He
sido todo.
Charlie
le observa como se estudia a un perro callejero que mueve la cola y dirige sus
ojos hacia ti con gran desamparo pero nada tiene que ver contigo ni ahora ni
nunca: escánciale bien la copa, el tipo es de buen aguante y magnífica propina.
Sabed…
He sido la Tierra.
Se
siente clásico, azul y antiguo como el Mediterráneo donde vierte sus lágrimas
de paria de la noche: trae la botella blanca, Charlie, anega de ouza el
lloriqueo seco del borracho, que beba hasta que el mundo sea una cosa irreal,
indistinguible del sueño: hasta una simple mosca impide actuar a nuestra alma,
come nuestro cuerpo, oh, ¡ser un dios sin iglesia, tan olvidable!
Ojalá
hubiera sido un hijo del pueblo nada más, un perfecto grumo de él, pura boñiga,
se dice todavía con dignidad, es decir, con voz muy baja, sin gimotear, san
Ignatius Brell. Ya lo dijo el tal Pascal: el pueblo tiene opiniones muy sanas;
por ejemplo, haber preferido la diversión y la caza antes que la poesía.
Sabed…
el que quiera hacer el ángel, hace la bestia. Palabra de Pascal.
Sabed…
el término medio se halla entre Salomón y Job.
Colofón,
a los dioses falsos se les reconoce inmediatamente: todos ellos necesitan una
iglesia para perdurar, necesitan que les adoren in absentia, quizás ante una imagen figurada, un pedazo de madera
oscura, el vitral encendido de colores por el sol de oro, un sonido, una flor,
las capillas tenebrosas, un montón de temerosos y pecadores arrepentidos, de
enfermos terminales y desahuciados que le celebren en su día del Señor y le canten
subyugados, en pleno éxtasis, aterrorizados en su fuero interno por el misterio
insoluble de su dorada invisibilidad.
(Ignatius,
cuyas brumas alcohólicas obligan a veces a invertir ecuaciones: ¡Oh, ser
iglesia sin tener un dios!)
Qué
raras eucaristías: convierten en vino la sangre; el cuerpo en hogaza tibia de
pan. Restituye la verdad esa sencilla conversión a la vista de la concurrencia,
y además nutricia: coma el pueblo comulgante y descanse de una aristocracia
perversa que durante tantos años viene seduciéndole con fáciles y sutiles
ornatos que esconden los toscos deberes, y, en cuestión de regalías, derechos
ningunos: así te birlan la cartera y no se libran de la burla, empero: algo,
qué o quién, bufón o una extraña alquimia, convierte el vino en agua: deja de
soñar despierto, imbécil.
En
aquel tiempo, sabed, yo era un estoico muy influenciado por un analfabeto
(Sócrates) que sólo creía en la felicidad y se reía de los peces de colores,
por un tipo sabio que no se andaba por las ramas (Wittgenstein) que descreía
del filosofar por entenderlo el mero resultado de la infinita combinatoria del
lenguaje y por un misántropo masturbador (Nietzsche) cuya megalomanía y
confusión atronadora le condujo a la demencia. En fin, yo iba tirando. Y como
sana distracción de cuando en cuando me metía en un cine para ver una película
checa en blanco y negro con subtítulos recibida con todos los parabienes y
premiada con todos los honores en Cannes y Venecia, entre los que también se
incluía el oscar a la mejor película extranjera.
Yo
sé muy poco del hombre, de su espíritu y del origen de su materia, pero creedme
si os digo que los dioses (cualquiera de ellos) y sus ladinos representantes en
la tierra aún saben menos de él, de ahí que lo emborronen e intenten reducirlo
con liturgias y rituales y símbolos a ser una creación ajena a la misma tierra
y pretendan someterlo con el subterfugio infantil del premio o el castigo:
pórtate bien y los Reyes Magos te llevarán montado en una bicicleta azul a los
campos del Edén donde has de encontrar a todos los domadores de caballos y a
todos los que enredan sus piernas en las raíces de los ficus del mar antes de
llegar al hogar.
Yo,
Hanna, era un pequeño filósofo, como Azorín antes de su sorprendente conversión
de anarquista portando un paraguas rojo por las calles los días de sol a
aficionado diario y vespertino al melodrama cinematográfico norteamericano: A
mí me gusta mucho el actor ese tan alto y atractivo, el Cúper.
Yo
era un pequeño filósofo, Hanna y, por ende, algo mironiano (pasa un pájaro, y
nos abre más la tarde) aunque desprovisto de la manía del relato.
La
vida, a la que yo estrujaba, me ha conducido hasta aquí en su vaivén
indetenible: cronología pura, año tras año conformando con mi desgaste y
deterioro la demostración axiomática del tiempo, de su existencia terrenal sólo
visible finalmente por la procesión de ruinas, viejos y cadáveres que lo
revelan aun siendo invisible él mismo.
Hanna
le mira como a un bicho raro, una caña parlante, pero él la tiene ahí, tumbada
y desnuda a su lado, sudorosa y demasiado joven (a treinta años de sus
marrullerías de sabihondo), sin recato, la cabellera mojada y vertida sobre la
almohada, con las piernas separadas, los muslos blancos y húmedos, la
respiración agitada, vibrante aún por el orgasmo.
Yo
era un pequeño filósofo al que no le daba miedo crecer, abrir las puertas del
mundo y atisbar en todos sus rincones, un caballerete sin espada pero con mucha
insolencia y pertrechado del arrojo de quien tiene bien guardadas las espaldas:
en esta casa se come a las dos y media del mediodía; a las nueve, la cena está
lista y el televisor en marcha (Ironside
es el hombre a imitar: encadenado a una silla de ruedas, vuela libre su cerebro
sobre los tejados y las nubes, y nada hay que lo detenga, nada hay que escape a
su escrutinio y disquisición).
Yo
era un pequeño filósofo. Y lo peor es que lo sabía, y en ello me regodeaba
frente al pasmo adulto de esos que habían crecido demasiado y no sabían para
qué.
En
el fondo, un sándwich bastante digerible a despecho de la rotundidad de sus
ingredientes: Nietzsche, Schopenhauer, Montaigne, Séneca, Lucrecio:
El que sabe mucho puede perdonar mucho.
Y
sin necesidad, como aquel pobre diablo de Antonio Azorín con la panza a rebosar
de la sopa pueblerina e indigesta, de leer multitud de libros, de emborronar
atrocidad de cuartillas.
Perseguía
el pobre joven de provincias la gloria, tan casquivana, que no llegaba, que no
llegaba, que…
Y
qué.
Cualquiera
puede hacer con la gloria una pajarita de papel semejante a las que llenaban el
escritorio de don Miguel de Unamuno, hombre circunspecto aficionado a la
papiroflexia.
Enciérrate
en tu habitación, si es tu gusto, pero deja las puertas del mundo abiertas, que
no te importe su ruido ni el tejemaneje de sus habitantes. Se queda uno quieto
sentado en una silla con la vista fija en la pared, pero sin misantropía, sin
rencores de fracasado o pobretón resentido sin remedio: nada de lo del mundo le
irrita o le es ajeno. Prestidigitador de sí mismo, sabe que no existe puerta
que, más tarde o más temprano, no pueda abrir (a patadas):
¿Qué
es tarde? ¿Para qué es tarde?, se pregunta el pequeño filósofo, a zancadas
pensativas por los campos yermos con los Ensayos
como breviario cogido de la mano, inseparables ya uno del otro, algo cansado a
esa hora de la tarde que declina, pues se ha levantado a las cinco de la
madrugada.
Yo
diría que por ahí iba la cosa: entre Julio Verne y Cervantes.
Alterna
la visión ensimismada y contaminada por su propio ensueño del paisaje con el
estudio de los algoritmos vulgares;
combina los preceptos incomprensibles y enrevesados de la trigonometría con las
aventuras del elefante Jumbo de
Barnum.
Como
no se sabe las lecciones que importan para triunfar en la vida (¿cuál es el
segundo género de los que componen la familia de silícidos?), le dejan sin
merienda: una naranja, dos manzanas. Come codo.
Descubre
la poesía de una cara de la luna con sus cráteres negros y sus mares blancos,
pero también la oscuridad tétrica de una docena de iglesias que le salen al
paso desde cualquiera de los cuatro puntos cardinales.
¿A
qué tanto cielo, tanta campana, tanto ángel y santo en este pueblo tan hundido
en la tierra, tan enraizado en lo yermo y en la dura piedra tan seca? Se
aferran a lo ultraterreno desde sus pies desnudos, ansían desfallecer de una
vez para reencontrarse en la eternidad de la muerte felices y celestes.
Nuestro
pequeño filósofo pretende, cuando alcance la edad adulta, obtener acta de
diputado en el Congreso: así que esconde el muy taimado el deseo de vegetar en
sinecuras y prebendas, y a tan temprana edad, qué tío.
Nos
compensa, todavía en este tramo de tu biografía infantil, que andaras
hipnotizado por un libro de tapas amarillas de entre cuyas páginas sobresalían
brujas y encantamientos. Qué distracciones singulares. Pero, ay, ambas cosas
eran compatibles y el niño anarquista devino escritor de periódicos y
congresista del orden durante varias legislaturas (sin encantamiento).
Había
un cura feroz comedor de palomas. Era lustroso de carnes y muy dormilón. Buena
gente, no obstante. Pasados los años, en un nicho del cementerio pueblerino,
leíste al desgaire un epitafio: Hic jacet
Franciscus Miranda, sacerdos Scholarum Piarum… (a)
Comedor de palomas.
También
él, el filósofo en ciernes, tiene ricas posesiones (le han de ser arrebatadas,
polvo eres…): un cuaderno de calcomanías, un lápiz rojo, un espejito, un libro
pequeño, un membrillo que va comiendo poco a poco, sin glotonerías. Y, por
primera vez, se siente feliz poseedor, siente afición por el 0bjeto (sarpullido
inicial de un posterior conservadurismo).
¿Qué
se escondía tras la desaparición del chaleco de Cánovas? Alguna actuación poco
decente, o no, cualquiera sabe. Para sus pocos años y una experiencia
filosófica en ciernes, la cosa resulta inimaginable.
Y,
usted, pequeño filósofo, no cruce las piernas. Es de mal tono. Guarde la
compostura. Enderece la espalda, y no mantenga la boca abierta como un
pasmarote. Y las manos fuera de los bolsillos del pantalón, pues es el modo más
indigno de maltratar la urbanidad.
(No
lo viera así El Madriles: Madrid –el mundo- es andar por la calle con las manos
en los bolsillos y silbar de cuando en cuando.)
Nada
de sosiego ni paz, al contrario que para el forastero urbanita de temporada,
existe en el campo para la gente del campo, he aquí la gran sequía: nubes de
polvo, el aire abrasador, ardiente la sucia cal de las paredes, se agosta la
vida, todo es desolación y árboles que se resquebrajan, pájaros que por el gran
calor caen muertos de las ramas al suelo: … y
las viejas enlutadas que suspiran y miran al cielo abriendo los brazos, con una
sorda ira que envenena a los labriegos acurrucados en sus sillas de esparto, en
los zaguanes semioscuros, y que estalla de cuando en cuando en golpes y
gritos que hacen llorar a los niños.
(La
tierra, Brell, la tierra…)
A
veces el pequeño filósofo, que aún no tiene edad para descubrir (pero ya sabe
que retoza por los estantes) y, mejor todavía, desentrañar (todo llegará) el
contenido de La filosofía en el tocador,
evoca a los muertos de más adelante, a los que va a sobrevivir, y eso él lo
sabe con certeza: nos hace notar el desamparo terrenal de todos ellos, su
inmenso temor no tanto a un vacío eterno como al infierno donde purgarán sus
culpas, su creencia en un más allá (que es la iglesia de su pueblo con sus
imágenes de escayola y sus cirios prendidos y su cura ensotanado con la cara
roja por el morapio) en el que todos sus pecados, que son ninguno, serán
perdonados: Ay, Señor, ay, Señor,
repiten como una breve salmodia mirando la lengua del fuego de los leños en el
hogar mientras afuera, en la noche, el tiempo se mustia en las cosas de la
tierra negra y mineral.
Hanna,
uno también podía haber tenido entre sus antecesores un tío Antonio barrigón
amante del cocido y de la música de Rossini: filosofía dura, profundamente
telúrica, un estoicismo con la mente en blanco y las manos coloradas y blandas
prestas a cualquier asidero de los que procura el mundo, una filosofía tan
cercana a la materia del caparazón del ser que no por grosera sería menos rebatible:
tu castigo por ello, hedonista y comilón, pacífico rentista, señor de lo rural:
el mal de piedra, las arterias atascadas de grasas, alguna otra porquería de
esas del abecedario médico por haber sido fiel a la vida como un animal
hambriento y sediento de las cosas naturales: buena y abundante comida, seria
defecación, el rosario a media tarde. Amén.
O
por el contrario, ¿moriría JD., hidalgo y hombre serio, cual un Menchirón,
arrastrándose solitario por la casa envuelto en una manta raída y polvorienta
con zapatillas viejas y en la conciencia, por blasfemo, una joven y delicada
esposa muerta injustamente? Las tierras en rastrojo; los campos, en barbecho;
la vida, estéril, en balde; el corazón de desterrado, yermo, del todo vacío; de
herencia ninguna, ni hijos. ¡Pobre Menchirón, aquél de los de pica en Flandes!
¡Pobre
JD., entre solanas y umbrías, nada: mirar al cielo, y sólo porque está lejos
del suelo ingrato que pisas! No era la tierra prometida la de ese pueblo muerto
de escaso fruto y de duro bregar: las instrucciones virgilianas sirven para una
lectura distraída y una siesta dominical, allá en la corte sin menosprecio
donde hallar el cinematógrafo (sic) y
los teatros y las ferias y los mercados y el acabose y el fluir de las gentes
civilizadas y bien engordadas por los oficios de pluma o de lápiz de cálculo, el uso de máquinas y una muy
plural compraventa de todo tipo de objetos, incluidos los hombres y las
mujeres. Más te valiera aquella revuelta mentirosa, engañadora y vil de la
corte que roba los días sin que te des cuenta pero bien cebado, entretenido y
regalado, que esta agonía campesina y morosa con las ventanas cegadas al mundo
y el latido pegajoso del tiempo en la sienes, un silencio pesado con su olor a
rancio, a sepulcro, un silencio de espada que antecede a la muerte.
Ah,
la vida, qué broma, se decía don Luis Buñuel con el revólver (la cámara) en la
mano.
¡Hubieras
acabado jugando con la niña al tute!
¡Te
voy a dejar en bragas… y en la última mano, la que suele dejarte en cueros,
hasta sin ellas, perrilla mía!
O
un don Jaime, igualito, viendo las piernas desnudas y tan suaves de la
chiquilla lista saltando a la comba… ¡diablilla!
¿Sabe usted jugar a las cartas, primita?
¡Quién
me lo iba a decir a mí, de dos damas y una cama tan bien acompañado en esta
noche de gatos pardos!
¿Sabes,
Hanna, por qué no hay dos puertas iguales?
Porque
cada una de ellas conduce a un sitio distinto.
Matrícula
de Honor.
Tenías
quince años, las manos blancas, los pies pequeños… Y pienso en ti…
Pensar
en la ninfa bajada del cielo (subida del infierno.)
Piensa
en ella cuando faenaba o cosía y remendaba en un patio claro, lleno de luz, y
sus ojos claros y su busto pequeño de chiquilla, y piensa que ahora vivirá en
una casa oscura, que habrá engordado como todas las muchachas del pueblo cuando
se casan, con pañales sucios encima de la mesa del comedor, prendas de ropa
colgando sobre los respaldos de las sillas, algún resto de comida en un plato,
casada fatalmente con alguien de ese mismo pueblo, con uno, qué más da, uno que
eructa después de comer y utiliza el mondadientes, uno que se sirve de la mano
con olor a ajo para aliviar las apreturas de los genitales tras la bragueta,
qué importa quién…, y siente él una secreta angustia, el pesar inevitable de lo
que no supo hacer a tiempo, o le dio miedo a hacer, o no quiso hacer y ahora,
treinta años más tarde, sí, por el cielo que sí, hubiese querido haberlo hecho,
y claro que se arrepiente de todo lo que debió hacer y no hizo, por un no sé
qué, una desidia, o el miedo aquel que nunca le abandonaba, eso es lo cierto,
el miedo aquel, que siempre está ahí, le paraliza aun con el llamativo paraguas
en la mano.
Podrías
conquistarla volviendo de nuevo al pueblo con un paraguas de seda roja, como
escritor gustoso de provocaciones: largo viaje a la mocedad mojigata: tortilla
y chuletas fritas como viático durante el trayecto a la madurez del hombre
suelto de ademanes de hoy, pero muy triste, como un tránsfuga de la vida a la
nostalgia de lo que no fue. Llegado
al montón de casuchas y casones que se desparraman sobre la ladera debajo del
castillo en ruinas, todo es lo mismo bajo un cielo sombrío. Y en seguida la
tarde se torna gris y fría bajo un viento furioso que barre los desvanes y las
cámaras de las casas mudas como las piedras, que adesierta las calles de pasos
y voces. En lo alto de la torre de la iglesia, una lechuza resopla. Se ha hecho
de noche, de repente. Hace tiempo que ha enmudecido cualquier ruido. El viento,
en el frío recrudecido, se ha disuelto como una nube hasta hacerse invisible
pero tan notable y presente. Todo parece muerto, todos muertos. ¡Qué tiempos
los actuales, que hasta el ferrocarril lleva un comedor sobre las ruedas!
Hace
cien años.
Cien
años más tarde a nadie le importa que los trenes lleven en su panza un restaurante.
Cien años más tarde los escritores evocativos se desayunan con whisky y agua: y
no suben al tren porque viajar a cualquier sitio, que es algo muy impertinente
en estos tiempos, pues te miden y te huelen y palpan como a los perros, les
fastidia sobremanera: con las cuartillas que tiene uno que emborronar… ¡para
andar perdiendo el tiempo con horarios de ferrocarriles o con las engorrosas
medidas de seguridad de los aeropuertos, el cielo los confunda a ellos y a los
hideputas de sus esbirros cacheadores!
Y
si, por una fatalidad, en los tiempos señalados, te tienen que hurgar por do
más placer había, ándate con ojo, ya que, en plena transición de lo moderno a
lo prodigioso, aún sobreviven modos distintos de oficiar con el bisturí.
Establece las reglas adecuadas, marca directrices en primer lugar antes de
perder del todo la conciencia postrado en la mesa del quirófano rodeado por los
espectros verdes embozados:
Voy
a trancas y barrancas con la próstata: pero a mí no me pone la mano encima
usted ni ningún matasanos, y menos ahí. Nadie excepto el robot DaVinci, el
único que con su matemática precisión e infalibilidad le salva a uno del trance
y le permite después seguir jodiendo buenamente y no con la sola y sórdida
imaginación.
Aquella
niña clara del patio lleno de luz…
Aquellas
mañanas en las que estaban las miradas y sobraban las voces, aquel sigilo de un
enamoramiento tan sutil que no era.
La
veo hoy como la viese Balthus en su castillo de irás y no volverás de foso
infranqueable y grandes portalones cerrados, allá en estancias y pasadizos
luminosos donde prospera la voluptuosidad más cerebral pero evidente, nada
lúgubre, todo un jardín de delicias: sin pestañear, muy educadamente, el
artista melifluo zarandeaba a sus listillas con la violencia de una luz casi
rabiosa, descubridora de entretelas y cruel sin nunca llegar al daño: el
verdadero látigo que acariciaba incruento sus desnudeces era el pincel.
JD.,
machadiano sin ideales, o quizás ya muerto, un muerto español machadiano como
se ha calificado a quienes son más muertos españoles que otros sin calificar,
hace cien años sembró lo mejor de sí mismo (lo que desconocía) en una tierra de
muy lejos acaso pródiga bajo cielos muy sombríos, pero no sabemos.
Él
que amaba tanto la luz, una luz que cabalga sobre el tiempo, o al revés, el
tiempo que es luz y lo conduce de aquí para allá a través del cosmos lleno de
millones de luces que se hacen y se deshacen, hecho de tiempo, qué lío: el
universo que es luz y tiempo, eso lo sabemos, y eso es todo porque todo lo restante
incluida la vida y el hombre de la tierra y sus cosas es anécdota y falsas
creencias y ya desde el mismo instante de su misteriosa aparición se fragua el
infierno de fuego que ha de devorarlos sin remedio.
