domingo, 7 de septiembre de 2025

25

 

He sido todo.

Charlie le observa como se estudia a un perro callejero que mueve la cola y dirige sus ojos hacia ti con gran desamparo pero nada tiene que ver contigo ni ahora ni nunca: escánciale bien la copa, el tipo es de buen aguante y magnífica propina.

Sabed… He sido la Tierra.

Se siente clásico, azul y antiguo como el Mediterráneo donde vierte sus lágrimas de paria de la noche: trae la botella blanca, Charlie, anega de ouza el lloriqueo seco del borracho, que beba hasta que el mundo sea una cosa irreal, indistinguible del sueño: hasta una simple mosca impide actuar a nuestra alma, come nuestro cuerpo, oh, ¡ser un dios sin iglesia, tan olvidable!

Ojalá hubiera sido un hijo del pueblo nada más, un perfecto grumo de él, pura boñiga, se dice todavía con dignidad, es decir, con voz muy baja, sin gimotear, san Ignatius Brell. Ya lo dijo el tal Pascal: el pueblo tiene opiniones muy sanas; por ejemplo, haber preferido la diversión y la caza antes que la poesía.

Sabed… el que quiera hacer el ángel, hace la bestia. Palabra de Pascal.

Sabed… el término medio se halla entre Salomón y Job.

Colofón, a los dioses falsos se les reconoce inmediatamente: todos ellos necesitan una iglesia para perdurar, necesitan que les adoren in absentia, quizás ante una imagen figurada, un pedazo de madera oscura, el vitral encendido de colores por el sol de oro, un sonido, una flor, las capillas tenebrosas, un montón de temerosos y pecadores arrepentidos, de enfermos terminales y desahuciados que le celebren en su día del Señor y le canten subyugados, en pleno éxtasis, aterrorizados en su fuero interno por el misterio insoluble de su dorada invisibilidad.

(Ignatius, cuyas brumas alcohólicas obligan a veces a invertir ecuaciones: ¡Oh, ser iglesia sin tener un dios!)

Qué raras eucaristías: convierten en vino la sangre; el cuerpo en hogaza tibia de pan. Restituye la verdad esa sencilla conversión a la vista de la concurrencia, y además nutricia: coma el pueblo comulgante y descanse de una aristocracia perversa que durante tantos años viene seduciéndole con fáciles y sutiles ornatos que esconden los toscos deberes, y, en cuestión de regalías, derechos ningunos: así te birlan la cartera y no se libran de la burla, empero: algo, qué o quién, bufón o una extraña alquimia, convierte el vino en agua: deja de soñar despierto, imbécil.

En aquel tiempo, sabed, yo era un estoico muy influenciado por un analfabeto (Sócrates) que sólo creía en la felicidad y se reía de los peces de colores, por un tipo sabio que no se andaba por las ramas (Wittgenstein) que descreía del filosofar por entenderlo el mero resultado de la infinita combinatoria del lenguaje y por un misántropo masturbador (Nietzsche) cuya megalomanía y confusión atronadora le condujo a la demencia. En fin, yo iba tirando. Y como sana distracción de cuando en cuando me metía en un cine para ver una película checa en blanco y negro con subtítulos recibida con todos los parabienes y premiada con todos los honores en Cannes y Venecia, entre los que también se incluía el oscar a la mejor película extranjera.

Yo sé muy poco del hombre, de su espíritu y del origen de su materia, pero creedme si os digo que los dioses (cualquiera de ellos) y sus ladinos representantes en la tierra aún saben menos de él, de ahí que lo emborronen e intenten reducirlo con liturgias y rituales y símbolos a ser una creación ajena a la misma tierra y pretendan someterlo con el subterfugio infantil del premio o el castigo: pórtate bien y los Reyes Magos te llevarán montado en una bicicleta azul a los campos del Edén donde has de encontrar a todos los domadores de caballos y a todos los que enredan sus piernas en las raíces de los ficus del mar antes de llegar al hogar.

Yo, Hanna, era un pequeño filósofo, como Azorín antes de su sorprendente conversión de anarquista portando un paraguas rojo por las calles los días de sol a aficionado diario y vespertino al melodrama cinematográfico norteamericano: A mí me gusta mucho el actor ese tan alto y atractivo, el Cúper.

Yo era un pequeño filósofo, Hanna y, por ende, algo mironiano (pasa un pájaro, y nos abre más la tarde) aunque desprovisto de la manía del relato.

La vida, a la que yo estrujaba, me ha conducido hasta aquí en su vaivén indetenible: cronología pura, año tras año conformando con mi desgaste y deterioro la demostración axiomática del tiempo, de su existencia terrenal sólo visible finalmente por la procesión de ruinas, viejos y cadáveres que lo revelan aun siendo invisible él mismo.

Hanna le mira como a un bicho raro, una caña parlante, pero él la tiene ahí, tumbada y desnuda a su lado, sudorosa y demasiado joven (a treinta años de sus marrullerías de sabihondo), sin recato, la cabellera mojada y vertida sobre la almohada, con las piernas separadas, los muslos blancos y húmedos, la respiración agitada, vibrante aún por el orgasmo.

Yo era un pequeño filósofo al que no le daba miedo crecer, abrir las puertas del mundo y atisbar en todos sus rincones, un caballerete sin espada pero con mucha insolencia y pertrechado del arrojo de quien tiene bien guardadas las espaldas: en esta casa se come a las dos y media del mediodía; a las nueve, la cena está lista y el televisor en marcha (Ironside es el hombre a imitar: encadenado a una silla de ruedas, vuela libre su cerebro sobre los tejados y las nubes, y nada hay que lo detenga, nada hay que escape a su escrutinio y disquisición).

Yo era un pequeño filósofo. Y lo peor es que lo sabía, y en ello me regodeaba frente al pasmo adulto de esos que habían crecido demasiado y no sabían para qué.

En el fondo, un sándwich bastante digerible a despecho de la rotundidad de sus ingredientes: Nietzsche, Schopenhauer, Montaigne, Séneca, Lucrecio:

El que sabe mucho puede perdonar mucho.

Y sin necesidad, como aquel pobre diablo de Antonio Azorín con la panza a rebosar de la sopa pueblerina e indigesta, de leer multitud de libros, de emborronar atrocidad de cuartillas.

Perseguía el pobre joven de provincias la gloria, tan casquivana, que no llegaba, que no llegaba, que…

Y qué.

Cualquiera puede hacer con la gloria una pajarita de papel semejante a las que llenaban el escritorio de don Miguel de Unamuno, hombre circunspecto aficionado a la papiroflexia.

Enciérrate en tu habitación, si es tu gusto, pero deja las puertas del mundo abiertas, que no te importe su ruido ni el tejemaneje de sus habitantes. Se queda uno quieto sentado en una silla con la vista fija en la pared, pero sin misantropía, sin rencores de fracasado o pobretón resentido sin remedio: nada de lo del mundo le irrita o le es ajeno. Prestidigitador de sí mismo, sabe que no existe puerta que, más tarde o más temprano, no pueda abrir (a patadas):

¿Qué es tarde? ¿Para qué es tarde?, se pregunta el pequeño filósofo, a zancadas pensativas por los campos yermos con los Ensayos como breviario cogido de la mano, inseparables ya uno del otro, algo cansado a esa hora de la tarde que declina, pues se ha levantado a las cinco de la madrugada.

Yo diría que por ahí iba la cosa: entre Julio Verne y Cervantes.

Alterna la visión ensimismada y contaminada por su propio ensueño del paisaje con el estudio de los algoritmos vulgares; combina los preceptos incomprensibles y enrevesados de la trigonometría con las aventuras del elefante Jumbo de Barnum.

Como no se sabe las lecciones que importan para triunfar en la vida (¿cuál es el segundo género de los que componen la familia de silícidos?), le dejan sin merienda: una naranja, dos manzanas. Come codo.

Descubre la poesía de una cara de la luna con sus cráteres negros y sus mares blancos, pero también la oscuridad tétrica de una docena de iglesias que le salen al paso desde cualquiera de los cuatro puntos cardinales.

¿A qué tanto cielo, tanta campana, tanto ángel y santo en este pueblo tan hundido en la tierra, tan enraizado en lo yermo y en la dura piedra tan seca? Se aferran a lo ultraterreno desde sus pies desnudos, ansían desfallecer de una vez para reencontrarse en la eternidad de la muerte felices y celestes.

Nuestro pequeño filósofo pretende, cuando alcance la edad adulta, obtener acta de diputado en el Congreso: así que esconde el muy taimado el deseo de vegetar en sinecuras y prebendas, y a tan temprana edad, qué tío.

Nos compensa, todavía en este tramo de tu biografía infantil, que andaras hipnotizado por un libro de tapas amarillas de entre cuyas páginas sobresalían brujas y encantamientos. Qué distracciones singulares. Pero, ay, ambas cosas eran compatibles y el niño anarquista devino escritor de periódicos y congresista del orden durante varias legislaturas (sin encantamiento).

Había un cura feroz comedor de palomas. Era lustroso de carnes y muy dormilón. Buena gente, no obstante. Pasados los años, en un nicho del cementerio pueblerino, leíste al desgaire un epitafio: Hic jacet Franciscus Miranda, sacerdos Scholarum Piarum  (a) Comedor de palomas.

También él, el filósofo en ciernes, tiene ricas posesiones (le han de ser arrebatadas, polvo eres…): un cuaderno de calcomanías, un lápiz rojo, un espejito, un libro pequeño, un membrillo que va comiendo poco a poco, sin glotonerías. Y, por primera vez, se siente feliz poseedor, siente afición por el 0bjeto (sarpullido inicial de un posterior conservadurismo).

¿Qué se escondía tras la desaparición del chaleco de Cánovas? Alguna actuación poco decente, o no, cualquiera sabe. Para sus pocos años y una experiencia filosófica en ciernes, la cosa resulta inimaginable.

Y, usted, pequeño filósofo, no cruce las piernas. Es de mal tono. Guarde la compostura. Enderece la espalda, y no mantenga la boca abierta como un pasmarote. Y las manos fuera de los bolsillos del pantalón, pues es el modo más indigno de  maltratar la urbanidad.

(No lo viera así El Madriles: Madrid –el mundo- es andar por la calle con las manos en los bolsillos y silbar de cuando en cuando.)

Nada de sosiego ni paz, al contrario que para el forastero urbanita de temporada, existe en el campo para la gente del campo, he aquí la gran sequía: nubes de polvo, el aire abrasador, ardiente la sucia cal de las paredes, se agosta la vida, todo es desolación y árboles que se resquebrajan, pájaros que por el gran calor caen muertos de las ramas al suelo: … y las viejas enlutadas que suspiran y miran al cielo abriendo los brazos, con una sorda ira que envenena a los labriegos acurrucados en sus sillas de esparto, en los zaguanes semioscuros, y que estalla de cuando en cuando en golpes y gritos  que hacen llorar a los niños.

(La tierra, Brell, la tierra…)

A veces el pequeño filósofo, que aún no tiene edad para descubrir (pero ya sabe que retoza por los estantes) y, mejor todavía, desentrañar (todo llegará) el contenido de La filosofía en el tocador, evoca a los muertos de más adelante, a los que va a sobrevivir, y eso él lo sabe con certeza: nos hace notar el desamparo terrenal de todos ellos, su inmenso temor no tanto a un vacío eterno como al infierno donde purgarán sus culpas, su creencia en un más allá (que es la iglesia de su pueblo con sus imágenes de escayola y sus cirios prendidos y su cura ensotanado con la cara roja por el morapio) en el que todos sus pecados, que son ninguno, serán perdonados: Ay, Señor, ay, Señor, repiten como una breve salmodia mirando la lengua del fuego de los leños en el hogar mientras afuera, en la noche, el tiempo se mustia en las cosas de la tierra negra y mineral.

Hanna, uno también podía haber tenido entre sus antecesores un tío Antonio barrigón amante del cocido y de la música de Rossini: filosofía dura, profundamente telúrica, un estoicismo con la mente en blanco y las manos coloradas y blandas prestas a cualquier asidero de los que procura el mundo, una filosofía tan cercana a la materia del caparazón del ser que no por grosera sería menos rebatible: tu castigo por ello, hedonista y comilón, pacífico rentista, señor de lo rural: el mal de piedra, las arterias atascadas de grasas, alguna otra porquería de esas del abecedario médico por haber sido fiel a la vida como un animal hambriento y sediento de las cosas naturales: buena y abundante comida, seria defecación, el rosario a media tarde. Amén.

O por el contrario, ¿moriría JD., hidalgo y hombre serio, cual un Menchirón, arrastrándose solitario por la casa envuelto en una manta raída y polvorienta con zapatillas viejas y en la conciencia, por blasfemo, una joven y delicada esposa muerta injustamente? Las tierras en rastrojo; los campos, en barbecho; la vida, estéril, en balde; el corazón de desterrado, yermo, del todo vacío; de herencia ninguna, ni hijos. ¡Pobre Menchirón, aquél de los de pica en Flandes!

¡Pobre JD., entre solanas y umbrías, nada: mirar al cielo, y sólo porque está lejos del suelo ingrato que pisas! No era la tierra prometida la de ese pueblo muerto de escaso fruto y de duro bregar: las instrucciones virgilianas sirven para una lectura distraída y una siesta dominical, allá en la corte sin menosprecio donde hallar el cinematógrafo (sic) y los teatros y las ferias y los mercados y el acabose y el fluir de las gentes civilizadas y bien engordadas por los oficios de pluma o de lápiz  de cálculo, el uso de máquinas y una muy plural compraventa de todo tipo de objetos, incluidos los hombres y las mujeres. Más te valiera aquella revuelta mentirosa, engañadora y vil de la corte que roba los días sin que te des cuenta pero bien cebado, entretenido y regalado, que esta agonía campesina y morosa con las ventanas cegadas al mundo y el latido pegajoso del tiempo en la sienes, un silencio pesado con su olor a rancio, a sepulcro, un silencio de espada que antecede a la muerte.

Ah, la vida, qué broma, se decía don Luis Buñuel con el revólver (la cámara) en la mano.

¡Hubieras acabado jugando con la niña al tute!

¡Te voy a dejar en bragas… y en la última mano, la que suele dejarte en cueros, hasta sin ellas, perrilla mía!

O un don Jaime, igualito, viendo las piernas desnudas y tan suaves de la chiquilla lista saltando a la comba… ¡diablilla!

 ¿Sabe usted jugar a las cartas, primita?

¡Quién me lo iba a decir a mí, de dos damas y una cama tan bien acompañado en esta noche de gatos pardos!

¿Sabes, Hanna, por qué no hay dos puertas iguales?

Porque cada una de ellas conduce a un sitio distinto.

Matrícula de Honor.

Tenías quince años, las manos blancas, los pies pequeños… Y pienso en ti…

Pensar en la ninfa bajada del cielo (subida del infierno.)

Piensa en ella cuando faenaba o cosía y remendaba en un patio claro, lleno de luz, y sus ojos claros y su busto pequeño de chiquilla, y piensa que ahora vivirá en una casa oscura, que habrá engordado como todas las muchachas del pueblo cuando se casan, con pañales sucios encima de la mesa del comedor, prendas de ropa colgando sobre los respaldos de las sillas, algún resto de comida en un plato, casada fatalmente con alguien de ese mismo pueblo, con uno, qué más da, uno que eructa después de comer y utiliza el mondadientes, uno que se sirve de la mano con olor a ajo para aliviar las apreturas de los genitales tras la bragueta, qué importa quién…, y siente él una secreta angustia, el pesar inevitable de lo que no supo hacer a tiempo, o le dio miedo a hacer, o no quiso hacer y ahora, treinta años más tarde, sí, por el cielo que sí, hubiese querido haberlo hecho, y claro que se arrepiente de todo lo que debió hacer y no hizo, por un no sé qué, una desidia, o el miedo aquel que nunca le abandonaba, eso es lo cierto, el miedo aquel, que siempre está ahí, le paraliza aun con el llamativo paraguas en la mano.

Podrías conquistarla volviendo de nuevo al pueblo con un paraguas de seda roja, como escritor gustoso de provocaciones: largo viaje a la mocedad mojigata: tortilla y chuletas fritas como viático durante el trayecto a la madurez del hombre suelto de ademanes de hoy, pero muy triste, como un tránsfuga de la vida a la nostalgia de lo que no fue. Llegado al montón de casuchas y casones que se desparraman sobre la ladera debajo del castillo en ruinas, todo es lo mismo bajo un cielo sombrío. Y en seguida la tarde se torna gris y fría bajo un viento furioso que barre los desvanes y las cámaras de las casas mudas como las piedras, que adesierta las calles de pasos y voces. En lo alto de la torre de la iglesia, una lechuza resopla. Se ha hecho de noche, de repente. Hace tiempo que ha enmudecido cualquier ruido. El viento, en el frío recrudecido, se ha disuelto como una nube hasta hacerse invisible pero tan notable y presente. Todo parece muerto, todos muertos. ¡Qué tiempos los actuales, que hasta el ferrocarril lleva un comedor sobre las ruedas!

Hace cien años.

Cien años más tarde a nadie le importa que los trenes lleven en su panza un restaurante. Cien años más tarde los escritores evocativos se desayunan con whisky y agua: y no suben al tren porque viajar a cualquier sitio, que es algo muy impertinente en estos tiempos, pues te miden y te huelen y palpan como a los perros, les fastidia sobremanera: con las cuartillas que tiene uno que emborronar… ¡para andar perdiendo el tiempo con horarios de ferrocarriles o con las engorrosas medidas de seguridad de los aeropuertos, el cielo los confunda a ellos y a los hideputas de sus esbirros cacheadores!

Y si, por una fatalidad, en los tiempos señalados, te tienen que hurgar por do más placer había, ándate con ojo, ya que, en plena transición de lo moderno a lo prodigioso, aún sobreviven modos distintos de oficiar con el bisturí. Establece las reglas adecuadas, marca directrices en primer lugar antes de perder del todo la conciencia postrado en la mesa del quirófano rodeado por los espectros verdes embozados:

Voy a trancas y barrancas con la próstata: pero a mí no me pone la mano encima usted ni ningún matasanos, y menos ahí. Nadie excepto el robot DaVinci, el único que con su matemática precisión e infalibilidad le salva a uno del trance y le permite después seguir jodiendo buenamente y no con la sola y sórdida imaginación.

Aquella niña clara del patio lleno de luz…

Aquellas mañanas en las que estaban las miradas y sobraban las voces, aquel sigilo de un enamoramiento tan sutil que no era.

La veo hoy como la viese Balthus en su castillo de irás y no volverás de foso infranqueable y grandes portalones cerrados, allá en estancias y pasadizos luminosos donde prospera la voluptuosidad más cerebral pero evidente, nada lúgubre, todo un jardín de delicias: sin pestañear, muy educadamente, el artista melifluo zarandeaba a sus listillas con la violencia de una luz casi rabiosa, descubridora de entretelas y cruel sin nunca llegar al daño: el verdadero látigo que acariciaba incruento sus desnudeces era el pincel.

JD., machadiano sin ideales, o quizás ya muerto, un muerto español machadiano como se ha calificado a quienes son más muertos españoles que otros sin calificar, hace cien años sembró lo mejor de sí mismo (lo que desconocía) en una tierra de muy lejos acaso pródiga bajo cielos muy sombríos, pero no sabemos.

Él que amaba tanto la luz, una luz que cabalga sobre el tiempo, o al revés, el tiempo que es luz y lo conduce de aquí para allá a través del cosmos lleno de millones de luces que se hacen y se deshacen, hecho de tiempo, qué lío: el universo que es luz y tiempo, eso lo sabemos, y eso es todo porque todo lo restante incluida la vida y el hombre de la tierra y sus cosas es anécdota y falsas creencias y ya desde el mismo instante de su misteriosa aparición se fragua el infierno de fuego que ha de devorarlos sin remedio.

