.

Todo el 81, Año Internacional de la Pelota de Golf, está metido entre esas paredes craneales: terror puro y duro: una cabeza que se devora a sí misma, se engulle por su gran boca dentada, y ha de acabar en calavera.

100 millones de dólares. Un millón de cien millones de dólares.

No está mal para un tío embustero y drogadicto como yo que entretenía sus noches de soles podridos pintarrajeando los muros del Soho, las paredes de Greenwich Village y los vagones del metro de Manhattan… poco antes del Diluvio Universal de los ochenta. Entonces, me compré la ciudad de Nueva York: 4.000 dólares a la semana: yo construí la maravillosa ciudad de cristal: rascacielos de heroína y cocaína que alcanzaban  el cielo. Todo se fue al traste cuando me vi en la portada de The New York Times Sunday Magazine: inmediatamente se me vino el tinglado abajo. Aquel que era yo sólo era un pobre chico rico negro muy bien trajeado y con los pies descalzos posando para el viejo blanco rico (hasta podían oírse sus risotadas más allá de los bordes de la fotografía): parecía una pose, parecía un fantoche: ¡hale, hop!, ¡salta, monito!

¿Cuál es la clave del triunfo?

Una pregunta sólo posible cuando uno o una ya ha asentado las posaderas en el triunfo.

¿La clave? 

Qué enojoso ponerse a pensar en estas vísperas…

Y contesta el filósofo pintor con los billetes a buen recaudo:

Yo empiezo un cuadro y lo termino. Cuando lo hago no pienso en el arte. Reflexiono sobre la vida.

Estoy muy cansado de todos vosotros, blancos de mierda. Ya es hora de dejar la pintura. Voy a escribir, que es algo que nadie me puede comprar. O quizás me dedique a la música. Todo radica en empezar. Aunque, no sé, igual abro una destilería de tequila.

Al final se fue a África… en espíritu. Ya estaba muerto seis días antes de la ida, y los billetes del vuelo a Abidján pagados sobre la mesa de su estudio.

El cuerpo fue encontrado en el suelo, atiborrado de drogas. El hombre muere, sentenció en uno de sus últimos cuadros.

Dicen que una vez dijo: Sé que un día voy a dar una vuelta a la esquina y no estaré listo para hacerlo.

Dio la vuelta y desapareció por la esquina. No volvió, estaba listo para hacerlo.

Profesor, ¿cómo podría ser yo el Basquiat del siglo XXI?

Riding with Death.

(No preguntando jamás como podrías ser el Basquiat del siglo XXI.)

Profesor…

(Háblenos de Goya.)

Hanna: Dime, ¿por qué se matan?

Se matan porque son pobres ricos. Son mucho más ricos que yo, más hábiles, más técnicos, más sutiles y eficientes, su interior de una riquísima complejidad les estalla como un bombazo lleno de rarezas, visiones y miedos a la normalidad, al tedio insufrible de lo común. Lo querían todo, y lo tuvieron todo. Se mueren pronto y se mueren mal, tirados y desconocidos sobre baldosas heladas... porque eran pobres. Adiós. Yo me conformo con poco, un poco de ti, Hanna, que vuelves a la cama con los pies fríos y la boca ardiente, bruja que traes en la bandeja de latón los frutos del bosque para que recuperemos fuerzas a salvo del mundo hostil, viandas pequeñas y frescas como el reciente amanecer, el agua naciente del arroyo y no esa porquería de batido o café con que nos desayunamos. Comemos una fruta blanda y jugosa, dulce y pura, nos sonreímos traviesos uno a otro. Burlamos el alba, que quiere entrar por la ventana y no le dejamos, que se quede ahí afuera con el ruido mañanero del nuevo día, que se quede a las puertas con sus obligaciones, sus horarios y sus trabajos, su olor a humedad y piedra frías aún. A nosotros, pobres de nosotros, que nada queremos ser sino, simplemente, inmortales y anodinos, sin arañazos, a diferencia de aquellos que pronto quemaron sus alas de cera, a aquellos de mis alumnos que lo creen todo porque no tienen nada propio en las manos y hasta creen en ellos mismos y creen en la noche de magias y en los trucos del día, nos basta este desafío: lunes, o miércoles, que más da, sólo significa algo para los parias y desheredados de la tierra, los damnificados del fin de mes, tu juega conmigo, Hanna, yo jugaré con mi trenecito eléctrico y mis soldaditos de plomo que uno de mis antepasados pintó él mismo a mano con primor convirtiendo el ocio en el olvido feliz del tiempo.