Menos
mal que uno ya no busca la absolución, Hanna. Ninguna de ellas, porque cada
pecado, de tenerla, tiene su penitencia, y es que uno ya no cree en los
pecados, sólo cree en la naturaleza que ha de sobrevivir en cientos de millones
de años al ser humano, una rara especie animal que tuvo que imaginarse en su
devenir terrestre los pecados para creer en los dioses. Acaso uno en su humano
esparcimiento también cree en los dioses hechiceros de buen nombre Charlie y de
turno de noche y, desde luego, en la pócima curalotodo que administran, aunque
esto es una cuestión meramente personal que otros sustituyen por la televisión,
los grandes almacenes, el polvo rápido del sábado o del jueves y la visita
expectante y dominical al nuevo restaurante peruano, japonés o indio. Se trata
del tedio… o del miedo que nos provoca. El tedio aliado a una rutina doméstica
e inevitable fabrica a los hijos del desengaño de todas las generaciones: los
sume en un ensimismamiento destructor y sutil: los hace otros siendo ellos con
las mismas piezas troceadas al tuntún de lo que eran: nunca logran
recomponerse.
Cada
vez inventamos más cacharrería electrónica y digital y nos inventamos menos a
nosotros mismos, con la falta que nos hace y el bien que nos haría.
Hanna
sólo puede ser el reflejo invertido de un narcisista, una invención absoluta de
la realidad menos excluyente de los disparates y los antojos:
ambos
tenemos el mismo corazón
hechos
de la misma materia
conquisto
con sus ojos de cristal, de agua a veces
la
sonrisa como señuelo de fácil conquista
engaño
con su máscara de adolescente pintada, altero mis rasgos faciales con lápices
de maquillaje
adopto
sus maneras, las adecuadas, las adolescentes
me
ajusto sus bragas a las nalgas y los testículos a los que se adhieren como una
segunda piel
yergo
el busto, libre bajo la blusa, sin sostenes innecesarios
me
pongo sus faldas o me ciño sus vaqueros, sus minishorts tan seductoramente
provocadores
echo
a andar, pondría de rodillas a mil babosos, los dejaría con la lengua fuera,
exhaustos con los ojos de cordero degollado fijos en mi trasero, pensando en
las perversas travesuras a las que lo someterían en la tibieza de mi habitación
de estudiante viciosa llena de prendas de vestir, mangas, pósters y trastos
digitales.
Vestida,
me muestro desnuda.
Mi
fotógrafo (sin cámara, digital o analógica), es el pintor vienés Egon Schiele.
(¿Quieres
ver mi álbum de fotos?)
No
creas que es una procesión en cartoné de antepasados de mirada rancia o
ausente.
No
es el que ocultamos en el desván por no tirarlo merced a unos escrúpulos de
estirpe mal entendidos, unos tristes daguerrotipos que exhiben unas figuras
serias y envaradas que visten antiguas indumentarias contra el fondo de un
paisaje que no es sino un trapo pintado con colores desfallecientes, un
decorado tan falso como el empaque de los efigiados.
Me
odio fotografiado. Me doy hasta asco. Esa encarnadura en blanco y negro o en
colorines (en blanco y negro mi madre me tiene en brazos… a mí o a lo que sea
ese atadijo de telas, pero me tiene como se tiene una cosa propia, de ella, y
de la que cualquier día a cualquier hora una puede deshacerse, dejarla caer en
algún rincón del mundo, allá te las compongas, mondongo crecidito: una mujer no
es una cuna, me dijo una vez) parecen anticipar el recuerdo del muerto que se
exhibe en ese pedazo de papel. Peor hoy que entonces: no hay mindundi que a
diario no almacene, si es su gusto, un (cementerio) centenar o un millar de
fotografías en su móvil a las que rara vez echará un vistazo.
¿Por
qué fotografiarse?
Si
es una conspiración… empavesada.
Una
fotografía es una perpetuación engañosa: más tarde o más temprano alguien la
romperá o, más lamentable todavía, nadie recordará el nombre de ese o esa que
mira a un falso objetivo, ¿quién es quien así sonríe?, ¿por qué adopta esa
postura de seriedad, de elegancia, de mesura, de goce? Nunca recuperarás el
pasado ni te instalarás en el futuro. Y esa fotografía tampoco revela el
presente, la carcoma lenta y tenaz del presente que va corroyéndote y que sólo
sería posible diagnosticar en las luces y las sombras grises de una
radiografía.
Siéntate
a mi lado.
El
borde de la incitante estrecha y negra minifalda adolescente ha subido más allá
de la mitad de los muslos blancos y tersos, casi deja ver el pubis de gacela
atenta a los menores ruidos pero no a la mirada depredadora. Llevas un jersey
azul celeste de pico, de punto fino y suave. Calzas, bruja, unas bailarinas
amarillas de suela tan mínima que parece que al andar levitas. Me gustaría
empequeñecerla, a ella, a Hanna, hacerla mínima, aunque no tanto, hacerla
muñeca de carne y hueso y sangre y ojos bien abiertos, la voz un poco ronca,
muy poco, pero algo meretriz, poder mecerla a mis anchas, tenerla tan cerca de
mi boca y aspirar el aroma todo de su cuerpo entre mis brazos, saborear su
cabellera caediza de seda, su boca limpia, su cuello indefenso y tierno, la
piel de sus brazos, su busto inocente, su vientre que tanta promesa preludia,
las tibias ingles, los pliegues del sexo que abren mis dedos y que huele a gel
de fresa.
¿Puedo
mirar ahí adentro, en la rajita?, preguntabas sentado en el trono de oro,
infante descarado, gracioso Benjamín, a la servidora
de turno que nada llevaba debajo de la bata azul y plumero en mano: tieso el
pececillo de tu pene en la boca de la iniciadora se desfallecía finalmente en
un paroxismo de vibrante sequedad.
¿Cuáles
son los límites?, te preguntaste.
No
existen, te respondiste al cabo de un rato, muy sorprendido al comprender de
una vez, definitivamente, que entre los dos límites inequívocos, irreductibles,
aparición y desaparición, que emparedan la existencia del hombre provisional,
pudrible aunque eterno, sólo cabe la anécdota y el olvido de la razón: sé un
animal perfecto con toda la cultura del mundo debajo del brazo.
El
descrédito de todo es general porque ya no valen las mentiras, pero las formas
de su enmascaramiento se cuentan por millares: el edificio de la contención
humana guiada por la razón (?) se sigue sosteniendo a falta de ese pilar en
pleno derrumbe. La creencia en algún sentido que justifique una vida para la
nada, sólo para la eternidad, en una inmortalidad aun sin premios ni castigos,
es unánime, es un animal de muchas patas, y en pie ha de sostenerse aunque le
cercenes una a este lado y tres en aquel otro.
También
está la manía de las grandezas del hombre… en este mundo tan finito cada día,
una tozudez en la exageración de la propia estima que resultaría patética si no
fuese tan lamentable al pensar en la poquedad de su condición de mero
transeúnte.
Lo
importante me temo, dijo, es que el nudo de la corbata se ajuste perfectamente
al cuello de la camisa, y llevaba el culo al aire, tan garboso el buen hombre.
¿Desnudo
el emperador?
Nadie
lo afirme.
(Salvo
Picasso, cuando niño, antes de que se le olvidara pintar).
¿Quién
cree en qué o en quién?
Sea
la Tierra un sitio para el sarcasmo…
Pues
así no hay manera de entenderse.
No
me hables de la razón moral. Soy puro instinto: he escapado hasta de lo humano,
de cualquiera de las aberraciones gravitatorias de un espíritu acomodado en la
fútil aquiescencia y en los mil convencionalismos que finalmente te postran en
la pura indigencia: te convierten en una caña pensante encerrado en una
habitación poniéndole nombre a las cosas y sobre todo poniéndole nombre a un
dios tan real como el dragón de las siete cabezas que custodia el niño imaginativo
en una caja de zapatos debajo de la cama. Me he librado de todas las
mansedumbres, de todas las vejaciones tradicionalmente aceptadas por la inercia
de un falso decoro: los locos bien encerrados en los manicomios con sus
alaridos, sus peligros y sus locuras; el dinero en los bolsillos del listo; los
sexos todos a punto y bien despiertos bajo el sol, al aire de los ojos y al
alcance, siempre, de la mano.
No
quiere, este Boceto tan borde,
profilaxis alguna para vivir ni remedios imaginarios de contención: sé a tumba
abierta, único, sin vástagos reprochadores.
A
palo seco si es menester, como el vodka, aquí te pillo, aquí te mato, más vale
pájaro en mano que ciento volando, paloma que vuela a la cazuela.
Uno
se confiesa a través de sus obras, confesó Conrad harto del asedio de un
periodista atosigante que buscaba inútilmente el gato en el garbanzal.
Yo
pinto, y basta, dicen que dijo Picasso sentado sobre el baúl lleno de miles
y miles de billetes de cien dólares,
remedando a aquel pobre Nonell… pobre por buen pintor que murió joven sin dejar
de ser rebelde: celebraron, por fin, sus gitanas, llegó el dinero… y les dio
con la puerta en las narices pintando ahora unos tétricos bodegones que
tumbaban de espaldas. Un maldito.
Uno
vive, y parece (como si no parece, qué más da) que basta con ello.
Mi
pintor pompier favorito es Schiele,
dijo a destiempo, pues todo en la vida es a destiempo, un cúmulo de relaciones
invisibles que unen unas cosas con otras por puro azar, una casualidad que mata
o celebra. Lo volitivo sólo es el camino bien aprendido del burro camino de la
cuadra. Uno siempre decide, pero nunca es el sujeto o la causa que
determina el hecho.
(Efectivamente,
si mi abuela tuviera dos ruedas sería una bicicleta.)
Las
cosas son, pero eran mucho antes de serlo, ya entonces en las manos sabias,
justas, tortuosas o estrafalarias del azar.
Yo
le voy a enseñar a esta Hanna a admirar a los pompiers, que colman la mirada de sosegada voluptuosidad, antes que
las figuras tan carnales de Egon Schiele, que desnudan tus peores intenciones:
aquellos te hacen soñar; éstos te obligan a reflexionar.
Hace
cien años que todos murieron.
Cuando
el mundo era tan nuevo que los hombres antiguos eran recientes.
Cuando
el futuro de ellos ya es nuestro pasado, qué cosas.
¿Qué
es el azar?, pregunta. Tiene una idea de ello, pero no encuentra las palabras
exactas para definirlo.
El
azar es lo que hace en el mundo las cosas perfectas, le contesto al pensar que
todo lo que el hombre construye, incluso lo bello, que no deja de ser una
construcción compleja o instantánea, es perfecto
sólo para sus ojos y para su utilidad práctica. Una piedra de forma irregular,
que se representa a la vez a sí misma y a todas las piedras, es un objeto bello
per se, tan admirable como una virgen
románica de madera pintada con colores intensos. El azar, insiste mirándose en
el espejo esa cosa que es él, es una especie de capricho mecánico, un artilugio
invisible de refinada ingeniería que hace que las cosas funcionen sin reglas
predeterminadas y los sucesos sobrevengan sin cálculo y con alevosía: un
encuentro insospechado, un nacimiento imprevisto, una muerte violenta provocada
a deshora…, y todos los demás incidentes algo ridículos por el incomprensible
reparto de su acontecimiento: un tumor en el cerebro, un billete de lotería
agraciado con el primer premio, un accidente de aviación, tu asesinato en la
medianoche a la salida de un bar de copas con una puta misteriosa de ojos
verdes colgada del brazo al confundirte el matón con cualquier otro mangante…
Calla,
pero sé que sigue buscando una respuesta al intríngulis, ese perfil ceñudo de
adolescente decepcionada no me engaña.
La
visión del mundo y sus marañas, tan atareado, tan colmado de estrategias
existenciales, de interrelaciones, de conmociones naturales y el siempre
omnipotente azar desbaratando las cartas en cualquier rincón del planeta le
confunde: podría tener la explicación de todo lo existente en la punta de la
lengua, pero carece de ese verbo magnífico que lo exprese y también de su justa
palabra.
Observo
disimulante que me mira con curiosidad cuando desvío la vista a lo lejos o a lo
cerca (pero al lado contrario de ella): quiere leer en mí lo que tampoco yo soy
capaz de escribir, aun de pensar
siquiera.
Tendrás
que llevarla al ficus. Dejarla encerrada allí unos días, a pan y agua, como se
solía decir antaño cuando castigaban a ese viático tan magro al malo o a la
mala por matar al bueno o a la buena, o por desobedecer a tu madre (que además
añadía por cuenta propia un revés violento en la boca) o por discutirle al
padre Aurelio, un verdadero diablo, la improbable bondad de Dios al permitir
que un bicharraco como él vestido de negro agustino acampara pederasta a sus
anchas por el mundo.
¿Quieres
que te devuelva otra vez vestida y con un lazo a ese erotismo pobretón y
sórdido de retrete o al de la cama pequeña sin hacer de los sábados en una
habitación rosa iluminada por una lámpara de pantalla azul llena de muñecos
regordetes con pelos largos, el ordenador sobre una mesa que es más bien una
pertinaz tabla pegada a la ventana que no deja ver el exterior, que ni permite
pasar la luz ni el aire benéficos del día incipiente, el teléfono móvil, cuatro
bibelots, prendas de vestir caídas en el suelo, media docena de libros (mangas)
mal alineados en un estante fijo a la pared entre dos carteles de cine, Viernes 13 y [Rec], un montón de revistas junto a una papelera verde de metal y
un televisor viejo de cañón de 15 pulgadas?
(Se aburría, leía o dormía de rabia, escribe Baroja de una señorita en alguna parte.)
Te
presento al señor Egon Schiele.
Una
pantalla de plasma de 60 pulgadas, no cabe, ni por pienso, en tu habitación
rosa que huele a chicle y a una colonia de inclasificable calidad y
denominación, pero ahí intercambiáis las tarjetas de visita. Nos arreglaremos
con la pequeñez y las estrecheces de tu aposento.
A
este pintor de pocas palabras pero ególatra y megalómano se llega, aunque te
asusten los penes flácidos y arrugados y las vaginas amoratadas y desgarbadas
de sus pinturas y acuarelas, a través del pompier
más refinado. Es un sensual que necesita disfrazarlo del modo más descarnado y
bruto posible. Tapa el pompier como
si tuviera vergüenza de su empalago visual… con la crudeza de la carne y el
sexo magullados.
Schiele
se miraba mucho en el espejo.
Schiele
se hizo fotografiar decenas de veces.
Schiele
se autorretrató más de cien veces: mucho
se quería.
(No
ocultaba las orejas de soplillo travieso.)
A
través de las fotografías no se aprecian excesivos cambios en su semblante:
murió joven. Su padre, sifilítico, murió también sin alcanzar la vejez,
prácticamente loco, a punto de llevarle a la locura a él mismo a causa de sus
violentos desvaríos.
Hace
cien años así eran las cosas.
Se
asoman los paisajes en su obra, pero éstos parecen propios de lo onírico, de
esos sueños inquietantes que mezclan ciudades, panorámicas, horizontes y
monumentos… El artista arbitrario amalgama dos pueblos diferentes en uno, los
funde en el crisol de la pesadilla, y en
gran parte de sus cuadros de paisaje asoman la alucinación, la visión del
excéntrico, una confusión aterradora.
Es
un excéntrico este admirador de pompiers. A la cárcel con él, es un corruptor de
menores. De ellos se vale para representarlos en sus lienzos y papeluchos como
si fuesen colgajos de una carnicería, ¿pues no mete la nariz en las vaginas
púberes?
Ojo
con las ninfas y los efebos pasivos de boca abierta.
Poco
valen sus cuerpos (o tal vez mucho a los ojos de un pintor), unas monedas, el
suelto de los bolsillos, y al rato les devuelves prostituidos aun sin tocarles
un pelo a sus cuevas insalubres de la periferia urbana, desgalichados y
desnutridos.
Quiere
independencia, libertad absoluta con su ninfa, de modo que rompe los últimos
lazos que le unen a una familia pudiente y en constante alarma por sus
extravangancias artísticas.
Era
rico; ahora, es pobre. Entretiene las tediosas tardes del domingo fabricándose
cuellos de camisa de cartón con los que disimular los viejos, mugrientos e
inservibles de tela.
Un
día le chillan al oído: ¡A la mazmorra!
Se
salva por poco: 24 días en prisión por escoger modelos de entre la chiquillería
femenina sucia y escuálida a las que desnuda por una calderilla.
La
primera vez que expone, lo hace conjuntamente con otro bruto, aunque éste no
necesita de la desnudez para agarrar del pescuezo al burgués y estrellarlo
contra la pared: le basta con la briosa pincelada, los colores derrochados: al
paso de Kokoschka todas las arañas desbordantes de luz de los salones y
palacios de Viena se venían al suelo con el estrépito de su materia de
quincalla. Ése era su compañero de entonces: ése rompía los mundos burgueses
con sólo mirarlos.
(Un
bruto singular que en pleno éxtasis carnal con esa Alma apagavelas no duda en
confesar que su máxima aspiración de felicidad por entonces es… ¡visitar
Gibraltar!)
¡Qué
tiempos los de la Viena de Wittgenstein!
Escribe
sólo para los dioses.
Pinta
sólo para los dioses.
Este
Schiele, muy engreído y autosatisfecho, que felicita a su madre por haberle
parido, sólo por esa razón has de pasar a la historia, es un pintor ginecológico
que posee la mayor colección de pornografía japonesa de Europa. Qué tipo de
nula apariencia.
También
lo pompier es pornográfico. Hay que
saber ver tras la voluptuosidad enfermiza la carnaza al aire, sus efluvios
cálidos y mareadores de la piel, la violencia que también promueve desde el sosiego pictórico una
desnudez que incita aparentemente a la armonía e induce secretamente al ultraje
inmediato.
Una
educación sentimental, una perversión en toda regla, Hanna, atiende estas
lecciones del especialista en Goya.
Se
necesita una brigada de bomberos con el casco puesto para apagar el incendio
que ha brotado de la entrepierna adolescente.
Marruecos, jaula de pájaros: ¡qué de hembras apetecibles a las que atravesar con la
pasión y voracidad del centauro más lúbrico! Deja a solas con Boceto una de las driadas de Moret, de
esplendente y virginal desnudo, y el
bosque todo ha de arder por sus cuatro costados; tendido en la cama, déjalo a
solas con las tentaciones que acosaban a Buda (Las tentaciones de Buda): una sola de sus eyaculaciones estériles
habrá bastado para relegar al olvido una religión y su caterva de santones,
borrarlos del mapa, avasallarlos por una hueste de sultanas indolentes e
insaciables que revolotean medio desnudas entre acariciantes sedas y almohadas,
brocados y tules y rebotan como figurillas de goma en la lubricidad de sus
sueños contra sus paredes craneales.
Brutales
acometidas las de después... al aire. Se descompone en piezas que más tarde
habrá de armar de nuevo, volver a ser el que era, el éxtasis derramado lo
devuelve exhausto a la grisura culpable del Gran Masturbador daliniano.
Esa
muerte de golpe, repentina e invencible… Ahora habrá que esperar un rato.
Soy
un cuerpo, confiesa finalmente
Nieztsche. Una lástima.
Peor
aún: soy esclavo de ese cuerpo, una víctima de sus leyes tan simples,
perentorias e inevitables. Pobre.
¿A
usted le gustan los trenes?
Me
gustan los trenes antiguos. Me gusta que me lleven de un sitio a otro, y me
gusta especialmente que se detengan por breves instantes en estaciones lejanas
y solitarias, me gusta contemplar desde la plataforma los andenes desiertos y
silenciosos, los grandes árboles de copiosas frondas que se alinean a largo de
las vías, el aire suave que agita sin ruido las ramas, me gusta sobre todo la
inmensa tranquilidad que se respira en torno a ese apeadero perdido más allá de
los lindes de la pequeña ciudad. Me apearía sin dudar en ese lugar.
Tiene
alma de viajero este infatigable oteador de vaginas.
Viola
sin necesidad de tocarlas a todas las mujeres, algunas solamente chiquillas de
la clase más baja, que se le ponen por delante con las piernas bien separadas y
el sexo bultoso y peludo al aire. Le basta con olerlas, sajarles los genitales
y pegarlos con colores muy llamativos sobre la cartulina o el lienzo. Se
emborracha de la cercanía de esos cuerpos femeninos tan descifrados y expuestos
obscenamente como lo hacía Van Gogh con los paisajes en llamas de Arlés.