Menos mal que uno ya no busca la absolución, Hanna. Ninguna de ellas, porque cada pecado, de tenerla, tiene su penitencia, y es que uno ya no cree en los pecados, sólo cree en la naturaleza que ha de sobrevivir en cientos de millones de años al ser humano, una rara especie animal que tuvo que imaginarse en su devenir terrestre los pecados para creer en los dioses. Acaso uno en su humano esparcimiento también cree en los dioses hechiceros de buen nombre Charlie y de turno de noche y, desde luego, en la pócima curalotodo que administran, aunque esto es una cuestión meramente personal que otros sustituyen por la televisión, los grandes almacenes, el polvo rápido del sábado o del jueves y la visita expectante y dominical al nuevo restaurante peruano, japonés o indio. Se trata del tedio… o del miedo que nos provoca. El tedio aliado a una rutina doméstica e inevitable fabrica a los hijos del desengaño de todas las generaciones: los sume en un ensimismamiento destructor y sutil: los hace otros siendo ellos con las mismas piezas troceadas al tuntún de lo que eran: nunca logran recomponerse.

Cada vez inventamos más cacharrería electrónica y digital y nos inventamos menos a nosotros mismos, con la falta que nos hace y el bien que nos haría.

Hanna sólo puede ser el reflejo invertido de un narcisista, una invención absoluta de la realidad menos excluyente de los disparates y los antojos:

ambos tenemos el mismo corazón

hechos de la misma materia

conquisto con sus ojos de cristal, de agua a veces

la sonrisa como señuelo de fácil conquista

engaño con su máscara de adolescente pintada, altero mis rasgos faciales con lápices de maquillaje

adopto sus maneras, las adecuadas, las adolescentes

me ajusto sus bragas a las nalgas y los testículos a los que se adhieren como una segunda piel

yergo el busto, libre bajo la blusa, sin sostenes innecesarios

me pongo sus faldas o me ciño sus vaqueros, sus minishorts tan seductoramente provocadores

echo a andar, pondría de rodillas a mil babosos, los dejaría con la lengua fuera, exhaustos con los ojos de cordero degollado fijos en mi trasero, pensando en las perversas travesuras a las que lo someterían en la tibieza de mi habitación de estudiante viciosa llena de prendas de vestir, mangas, pósters y trastos digitales.

Vestida, me muestro desnuda.

Mi fotógrafo (sin cámara, digital o analógica), es el pintor vienés Egon Schiele.

(¿Quieres ver mi álbum de fotos?)

No creas que es una procesión en cartoné de antepasados de mirada rancia o ausente.

No es el que ocultamos en el desván por no tirarlo merced a unos escrúpulos de estirpe mal entendidos, unos tristes daguerrotipos que exhiben unas figuras serias y envaradas que visten antiguas indumentarias contra el fondo de un paisaje que no es sino un trapo pintado con colores desfallecientes, un decorado tan falso como el empaque de los efigiados.

Me odio fotografiado. Me doy hasta asco. Esa encarnadura en blanco y negro o en colorines (en blanco y negro mi madre me tiene en brazos… a mí o a lo que sea ese atadijo de telas, pero me tiene como se tiene una cosa propia, de ella, y de la que cualquier día a cualquier hora una puede deshacerse, dejarla caer en algún rincón del mundo, allá te las compongas, mondongo crecidito: una mujer no es una cuna, me dijo una vez) parecen anticipar el recuerdo del muerto que se exhibe en ese pedazo de papel. Peor hoy que entonces: no hay mindundi que a diario no almacene, si es su gusto, un (cementerio) centenar o un millar de fotografías en su móvil a las que rara vez echará un vistazo.

¿Por qué fotografiarse?

Si es una conspiración… empavesada.

Una fotografía es una perpetuación engañosa: más tarde o más temprano alguien la romperá o, más lamentable todavía, nadie recordará el nombre de ese o esa que mira a un falso objetivo, ¿quién es quien así sonríe?, ¿por qué adopta esa postura de seriedad, de elegancia, de mesura, de goce? Nunca recuperarás el pasado ni te instalarás en el futuro. Y esa fotografía tampoco revela el presente, la carcoma lenta y tenaz del presente que va corroyéndote y que sólo sería posible diagnosticar en las luces y las sombras grises de una radiografía.

Siéntate a mi lado.

El borde de la incitante estrecha y negra minifalda adolescente ha subido más allá de la mitad de los muslos blancos y tersos, casi deja ver el pubis de gacela atenta a los menores ruidos pero no a la mirada depredadora. Llevas un jersey azul celeste de pico, de punto fino y suave. Calzas, bruja, unas bailarinas amarillas de suela tan mínima que parece que al andar levitas. Me gustaría empequeñecerla, a ella, a Hanna, hacerla mínima, aunque no tanto, hacerla muñeca de carne y hueso y sangre y ojos bien abiertos, la voz un poco ronca, muy poco, pero algo meretriz, poder mecerla a mis anchas, tenerla tan cerca de mi boca y aspirar el aroma todo de su cuerpo entre mis brazos, saborear su cabellera caediza de seda, su boca limpia, su cuello indefenso y tierno, la piel de sus brazos, su busto inocente, su vientre que tanta promesa preludia, las tibias ingles, los pliegues del sexo que abren mis dedos y que huele a gel de fresa.

¿Puedo mirar ahí adentro, en la rajita?, preguntabas sentado en el trono de oro, infante descarado, gracioso Benjamín, a la servidora de turno que nada llevaba debajo de la bata azul y plumero en mano: tieso el pececillo de tu pene en la boca de la iniciadora se desfallecía finalmente en un paroxismo de vibrante sequedad.

¿Cuáles son los límites?, te preguntaste.

No existen, te respondiste al cabo de un rato, muy sorprendido al comprender de una vez, definitivamente, que entre los dos límites inequívocos, irreductibles, aparición y desaparición, que emparedan la existencia del hombre provisional, pudrible aunque eterno, sólo cabe la anécdota y el olvido de la razón: sé un animal perfecto con toda la cultura del mundo debajo del brazo.

El descrédito de todo es general porque ya no valen las mentiras, pero las formas de su enmascaramiento se cuentan por millares: el edificio de la contención humana guiada por la razón (?) se sigue sosteniendo a falta de ese pilar en pleno derrumbe. La creencia en algún sentido que justifique una vida para la nada, sólo para la eternidad, en una inmortalidad aun sin premios ni castigos, es unánime, es un animal de muchas patas, y en pie ha de sostenerse aunque le cercenes una a este lado y tres en aquel otro.

También está la manía de las grandezas del hombre… en este mundo tan finito cada día, una tozudez en la exageración de la propia estima que resultaría patética si no fuese tan lamentable al pensar en la poquedad de su condición de mero transeúnte.

Lo importante me temo, dijo, es que el nudo de la corbata se ajuste perfectamente al cuello de la camisa, y llevaba el culo al aire, tan garboso el buen hombre.

¿Desnudo el emperador?

Nadie lo afirme.

(Salvo Picasso, cuando niño, antes de que se le olvidara pintar).

¿Quién cree en qué o en quién?

Sea la Tierra un sitio para el sarcasmo…

Pues así no hay manera de entenderse.

No me hables de la razón moral. Soy puro instinto: he escapado hasta de lo humano, de cualquiera de las aberraciones gravitatorias de un espíritu acomodado en la fútil aquiescencia y en los mil convencionalismos que finalmente te postran en la pura indigencia: te convierten en una caña pensante encerrado en una habitación poniéndole nombre a las cosas y sobre todo poniéndole nombre a un dios tan real como el dragón de las siete cabezas que custodia el niño imaginativo en una caja de zapatos debajo de la cama. Me he librado de todas las mansedumbres, de todas las vejaciones tradicionalmente aceptadas por la inercia de un falso decoro: los locos bien encerrados en los manicomios con sus alaridos, sus peligros y sus locuras; el dinero en los bolsillos del listo; los sexos todos a punto y bien despiertos bajo el sol, al aire de los ojos y al alcance, siempre, de la mano.

No quiere, este Boceto tan borde, profilaxis alguna para vivir ni remedios imaginarios de contención: sé a tumba abierta, único, sin vástagos reprochadores.

A palo seco si es menester, como el vodka, aquí te pillo, aquí te mato, más vale pájaro en mano que ciento volando, paloma que vuela a la cazuela.

Uno se confiesa a través de sus obras, confesó Conrad harto del asedio de un periodista atosigante que buscaba inútilmente el gato en el garbanzal.

Yo pinto, y basta, dicen que dijo Picasso sentado sobre el baúl lleno de miles y  miles de billetes de cien dólares, remedando a aquel pobre Nonell… pobre por buen pintor que murió joven sin dejar de ser rebelde: celebraron, por fin, sus gitanas, llegó el dinero… y les dio con la puerta en las narices pintando ahora unos tétricos bodegones que tumbaban de espaldas. Un maldito.

Uno vive, y parece (como si no parece, qué más da) que basta con ello.

Mi pintor pompier favorito es Schiele, dijo a destiempo, pues todo en la vida es a destiempo, un cúmulo de relaciones invisibles que unen unas cosas con otras por puro azar, una casualidad que mata o celebra. Lo volitivo sólo es el camino bien aprendido del burro camino de la cuadra. Uno siempre decide, pero nunca es el sujeto o la causa que determina el hecho.

(Efectivamente, si mi abuela tuviera dos ruedas sería una bicicleta.)

Las cosas son, pero eran mucho antes de serlo, ya entonces en las manos sabias, justas, tortuosas o estrafalarias del azar.

Yo le voy a enseñar a esta Hanna a admirar a los pompiers, que colman la mirada de sosegada voluptuosidad, antes que las figuras tan carnales de Egon Schiele, que desnudan tus peores intenciones: aquellos te hacen soñar; éstos te obligan a reflexionar.

Hace cien años que todos murieron.

Cuando el mundo era tan nuevo que los hombres antiguos eran recientes.

Cuando el futuro de ellos ya es nuestro pasado, qué cosas.

¿Qué es el azar?, pregunta. Tiene una idea de ello, pero no encuentra las palabras exactas para definirlo.

El azar es lo que hace en el mundo las cosas perfectas, le contesto al pensar que todo lo que el hombre construye, incluso lo bello, que no deja de ser una construcción compleja o instantánea, es perfecto sólo para sus ojos y para su utilidad práctica. Una piedra de forma irregular, que se representa a la vez a sí misma y a todas las piedras, es un objeto bello per se, tan admirable como una virgen románica de madera pintada con colores intensos. El azar, insiste mirándose en el espejo esa cosa que es él, es una especie de capricho mecánico, un artilugio invisible de refinada ingeniería que hace que las cosas funcionen sin reglas predeterminadas y los sucesos sobrevengan sin cálculo y con alevosía: un encuentro insospechado, un nacimiento imprevisto, una muerte violenta provocada a deshora…, y todos los demás incidentes algo ridículos por el incomprensible reparto de su acontecimiento: un tumor en el cerebro, un billete de lotería agraciado con el primer premio, un accidente de aviación, tu asesinato en la medianoche a la salida de un bar de copas con una puta misteriosa de ojos verdes colgada del brazo al confundirte el matón con cualquier otro mangante…

Calla, pero sé que sigue buscando una respuesta al intríngulis, ese perfil ceñudo de adolescente decepcionada no me engaña.

La visión del mundo y sus marañas, tan atareado, tan colmado de estrategias existenciales, de interrelaciones, de conmociones naturales y el siempre omnipotente azar desbaratando las cartas en cualquier rincón del planeta le confunde: podría tener la explicación de todo lo existente en la punta de la lengua, pero carece de ese verbo magnífico que lo exprese y también de su justa palabra.

Observo disimulante que me mira con curiosidad cuando desvío la vista a lo lejos o a lo cerca (pero al lado contrario de ella): quiere leer en mí lo que tampoco yo soy capaz de escribir,  aun de pensar siquiera.

Tendrás que llevarla al ficus. Dejarla encerrada allí unos días, a pan y agua, como se solía decir antaño cuando castigaban a ese viático tan magro al malo o a la mala por matar al bueno o a la buena, o por desobedecer a tu madre (que además añadía por cuenta propia un revés violento en la boca) o por discutirle al padre Aurelio, un verdadero diablo, la improbable bondad de Dios al permitir que un bicharraco como él vestido de negro agustino acampara pederasta a sus anchas por el mundo.

¿Quieres que te devuelva otra vez vestida y con un lazo a ese erotismo pobretón y sórdido de retrete o al de la cama pequeña sin hacer de los sábados en una habitación rosa iluminada por una lámpara de pantalla azul llena de muñecos regordetes con pelos largos, el ordenador sobre una mesa que es más bien una pertinaz tabla pegada a la ventana que no deja ver el exterior, que ni permite pasar la luz ni el aire benéficos del día incipiente, el teléfono móvil, cuatro bibelots, prendas de vestir caídas en el suelo, media docena de libros (mangas) mal alineados en un estante fijo a la pared entre dos carteles de cine, Viernes 13 y [Rec], un montón de revistas junto a una papelera verde de metal y un televisor viejo de cañón de 15 pulgadas?

(Se aburría, leía o dormía de rabia, escribe Baroja de una señorita en alguna parte.)

Te presento al señor Egon Schiele.

Una pantalla de plasma de 60 pulgadas, no cabe, ni por pienso, en tu habitación rosa que huele a chicle y a una colonia de inclasificable calidad y denominación, pero ahí intercambiáis las tarjetas de visita. Nos arreglaremos con la pequeñez y las estrecheces de tu aposento.

A este pintor de pocas palabras pero ególatra y megalómano se llega, aunque te asusten los penes flácidos y arrugados y las vaginas amoratadas y desgarbadas de sus pinturas y acuarelas, a través del pompier más refinado. Es un sensual que necesita disfrazarlo del modo más descarnado y bruto posible. Tapa el pompier como si tuviera vergüenza de su empalago visual… con la crudeza de la carne y el sexo magullados.

Schiele se miraba mucho en el espejo.

Schiele se hizo fotografiar decenas de veces.

Schiele se autorretrató más de cien veces:  mucho se quería.

(No ocultaba las orejas de soplillo travieso.)

A través de las fotografías no se aprecian excesivos cambios en su semblante: murió joven. Su padre, sifilítico, murió también sin alcanzar la vejez, prácticamente loco, a punto de llevarle a la locura a él mismo a causa de sus violentos desvaríos.

Hace cien años así eran las cosas.

Se asoman los paisajes en su obra, pero éstos parecen propios de lo onírico, de esos sueños inquietantes que mezclan ciudades, panorámicas, horizontes y monumentos… El artista arbitrario amalgama dos pueblos diferentes en uno, los funde en el crisol de la pesadilla,  y en gran parte de sus cuadros de paisaje asoman la alucinación, la visión del excéntrico, una confusión aterradora.

Es un excéntrico este admirador de pompiers.  A la cárcel con él, es un corruptor de menores. De ellos se vale para representarlos en sus lienzos y papeluchos como si fuesen colgajos de una carnicería, ¿pues no mete la nariz en las vaginas púberes?

Ojo con las ninfas y los efebos pasivos de boca abierta.

Poco valen sus cuerpos (o tal vez mucho a los ojos de un pintor), unas monedas, el suelto de los bolsillos, y al rato les devuelves prostituidos aun sin tocarles un pelo a sus cuevas insalubres de la periferia urbana, desgalichados y desnutridos.

Quiere independencia, libertad absoluta con su ninfa, de modo que rompe los últimos lazos que le unen a una familia pudiente y en constante alarma por sus extravangancias artísticas.

Era rico; ahora, es pobre. Entretiene las tediosas tardes del domingo fabricándose cuellos de camisa de cartón con los que disimular los viejos, mugrientos e inservibles de tela.

Un día le chillan al oído: ¡A la mazmorra!

Se salva por poco: 24 días en prisión por escoger modelos de entre la chiquillería femenina sucia y escuálida a las que desnuda por una calderilla.

La primera vez que expone, lo hace conjuntamente con otro bruto, aunque éste no necesita de la desnudez para agarrar del pescuezo al burgués y estrellarlo contra la pared: le basta con la briosa pincelada, los colores derrochados: al paso de Kokoschka todas las arañas desbordantes de luz de los salones y palacios de Viena se venían al suelo con el estrépito de su materia de quincalla. Ése era su compañero de entonces: ése rompía los mundos burgueses con sólo mirarlos.

(Un bruto singular que en pleno éxtasis carnal con esa Alma apagavelas no duda en confesar que su máxima aspiración de felicidad por entonces es… ¡visitar Gibraltar!)

¡Qué tiempos los de la Viena de Wittgenstein!

Escribe sólo para los dioses.

Pinta sólo para los dioses.

Este Schiele, muy engreído y autosatisfecho, que felicita a su madre por haberle parido, sólo por esa razón has de pasar a la historia, es un pintor ginecológico que posee la mayor colección de pornografía japonesa de Europa. Qué tipo de nula apariencia.

También lo pompier es pornográfico. Hay que saber ver tras la voluptuosidad enfermiza la carnaza al aire, sus efluvios cálidos y mareadores de la piel, la violencia que también  promueve desde el sosiego pictórico una desnudez que incita aparentemente a la armonía e induce secretamente al ultraje inmediato.

Una educación sentimental, una perversión en toda regla, Hanna, atiende estas lecciones del especialista en Goya.

Se necesita una brigada de bomberos con el casco puesto para apagar el incendio que ha brotado de la entrepierna adolescente.

Marruecos, jaula de pájaros: ¡qué de hembras apetecibles a las que atravesar con la pasión y voracidad del centauro más lúbrico! Deja a solas con Boceto una de las driadas de Moret, de esplendente  y virginal desnudo, y el bosque todo ha de arder por sus cuatro costados; tendido en la cama, déjalo a solas con las tentaciones que acosaban a Buda (Las tentaciones de Buda): una sola de sus eyaculaciones estériles habrá bastado para relegar al olvido una religión y su caterva de santones, borrarlos del mapa, avasallarlos por una hueste de sultanas indolentes e insaciables que revolotean medio desnudas entre acariciantes sedas y almohadas, brocados y tules y rebotan como figurillas de goma en la lubricidad de sus sueños contra sus paredes craneales.

Brutales acometidas las de después... al aire. Se descompone en piezas que más tarde habrá de armar de nuevo, volver a ser el que era, el éxtasis derramado lo devuelve exhausto a la grisura culpable del Gran Masturbador daliniano.

Esa muerte de golpe, repentina e invencible… Ahora habrá que esperar un rato.

Soy un cuerpo, confiesa finalmente  Nieztsche. Una lástima.

Peor aún: soy esclavo de ese cuerpo, una víctima de sus leyes tan simples, perentorias e inevitables. Pobre.

¿A usted le gustan los trenes?

Me gustan los trenes antiguos. Me gusta que me lleven de un sitio a otro, y me gusta especialmente que se detengan por breves instantes en estaciones lejanas y solitarias, me gusta contemplar desde la plataforma los andenes desiertos y silenciosos, los grandes árboles de copiosas frondas que se alinean a largo de las vías, el aire suave que agita sin ruido las ramas, me gusta sobre todo la inmensa tranquilidad que se respira en torno a ese apeadero perdido más allá de los lindes de la pequeña ciudad. Me apearía sin dudar en ese lugar.

Tiene alma de viajero este infatigable oteador de vaginas.

Viola sin necesidad de tocarlas a todas las mujeres, algunas solamente chiquillas de la clase más baja, que se le ponen por delante con las piernas bien separadas y el sexo bultoso y peludo al aire. Le basta con olerlas, sajarles los genitales y pegarlos con colores muy llamativos sobre la cartulina o el lienzo. Se emborracha de la cercanía de esos cuerpos femeninos tan descifrados y expuestos obscenamente como lo hacía Van Gogh con los paisajes en llamas de Arlés.