En la próxima clase hablaremos de Nicolas de Stäel, hombre de mucha amargura e inexplicable fortuna.

 Y juro por el dios y su compadre gemelo el diablo que a quien me hable de Vincent van Gogh le retorceré el pescuezo como a un pollito en su primer plumón.

Profesor, háblenos de Goya.

Nicolas de Stäel era…

El día amarillea, se torna tiempo, parece detenerse, se densa. Hanna duerme sobre un costado, y su perfil de niña no tan niña lejos de enternecerme me ensucia mentalmente: me convierte en el lobo feroz (voraz).

Profesor…

Un atardecer Balthus, una postal Schiele de hace cien años que huele a naftalina y al papel de los baúles arrinconados en el desván: amarillentos periódicos de fecha notable (de hace cien años), fotografías de la traición, viejas revistas de cine, novelas eróticas de infame impresión, libracos encuadernados en cartón rojo que encierran tremebundos folletines de letra pequeña y miles de páginas… (Todo está hecho de herencias, se ha dicho.)

Lugar que fue de la ninfa que también fue tu madre, y aquella de tus abuelas que fuera la bella fantasiosa que acabaría bajo los hierros quejumbrosos del ferrocarril humeante, partida en dos por las ruedas de la demencia, y otras, todas, ninfas sosegadas o rígidas o quebradas o descompuestas por la exaltación.

Todas fueron ninfas… las hijas de tu imaginación (también de hace cien años).

Es muy improbable, dijo a media voz Boceto, frente a la ventana amarilla: pudo, por fin, coger con la mano el tiempo.

Es harto misterioso, pensó en seguida, ausente de su cuerpo, de la cáscara de su carne y de sus huesos: no se reconoció durante unos segundos, el mundo y él habían caído en suspenso: no era él, no había nada, pues eso era la muerte, una suspensión, digamos, súbita y momentánea, desconocimiento total aun respirando.

Pascal (mezclas Pascal. ¡perillán!, con un folletín, con la ninfa abierta de piernas mostrando la hendidura mojada y rosada entre la contagiosa palidez del suave amarillo de los muslos): el nazareno no ha condenado jamás a nadie sin oírle primero, y por eso te absuelve en todas aquellas ocasiones en que te dignas a hablar con él en silencio, ni siquiera al que no tenía el vestido nupcial.

Sucumbe por el dolor, no bajo el placer, dice el mismo ente dolorido y muerto prematuro entre matemáticas y cambalaches celestes: ni siquiera este santurrón es inofensivo.

Pero es el placer (cuanto más blasfemo mejor) el que ha guiado todas mis acciones, aunque como todos los seres humanos buscaba la felicidad, tan fugaz e inasible que resulta imposible agarrarla por el pescuezo y tenerla junto a ti, a libre disposición: Hala, ponte en pie, baila un ratito.

La felicidad es una cerda humana que cuando se da la vuelta y te muestra el trasero nunca sabes si es para ensuciarte con sus asquerosos excrementos o…

Pascal tenía razón: el hombre es una caña pensante, pero también yo la tengo: el hombre es una caña pensante obscena.

Como el autorretrato doble de Egon Schiele. Es el mismo hombre con distintas identidades, una estética de la perversidad preponderante y una compunción y sumisión perruna en la mirada del siamés que parece brotar de la cabeza del perverso, capaz de cualquier iniquidad que se le pase por la cabeza, incluso la de inventarse un Hyde en horas de arrepentimiento para sacudirse las pulgas, pío, pío, yo no he sido.

No soy uno, soy dos. Todo el mundo lo es sin necesidad de un gemelo.

Me tienes secuestrada, me dice. Como si yo mismo fuese, al igual que Egon Schiele, practicante del oficio divino de dibujante o poseedor de la mágica virtud de apresar la realidad en cuatro trazos (algo absolutamente impensable para Boceto, que jamás aprendió a dibujar: lo hacía con la mano no con los ojos, el resultado era engendro y chafarrinones, una impotencia clara: ni la excusa expresionista o una pretendida deformación a lo Vincent van Gogh o un cobarde y socorrido yo expreso lo que siento servían para disfrazar su caso perdido con el lápiz en la mano). No te dibujo, ni te creo. Te haces a ti misma. Nunca podrás decir como la mujer fatal Jessica Rabbit, una dibu de aquella película que mezcla personajes reales interpretados por actores con figuras de animación, que yo no soy mala, es que me han dibujado así.