Van
Gogh tuvo una habitación en el sol, una habitación amarilla y azul tan grata al
fin de la jornada para un alma cansada pero satisfecha, en acuerdo con el
mundo. A Schiele le basta una habitación, sin simbolismo de ninguna clase, en
la prosaica y tan reconocible ciudad de Neulengbach. Una habitación celda sin
ventana al prodigio de la tierra, que nada le importaba.
Genio
es quien habla con los dioses, escribe. ¿Cuál de los dos?
Van
Goh vivió, al cabo del tránsito, en el infierno.
Él
vive en el paraíso. Y olvida la maldición de tu madre: te dio la vida, pero la
existencia te la debes a ti mismo.
Como
todo creador genial, es un pequeño déspota: no tolera irrupciones en su camino
de artista y hombre libre por encima de todo, pero él se inmiscuye en los
asuntos y andares privados de los otros, elige con cálculo de sátrapa entre la
amante antigua y la advenediza adinerada: Me caso con ésta última porque me
resulta más ventajoso, le dice a la otra, que no le queda otro remedio después
de haber aireado su vagina mil veces a instancias del Gran Artista que
alistarse en plena guerra de enfermera en la Cruz Roja. Murió enseguida, antes
incluso que el amante que la despachó a las primeras de cambio a causa de su
matrimonio por conveniencia.
Sin
miramientos, claro y raso:
Adiós,
adiós:
Dibujaba
a mano alzada y alla prima.
A
Egon Schiele siempre le gustó jugar a las casitas, como a Paul Klee.
Tu
padre invitaba a fantasmas a cenar. Obligaba a que dispusieran en la gran mesa
del comedor cubiertos preparados para ellos. Sólo los veía él. Pero, ¿quién es
capaz de negarle a un moribundo sus visiones y sus visitas de ultratumba? Que
coman.
A
Egon Schiele una vez al día, al menos, le gustaba escribir sus pensamientos y
ocurrencias: bonito somnífero.
Nunca
leas nada de lo que plasmó en un papel, parecen textos escritos por un
adolescente con mal de nervios y pésima pluma.
Lo
pagó caro en sus comienzos el creerse el genio que sin duda fue años más tarde:
…Un capítulo especialmente escabroso
de la mísera indumentaria que poseo es mi ropa interior…
En
fin, un estudiante pobretón en una Viena que amontonaba genios por todas las
aceras recién nacido el siglo XX.
¿Y
qué aprende mientras sueña con sexos femeninos tan rotundos a la vista?
Aprende
a dibujar:
Dibujo
Antiguo y del Ropaje.
En
todo caso, no cree en la modernidad:
El
arte no puede ser moderno; el arte es eterno.
¿Sus
señas de identidad?
A
la espera de la colección de las vaginas a toda plana, a todo color.
Medias
negras sujetas con ligas rojas que dejan ver la blancura inmaculada de unos
muslos de muchacha con los ojos grandes y pintados muy abiertos.
Es
otra perspectiva de mirar las cosas… las mujeres. En efecto, el artista ha roto
con las reglas de una perspectiva que adiestraba los ojos de nuestra época
desde el magisterio renacentista… Y, ahora, ¿qué? Este gran erotómano dibujante
y escudriñador infatigable de pliegues y honduras mórbidas, este ojeador
fisiológico, entomólogo de la mujer araña, ha roto con todos los preceptos: esa
muchacha flaca y desnuda, de coño peludo y mirada de máscara, ¿está tendida o
de pie, sentada… o flota en el espacio?
Divisa
desde las alturas a la ninfa postrada, acuciada por el deseo o desfallecida por
el orgasmo reiterado del empalador con el pincel en la mano. Desestructurada
por las acometidas del macho tarda en recuperar la respiración, de enfriar las
mejillas que le arden y aplacar el tremolar de las piernas y dejar quieto el
sexo palpitante. Tan saciada está de placer que su desmayo asemeja el aire de
ausencia del intoxicado por el opio más extraordinario.
Desde
lo alto de la escala te contemplo: siempre tendida:
Muchacha durmiendo. Finges que lo haces, y las piernas aún juntas no han
de tardar en abrirse como una gran flor acuática. Se abrirán de par en par, y
yo hurgaré en tu herida rosa y bultosa con los dedos y la verga hasta cansarme
pero tampoco esta vez descubriré el misterio de lo que eres, una mujer, una
diferencia.
(Te
conozco muy bien, artista, después de 2.000 dibujos y acuarelas y 300 cuadros
la cosa te sigue resultando inaprensible, indescifrable, la entrada a un enigma
al que más tarde o más temprano apartas de tu imaginación de un manotazo sin
haber solucionado nada de nada, y de todo ese esfuerzo siempre en vano sólo
queda la huella de tus pesquisas, una estética residual que se vierte en el
papel, esos trazos coloreados que, como un sucedáneo, embadurnan el lienzo. Y
es todo... O no, porque mañana, de algún sitio, brotará el canto de la sirena y
el misterio vuelve a atraparte, y a él te lanzarás de cabeza, a bracear en las
aguas de ese mar en forma de mujer.)
Te
he pintado de rojo los labios. Te muerdo la boca, y no sé si lo que se desliza
por las comisuras es sangre, carmín… o pintura. Yo no sé. Te he cercenado el
pulgar (esa amputación es marca de la casa).
Te
he visto en sueños y te he obligado a que en los tuyos te veas a ti misma.
Tienes la cara de payasa. Embelesada, esbozas una sonrisa. Tienes las piernas
desnudas tan separadas que se diría que de un momento a otro vas a romperte en
dos mitades simétricas. Con los dedos abres los labios mayores de tu vulva en
llamas, alumbras sendas gloriosas, ¡a qué abismos nos invitas!
Te
he teñido el pelo: eres la joven rubia
con medias verdes. Te lo he vuelto a teñir de negro azabache, una larga
melena que se derrama por tu espalda desnuda hasta el talle: ahora eres un desnudo femenino con medias verdes o la mujer de cabellos negros. Mira lo que he
hecho, Hanna: te he cambiado el nombre, un capricho momentáneo: lee la cartela
al lado de tan estimable muestra de mis pinceles: Wally en blusa roja con las rodillas en alto. Qué de travesuras soy
capaz de perpetrar sólo porque me da la real gana: de ti hago (nada menos) un desnudo femenino sentado… ¡pero
descansan tus posaderas en el espacio, nada de asientos o sofás! A renglón
seguido (niégalo si puedes) con la varita mágica de los martes te convierto en
una lesbiana recitadora de versos sáficos que susurras con cálido aliento en la
oreja de tu compañera entregada, eres una de las dos muchachas acostadas y entrelazadas o la que se halla a la
izquierda del espectador en dos mujeres
abrazándose, se oprimen con fuerza una a otra, se restriegan morosas los
pubis recíprocamente sin importarles en esa hora de éxtasis el dios o el
diablo, la vida o la muerte: nada hay más allá de ese delirio. ¿Te gustan tales
apreturas? Bajo una luz nocturna, habitante en la ciudad muerta III, ciudad sin horizonte y tapadas violencias,
rodeada de aguas negras, organizo fiestas más lúbricas, acaecen conversiones
insospechadas y mutaciones asombrosas: mi verga, la hostia roja, inflada,
enhiesta como un cirio, alcanza una dimensión que roza lo eutropélico (rían,
pues, los envidiosos varones): yo diría, sin exagerar, que en esta afortunada
erección se ha estirado un metro y adquirido un grosor de quince centímetros,
pobre de tu receptáculo, así que te limitas a agarrármela: ¡cuántas tardes
juguetonas te imagino con ese apéndice monstruoso entre las manos de cuatro
dedos chupeteándolo y mordisqueándolo, cabalgando (a lomos, como en la escoba
de la bruja) sobre tan fantástica polla sin llegar a hincártela entre los
muslos! Te he convertido en esta ciudad de luz lunar en mi hermana, la más
pudorosa: el pincel incestuoso recorre el temblor de tu carne, ocultas los
mínimos senos con los brazos y giras la cabeza hacia atrás, como buscando la
huida de ese de la estirpe de Odin que ha hecho de su arte de oro y sangre la feliz
coartada para aliviar su condición de entrometido universal y sacrílego en todo
aquello social o moralmente aceptado y estipulado. No acepto reglas ni excusas
en el ejercicio de mi oficio que puedan coaccionar mi conciencia libérrima. El
dios y el diablo sólo existen en el arte, que es como decir en la creación.
Fuera de ello, son ataduras y líneas rojas para melifluos y gentes acobardadas.
Te he convertido, así de fácil, mi hermana, la menos pudorosa, en la maliciosa, una mujer que hace de su
boca la mueca más lasciva, una bruja de facciones hermosas pero con ojos
terribles, de mirada repulsiva: no era una tentación voluptuosa esa mirada sino
una exhortación al desastre, a una degradación física y material de la que
nunca podrías escapar, en sus pupilas podías leer el futuro deterioro personal
que te conduciría al probable suicidio o a una muerte penosa. Boceto se pensaba a sí mismo con mayor
cautela: si no soy poeta mucho menos maldito, ni por pienso habrían allí, en la
encrucijada de su interior, tirones de ninguna clase: ni el tirón del sexo, una
imprescindible sacudida liberadora –cuantas más veces, mejor, se decía con alegría satánica (como escribiera Baroja
en alguna página), después de haber follado como una bestia sin importarle si
infligía daño o provocaba placer en el otro cuerpo a su merced-, ni el tirón
del poema hermético, que puede servir para comprometerte con la esencia del ser
durante unos instantes, si eres poeta rápido y fluyente –Aleixandre- o durante
semanas si eres lento y concreto –Gil de Biedma-, y luego, a vivir que son dos
días, con la polla o la pluma de nuevo engalladas y dispuestas a comerse un
mundo que se vuelve dulce o sórdidamente poético, dependiendo de la felicidad o
tristeza del trago; uno acaba heroico con una copa en la mano frente a un
confesionario Charlie que desdeña las penitencias: una copa más y estás libre
de pecado. Anestesiado y listo para la eternidad. Sigue, pues, con la muñeca,
zarandéala sin reservas de acólito mojigato, que tiene buena tragadera. Ahora,
Hannita, acostada (acostada en el aire) con un vestido azul, te levantas las
faldas, separas las piernas y dejas ver un coño rojísimo, al rojo vivo,
infernal, como los gruesos labios pintados de un rojo también rojísimo, que ni
el bombero más pompier apagaría con
todas las aguas del Estigia. Me gustan las ligas azules a medio muslo, medio
sentada (sigues en el aire) con el culo dispuesto a la arremetida, un culo yo
diría que amoratado por antiguos juegos prohibidos y presto al combate. Ahora
ya sé quien eres y dejas de ser la ninfa imaginada, eres la desnuda muchacha con cabellos negros,
una mixtura casi irreal de la boca sensual y la obscenidad de unos ojos que lo
han visto todo, incluso han visto los mismos ojos de Dios, el voyeur más vicioso
y aficionado de sus criaturas, posarse en tus pupilas. En efecto, no eres la
pobre desmadejada que vende su enfermiza y nada deseable apariencia por unas
monedas, ni esa mujer de demasiada vagina, de demasiados muslos, de demasiadas
medias negras, ni eres la bailarina Moa de cabellera africana y peludas axilas,
y tampoco eres ese desnudo yacente con
medias negras que parece encerrarse con premura en un ataúd azul, eres, sí,
esa muchacha de los cabellos negros, no eres solamente una mezcla prosaica de
acuarela, guache, lápiz y tiza, eres mucho más y estás hecha de una sustancia
inefable que da lugar mediante el impulso de la creación a un nacimiento de
carne y hueso: la muchacha de cabellos negros, tan alejada del aspecto varonil
de ese desnudo femenino de pie con paño
azul, pues aunque me complace la andrógina ambigüedad de su rostro, su
bonita boca roja, la mirada caída y sosegada a un punto invisible y sus senos
de pezones de púrpura, nada me gustan el culo respingón de macho, de chapero
chulo, la musculatura de sus piernas, los brazos de bribón, el sexo invisible
que no puede adivinarse, ¿ninfa o efebo travestido? Más me seduce la espesura
genital que ofreces a mi boca cuando acabas convertida, nacida del dulce costado del dormir, en el desnudo femenino acostado (acostado, cómo no, en el aire… del
sueño) con las piernas separadas,
descubrir el camino a tu vulva con la punta de la lengua a través de esa
boscosidad espesa, negrísima y fragante. Toda esta multitud de seres, de
cuerpos desnudos, ¿tienen alma? Por algún lugar del dibujo, del trazo del
pincel o de la tiza, de la aguada y el óleo, ha de asomar la patita… ¿O yace
agazapada tras la puerta del sexo? ¿Se halla entre los dedos masturbadores de
esa mujer con turbante verde, las medias bajadas a los tobillos y calzada con
zapatos de tacón? Qué mujer extraña, de nariz ferozmente puntiaguda, se me
antoja que es la misma de la media verde,
su actitud es la de aquella que se prepara concienzudamente para entregarse con
todo el tiempo del mundo a sus juegos solitarios, qué desperdicio, al contrario
que la muchacha de la gran cabellera enredada de color castaño que se derrama
por su espalda desnuda, tumbada boca abajo, apoyado el rostro sobre la mano en
un gesto flemático, separados los muslos poderosos…, aburrida de esperar al
amante que ha de sodomizarla varias veces esa noche.
¿Qué se hizieron las damas,
sus tocados e vestidos
sus olores?
¿Qué se hizieron las llamas
de los fuegos encendidos
d’amadores…
…………………………………..
Porque perdimos la gloria
y heredamos detrimento
terrenal.
…………………………………..
El
fisgador de coños ha trocado en animal comestible. Hasta le abren las
honorables puertas de un museo. Huele la muerte, la palpa como antes sobara
hasta el cansancio la forma de la mujer, que en él eran todas. Él también huele
a muerto. Deja de recrearse en el desnudo de la carne gloriosa por humana y
mete las narices en la pintura, que es siempre trampantojo, se mancha de óleo,
volatiza el sexo: habla de una luz misteriosa que emana del cuadro mismo, una
luz mortecina o tenebrosa, lunar. Todo es ya un preámbulo a la muerte. La
calidez descarada de lo humano ha dado paso a la gelidez de lo respetable:
pinta una muchachita sentada (sentada… aunque en el aire, convengamos por
simpatía al artista de la primera época en esas pequeñas rebeliones) vestida
hasta el cuello. Pura castidad. Puaf. A otra ninfa, con expresión de vencida,
derrotada de antemano, la pinta cubierta de abrigos y hasta tocada con una
cofia que da verdadera grima. Cambia la esplendez del desnudo femenino por las
ciudades negras. Se ha desenmascarado, por fin.
El
siguiente paso de aquella primera época tan añorada sería representar en el
papel de barba o en la tela el gran pez de plata a medio salir, vivito y
coleando, de la vagina afeitada de la
ninfa de ojos entrecerrados.
Y,
luego, muchos retratos hace éste. Enmascara a otros, que le pagan no demasiado
generosamente, pero le pagan y acentúan su nueva condición de pintor de
encargo.
Antes,
mucho antes:
Las blancas, pálidas muchachas me
mostraron su pie negro y la liga roja
y hablaron con los dedos negros.
Las
hacía suyas, pues las desvestía, las componía, las eternizaba a las ninfas casi
abiertas en canal desde los genitales.
Murió
muy poco después de su inesperada regresión al mundo burgués, contagiado de la
muerte de su propia mujer, tres días después de ella, y dicen que dijo: Ahora
hay que partir.
Ni
una palabra más.
¿Adónde?
Hanna,
¿te devolvemos a tu mamá?
(Vestidita
de azul.)
Pervertida
del todo, a un paso de meter el delicado piececito de damisela en los funestos
dieciocho años, interrogaba al sabihondo, ansiaba descubrir en sus preguntas
directas estados de fisicidad –animal, sin amor- que le rondaban por la mente
calenturienta de la medianoche, qué ninfa imaginativa, que suciedad tras
aquella frente lisa y suave de perla: ¿Cómo follan dos hombres, ¿qué se hacen?,
¿cómo se besan y acarician?, ¿cómo se penetran uno a otro?: Boceto echaba mano de lo infalible: le
mostraba una colección de pinturas de Bacon –Pero, ¡aquí no se ve nada!, se
quejaba perpleja- que lo expresaban todo en esa carnicería de color, en
aquellas mezcolanzas y trabazones de cuerpos de hombres serios, maltrechos y
heridos, torcidos, humillados, flagelados, descuartizados, le refería anécdotas
y avatares del artista lejos de la inmensa mugre de su estudio londinense, una
vieja cuadra en South Kensington, le contaba su propensión a lo abyecto y lo
ruin, narraba su gusto por el olor a urinario y mierda. ¡Qué tipo!, exclamaba Boceto en un intento de llevar la
atención de la ninfa a terrenos igualmente subyugantes pero menos escabrosos:
despilfarraba en bares y restaurantes cientos de miles de libras de los
millones que se embolsaba, bebía champán Krug Vintage y carísimos vinos como el
Burdeos Premier Grand Cru, que no dudaba en combinar con whiskys adulterados de
garrafa, y, no obstante, vivía en un apartamento sin baño ni calefacción.
Pareciera que amanecer sucio, pringoso y follado en aquella oscura pocilga
fuese la penitencia.
¿Eso
era todo?
Naturalmente,
eso no era todo.
Bacon
veía en él mismo trabajar a la muerte, día a día, poquito a poquito le robaba
vida, una moneda suelta, dos…
Con
lo fácil que hubiera sido que Caronte hubiera exigido el pago al contado. De la
forma que él hubiese preferido, sin titubear hubiera echado mano al bolsillo.
¿Cómo
quiere morir?, le preguntó un estúpido y desgraciado periodista en cierta
ocasión.
¡Rápidamente!,
contestó Bacon.
La
pintura texturada que contemplas en las obras de Bacon son los fluidos, las
excreciones y deyecciones de esas mismas figuras que ves representadas en el
cuadro: son el vómito y los excrementos que expelen esos seres al alumbrar el
día después de la noche saturnal de vino y semen.
Quiere
más, la ninfa anhelante, pues en estos lugares que hemos conformado libre de
reglas sociales y gramáticas envaradas crecen los portentos a menos que te
descuides, que nadie crea entonces que están desiertos y sólo recorridos por la
pluma silenciosa: por aquí circulan como si nada caprípides, sátiros y ninfas,
y también dicen unos que les han dicho que habitan faunos que vagan por las
noches con travieso alborozo, y hasta Pan con la cabeza cubierta de ramas de
pino tañe el caramillo y, burlón y terrible, se deja ver entre el boscaje.
Más,
exige la ninfa.
Al
adolescente Francis Bacon le atraía sexualmente su padre (¡que horror,
mierdecilla!), pero el día que su progenitor lo sorprendió exhibiéndose delante
del espejo vestido con la ropa interior de su madre, lo expulsó de casa, así
que durante un tiempo no sabía si contratarse en un burdel berlinés para
homosexuales o convertirse en artista, que es recurso fácil y alternativo para
desorientados. La visión de un centenar de obras de Picasso en una galería de
París precipitó el afortunado desenlace: “Después de ver aquello pensé que yo
también podría ser artista.”
De
aquella decisión a leer a Esquilo hay un paso, y lo dio, como le ocurriría a
Rothko, ensimismado lector del griego.
Algo
muy natural, debemos pensar.
Pero,
¿qué?
¿Qué
ocurre con Esquilo?, ¿qué les sugiere o en qué les influye a estos artistas tan
contradictorios entre sí aquel hombre de espada que despedazó y ensartó cuerpos
enemigos hasta hartarse en las batallas de Maratón, Salamina y Platea?
Soldado
antes que poeta, al igual que el otro nacido en Alcalá de Henares dos milenios
después, y que más tenía en orgullo haberse batido en Lepanto que inventar a
don Quijote, Esquilo apunta en el epitafio de su tumba su peripecia guerrera y
desdeña hasta el olvido su condición de poeta: … testigos de su valor en la
lucha fueron los persas, de largas cabelleras, que lo padecieron.
Merde pour la poésie.
Esquilo propone a los
oyentes de sus tetralogías una constante rebelión contra los dioses y sus
caprichosos designios. Erige a Prometeo como conductor de sus poemas rituales.