Van Gogh tuvo una habitación en el sol, una habitación amarilla y azul tan grata al fin de la jornada para un alma cansada pero satisfecha, en acuerdo con el mundo. A Schiele le basta una habitación, sin simbolismo de ninguna clase, en la prosaica y tan reconocible ciudad de Neulengbach. Una habitación celda sin ventana al prodigio de la tierra, que nada le importaba.

Genio es quien habla con los dioses, escribe. ¿Cuál de los dos?

Van Goh vivió, al cabo del tránsito, en el infierno.

Él vive en el paraíso. Y olvida la maldición de tu madre: te dio la vida, pero la existencia te la debes a ti mismo.

Como todo creador genial, es un pequeño déspota: no tolera irrupciones en su camino de artista y hombre libre por encima de todo, pero él se inmiscuye en los asuntos y andares privados de los otros, elige con cálculo de sátrapa entre la amante antigua y la advenediza adinerada: Me caso con ésta última porque me resulta más ventajoso, le dice a la otra, que no le queda otro remedio después de haber aireado su vagina mil veces a instancias del Gran Artista que alistarse en plena guerra de enfermera en la Cruz Roja. Murió enseguida, antes incluso que el amante que la despachó a las primeras de cambio a causa de su matrimonio por conveniencia.

Sin miramientos, claro y raso:

Adiós, adiós:

Dibujaba a mano alzada y alla prima.

A Egon Schiele siempre le gustó jugar a las casitas, como a Paul Klee.

Tu padre invitaba a fantasmas a cenar. Obligaba a que dispusieran en la gran mesa del comedor cubiertos preparados para ellos. Sólo los veía él. Pero, ¿quién es capaz de negarle a un moribundo sus visiones y sus visitas de ultratumba? Que coman.

A Egon Schiele una vez al día, al menos, le gustaba escribir sus pensamientos y ocurrencias: bonito somnífero.

Nunca leas nada de lo que plasmó en un papel, parecen textos escritos por un adolescente con mal de nervios y pésima pluma.

Lo pagó caro en sus comienzos el creerse el genio que sin duda fue años más tarde:

…Un capítulo especialmente escabroso de la mísera indumentaria que poseo es mi ropa interior…

En fin, un estudiante pobretón en una Viena que amontonaba genios por todas las aceras recién nacido el siglo XX.

¿Y qué aprende mientras sueña con sexos femeninos tan rotundos a la vista?

Aprende a dibujar:

Dibujo Antiguo y del Ropaje.

En todo caso, no cree en la modernidad:

El arte no puede ser moderno; el arte es eterno.

¿Sus señas de identidad?

A la espera de la colección de las vaginas a toda plana, a todo color.

Medias negras sujetas con ligas rojas que dejan ver la blancura inmaculada de unos muslos de muchacha con los ojos grandes y pintados muy abiertos.

Es otra perspectiva de mirar las cosas… las mujeres. En efecto, el artista ha roto con las reglas de una perspectiva que adiestraba los ojos de nuestra época desde el magisterio renacentista… Y, ahora, ¿qué? Este gran erotómano dibujante y escudriñador infatigable de pliegues y honduras mórbidas, este ojeador fisiológico, entomólogo de la mujer araña, ha roto con todos los preceptos: esa muchacha flaca y desnuda, de coño peludo y mirada de máscara, ¿está tendida o de pie, sentada… o flota en el espacio?

Divisa desde las alturas a la ninfa postrada, acuciada por el deseo o desfallecida por el orgasmo reiterado del empalador con el pincel en la mano. Desestructurada por las acometidas del macho tarda en recuperar la respiración, de enfriar las mejillas que le arden y aplacar el tremolar de las piernas y dejar quieto el sexo palpitante. Tan saciada está de placer que su desmayo asemeja el aire de ausencia del intoxicado por el opio más extraordinario.

Desde lo alto de la escala te contemplo: siempre tendida:

Muchacha durmiendo. Finges que lo haces, y las piernas aún juntas no han de tardar en abrirse como una gran flor acuática. Se abrirán de par en par, y yo hurgaré en tu herida rosa y bultosa con los dedos y la verga hasta cansarme pero tampoco esta vez descubriré el misterio de lo que eres, una mujer, una diferencia.

(Te conozco muy bien, artista, después de 2.000 dibujos y acuarelas y 300 cuadros la cosa te sigue resultando inaprensible, indescifrable, la entrada a un enigma al que más tarde o más temprano apartas de tu imaginación de un manotazo sin haber solucionado nada de nada, y de todo ese esfuerzo siempre en vano sólo queda la huella de tus pesquisas, una estética residual que se vierte en el papel, esos trazos coloreados que, como un sucedáneo, embadurnan el lienzo. Y es todo... O no, porque mañana, de algún sitio, brotará el canto de la sirena y el misterio vuelve a atraparte, y a él te lanzarás de cabeza, a bracear en las aguas de ese mar en forma de mujer.)

Te he pintado de rojo los labios. Te muerdo la boca, y no sé si lo que se desliza por las comisuras es sangre, carmín… o pintura. Yo no sé. Te he cercenado el pulgar (esa amputación es marca de la casa).

Te he visto en sueños y te he obligado a que en los tuyos te veas a ti misma. Tienes la cara de payasa. Embelesada, esbozas una sonrisa. Tienes las piernas desnudas tan separadas que se diría que de un momento a otro vas a romperte en dos mitades simétricas. Con los dedos abres los labios mayores de tu vulva en llamas, alumbras sendas gloriosas, ¡a qué abismos nos invitas!

Te he teñido el pelo: eres la joven rubia con medias verdes. Te lo he vuelto a teñir de negro azabache, una larga melena que se derrama por tu espalda desnuda hasta el talle: ahora eres un desnudo femenino con medias verdes o la mujer de cabellos negros. Mira lo que he hecho, Hanna: te he cambiado el nombre, un capricho momentáneo: lee la cartela al lado de tan estimable muestra de mis pinceles: Wally en blusa roja con las rodillas en alto. Qué de travesuras soy capaz de perpetrar sólo porque me da la real gana: de ti hago (nada menos) un desnudo femenino sentado… ¡pero descansan tus posaderas en el espacio, nada de asientos o sofás! A renglón seguido (niégalo si puedes) con la varita mágica de los martes te convierto en una lesbiana recitadora de versos sáficos que susurras con cálido aliento en la oreja de tu compañera entregada, eres una de las dos muchachas acostadas y entrelazadas o la que se halla a la izquierda del espectador en dos mujeres abrazándose, se oprimen con fuerza una a otra, se restriegan morosas los pubis recíprocamente sin importarles en esa hora de éxtasis el dios o el diablo, la vida o la muerte: nada hay más allá de ese delirio. ¿Te gustan tales apreturas? Bajo una luz nocturna, habitante en la ciudad muerta III, ciudad sin horizonte y tapadas violencias, rodeada de aguas negras, organizo fiestas más lúbricas, acaecen conversiones insospechadas y mutaciones asombrosas: mi verga, la hostia roja, inflada, enhiesta como un cirio, alcanza una dimensión que roza lo eutropélico (rían, pues, los envidiosos varones): yo diría, sin exagerar, que en esta afortunada erección se ha estirado un metro y adquirido un grosor de quince centímetros, pobre de tu receptáculo, así que te limitas a agarrármela: ¡cuántas tardes juguetonas te imagino con ese apéndice monstruoso entre las manos de cuatro dedos chupeteándolo y mordisqueándolo, cabalgando (a lomos, como en la escoba de la bruja) sobre tan fantástica polla sin llegar a hincártela entre los muslos! Te he convertido en esta ciudad de luz lunar en mi hermana, la más pudorosa: el pincel incestuoso recorre el temblor de tu carne, ocultas los mínimos senos con los brazos y giras la cabeza hacia atrás, como buscando la huida de ese de la estirpe de Odin que ha hecho de su arte de oro y sangre la feliz coartada para aliviar su condición de entrometido universal y sacrílego en todo aquello social o moralmente aceptado y estipulado. No acepto reglas ni excusas en el ejercicio de mi oficio que puedan coaccionar mi conciencia libérrima. El dios y el diablo sólo existen en el arte, que es como decir en la creación. Fuera de ello, son ataduras y líneas rojas para melifluos y gentes acobardadas. Te he convertido, así de fácil, mi hermana, la menos pudorosa, en la maliciosa, una mujer que hace de su boca la mueca más lasciva, una bruja de facciones hermosas pero con ojos terribles, de mirada repulsiva: no era una tentación voluptuosa esa mirada sino una exhortación al desastre, a una degradación física y material de la que nunca podrías escapar, en sus pupilas podías leer el futuro deterioro personal que te conduciría al probable suicidio o a una muerte penosa. Boceto se pensaba a sí mismo con mayor cautela: si no soy poeta mucho menos maldito, ni por pienso habrían allí, en la encrucijada de su interior, tirones de ninguna clase: ni el tirón del sexo, una imprescindible sacudida liberadora –cuantas más veces, mejor, se decía con alegría satánica (como escribiera Baroja en alguna página), después de haber follado como una bestia sin importarle si infligía daño o provocaba placer en el otro cuerpo a su merced-, ni el tirón del poema hermético, que puede servir para comprometerte con la esencia del ser durante unos instantes, si eres poeta rápido y fluyente –Aleixandre- o durante semanas si eres lento y concreto –Gil de Biedma-, y luego, a vivir que son dos días, con la polla o la pluma de nuevo engalladas y dispuestas a comerse un mundo que se vuelve dulce o sórdidamente poético, dependiendo de la felicidad o tristeza del trago; uno acaba heroico con una copa en la mano frente a un confesionario Charlie que desdeña las penitencias: una copa más y estás libre de pecado. Anestesiado y listo para la eternidad. Sigue, pues, con la muñeca, zarandéala sin reservas de acólito mojigato, que tiene buena tragadera. Ahora, Hannita, acostada (acostada en el aire) con un vestido azul, te levantas las faldas, separas las piernas y dejas ver un coño rojísimo, al rojo vivo, infernal, como los gruesos labios pintados de un rojo también rojísimo, que ni el bombero más pompier apagaría con todas las aguas del Estigia. Me gustan las ligas azules a medio muslo, medio sentada (sigues en el aire) con el culo dispuesto a la arremetida, un culo yo diría que amoratado por antiguos juegos prohibidos y presto al combate. Ahora ya sé quien eres y dejas de ser la ninfa imaginada, eres la desnuda muchacha con cabellos negros, una mixtura casi irreal de la boca sensual y la obscenidad de unos ojos que lo han visto todo, incluso han visto los mismos ojos de Dios, el voyeur más vicioso y aficionado de sus criaturas, posarse en tus pupilas. En efecto, no eres la pobre desmadejada que vende su enfermiza y nada deseable apariencia por unas monedas, ni esa mujer de demasiada vagina, de demasiados muslos, de demasiadas medias negras, ni eres la bailarina Moa de cabellera africana y peludas axilas, y tampoco eres ese desnudo yacente con medias negras que parece encerrarse con premura en un ataúd azul, eres, sí, esa muchacha de los cabellos negros, no eres solamente una mezcla prosaica de acuarela, guache, lápiz y tiza, eres mucho más y estás hecha de una sustancia inefable que da lugar mediante el impulso de la creación a un nacimiento de carne y hueso: la muchacha de cabellos negros, tan alejada del aspecto varonil de ese desnudo femenino de pie con paño azul, pues aunque me complace la andrógina ambigüedad de su rostro, su bonita boca roja, la mirada caída y sosegada a un punto invisible y sus senos de pezones de púrpura, nada me gustan el culo respingón de macho, de chapero chulo, la musculatura de sus piernas, los brazos de bribón, el sexo invisible que no puede adivinarse, ¿ninfa o efebo travestido? Más me seduce la espesura genital que ofreces a mi boca cuando acabas convertida, nacida del dulce costado del dormir, en el desnudo femenino acostado (acostado, cómo no, en el aire… del sueño) con las piernas separadas, descubrir el camino a tu vulva con la punta de la lengua a través de esa boscosidad espesa, negrísima y fragante. Toda esta multitud de seres, de cuerpos desnudos, ¿tienen alma? Por algún lugar del dibujo, del trazo del pincel o de la tiza, de la aguada y el óleo, ha de asomar la patita… ¿O yace agazapada tras la puerta del sexo? ¿Se halla entre los dedos masturbadores de esa mujer con turbante verde, las medias bajadas a los tobillos y calzada con zapatos de tacón? Qué mujer extraña, de nariz ferozmente puntiaguda, se me antoja que es la misma de la media verde, su actitud es la de aquella que se prepara concienzudamente para entregarse con todo el tiempo del mundo a sus juegos solitarios, qué desperdicio, al contrario que la muchacha de la gran cabellera enredada de color castaño que se derrama por su espalda desnuda, tumbada boca abajo, apoyado el rostro sobre la mano en un gesto flemático, separados los muslos poderosos…, aburrida de esperar al amante que ha de sodomizarla varias veces esa noche.

¿Qué se hizieron las damas,

sus tocados e vestidos

sus olores?

¿Qué se hizieron las llamas

de los fuegos encendidos

d’amadores…

…………………………………..

Porque perdimos la gloria

y heredamos detrimento

terrenal.

…………………………………..

El fisgador de coños ha trocado en animal comestible. Hasta le abren las honorables puertas de un museo. Huele la muerte, la palpa como antes sobara hasta el cansancio la forma de la mujer, que en él eran todas. Él también huele a muerto. Deja de recrearse en el desnudo de la carne gloriosa por humana y mete las narices en la pintura, que es siempre trampantojo, se mancha de óleo, volatiza el sexo: habla de una luz misteriosa que emana del cuadro mismo, una luz mortecina o tenebrosa, lunar. Todo es ya un preámbulo a la muerte. La calidez descarada de lo humano ha dado paso a la gelidez de lo respetable: pinta una muchachita sentada (sentada… aunque en el aire, convengamos por simpatía al artista de la primera época en esas pequeñas rebeliones) vestida hasta el cuello. Pura castidad. Puaf. A otra ninfa, con expresión de vencida, derrotada de antemano, la pinta cubierta de abrigos y hasta tocada con una cofia que da verdadera grima. Cambia la esplendez del desnudo femenino por las ciudades negras. Se ha desenmascarado, por fin.

El siguiente paso de aquella primera época tan añorada sería representar en el papel de barba o en la tela el gran pez de plata a medio salir, vivito y coleando,  de la vagina afeitada de la ninfa de ojos entrecerrados.

Y, luego, muchos retratos hace éste. Enmascara a otros, que le pagan no demasiado generosamente, pero le pagan y acentúan su nueva condición de pintor de encargo.

Antes, mucho antes:

Las blancas, pálidas muchachas me mostraron su pie negro y la liga roja

y hablaron con los dedos negros.

Las hacía suyas, pues las desvestía, las componía, las eternizaba a las ninfas casi abiertas en canal desde los genitales.

Murió muy poco después de su inesperada regresión al mundo burgués, contagiado de la muerte de su propia mujer, tres días después de ella, y dicen que dijo: Ahora hay que partir.

Ni una palabra más.

¿Adónde?

Hanna, ¿te devolvemos a tu mamá?

(Vestidita de azul.)

Pervertida del todo, a un paso de meter el delicado piececito de damisela en los funestos dieciocho años, interrogaba al sabihondo, ansiaba descubrir en sus preguntas directas estados de fisicidad –animal, sin amor- que le rondaban por la mente calenturienta de la medianoche, qué ninfa imaginativa, que suciedad tras aquella frente lisa y suave de perla: ¿Cómo follan dos hombres, ¿qué se hacen?, ¿cómo se besan y acarician?, ¿cómo se penetran uno a otro?: Boceto echaba mano de lo infalible: le mostraba una colección de pinturas de Bacon –Pero, ¡aquí no se ve nada!, se quejaba perpleja- que lo expresaban todo en esa carnicería de color, en aquellas mezcolanzas y trabazones de cuerpos de hombres serios, maltrechos y heridos, torcidos, humillados, flagelados, descuartizados, le refería anécdotas y avatares del artista lejos de la inmensa mugre de su estudio londinense, una vieja cuadra en South Kensington, le contaba su propensión a lo abyecto y lo ruin, narraba su gusto por el olor a urinario y mierda. ¡Qué tipo!, exclamaba Boceto en un intento de llevar la atención de la ninfa a terrenos igualmente subyugantes pero menos escabrosos: despilfarraba en bares y restaurantes cientos de miles de libras de los millones que se embolsaba, bebía champán Krug Vintage y carísimos vinos como el Burdeos Premier Grand Cru, que no dudaba en combinar con whiskys adulterados de garrafa, y, no obstante, vivía en un apartamento sin baño ni calefacción. Pareciera que amanecer sucio, pringoso y follado en aquella oscura pocilga fuese la penitencia.

¿Eso era todo?

Naturalmente, eso no era todo.

Bacon veía en él mismo trabajar a la muerte, día a día, poquito a poquito le robaba vida, una moneda suelta, dos…

Con lo fácil que hubiera sido que Caronte hubiera exigido el pago al contado. De la forma que él hubiese preferido, sin titubear hubiera echado mano al bolsillo.

¿Cómo quiere morir?, le preguntó un estúpido y desgraciado periodista en cierta ocasión.

¡Rápidamente!, contestó Bacon.

La pintura texturada que contemplas en las obras de Bacon son los fluidos, las excreciones y deyecciones de esas mismas figuras que ves representadas en el cuadro: son el vómito y los excrementos que expelen esos seres al alumbrar el día después de la noche saturnal de vino y semen.

Quiere más, la ninfa anhelante, pues en estos lugares que hemos conformado libre de reglas sociales y gramáticas envaradas crecen los portentos a menos que te descuides, que nadie crea entonces que están desiertos y sólo recorridos por la pluma silenciosa: por aquí circulan como si nada caprípides, sátiros y ninfas, y también dicen unos que les han dicho que habitan faunos que vagan por las noches con travieso alborozo, y hasta Pan con la cabeza cubierta de ramas de pino tañe el caramillo y, burlón y terrible, se deja ver entre el boscaje.

Más, exige la ninfa.

Al adolescente Francis Bacon le atraía sexualmente su padre (¡que horror, mierdecilla!), pero el día que su progenitor lo sorprendió exhibiéndose delante del espejo vestido con la ropa interior de su madre, lo expulsó de casa, así que durante un tiempo no sabía si contratarse en un burdel berlinés para homosexuales o convertirse en artista, que es recurso fácil y alternativo para desorientados. La visión de un centenar de obras de Picasso en una galería de París precipitó el afortunado desenlace: “Después de ver aquello pensé que yo también podría ser artista.”

De aquella decisión a leer a Esquilo hay un paso, y lo dio, como le ocurriría a Rothko, ensimismado lector del griego.

Algo muy natural, debemos pensar.

Pero, ¿qué?

¿Qué ocurre con Esquilo?, ¿qué les sugiere o en qué les influye a estos artistas tan contradictorios entre sí aquel hombre de espada que despedazó y ensartó cuerpos enemigos hasta hartarse en las batallas de Maratón, Salamina y Platea?

Soldado antes que poeta, al igual que el otro nacido en Alcalá de Henares dos milenios después, y que más tenía en orgullo haberse batido en Lepanto que inventar a don Quijote, Esquilo apunta en el epitafio de su tumba su peripecia guerrera y desdeña hasta el olvido su condición de poeta: … testigos de su valor en la lucha fueron los persas, de largas cabelleras, que lo padecieron.

Merde pour la poésie.