Es su sexo quien la secuestra, y, si la tenemos engrasadita, cada día más y más inclinada a la afición a la carne, será más rehén, más adicta y obsesiva hasta que un día excelso descubra que se ha transformado en víctima y victimaria a la vez: eres tú quien me tiene secuestrado bajo una ventana amarilla que es el declinar de todos los días, y doy tumbos desnudo y excitado por un pasillo curvo que es los pasillos curvos de mi infancia y adolescencia en busca del tesoro, de la bicicleta azul, de los libros prohibidos bajo un cerrojo que muy poco tenía que hacer para acabar vencido a la curiosidad de un mequetrefe que antes de los quince años ya reunía la noche de los jueves a jugar al más tramposo póquer en su habitación llena de humo y lujuria a Nerval, Verlaine, Rimbaud y Lautréamont.

Cuéntale cosas extravagantes antes de entrar en materia, en la materia de Schiele. La ninfa, desnuda enteramente, se halla frente la luna de un viejo armario abierto que deja escapar un tufo a humedad y ropa antigua, la estela de su condición, típicos olores del rancio universo prostibulario de la mujer de la blusa azul y la falda gris, su mirada cansada del pecado ajeno jamás interrumpido, la tristeza canalla de lo clandestino. Todo parece en este piso de tarima gastada y silenciosa, quien lo diría, perteneciente a un mundo pretérito sepultado por las novedades del naciente siglo XXI. Se contempla la adolescente, se admira de ese cuerpo suyo de fiebre y de vértigo. La sirena se ha zambullido de improviso en ese mar azul y antiguo sin pensárselo dos veces, como una millennial despreocupada que aún no cavila de qué manera ganarse el pan de mañana y juega al azar con su teléfono móvil: no le importan las tradiciones, chapotea en las olas mansas de la novedad como en la bañera de su casa. Y al macho lo tiene tumbado en la cama, detrás de ella, en pelota viva, viejo para ella, ignorante de casi todo, un cautivo feliz que, con la copa vacía o llena en la mano, se distrae en deliquios en prosa sin saber todavía si ha de amanecer un nuevo día o sobreviene el anochecer, si hay que empezar otra vez a abrir los ojos, a respirar, a defecar, a ducharse, a vestirse como todos los días, como siempre, a olvidar (como siempre) o, al menos, a emborronar esa pequeña eternidad de los días iguales con el licor brujo con que un Charlie riega tu garganta y anega de espesuras el seso, un tipo que se sume en ensueños tortuosos sin saber si está muerto o está vivo, y abre los ojos, y he ahí la ruin domesticidad que no da tregua, qué fastidio, pero si no puede ser, pero si este día fue hace mil años, pero…

Tú también tendrás algún día tu propia habitación, Hanna, se sorprende diciendo. Hanna no se vuelve hacia él, presa en el espejo.

Y dará lo mismo, el tiempo te destruirá igual, te llames Virginia Woolf o Blaise Pascal.

Los nombres nunca han importado. Importan los… muertos.

Ahora, bajo la piel del cordero más blanco de Norit, el borreguito, el lobo feroz deviene lobo estepario todavía yacente en la cama de los pecados más sórdidos mientras la otra sigue adorándose en el espejo como todos los adolescentes, como si sobre la sucia costra de la tierra no hubiese otro habitante nada más que ella: qué prodigio de mí, qué cosa pensante soy yo, qué unicidad asombrosa, soy inmortal…

Hay que animar el juego, fascinarla una y otra vez: cargado de libros voy y vengo con el corazón destrozado y el alma en pena por todas las pensiones pobres pero decentes de la Europa Central de entreguerras, Hanna. Llevo a rastras mi gran secreto, y bien oculta en uno de los bolsillos del abrigo raído la pluma de mi alquimia, la que pone definitivamente al ser humano en su sitio del universo.

Los tipos y tipas que leemos por lo menos tres mil libros al año vivimos dos años (y un mes) más que los que no leen ninguno.

¿Y eso quién lo dice?

Science and Medicine.

Pues no merece la pena, abandono la partida: levantarse tarde, ver la tele, bostezar tres mil veces, sin el sofá no soy nadie, mirar el sol, o la lluvia, o la nada a través de la ventana, me gusta la pizza, soy vago a tiempo completo… En fin.

Lo dejo todo en manos del tiempo. No soy quien para decidir el destino de mi existencia. Bastante hago con llevarla a cuestas sin tirarla de una maldita vez a un polvoriento barranco, dijo otro con la bolsa de papel de la compra llena a rebosar de alimentos precocinados indescifrables, de variadas y repugnantes bagatelas malamente comestibles envasadas al vacío y un zumo dulzón, o dos, y tres cruasanes congelados y media docena de yogures desnatados mágicos que mantienen a raya los intestinos en uno u otro sentido: estreñimiento/diarrea.