Prometeo, el que adivina, el que del barro crea y modela al hombre, el que
engaña a los dioses, el que roba el fuego de la fragua de Hefesto y lo trae a
la tierra escondido en el tallo de una planta, el que desvela los secretos del
metal a los hombres, Prometeo, al que, juguete ya en manos de los dioses, lo
encadenan en un monte del Cáucaso donde el águila de Zeus devora su hígado una
y otra vez pues nace de nuevo cada día para alimento fresco de la rapaz.
Prometeo es el
ejemplo, debieron decirse: es el perfecto ladrón del misterio de toda creación:
Gracias a mí, los hombres ya no desean la muerte, se dice. Les ha dado no sólo
el fuego, sino la esperanza, y les descubrí la más bella de las ciencias, los
números, y formé la combinación de las letras, les concedí el secreto de todas
las artes, y les di la memoria, madre de las ciencias, alma de la vida.
Esquilo, a través de
Prometeo, humilla a los dioses. Es el desafío.
La tierra tiembla: la
condición y el lugar perfectos para el artista, es entonces cuando, borracho y
solitario, en su estudio le da la vuelta al mundo como a un calcetín.
Más,
pide indignada la ninfa insaciable.
En
realidad, más que a Prometeo era a las furias, de la mano de Esquilo, a las que
se debían las turbulencias pictóricas de Bacon, especialmente cuando se hallaba
ebrio por completo, meado y manchado de esperma de arriba abajo.
Aunque
Bacon nunca dejaba de leer una y otra vez La
Orestíada, una lectura feliz conjuntamente con las tragedias de Shakespeare
y la moderna poesía de Eliot… que no por ello alejaban de su mente las
carnalidades más crueles plasmadas en sus cuadros luego de sus orgasmos
etílicos: ¿a quién complace ese niño paralítico andando a cuatro manos entre
paredes negras?
A
eso se le llama follar en el infierno.
Sobre
todo si uno ha vivido sus primeros años en una mansión rural que disponía de
dieciocho habitaciones y sus moradores tenían a su servicio cinco criados y una
veintena de trabajadores y mozos de cuadra.
Su
padre, domador de caballos.
No
pudo con él: indomable (imperfecto, incorregible, ni un paso atrás en la vida y
en el arte).
El
artista no tiene miedo, ni a los suelos verdes ni a las paredes horriblemente
rosadas ni a los cardenales con la bocaza abierta que pueden desgarrarte el
cuello con sus incisivos afilados. El tipo quiere vivir ciento cincuenta años.
A sí lo declara. Peor aún, desafía al tiempo tan invisible que es:
Yo
no me conformaría con vivir sólo ciento cincuenta años. Siento una rabia
tremenda al pensar que no voy a vivir eternamente.
Esa
es la razón por la que sus personajes encerrados entre los cuatro ángulos del
cuadro griten. Gritan a más no poder. Les vemos hacerlo, pero no les oímos.
Gritan
esas figuras nacidas del asco de sí mismas como el propio Bacon había gritado
cuando de joven anduviera por el Londres de los años veinte merodeando en torno
la carne más estricta de las pollas y los culos, ganando cuatro cuartos en
oficios de criado, cocinero, dependiente o taquígrafo.
Yo
aprendía a dibujar estudiando la obra de Picasso, dijo, ya en la posteridad.
Era
la época Picasso de un ojo en la frente, la boca en una oreja y una mano en el
culo.
Buena
academia.
Mientras
tanto, mamá, a espaldas de papá, sufraga algunos de los caprichos del artista
en ciernes, como la compra periódica de Cahiers
d’Art o el importe de las entradas para el cinematógrafo (sic) donde visionar Metrópolis, El acorazado
Potemkin, el Napoleón de Abel Gance y Un perro andaluz.
A
ver si nos entendemos. (A otra cosa.)
Me
he investido en el papel de Iturrioz: te dominaré, renacuajo con faldas: no me
basta con follarte. Seré tu mentor vital.
¿Hasta
qué límite?
No
sabría decir.
Una
pista tan sólo, nos bastará con eso.
Bien,
digamos que no negaría ser un escudriñador de las maniobras de las arañas y las
abejas. Un poco Baroja soy, grafómano y paseante, algo misógino, muy misántropo
por conocerme demasiado a mí mismo: me sobra con Charlie y su actitud
servicial. Los demás, al hoyo.
Defínase
con mayor exactitud.
Cuenta
don José Ortega y Gasset (imbatible con esas dos eses de añadido) que a nuestro
hombre Baroja, una sobremesa alcohólica de café y puro, en tertulia
dicharachera lo calificó un pobre diablo catalán, un tal Pompeyo, de ogro finés
injerto en godo degenerado. Pues me parece ajustada, en lo que a mí respecta,
la descripción, no lo niego… Aunque pensándolo bien, cualquier otra explicación
etnológica de mis orígenes contraria a aquélla, también me explicaría de igual
modo. Qué sé yo, un tipo solitario encorvado bajo un abrigo de piel de camello
paseando calle arriba calle abajo al atardecer, deteniéndose de cuando en
cuando frente al escaparate de una librería de lance, sólo cautivado por los
libros viejos escritos por gentes hace tiempo muertas: la modernidad y el
presente con sus novedades ya han dejado de interesarme.
Entonces,
¿qué esperar?
Es
fácil, sentarse a la sombra del manzanillo y dejarse hacer sin miedos ni
precauciones por esas manos negras que hurgan en tu pecho hasta dejarte vacío.
Vivir
150 años:
Aquí,
padre, lavándome la costra negra de los pies en la fuente de Juvencio.
¿Quieres
ser joven durante toda la eternidad?
Sólo
los pies, que aguanten toda la demás podredumbre de más arriba. No me importa
ir por el mundo con los pies absolutamente sanos y el cuerpo podrido: esto no
lo superaba ni Diógenes.
A
Bacon le sobraba el manzanillo.
Bastó
la sutil y clara primavera madrileña y el recuerdo de los besos de un hombre
español para acabar con él, el tipo que iba a vivir ciento cincuenta años
rodeado de sus pocas posesiones de a real el cuarto. Una de ellas: la
fotografía que muestra el asta del toro penetrando por la cuenca del ojo de un
torero valenciano hasta reventarle el cerebro.
Otra:
su colección de bolígrafos. Abocetaba con ellos, como un chico cualquiera de
instituto que muy seguro de sí mismo desdeña el lápiz y la goma de borrar.
Lo
encontré en la mesa 6 del Cock, un atardecer en Madrid. Era su costumbre
tomarse tres o cuatro Martinis antes de la cena.
Me
miró con total desconfianza, como si hubiese adivinado perfectamente que clase
de calaña tenía el tipo que se había presentado ante él mediante el subterfugio
de una supuesta amistad con su querido actual.
¿Dibuja
usted al natural, señor?
¡Qué
ocurrencia!
Su
síndrome de Diógenes eran los montones de revistas, recortes de periódicos y
fotografías viejas que se alzaban en rimeros gigantescos en su estudio junto
con pilas de libros de arte y catálogos de los que no dudaba en arrancar de
cuajo todas aquellas reproducciones que le interesaban: bajo la luz cenital
aquel basural de papel y mugre era su natural,
y de allí brotaban los modelos que seleccionaba su retina.
Va
por usted, maestro.
Alcé
la copa. Un Martini de excelente combinación.
Jugador
hasta el final, desafió a la muerte con la pata de conejo en el bolsillo y,
enfermo, desoyendo los consejos del médico, viajó a Madrid de nuevo en busca de
Velázquez… o de las caricias postreras de su amante hispano.
La
apuesta salió bien, después de todo, se dijo rodeado por las dos monjas
españolas que le vieron morir.
Murió
solo. Quemaron su cadáver, y ese fue el final. Ni rastro. Quedan los cuadros,
pero, bueno…
Doble
o nada.
Pinta
su retrato.
¿Quién?
¿Yo?
Sólo
era un hombre con un pincel en la mano y un solo deseo: la materia de ese
hombre que eran él y los demás, tan moldeable al cabo de los años.
Que
de un modesto puñado de barro un hombre…
Y
luego la invención de su carne, la fusión en engendro.
Píntalo
de una vez.
No
sabría hacerlo.
Tan
carnal y sin alma. Un bruto de modales refinadísimos, siempre vestido a medida,
de impecable terno o de manera informal, bien brillantes las botas de macarra,
maquillado el rostro y teñido el cabello de inglés de aire mortecino.
Tenía
curiosamente antojos inextricables: exigió desde muy pronto que todos sus
cuadros se enmarcaran en madera dorada y con resguardo de cristal. Los hacía
parecer elegantes a la vista del espectador, sobre todo el de los museos, como
su apariencia antes de la medianoche, todavía en la segunda botella.
Es
que llevaba en la sangre la delincuencia en todos los sentidos, de ahí que se
ocultase ante ese tremendismo desgarrado y oleoso. Era como su propio
descuartizamiento, un castigo mítico. Con botines negros, parecía un chulo de
putos.
Acaso
buscara su cronista Esquilo: él sería un hijo de los dioses también echado a
perder no obstante su clamorosa aceptación en el tejemaneje extravagante del
arte y su mercadeo, pero que reunía todo el material al alcance de lo trágico:
muerte, sexo, furia, locura, desesperación, angustia, rebelión, confusión,
miedo… humano revoltijo.
Un
homosexualismo enrarecido: ella, la púber Hanna, lo prefiere todo más claro y
explícito, más directo y sin mediaciones: cómo penetra la polla de un tío en el
culo de otro tío, cómo se meten la lengua en la boca recíprocamente dos tíos,
qué se acarician, cómo se miran uno al otro… (Hanna sin aliento, sonrosándose,
pero muy livianamente: dispuesta a oír hasta el final qué pasa y qué no pasa en
ese… contranatura).
Qué
lejos me lleva ya esa mano adolescentemente pecadora: la cruda y violenta
metonimia tan oculta plásticamente no le sirve a la aprendiza. Ante sus ojos
sucumbe la metáfora implícita del arte, desprecia el arte de la suposición y la
doblez.
Borgiana
sin saberlo: Thor es el dios del trueno:
Thor es el dios y es el trueno.
(Una
puntualización acertada, típica del argentino.)
Qué
loca excitación, qué temprana depravación... ¿De dónde sale ésta?
Pasto
de las grandes chequeras, el pobre –pobre por muerto mucho antes de cumplir los
ansiados ciento cincuenta años-, Bacon resulta insípido a los ojos de los
niñatos digitales, que sólo entrevén manchas lejanamente humanas y muy poquito
repulsivas en sus pinturas encristaladas: violencia, erotismo… sexo, la
desesperación que traspasa todos los límites.
Qué
risa. Muéstramelo a él detrás de la puerta (si hay suerte, puede que el tipo
tenga una biografía hasta los topes de mierda, de fascinantes asquerosidades a
los ojos sin candor de la ninfa: por ejemplo, un espécimen refinado con el
acento adecuado, artista de fama internacional siempre bien peinado y con la
palabra justa en los labios, de exquisita educación, acostándose con un tío
gordo, basto, calvo y sudoroso de 120 kilos) y aleja de mi vista sus paridas
pictóricas, que en su mayor parte son variaciones sobre el mismo tema: un bulto
monstruoso pero risible de carne, una procesión tríptica de sucesivas pajas
mentales.
¿Qué
tal al estilo Forster?, preguntó JD. al guionista, decidido a ganar pasta de
una vez.
¿Maurice?
Detrás
de tanto melindre, lo que se esconde tras los cortinajes y la respetable
compostura no es sólo polvo y polillas: la vida nos urge por todos los poros de
la piel.
(Hola,
¿te interrumpo? Entonces podemos vernos. Prepara ese culo, tío, voy a hacer que
arda. Tienes un buen pollón. Te la voy a meter hasta el fondo. Venga. Apareció
desnudo ante
mí……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………...
A media mañana llamamos al tío de las pizzas. Teníamos hambre de veras, una
ferocidad de machos. Y, quién sabe, igual el muchachito ese de la moto también
entendía…
(Lo
que no ves, no existe.)
Vuelve
a meterte en el tren de la bruja (pero huye del tío de la escoba).
Le
presté Agostino a Hanna.
No
sé si lo leería. Nunca me devolvió el libro.
No
me importó.
Para
criticar un texto ajeno hay que tener el talento de Borges: critica con más
estilo que juicio, que siempre tiende al perdón, a la ironía inofensiva.
Cualquier excusa le hace crear, exigirse a sí mismo cuidados y buenas maneras
en lo escrito. El estilo es el hombre, se ha dicho.
Una
de las otras mil maneras de parecer brillante, si uno lo es y no se anda con remilgos.
La
ninfa tendida en la cama está adormilada, entrecerrados los ojos. Aún busca
quien la arrope. ¿Llamo a mamá? Ya me la tenía sabida, Charlie, olida de los
pies a la cabeza, lamida igual, de arriba abajo, chupeteada y sobada, una
muñequita en mis brazos que salivaba una y otra vez. A ella le gustaba sentirse
una muñeca en brazos de un dueño gigante y juguetón. Algunos besos la volvían
loca, y las morosas caricias en la entrepierna la trastornaban. Me llevaba más
allá de los límites. Me quedaba vacío. Por dentro, por falta de ocurrencias; y
si por fuera, extenuado, sin aire, estrujado por su cuerpo de sierpe. Ya no
sabía qué inventar.
¿Habría
llegado el tiempo de los disfraces?
Invoque
a Ariel, el ángel de las ideas.
Sabio
Charlie, cuanto buen estudio y horas de pensamientos desperdiciados detrás de
esa siniestra barra, aguantando el monólogo interminable de los visitantes de
la medianoche, resucitados de lengua babosa y larga, viajeros de la nocturnidad
amantes de la copa que alargan las horas por el temor de llegar a la casa
todavía con las luces encendidas y ellas con la herida abierta y el reproche en
los labios rabiosos.
Hay
que pagar facturas, jefe.
Qué
injusto es el mundo. Cuanta hambre y crueldad. Qué desvarío.
A
pesar de Ariel…
Más
me cuadra en este pompier los
empujones sin misericordia de Calibán: tenemos destinataria. La ninfa ya
domicilia en el lujo del cuerpo, un hogar rodante, se tiene, se adora. Le han
enseñado a hacerlo.
La
tiene saciada de placer, sumida en un desfallecimiento que ya la ha echado
lejos para siempre de sus virtudes y mejorados sus vicios de por vida.
Qué
va a desear a partir de ahora? Colmada en todos los sentidos por un cuarentón
disciplinado y alcohólico, resignado, vencido, sin reciclaje posible.
Después
de mí, el diluvio: sólo podía perderla a ella; tan joven para los años de
después, de él tendría verdadero hartazgo.
¿Y
ella? Demasiado vieja para su edad: es cierto, pero joven.
Pareces
japonesa. El pelo cortado a lo Lulú. Liso y negro. La línea del flequillo,
perfectamente rectilínea, casi alcanza las cejas, el rostro tan blanco, la piel
tan fina: el estilo intemporal te hace una niña perversa, muy enrevesados tus
diecisiete años, me temo. Que el dios y el diablo protejan a los que se crucen
en tu camino.
Es
lista. Y, además lee, que fui buen profesor. Yo la eduqué.
Algunos
días, ponte gafas… para despistar a los caballeros sin espada que no hacen
distingos entre rubias y morenas. Descubre los montecillos de tus senos, enseña
sin reparos las piernas desnudas, las preciosas nalgas al aire. Luego, tendida
en el sofá o en la cama, deja que sus cabezas, calvas o cubiertas de pelo
teñido o entrecano, con la lengua fuera, se adentren entre tus muslos y cuando
más embelesados estén olisqueando la pelambrera de la vulva, extasiados por el
olor y los pliegues rosados del sexo, los trabas por el cuello y con ese giro
oriental mortífero, inapelable, que tan bien aprendido tienen las nínfulas del
Sol Naciente ultrajadas y santateresas, como es tu caso, cada día mas geisha,
más sutil en tus dramáticas acciones, les rompes el cuello en un segundo.
La
polla se les queda colgando como un miserable pingajo algo chorreoso. El culo
se les contrae, los ojos biliosos agrandados por el terror, la boca torcida, la
blanca desnudez… Patético.
Deja
viuda (ausente) con tres hijos (presentes) el distinguido y probo catedrático
de Historia del Arte.
A
rodar.
2007.
Qué año para enmarcar. Valió la pena esperar. Ella solita se comió la manzana.
Bonita
edad, diecisiete años.
Le
regalaste, de segunda mano (o tercera, tienda vintage), el single de Rocío Durcal y un estuche de condones con
sabor a melocotón: cosas verás que han de maravillarte.
A
fe mía que hay disparidad en el asunto. Qué de contradicciones en la vieja
España, qué habitantes podía encontrar uno al doblar una esquina.
A
esa edad, en el 77, a Boceto le
faltaba un mes para la mayoría de edad. Esta feliz circunstancia favorecía,
pues le eximía de los barrotes de una cárcel, que se aprovisionase de un palo
y, a la caída de la tarde del 15-6, cuando ya las urnas estaban repletas de
votos, destrozase todas aquellas que le saliesen al paso en un gesto único y
reivindicativo que lograra alzar en armas a las masas endiosadas por un día con
la ridícula papeleta listada por filas de nombres desconocidos en la mano: te
la metes en el culo.
El
hermano mediano, Fiodorov, aún
lamiéndose las heridas en un rincón del salón bajo la dorada luz de junio que
descendía de la ventana, era tajante en lo que concernía al derecho al voto de
unos pobres diablos enviciados de televisión, teledirigidos y manipulados por
mentes insanas, de gran astucia, discretamente conductistas. Todo en este mundo
inmundo dependía del plano en el que estabas situado, no existían los milagros:
lo que hace falta aquí es una revuelta a lo Réveillon parisiense, la simiente
que haga germinar en dos meses la cólera unánime de los injuriados seculares,
un río de sangre que ahogue a los incautos y abra los ojos a los oprimidos.
Habría que luchar por provocar una bajada (una bajada brutal) de salarios a los
obreros que los anime a la lucha sin concesiones y a la toma del poder. Caiga
quien caiga, borbón o no borbón, general entorchado o capitán chusquero, cura o
maestro de escuela. En lugar de una urna, la revolución. Es menester colocar en
cada colegio electoral una guillotina y empezar a rebanar cuellos de piel tan
exquisita como culpable. Esa es la buena educación: guillotina a los
politicastros en lugar de poltronas para el culo fondón de sus futuras
señorías. La democracia, en tales circunstancias, es en estos tiempos la
antigua religión, el verdadero opio de los pueblos que adormece sus instintos
de clase, los despoja de dignidad y los rebaja a la condición de animales
domesticados con un voto transformado en un barquillo bien que dulzón metido en
el culo.
2007.
Juicio
por la masacre del 11-M.
Las
conclusiones.
Hanna,
entrados ya en el siglo XXI, la piel de toro se resiste a cualquier intento de
convertirse en piel de cordero (es una piel curtida con los propios sesos
humedecidos del toro):
mientras
haya españoles que crean que otros españoles matan españoles por conseguir sus
fines ideológicos o de poder político y
económico, los españoles no tienen remedio de cura racial, es raza
cainita hasta que la muerte los sepulta a todos ellos: cada uno a su fétido
agujero. Adiós, adiós.
¿Y
este Fiodorov…?
La
universidad lo atrapó. Lo retorcería a conciencia, pero sin prepararlo para
nada al destino que le aguardaba a mitad de carrera: una celda en Carabanchel
con vistas a un patio interior.
Tampoco
era la universidad de Kent State: en aquel país que tanto confía sus dineros a
su dios (?) los estudiantes tuvieron que abandonar los libros y empezar a
adiestrarse en el manejo de las armas automáticas: los policías, en el campus,
te disparan a la cabeza con fusiles provistos de teleobjetivos.
Yo
creo que ya es hora de que las cosas empiecen a cambiar…, va diciendo con voz
perfectamente audible nuestro pequeño luchador Fiodorov de barba rala (1970, diecisiete años) armado de trenca,
botas militares lustradas con mimo y media docena de libros de Alianza
sobresaliendo de los grandes bolsillos por la cafetería de la facultad de
Derecho, provocando la perplejidad de unos, la hilaridad de otros y la
indiferencia de la mayoría de tomadores de café con leche, solos, cortados,
bombones o solo tocaditos, alguna miserable coca-cola a palo seco, el sol y
sombra del repetidor de curso descarriado sin remedio.
1970.
