domingo, 14 de septiembre de 2025

26

(Este vecino con cara de recién levantado de la cama es capaz de envenenarme con algún maléfico tóxico, abalanzarse sobre mí, arrancarme a mordiscos el short, despojarme a manotazos de la camiseta y las bragas…)

Están sentados en el sofá italiano. Sin doble intención, como se mira una puesta de sol, como se desbroza el sueño de anoche, posa su mano sobre la rodilla de Hanna, que sorbe su naranjada y no parece sorprendida: una caricia no es una dentellada.

¿Estaré tan despistado como el ridículamente pretencioso Jérôme?

Estábamos tan tranquilos los mayores…

Fuera de campo: él sólo es una voz que aletea trémulamente sobre la carnalidad dorada de la chica.

La ninfa toda es un cúmulo de vericuetos por donde penetrar y rastrear el enigma de la juventud, cuando no se sabe que se es joven y por encima de todo bello y sólo se está atento a un crecimiento que es tanto físico, eminentemente carnal, como irritantemente intelectual, sentimental y emocional.

Un campo de batalla donde las armas no tienen por qué herir.

El adolescente no se comporta, se revela desde un proceso de maduración que lo tiene siempre inmerso en todos los fuegos.

A la larga, no obstante, adultos y púberes, aunque estos últimos no definitivamente, todos salimos chamuscados de la inmensa hoguera de un planeta donde a la vez que lo imprevisto acaece lo disparatado. Unas leyes físicas inmutables a lo largo de los siglos lo determinan, pero dentro de ese rígido marco inmodificable, de extremada ordenación, es el caos y lo azaroso los que campan a sus anchas: todo puede ocurrir sin la menor lógica, al menos aparente, de la forma más inesperada, abrupta o sutil: por ejemplo, un encuentro afortunado que desmienta la mecánica tediosa de los días: amanece, todo es luz, anochece, una prisión cíclica. He aquí que se detiene esa rueda… que, no obstante, sigue rodando desde el principio de los tiempos: eres tú quien queda en suspenso, embelesado de la feliz circunstancia: una esbelta gacela en el punto de mira de alguien (o algo) soñado.

Súbitamente, pero sin brusquedad, aparta la mano de la rodilla de Hanna.

Le llega un olor dulzón, fresco y sutilmente textil, de ropa lavada, procedente de esa nínfula sentada junto con él con las rodillas desnudas y los muslos algo separados.

Pórtate bien y te llevaré a ver Pauline en la playa.

Paula me dijo que viniera esta mañana. Tienes unos libros guardados para mí. (Una voz infantil, como un caramelo de fresa, o de sabor violeta.)

¿Unos libros para ella?

¿Andamos de libros?

¿Qué conspiración intelectual es esta?

Por unos instantes Boceto, con la copa en las mano, es incapaz de reaccionar, pero enseguida la idea cruza su mente como un  rayo, un rayo verde: seré yo tu pigmalion (¡líbreme el diablo de encarnar al malogrado vizconde!), y no esa Madame de Mertuil de pacotilla que bastante tiene con sus personajillos de ficción y los combates sexuales que se lleva entre manos.

Querida, soy yo el guardián de las esencias, he educado recias muchachas de aldeas del lejano interior mesetario (servidoras), las he convertido en instruidas y voraces lectoras que ahora andan por el mundo sobradas de los recursos de la inteligencia y la cultura y sus tejemanejes, incluso alguna de ellas, si no todas, ha conseguido matrimoniar ventajosamente valiéndose de las sencillas tretas que proporciona una lectura adecuada y sus cantos de sirena.

Pórtate bien y por dos perras gordas te llevaré a ver a la Filmoteca El rayo verde (que no costó más de cuatro de esas perras de filmar, armar y montar).

¿Qué clase de libros? (a saber, tratándose de Paula…).

No sé, responde como cualquier adolescente que se precie.

Títulos habrá.

Sobresalen más las autoras.

¿De autoras hablamos?