Esquilo propone a los oyentes de sus tetralogías una constante rebelión contra los dioses y sus caprichosos designios. Erige a Prometeo como conductor de sus poemas rituales. Prometeo, el que adivina, el que del barro crea y modela al hombre, el que engaña a los dioses, el que roba el fuego de la fragua de Hefesto y lo trae a la tierra escondido en el tallo de una planta, el que desvela los secretos del metal a los hombres, Prometeo, al que, juguete ya en manos de los dioses, lo encadenan en un monte del Cáucaso donde el águila de Zeus devora su hígado una y otra vez pues nace de nuevo cada día para alimento fresco de la rapaz.

Prometeo es el ejemplo, debieron decirse: es el perfecto ladrón del misterio de toda creación: Gracias a mí, los hombres ya no desean la muerte, se dice. Les ha dado no sólo el fuego, sino la esperanza, y les descubrí la más bella de las ciencias, los números, y formé la combinación de las letras, les concedí el secreto de todas las artes, y les di la memoria, madre de las ciencias, alma de la vida.

Esquilo, a través de Prometeo, humilla a los dioses. Es el desafío.

La tierra tiembla: la condición y el lugar perfectos para el artista, es entonces cuando, borracho y solitario, en su estudio le da la vuelta al mundo como a un calcetín.

Más, pide indignada la ninfa insaciable.

En realidad, más que a Prometeo era a las furias, de la mano de Esquilo, a las que se debían las turbulencias pictóricas de Bacon, especialmente cuando se hallaba ebrio por completo, meado y manchado de esperma de arriba abajo.

Aunque Bacon nunca dejaba de leer una y otra vez La Orestíada, una lectura feliz conjuntamente con las tragedias de Shakespeare y la moderna poesía de Eliot… que no por ello alejaban de su mente las carnalidades más crueles plasmadas en sus cuadros luego de sus orgasmos etílicos: ¿a quién complace ese niño paralítico andando a cuatro manos entre paredes negras?

A eso se le llama follar en el infierno.

Sobre todo si uno ha vivido sus primeros años en una mansión rural que disponía de dieciocho habitaciones y sus moradores tenían a su servicio cinco criados y una veintena de trabajadores y mozos de cuadra.

Su padre, domador de caballos.

No pudo con él: indomable (imperfecto, incorregible, ni un paso atrás en la vida y en el arte).

El artista no tiene miedo, ni a los suelos verdes ni a las paredes horriblemente rosadas ni a los cardenales con la bocaza abierta que pueden desgarrarte el cuello con sus incisivos afilados. El tipo quiere vivir ciento cincuenta años. A sí lo declara. Peor aún, desafía al tiempo tan invisible que es:

Yo no me conformaría con vivir sólo ciento cincuenta años. Siento una rabia tremenda al pensar que no voy a vivir eternamente.

Esa es la razón por la que sus personajes encerrados entre los cuatro ángulos del cuadro griten. Gritan a más no poder. Les vemos hacerlo, pero no les oímos.

Gritan esas figuras nacidas del asco de sí mismas como el propio Bacon había gritado cuando de joven anduviera por el Londres de los años veinte merodeando en torno la carne más estricta de las pollas y los culos, ganando cuatro cuartos en oficios de criado, cocinero, dependiente o taquígrafo.

Yo aprendía a dibujar estudiando la obra de Picasso, dijo, ya en la posteridad.

Era la época Picasso de un ojo en la frente, la boca en una oreja y una mano en el culo.

Buena academia.

Mientras tanto, mamá, a espaldas de papá, sufraga algunos de los caprichos del artista en ciernes, como la compra periódica de Cahiers d’Art o el importe de las entradas para el cinematógrafo (sic) donde visionar Metrópolis, El acorazado Potemkin, el Napoleón  de Abel Gance y Un perro andaluz.

A ver si nos entendemos. (A otra cosa.)

Me he investido en el papel de Iturrioz: te dominaré, renacuajo con faldas: no me basta con follarte. Seré tu mentor vital.

¿Hasta qué límite?

No sabría decir.

Una pista tan sólo, nos bastará con eso.

Bien, digamos que no negaría ser un escudriñador de las maniobras de las arañas y las abejas. Un poco Baroja soy, grafómano y paseante, algo misógino, muy misántropo por conocerme demasiado a mí mismo: me sobra con Charlie y su actitud servicial. Los demás, al hoyo.

Defínase con mayor exactitud.

Cuenta don José Ortega y Gasset (imbatible con esas dos eses de añadido) que a nuestro hombre Baroja, una sobremesa alcohólica de café y puro, en tertulia dicharachera lo calificó un pobre diablo catalán, un tal Pompeyo, de ogro finés injerto en godo degenerado. Pues me parece ajustada, en lo que a mí respecta, la descripción, no lo niego… Aunque pensándolo bien, cualquier otra explicación etnológica de mis orígenes contraria a aquélla, también me explicaría de igual modo. Qué sé yo, un tipo solitario encorvado bajo un abrigo de piel de camello paseando calle arriba calle abajo al atardecer, deteniéndose de cuando en cuando frente al escaparate de una librería de lance, sólo cautivado por los libros viejos escritos por gentes hace tiempo muertas: la modernidad y el presente con sus novedades ya han dejado de interesarme.

Entonces, ¿qué esperar?

Es fácil, sentarse a la sombra del manzanillo y dejarse hacer sin miedos ni precauciones por esas manos negras que hurgan en tu pecho hasta dejarte vacío.

Vivir 150 años:

Aquí, padre, lavándome la costra negra de los pies en la fuente de Juvencio.

¿Quieres ser joven durante toda la eternidad?

Sólo los pies, que aguanten toda la demás podredumbre de más arriba. No me importa ir por el mundo con los pies absolutamente sanos y el cuerpo podrido: esto no lo superaba ni Diógenes.

A Bacon le sobraba el manzanillo.

Bastó la sutil y clara primavera madrileña y el recuerdo de los besos de un hombre español para acabar con él, el tipo que iba a vivir ciento cincuenta años rodeado de sus pocas posesiones de a real el cuarto. Una de ellas: la fotografía que muestra el asta del toro penetrando por la cuenca del ojo de un torero valenciano hasta reventarle el cerebro.

Otra: su colección de bolígrafos. Abocetaba con ellos, como un chico cualquiera de instituto que muy seguro de sí mismo desdeña el lápiz y la goma de borrar.

Lo encontré en la mesa 6 del Cock, un atardecer en Madrid. Era su costumbre tomarse tres o cuatro Martinis antes de la cena.

Me miró con total desconfianza, como si hubiese adivinado perfectamente que clase de calaña tenía el tipo que se había presentado ante él mediante el subterfugio de una supuesta amistad con su querido actual.

¿Dibuja usted al natural, señor?

¡Qué ocurrencia!

Su síndrome de Diógenes eran los montones de revistas, recortes de periódicos y fotografías viejas que se alzaban en rimeros gigantescos en su estudio junto con pilas de libros de arte y catálogos de los que no dudaba en arrancar de cuajo todas aquellas reproducciones que le interesaban: bajo la luz cenital aquel basural de papel y mugre era su natural, y de allí brotaban los modelos que seleccionaba su retina.

Va por usted, maestro.

Alcé la copa. Un Martini de excelente combinación.

Jugador hasta el final, desafió a la muerte con la pata de conejo en el bolsillo y, enfermo, desoyendo los consejos del médico, viajó a Madrid de nuevo en busca de Velázquez… o de las caricias postreras de su amante hispano.

La apuesta salió bien, después de todo, se dijo rodeado por las dos monjas españolas que le vieron morir.

Murió solo. Quemaron su cadáver, y ese fue el final. Ni rastro. Quedan los cuadros, pero, bueno…

Doble o nada.

Pinta su retrato.

¿Quién? ¿Yo?

Sólo era un hombre con un pincel en la mano y un solo deseo: la materia de ese hombre que eran él y los demás, tan moldeable al cabo de los años.

Que de un modesto puñado de barro un hombre…

Y luego la invención de su carne, la fusión en engendro.

Píntalo de una vez.

No sabría hacerlo.

Tan carnal y sin alma. Un bruto de modales refinadísimos, siempre vestido a medida, de impecable terno o de manera informal, bien brillantes las botas de macarra, maquillado el rostro y teñido el cabello de inglés de aire mortecino.

Tenía curiosamente antojos inextricables: exigió desde muy pronto que todos sus cuadros se enmarcaran en madera dorada y con resguardo de cristal. Los hacía parecer elegantes a la vista del espectador, sobre todo el de los museos, como su apariencia antes de la medianoche, todavía en la segunda botella.

Es que llevaba en la sangre la delincuencia en todos los sentidos, de ahí que se ocultase ante ese tremendismo desgarrado y oleoso. Era como su propio descuartizamiento, un castigo mítico. Con botines negros, parecía un chulo de putos.

Acaso buscara su cronista Esquilo: él sería un hijo de los dioses también echado a perder no obstante su clamorosa aceptación en el tejemaneje extravagante del arte y su mercadeo, pero que reunía todo el material al alcance de lo trágico: muerte, sexo, furia, locura, desesperación, angustia, rebelión, confusión, miedo… humano revoltijo.

Un homosexualismo enrarecido: ella, la púber Hanna, lo prefiere todo más claro y explícito, más directo y sin mediaciones: cómo penetra la polla de un tío en el culo de otro tío, cómo se meten la lengua en la boca recíprocamente dos tíos, qué se acarician, cómo se miran uno al otro… (Hanna sin aliento, sonrosándose, pero muy livianamente: dispuesta a oír hasta el final qué pasa y qué no pasa en ese… contranatura).

Qué lejos me lleva ya esa mano adolescentemente pecadora: la cruda y violenta metonimia tan oculta plásticamente no le sirve a la aprendiza. Ante sus ojos sucumbe la metáfora implícita del arte, desprecia el arte de la suposición y la doblez.

Borgiana sin saberlo: Thor es el dios del trueno: Thor es el dios y es el trueno.

(Una puntualización acertada, típica del argentino.)

Qué loca excitación, qué temprana depravación... ¿De dónde sale ésta?

Pasto de las grandes chequeras, el pobre –pobre por muerto mucho antes de cumplir los ansiados ciento cincuenta años-, Bacon resulta insípido a los ojos de los niñatos digitales, que sólo entrevén manchas lejanamente humanas y muy poquito repulsivas en sus pinturas encristaladas: violencia, erotismo… sexo, la desesperación que traspasa todos los límites.

Qué risa. Muéstramelo a él detrás de la puerta (si hay suerte, puede que el tipo tenga una biografía hasta los topes de mierda, de fascinantes asquerosidades a los ojos sin candor de la ninfa: por ejemplo, un espécimen refinado con el acento adecuado, artista de fama internacional siempre bien peinado y con la palabra justa en los labios, de exquisita educación, acostándose con un tío gordo, basto, calvo y sudoroso de 120 kilos) y aleja de mi vista sus paridas pictóricas, que en su mayor parte son variaciones sobre el mismo tema: un bulto monstruoso pero risible de carne, una procesión tríptica de sucesivas pajas mentales.

¿Qué tal al estilo Forster?, preguntó JD. al guionista, decidido a ganar pasta de una vez.

¿Maurice?

Detrás de tanto melindre, lo que se esconde tras los cortinajes y la respetable compostura no es sólo polvo y polillas: la vida nos urge por todos los poros de la piel.

(Hola, ¿te interrumpo? Entonces podemos vernos. Prepara ese culo, tío, voy a hacer que arda. Tienes un buen pollón. Te la voy a meter hasta el fondo. Venga. Apareció desnudo ante mí……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………... A media mañana llamamos al tío de las pizzas. Teníamos hambre de veras, una ferocidad de machos. Y, quién sabe, igual el muchachito ese de la moto también entendía…

(Lo que no ves, no existe.)

Vuelve a meterte en el tren de la bruja (pero huye del tío de la escoba).

Le presté Agostino a Hanna.

No sé si lo leería. Nunca me devolvió el libro.

No me importó.

Para criticar un texto ajeno hay que tener el talento de Borges: critica con más estilo que juicio, que siempre tiende al perdón, a la ironía inofensiva. Cualquier excusa le hace crear, exigirse a sí mismo cuidados y buenas maneras en lo escrito. El estilo es el hombre, se ha dicho.

Una de las otras mil maneras de parecer brillante, si uno lo es y no se anda con remilgos.

La ninfa tendida en la cama está adormilada, entrecerrados los ojos. Aún busca quien la arrope. ¿Llamo a mamá? Ya me la tenía sabida, Charlie, olida de los pies a la cabeza, lamida igual, de arriba abajo, chupeteada y sobada, una muñequita en mis brazos que salivaba una y otra vez. A ella le gustaba sentirse una muñeca en brazos de un dueño gigante y juguetón. Algunos besos la volvían loca, y las morosas caricias en la entrepierna la trastornaban. Me llevaba más allá de los límites. Me quedaba vacío. Por dentro, por falta de ocurrencias; y si por fuera, extenuado, sin aire, estrujado por su cuerpo de sierpe. Ya no sabía qué inventar.

¿Habría llegado el tiempo de los disfraces?

Invoque a Ariel, el ángel de las ideas.

Sabio Charlie, cuanto buen estudio y horas de pensamientos desperdiciados detrás de esa siniestra barra, aguantando el monólogo interminable de los visitantes de la medianoche, resucitados de lengua babosa y larga, viajeros de la nocturnidad amantes de la copa que alargan las horas por el temor de llegar a la casa todavía con las luces encendidas y ellas con la herida abierta y el reproche en los labios rabiosos.

Hay que pagar facturas, jefe.

Qué injusto es el mundo. Cuanta hambre y crueldad. Qué desvarío.

A pesar de Ariel…

Más me cuadra en este pompier los empujones sin misericordia de Calibán: tenemos destinataria. La ninfa ya domicilia en el lujo del cuerpo, un hogar rodante, se tiene, se adora. Le han enseñado a hacerlo.

La tiene saciada de placer, sumida en un desfallecimiento que ya la ha echado lejos para siempre de sus virtudes y mejorados sus vicios de por vida.

Qué va a desear a partir de ahora? Colmada en todos los sentidos por un cuarentón disciplinado y alcohólico, resignado, vencido, sin reciclaje posible.

Después de mí, el diluvio: sólo podía perderla a ella; tan joven para los años de después, de él tendría verdadero hartazgo.

¿Y ella? Demasiado vieja para su edad: es cierto, pero joven.

Pareces japonesa. El pelo cortado a lo Lulú. Liso y negro. La línea del flequillo, perfectamente rectilínea, casi alcanza las cejas, el rostro tan blanco, la piel tan fina: el estilo intemporal te hace una niña perversa, muy enrevesados tus diecisiete años, me temo. Que el dios y el diablo protejan a los que se crucen en tu camino.

Es lista. Y, además lee, que fui buen profesor. Yo la eduqué.

Algunos días, ponte gafas… para despistar a los caballeros sin espada que no hacen distingos entre rubias y morenas. Descubre los montecillos de tus senos, enseña sin reparos las piernas desnudas, las preciosas nalgas al aire. Luego, tendida en el sofá o en la cama, deja que sus cabezas, calvas o cubiertas de pelo teñido o entrecano, con la lengua fuera, se adentren entre tus muslos y cuando más embelesados estén olisqueando la pelambrera de la vulva, extasiados por el olor y los pliegues rosados del sexo, los trabas por el cuello y con ese giro oriental mortífero, inapelable, que tan bien aprendido tienen las nínfulas del Sol Naciente ultrajadas y santateresas, como es tu caso, cada día mas geisha, más sutil en tus dramáticas acciones, les rompes el cuello en un segundo.

La polla se les queda colgando como un miserable pingajo algo chorreoso. El culo se les contrae, los ojos biliosos agrandados por el terror, la boca torcida, la blanca desnudez… Patético.

Deja viuda (ausente) con tres hijos (presentes) el distinguido y probo catedrático de Historia del Arte.

A rodar.

2007. Qué año para enmarcar. Valió la pena esperar. Ella solita se comió la manzana.

Bonita edad, diecisiete años.

Le regalaste, de segunda mano (o tercera, tienda vintage), el single de Rocío Durcal y un estuche de condones con sabor a melocotón: cosas verás que han de maravillarte.

A fe mía que hay disparidad en el asunto. Qué de contradicciones en la vieja España, qué habitantes podía encontrar uno al doblar una esquina.

A esa edad, en el 77, a Boceto le faltaba un mes para la mayoría de edad. Esta feliz circunstancia favorecía, pues le eximía de los barrotes de una cárcel, que se aprovisionase de un palo y, a la caída de la tarde del 15-6, cuando ya las urnas estaban repletas de votos, destrozase todas aquellas que le saliesen al paso en un gesto único y reivindicativo que lograra alzar en armas a las masas endiosadas por un día con la ridícula papeleta listada por filas de nombres desconocidos en la mano: te la metes en el culo.

El hermano mediano, Fiodorov, aún lamiéndose las heridas en un rincón del salón bajo la dorada luz de junio que descendía de la ventana, era tajante en lo que concernía al derecho al voto de unos pobres diablos enviciados de televisión, teledirigidos y manipulados por mentes insanas, de gran astucia, discretamente conductistas. Todo en este mundo inmundo dependía del plano en el que estabas situado, no existían los milagros: lo que hace falta aquí es una revuelta a lo Réveillon parisiense, la simiente que haga germinar en dos meses la cólera unánime de los injuriados seculares, un río de sangre que ahogue a los incautos y abra los ojos a los oprimidos. Habría que luchar por provocar una bajada (una bajada brutal) de salarios a los obreros que los anime a la lucha sin concesiones y a la toma del poder. Caiga quien caiga, borbón o no borbón, general entorchado o capitán chusquero, cura o maestro de escuela. En lugar de una urna, la revolución. Es menester colocar en cada colegio electoral una guillotina y empezar a rebanar cuellos de piel tan exquisita como culpable. Esa es la buena educación: guillotina a los politicastros en lugar de poltronas para el culo fondón de sus futuras señorías. La democracia, en tales circunstancias, es en estos tiempos la antigua religión, el verdadero opio de los pueblos que adormece sus instintos de clase, los despoja de dignidad y los rebaja a la condición de animales domesticados con un voto transformado en un barquillo bien que dulzón metido en el culo.

2007.

Juicio por la masacre del 11-M.

Las conclusiones.

Hanna, entrados ya en el siglo XXI, la piel de toro se resiste a cualquier intento de convertirse en piel de cordero (es una piel curtida con los propios sesos humedecidos del toro):

mientras haya españoles que crean que otros españoles matan españoles por conseguir sus fines ideológicos o de poder político y  económico, los españoles no tienen remedio de cura racial, es raza cainita hasta que la muerte los sepulta a todos ellos: cada uno a su fétido agujero. Adiós, adiós.

¿Y este Fiodorov…?

La universidad lo atrapó. Lo retorcería a conciencia, pero sin prepararlo para nada al destino que le aguardaba a mitad de carrera: una celda en Carabanchel con vistas a un patio interior.

Tampoco era la universidad de Kent State: en aquel país que tanto confía sus dineros a su dios (?) los estudiantes tuvieron que abandonar los libros y empezar a adiestrarse en el manejo de las armas automáticas: los policías, en el campus, te disparan a la cabeza con fusiles provistos de teleobjetivos.

Yo creo que ya es hora de que las cosas empiecen a cambiar…, va diciendo con voz perfectamente audible nuestro pequeño luchador Fiodorov de barba rala (1970, diecisiete años) armado de trenca, botas militares lustradas con mimo y media docena de libros de Alianza sobresaliendo de los grandes bolsillos por la cafetería de la facultad de Derecho, provocando la perplejidad de unos, la hilaridad de otros y la indiferencia de la mayoría de tomadores de café con leche, solos, cortados, bombones o solo tocaditos, alguna miserable coca-cola a palo seco, el sol y sombra del repetidor de curso descarriado sin remedio.

1970.