¿Seré
acaso un hidalgo al modo de don Lope?
Tres
veces ha visto Tristana, el
patriarca.
Una
seducción, una corrupción, una venganza.
Los
jodidos curas que mojan el capitoste en la taza de chocolate seguros de la
salvación de su alma podrida y agustina y que también lo estaban de la de su
anfitrión por mor de las trece mil confesiones de las inmundicias de su alma pecadora
y las dos mil tardes de merendolas con la que habían llenado la panza: la
última orgía de don Lope sentado a la mesa camilla, junto a la salamandra, con
la manta de gruesa lana sobre las piernas, qué calentito se está aquí, dice
estremeciéndose un poco a la vez que se frota con energía las manos, qué
calentito, mientras afuera nieva, caen los copos sobre las tumbas, sobre la
tierra…
Tu
cabeza es el badajo tarambana de la campana que anuncia la inmisericordia.
Rebobina
hacia atrás, y todo el tinglado de las secuencias de una vida, de una acción,
se pone en marcha.
1970.
Esta mañana de paseo con la gente me
encontré.
A
la altura del Arco del Triunfo, en la ciudad universitaria, tiene la cabeza de
Nixon a tiro. Podría encajarle la bala en la sien izquierda, o darle en toda la
frente si vuelve unos centímetros la cabeza. El cerebro estallaría como una
sandía, salpicaría de sesos y sangre al
mismísimo Francisco Franco a su lado, vestido de militar, con el fajín del más
alto escalafón y las sempiternas gafas de color verde oscuro. Ocho kilómetros
de calles engalanadas constituyen el paseo de la panda presidida por esos dos
bombarderos hasta llegar allí, al punto de mira de su rifle Millan
TAC-50. A Franco podría haberle disparado
un segundo después de abatir al yanqui. Le hubiera dado en la boca. La bala
habría pulverizado la dentadura postiza e indetenible le hubiera hecho pedazos
la nuca, le hubiera medio descuajado la cabeza.
¿Por
qué no lo ha hecho?
No
quería amargarles la cena en el Palacio Real a los supervivientes de la
matanza. Así que él, con su gorro de Napoleón y su fusil de papel, su espada de
madera y su ojo avizor (a la funerala), es de tal guisa, un testigo mudo de la
historia.
(Boceto, 10 años, 1970: lee las novelas
marinas de Stevenson; se ríe de Verne.)
La
cena presidencial: caldo de ave, lubina del Cantábrico con patatas al vapor,
ternera de Castilla con verdura de La Granja, vinos y espumosos diversos,
licores, helado de café y habanos.
(Menú
turístico: 125 pesetas el cubierto.)
(Salario
mínimo: 120 pesetas al día.)
Avon llama a su puerta.
En
el 70, cuando Fiodorov afila las uñas
y, diabólico y sentimental él, alza la mano al cielo cada vez que sabe de una
muerte injusta en un intento infructuoso por abofetear a ese dios tan
despiadado y estúpido, vergüenza del universo todo, que le ha tocado en suerte
al planeta Tierra, Guernika y sus muertos bajo las bombas de antaño aún gritan
de dolor ante los ojos anfibios e imperturbables del Generalísimo cuya avanzada
edad le ha permitido arrojar al olvido una a una todas sus trapisondas
guerreras y criminales.
El
fuego nazi que arrasó con bombas incendiarias un pueblo entero y a gran parte
de sus habitantes casi chamusca sus narices.
El
tipo, un vasco que quería morir por algo y no a solas bajo su boina aturdido
por el chacolí y con la conciencia en carne viva, el 18 de setiembre de 1970
sorprendió a su mujer al llevar para la
comida del mediodía varios kilos de langostas, langostinos y cigalas. Un
banquete que sobrepasaba con mucho el precio del menú turístico y algo menos la
cena del Palacio Real que celebrarían pocas semanas después el señor Nixon, El
Gendarme del Mundo y el señor Franco, El Centinela de Occidente, salvados por
poco de una bala de papel justiciera cuando realizaban su paseo triunfal por
las festivas calles de Madrid.
El
vasco que quería morir por algo, después de hacer la (coriácea) crustácea
digestión, se dirigió al frontón Anoeta, en San Sebastián, donde el
Generalísimo iba a asistir al acto de inauguración del campeonato mundial de
pelota. Una vez en el recinto, se roció de arriba abajo con alcohol y se sentó
en una de las galerías altas entre otros vascos que no querían morir por nada
del mundo y que no se apercibieron en absoluto del olor que anticipaba la
pronta inmolación. Cuando Su Excelencia El Gran Pelotari ocupó su asiento en la
grada, nuestro amante norteño de la muerte se prendió fuego con un mechero y se
lanzó al vacío transformado por combustible tan expedito en una antorcha viva
gritando el nombre del pueblo martirizado por las llamas durante la guerra
civil. Cayó como un fardo ardiendo delante de su Excelencia (y no sobre él si
el dios del planeta Tierra hubiese dejado de ser por un instante el dios que
era y hubiera permitido el justiciero desenlace), que a duras penas entendió lo
que ocurría y permaneció inmutable.
Hagan
juego, señores.
Muy
a su pesar, el vasco descubrió a las dos semanas, al recuperar el conocimiento
en el hospital, que no había muerto como un héroe. Sólo fue un chamuscado más
por la pequeña historia de la Historia y sus múltiples anécdotas menores sin
mayor trascendencia. Unos pocos meses después acabó, todavía escaldado y
envuelto en vendajes como una momia, en una mugrienta celda de la cárcel: tres
años y medio de prisión no por atentado subversivo sino por propaganda ilegal:
había voceado a los cuatro vientos el nombre prohibido del pueblo sacrificado
treinta años antes por la panda político-militar que aún sobrevivía y gobernaba
en España.
Boceto jugaba con los Montaplex, a tiros andaba. A los diez
años es capaz de matar hasta a Dios con un flecha de punta envenenada lanzada
por su arco invencible. ¡Qué no haría con un rifle Millan
TAC-50 con mira telescópica!
Dianas principales del
adolescente: darle en el cerebro a los diablos bajados a la tierra disfrazados
de vendedores de aspiradoras, abrir de una vez, definitivamente, los cielos y
hartarse de comer manzanas, maná y follarse evas de quince años a diestro y
siniestro.
(Otrosí):
Matar a Franco, y ya
puestos, a Nixon, ataviado en oscuro e impecable terno de inofensivo civil
desfilando a su lado en los fastos de bienvenida a la España sagrada, trigésimo
séptimo presidente de los Estados Unidos, un leguleyo californiano de Yorba
Linda aupado hasta la presidencia merced a su narizota pinochesca y sus
chanchullos de gabinete.
Hermano
mayor, ¿por qué los vascos se queman vivos?
Por
la misma razón que los valencianos queman ninots
el 19 de marzo… La cuestión es pasar el ratito, que dijo Unamuno, un vasco
aficionado a la papiroflexia que sentía verdadero terror de consumirse en el
fuego del infierno.
(Quizás
en ello haya asimismo cierta reminiscencia del pasado más trágico de Iberia,
los modos inquisitoriales de destrucción.)
Corta
la vida, mucha la mies.
JD.:
diecisiete años en 1969. Pobre este endriago vegetal presto en un futuro
próximo a convertirse en rubicunda lombarda.
De
modo que te gusta escribir, dijo el guionista con una medio sonrisa no sabemos
de conmiseración o de incredulidad.
Empezaremos
por lo que produce algo de dinero rápido. De esta manera tocarás pasta en
seguida, que es de lo que se trata.
¿Qué
tal relatos pornográficos? A cien diez pesetas el folio mecanografiado.
¿Qué
tal relatos pornográficos para homosexuales? A trescientas pesetas el folio
mecanografiado.
El
Hermano mayor pensó en pedir consejo al oráculo antes de ponerse manos a la
obra.
Padre…
balbuceó el Hermano mayor al progenitor de la camada, que en ese momento
crucial se protegía del mundo con un enorme mazo de cuartillas en la mano y con
los lentes de lectura caídos sobre el puente de la nariz, atisbando en la
biblioteca con el dedo índice por delante, examinando títulos de los libros
alineados en perfecto orden justo al borde de las baldas.
Oye,
primogénito, ando atareado. Ya hablaremos más tarde durante alguno de los generosos
refrigerios del día con que el dios compensa nuestros esfuerzos.
Santa
compaña.
Y
hundió su perfil en uno de los tomos abiertos de la estética de Lukács.
Nunca
entablaron diálogo acerca de la incipiente labor como escritor en ciernes… de
relatos para homosexuales a los que les gustaba leer con una mano.
Padre, después de leído, comido y
bebido, aún no repuesto de la lectura:
¡Te repudio, maricón de medio pelo! ¡Descastado!
Madre, después de leída, comida y
bebida, aún no repuesta de la lectura:
Hijo de mis entrañas… ¡jodido marica!
Hijo, aturdido, perplejo, enarbolando
en la mano los centenares de pesetas ganadas: No entendéis nada, padres, burgueses del demonio. Es un trabajo nada
más. Pura imaginación. Ahí acaba todo. El guionista me ha dado la clave: 300
pesetas el folio… ¡No existe tío en este mundo que me quite la tía de debajo!
Pero
esa, como muchas otras actividades, era secreta. Todo era clandestino en el 69.
Hasta las pantomimas.
¿Estudias
o trabajas?
Alterno
Lukács con la invención de lo promiscuo homosexual.
Bonito
maridaje. Brindemos por todo aquello que estos ojos han visto.
Ah,
aquellos tiempos cuando las mujeres aún se aprestaban al teatro revoltoso de la
revolución, la creación, el hambre y el sexo, o lo que fuese todo aquello.
¡Dorada bohemia con el plato de sopa caliente esperándonos en la mesa de papá y
mamá, frente al televisor en blanco y negro encendido!
Bastaba
el sol. Uno era importante sólo por dejarse ver con un libro en la mano y un
brillo divertido en los ojos: ven, ven junto a mí.
No
queríamos estar mejor. Queríamos ser mejores. Eso nos libraría de todos los
peligros: recordaría moribundo Fiodorov.
Días
más tarde el guionista leyó el engendro mariconero de JD. con el lápiz rojo en
la mano, tachó algunas frases, sugirió otras en los generosos márgenes del
galgo:
No
sé adónde vamos a parar… Hasta se está aguando la lujuria. Mucho follar… ¡pero
sin perversión ninguna, sólo una fisiología bruta! ¡Ni un adjetivo meritorio! Y
no hace falta que escribas en papel caro, chico. ¡Hasta tiene marca de agua!
¡No te jode! Utiliza folios de colegial. La edad mental de los tipos que
compran esta clase de material no sobrepasa los doce años. ¡Ochenta gramos el
gramaje! ¿Crees que lo pagan a peso?
(1969):
Y
eso de el tipo de las pizzas, ¿qué coño quiere decir? ¿Quién cojones es ese
tipo y qué pinta ahí? ¿Qué diablos es una pizza?
(Una
inofensiva ucronía, entendámonos.)
Él,
que ansiaba ser el Hiperión anónimo de la pornografía homosexual.
Mete la mano hasta el fondo del armario, boy
por Buddy Love.
Hiperión,
nada menos, hijo de Urano y Gea, padre del sol, el que camina en lo más alto, y
ya le estaban remendando sus páginas como si fuesen un calzón o unos calcetines
viejos con ese trazo rojo tan ofensivo a los ojos de un letraherido con la sensibilidad
a flor de piel.
Y
diálogo, diálogo, mucho diálogo, chaval. Los españoles (supongo que los
españoles homosexuales también) hablan y hablan y hablan, pero piensan poco, o
no piensan, no piensan, no piensan, no…
Pero
tú persevera. Escribir es como una masturbación… si bien bastante patética. No
dejes ni un día de darle a asunto. Al final, las palabras salen solas, como los
pedos. No hay dios que pueda detenerlas.
69
clandestino…
Tienes
a Nixon en el punto de mira, un disparo en la cabeza y se va a dormir el sueño
de los justos en compañía de los chicos de Vietnam de regreso a casa con honor,
una medalla y envueltos en una bandera… pero jodidamente muertos.
Acabando
los sesenta, con veinte años para ellos solos, los Fiodorov
del mundo tenían que haberse espabilado, abandonar el fusil ametrallador y
largarse a Rishikesh, al pie del Himalaya y lejos de la Injusticia Universal,
pensar en las musarañas, hartarse de comida ayurvédica y sonreír beatíficamente
a los cientos de yoguis que intentaban sacarles los cuartos mediante una
hipnosis somnífera a la que arrogantemente llamaban meditación trascendental.
El olor a mierda de
vaca es insoportable, casi tanto como el de la gritona humanidad que hormiguea
de día y de noche a orillas del Ganges, me escribió uno de ellos, un Fiodorov del montón, poeta y
guerrillero, que terminó salvando el pellejo y acabó de directivo millonario en
una multinacional diez años más tarde, y no te digo los cadáveres quemados
sobre los leños: primero les rompen el cráneo a bastonazos y luego….
Atrás quedaron los que
no creían en el arco iris.
Deberían haberlo
hecho, y hasta creer en los peces de colores, ser ingenuos felices y morirse en
santidad, viejo de puro asco.
Efectivamente, Dios
existe, y es un anciano de barbas sentado en una nube con un tercer ojo en la
frente.
Más te valiera haberlo
creído, Fiodorov.
Aún estarías vivo.
Principalmente,
en 1969, en España, cuando los estudiantes dejaban los libros de texto a un
lado, insensatos, y surcaban los espacios celestiales, aunque algunos de ellos,
por falta de tino, se estrellaban contra el suelo. Tiempos que exigían no pocas
precauciones y miramientos por la salvación de las almas más incautas: un
estado de excepción, entre otras cosas que ya tendrían su turno, para luchar contra las acciones minoritarias
sistemáticamente dirigidas a alterar la paz española y a arrastrar a la
juventud a una orgía de nihilismo y anarquía.
Uno,
al igual que aquel directivo de la multinacional, a lo que aspiraba en realidad
era a comerse la carretera nacional al volante de un Citroën Tiburón: se
tragaba los 600, los SIMCA y hasta los 1500 como si fuesen conguitos.
Esto
funciona, se decía un siglo después lejos del deshaucio y cerca de un tercer
hijo el directivo de seguros calvo, barrigón y con un páncreas canceroso sin
que él lo sospechara ni por asomo aturdido por la momentánea y exuberante
felicidad.
Otro,
el ogro verde y depredador de los parques con los dientes afilados espiaba con
ojos golosos a las colegialas con las faldas cortas tableadas jugando al salto
de la goma.
Aquella
España olía a pescado, dijo el directivo a la vuelta de los aires del Himalaya.
¿A
pecado?
A
pescado.
Ya
no recuerdo donde estaba yo el día que el hombre pisó la luna por vez primera.
Ya no me acuerdo de nada. Quizá porque lo he vivido. Lo que sí sé es que las
cosas no cambiado mucho en la España partida en dos mitades: hidalgos de los de
siempre, 1977, y parvenus de última hora del 2007: la España pudiente y la España pudenta.
Un
dejà vu, aunque los tiempos avanzan
que es una barbaridad:
Ayer
arrojé al cubo de la basura, sin parar mientes ecologistas, él abrelatas
eléctrico Brown de mi madre.
Boceto, a los diez años, lee una versión abreviada de Moby Dick.
Me
gusta más Stevenson, le confiesa a su padre.
Ah,
mierdecilla. ¡Ya lo leerás íntegro!
Fiodorov:
¿Moby Dick? ¿Sabes para qué servía,
enano? Era el libro de claves de los camaradas Baader/Menhoff. Con el cifraban
sus mensajes.
Tiempos difiles, quizás la mímica
hubiera valido.
Ni siquiera depende de si guiñas el ojo
derecho o el izquierdo: ambas pandillas disfrazadas a su modo, hortera, pijo,
informal, meterán la mano al costal: te van a dejar con los huevos al aire
aunque te introduzcas el voto en el agujero del culo. Un voto o un no voto
valen el mismo patadón en tus narices de perfecto ciudadano sin sueldo del
estado como al que ellos, los electos, aspiran hasta el fin de sus días, es
decir, durante toda la eternidad, bien calentito el culo en la piel burdeos del
escaño. (1977: Boceto, diecisiete
años.)
El llamado años después Boceto, en su minoría de edad, sigue
leyendo, ahora al señor Beckett y al señor Kafka, la poesía del señor Blas de
Otero y los libros políticos del señor Haro Tecglen y las novelas de Juan
Goytisolo y Luis Goytisolo, cuando no anda detrás de servidora con la polla a reventar en la mano: Ya llegará la mía, se
dice con el voto en blanco y sin urna
donde alojarlo.
Tiene todo el tiempo del mundo por
delante. Y lee Moby Dick.
Hanna, cuando yo tenía tu edad,
diecisiete años…
(Cuente con un amigo y una casa que es
la mía, que diría Pío Cid… ¡Pillines!)
En 1977 las calles de España están
sembradas de volantes y propaganda política. Apenas se ven los muros y las
tapias de los solares tapados por centenares de miles de carteles con la faz a
todo color de los grandes carotas de la historia pequeña.
El mundo
en sus manos
era un película que valía la pena ver en el Ribalta, total… 35 pesetas.
El español, Boceto o no, tenía la libertad en su mano, como si fuese algo
rebotable y fácil de intercambiar. Cada uno jugaba con ella como mejor le
parecía. El juego preferido era el sexo, un sexo conyugal o adúltero, tanto
daba, de sostenes coriáceos y calzoncillos meyba.
La libertad era poder elegir entre Trópico de Cáncer y El laberinto español. Eso era todo.
Al final se llevaba uno a casa Penthouse y El Papus. De la misma forma que, sin titubeos, optaba por el sexo
algo perverso pero muy dócil de Emmanuelle
antes que por El último tango en París
que, salvo por las cuatro escenas en que la pobre María Schneider es obligada a
padecer ultrajes, ahogaba de bostezos al espectador medio en busca de emociones
fuertes y continuas, explícitas y sin acompañamientos ontológico de ninguna
clase.
Elvis Presley no ha muerto. Ni en 1977
ni en 2007.
Lo dice alguien que cree saber muy bien
lo que dice.
Lo dice uno que no creía en la muerte, y
mucho menos en la suya propia (murió sin haber alcanzado la cuarentena en 1986,
año internacional del Rollito de Primavera).
Era un tipo que era muchas cosas a la
vez, es decir, un tipo sin verdadera importancia.
Trenca, poncho o loden… nivela de arriba
abajo a las clases pudientes o pudentas:
las tres prendas son excelentes para ocultar aquello que de verdad uno lee, lo
que es en realidad.
Qué cosas, las de entonces, Hanna (Penthouse, Lui…)
Inventamos el alma, que es sólo una voz
interior, apresada entre huesos, músculos, sesos, una voz que puede fluir por
el curso de la sangre o agazaparse tras el globo del ojo, ponemos palabras a
los recuerdos que son sensaciones, percepciones, impresiones incluso epidérmicas,
describimos el presente convirtiéndolo sin darnos cuenta en pasado.
Heme aquí, ahora, en este mismo
instante, apostado en la barra de un
bar. Un alma perdida.
Charlie y su callejón teñido de rojo por
los neones.
¡Qué escena mil veces repetida por guionistas
a sueldo!
(Ha soltado del pescuezo a Hanna, que
vestida con los cuatro colores del parchís se ha apresurado a desaparecer por
una esquina todo lo alejada posible de 1977 y del menor de edad Boceto malhumorado con una de las
papeletas inútiles en la mano, rescatado del pasado oneroso por el Boceto de 2007, año internacional del all i pebre.)
La baladronada: en los setenta me
hubiera largado a Nueva York con toda la insolencia de mi superioridad
intelectual que me suponía a mí mismo frente a los indios de las Américas. Pero
me lo pensé mejor, muchas son las tentaciones de esa megalópolis del dolor, la
tristeza y la caída, la soledad inevitable, las cucarachas y el alcohol
solitario: hubiera acabado sin duda alguna de chapero o, años más tarde, de macarra
de niñatos, por las inmediaciones de Studio
54. Tengo el alma un poco canalla por darla ya perdida, únicamente
constituida de palabras. Duermo, y es el silencio… y desaparece.
Del alma hace novela.
¿Qué tienes, Charlie?, además de
preguntas.
Olvido.
Eso
es, Charlie, qué 77… Así van las cosas. Ninguno de los dos tenemos respuestas.