¿Habrá de perfeccionar su castellano? ¿O anda tras un contenido que desdeñe continentes? Más que la forma y su estilo y su lengua de bronce la mala (el malo) sirena busca atraerla con ardides temáticos: feminismos, una tropa de señuelos de fácil conformar y más placentero degustar: antes se cercena de golpe puntero una polla que se seca un coño.

Aquí, señores, hay gato encerrado.

Usurpa inmediatamente ese rol, cúbrete con esa bata grasienta de la abuelita, risueña los ojos, abate las orejonas peludas, esfuerza los afeites, esconde las garras y los colmillos sangrantes, sé un lobo feroz ilustrado aunque de mansa didáctica.

(Descubrió más tarde el paquete de libros: ninguno inofensivo, todos con clara intención pervertidora: el Ariel de Plath, Una habitación propia, de Woolf, El bosque de la noche, cosillas de la Nothomb, la Nada de Laforet, la sugestiva Pizarnik, Colette (a estas alturas)…

La quiere revestir con recia armadura donde se resquebrajen las lanzas, no penetren los pendones enhiestos del macho que tan pronto se quiebren y se estrelle el enemigo a machacar.

¿Qué ha de saber ella, Paula entrometida, brújula loca?

Doctor, tengo un ligero desánimo en este año de 2005.

No se me caiga del diván. Cierre los ojos. Miéntame y la curaré.

¿Cómo soportar una espera de años hasta hacerme con ese cuerpo de algas y aguas púrpura de una nínfula que los soplidos del viejo Eolo barrieron hasta mí, corromperla con mis vicios y, como hubiera dicho malignamente el devastado general Sternewood, asqueado sin disimulo de sus orquídeas de una carne tan repugnantemente parecida a la humana, también aprovecharme de los que ella misma habrá podido inventar por sí sola desde el preciso momento que irrumpió el deseo entre sus piernas y la extravagante menarquía con mediano olor a sangre muerta?

Sea paciente: el cuerpo, al final, se pudre; pero, amigo mío, mucho antes se corrompe. Los acontecimientos se precipitan por sí mismos sin empujoncitos suplementarios.

Un poquito de ketamina y… a brincar.

Pero usted me hablaba antaño (al tiempo que vaciaba tus bolsillos) de antidepresivos tricíclicos, del prozac y la Vortioxetina.

Los tiempos avanzan que es una barbaridad.

(Yo no sé dónde vamos a parar.)

¿A quién hacer caso? ¿A la sabia, ladina y alegre Celestina o al festivo cabrón del Arcipreste?

In vino veritas, psiquiatra: más sé de ti que tú de mí: Todo consiste en saber que en el beber de más yace muy mal provecho: acabarás como el ermitaño, ajusticiado como era de derecho. Al buen cenobita le llamó a engaño el diablo malhadado: a la sangre verdadera de Dios te convido, libémosla, le dijo el pérfido al abstemio.

Alto ahí, éste mal acabó sus días porque vio joder gallo con gallina y decidió entregarse al fornicio con hembra sin entender que no era precisa la fuerza, que era una jodienda como otra cualquiera en el mundo natural: insectos, humanos, aves, peces (de colores), reptiles, monos…

El vino le cegó, vio lo que nunca debió ver: se equiparó al animal.

Le abrió los ojos, y le tiró la carne, tuvo su disfrute el asceta, bien se lo merecía después de tanta penitencia.

Así le fue el morapio traidor: el bellaquillo trocó en asesino, ya sin entendimiento, dando en su desesperación manotazos en el aire, temeroso del castigo por forzar a una desvalida,  así que la acogotó a la violada con sus propias manos, mas no limpió la húmeda vergüenza de su pecado sobre la piel. Lee al de Hita.

Al infierno el Arcipreste de Hita, el de Talavera y  el del Averno y hasta el de la Conchinchina, al casto del cilicio le arruinó un acto de confusión y su ninguna experiencia. Venga a mí la trotaconventos con la jarra hasta el borde y lleve del arte de su mano moza bien lozana aunque virgen siete veces apañada, que tanto me da.