¿Seré acaso un hidalgo al modo de don Lope?

Tres veces ha visto Tristana, el patriarca.

Una seducción, una corrupción, una venganza.

Los jodidos curas que mojan el capitoste en la taza de chocolate seguros de la salvación de su alma podrida y agustina y que también lo estaban de la de su anfitrión por mor de las trece mil confesiones de las inmundicias de su alma pecadora y las dos mil tardes de merendolas con la que habían llenado la panza: la última orgía de don Lope sentado a la mesa camilla, junto a la salamandra, con la manta de gruesa lana sobre las piernas, qué calentito se está aquí, dice estremeciéndose un poco a la vez que se frota con energía las manos, qué calentito, mientras afuera nieva, caen los copos sobre las tumbas, sobre la tierra…

Tu cabeza es el badajo tarambana de la campana que anuncia la inmisericordia.

Rebobina hacia atrás, y todo el tinglado de las secuencias de una vida, de una acción, se pone en marcha.

1970.

Esta mañana de paseo con la gente me encontré.

A la altura del Arco del Triunfo, en la ciudad universitaria, tiene la cabeza de Nixon a tiro. Podría encajarle la bala en la sien izquierda, o darle en toda la frente si vuelve unos centímetros la cabeza. El cerebro estallaría como una sandía, salpicaría de sesos y  sangre al mismísimo Francisco Franco a su lado, vestido de militar, con el fajín del más alto escalafón y las sempiternas gafas de color verde oscuro. Ocho kilómetros de calles engalanadas constituyen el paseo de la panda presidida por esos dos bombarderos hasta llegar allí, al punto de mira de su rifle Millan TAC-50. A Franco podría haberle disparado un segundo después de abatir al yanqui. Le hubiera dado en la boca. La bala habría pulverizado la dentadura postiza e indetenible le hubiera hecho pedazos la nuca, le hubiera medio descuajado la cabeza.

¿Por qué no lo ha hecho?

No quería amargarles la cena en el Palacio Real a los supervivientes de la matanza. Así que él, con su gorro de Napoleón y su fusil de papel, su espada de madera y su ojo avizor (a la funerala), es de tal guisa, un testigo mudo de la historia.

(Boceto, 10 años, 1970: lee las novelas marinas de Stevenson; se ríe de Verne.)

La cena presidencial: caldo de ave, lubina del Cantábrico con patatas al vapor, ternera de Castilla con verdura de La Granja, vinos y espumosos diversos, licores, helado de café y habanos.

(Menú turístico: 125 pesetas el cubierto.)

(Salario mínimo: 120 pesetas al día.)

Avon llama a su puerta.

En el 70, cuando Fiodorov afila las uñas y, diabólico y sentimental él, alza la mano al cielo cada vez que sabe de una muerte injusta en un intento infructuoso por abofetear a ese dios tan despiadado y estúpido, vergüenza del universo todo, que le ha tocado en suerte al planeta Tierra, Guernika y sus muertos bajo las bombas de antaño aún gritan de dolor ante los ojos anfibios e imperturbables del Generalísimo cuya avanzada edad le ha permitido arrojar al olvido una a una todas sus trapisondas guerreras y criminales.

El fuego nazi que arrasó con bombas incendiarias un pueblo entero y a gran parte de sus habitantes casi chamusca sus narices.

El tipo, un vasco que quería morir por algo y no a solas bajo su boina aturdido por el chacolí y con la conciencia en carne viva, el 18 de setiembre de 1970 sorprendió a su  mujer al llevar para la comida del mediodía varios kilos de langostas, langostinos y cigalas. Un banquete que sobrepasaba con mucho el precio del menú turístico y algo menos la cena del Palacio Real que celebrarían pocas semanas después el señor Nixon, El Gendarme del Mundo y el señor Franco, El Centinela de Occidente, salvados por poco de una bala de papel justiciera cuando realizaban su paseo triunfal por las festivas calles de Madrid.

El vasco que quería morir por algo, después de hacer la (coriácea) crustácea digestión, se dirigió al frontón Anoeta, en San Sebastián, donde el Generalísimo iba a asistir al acto de inauguración del campeonato mundial de pelota. Una vez en el recinto, se roció de arriba abajo con alcohol y se sentó en una de las galerías altas entre otros vascos que no querían morir por nada del mundo y que no se apercibieron en absoluto del olor que anticipaba la pronta inmolación. Cuando Su Excelencia El Gran Pelotari ocupó su asiento en la grada, nuestro amante norteño de la muerte se prendió fuego con un mechero y se lanzó al vacío transformado por combustible tan expedito en una antorcha viva gritando el nombre del pueblo martirizado por las llamas durante la guerra civil. Cayó como un fardo ardiendo delante de su Excelencia (y no sobre él si el dios del planeta Tierra hubiese dejado de ser por un instante el dios que era y hubiera permitido el justiciero desenlace), que a duras penas entendió lo que ocurría y permaneció inmutable.

Hagan juego, señores.

Muy a su pesar, el vasco descubrió a las dos semanas, al recuperar el conocimiento en el hospital, que no había muerto como un héroe. Sólo fue un chamuscado más por la pequeña historia de la Historia y sus múltiples anécdotas menores sin mayor trascendencia. Unos pocos meses después acabó, todavía escaldado y envuelto en vendajes como una momia, en una mugrienta celda de la cárcel: tres años y medio de prisión no por atentado subversivo sino por propaganda ilegal: había voceado a los cuatro vientos el nombre prohibido del pueblo sacrificado treinta años antes por la panda político-militar que aún sobrevivía y gobernaba en España.

Boceto jugaba con los Montaplex, a tiros andaba. A los diez años es capaz de matar hasta a Dios con un flecha de punta envenenada lanzada por su arco invencible. ¡Qué no haría con un rifle Millan TAC-50 con mira telescópica!

Dianas principales del adolescente: darle en el cerebro a los diablos bajados a la tierra disfrazados de vendedores de aspiradoras, abrir de una vez, definitivamente, los cielos y hartarse de comer manzanas, maná y follarse evas de quince años a diestro y siniestro.

(Otrosí):

Matar a Franco, y ya puestos, a Nixon, ataviado en oscuro e impecable terno de inofensivo civil desfilando a su lado en los fastos de bienvenida a la España sagrada, trigésimo séptimo presidente de los Estados Unidos, un leguleyo californiano de Yorba Linda aupado hasta la presidencia merced a su narizota pinochesca y sus chanchullos de gabinete.

Hermano mayor, ¿por qué los vascos se queman vivos?

Por la misma razón que los valencianos queman ninots el 19 de marzo… La cuestión es pasar el ratito, que dijo Unamuno, un vasco aficionado a la papiroflexia que sentía verdadero terror de consumirse en el fuego del infierno.

(Quizás en ello haya asimismo cierta reminiscencia del pasado más trágico de Iberia, los modos inquisitoriales de destrucción.)

Corta la vida, mucha la mies.

JD.: diecisiete años en 1969. Pobre este endriago vegetal presto en un futuro próximo a convertirse en rubicunda lombarda.

De modo que te gusta escribir, dijo el guionista con una medio sonrisa no sabemos de conmiseración o de incredulidad.

Empezaremos por lo que produce algo de dinero rápido. De esta manera tocarás pasta en seguida, que es de lo que se trata.

¿Qué tal relatos pornográficos? A cien diez pesetas el folio mecanografiado.

¿Qué tal relatos pornográficos para homosexuales? A trescientas pesetas el folio mecanografiado.

El Hermano mayor pensó en pedir consejo al oráculo antes de ponerse manos a la obra.

Padre… balbuceó el Hermano mayor al progenitor de la camada, que en ese momento crucial se protegía del mundo con un enorme mazo de cuartillas en la mano y con los lentes de lectura caídos sobre el puente de la nariz, atisbando en la biblioteca con el dedo índice por delante, examinando títulos de los libros alineados en perfecto orden justo al borde de las baldas.

Oye, primogénito, ando atareado. Ya hablaremos más tarde durante alguno de los generosos refrigerios del día con que el dios compensa nuestros esfuerzos.

Santa compaña.

Y hundió su perfil en uno de los tomos abiertos de la estética de Lukács.

Nunca entablaron diálogo acerca de la incipiente labor como escritor en ciernes… de relatos para homosexuales a los que les gustaba leer con una mano.

Padre, después de leído, comido y bebido, aún no repuesto de la lectura: ¡Te repudio, maricón de medio pelo! ¡Descastado!

Madre, después de leída, comida y bebida, aún no repuesta de la lectura: Hijo de mis entrañas… ¡jodido marica!

Hijo, aturdido, perplejo, enarbolando en la mano los centenares de pesetas ganadas: No entendéis nada, padres, burgueses del demonio. Es un trabajo nada más. Pura imaginación. Ahí acaba todo. El guionista me ha dado la clave: 300 pesetas el folio… ¡No existe tío en este mundo que me quite la tía de debajo!

Pero esa, como muchas otras actividades, era secreta. Todo era clandestino en el 69. Hasta las pantomimas.

¿Estudias o trabajas?

Alterno Lukács con la invención de lo promiscuo homosexual.

Bonito maridaje. Brindemos por todo aquello que estos ojos han visto.

Ah, aquellos tiempos cuando las mujeres aún se aprestaban al teatro revoltoso de la revolución, la creación, el hambre y el sexo, o lo que fuese todo aquello. ¡Dorada bohemia con el plato de sopa caliente esperándonos en la mesa de papá y mamá, frente al televisor en blanco y negro encendido!

Bastaba el sol. Uno era importante sólo por dejarse ver con un libro en la mano y un brillo divertido en los ojos: ven, ven junto a mí.

No queríamos estar mejor. Queríamos ser mejores. Eso nos libraría de todos los peligros: recordaría moribundo Fiodorov.

Días más tarde el guionista leyó el engendro mariconero de JD. con el lápiz rojo en la mano, tachó algunas frases, sugirió otras en los generosos márgenes del galgo:

No sé adónde vamos a parar… Hasta se está aguando la lujuria. Mucho follar… ¡pero sin perversión ninguna, sólo una fisiología bruta! ¡Ni un adjetivo meritorio! Y no hace falta que escribas en papel caro, chico. ¡Hasta tiene marca de agua! ¡No te jode! Utiliza folios de colegial. La edad mental de los tipos que compran esta clase de material no sobrepasa los doce años. ¡Ochenta gramos el gramaje! ¿Crees que lo pagan a peso?

(1969):

Y eso de el tipo de las pizzas, ¿qué coño quiere decir? ¿Quién cojones es ese tipo y qué pinta ahí? ¿Qué diablos es una pizza?

(Una inofensiva ucronía, entendámonos.)

Él, que ansiaba ser el Hiperión anónimo de la pornografía homosexual.

Mete la mano hasta el fondo del armario, boy

por Buddy Love.

Hiperión, nada menos, hijo de Urano y Gea, padre del sol, el que camina en lo más alto, y ya le estaban remendando sus páginas como si fuesen un calzón o unos calcetines viejos con ese trazo rojo tan ofensivo a los ojos de un letraherido con la sensibilidad a flor de piel.

Y diálogo, diálogo, mucho diálogo, chaval. Los españoles (supongo que los españoles homosexuales también) hablan y hablan y hablan, pero piensan poco, o no piensan, no piensan, no piensan, no…

Pero tú persevera. Escribir es como una masturbación… si bien bastante patética. No dejes ni un día de darle a asunto. Al final, las palabras salen solas, como los pedos. No hay dios que pueda detenerlas.

69 clandestino…

Tienes a Nixon en el punto de mira, un disparo en la cabeza y se va a dormir el sueño de los justos en compañía de los chicos de Vietnam de regreso a casa con honor, una medalla y envueltos en una bandera… pero jodidamente muertos.

Acabando los sesenta, con veinte años para ellos solos, los  Fiodorov del mundo tenían que haberse espabilado, abandonar el fusil ametrallador y largarse a Rishikesh, al pie del Himalaya y lejos de la Injusticia Universal, pensar en las musarañas, hartarse de comida ayurvédica y sonreír beatíficamente a los cientos de yoguis que intentaban sacarles los cuartos mediante una hipnosis somnífera a la que arrogantemente llamaban meditación trascendental.

El olor a mierda de vaca es insoportable, casi tanto como el de la gritona humanidad que hormiguea de día y de noche a orillas del Ganges, me escribió uno de ellos, un Fiodorov del montón, poeta y guerrillero, que terminó salvando el pellejo y acabó de directivo millonario en una multinacional diez años más tarde, y no te digo los cadáveres quemados sobre los leños: primero les rompen el cráneo a bastonazos y luego….

Atrás quedaron los que no creían en el arco iris.

Deberían haberlo hecho, y hasta creer en los peces de colores, ser ingenuos felices y morirse en santidad, viejo de puro asco.

Efectivamente, Dios existe, y es un anciano de barbas sentado en una nube con un tercer ojo en la frente.

Más te valiera haberlo creído, Fiodorov.

Aún estarías vivo.

Principalmente, en 1969, en España, cuando los estudiantes dejaban los libros de texto a un lado, insensatos, y surcaban los espacios celestiales, aunque algunos de ellos, por falta de tino, se estrellaban contra el suelo. Tiempos que exigían no pocas precauciones y miramientos por la salvación de las almas más incautas: un estado de excepción, entre otras cosas que ya tendrían su turno,  para luchar contra las acciones minoritarias sistemáticamente dirigidas a alterar la paz española y a arrastrar a la juventud a una orgía de nihilismo y anarquía.

Uno, al igual que aquel directivo de la multinacional, a lo que aspiraba en realidad era a comerse la carretera nacional al volante de un Citroën Tiburón: se tragaba los 600, los SIMCA y hasta los 1500 como si fuesen conguitos.

Esto funciona, se decía un siglo después lejos del deshaucio y cerca de un tercer hijo el directivo de seguros calvo, barrigón y con un páncreas canceroso sin que él lo sospechara ni por asomo aturdido por la momentánea y exuberante felicidad.

Otro, el ogro verde y depredador de los parques con los dientes afilados espiaba con ojos golosos a las colegialas con las faldas cortas tableadas jugando al salto de la goma.

Aquella España olía a pescado, dijo el directivo a la vuelta de los aires del Himalaya.

¿A pecado?

A pescado.

Ya no recuerdo donde estaba yo el día que el hombre pisó la luna por vez primera. Ya no me acuerdo de nada. Quizá porque lo he vivido. Lo que sí sé es que las cosas no cambiado mucho en la España partida en dos mitades: hidalgos de los de siempre, 1977,  y parvenus de última hora del 2007: la España pudiente y la España pudenta.

Un dejà vu, aunque los tiempos avanzan que es una barbaridad:

Ayer arrojé al cubo de la basura, sin parar mientes ecologistas, él abrelatas eléctrico Brown de mi madre.

Boceto, a los diez años, lee una versión abreviada de Moby Dick.

Me gusta más Stevenson, le confiesa a su padre.

Ah, mierdecilla. ¡Ya lo leerás íntegro!

Fiodorov:

¿Moby Dick? ¿Sabes para qué servía, enano? Era el libro de claves de los camaradas Baader/Menhoff. Con el cifraban sus mensajes.

Tiempos difiles, quizás la mímica hubiera valido.

Ni siquiera depende de si guiñas el ojo derecho o el izquierdo: ambas pandillas disfrazadas a su modo, hortera, pijo, informal, meterán la mano al costal: te van a dejar con los huevos al aire aunque te introduzcas el voto en el agujero del culo. Un voto o un no voto valen el mismo patadón en tus narices de perfecto ciudadano sin sueldo del estado como al que ellos, los electos, aspiran hasta el fin de sus días, es decir, durante toda la eternidad, bien calentito el culo en la piel burdeos del escaño. (1977: Boceto, diecisiete años.)

El llamado años después Boceto, en su minoría de edad, sigue leyendo, ahora al señor Beckett y al señor Kafka, la poesía del señor Blas de Otero y los libros políticos del señor Haro Tecglen y las novelas de Juan Goytisolo y Luis Goytisolo, cuando no anda detrás de servidora con la polla a reventar en la mano: Ya llegará la mía, se dice con el voto en blanco y sin urna donde alojarlo.

Tiene todo el tiempo del mundo por delante. Y lee Moby Dick.

Hanna, cuando yo tenía tu edad, diecisiete años…

(Cuente con un amigo y una casa que es la mía, que diría Pío Cid… ¡Pillines!)

En 1977 las calles de España están sembradas de volantes y propaganda política. Apenas se ven los muros y las tapias de los solares tapados por centenares de miles de carteles con la faz a todo color de los grandes carotas de la historia pequeña.

El mundo en sus manos era un película que valía la pena ver en el Ribalta, total… 35 pesetas.

El español, Boceto o no, tenía la libertad en su mano, como si fuese algo rebotable y fácil de intercambiar. Cada uno jugaba con ella como mejor le parecía. El juego preferido era el sexo, un sexo conyugal o adúltero, tanto daba, de sostenes coriáceos y calzoncillos meyba.

La libertad era poder elegir entre Trópico de Cáncer y El laberinto español. Eso era todo.

Al final se llevaba uno a casa Penthouse y El Papus. De la misma forma que, sin titubeos, optaba por el sexo algo perverso pero muy dócil de Emmanuelle antes que por El último tango en París que, salvo por las cuatro escenas en que la pobre María Schneider es obligada a padecer ultrajes, ahogaba de bostezos al espectador medio en busca de emociones fuertes y continuas, explícitas y sin acompañamientos ontológico de ninguna clase.

Elvis Presley no ha muerto. Ni en 1977 ni en 2007.

Lo dice alguien que cree saber muy bien lo que dice.

Lo dice uno que no creía en la muerte, y mucho menos en la suya propia (murió sin haber alcanzado la cuarentena en 1986, año internacional del Rollito de Primavera).

Era un tipo que era muchas cosas a la vez, es decir, un tipo sin verdadera importancia.

Trenca, poncho o loden… nivela de arriba abajo a las clases pudientes o pudentas: las tres prendas son excelentes para ocultar aquello que de verdad uno lee, lo que es en realidad.

Qué cosas, las de entonces, Hanna (Penthouse, Lui…)

Inventamos el alma, que es sólo una voz interior, apresada entre huesos, músculos, sesos, una voz que puede fluir por el curso de la sangre o agazaparse tras el globo del ojo, ponemos palabras a los recuerdos que son sensaciones, percepciones, impresiones incluso epidérmicas, describimos el presente convirtiéndolo sin darnos cuenta en pasado.

Heme aquí, ahora, en este mismo instante, apostado  en la barra de un bar. Un alma perdida.

Charlie y su callejón teñido de rojo por los neones.

¡Qué escena mil veces repetida por guionistas a sueldo!

(Ha soltado del pescuezo a Hanna, que vestida con los cuatro colores del parchís se ha apresurado a desaparecer por una esquina todo lo alejada posible de 1977 y del menor de edad Boceto malhumorado con una de las papeletas inútiles en la mano, rescatado del pasado oneroso por el Boceto de 2007, año internacional del all i pebre.)

La baladronada: en los setenta me hubiera largado a Nueva York con toda la insolencia de mi superioridad intelectual que me suponía a mí mismo frente a los indios de las Américas. Pero me lo pensé mejor, muchas son las tentaciones de esa megalópolis del dolor, la tristeza y la caída, la soledad inevitable, las cucarachas y el alcohol solitario: hubiera acabado sin duda alguna de chapero o, años más tarde, de macarra de niñatos, por las inmediaciones de Studio 54. Tengo el alma un poco canalla por darla ya perdida, únicamente constituida de palabras. Duermo, y es el silencio… y desaparece.

Del alma hace novela.

¿Qué tienes, Charlie?, además de preguntas.

Olvido.