Nadie las tiene aunque eso se crean hasta el mismo día de su muerte los
sabihondos. Entonces se dan de narices contra el amigo Presley, un gordo
relleno de porquerías grasientas, helados dulzones y hasta mortíferos y drogas
de todas clases.
¡Mierda de cine, el daño que le ha hecho a
una!, terminaba reconociendo la Narboni (Juanita).
¡Ah,
dos mil siete pordiosero e indigno!
Después
de Auschwitz ya no es posible degradar la blancura de un papel con el embuste
de la poesía ni supercherías semejantes.
Después
de Auschwitz, nada.
(Se
dijo en los cuarenta del pasado… siglo.)
Y
este año 2007 he visto yo a turbas disfrazadas de turistas riendo mientras
merodeaban por las dependencias sombrías del campo de exterminio donde
aniquilaron a más de un millón de seres humanos, haciéndose fotos unos a otros
sin dejar de mascar chicle o comiendo palomitas frente a los hornos crematorios
o en el interior de las cámaras de gas imprimiendo a sus rostros muecas
grotescas, he visto la sonrisa criminal o el cansino bostezo en sus caras como
si anduvieran por las piedras ruinosas de Atenas, zanganeasen en las Antillas o
se divirtieran en el DisneyWorld de Orlando: he visto gentes funambulistas
vestidas de colores chillones haciendo cómicos equilibrios sobre los rieles de
las vías que conducían al gas y el fuego del infierno.
Auschwitz
se ha convertido en un parque temático en el 2007: bienvenidos a la emoción:
Los niños,
gratis:
ARBEIT MACHT FREI
Maneras de
una época:
Ah, esa repelente
generación de críos y crías digitalizados: se entretienen con los Shojo, se estimulan con los Shonen, se envalentonan con los Seinen y terminan haciéndose una paja a
lo Yaoi mirándose en el espejo.
(La decadencia de occidente:
ya nos cercan los chinos.)
Confinado en su
habitación-celda con una nutrida colección de cachivaches embaucadores: es tu
propia piel la que acaricias con la piel de tus dedos en tanto los reflejos
viscosos de la cacharrería electrónica encendida se vierten sobre tu cuerpo
desnudo y el rostro contraído. Pero el tiempo no se detiene: morirás (y no
virtualmente), lo perderás todo, hasta el móvil.
2007: La comida se la
echaban por debajo de la puerta.
(1977: todo,
absolutamente, estaba en la calle: se precipitaba uno cada mañana escaleras
abajo siempre con la impresión de que iban a robarle algo… o robar él, no sabía
qué, lo esperaba todo.)
Días de vino y rosas.
Se vuelve para mirarla
a ella, a la adolescente suiza-española: no está, se ha librado de sus garras.
Se escurre como el
agua, se desvanece como…
Mientras el Hermano
Mayor y el Hermano Mediano atizan la revolución en las calles incendiadas, a
él, al huérfano, su padre lo tiene encadenado a su sillón de orejas como un
Segismundo inocente e ignaro (¡cuidado ahí afuera!) obligándole a tragarse
enterito La clave (viernes, día de
Venus y él, a ayunas).
Aguanta… caballero: servidora no ha echado el cerrojo en la
puerta de su habitación.
Taimado, le susurraba
al oído como si fuese un caballo cada vez que se estrechaba contra ella o
sobaba su entrepierna al descubrirla yendo o viniendo por el pasillo curvo: Te
pareces a Sandra Mozarovsky, le mentía él con descaro, impune hasta el pecado.
Recortables los
cuerpos y las cabezas: también podía haber mencionado a Nadiuska, a alguna otra
actriz del momento: bocas jugosas, carnosas, bustos prominentes, piernas esbeltas, muslos poderosos, oscuros
pubis de araña predadores, miradas lánguidas, un abandono lascivo que incitaba
al desenfreno.
Una belleza con un
diabólico matiz campesino en los rasgos y en los ojos ligeramente rasgados
impelía a la posesión brutal de aquellos cuerpos potentes, de cadera poderosa
que irrumpían en las pantallas de los cines de la forma más natural.
Pero estaba allí, tan
a las claras, el tiempo pasado, sus guerras, las prerrogativas, la amenaza
latente en los gestos y en las frases escupidas con una cadencia estudiada,
acechante. No te puedes fiar. Amenazaban los viejos leones.
Hemos olvidado la
guerra pero no olvidaremos la victoria, dijo con voz mesurada, el mutilado
victorioso de 1939.
Tras el tono comedido
no era difícil adivinar una voluntad de armar a toda prisa pelotones de
fusilería y empezar a limpiar de nuevo el solar patrio de rojos y demás
canalla.
Qué viernes
aleccionadores:
La Clave: El manantial:
O te sometes o
dominas. Yo he elegido dominar.
Otra vez la Rand… ¡qué
tipa!
Ahora quería ver El acorazado Potiomkin con todas las de
la ley, y no la copia expurgada de un año atrás. La versión original. Observó
la cola que desde las puertas del Xerea serpenteaba unas decenas de metros en
la estrecha calleja flanqueda de viejos edificios de tres plantas, al final del
verano del 77.
No estamos dispuestos
a hacer dejación de la Victoria y del Régimen nacido del l8 de julio del 36,
bramaba el maltrecho león falangista.
De pronto, salidos de
no se sabía de dónde, como por un tozudo encantamiento de la historia de
España, que es la historia más triste, una docena de Guerrilleros de Cristo
Rey, a la vez que proferían proclamas, se abalanzaron sobre los que aguardaban
turno frente a la taquilla del cine. Uno de los barbudos, con el terror impreso
en el rostro (era barbudo de última generación, pobre, lector de libros
prohibidos más que de costillas rotas huyendo de las porras de los grises),
recibió a las primeras de cambio un golpe brutal en la cabeza que
inmediatamente empezó a sangrar.
Al otro lado de la
calle, en una esquina protectora, Boceto
contemplaba la algarabía, al caído herido en el suelo que se replegaba sobre sí
mismo tapándose la cara con las manos manchadas de sangre, oía los gritos de
susto, las maldiciones y los insultos desesperados de los que hacían cola,
ahora en plena desbandada como ciegas hormigas en todas direcciones, las
imprecaciones de los asaltantes que, después de unos minutos de propinar
porrazos a diestro y siniestro, en un santiamén, como traídos y llevados en
volandas por un mal viento, desaparecieron en dirección al río por Gobernador
Viejo como si nada, que era en realidad lo que había ocurrido: el orden fue
restablecido.
Antiguos combatientes
victoriosos de la Cruzada, viejos, pulcros, cachivaches aún engrasados,
verdaderos juguetes rotos sin ellos saberlo, se aprestaban a tomar de nuevo las
armas en el 77:
¡Todos estamos en la
edad perfecta para dar la vida por la patria!
¡Defiende España de la
tiranía roja!
¡La batalla que hemos
de librar es comparable a la que libró el Cid Campeador después de muerto!
¡Tenemos la razón y
las armas!
¿Qué demonios pasa con
esa película?
En ella machacan a los
pobres de la tierra, justifica todo tipo de rebelión.
¿Tú has comido carne
agusanada alguna vez, paria de la tierra?
Nunca lo hiciera… al
menos sabiéndolo.
Comer tortas, carne
agusanada… ¡la revolución, pues!
En El manantial no existen los pobres de la
tierra. Sólo prevalece por encima de cualquier otra cosa o sentimiento el ego
de los personajes, un individualismo feroz que desdeña cualquier otro
compromiso con sus semejantes como no sea la propia supervivencia, un ego capaz
de alzarse a lo más alto como un rascacielos… donde te espera con los brazos en
jarras, allá donde nacen los vientos, el
superhombre Howard Roark.
El egoísmo es una
virtud que ennoblece al individuo, puesto que los logros técnicos o creativos
que contribuye a cristalizar sin consideraciones latosas revierten finalmente a
la sociedad sin que el lastre de las masas abúlicas, carentes de energía,
retrógradas, entorpezca previamente su desarrollo y malogre su proyección
final. Lo colectivo apesta a conformismo, a una involución que amenaza con
embobar y paralizar a aquellos individuos más dotados de la especie, las
auténticas luminarias que guíen a la grey.
Como españoles y
cristianos, preferimos el búnker a la alcantarilla, el honor a la paz.
¡Viva Cristo Rey!
Deberíamos comernos a
los débiles… sólo que esa es carne enfermiza, llena de gusanos… puede resultar
indigesta, malsana. Ni para eso valen en nuestra especie, tendríamos que tener
en la barriga un ácido tan disolvente como el de los buitres y otros carroñeros
para poder digerirla.
Los españoles de
nuestros días han perdido el espíritu de la grandeza, no han sabido
salvaguardar el legado del Generalísimo don Francisco Franco Bahamonde: Dios,
Universo, Imperio, Patria.
Éramos hijos de un
Imperio…
Allá donde no se ponía
el sol, dice Marquina (o algo semejante.)
¿En qué han acabado?
En la ingratitud, en el olvido, en la afrenta y aún otros en la sinecura
política de por vida.
Qué audaces ahora.
¿Pues no pretenden fabricarse sus propias normas de convivencia? Lo más
parecido a la masa, ese inmenso bulto oscuro y anónimo, inconmensurable y
procreador incesante, es la cola que se extiende y se ramifica desde la
taquilla del cine o desde las entradas a un estadio de fútbol. La masa carece
de espacio por no saber definirse con claridad, la caracteriza sus idas y venidas
a ninguna parte, su constante movimiento es en realidad una vibrante nadería
que vuelve una y otra vez sus pasos sobre sí misma como si no fuese capaz de
hallar alguna vez el camino de su destino. Además, todos parecen ir en la misma
dirección, lo que confirma su ausencia de personalidad y su desprecio inaudito
y suicida por preservar su individualidad, que nada les importa salvo cultivar
un gusto grosero por algún alimento o bebida en especial y alguna afición sin
importancia que apenas les distingue de las muchas análogas, sino idénticas,
que evidencia la muchedumbre: se trata de un océano celular que se vierte de
acá para allá sin propósito alguno. Todos están de acuerdo, envueltos en la
misma bandera, y se aferran unos a otros
como si en esa universal mezcolanza encontrase la mayor de las felicidades o,
al menos, se sintiesen más protegidos de la intemperie y los vendavales de la
creación, de lo inescrutable, de lo nuevo, cara al sol ante el heroico y
brillante amanecer de mañana.
Dales de comer carne
agusanada. Si no se revuelven ellos, quizás se revuelvan sus estómagos.
Pon la sopa podrida de
carne a hervir en un caldero.
Niega una y mil veces que ese apestoso engrudo huele mal.
La realidad es lo que
tú crees que es.
Dales a morder un
trozo de pan negro.
Que se harten de
chuscos hediondos.
Cuélgales del palo
mayor, hasta que así colgados mueran con la lengua fuera.
Dios, haz que estos
pecadores a punto de morir entiendan de una vez tus mandamientos para con los
habitantes de la tierra, de la misma estirpe
nuestra, bien es cierto, algo inevitable, pero de tan distinta cuna y
merecimientos...
¡Teme a Dios!, dice el
sacerdote, y blande la cruz hacia él.
Morir como
Vakulenchuk…
Por una cucharada de
sopa.
(Se acabaron las
copias clandestinas.)
(Ha visto el film
íntegro, sin cortes… salvo los que le propinara el mismo Eisenstein durante el
enloquecido montaje.)
Su padre le ha soltado
de las cadenas que le sujetaban al sillón de orejas, al salón oscuro, al
viscoso resplandor de la pantalla del televisor, a la inestable Patricia Neal y
al vaquero Cooper, a un debate político posterior del que cualquier conclusión
le resulta verdaderamente obscena por incomprensible y fugitiva de su tiempo.
(No era frívola, es
que no era de su tiempo, ni mucho menos del de sus hermanos:
¿No te gusta El acorazado Potiomkin?, pregunta a la
ninfa.
Le gusta… como puede
gustar un viejo cacharro arqueológico: blanco y negro, muda, una vertiginosa
sucesión de imágenes y planos desbocados que alcanza a aturdirla, unos
personajes inocentes, pérfidos o simplemente esbirros que actúan como
marionetas de una época inimaginable para ella...)
¿Y tú porque vuelves
una y otra vez a tus pecados?
Llévala a ver Good
By Lenin!
No sé… Es tan triste…
Como la vida misma,
vive uno de encantamientos que un día se disipan como el aire sucio de polvo,
simplemente desaparecen ante tus ojos como por ensalmo, y el aire se vuelve
transparente, ilusiones nada más que burbujas que se rompen y en los momentos
más afortunados dejan escapar destellos irisados.
2007: vencieron las
masas, su soledad y suicidio como individuos: algunos no salen de su habitación
incluso en años, el mundo es su habitación y la cama pegada a la pared, la
pequeña mesa de contrachapado donde se yergue el televisor, y la otra segunda
mesa pequeña también de contrachapado donde la pantalla iluminada día tras día
del ordenador mantiene en las nubes a su habitante embrutecido de ilusiones y
trampantojos, a ese babieca que ya ha perdido hasta el habla aunque aún le
queda el balbuceo. Y junto a la almohada, el teléfono móvil, como un moderno e
ínfimo osito de peluche con el que juega a todas horas como si fuera el llavero
de Buddy Love.
El letrero sujeto a la
puerta cerrada…: No hay nadie.
En efecto, nadie. Ese
tipo es la masa. La masa de hoy: pacífica, domesticada, temerosa de que la
deslomen (la desasnen).
Con el papel del voto
en la mano.
Con el salvoconducto…
Etcétera.
Construyamos nuevas
leyes para las masas, no vayan a pensarse que todo es jauja peruana.
Las madres les echan
los huesos y los pedazos de pan por debajo de la puerta. Les temen: como al
bicho creado por Kafka: ¿y si el tipo se torna un loco furioso y te muerde en
una pierna?, ¿serás capaz? A su propia madre, ¡mala bestia! ¡Dale de escobazos!
¿De dónde ha salido
éste?, se pregunta una madre cavilosa.
(De tu sexo, lo creas
o no.)
Dales una nueva
educación. Una nueva religión.
Han descubierto los
privilegios y felonías de la redes sociales, la engañifa de lo virtual, la
facilidad de lo digital (que permite dejar de pensar y autoriza a picotear en
la despensa del universo sin esforzarse lo más mínimo, ni siquiera tienes que
estirar el brazo: sin moverte abres la boca y arrojan al buche todo aquello que
alimenta tu inanidad). Pero ellos no lo saben, no son conscientes del gran
embuste: creen en dios, en ese dios de la pantalla que les induce a penetrar en
el abismo de la pluralidad más gratuita: lo tengo todo a mi alcance... ¡Y es
humo lo que atesoran!
Y algún día, por qué
no, ya con el cerebro hecho papilla, se someten de buen grado a aquel otro
dios, el de los católicos a machamartillo, de los de voz de trueno y puño de
hierro, de los de la estirpe de Yahvé:
aplastad la cabeza de
los infieles.
Monsieur León Bloy
marca la pauta en el ya lejano 1892:
Obligación para todo francés (mon dieu, menos mal), de asistir a Misa mayor todos los domingos y
de comulgar al menos cuatro veces al año, bajo pena de muerte.
¡El catolicismo o la
dinamita!
Por lo demás, la
bandera les procura una identidad colectiva, y en ella se refugian, ese pedazo
de tela difumina sus rostros merced a un símbolo colosal: el tipo tiene
fronteras, se halla protegido por ellas, lo enclaustran en una rutina bien
fortificada ante lo extraño, alejada de lo absolutamente desconocido que le da
tanto repelús y a lo que tan vulnerable se siente.
La masa también es una
habitación.
¿Dónde está Wally?
Descubre su cara entre
otras cien mil, un millón de caras, en
un ángulo, en el medio de toda ese mar de cuerpos, abajo, arriba, a la
izquierda, a la derecha…
Instalada firmemente
en su conciencia la creencia de que en su
habitación (a la espera de la muerte, que siempre llega) todos sus
semejantes son iguales a él mismo se siente libre y seguro: he nacido como
ellos, soy igual que ellos, voy a morir igual que ellos, quiero ir donde van todos.
Esa decisión también
comporta unos derechos, digamos, psicológicos: la suposición de que el mundo le
debe algo a esa especie de la que forman parte, la humana, capaz de destruir a
todas las demás: no a salvarlas, sino a acabar con ellas.
Imagen y semejanza de
un dios… de miles de millones de cabezas:
una de ellas la de
Wally.
Hola, ¿dónde estoy?
Y ese Bloy, padre
Mateo, padre Aurelio, padre Javier…
Padre Charlie, francés
se calza que, por mera ocurrencia, o te guillotina una mañana laborable, a
pleno sol, o metido a inculcar buenas costumbres al personal, por improvisar o
por gusto, te hace un pan como unas hostias, y allí fue Napoleón y más tarde
aquello fue Waterloo. El tal Bloy, francés distinguido y racial, comedor de
herejes, aconsejaba recordar a los muertos para evitar la lujuria.
Idea extravagante,
jefe.
Donde las haya.
Concordamos.
Y el peor remedio:
bestias ha de haber, como en una novela atroz del señor Umbral, donde de todo
hay si uno sabe buscar, que los vivos violan a las muertas en sus tumbas, y no
una vez, sino que repiten con vicio renovado y con sacrílego deleite.
Qué mundo (inmundo).
El tal Bloy tildaba la
obra de Verlaine como literatura de borracho.
Borrachos lo eran los
dos: el uno, de Dios, qué delirante; el otro, de absenta, qué embrutecimiento.
El tal Bloy llama
idiota a Emile Zola.
Pero lo hacía de
lejos: el brazo poderoso de Zola, curtido en una juventud de recadero y de
llevar y traer bultos de aquí para allá, le hubiera roto el espinazo de una
trompada al voceras ultramontano, mendicante de garrofones de morapio.
Maupassant: muerto el
perro se acabó la rabia. El tal Bloy, lo condena al olvido eterno. Se
equivocaba. El tal Bloy se equivocaba hasta de dios, pues fue a elegir el más
torpón de ellos. Parece regodearse de ese final triste del sifilítico:
Maupassant ha tenido
una muerte rabiosa, el cuerpo se pudría lentamente, la carne se caía a pedazos,
se dice (seguramente complacido).
Un tipo curioso (y
resentido) este Bloy: uno de sus más acendrados y confesos deseos era ver destruida
completamente Londres, no ya en ruinas, sino reducida a polvo, y con ella,
suponemos, a sus habitantes: Inglaterra es para el mundo lo que el diablo es
para el hombre, ese país es el origen de todo el mal que campa a sus anchas por
la tierra.
¡Qué de manías
inconcebibles (en su habitación pascaliana) engorda gusaneramente el hombre!
Lo que explica el
mundo es el diablo, no el dios.
He ahí el intríngulis
de las cosas.
El busilis.
In diebus illis.
(Es un texto oscuro…
No, es misterioso.)
Nada me ha sido dado en abundancia… Ni siquiera la
desdicha. Perfectamente normal, un hombre. Pero no procreé hijos. Fui inocente.
El hombre de las multitudes es un pobre diablo con todo el
tiempo del mundo: no le importa andar mojado por la lluvia o bajo un sol
inclemente. No sabe nada de nada. El hombre-masa es una infinitesimal porción
de la humanidad, se siente adherido a algo muy por encima de él: soy como
ellos, se dice, y ese misterio que es él (¿quién soy?, ¿de dónde vengo?,
¿adónde voy?), basta para consolarle del sufrimiento y de conformarle con una
muerte que sabe que no podrá eludir, pues
los demás se mueren y desaparecen para siempre.
El truco está en vaciar el alma de conciencia y de dioses.
El truco, ¿para qué?
Para ser una caña hueca: que otros piensen por mí, las
cañas pensantes, por ejemplo.
Se aferraba al placer ¡qué pobre bagaje te llevarás del
mundo!
Wilde: tipo civilizado (bien educado) nunca se arrepiente
del placer.
Wilde, el tipo civilizado que murió en la mísera habitación
de un hotel parisino de medio (bajo) pelo:
dandy por el lazo que anuda el cuello, el bastón que
empuña, el sombrero de copa, la mirada gastada ora por el vicio ora por la
corrupción de la cortesía:
gourment impenitente:
nos regalamos semana francesa:
sopa de cebolla,
bandeja de patés caseros,
rilletes,
quiches,
ensalada niçoise,
raya a la mantequilla negra,
magret de pato,
blanquette de ternera,
caracoles a la borgoñona…
Tres botellitas de liviano chardonay,
un Armagnac…
El oro viejo del crepúsculo que todo lo apacigua ilumina
sabiamente las letras doradas de los miles de tejuelos que te rodean (sin
chistar, sin reproches después de tus violaciones).