El buen eremita halló la perdición. No esperes tú otra cosa. Te la vas a ganar, marrano.

¿Y qué? ¡A la hoguera con los santones, redomado hipócrita!

Mira bien lo que dices, y más aún lo que bebes: demasiado pronto perderás el cuerpo, que a todos nos ha de sepultar, bien es cierto, aunque algunos antes se lo pudran por deméritos propios, pero tú también has de perder el alma, que es inmortal.

El alma es humo. Apagado el fuego de la carne, adiós oros y coños y hasta nunca. ¡Condenado censor! Mira por tus melindres y aspavientos temerosos y deja a los otros en los brazos mecedores de Dionisos.

Tu mal te lo busques.

Y tú te lo halles, cabrón.

Grandes pecados trae el mucho vino a los descomunales.

No sé mejor oficio en esta perra vida que escanciar en la mesa sin que haga falta otro alimento y aun acompañantes.

Es con el mucho vino todo cosa perdida, quema las entrañas, hace arder el hígado, si quieres amar dueña, vino no has de beber.

Pues de noche en invierno no hay tal que así caliente la cama.. y el cuerpo.

Hacen ruido los beodos como puercos y grajas, y por esto vienen muertes… Bien lo sabes tú, alcahueta.

Sé lo que hay que saber. Lo demás, me sobra… si hay vino para el coleto y un puñado de cobres en la talega que sosieguen la barriga, amanece que no es poco y métete la parca por la estrechez del culo.

Nuestras vidas son los ríos que van a dar en el mar… Bien lo clamaba el soldado poeta, ¡cuan presto se va la vida…!.

Calla engendro de represiones, cosa funesta, aborto a deshoras, hideputa malhadado, censurador malasombra, que no me moje la monserga de esa agua.

Condenada estás.

Y a mí qué. Me río yo de la condena a un cuerpo sepultado, que bajo tierra no hay cielo ni infierno.

No sabes lo que te dices.

Desde el día que nació la mujer que me parió. Lo mismito que tú y hasta el Cristo judío, que aborrecía higueras, andaba sobre las aguas y comía peces crudos. Todo eso sé, y también lo otro.

Los hombres ebrios pronto envejecen, hacen muchas vilezas, llena de disparates blasfemos está su boca.

Bla, bla, bla. Tira otra vez la moneda al aire y que me salga cara, que te regalo la cruz:

quita el vino la tristeza del corazón más que el oro y el coral, da esfuerzo al mozo, fuerza al viejo, llena de coraje al cobarde y enciende tus mejillas del color de la vida, al que anda de flojeras le regala diligencia, amansa lo sesos cuando están al rojo vivo, entibia el estómago y disimula el hedor del aliento ratonil, te hace inmune a los fríos, te libra del sudor malo y el flujo espeso, sana el romadizo y apacigua el dolor de las muelas… Sólo una tacha le veo a este líquido benefactor: que lo bueno vale caro y lo malo hace daño, así que con lo que deja en paz al hígado enferma la faltriquera. ¡No me sobraba de lo mejor que se bebía en la ciudad! Harto es que una vieja como yo oliendo el vaso sepa de qué madre y de qué tierra nace el vino. ¡Qué bien servida era por todo el mundo… y ahora cayendo más allá de abajo!

¿Cómo andamos de mujeres?

Muy librado, que me he leído el Corbacho y mil años después las andanzas de la puta andaluza.

Hanna, mi buena puta niña, ríete del Nabokov y la nínfula rubiales y bobalicona de mil años después, que todo es ficción puerca. ¡Pobre cría y pobre ruso blanco en tierra de nadie, llevando tras de sí la mugre de los moteles y el aire caliente o frío de la hediondez del asfalto, comiendo basura, días de mal dormir y amanecer angustioso por la culpa, de acá para allá por un quítame allá esas pajas!