Eso es, Charlie, qué 77… Así van las cosas. Ninguno de los dos tenemos respuestas. Nadie las tiene aunque eso se crean hasta el mismo día de su muerte los sabihondos. Entonces se dan de narices contra el amigo Presley, un gordo relleno de porquerías grasientas, helados dulzones y hasta mortíferos y drogas de todas clases.

 ¡Mierda de cine, el daño que le ha hecho a una!, terminaba reconociendo la Narboni (Juanita).

¡Ah, dos mil siete pordiosero e indigno!

Después de Auschwitz ya no es posible degradar la blancura de un papel con el embuste de la poesía ni supercherías semejantes.

Después de Auschwitz, nada.

(Se dijo en los cuarenta del pasado… siglo.)

Y este año 2007 he visto yo a turbas disfrazadas de turistas riendo mientras merodeaban por las dependencias sombrías del campo de exterminio donde aniquilaron a más de un millón de seres humanos, haciéndose fotos unos a otros sin dejar de mascar chicle o comiendo palomitas frente a los hornos crematorios o en el interior de las cámaras de gas imprimiendo a sus rostros muecas grotescas, he visto la sonrisa criminal o el cansino bostezo en sus caras como si anduvieran por las piedras ruinosas de Atenas, zanganeasen en las Antillas o se divirtieran en el DisneyWorld de Orlando: he visto gentes funambulistas vestidas de colores chillones haciendo cómicos equilibrios sobre los rieles de las vías que conducían al gas y el fuego del infierno.

Auschwitz se ha convertido en un parque temático en el 2007: bienvenidos a la emoción:

Los niños, gratis:

ARBEIT MACHT FREI

Maneras de una época:

Ah, esa repelente generación de críos y crías digitalizados: se entretienen con los Shojo, se estimulan con los Shonen, se envalentonan con los Seinen y terminan haciéndose una paja a lo Yaoi mirándose en el espejo.

(La decadencia de occidente: ya nos cercan los chinos.)

Confinado en su habitación-celda con una nutrida colección de cachivaches embaucadores: es tu propia piel la que acaricias con la piel de tus dedos en tanto los reflejos viscosos de la cacharrería electrónica encendida se vierten sobre tu cuerpo desnudo y el rostro contraído. Pero el tiempo no se detiene: morirás (y no virtualmente), lo perderás todo, hasta el móvil.

2007: La comida se la echaban por debajo de la puerta.

(1977: todo, absolutamente, estaba en la calle: se precipitaba uno cada mañana escaleras abajo siempre con la impresión de que iban a robarle algo… o robar él, no sabía qué, lo esperaba todo.)

Días de vino y rosas.

Se vuelve para mirarla a ella, a la adolescente suiza-española: no está, se ha librado de sus garras.

Se escurre como el agua, se desvanece como…

Mientras el Hermano Mayor y el Hermano Mediano atizan la revolución en las calles incendiadas, a él, al huérfano, su padre lo tiene encadenado a su sillón de orejas como un Segismundo inocente e ignaro (¡cuidado ahí afuera!) obligándole a tragarse enterito La clave (viernes, día de Venus y él, a ayunas).

Aguanta… caballero: servidora no ha echado el cerrojo en la puerta de su habitación.

Taimado, le susurraba al oído como si fuese un caballo cada vez que se estrechaba contra ella o sobaba su entrepierna al descubrirla yendo o viniendo por el pasillo curvo: Te pareces a Sandra Mozarovsky, le mentía él con descaro, impune hasta el pecado.

Recortables los cuerpos y las cabezas: también podía haber mencionado a Nadiuska, a alguna otra actriz del momento: bocas jugosas, carnosas, bustos prominentes, piernas esbeltas, muslos poderosos, oscuros pubis de araña predadores, miradas lánguidas, un abandono lascivo que incitaba al desenfreno.

Una belleza con un diabólico matiz campesino en los rasgos y en los ojos ligeramente rasgados impelía a la posesión brutal de aquellos cuerpos potentes, de cadera poderosa que irrumpían en las pantallas de los cines de la forma más natural.

Pero estaba allí, tan a las claras, el tiempo pasado, sus guerras, las prerrogativas, la amenaza latente en los gestos y en las frases escupidas con una cadencia estudiada, acechante. No te puedes fiar. Amenazaban los viejos leones.

Hemos olvidado la guerra pero no olvidaremos la victoria, dijo con voz mesurada, el mutilado victorioso de 1939.

Tras el tono comedido no era difícil adivinar una voluntad de armar a toda prisa pelotones de fusilería y empezar a limpiar de nuevo el solar patrio de rojos y demás canalla.

Qué viernes aleccionadores:

La Clave: El manantial:

O te sometes o dominas. Yo he elegido dominar.

Otra vez la Rand… ¡qué tipa!

Ahora quería ver El acorazado Potiomkin con todas las de la ley, y no la copia expurgada de un año atrás. La versión original. Observó la cola que desde las puertas del Xerea serpenteaba unas decenas de metros en la estrecha calleja flanqueda de viejos edificios de tres plantas, al final del verano del 77.

No estamos dispuestos a hacer dejación de la Victoria y del Régimen nacido del l8 de julio del 36, bramaba el maltrecho león falangista.

De pronto, salidos de no se sabía de dónde, como por un tozudo encantamiento de la historia de España, que es la historia más triste, una docena de Guerrilleros de Cristo Rey, a la vez que proferían proclamas, se abalanzaron sobre los que aguardaban turno frente a la taquilla del cine. Uno de los barbudos, con el terror impreso en el rostro (era barbudo de última generación, pobre, lector de libros prohibidos más que de costillas rotas huyendo de las porras de los grises), recibió a las primeras de cambio un golpe brutal en la cabeza que inmediatamente empezó a sangrar.

Al otro lado de la calle, en una esquina protectora, Boceto contemplaba la algarabía, al caído herido en el suelo que se replegaba sobre sí mismo tapándose la cara con las manos manchadas de sangre, oía los gritos de susto, las maldiciones y los insultos desesperados de los que hacían cola, ahora en plena desbandada como ciegas hormigas en todas direcciones, las imprecaciones de los asaltantes que, después de unos minutos de propinar porrazos a diestro y siniestro, en un santiamén, como traídos y llevados en volandas por un mal viento, desaparecieron en dirección al río por Gobernador Viejo como si nada, que era en realidad lo que había ocurrido: el orden fue restablecido.

Antiguos combatientes victoriosos de la Cruzada, viejos, pulcros, cachivaches aún engrasados, verdaderos juguetes rotos sin ellos saberlo, se aprestaban a tomar de nuevo las armas en el 77:

¡Todos estamos en la edad perfecta para dar la vida por la patria!

¡Defiende España de la tiranía roja!

¡La batalla que hemos de librar es comparable a la que libró el Cid Campeador después de muerto!

¡Tenemos la razón y las armas!

¿Qué demonios pasa con esa película?

En ella machacan a los pobres de la tierra, justifica todo tipo de rebelión.

¿Tú has comido carne agusanada alguna vez, paria de la tierra?

Nunca lo hiciera… al menos sabiéndolo.

Comer tortas, carne agusanada… ¡la revolución, pues!

En El manantial no existen los pobres de la tierra. Sólo prevalece por encima de cualquier otra cosa o sentimiento el ego de los personajes, un individualismo feroz que desdeña cualquier otro compromiso con sus semejantes como no sea la propia supervivencia, un ego capaz de alzarse a lo más alto como un rascacielos… donde te espera con los brazos en jarras, allá donde nacen los vientos,  el superhombre Howard Roark.

El egoísmo es una virtud que ennoblece al individuo, puesto que los logros técnicos o creativos que contribuye a cristalizar sin consideraciones latosas revierten finalmente a la sociedad sin que el lastre de las masas abúlicas, carentes de energía, retrógradas, entorpezca previamente su desarrollo y malogre su proyección final. Lo colectivo apesta a conformismo, a una involución que amenaza con embobar y paralizar a aquellos individuos más dotados de la especie, las auténticas luminarias que guíen a la grey.

Como españoles y cristianos, preferimos el búnker a la alcantarilla, el honor a la paz.

¡Viva Cristo Rey!

Deberíamos comernos a los débiles… sólo que esa es carne enfermiza, llena de gusanos… puede resultar indigesta, malsana. Ni para eso valen en nuestra especie, tendríamos que tener en la barriga un ácido tan disolvente como el de los buitres y otros carroñeros para poder digerirla.

Los españoles de nuestros días han perdido el espíritu de la grandeza, no han sabido salvaguardar el legado del Generalísimo don Francisco Franco Bahamonde: Dios, Universo, Imperio, Patria.

Éramos hijos de un Imperio…

Allá donde no se ponía el sol, dice Marquina (o algo semejante.)

¿En qué han acabado? En la ingratitud, en el olvido, en la afrenta y aún otros en la sinecura política de por vida.

Qué audaces ahora. ¿Pues no pretenden fabricarse sus propias normas de convivencia? Lo más parecido a la masa, ese inmenso bulto oscuro y anónimo, inconmensurable y procreador incesante, es la cola que se extiende y se ramifica desde la taquilla del cine o desde las entradas a un estadio de fútbol. La masa carece de espacio por no saber definirse con claridad, la caracteriza sus idas y venidas a ninguna parte, su constante movimiento es en realidad una vibrante nadería que vuelve una y otra vez sus pasos sobre sí misma como si no fuese capaz de hallar alguna vez el camino de su destino. Además, todos parecen ir en la misma dirección, lo que confirma su ausencia de personalidad y su desprecio inaudito y suicida por preservar su individualidad, que nada les importa salvo cultivar un gusto grosero por algún alimento o bebida en especial y alguna afición sin importancia que apenas les distingue de las muchas análogas, sino idénticas, que evidencia la muchedumbre: se trata de un océano celular que se vierte de acá para allá sin propósito alguno. Todos están de acuerdo, envueltos en la misma bandera,  y se aferran unos a otros como si en esa universal mezcolanza encontrase la mayor de las felicidades o, al menos, se sintiesen más protegidos de la intemperie y los vendavales de la creación, de lo inescrutable, de lo nuevo, cara al sol ante el heroico y brillante amanecer de mañana.

Dales de comer carne agusanada. Si no se revuelven ellos, quizás se revuelvan sus estómagos.

Pon la sopa podrida de carne a hervir en un caldero.

Niega una y  mil veces que ese apestoso engrudo huele mal.

La realidad es lo que tú crees que es.

Dales a morder un trozo de pan negro.

Que se harten de chuscos hediondos.

Cuélgales del palo mayor, hasta que así colgados mueran con la lengua fuera.

Dios, haz que estos pecadores a punto de morir entiendan de una vez tus mandamientos para con los habitantes de  la tierra, de la misma estirpe nuestra, bien es cierto, algo inevitable, pero de tan distinta cuna y merecimientos...

¡Teme a Dios!, dice el sacerdote, y blande la cruz hacia él.

Morir como Vakulenchuk…

Por una cucharada de sopa.

(Se acabaron las copias clandestinas.)

(Ha visto el film íntegro, sin cortes… salvo los que le propinara el mismo Eisenstein durante el enloquecido montaje.)

Su padre le ha soltado de las cadenas que le sujetaban al sillón de orejas, al salón oscuro, al viscoso resplandor de la pantalla del televisor, a la inestable Patricia Neal y al vaquero Cooper, a un debate político posterior del que cualquier conclusión le resulta verdaderamente obscena por incomprensible y fugitiva de su tiempo.

(No era frívola, es que no era de su tiempo, ni mucho menos del de sus hermanos:

¿No te gusta El acorazado Potiomkin?, pregunta a la ninfa.

Le gusta… como puede gustar un viejo cacharro arqueológico: blanco y negro, muda, una vertiginosa sucesión de imágenes y planos desbocados que alcanza a aturdirla, unos personajes inocentes, pérfidos o simplemente esbirros que actúan como marionetas de una época inimaginable para ella...)

¿Y tú porque vuelves una y otra vez a tus pecados?

Llévala a ver Good By Lenin!

No sé… Es tan triste…

Como la vida misma, vive uno de encantamientos que un día se disipan como el aire sucio de polvo, simplemente desaparecen ante tus ojos como por ensalmo, y el aire se vuelve transparente, ilusiones nada más que burbujas que se rompen y en los momentos más afortunados dejan escapar destellos irisados.

2007: vencieron las masas, su soledad y suicidio como individuos: algunos no salen de su habitación incluso en años, el mundo es su habitación y la cama pegada a la pared, la pequeña mesa de contrachapado donde se yergue el televisor, y la otra segunda mesa pequeña también de contrachapado donde la pantalla iluminada día tras día del ordenador mantiene en las nubes a su habitante embrutecido de ilusiones y trampantojos, a ese babieca que ya ha perdido hasta el habla aunque aún le queda el balbuceo. Y junto a la almohada, el teléfono móvil, como un moderno e ínfimo osito de peluche con el que juega a todas horas como si fuera el llavero de Buddy Love.

El letrero sujeto a la puerta cerrada…: No hay nadie.

En efecto, nadie. Ese tipo es la masa. La masa de hoy: pacífica, domesticada, temerosa de que la deslomen (la desasnen).

Con el papel del voto en la mano.

Con el salvoconducto… Etcétera.

Construyamos nuevas leyes para las masas, no vayan a pensarse que todo es jauja peruana.

Las madres les echan los huesos y los pedazos de pan por debajo de la puerta. Les temen: como al bicho creado por Kafka: ¿y si el tipo se torna un loco furioso y te muerde en una pierna?, ¿serás capaz? A su propia madre, ¡mala bestia! ¡Dale de escobazos!

¿De dónde ha salido éste?, se pregunta una madre cavilosa.

(De tu sexo, lo creas o no.)

Dales una nueva educación. Una nueva religión. 

Han descubierto los privilegios y felonías de la redes sociales, la engañifa de lo virtual, la facilidad de lo digital (que permite dejar de pensar y autoriza a picotear en la despensa del universo sin esforzarse lo más mínimo, ni siquiera tienes que estirar el brazo: sin moverte abres la boca y arrojan al buche todo aquello que alimenta tu inanidad). Pero ellos no lo saben, no son conscientes del gran embuste: creen en dios, en ese dios de la pantalla que les induce a penetrar en el abismo de la pluralidad más gratuita: lo tengo todo a mi alcance... ¡Y es humo lo que atesoran!

Y algún día, por qué no, ya con el cerebro hecho papilla, se someten de buen grado a aquel otro dios, el de los católicos a machamartillo, de los de voz de trueno y puño de hierro, de los de la estirpe de Yahvé:

aplastad la cabeza de los infieles.

Monsieur León Bloy marca la pauta en el ya lejano 1892:

Obligación para todo francés (mon dieu, menos mal), de asistir a Misa mayor todos los domingos y de comulgar al menos cuatro veces al año, bajo pena de muerte.

¡El catolicismo o la dinamita!

Por lo demás, la bandera les procura una identidad colectiva, y en ella se refugian, ese pedazo de tela difumina sus rostros merced a un símbolo colosal: el tipo tiene fronteras, se halla protegido por ellas, lo enclaustran en una rutina bien fortificada ante lo extraño, alejada de lo absolutamente desconocido que le da tanto repelús y a lo que tan vulnerable se siente.

La masa también es una habitación.

¿Dónde está Wally?

Descubre su cara entre otras cien  mil, un millón de caras, en un ángulo, en el medio de toda ese mar de cuerpos, abajo, arriba, a la izquierda, a la derecha…

Instalada firmemente en su conciencia la creencia de que en su habitación (a la espera de la muerte, que siempre llega) todos sus semejantes son iguales a él mismo se siente libre y seguro: he nacido como ellos, soy igual que ellos, voy a morir igual que ellos, quiero ir donde van todos.

Esa decisión también comporta unos derechos, digamos, psicológicos: la suposición de que el mundo le debe algo a esa especie de la que forman parte, la humana, capaz de destruir a todas las demás: no a salvarlas, sino a acabar con ellas.

Imagen y semejanza de un dios… de miles de millones de cabezas:

una de ellas la de Wally.

Hola, ¿dónde estoy?

Y ese Bloy, padre Mateo, padre Aurelio, padre Javier…

Padre Charlie, francés se calza que, por mera ocurrencia, o te guillotina una mañana laborable, a pleno sol, o metido a inculcar buenas costumbres al personal, por improvisar o por gusto, te hace un pan como unas hostias, y allí fue Napoleón y más tarde aquello fue Waterloo. El tal Bloy, francés distinguido y racial, comedor de herejes, aconsejaba recordar a los muertos para evitar la lujuria.

Idea extravagante, jefe.

Donde las haya.

Concordamos.

Y el peor remedio: bestias ha de haber, como en una novela atroz del señor Umbral, donde de todo hay si uno sabe buscar, que los vivos violan a las muertas en sus tumbas, y no una vez, sino que repiten con vicio renovado y con sacrílego deleite.

Qué mundo (inmundo).

El tal Bloy tildaba la obra de Verlaine como literatura de borracho.

Borrachos lo eran los dos: el uno, de Dios, qué delirante; el otro, de absenta, qué embrutecimiento.

El tal Bloy llama idiota a Emile Zola.

Pero lo hacía de lejos: el brazo poderoso de Zola, curtido en una juventud de recadero y de llevar y traer bultos de aquí para allá, le hubiera roto el espinazo de una trompada al voceras ultramontano, mendicante de garrofones de morapio.

Maupassant: muerto el perro se acabó la rabia. El tal Bloy, lo condena al olvido eterno. Se equivocaba. El tal Bloy se equivocaba hasta de dios, pues fue a elegir el más torpón de ellos. Parece regodearse de ese final triste del sifilítico:

Maupassant ha tenido una muerte rabiosa, el cuerpo se pudría lentamente, la carne se caía a pedazos, se dice (seguramente complacido).

Un tipo curioso (y resentido) este Bloy: uno de sus más acendrados y confesos deseos era ver destruida completamente Londres, no ya en ruinas, sino reducida a polvo, y con ella, suponemos, a sus habitantes: Inglaterra es para el mundo lo que el diablo es para el hombre, ese país es el origen de todo el mal que campa a sus anchas por la tierra.

¡Qué de manías inconcebibles (en su habitación pascaliana) engorda gusaneramente el hombre!

Lo que explica el mundo es el diablo, no el dios.

He ahí el intríngulis de las cosas.

El busilis.

In diebus illis.

(Es un texto oscuro… No, es misterioso.)

Nada me ha sido dado en abundancia… Ni siquiera la desdicha. Perfectamente normal, un hombre. Pero no procreé hijos. Fui inocente.

El hombre de las multitudes es un pobre diablo con todo el tiempo del mundo: no le importa andar mojado por la lluvia o bajo un sol inclemente. No sabe nada de nada. El hombre-masa es una infinitesimal porción de la humanidad, se siente adherido a algo muy por encima de él: soy como ellos, se dice, y ese misterio que es él (¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy?), basta para consolarle del sufrimiento y de conformarle con una muerte que sabe que no podrá eludir, pues los demás se mueren y desaparecen para siempre.

El truco está en vaciar el alma de conciencia y de dioses.

El truco, ¿para qué?

Para ser una caña hueca: que otros piensen por mí, las cañas pensantes, por ejemplo.

Se aferraba al placer ¡qué pobre bagaje te llevarás del mundo!

Wilde: tipo civilizado (bien educado) nunca se arrepiente del placer.

Wilde, el tipo civilizado que murió en la mísera habitación de un hotel parisino de medio (bajo) pelo:

dandy por el lazo que anuda el cuello, el bastón que empuña, el sombrero de copa, la mirada gastada ora por el vicio ora por la corrupción de la cortesía:

gourment impenitente:

nos regalamos semana francesa:

sopa de cebolla,

bandeja de patés caseros,

rilletes,

quiches,

ensalada niçoise,

raya a la mantequilla negra,

magret de pato,

blanquette de ternera,

caracoles a la borgoñona…

Tres botellitas de liviano chardonay,

un Armagnac…

El oro viejo del crepúsculo que todo lo apacigua ilumina sabiamente las letras doradas de los miles de tejuelos que te rodean (sin chistar, sin reproches después de tus violaciones).