Hanna, acércate a este vetusto sillón de orejas de piel de
buey donde distraigo mis horas, donde en siglos pasados el bufón Mierdecilla se hallaba encadenado a los
pies de su dueño y señor en épocas de transición, donde antaño dejaba correr el
tiempo el patriarca Brell, hechizado por el brujo de Klee, cuando la madre
Medea atronaba la tierra con el vigor de su zancada…
Hanna, tan adolescente aún:
(Tengo pocas tetas.
Entonces te llamaremos Hipólita.)
La ninfa le miró como si él cargara con todo el peso del
mundo, un cansancio infinito soportar toda la humanidad sobre sus frágiles
hombros. ¡Qué misión titánica!
¿Tan acabado está, jefe?
Daré guerra. Me mantengo en pie.
¿Es suficiente con eso?
Para mí, sí, Charlie lenitivo, aunque me has salido
parlanchín.
Asómate a la ventana con la copa llena (llena hasta la
mitad, aunque sin hielo) con todos los años de hoy, 2007, pero con la
apariencia del gran masturbador detrás de servidora,
en el 77: el gran piso de Jesús chaflán a Gran Vía, de grandes ventanales
este-sur, cómoda, de tibia estancias, luminosa, qué confortable museo de
maderas nobles, cuadros y libros. ¡Qué animada la masa que inunda con sus ropas
oscuras las aceras! Horas de regreso a la casa, después de finalizado (?) el
trabajo. Ahora, la jornada del martes se alarga hasta la noche morosamente, sin
la voracidad y la prisa matinal, sólo el trajín de los pies y el vaivén urbano
desmienten la languidez de esa porción de tiempo que es de tránsito hasta
acabar en la cama.
Buenas noches, buenas noches.
Y las calles se duelen de todo el dolor del día, del
tremendo vapuleo de gentes y coches que ha sufrido desde el amanecer.
Buenos días, buenos días.
El católico Bloy ha elegido su destino en este valle de
lágrimas, sin dejar de echar el ojo ni por instante al Eclesiastés, aun a su pesar, pero bien mirado es excelente
coartada. Si no obtengo la gloria en esta vida, me aguarda la gloria de la muerte
en el seno de Dios: Nuestra casa no sólo hiede, está negra y gélida, se duele
en silencio.
Tú te lo has buscado.
Seré insolente, como conviene al buen cristiano. Hasta
1917.
Pero el tipo, tan cauteloso él, lo es en los papeles
secretos, lejos del peligro y la ocasión de que alguien le pueda arrear varios
mamporros en su blandito y orondo rostro que no empaña su generoso mostacho de
hombrón.
Tiene un dios que se deja comer: cada lunes lo vuelve a
vomitar hasta el próximo domingo.
Tiene una virgen cuyos enemigos, a los que él conoce muy
bien, le producen la imagen repugnante de ofrecer a aquella, madre de
Dios, flores artificiales en un orinal.
Él es el elegido. Por eso sufre. La masa no puede
entenderle.
Le declara la guerra al mundo y se extraña de que éste se
revuelva contra él.
(¿Adónde va este buen hombre? ¡Ni que fuera católico
español!)
Llama hipócrita a ese
mulato, Dumas hijo, ¡y él cree con la inocencia de un niño en la
astrología! Cree en un dios con un pie en Saturno y otro en Júpiter. Un dios
danzarín. Y, naturalmente, desprecia a los griegos, ese pueblo, el menos
interesante del mundo.
Una iglesia sin espada… no es nada.
Bibliotequilla de su retrete: Bourget, Renan, Zola, Anatole
France. Poco a poco la va ampliando mientras se limpia el culo, y, suponemos,
que dejándola sin hojas. El mundo contra mí.
Manus cujus
contra omnes et manus omnium contra eum.
Pasea por el Campo de Marte. Es un día hermoso, claro y
tibio de junio. Debería ser feliz, estar en paz consigo mismo y con todos sus
semejantes bajo el cielo azulísimo. Da vueltas en torno al Balzac, de Rodin, y estalla: ¡Un prodigio de fealdad y
desatino! Se estropeó la jornada.
Adiós al día. El mundo contra mí.
Lo que importa es el golpe, sea el palo un garrote de
bandolero o una cruz episcopal. Algunas espaldas han nacido para ser molidas a
palos hasta que sobrevenga la venida del
Señor.
(Tú sigue leyendo sus
diarios, Boceto entomólogo, el tipo
se envalentona por momentos.)
La iglesia cultivó,
valiéndose del estercolero de Virgilio, Horacio, Ovidio y Cicerón, esa
maravillosa flor, ese latín, la palabra de Dios, que reconforta nuestra alma.
Sé quien soy, y soy
indiscutible.
Alábate corto que se
te cae el rabo:
Escribo libros que
vivirán eternamente y que… ¡no me dan para vivir!
Sólo su admiración sin
límites hacia Napoleón y su pena por la derrota en Waterloo, mitiga en algo la
crueldad de su anhelo: Inglaterra es absolutamente odiosa. Cuantos más ingleses
revienten, más han de resplandecer los serafines. Es necesario ante todo que
Inglaterra se desangre.
Le aburre mortalmente
el Dante y la Divina Comedia, y el florentino le parece el demonio de la
Bobería Moderna. Injusto se le antoja comparar la obra de ese guelfo atrofiado
y pedante con las maravillosas y divinas visiones de Ana Catalina Emmerick (?)
o de María de Ágreda (?).
Bestias de
protestantes, que no tienen otra finalidad en esta vida que comer, beber y
cubrir a sus muy fecundas hembras. Peca, arrepiéntete, peca, arrepiéntete… En
qué poco se cotiza el pecado y… la salvación.
Un tipo enemigo de la
vida… terrenal: No hay nada más amable, envidiable, deseable, exquisito y
espiritual que estar muerto.
Y, sin embargo: El
rico es una bestia innoble al que hay cercenar por la mitad con una guadaña o
metiéndole una carga de metralla en la barriga.
Y atisbos no
desdeñables: El goce del rico tiene por sustancia el dolor del pobre.
Pero, ¿a santo de qué
aquí este Bloy, este escrofuloso del alma y gran renegador?:
(Una exigencia del
guión, como el destape setentero.)
Pater agustino, no
creo en el hombre-masa. Me parece muy similar a ese dios tuyo tan lerdo y
pusilánime para las cosas y males de la tierra.
¡Calla, Brell blasfemo, calla!
(Le lanza al pecho uno de los tochos apilados encima de un velador junto
a su sillón de lectura.)
Pater, nos veremos en
el infierno si no controla esos impulsos homicidas… ¡Y ése si que sería un
verdadero infierno para mí! ¡Pater, hasta eres capaz de hacer del infierno un
lugar aburrido, de apagar las llamas, de hurtar calderas, de espantar a Pedro
Botero, al mismísimo Lucifer…!
Ese Dios al que
calificas de lerdo es muy capaz de engendrar hijos espirituales tan enérgicos
como León Bloy…
¿Enérgico? Más lo
tildaría yo de energúmeno…
Tolle lege, sacrílego.
Tal
dice como si me arrojara un cuchillo directo al corazón, cura horrendo,
pintorcillo fracasado aun en lo abstracto, maestrillo de liturgias y
propagandista de estampas sin género.
¡Arderás,
arderás!
(Qué
manía española, la hoguera.)
En
el fondo, se trata de fe.
En
Dios o en la masa otrora (sic) famélica legión.
Jamás
en la villanía democrática, dice este Bloy después de haber despedido de su
casa a un criada bribona.
Tengamos
fe en lo incoloro, inodoro e impalpable.
No
existen los dioses visibles.
Hay
que llenar la caña.
Como
se llena el buche.
La
fe del carbonero: son las pastorcillas de Lourdes y Fátima las que nos abren el
entendimiento, su dulce ingenuidad, sus ojos de hambre, mansedumbre y penuria
desde cientos de generaciones atrás.
Creo,
creo. Y cientos de miles, de millones de almas en pena, troncos hendidos, barrigas
envenenadas, columnas rotas, patas en alto, cegatos y mudos, sordos, con la
chaveta por los suelos, cancerosos, podridos y anémicos, hígados resecos,
pulmones y corazón destrozados, lenguas rotas, cabezas colgando, avanzan hacia
las grutas del agua milagrosa implorando un repuesto, un nuevo accesorio, un
alma reciente, toda inocencia.
Padre.
Dime,
mierdecilla.
¿Los
seres humanos somos cosas?
Pregúntaselo
a Fiodorov.
Lo
hizo: le sugirió (¡conminó!) leer El
origen de la familia, la propiedad privada y el estado (?).
Uno
se estropea, se para y se pudre en el tiempo como las cosas… ¿Acaso no sucede
eso con los muertos?
No
somos cosas, somos máquinas: se estropean igualmente: el aceite, la batería,
una correa, un engranaje, un corazón… Máquinas somos con conciencia de serlo.
En
fin, es lo mismo, chatarra.
Creyentes.
Hombres-masa… ¡Cacharrería!
La
revolución está en uno mismo… con la ayuda de Dios.
Él,
a lo suyo: el verso libre no sólo es necedad, sino perversidad condenable.
(Prohibido
el color azul: y fusilaban el cielo con sus rifles.)
Mesura,
mesura… (mira a san Cristóbal, oh, inmenso paliativo).
El
tipo Bloy va a la contra como el que va a comprar el pan al horno de la
esquina. Este creyente sin remedio ni cura, alcanza hasta el desvarío más
notorio:
En
la Edad Media sucedían los milagros porque la Razón estaba en su apogeo y sabía
penetrar las causas profundas. En la actualidad, siglos después, debido al
debilitamiento de la Razón y el desarrollo de la tecnología, nos es imposible
comprender el mecanismo de lo milagroso y desconfiamos de la potestad mágica de
los santos:
Miraba
uno la estampa de san Cristóbal y nada malo podía sucederle a lo largo del día.
¿Qué de irracional hay en ello?
Muerte
de Zola: ya ha hincado el pico en su pocilga el sacrílego granuja. Ya ha
palmado, caído en su propia mierda. Desde hoy, día de san Miguel, ya es
cadáver. Qué buena noticia.
Rezaré
mis oraciones por los míos y por mí, y arda ese pequeño satán en el infierno,
sentencia el terrible Bloy.
Vaya
donde vaya me topo con los ojos de un acreedor. Siempre es más tarde de lo que
uno cree. Esas culpas del cuerpo y sus exigencias que no están en el alma, sino
adheridas a la carne como un bulto canceroso que nunca podrás sajar. Me duele
hasta su olor.
Vacía
las huchas de las niñas para tener algo que comer ese día, él, Bloy, el Gran
Escritor.
Comerás
berzas.
Más
santo que escritor: con la pluma he querido arrastrar ante ti, Señor,
multitudes. Me volví: estaba solo en el desierto.
Ningún
hijo más de la naciones heréticas: que sean infecundas hasta su exterminio.
Mientras tanto, él mendiga unos trozos de embutido a su salchichero: nadie come
en su casa desde hace dos días, qué agustino pobretón.
¿El
hombre-masa? Ése ser monstruoso de un millón de cabezas y otro millón de
barrigas en lugar de justicia ansía mi bolsa. ¡Al fuego con él!
¿El
creyente? Cree en Dios porque ya no puede creer en sí mismo, y con esa creencia
maravillosa se entra en el cielo sin pagar moneda alguna: el cielo es gratis
para quien todo lo pagó en la tierra.
Señor,
hazme rico, sácame de la intemperie, de la mina, de la fábrica, llena mi panza,
hincha mi bolsa.
(¿Y
todo esto, todo este Bloy…? ¿Adónde encaja? Como una pincelada van
gogh: dentro del cuadro ¡pero fuera del cuadro!)
Principios
básicos para una teoría del Dibujo (Antiguo y del Ropaje) según monsieur Bloy:
Todo
aprendizaje ha de empezar en la figura humana. Si no se sabe dibujar una nariz,
un ojo, una boca, nunca se podrá dibujar un paisaje, ni una flor, nada. Antes
al contrario, cuando se sabe dibujar una figura humana, se sabe dibujar todo.
¿Cuál es la razón? Ah, amigos míos, porque el Hijo de Dios, in quo omnia constant, ha encarnado la
figura humana.
Señor,
haz que tu sangre se convierta en mi dinero, ruega sin saber lo que dice.
Pater,
gustas del abstracto Kandinsky porque nada representa más allá de su plástica.
La religión católica, asqueada de estampas y la escultura de unción, ha encontrado por fin su arte,
tan invisible a pesar de su formalismo como Dios: sólo rayajos y colores… ¡pero
es!
(Principios
básicos para una teoría del arte religioso…)
Principios
básicos para una teoría política en la lucha de clases…:
Al
pobre se le desprecia; al obrero-masa, se le teme… si lucha y sabe vencer.
¡Ah,
Fiodorov, qué gracioso apostolado!
(Pero
corrió la sangre: en la misa, en la revolución…)
Qué
rebelde (es decir, qué inofensivo): a la barraca de feria con él, qué espantajo
futuro, muñecón gracioso.
Fiodorov te ha cogido de la mano, te sonríe dulcemente como un
jesuita, te alecciona, te alumbra los caminos del valle de lágrimas:
La
rebeldía del hombre-masa nos divierte; la del creyente contra las injusticias
del mundo, nos enternece: desbroza maldades con el misal, evita la lanza con la
oración, pocos males se pueden hacer arrodillado.
De
un revolucionario, lo temes todo: no posee nada, y podría con toda naturalidad
matarte a cualquier hora del día, ¡qué más da!
Pero
ojo con el creyente, puede hacer que ardas en la hoguera o aplastarte los sesos
con un crucifijo de plata:
el
tal Bloy se alegra del incendio de los teatros (el tipo cree más en Dios que en
él mismo, pero… nada me es más necesario
que el vino.) Este mismo azotacalles
se queja amargamente de que su arrendador, el carnicero, el bodeguero y el
carbonero pretendan cobrarle las deudas contraídas. No termina de explicarse
esa miserable exigencia por parte de ellos, el pobre.
Y
es que, es un hombre invendible. Ni se le oye, no vale un real a pesar del
vozarrón de su pluma. Invendible, ni para vino tiene (¿qué no será el morapio
su auténtica inspiración?).
Suerte
tendrá si lo sepultan bajo tierra y no escarnecen su cadáver arrojándolo a los
perros que merodean el albañal.
Que
todo sea consumido por el fuego:
He venido a traer fuego a esta tierra
y ¿qué puedo desear sino que arda?
El
incendiario no se recata: Amo las hogueras de la Inquisición, ellas nos
iluminan desde hace tres siglos.
Crea
una revista. ¿Cómo intitularla?
La Antorcha… ¡Qué, si no!
Y sigue teniendo sus
pequeñas manías, como ya se vio líneas arriba: Raza abominable la de los mozos
de mudanza. No hicieron su trabajo de balde, y tuvo que pagarles el servicio
arrancándose pedacitos de su alma.
Y
aspira a la eternidad, digamos, de un modo sibilino: Cuanto más envejezco más
porvenir tengo.
¡Pobre
agustino!
Entretanto,
empieza a quemar el mobiliario de la casa para protegerse del frío. Bonita
perspectiva.
Lo
creas o no, Dios no deja de sufrir por todos nosotros ni un solo instante.
Tanto
el hombre-masa como el hombre-creyente hacen votos de pobreza, practican la
privación y la abstinencia: su hija pequeña duerme en el suelo, sobre dos
colchones, es cierto, y él no lleva ropa interior. Ha escrito su mejor libro
sin cacetines y sin pantalón, no le queda ni un amigo (quizá uno, tan mísero a
veces como él: se ve en la obligación de alimentar, al menos un poco, a su
mujer y a sus hijos), su ayuno ya es diario, aunque comulga todos los días, y
se pasa el día entero hablando con Dios de sus cosas, de sus miserias. Y éste,
invitado de piedra, ni caso. Es un hombre rebelde, un literato sin género. Es El invendible.
Atiza
cachetes en todas direcciones: los judíos, por poco hebreos, son tan imbéciles,
por poco católicos, como los cristianos de nuestros días. Y ándate con cuidado
si eres médico: Habría que guillotinarlos a casi todos ellos.
Se
alegra de la muerte simultánea de dos enemigos literatos: … uno triturado
materialmente por el ferrocarril, y el segundo ha muerto chocho.
Un
tipo sorprendentemente iracundo, en todo caso, que invoca a Moisés y a Cesar
como salvadores de su patria en tiempos desventurados (en tiempos desventurados
para él) y que le fuerzan a comprar una estufa en los almacenes Dufayel (de
odiosos los califica, ahora que ya asoma algo la cabeza de entre los andrajos).
Empero, la rabia se apodera de él al enfrentarse a la realidad monstruosa, la indignación
por poco no le provoca una apoplejía fulminante al enterarse que el busto del
crapuloso Emil Zola, inaugurado en Suresnes, ha podido ser labrado a costa del
bronce sagrado de las campanas de una iglesia secularizada.
Sólo
el fin del mundo nos puede salvar de la catástrofe (?), y reza porque ello
suceda antes del fin de semana (detesta, a pesar de la misa, los domingos).
Genial
en ocasiones, no obstante: ¿Qué ocurre en el mundo invisible?, se pregunta.
Sorprenden
sus incursiones a esa existencia paralela.
Católico
y caritativo, piadoso del todo, tilda de innoble peón a Ferrer, recién
ejecutado al final de la Semana trágica de Barcelona, se complace de las
muertes de sus oponentes ideológicos sin ahorrarse ni una pizca de gozo y
deleite.
¿Qué
va a decir quien desde tiempo atrás tiene dispuesto un lugar en el
martirologio? Yo me preparo desde hace años para el martirio, y preparo
igualmente a mis hijas para el suyo.
(Como
si fuese una puesta de largo, pobres de ellas.)
No
hay lugar para el perdón.
Hay
que ir al degüello.
La
guerra queda desprovista de sentido cuando no es exterminadora.
Se
nota esa sangre española que de tan lejos le ha llegado invencible circulando sin trabas por sus
venas, una sola gota de esa sangre: el mundo se ha vuelto trágico, Dios un
perro rabioso.
Hasta
los cuarenta años se hartó de folgar con putas de todos los colores. Las
buscaba en la calle. Le bastaba su voz imperiosa, su mostacho y sus ojazos de
profeta para que, dóciles, se cogieran de su brazo. Se las llevaba a su sórdida
habitación. Comían algo y bebían vasos
de vino tinto. Se mordisqueaban los cuerpos desnudos. Saciado de lujuria,
acababa exhausto no sabiendo donde poner la vista, si en el sexo convulso y
húmedo de la mujer que yacía rendida sobre la cama o en la santa Biblia escrita
en latín abierta sobre la mesa. Ya en el camino del Señor, tanteando, atento a
su llamada (a sus gritos), convirtió al catolicismo más rabioso a una pelirroja
que acabó en un manicomio; y una morena, a cambio del placer recibido, la muy zorra
le endosó unas purgaciones de cuidado; y una rubia hubo que en pleno orgasmo le
escupía en el rostro, ¡perro, que eres un perro!, y le arañaba la espalda hasta
hacerla sangrar.
Su
cerebro ya sólo era violencia.
Siempre
buscó la guerra, el exterminio del enemigo: es lo que suele ocurrirle al poeta
incomprendido con la panza vacía, poseído por la envidia y sin el frasco de
vino al alcance de la mano.
Cerca
del hombre-masa, mucho más de lo que él mismo se imaginaba:
… consideran indigno ocultar sus ideas
y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser
alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente.
El tal Bloy ha
entendido su misión: hay que exterminar de una vez por todas a esos católicos
melifluos que se contentan con meter los dedos en la pila de agua bendita y a
lavarse el alma con ella: él ha entendido a la perfección la ira de Yahvé,
aguarda su turno para empuñar la espada de fuego que ciñe a su cintura de dios
justiciero y que ha de cederle a él.
Ansia de santidad,
sexo y el deseo morboso de la muerte configuraban una tríada diabólica de la
que nunca pudo escapar.