En el fondo, este doble Humbert y la inasible primogénita de la pobre señora Haze, Lolita, Lo para su entregado y pedantesco seductor, protagonizan una roadmovie entre beso y beso: él mapeando sobre los misterios adolescentes de la piel hirviente de ella sin llegar nunca a ningún lugar salvo a la paz marina de las escondidas (para el lector) y repetidas eyaculaciones; ella arribando, siquiera momentáneamente, a sus patéticas ilusiones caprichosas e infantiles siempre renovadas en cuanto avanzan como seres huecos y llenos de zurcidos que son un paso más hacia la nada, ambos movilizándose con el fardo de un pasado muerto de parte a parte del país huyendo de la inevitable pedrada final.

Qué vieja ruin y qué bestias las de tu linaje. ¿Qué no andarías tú de por medio con tus trapacerías y cochinadas en esa lamentable y estrafalaria pareja de modernos trotamundos por una USA que ni nombre decente tiene?

Cierra el pico, arcipreste, y déjame con mis oficios. No espero gran cosa de este mundo: sólo el vino y el sueño: borracho dormido no duerme ni muere.

No sé qué ibas a esperar a estas alturas…

Ni aún en las de las otras, las que andan por el cielo sin escalas confundiendo a los tontos de la tierra.

Alcahueta…

Igual que remiendo coños debería remendarte a ti la boca… ¡farsante, gazmoño, puto!

Alcahueta digo…

Y yo que tú cierres la boca de una vez…

(Aparte). Otro hay que comienza a abrir la bolsa en pago de mis afanes.

Qué planeta de putos y putas y entre ambos celestinas, terceras, correderas, comadres de la peor especie.

Resuelvo amores quejosos. ¡Malos días vivas!

No hay más cuidado que guardarse de amores locos.

¿Y a ti que ardite te da, arciprestillo? ¡Espadón!

Alcahueta y cerda humana…

¡Tan puta vieja era tu madre como yo!

Sólo miras el brillo de la plata. No quieras dineros mal ganados, parlera puerca.

¡Anda, mira por donde sale el mierdecilla! Mil veces más viejos que yo lo han dicho puesto que lo han vivido, y no les negaré yo la condición de sabios: tengas trabajos y bienes mal o justos ganados. A tuerto o a derecho, nuestra casa hasta el techo. Ya vendrá Dios a dar habas a quien no tiene quijadas.

(Aparte). Tú dime el nombre de la niña, que del virgo me encargo yo, bujarrón ensotanado. Ni cien vidas como la tuya vale las cien monedas de oro por abrirle las piernas a la doncella más terca y que dé gusto al pagador. ¡Buena maestra soy yo en estos negocios! ¡Hasta soy capaz de descuajaringarla! Este torpón no sabe que mozo malo más vale en cama que sano.

Dios me salve de tu hablilla de víbora y el diablo te aporree los sesos hasta cegarte de una vez las entendederas, vieja roñosa, alcahueta de Belcebú, vejezuela, la más cochina entre cochinas.

Ándate tú al infierno, perrillo sin rabo, sangre de fofo, hombre de culo demasiado y cintura alta de mujeruca, sobrado de mollas hasta en los codos. Y óyeme un poquillejo: ya me mandarás a buscar cuando una viuda lozana, rica, buena moza y ufana te haga afecto. Por éstas que con ella tampoco has de pecar, será obra vana, de suspiros y mucho bajar los párpados y tener los labios cerrados, y bien te vocearé yo a la oreja, pues ni un filtro he de gastar para tu deleite, que donde no te amen no vayas a menudo y si puedes nunca, que nada en claro has de sacar, clérigo botarate.