Hanna, acércate a este vetusto sillón de orejas de piel de buey donde distraigo mis horas, donde en siglos pasados el bufón Mierdecilla se hallaba encadenado a los pies de su dueño y señor en épocas de transición, donde antaño dejaba correr el tiempo el patriarca Brell, hechizado por el brujo de Klee, cuando la madre Medea atronaba la tierra con el vigor de su zancada…

Hanna, tan adolescente aún:

(Tengo pocas tetas.

Entonces te llamaremos Hipólita.)

La ninfa le miró como si él cargara con todo el peso del mundo, un cansancio infinito soportar toda la humanidad sobre sus frágiles hombros. ¡Qué misión titánica!

¿Tan acabado está, jefe?

Daré guerra. Me mantengo en pie.

¿Es suficiente con eso?

Para mí, sí, Charlie lenitivo, aunque me has salido parlanchín.

Asómate a la ventana con la copa llena (llena hasta la mitad, aunque sin hielo) con todos los años de hoy, 2007, pero con la apariencia del gran masturbador detrás de servidora, en el 77: el gran piso de Jesús chaflán a Gran Vía, de grandes ventanales este-sur, cómoda, de tibia estancias, luminosa, qué confortable museo de maderas nobles, cuadros y libros. ¡Qué animada la masa que inunda con sus ropas oscuras las aceras! Horas de regreso a la casa, después de finalizado (?) el trabajo. Ahora, la jornada del martes se alarga hasta la noche morosamente, sin la voracidad y la prisa matinal, sólo el trajín de los pies y el vaivén urbano desmienten la languidez de esa porción de tiempo que es de tránsito hasta acabar en la cama.

Buenas noches, buenas noches.

Y las calles se duelen de todo el dolor del día, del tremendo vapuleo de gentes y coches que ha sufrido desde el amanecer.

Buenos días, buenos días.

El católico Bloy ha elegido su destino en este valle de lágrimas, sin dejar de echar el ojo ni por instante al Eclesiastés, aun a su pesar, pero bien mirado es excelente coartada. Si no obtengo la gloria en esta vida, me aguarda la gloria de la muerte en el seno de Dios: Nuestra casa no sólo hiede, está negra y gélida, se duele en silencio.

Tú te lo has buscado.

Seré insolente, como conviene al buen cristiano. Hasta 1917.

Pero el tipo, tan cauteloso él, lo es en los papeles secretos, lejos del peligro y la ocasión de que alguien le pueda arrear varios mamporros en su blandito y orondo rostro que no empaña su generoso mostacho de hombrón.

Tiene un dios que se deja comer: cada lunes lo vuelve a vomitar hasta el próximo domingo.

Tiene una virgen cuyos enemigos, a los que él conoce muy bien, le producen la imagen repugnante de ofrecer a aquella, madre de Dios,  flores artificiales en un orinal.

Él es el elegido. Por eso sufre. La masa no puede entenderle.

Le declara la guerra al mundo y se extraña de que éste se revuelva contra él.

(¿Adónde va este buen hombre? ¡Ni que fuera católico español!)

Llama hipócrita a ese mulato, Dumas hijo, ¡y él cree con la inocencia de un niño en la astrología! Cree en un dios con un pie en Saturno y otro en Júpiter. Un dios danzarín. Y, naturalmente, desprecia a los griegos, ese pueblo, el menos interesante del mundo.

Una iglesia sin espada… no es nada.

Bibliotequilla de su retrete: Bourget, Renan, Zola, Anatole France. Poco a poco la va ampliando mientras se limpia el culo, y, suponemos, que dejándola sin hojas. El mundo contra mí.

Manus cujus contra omnes et manus omnium contra eum.

Pasea por el Campo de Marte. Es un día hermoso, claro y tibio de junio. Debería ser feliz, estar en paz consigo mismo y con todos sus semejantes bajo el cielo azulísimo. Da vueltas en torno al Balzac, de Rodin, y estalla: ¡Un prodigio de fealdad y desatino!  Se estropeó la jornada.

Adiós al día. El mundo contra mí.

Lo que importa es el golpe, sea el palo un garrote de bandolero o una cruz episcopal. Algunas espaldas han nacido para ser molidas a palos hasta que sobrevenga la venida del Señor.

(Tú sigue leyendo sus diarios, Boceto entomólogo, el tipo se envalentona por momentos.)

La iglesia cultivó, valiéndose del estercolero de Virgilio, Horacio, Ovidio y Cicerón, esa maravillosa flor, ese latín, la palabra de Dios, que reconforta nuestra alma.

Sé quien soy, y soy indiscutible.

Alábate corto que se te cae el rabo:

Escribo libros que vivirán eternamente y que… ¡no me dan para vivir!

Sólo su admiración sin límites hacia Napoleón y su pena por la derrota en Waterloo, mitiga en algo la crueldad de su anhelo: Inglaterra es absolutamente odiosa. Cuantos más ingleses revienten, más han de resplandecer los serafines. Es necesario ante todo que Inglaterra se desangre.

Le aburre mortalmente el Dante y la Divina Comedia, y el florentino le parece el demonio de la Bobería Moderna. Injusto se le antoja comparar la obra de ese guelfo atrofiado y pedante con las maravillosas y divinas visiones de Ana Catalina Emmerick (?) o de María de Ágreda (?).

Bestias de protestantes, que no tienen otra finalidad en esta vida que comer, beber y cubrir a sus muy fecundas hembras. Peca, arrepiéntete, peca, arrepiéntete… En qué poco se cotiza el pecado y… la salvación.

Un tipo enemigo de la vida… terrenal: No hay nada más amable, envidiable, deseable, exquisito y espiritual que estar muerto.

Y, sin embargo: El rico es una bestia innoble al que hay cercenar por la mitad con una guadaña o metiéndole una carga de metralla en la barriga.

Y atisbos no desdeñables: El goce del rico tiene por sustancia el dolor del pobre.

Pero, ¿a santo de qué aquí este Bloy, este escrofuloso del alma y gran renegador?:

(Una exigencia del guión, como el destape setentero.)

Pater agustino, no creo en el hombre-masa. Me parece muy similar a ese dios tuyo tan lerdo y pusilánime para las cosas y males de la tierra. 

 ¡Calla, Brell blasfemo, calla!

(Le lanza al pecho uno de los tochos apilados encima de un velador junto a su sillón de lectura.)

Pater, nos veremos en el infierno si no controla esos impulsos homicidas… ¡Y ése si que sería un verdadero infierno para mí! ¡Pater, hasta eres capaz de hacer del infierno un lugar aburrido, de apagar las llamas, de hurtar calderas, de espantar a Pedro Botero, al mismísimo Lucifer…!

Ese Dios al que calificas de lerdo es muy capaz de engendrar hijos espirituales tan enérgicos como León Bloy…

¿Enérgico? Más lo tildaría yo de energúmeno…

Tolle lege, sacrílego.

Tal dice como si me arrojara un cuchillo directo al corazón, cura horrendo, pintorcillo fracasado aun en lo abstracto, maestrillo de liturgias y propagandista de estampas sin género.

¡Arderás, arderás!

(Qué manía española, la hoguera.)

En el fondo, se trata de fe.

En Dios o en la masa otrora (sic) famélica legión.

Jamás en la villanía democrática, dice este Bloy después de haber despedido de su casa a un criada bribona.

Tengamos fe en lo incoloro, inodoro e impalpable.

No existen los dioses visibles.

Hay que llenar la caña.

Como se llena el buche.

La fe del carbonero: son las pastorcillas de Lourdes y Fátima las que nos abren el entendimiento, su dulce ingenuidad, sus ojos de hambre, mansedumbre y penuria desde cientos de generaciones atrás.

Creo, creo. Y cientos de miles, de millones de almas en pena, troncos hendidos, barrigas envenenadas, columnas rotas, patas en alto, cegatos y mudos, sordos, con la chaveta por los suelos, cancerosos, podridos y anémicos, hígados resecos, pulmones y corazón destrozados, lenguas rotas, cabezas colgando, avanzan hacia las grutas del agua milagrosa implorando un repuesto, un nuevo accesorio, un alma reciente, toda inocencia.

Padre.

Dime, mierdecilla.

¿Los seres humanos somos cosas?

Pregúntaselo a Fiodorov.

Lo hizo: le sugirió (¡conminó!) leer El origen de la familia, la propiedad privada y el estado (?).

Uno se estropea, se para y se pudre en el tiempo como las cosas… ¿Acaso no sucede eso con los muertos?

No somos cosas, somos máquinas: se estropean igualmente: el aceite, la batería, una correa, un engranaje, un corazón… Máquinas somos con conciencia de serlo.

En fin, es lo mismo, chatarra.

Creyentes. Hombres-masa… ¡Cacharrería!

La revolución está en uno mismo… con la ayuda de Dios.

Él, a lo suyo: el verso libre no sólo es necedad, sino perversidad condenable.

(Prohibido el color azul: y fusilaban el cielo con sus rifles.)

Mesura, mesura… (mira a san Cristóbal, oh, inmenso paliativo).

El tipo Bloy va a la contra como el que va a comprar el pan al horno de la esquina. Este creyente sin remedio ni cura, alcanza hasta el desvarío más notorio:

En la Edad Media sucedían los milagros porque la Razón estaba en su apogeo y sabía penetrar las causas profundas. En la actualidad, siglos después, debido al debilitamiento de la Razón y el desarrollo de la tecnología, nos es imposible comprender el mecanismo de lo milagroso y desconfiamos de la potestad mágica de los santos:

Miraba uno la estampa de san Cristóbal y nada malo podía sucederle a lo largo del día. ¿Qué de irracional hay en ello?

Muerte de Zola: ya ha hincado el pico en su pocilga el sacrílego granuja. Ya ha palmado, caído en su propia mierda. Desde hoy, día de san Miguel, ya es cadáver. Qué buena noticia.

Rezaré mis oraciones por los míos y por mí, y arda ese pequeño satán en el infierno, sentencia el terrible Bloy.

Vaya donde vaya me topo con los ojos de un acreedor. Siempre es más tarde de lo que uno cree. Esas culpas del cuerpo y sus exigencias que no están en el alma, sino adheridas a la carne como un bulto canceroso que nunca podrás sajar. Me duele hasta su olor.

Vacía las huchas de las niñas para tener algo que comer ese día, él, Bloy, el Gran Escritor.

Comerás berzas.

Más santo que escritor: con la pluma he querido arrastrar ante ti, Señor, multitudes. Me volví: estaba solo en el desierto.

Ningún hijo más de la naciones heréticas: que sean infecundas hasta su exterminio. Mientras tanto, él mendiga unos trozos de embutido a su salchichero: nadie come en su casa desde hace dos días, qué agustino pobretón.

¿El hombre-masa? Ése ser monstruoso de un millón de cabezas y otro millón de barrigas en lugar de justicia ansía mi bolsa. ¡Al fuego con él!

¿El creyente? Cree en Dios porque ya no puede creer en sí mismo, y con esa creencia maravillosa se entra en el cielo sin pagar moneda alguna: el cielo es gratis para quien todo lo pagó en la tierra.

Señor, hazme rico, sácame de la intemperie, de la mina, de la fábrica, llena mi panza, hincha mi bolsa.

(¿Y todo esto, todo este Bloy…? ¿Adónde encaja? Como una pincelada  van gogh: dentro del cuadro ¡pero fuera del cuadro!)

Principios básicos para una teoría del Dibujo (Antiguo y del Ropaje) según monsieur Bloy:

Todo aprendizaje ha de empezar en la figura humana. Si no se sabe dibujar una nariz, un ojo, una boca, nunca se podrá dibujar un paisaje, ni una flor, nada. Antes al contrario, cuando se sabe dibujar una figura humana, se sabe dibujar todo. ¿Cuál es la razón? Ah, amigos míos, porque el Hijo de Dios, in quo omnia constant, ha encarnado la figura humana.

Señor, haz que tu sangre se convierta en mi dinero, ruega sin saber lo que dice.

Pater, gustas del abstracto Kandinsky porque nada representa más allá de su plástica. La religión católica, asqueada de estampas y la escultura de unción, ha encontrado por fin su arte, tan invisible a pesar de su formalismo como Dios: sólo rayajos y colores… ¡pero es!

(Principios básicos para una teoría del arte religioso…)

Principios básicos para una teoría política en la lucha de clases…:

Al pobre se le desprecia; al obrero-masa, se le teme… si lucha y sabe vencer.

¡Ah, Fiodorov, qué gracioso apostolado!

(Pero corrió la sangre: en la misa, en la revolución…)

Qué rebelde (es decir, qué inofensivo): a la barraca de feria con él, qué espantajo futuro, muñecón gracioso.

Fiodorov te ha cogido de la mano, te sonríe dulcemente como un jesuita, te alecciona, te alumbra los caminos del valle de lágrimas:

La rebeldía del hombre-masa nos divierte; la del creyente contra las injusticias del mundo, nos enternece: desbroza maldades con el misal, evita la lanza con la oración, pocos males se pueden hacer arrodillado.

De un revolucionario, lo temes todo: no posee nada, y podría con toda naturalidad matarte a cualquier hora del día, ¡qué más da!

Pero ojo con el creyente, puede hacer que ardas en la hoguera o aplastarte los sesos con un crucifijo de plata:

el tal Bloy se alegra del incendio de los teatros (el tipo cree más en Dios que en él mismo, pero… nada me es más necesario que el vino.) Este mismo azotacalles se queja amargamente de que su arrendador, el carnicero, el bodeguero y el carbonero pretendan cobrarle las deudas contraídas. No termina de explicarse esa miserable exigencia por parte de ellos, el pobre.

Y es que, es un hombre invendible. Ni se le oye, no vale un real a pesar del vozarrón de su pluma. Invendible, ni para vino tiene (¿qué no será el morapio su auténtica inspiración?).

Suerte tendrá si lo sepultan bajo tierra y no escarnecen su cadáver arrojándolo a los perros que merodean el albañal.

Que todo sea consumido por el fuego:

He venido a traer fuego a esta tierra y ¿qué puedo desear sino que arda?

El incendiario no se recata: Amo las hogueras de la Inquisición, ellas nos iluminan desde hace tres siglos.

Crea una revista. ¿Cómo intitularla?

La Antorcha… ¡Qué, si no!

Y sigue teniendo sus pequeñas manías, como ya se vio líneas arriba: Raza abominable la de los mozos de mudanza. No hicieron su trabajo de balde, y tuvo que pagarles el servicio arrancándose pedacitos de su alma.

Y aspira a la eternidad, digamos, de un modo sibilino: Cuanto más envejezco más porvenir tengo.

¡Pobre agustino!

Entretanto, empieza a quemar el mobiliario de la casa para protegerse del frío. Bonita perspectiva.

Lo creas o no, Dios no deja de sufrir por todos nosotros ni un solo instante.

Tanto el hombre-masa como el hombre-creyente hacen votos de pobreza, practican la privación y la abstinencia: su hija pequeña duerme en el suelo, sobre dos colchones, es cierto, y él no lleva ropa interior. Ha escrito su mejor libro sin cacetines y sin pantalón, no le queda ni un amigo (quizá uno, tan mísero a veces como él: se ve en la obligación de alimentar, al menos un poco, a su mujer y a sus hijos), su ayuno ya es diario, aunque comulga todos los días, y se pasa el día entero hablando con Dios de sus cosas, de sus miserias. Y éste, invitado de piedra, ni caso. Es un hombre rebelde, un literato sin género. Es El invendible.

Atiza cachetes en todas direcciones: los judíos, por poco hebreos, son tan imbéciles, por poco católicos, como los cristianos de nuestros días. Y ándate con cuidado si eres médico: Habría que guillotinarlos a casi todos ellos.

Se alegra de la muerte simultánea de dos enemigos literatos: … uno triturado materialmente por el ferrocarril, y el segundo ha muerto chocho.

Un tipo sorprendentemente iracundo, en todo caso, que invoca a Moisés y a Cesar como salvadores de su patria en tiempos desventurados (en tiempos desventurados para él) y que le fuerzan a comprar una estufa en los almacenes Dufayel (de odiosos los califica, ahora que ya asoma algo la cabeza de entre los andrajos). Empero, la rabia se apodera de él al enfrentarse a la realidad monstruosa, la indignación por poco no le provoca una apoplejía fulminante al enterarse que el busto del crapuloso Emil Zola, inaugurado en Suresnes, ha podido ser labrado a costa del bronce sagrado de las campanas de una iglesia secularizada.

Sólo el fin del mundo nos puede salvar de la catástrofe (?), y reza porque ello suceda antes del fin de semana (detesta, a pesar de la misa, los domingos).

Genial en ocasiones, no obstante: ¿Qué ocurre en el mundo invisible?, se pregunta.

Sorprenden sus incursiones a esa existencia paralela.

Católico y caritativo, piadoso del todo, tilda de innoble peón a Ferrer, recién ejecutado al final de la Semana trágica de Barcelona, se complace de las muertes de sus oponentes ideológicos sin ahorrarse ni una pizca de gozo y deleite.

¿Qué va a decir quien desde tiempo atrás tiene dispuesto un lugar en el martirologio? Yo me preparo desde hace años para el martirio, y preparo igualmente a mis hijas para el suyo.

(Como si fuese una puesta de largo, pobres de ellas.)

No hay lugar para el perdón.

Hay que ir al degüello.

La guerra queda desprovista de sentido cuando no es exterminadora.

Se nota esa sangre española que de tan lejos le ha llegado  invencible circulando sin trabas por sus venas, una sola gota de esa sangre: el mundo se ha vuelto trágico, Dios un perro rabioso.

Hasta los cuarenta años se hartó de folgar con putas de todos los colores. Las buscaba en la calle. Le bastaba su voz imperiosa, su mostacho y sus ojazos de profeta para que, dóciles, se cogieran de su brazo. Se las llevaba a su sórdida habitación.  Comían algo y bebían vasos de vino tinto. Se mordisqueaban los cuerpos desnudos. Saciado de lujuria, acababa exhausto no sabiendo donde poner la vista, si en el sexo convulso y húmedo de la mujer que yacía rendida sobre la cama o en la santa Biblia escrita en latín abierta sobre la mesa. Ya en el camino del Señor, tanteando, atento a su llamada (a sus gritos), convirtió al catolicismo más rabioso a una pelirroja que acabó en un manicomio; y una morena, a cambio del placer recibido, la muy zorra le endosó unas purgaciones de cuidado; y una rubia hubo que en pleno orgasmo le escupía en el rostro, ¡perro, que eres un perro!, y le arañaba la espalda hasta hacerla sangrar.

Su cerebro ya sólo era violencia.

Siempre buscó la guerra, el exterminio del enemigo: es lo que suele ocurrirle al poeta incomprendido con la panza vacía, poseído por la envidia y sin el frasco de vino al alcance de la mano.

Cerca del hombre-masa, mucho más de lo que él mismo se imaginaba:

… consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente.

El tal Bloy ha entendido su misión: hay que exterminar de una vez por todas a esos católicos melifluos que se contentan con meter los dedos en la pila de agua bendita y a lavarse el alma con ella: él ha entendido a la perfección la ira de Yahvé, aguarda su turno para empuñar la espada de fuego que ciñe a su cintura de dios justiciero y que ha de cederle a él.

Ansia de santidad, sexo y el deseo morboso de la muerte configuraban una tríada diabólica de la que nunca pudo escapar.