Ya vuelve la noche, ya está aquí la noche y de la oscuridad vuelve a brotar la ninfa.

La luna también ha desaparecido. Es la noche más absoluta. Uno puede sentir los brazos de la oscuridad aferrándose a su torso desnudo, entrelazándose a sus piernas, cubriéndole de besos oscuros. ¿O será la ninfa y su sedas y sus terciopelos negros?

Es la ninfa, una oscuridad tal que ha de encenderse a si sola como un universo y alumbrar cada rincón de la habitación de la ventana pintada de amarillo muy cerrada a la luz, a toda clase de luz, revelará la negritud de su perfil, la gracia de su contacto invisible, su mano (o no mano) acariciante como un suave aire tibio. La siento respirar a mi lado. Palpita su corazón debajo de los montecitos de sus senos.

Seré tu bola de demolición, hacerte y desbaratarte, un privilegio que sólo a mí me ha sido concedido, me reconcilia con el mundo, te hago, te deshago, te alzo, te hundo en el piélago de las sábanas sucias y húmedas ya, te abro los párpados, ciego tus ojos, te insuflo vida, te sofoco, te olvido, te quiebro y te arrojo al desván del abuelo.

Qué mala copa, ésta, la séptima, Charlie: voy a estropearla con la bola de hierro, qué digo, voy a estrellarla contra las paredes de su habitación propia.

Desbarras, mala bestia, ve a Jesús, al manicomio (frente al Ribalta, no lo olvidemos), y retoza con una de tu condición, dónale a la babosa riente de ojos extraviados y babero grasiento la gracia del placer carnal, adora en ella, pobre desquiciada, a todas las de su género, locas o cuerdas. Ni siquiera permito que habites en lo más profundo del ficus, donde lo abisal se torna pesadilla y se ocultan los pecados terribles: Astarté que a nada de la guerra comprometes, todo en el amor lo aceptas, diosa-madre en la noche fecunda. Me basta con la noche sin mayores desplazamientos fatigosos. A estas horas El Parterre está lleno de chaperos insolentes de pantalones de colores vivos muy ceñidos señalando paquete y bujarrones de manos sudadas y bocas húmedas: merodean compradores y vendedores de cuerpos en torno a los castillos de los ficus, bajo sus frondas más tenebrosas que cualquiera de las noches más negras y envilecen toda fantasía: pero recuerda que de niño saltabas de tu cama infantil como el gemelo más perfecto de Campanilla, surcabas el espacio de las calles desiertas y nocturnas y aterrizabas sobre el laberinto de las raíces monstruosas por donde desaparecías a regiones mucho más festivas que los sueños repetidos, la realidad doméstica de la casa y el aburrimiento de un colegio agustino que sólo fabricaría en el curso de su pequeña historia, salvo algunos felices desertores tan cínicos como tú, mediocres biografías y encorbatadas hormigas laboriosas: notarios, abogados, industriales, empleados de banca, políticos de tres el cuarto: pegabas un salto hacia abajo… y al infinito donde nada había de horario, obligación o costumbre y envilecimiento.

Hola, ficus.

Aquellas sombras, aquellos mercaderes de cuerpos que se deslizaban furtivos entre setos y troncos desmesurados eran un coro inofensivo en tu comedia allá donde no hay mentiras ni dolor.

¿Qué ha pasado?

Ha pasado el tiempo, Hanna, mi perra Paulova, que ahora andas serpentina entre mis piernas de casi cincuentón vicioso y pasivo, entregada a unos juegos prohibidos que has aprendido con delectación: aquellos mismos que andaban gobernando las imaginaciones de Flora y Miles y que desquiciaron fatalmente a su aterrorizada institutriz al ser capaz de esclarecerlos definitivamente.

Pórtate bien y te llevaré a ver El laberinto del fauno, mi pequeña soñadora, vámonos al cine. Seamos realistas, ¿qué puede importarte a ti en nuestros tiempos prosaicos la abundancia y lujuria vegetal, los huecos y pasadizos de una higuera australiana rodeada de coches en pleno centro de la ciudad?: un tema devorado por la decoración urbana rutinaria que lo circunda.

Que los sueños te sean concedidos comestibles, digeridos. Tal el cinematógrafo (sic) donde tanto y tan distinto pueden agitarse en la coctelera expresiva.

La palpa, sin miedo, por aquí y por allá. Todo está bien. Bien hechita para su edad ya alejada del peligro censorio social y judicial.