Antes han de criar pelo las ranas que yo te dé aviso para esos menesteres, ladilla putón:

qué asco de hembras, y el caso es que sabido lo tenemos por la pestífera misma Celestina, las llamas de Satanás la hayan asado y de ella no quede sino carbonilla, que ni un ápice se recata en la confesión la muy cerda en un parlamento que no tiene desperdicio: y dice: pocas vírgenes, a Dios gracias, has visto tú en esta ciudad que no hayan abierto tienda a vender de quien yo no haya sido corredora de su primer hilado, dice, y lo dice sin pestañear, sin mover un músculo de la cara, y la mirada muy maligna: y sigue y sigue diciendo que del amigo más vale una palabra sabia que una lisonja, y el tiempo no has de malgastar en negocios de la carne, que la jodida y rencorosa muerte por uno que come sin prisas corta mil en agraz, visto y no visto. Hazte con ese virgo aunque fuera con la punta de la lengua, derrítela de caricias y déjala cansada y mansa de vicios en el lecho, y mañana, si lo alcanzamos, será otro día.

En fin, una vieja taimada muy prestada con su equipaje que se trae pegado a ella: hilado, gorgueras, garvines, franjas, rodeos, tenazuelas, alcohol, albayalde y solimán, agujas, alfileres. Una vieja conocedora de las más putas alquimias, una vieja peor que una lepra que quiebra voluntades, rompe honestidades de doncella, abate resistencias mujeriles con soflamas sibilinas,  despierta los deseos de las viudas y aviva las locuras de la carne púber, vieja perdularia siempre con un azumbre en la barriga y otro esperando en la jarra, de acá para allá buscando bodegones y aplacar así la infatigable sed del borrachuzo. Para tirarla escaleras abajo y reventarla entre sus andrajos y pestilencias y luego escupir en ese charco de inmundicias estrellado contra el suelo.

Heme aquí viejo, impotente y solterón, en las manos sin pecado abierto el famoso libro que no tuvo bautismo, aunque fuese tan afortunadamente concebido y bien parido por el que se dijo Arcipreste de Talavera y así intituló sus páginas. Dios te guarde y escóndete de Lucifer, de las nínfulas, de las lolitas y hannas, y hasta de tu propia madre, que, al cabo, tentada por el diablo, mujer puede ser acabando, entontecida por su condición y ofuscada por el hálito del demonio, en acechar y olisquear como una perra tu entrepierna.

Amén.

La mujer es la perfecta hija del diablo, su querida entusiasta, y, algunas, cuanto más jóvenes, mejores discípulas de sus tretas y acompañamientos de lujuria. Las más listas de entre ellas, las más peligrosas, todo lo han de saber y conseguir sin andar entre raros conjuros, filtros para pazguatos ni aspavientos bobos. Les basta la obscenidad oculta que brota de sus guiños. Les basta con hacerse ver. Les basta una sonrisa insinuante. Les basta el propio escrutinio que uno mismo ejerce sobre sus lúbricas formas de bestia seductora. Y si a la postre, rendido ya el varón, abren la boca es para asuntos más placenteros que malgastarla con palabras.

¿De qué te sirve esa moza, esbozo aún de mujer, todavía muñeca y animada de las peores intenciones, un nido de pulgas, una fábrica de piojos, una hospedería de ladillas, mesón de inmundicias, un bicho a medio hacer siempre con el camisón húmedo de goterones, la cara sucia y las axilas hediondas, y qué te diré de sus interiores sin orear jamás, en el año del Señor de 1438, año internacional del boniato? ¿Qué capricho es el tuyo y ese deseo inconsciente y malsano de buscar de añadidura tu perdición por satisfacerlo?

En los albores de otro mundo, a punto de abrirse las ventanas a esos inéditos paisajes y cielos desconocidos… pero que sano olor a mierda en esas postrimerías medievales, una tierra poblada de diversiones puercas, miedos y supersticiones que hiede a vida animal y a las infinitas servidumbres de su materia por los cuatro costados. ¡Qué lujo la tierra y la carne abiertas en canal! ¡Revolcarse en esa porcatera de cuna sin remordimientos ni pulcros cuidados!

El coño es el agujero del mundo, la cloaca por donde se vierten sobre su corteza las impurezas de la cópula y la propagación de la especie más dañina: hasta han de acabar con él y su plácida redondez en el universo aquellos hombre y mujer, pareja criminal y casual que han preñado de vida y movimiento en algún momento infausto desde su lejano nacimiento rodando por el cosmos: en el pecado, la penitencia: serán tus hijos de hechuras tan blandengues, Saturno bobalicón, quienes sin parar mientes te hagan pedacitos con sus ansias depredadoras.