Venúsien confeso: alarga la mano para acariciar
la inmensa mejilla de Dios y termina hundiéndola en el sexo hirviente de la
ramera. Confunde el amor divino con el amor humano: soy, pues, inocente,
determina sin pudor alguno a la nueva mística que ha caído en sus manos como
venida del cielo: la convertirá en su esposa. Esta hija inocente de poeta danés
le dará cuatro hijos, todos enclenques, y de los que sobrevivirán únicamente
las dos niñas sumisas y listas, visionarias, que de cuando en cuando el
mortificado escritor con amargura las pasea hambrientas y a medio vestir por
las páginas de su diario terrible.
Tolstoi acaba de palmarla.
Así finiquita toda la
vida del gran ruso: hay más piedad cristiana en un solo párrafo de Anna Karenina, libro que le produce un
asco infinito, que en los treinta volúmenes de la obra del tal Bloy quien, muy
perspicaz, ha observado que la sirvienta recién llegada a su casa es de una
suciedad monstruosa: generaciones de basura impiden que salga de una vez del
estercolero este pobre ser humano, dictamina.
También él va
envejeciendo, replegándose, resignado, aun con furia contenida: se refugia en
los cafés donde puede leer de balde periódicos innobles y estúpidos entre
gentes de alma inmortal como la suya ¡Qué injusticia!
Este comunista de la
religión…
Este ladrador a la
luna…
(Todo fin justifica
los medios para lograrlo.)
El león todavía afila
las garras, enseña los colmillos rojos de sangre antigua: Balzac no es más que
polvo.
Zola ya no les agrada
ni a los cerdos.
¿Quién te dijo a ti, invendible, que los cerdos saben leer?
Asesinato de Jaurés:
Nadie llorará a este malhechor.
El verdadero viaje:
del útero al sepulcro.
En 1914 el mundo se
vuelve loco.
A su alrededor mueren
millones de jóvenes sacrificados por viejos de su misma calaña carnicera, tal
vez sin su religión, pero con disfraces igualmente ridículos como los que le
invisten a él, babas ácidas, carnes fofas, mostachos y miradas empalidecidas,
cuerpos decrépitos a los que siempre anima la degradación.
Pobre hombre, pobre Cèzanne, se lamenta ante uno de
sus cuadros, él, que recibe sobres con dinero, vive de limosnas, mendiga a cada
paso sin dejar de enarbolar la pluma e hiriendo a diestro y siniestro, incluso
a quienes le favorecen.
Nadie perdona la mano
que le da pan.
Todavía hay almas,
dice al recibir un barril de vino tinto que le envía un benefactor.
1916.
Nos obligan a
adelantar una hora los relojes… Esto debe ser una maniobra del diablo, enemigo
del orden establecido por Dios.
Cuando nos hayamos
librado de los alemanes necesitaremos una nueva Juana de Arco para expulsar a
los ingleses.
¿Qué es su literatura?
No tiene género. Y
aconseja imaginarla:
Una vieja guillotina
herrumbrosa en las corrientes de aire.
Se aferra a
justificaciones sorprendentes que disculpen en algo sus constantes peticiones
de ayuda: Hay que mendigar, el que no mendiga no puede comprender nada de nada…
Hasta Dios mismo mendiga (?).
No tiene un céntimo,
como es habitual, pero se congratula al comprobar que por suerte están en
témporas de septiembre, por lo que mañana es día de ayuno y abstinencia. Así
que nada de comer: jornada de purificación del alma. ¡Qué alivio!
Ama el sol, pero
desprecia Italia hasta el punto de no poder siquiera pensar en ella.
¿Qué es en el fondo?
Él lo dice (mea culpa): La mendicidad es un arte y
la ingratitud una ciencia. Soy, pues, un artista y un sabio.
Lección de
matemáticas:
Tiene un amigo, C.,
desde hace veinte años. Solicita su
ayuda urgente y C. le envía un billete de cien
francos. El tal Bloy no puede contener su indignación, y así se lo hace constar
en una misiva memorable: Me envía usted cinco
francos por cada año de amistad…
(Debería avergonzarse, escribe con tinta invisible entre líneas.)
1917.
La miseria llama
furiosamente a la puerta.
No hay nada que comer,
pero Dios, en forma de amigo inesperado, llega a casa con dos conejos en la
mano. He aquí lo que yo llamo milagro.
Ah, aquella época de
las Cruzadas, de la sangre vertida en nombre de Dios… infinitamente más bella
que la actual.
Sigue recibiendo
sobres con dinero que le envían gentes más humildes que él: Devoro a los
pobres, reconoce finalmente sin que ningún escrúpulo le atormente.
Es deber del mundo el
ayudarle sin posible excusa.
¿Cuáles son, en Dios,
los límites de la propiedad?, se pregunta.
(Pregúntaselo a un
comunista.)
La buenas personas,
reconoce, nos mandan dinero porque saben que yo soy un gran amigo de los
pobres. ¿Cómo decirles que me he desposado con la miseria por amor?
Nadie me regala vino,
se lamenta. Tendremos que comprarlo nosotros mismos, lo que será una nueva
forma de miseria.
Ya no hay hombres,
sentencia ante los avatares de la guerra.
Lee El fuego, de Barbusse, que le parece un
libro pavoroso escrito por un idiota cegado por los delirios del socialismo.
Otro bienhechor le
hace llegar dos botellas de chamberlain: se las echa al coleto esa misma noche,
como si fuesen, para sus ojos, Los hechos
de los apóstoles.
Me asquea mi tiempo,
maldice.
Sin misa: le cierran
las puertas ante sus narices.
Me siento cada vez más
débil.
Pero no renuncia a su
verdadero apostolado:
Nuestra criada bretona
se muestra cada vez más estúpida, insolente y perezosa. ¡Quiera Dios
desembarazarnos de esta bestezuela hecha sólo para la vida del establo y para
cuidar cerdos.
Soy demasiado viejo
para prostituirme. Moriré pobre. Es justo.
Termina uno de los
capítulos del libro (último) que lleva entre manos y… su mujer sacrifica una de
sus gallinas para celebrarlo. Más tarde:
Devoramos la gallina y
hablamos de no sé qué.
Poca dura la alegría
en casa del pobre:
Ha reaparecido la
miseria: ya no tenemos vino.
Yo espero a los
cosacos y al Espíritu Santo.
Próximos están los
días que lloverá sangre, entonces no habrá ya Iglesia y las almas agonizarán de
desesperación en la selva roja de Caín.
Alguien le anuncia un
envío generoso de vino. Durante algunos días, rosas.
Dios aprieta pero no
ahoga, recuerda del ancestro español, tenemos donde ahogar las penas.
Estamos en el umbral
del Apocalipsis, escribe poco tiempo después de la conversión del agua en vino.
A punto está de
brindar alzando el vaso.
En el Apocalipsis...
La tierra, con todos
sus males y humanas tragedias seguirá rodando, rodando con su guerras y
cadáveres a cuestas.
Lo hiperbólico de su
carácter trueca en apocalíptico.
Es él, que ya muere…
En la miseria más
absoluta y muriendo, con un sobre vacío en la mano.
Los pobres… no tienen nada más que perder que sus
cadenas. Tienen en cambio un mundo que ganar.
¿Por qué el infierno está
lleno de comunistas y de católicos?
Pregúntaselo al padre
Aurelio, que ya anda entre las llamas desde hace años con el culo como un
coladero.
1972.
Fiodorov, dime, pregunta el adolescente Boceto, ¿acaso soy yo un niño-masa?
¡Granuja! Te han visto
salir del gallinero del Pompeya… (bendito portal consentidor, libre de
prohibiciones para menores sin reparos).
Una mujer marcada (0) y Último tren a Katanga (0)… ¿Te parece
bonito pelarte las clases de FEN por esos dos bodrios?
El niño-masa se halla
con la vista fija en la moneda en el aire: cara o cruz, vaya uno a saber, 3-R o
el inocente 2. (No formaría su espíritu nacional la monserga del profesor
falangista y gran fumador de cigarrillos de color amarillo, de seguro que no.)
Gritos y susurros, la última de James
Bond o la españolada del año en curso. A saber. (¿Qué tal la polaca en blanco y
negro y con subtitu…)
El camino es siempre
mejor que la posada, dice Brell el Viejo que
decía Cervantes. Él, Boceto en
formación, en pleno desarrollo, debe saber elegir, y eso inevitablemente
conduce a una sosegada experimentación: ha de aprender lo más pronto posible a
decidir por sí mismo lo que es bueno, importante, y lo que es malo,
prescindible. Déjalo, pues, Fiodorov,
en esa laboriosa crianza. Ya vendrán los tiempos del buen discernimiento: unos
a la cárcel, al paredón o a la horca; otros, a la tierra y la boñiga. Los más,
al silencio de los años, a una consumación tranquila. Por lo demás, éste, Boceto cuando todavía no es Boceto, ya apunta maneras, y anda bien
dirigido por el patriarca, aunque sibilinamente, con mano artera: acabará en
cátedra llevadera y segura soldada, pertenece a lo residual del siglo.
Que sepa lo que es la
mierda para siempre poder evitarla en el futuro. Conserva su efluvio fétido en
la memoria; más aún, siéntelo en el cogote, huye aprisa de ella, de su hedor…
Ah, la mierda, donde tan fácil resulta empastrarse.
Hanna Schmidt nunca
entendería de qué se componía el aire espeso y oscuro de aquel tiempo tan
distante del suyo, la urdimbre asfixiante con que se hilaban los días. Boceto alcanzó a palpar la época: un
niño del paraíso a un paso de caer en el abismo. En esas alturas, que
paradójicamente conducían a lo más abyecto y rastrero, si te descuidabas
estabas listo. Todo eran asechanzas sin poesía, sólo mal, un mal que mucho
distaba de la poesía y que bajaba hasta el infierno. Viaje de seis estaciones
sin vuelo poético, allí, en el paraíso: pederastas, pajilleras, ladrones,
violadores, tipos crueles con navaja automática en el bolsillo que hasta con la
mirada hacían daño, alcohólicos a medio destruir durmiendo la mona, vagos y
desocupados, amas de casa derrengadas dispuestas a cualquier aberración, gordas
y gordos en busca de sexo imposible, aprendices del vicio, viejos arruinados,
putas viejas en caída libre, chaperos por cuatro perras, adúlteros de entre
semana masturbándose mutuamente, mujeres degradadas, golpeadas y humilladas por
sus maridos de cuello blanco en medianos empleos (los peores consortes: bueno
en la plaza, malo en la casa), gentes en ayuno perpetuo, alelados abandonados
por sus familiares en las butacas del fondo más fondo del galliner… Estudiantes
pelones huyendo de las arañas agustinas y de la Formación del Espíritu Nacional.
Qué poco de altivo
tiene este viaje cuyos hilos mueve Satanás, un pequeño satanás que serpentea
entre las butacas, deslizándose sobre un suelo salpicado de salivazos, flemas
de semen, pañuelos emporcados, colillas, mocos secos, gotas de sangre, restos
de alimentos, cáscaras, papeles incendiarios… Sus semejantes.
(La vida es como el
palo de un gallinero, corta y llena de mierda, determinó en su día don Manuel
Vázquez Montalbán.)
Emprende el viaje
pagada ya su entrada nuestro pequeño Baudelaire con el libro de Formación del
Espíritu Nacional bajo el brazo. No ha de aparecer el poeta en el mundo
aburrido, es únicamente furtivo testigo de cuatro ojos que bizquean entre la
pantalla y la densa y pestilente sombra que le envuelve.
¡Oh, niños imprudentes!
Manos en la penumbra
azulada se abren paso hacia él, bocas abiertas, hediondas entrepiernas de
hombre o mujer se desnudan ante sus ojos.
En la pantalla
abrumada de color chillón un mercenario blanco ensarta de parte a parte con una
bayoneta la espalda de un negro que lanza un grito desgarrador y curva el
tronco hacia atrás, de donde ha sobrevenido el rayo que lo mata.
Cualquiera sabe cómo
va a acabar… De pequeño, el pequeño Brell se arrojaba de cabeza al ficus,
océano de curiosidades: la de las cosas que uno veía allí si era capaz de
proponérselo. (Cosas verás que han de maravillarte: fila doce, pasillo
central.)
Donde mejor se escribe
poesía es en la calle parisina de La Mujer sin Cabeza.
Baudelaire ya intuía
que por debajo de las aguas del Sena sólo navegan cadáveres… de poetas.
Muerto por agua:
Crane, Celan, Storni, la inmensidad de los ahogados anónimos…
De adulto, Charlie,
uno acaba metiéndose en el IVAM y ahí que te las den todas… con una copa en la
mano: convertir la borrachera en un sudario frente a una procesión de
ocurrencias que encienden una mirada dudosa: oro u oropel. Al desconocer que el
ingenio es arte menor, estos fantasmas de la ópera de menos de un penique
buscan más la sorpresa en los otros, los espectadores fugitivos (festivos), que
el arte se las trae al fresco, ahora y siempre, que el acatamiento, o al menos
la complicidad, del exégeta serio ante una obra concebida y ejecutada sin
trampa ni cartón.
¿Cómo aguantar el
fastidio de España y sus trapisondas, del mundo su cotidiana tragedia y la
injusticia de su ley?
Como ha hecho hasta
ahora, escondiéndose en el ficus: ¿Y yo qué puedo hacer?
También podría meter
la cabeza debajo del agua: enredados en el fondo por el abrazo verde de Crane,
de Celan, incluso de la Woolf que poco tuvo de poeta… ya de color marino y
turbio.
La mañana epifánica:
Hanna, con el cabello largo suelto, partido en dos crenchas desde la frente,
con las manos metidas en los pequeños bolsillos del minishort vaquero, repasa
los lomos de piel de los libros de los poetas, delgados de páginas los más,
lleva la atención a los tejuelos: nombres desconocidos, de imposible
pronunciación algunos. Hay fascinación y fulgor en sus ojos.
2005:
Es la segunda vez que
se encuentran in hac lachrymarum valle.
¿Sabes? Debería ser
una biblioteca horizontal, a la china. Son
libros caros, de exquisita encuadernación. Tenerlos colocados verticalmente
termina desajustándolos.
Qué
sabio el tipo, qué no sabrá él: le lleva a la nínfula treinta años. Todo
alrededor de los dos conspira para la seducción, celestinean las paredes, el
mobiliario a esa hora del día transparente y magnífico, abrileño y cálido, el
brillante césped bajo el sol que dejan ver los grandes ventanales, él mismo, el
hombre sabio que bien domeñado tiene el fogoso centauro que cabalga entre las
vísceras: ya lo hará trotar a su hora en la dulce y adolescente pelambrera.
Dejará
el vino lejos de ella, que sólo libe el adulto corrompido echado a perder.
¿Te
apetece una Coca-cola?
¿Podría
ser un refresco de naranja?
Podría
ser lo que tu desees, princesa.
Si
le ofrece una copa de vino Paula le mataría con sus mismas manos, y tal vez
también lo haría la propia madre de la confiada aprendiza del saber en busca de
nuevas experiencias: la pubertad no concibe la vida sin aventuras: él es el
vecino misterioso, la aventura.
¿Y
si salpicara, no más, unas gotitas de vodka en la naranjada, una poquita y
momentánea turbación de los sentidos, un embelesito transitorio?
Detente,
bestia. 2005: quince años tiene la niña. ¿Abrazarías a una muñeca, estúpido?
Aguarda un par de años: estupro legal.
Demasiada
mujer en algunas tribus, perfectamente manoseada hasta las entrañas, volando
lejísimos el virgo…
Calla… Tiempo habrá.
No la vayas a dejar huérfana y herrada.
A esas horas tempranas
el vinazo puede emborronar su prestancia de joven
profesor. Socialmente reprobable ese tinto a deshoras. Podría disimularlo
con un blanco, aunque… poco mundano. Además, no tiene ninguna botella
refrescando.
Se inclina finalmente
por un elegante Martini, sutil, nada chirriante.
Y eso hice, Charlie.
¿Tú sabes quien es
Luis Buñuel?
¿Quién ¿Yo?
Naturalmente, no lo
sabía la pequeña suiza-española (qué candorosa, con que inocencia traspasaba el
umbral de las tinieblas y venía al encuentro de su verdadero diablo: Boceto). Ignorante de la corrupciones
del mundo había llamado al timbre, se adentraba en la espesura: he ahí ella, la
camiseta rosa muy corta, los suaves muslos y piernas al aire, unas piernas tal
Claire, tan suave, tierna, materia viva tan modelable en cualquier sentido
entre las manazas sobonas de los taimados Andersen, Grimm, Perrault… y la otra
parentela no menos destartalada en asuntos de sexo.
Buena pieza a
capturar.
Él, un Jérôme menos
cruel y estúpido.
Boceto no sale de su asombro: es una aparición
solar en la mañana azul, una incongruencia en ese año maldito de 2005 de
totales acabamientos, de entrega sin paliativos a la confortable derrota final
de todas las batallas pero superviviente al cabo de la gran guerra.
Escrito en número,
bien visible, 45 años, ¡qué daño hace!
La ninfa venía en
busca de Paula, la noctámbula y adúltera Paula, que ese día rutilante y
joviano, mira por dónde, había salido temprano, a medio maquillar, a tumba
abierta en su corcel de cuatro ruedas camino de Canal 9 con el borrador de uno
de sus pérfidos guiones en el bolso y una expresión de inquietud ensombreciéndole
el rostro: ¿Irían a guillotinarle la serie? ¿O sólo sería un fallo de episodio,
algún parlamento inadecuado, un taco, una blasfemia, un beso de rosca,
salivoso, entre los dos adolescentes principales donde tantos púberes de la
generación Z se contemplaban y se soñaban todos los martes por la noche?
A esta cría le leo yo
el noveno mamotreto de las correrías de la lozana andaluza, que para todos
tiene salida la deslenguada, y aun le caliento el oído con el parlamento de la
arrugada celestina en el noveno de las suyas, donde bien celebra el morapio y
lamenta, ahora vieja, reseca y caducada, los años echados a perder en su
mocedad por necia y melindrosa.
Un Martini es una cosa
muy seria, jefe, y un dry-Martini todavía más.
Lo es, Charlie. Así
que hice un buen apaño; embobada me miraba con la sosa naranjada en la mano
mientras yo disponía en el mismo salón los ingredientes, excelente ginebra, la
botella de vermut, el hielo muy duro, por debajo de los veinte grados…
Buñuel dixit: no hay nada peor que un Martini mojado.
Sin embargo, admite
este Brell reconvertido en vinatero, las copas, la coctelera y la ginebra
deberían haber estado en la nevera desde el día antes. Ahora ya era tarde…
aunque no para la función de promover la pequeña intriga doméstica de elaborar
un buen aperitivo.
La observaba a
hurtadillas mientras movía las manos y calculaba medidas.
Luis Buñuel, le dije
con la voz más natural, es un barman de prestigio internacional. Respecto a
preparar el martini y otros espiritosos, se lo disputan los mejores bares de
copas del mundo.
(Martini Buñuel: sobre
el hielo bien duro derrama unas gotas de vermut y media cucharita de café y de
angostura. Agita un momento la coctelera y acto seguido tira el líquido,
conservando únicamente el hielo que ha quedado, levemente perfumado por los dos
ingredientes que ha echado sobre él. Sobre ese hielo magnífico recipendario,
vierte la ginebra pura, agita unos segundos y sirve.)
El tal Charlie de
Calanda, aragonés de oído duro, también fue inventor del Buñueloni, una especie
de remedo del Negroni; el tipo, en lugar de mezclar Campari con la ginebra y el
Cinzano dulce, lo sustituía por el Carpano.
¿Sabes? Para beber
bien hay que entender qué se bebe. Y,
desde luego, ignorar que existe el tiempo. Todo lo que está más allá del cristal
de la copa debe disiparse, no hay que dejar que la niebla empañe el sol de oro
o la plata lunar del bendito licor.
Buñuel nunca bebió
whisky desde los lejanos años de su juventud. Es un alcohol que no comprendo,
decía.
Buñuel, soñador
corruptor de las costumbre piadosas de los menores, estaría borracho de
bastantes buñuelonis el día que, conjuntamente con René Char, imaginó que se
introducían en un cine para niños, ataban y amordazaban al operador de cabina y
proyectaban una película pornográfica: la perversión de la infancia es una de
las formas más atractivas de la subversión.
¿Quieres probar un
traguito?
La ninfa sonreía
mientras negaba con la cabeza.
Algo advirtió en su
mirada que la aproximaba al recelo.