Ella medía bastantes centímetros más que los homologados 148 de la ninfa nabokoviana. No hay desajustes en esta relación: mire usted, muy bien sabe ella lo que quiere y lo que se lleva entre manos.

Si lo sabré yo.

¿Algo que objetar? Su arma pegada al costado del culo no me impresiona, ni su gorra de plato ni sus insignias, ni ese lenguaje pretendidamente cultivado: el brillo mortecino de sus ojos, esbirro, me recuerda a la textura de una hamburguesa demasiado hecha.

Sus acusaciones son papel mojado. Me ampara su voluntad libre y soberana de ninfa complaciente, su decisión y mis derechos de amante. 

¿Ha leído usted a Pascal?: Espera uno ver un autor, y ve a un hombre.

¿Ha leído usted a La Rochefoucauld?: Cuando baja nuestro mérito baja también nuestro gusto.

Mire usted si es mayor la ninfa que ya no le interesan las novelas, tan entretenidas ellas para los veinteañeros y gentes de cultura media, de mister Frank Yerby, escritor de raza negra casado con una dama madrileña, como se nos advierte no se conoce con qué intención aclaratoria en la introducción a sus obras selectas, qué quiere que le diga.

El otro día de este sofocante y chejoviano estío de oros y verdes la descubrí a cubierto del sol por la espesa hojarasca del ficus con Los cantos de Maldoror en una mano y la otra debajo de la falda.

A Hanna le sobran hasta los libros de La sonrisa vertical, una gran parte de ellos escritos con prosa de prospecto de farmacia, lo cual no deja de ser algo malasombra si se considera la clase de literatura que se alberga bajo título tan significativo.

Hanna me produce sueños botánicos: siempre es un jardín, una umbría boscosa, la superficie lacustre donde se mecen grandes hojas verdes (¿qué no serán nenúfares?), campos de espigas, prados de flores, solanas de matorrales en un tris de encenderse de fuegos súbitos. También está el aire, que es, que tiene sus estaciones al margen de la luz, es a pesar de todo con lo que tropieza y se detiene, es a pesar de la ausencia de mariposas y el suave mecer de las hojas relucientes al sol de las ramas.

Pórtate bien y te dejaré ese único gran libro de Luis Cernuda: saquea con tus bellos ojos  sus versos que son como un diálogo sin ardides gramaticales, estrofas de una llaneza capaz de embaucar al mismo tiempo al sabio, a la colegiala y al aprendiz de poeta al que no le sale la métrica ni mucho menos una rima aseada por mucho que mire al techo. Cómo de bien engaña el que se deja ser ante los otros como nació, desnudo, sin necesidad de tapujos o adornos de quincallería, qué manera de burlar nuestra inocencia sin contar una sola mentira o añadir estuco de ornamento.

¿Qué es el yo? Y en seguida se responde a sí mismo: Yo.

El mundo ha envejecido en sus errores carnales, dice la caña pensante, y uno se extraña de que un monigote de carne, tan similar en su desnudez y podredumbre a la carne de perro o de cerdo o de rata, sea culpable de nada: defecación o coyunda, digestión o placer, qué más da, todo se abre y se encierra en ella, en la carne andante más que pensante que somos. ¿Por qué abandonar los placeres? Yo prefiero sucumbir a ellos.

Pórtate bien y te narraré Los hechos del Apóstol Ignatius Brell de cuando sus correrías entre los humanos. El dolor no le servía.

En aquel tiempo nuestro buen nombre de ilustre ralea, estoico (que no os importe el ardor del sol o el frío de la nieve) y sabio, único, soltaba las peroratas con voz apostólica de trueno desde el pórtico de Pecil. Sabed

Y así. Lo cierto es que engatusaba hasta a las piedras.

(Sabed… ¡y sabían!).

Sabed era una especie de infalible llave maestra que abría no solo los corazones sino hasta las mentes más obtusas.

Desperté un día y descubrí por fin que yo era… Dios. Mortal y eterno, aunque hijo de la Tierra.

Y viajó a Atenas… para saber lo ya aprendido.

El misterio de la madeja del tiempo me fue dado: esas ruinas sagradas más que óxido y escombros de otras épocas parece que crecen ante tus ojos, se hacen, aun de modo imperceptible, en tu tiempo que desmiente así la esencia de su materia. Las libera y las empuja hacia la luz una tierra vieja pero que incansable sigue alumbrando abortos al mundo (inmundo).

Yo he sido todos, Hanna.

Y ella me mira con los ojos verdes muy abiertos.