Puta progenie que para mayor deshonra y desvergüenza vive y se goza de tus bienes. Nadie, verdaderamente, conoce sus sucias entrañas: crean dioses y castigos para confundirse entre ellos y no les sea dado adivinar lo que de diablo llevan oculto unos y otros: se mienten como si nada sin despojar un ápice de seriedad el rostro, se roban sin inocencia como si fuese un trabajo más digno que el respetable intercambio o el negocio honorable, se matan sin piedad en cuanto se descuida el siglo. Pero sobre todo, cuídate de las mujeres, pues de entre esos seres terrícolas con el colmillo presto son de lo peor aunque también anden a dos patas como el otro. Se las saben todas. De lo que son capaces noticia hay mil años después de lo que yo sé (pero lo sé por Cojuelo y Diablo del Universo todo, de su Espacio y su Tiempo) que una tal Aldonza, andaluza y lozana ella y con arrestos, desnuda y sin dineros en Marsella, acabó como la puta más rica de la Roma babilónica, burdel y putana de su época, cortesana sabia sin que en ningún instante le faltara palabra acertada o el pensamiento justo, favorita de príncipes y cardenales y que hallaría en la pura jodienda, además de todos los dineros del mundo, más disfrute que interés aunque ella por no perder el alma del todo, o por si acaso las llamas del infierno fueran ciertas y el ángel trompetero andara a la zaga y algún otro santón de las nubes midiendo actos y voluntades, disfrazara lo vicioso con el hábito de la necesidad. No dudes, bocetillo, que la hallarás en el paraíso tan… lozana, libre y ardorosa, tan sin menudeos como anduvo por la tierra, ligera con los pies desnudos o magníficamente calzados con el suntuoso escarpín sobre alfombras esponjosas: Cuenta la lozana que a todo hay remedio sino a la muerte, y sigue: yo sé ensalmar, encomendar y santiguar, que una vieja saludadera me vezó y hasta sé pronosticar,  y en esto puedo jurar que desde muy chica me comía lo mío, y en ver hombre me desperezaba lo más presto, para qué burlarse a una misma en zarandajas...

Bien acabó la lozana a base de artes de puta y alcahueta, con su Ramapín y gobernadora de su isla de Lípari, harta y satisfecha de todo lo mundanal, ahíta de todo lo humano: que se joda el arcipreste.

Aquel Francisco Delicado, aunque con buena sorna, hombre de excelente humor y mucho gracejo tuvo que aprender del otro resabiado arciprestón pajillero de cien años atrás que escuela pícara creara, si no, no me lo explico, por más que este criticón invocara a la Santa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo no sabe uno para qué orden. Que de mujeres, ni una títere dejó con cabeza el decapitador:

Hannita, qué distinto al auctor de la lozana para el que todo era festivo y acabando arreglado aunque fuese a bastonazos con el palo de Indias, y no éste, mariconazo de armario cerrado a buen seguro, metiéndose porquerías alargadas y flexibles por el culo:

Miraba el de Billom por el ojo del culo: descubría extravagancias.

Miraba el de Toledo, bachiller en decretos, misógino inveterado, por el ojo del coño: sólo veía perdiciones aun antes que el pecado. Decía el último: Que te baste con amar a Dios, pues bien claro lo dejó dicho en el primer mandamiento: sobre todas las cosas, y no hay más cosa que la misma mujer, que usan sólo amores desordenados. Qué cosa la mujer, crueles enemigas, les tienta el loco amor de la mañana a la noche. No pararían... La boca del diablo, nunca suficiente de bocados, tienen entre las piernas.

Pues dales gusto, cazurro, tontorrón, bobalicón.

Qué patán en sotanas: desata la verga del hábito astroso, libérala de su angosta negrura y déjala a su aire, que en seguida encontrará colocación.