Venúsien confeso: alarga la mano para acariciar la inmensa mejilla de Dios y termina hundiéndola en el sexo hirviente de la ramera. Confunde el amor divino con el amor humano: soy, pues, inocente, determina sin pudor alguno a la nueva mística que ha caído en sus manos como venida del cielo: la convertirá en su esposa. Esta hija inocente de poeta danés le dará cuatro hijos, todos enclenques, y de los que sobrevivirán únicamente las dos niñas sumisas y listas, visionarias, que de cuando en cuando el mortificado escritor con amargura las pasea hambrientas y a medio vestir por las páginas de su diario terrible.

Tolstoi acaba de palmarla.

Así finiquita toda la vida del gran ruso: hay más piedad cristiana en un solo párrafo de Anna Karenina, libro que le produce un asco infinito, que en los treinta volúmenes de la obra del tal Bloy quien, muy perspicaz, ha observado que la sirvienta recién llegada a su casa es de una suciedad monstruosa: generaciones de basura impiden que salga de una vez del estercolero este pobre ser humano, dictamina.

También él va envejeciendo, replegándose, resignado, aun con furia contenida: se refugia en los cafés donde puede leer de balde periódicos innobles y estúpidos entre gentes de alma inmortal como la suya ¡Qué injusticia!

Este comunista de la religión…

Este ladrador a la luna…

(Todo fin justifica los medios para lograrlo.)

El león todavía afila las garras, enseña los colmillos rojos de sangre antigua: Balzac no es más que polvo.

Zola ya no les agrada ni a los cerdos.

¿Quién te dijo a ti, invendible, que los cerdos saben leer?

Asesinato de Jaurés: Nadie llorará a este malhechor.

El verdadero viaje: del útero al sepulcro.

En 1914 el mundo se vuelve loco.

A su alrededor mueren millones de jóvenes sacrificados por viejos de su misma calaña carnicera, tal vez sin su religión, pero con disfraces igualmente ridículos como los que le invisten a él, babas ácidas, carnes fofas, mostachos y miradas empalidecidas, cuerpos decrépitos a los que siempre anima la degradación.

Pobre hombre, pobre Cèzanne, se lamenta ante uno de sus cuadros, él, que recibe sobres con dinero, vive de limosnas, mendiga a cada paso sin dejar de enarbolar la pluma e hiriendo a diestro y siniestro, incluso a quienes le favorecen.

Nadie perdona la mano que le da pan.

Todavía hay almas, dice al recibir un barril de vino tinto que le envía un benefactor.

1916.

Nos obligan a adelantar una hora los relojes… Esto debe ser una maniobra del diablo, enemigo del orden establecido por Dios.

Cuando nos hayamos librado de los alemanes necesitaremos una nueva Juana de Arco para expulsar a los ingleses.

¿Qué es su literatura?

No tiene género. Y aconseja imaginarla:

Una vieja guillotina herrumbrosa en las corrientes de aire.

Se aferra a justificaciones sorprendentes que disculpen en algo sus constantes peticiones de ayuda: Hay que mendigar, el que no mendiga no puede comprender nada de nada… Hasta Dios mismo mendiga (?).

No tiene un céntimo, como es habitual, pero se congratula al comprobar que por suerte están en témporas de septiembre, por lo que mañana es día de ayuno y abstinencia. Así que nada de comer: jornada de purificación del alma. ¡Qué alivio!

Ama el sol, pero desprecia Italia hasta el punto de no poder siquiera pensar en ella.

¿Qué es en el fondo?

Él lo dice (mea culpa): La mendicidad es un arte y la ingratitud una ciencia. Soy, pues, un artista y un sabio.

Lección de matemáticas:

Tiene un amigo, C., desde hace veinte años. Solicita su ayuda urgente y C. le envía un billete de cien francos. El tal Bloy no puede contener su indignación, y así se lo hace constar en una misiva memorable: Me envía usted cinco francos por cada año de amistad… (Debería avergonzarse, escribe con tinta invisible entre líneas.)

1917.

La miseria llama furiosamente a la puerta.

No hay nada que comer, pero Dios, en forma de amigo inesperado, llega a casa con dos conejos en la mano. He aquí lo que yo llamo milagro.

Ah, aquella época de las Cruzadas, de la sangre vertida en nombre de Dios… infinitamente más bella que la actual.

Sigue recibiendo sobres con dinero que le envían gentes más humildes que él: Devoro a los pobres, reconoce finalmente sin que ningún escrúpulo le atormente.

Es deber del mundo el ayudarle sin posible excusa.

¿Cuáles son, en Dios, los límites de la propiedad?, se pregunta.

(Pregúntaselo a un comunista.)

La buenas personas, reconoce, nos mandan dinero porque saben que yo soy un gran amigo de los pobres. ¿Cómo decirles que me he desposado con la miseria por amor?

Nadie me regala vino, se lamenta. Tendremos que comprarlo nosotros mismos, lo que será una nueva forma de miseria.

Ya no hay hombres, sentencia ante los avatares de la guerra.

Lee El fuego, de Barbusse, que le parece un libro pavoroso escrito por un idiota cegado por los delirios del socialismo.

Otro bienhechor le hace llegar dos botellas de chamberlain: se las echa al coleto esa misma noche, como si fuesen, para sus ojos, Los hechos de los apóstoles.

Me asquea mi tiempo, maldice.

Sin misa: le cierran las puertas ante sus narices.

Me siento cada vez más débil.

Pero no renuncia a su verdadero apostolado:

Nuestra criada bretona se muestra cada vez más estúpida, insolente y perezosa. ¡Quiera Dios desembarazarnos de esta bestezuela hecha sólo para la vida del establo y para cuidar cerdos.

Soy demasiado viejo para prostituirme. Moriré pobre. Es justo.

Termina uno de los capítulos del libro (último) que lleva entre manos y… su mujer sacrifica una de sus gallinas para celebrarlo. Más tarde:

Devoramos la gallina y hablamos de no sé qué.

Poca dura la alegría en casa del pobre:

Ha reaparecido la miseria: ya no tenemos vino.

Yo espero a los cosacos y al Espíritu Santo.

Próximos están los días que lloverá sangre, entonces no habrá ya Iglesia y las almas agonizarán de desesperación en la selva roja de Caín.

Alguien le anuncia un envío generoso de vino. Durante algunos días, rosas.

Dios aprieta pero no ahoga, recuerda del ancestro español, tenemos donde ahogar las penas.

Estamos en el umbral del Apocalipsis, escribe poco tiempo después de la conversión del agua en vino.

A punto está de brindar alzando el vaso.

En el Apocalipsis...

La tierra, con todos sus males y humanas tragedias seguirá rodando, rodando con su guerras y cadáveres a cuestas.

Lo hiperbólico de su carácter trueca en apocalíptico.

Es él, que ya muere…

En la miseria más absoluta y muriendo, con un sobre vacío en la mano.

Los pobres… no tienen nada más que perder que sus cadenas. Tienen en cambio un mundo que ganar.

¿Por qué el infierno está lleno de comunistas y de católicos?

Pregúntaselo al padre Aurelio, que ya anda entre las llamas desde hace años con el culo como un coladero.

1972.

Fiodorov, dime, pregunta el adolescente Boceto, ¿acaso soy yo un niño-masa?

¡Granuja! Te han visto salir del gallinero del Pompeya… (bendito portal consentidor, libre de prohibiciones para menores sin reparos).

Una mujer marcada (0) y Último tren a Katanga (0)… ¿Te parece bonito pelarte las clases de FEN por esos dos bodrios?

El niño-masa se halla con la vista fija en la moneda en el aire: cara o cruz, vaya uno a saber, 3-R o el inocente 2. (No formaría su espíritu nacional la monserga del profesor falangista y gran fumador de cigarrillos de color amarillo, de seguro que no.)

Gritos y susurros, la última de James Bond o la españolada del año en curso. A saber. (¿Qué tal la polaca en blanco y negro y con subtitu…)

El camino es siempre mejor que la posada, dice Brell el Viejo que decía Cervantes. Él, Boceto en formación, en pleno desarrollo, debe saber elegir, y eso inevitablemente conduce a una sosegada experimentación: ha de aprender lo más pronto posible a decidir por sí mismo lo que es bueno, importante, y lo que es malo, prescindible. Déjalo, pues, Fiodorov, en esa laboriosa crianza. Ya vendrán los tiempos del buen discernimiento: unos a la cárcel, al paredón o a la horca; otros, a la tierra y la boñiga. Los más, al silencio de los años, a una consumación tranquila. Por lo demás, éste, Boceto cuando todavía no es Boceto, ya apunta maneras, y anda bien dirigido por el patriarca, aunque sibilinamente, con mano artera: acabará en cátedra llevadera y segura soldada, pertenece a lo residual del siglo.

Que sepa lo que es la mierda para siempre poder evitarla en el futuro. Conserva su efluvio fétido en la memoria; más aún, siéntelo en el cogote, huye aprisa de ella, de su hedor… Ah, la mierda, donde tan fácil resulta empastrarse.

Hanna Schmidt nunca entendería de qué se componía el aire espeso y oscuro de aquel tiempo tan distante del suyo, la urdimbre asfixiante con que se hilaban los días. Boceto alcanzó a palpar la época: un niño del paraíso a un paso de caer en el abismo. En esas alturas, que paradójicamente conducían a lo más abyecto y rastrero, si te descuidabas estabas listo. Todo eran asechanzas sin poesía, sólo mal, un mal que mucho distaba de la poesía y que bajaba hasta el infierno. Viaje de seis estaciones sin vuelo poético, allí, en el paraíso: pederastas, pajilleras, ladrones, violadores, tipos crueles con navaja automática en el bolsillo que hasta con la mirada hacían daño, alcohólicos a medio destruir durmiendo la mona, vagos y desocupados, amas de casa derrengadas dispuestas a cualquier aberración, gordas y gordos en busca de sexo imposible, aprendices del vicio, viejos arruinados, putas viejas en caída libre, chaperos por cuatro perras, adúlteros de entre semana masturbándose mutuamente, mujeres degradadas, golpeadas y humilladas por sus maridos de cuello blanco en medianos empleos (los peores consortes: bueno en la plaza, malo en la casa), gentes en ayuno perpetuo, alelados abandonados por sus familiares en las butacas del fondo más fondo del galliner… Estudiantes pelones huyendo de las arañas agustinas y de la Formación del Espíritu Nacional.

Qué poco de altivo tiene este viaje cuyos hilos mueve Satanás, un pequeño satanás que serpentea entre las butacas, deslizándose sobre un suelo salpicado de salivazos, flemas de semen, pañuelos emporcados, colillas, mocos secos, gotas de sangre, restos de alimentos, cáscaras, papeles incendiarios… Sus semejantes.

(La vida es como el palo de un gallinero, corta y llena de mierda, determinó en su día don Manuel Vázquez Montalbán.)

Emprende el viaje pagada ya su entrada nuestro pequeño Baudelaire con el libro de Formación del Espíritu Nacional bajo el brazo. No ha de aparecer el poeta en el mundo aburrido, es únicamente furtivo testigo de cuatro ojos que bizquean entre la pantalla y la densa y pestilente sombra que le envuelve.

¡Oh, niños imprudentes!

Manos en la penumbra azulada se abren paso hacia él, bocas abiertas, hediondas entrepiernas de hombre o mujer se desnudan ante sus ojos.

En la pantalla abrumada de color chillón un mercenario blanco ensarta de parte a parte con una bayoneta la espalda de un negro que lanza un grito desgarrador y curva el tronco hacia atrás, de donde ha sobrevenido el rayo que lo mata.

Cualquiera sabe cómo va a acabar… De pequeño, el pequeño Brell se arrojaba de cabeza al ficus, océano de curiosidades: la de las cosas que uno veía allí si era capaz de proponérselo. (Cosas verás que han de maravillarte: fila doce, pasillo central.)

Donde mejor se escribe poesía es en la calle parisina de La Mujer sin Cabeza.

Baudelaire ya intuía que por debajo de las aguas del Sena sólo navegan cadáveres… de poetas.

Muerto por agua: Crane, Celan, Storni, la inmensidad de los ahogados anónimos…

De adulto, Charlie, uno acaba metiéndose en el IVAM y ahí que te las den todas… con una copa en la mano: convertir la borrachera en un sudario frente a una procesión de ocurrencias que encienden una mirada dudosa: oro u oropel. Al desconocer que el ingenio es arte menor, estos fantasmas de la ópera de menos de un penique buscan más la sorpresa en los otros, los espectadores fugitivos (festivos), que el arte se las trae al fresco, ahora y siempre, que el acatamiento, o al menos la complicidad, del exégeta serio ante una obra concebida y ejecutada sin trampa ni cartón.

¿Cómo aguantar el fastidio de España y sus trapisondas, del mundo su cotidiana tragedia y la injusticia de su ley?

Como ha hecho hasta ahora, escondiéndose en el ficus: ¿Y yo qué puedo hacer?

También podría meter la cabeza debajo del agua: enredados en el fondo por el abrazo verde de Crane, de Celan, incluso de la Woolf que poco tuvo de poeta… ya de color marino y turbio.

La mañana epifánica: Hanna, con el cabello largo suelto, partido en dos crenchas desde la frente, con las manos metidas en los pequeños bolsillos del minishort vaquero, repasa los lomos de piel de los libros de los poetas, delgados de páginas los más, lleva la atención a los tejuelos: nombres desconocidos, de imposible pronunciación algunos. Hay fascinación y fulgor en sus ojos.

2005:

Es la segunda vez que se encuentran in hac lachrymarum valle.

¿Sabes? Debería ser una biblioteca horizontal, a la china. Son libros caros, de exquisita encuadernación. Tenerlos colocados verticalmente termina desajustándolos.

Qué sabio el tipo, qué no sabrá él: le lleva a la nínfula treinta años. Todo alrededor de los dos conspira para la seducción, celestinean las paredes, el mobiliario a esa hora del día transparente y magnífico, abrileño y cálido, el brillante césped bajo el sol que dejan ver los grandes ventanales, él mismo, el hombre sabio que bien domeñado tiene el fogoso centauro que cabalga entre las vísceras: ya lo hará trotar a su hora en la dulce y adolescente pelambrera.

Dejará el vino lejos de ella, que sólo libe el adulto corrompido echado a perder.

¿Te apetece una Coca-cola?

¿Podría ser un refresco de naranja?

Podría ser lo que tu desees, princesa.

Si le ofrece una copa de vino Paula le mataría con sus mismas manos, y tal vez también lo haría la propia madre de la confiada aprendiza del saber en busca de nuevas experiencias: la pubertad no concibe la vida sin aventuras: él es el vecino misterioso, la aventura.

¿Y si salpicara, no más, unas gotitas de vodka en la naranjada, una poquita y momentánea turbación de los sentidos, un embelesito transitorio?

Detente, bestia. 2005: quince años tiene la niña. ¿Abrazarías a una muñeca, estúpido? Aguarda un par de años: estupro legal.

Demasiada mujer en algunas tribus, perfectamente manoseada hasta las entrañas, volando lejísimos el virgo…

Calla… Tiempo habrá. No la vayas a dejar huérfana y herrada.

A esas horas tempranas el vinazo puede emborronar su prestancia de joven profesor. Socialmente reprobable ese tinto a deshoras. Podría disimularlo con un blanco, aunque… poco mundano. Además, no tiene ninguna botella refrescando.

Se inclina finalmente por un elegante Martini, sutil, nada chirriante.

Y eso hice, Charlie.

¿Tú sabes quien es Luis Buñuel?

¿Quién ¿Yo?

Naturalmente, no lo sabía la pequeña suiza-española (qué candorosa, con que inocencia traspasaba el umbral de las tinieblas y venía al encuentro de su verdadero diablo: Boceto). Ignorante de la corrupciones del mundo había llamado al timbre, se adentraba en la espesura: he ahí ella, la camiseta rosa muy corta, los suaves muslos y piernas al aire, unas piernas tal Claire, tan suave, tierna, materia viva tan modelable en cualquier sentido entre las manazas sobonas de los taimados Andersen, Grimm, Perrault… y la otra parentela no menos destartalada en asuntos de sexo.

Buena pieza a capturar.

Él, un Jérôme menos cruel y estúpido.

Boceto no sale de su asombro: es una aparición solar en la mañana azul, una incongruencia en ese año maldito de 2005 de totales acabamientos, de entrega sin paliativos a la confortable derrota final de todas las batallas pero superviviente al cabo de la gran guerra.

Escrito en número, bien visible, 45 años, ¡qué daño hace!

La ninfa venía en busca de Paula, la noctámbula y adúltera Paula, que ese día rutilante y joviano, mira por dónde, había salido temprano, a medio maquillar, a tumba abierta en su corcel de cuatro ruedas camino de Canal 9 con el borrador de uno de sus pérfidos guiones en el bolso y una expresión de inquietud ensombreciéndole el rostro: ¿Irían a guillotinarle la serie? ¿O sólo sería un fallo de episodio, algún parlamento inadecuado, un taco, una blasfemia, un beso de rosca, salivoso, entre los dos adolescentes principales donde tantos púberes de la generación Z se contemplaban y se soñaban todos los martes por la noche?

A esta cría le leo yo el noveno mamotreto de las correrías de la lozana andaluza, que para todos tiene salida la deslenguada, y aun le caliento el oído con el parlamento de la arrugada celestina en el noveno de las suyas, donde bien celebra el morapio y lamenta, ahora vieja, reseca y caducada, los años echados a perder en su mocedad por necia y melindrosa.

Un Martini es una cosa muy seria, jefe, y un dry-Martini todavía más.

Lo es, Charlie. Así que hice un buen apaño; embobada me miraba con la sosa naranjada en la mano mientras yo disponía en el mismo salón los ingredientes, excelente ginebra, la botella de vermut, el hielo muy duro, por debajo de los veinte grados…

Buñuel dixit: no hay nada peor que un Martini mojado.

Sin embargo, admite este Brell reconvertido en vinatero, las copas, la coctelera y la ginebra deberían haber estado en la nevera desde el día antes. Ahora ya era tarde… aunque no para la función de promover la pequeña intriga doméstica de elaborar un buen aperitivo.

La observaba a hurtadillas mientras movía las manos y calculaba medidas.

Luis Buñuel, le dije con la voz más natural, es un barman de prestigio internacional. Respecto a preparar el martini y otros espiritosos, se lo disputan los mejores bares de copas del mundo.

(Martini Buñuel: sobre el hielo bien duro derrama unas gotas de vermut y media cucharita de café y de angostura. Agita un momento la coctelera y acto seguido tira el líquido, conservando únicamente el hielo que ha quedado, levemente perfumado por los dos ingredientes que ha echado sobre él. Sobre ese hielo magnífico recipendario, vierte la ginebra pura, agita unos segundos y sirve.) 

El tal Charlie de Calanda, aragonés de oído duro, también fue inventor del Buñueloni, una especie de remedo del Negroni; el tipo, en lugar de mezclar Campari con la ginebra y el Cinzano dulce, lo sustituía por el Carpano.

¿Sabes? Para beber bien hay que entender qué se bebe. Y, desde luego, ignorar que existe el tiempo. Todo lo que está más allá del cristal de la copa debe disiparse, no hay que dejar que la niebla empañe el sol de oro o la plata lunar del bendito licor.

Buñuel nunca bebió whisky desde los lejanos años de su juventud. Es un alcohol que no comprendo, decía.

Buñuel, soñador corruptor de las costumbre piadosas de los menores, estaría borracho de bastantes buñuelonis el día que, conjuntamente con René Char, imaginó que se introducían en un cine para niños, ataban y amordazaban al operador de cabina y proyectaban una película pornográfica: la perversión de la infancia es una de las formas más atractivas de la subversión.

¿Quieres probar un traguito?

La ninfa sonreía mientras negaba con la cabeza.

Algo advirtió en su mirada que la aproximaba al recelo.