Hanna, pudenta eres, te arrastras como una babosa hasta mi sexo, pero no me repeles, cosa reptante y, así, me pierdes.

¿Eres…? ¿Qué eres, niña sabia? ¿cosa o coso?

Te lo dice el bestia de Martínez sin ahorrarse tinta ni zurriagazos en tus suaves espaldas de nínfula.

Al menos el Delicado, sacerdote alegre de cascos, juntaba pecado y penitencia: inventaba remedios contra el mal gálico a la vez que admitía que el mejor cliente de la puta, que sólo aspira a comer y beber, es el cura, que sólo desea vivir del cuento y folgar en su penoso tránsito por el valle de las lágrimas hasta caer harto y postrado ante el Señor quien, cristo y hombre antes que dios, lo ha de perdonar.

¿Eres cosa?

Cosas, dice él, Martínez, capellán de corte y glotón, que se inviste de preservativo para las malas intenciones del varón, que todavía te arrancaría a dentelladas el pudendo: a las hembras, con sus afeites y mascaradas, con sus artimañas y perifollos, te las voy a poner a caer de un burro y así se rompan la crisma delante de tus propias narices y sepas bien, una vez muñeca rota la tengas en los suelos, derrengada y sin gracia, lo que en verdad manoseas en tu ciego delirio.

Cosas, dice el semoneador, y con sus pezuñas en forma de manos te escurre el corazón apretándolo como se libra de agua un calzón, te remienda hasta el fluir de la sangre, te seca la savia, sin salivas te deja, te deja en huesos mondos y lirondos, sin carne que palpar ni que gozar, una envoltura de imaginería tersa y rígida para visión y goce de católicos crédulos te deja. Todo en la varona es deletéreo, un coño ponzoñoso por donde entran y salen los detritus del mundo, los venenos que intoxican, los gases que aturden, las excrecencias del diablo que habita entre los pliegues del sexo.

Tras el verso galante y el soneto de amor se halla el nauseabundo pedo del asno, la realidad del cuerpo y sus fétidos humores, los fluidos espesos y sanguinolentos, los restos de lo pudento, la diaria descomposición de la carne que te marea hasta el desvanecimiento.

Detrás del amor cortés anda la lavativa; detrás de la estrofa galante, la corrosión de las vísceras y la diarrea.

Quítale a la mujer el adorno que tu mirada le endosa, y la dejarás en puros cueros, sin encanto ni enmienda de su vulgaridad carnal, revelarás toda la mierda que circula por los intestinos de su cuerpo hinchado e irritado hasta que acabe aligerándose en el excusado.

El Martínez se desayuna cada amanecer solo en la cama, se la casca rutinariamente y con tristeza, con infinita tristeza mirando una pared desnuda, y a la seguida se toma un vaso de bilis como carburante que logre activar ese cuerpo graso y fofo que se le ha hecho con los años.

El Martínez no cesa de inventarse de la mañana a la noche reprobación, sátira e insulto contra las hijas, las madres y las abuelas que en el mundo han sido. Se diría que las quiere a todas las mujeres monjas o muertas, desde luego enterradas. Son el cuerpo del delito, el camino más directo al fuego eterno.

¿Qué eres, cosa, coso,  cosita, Hanna?

Yacer con mujer es como oír abejones en la oreja, perder la vista y el olfato, las manos tiemblan y el gusto en la boca se disipa. Te quedas sin memoria, juicio y sesos: eres tú quien en cosa se ha convertido. Tienes suerte si no mueres súbitamente en brazos de tu matadora. Buena fortuna te protege si antes no te has vuelto loco por enojo, congoja, nada dormir, mucho velar y penar sin entendimiento. Antes del verdadero infierno otros de calaña humana te esperan tras las desnudas nalgas de la hembra: por complacerlas el hombre débil allega al crimen, al adulterio, al perjurio, a la mentira, al robo, a la blasfemia. Somos concebidos en pecado, mediante vicio y fornicio, esa es la perversa señal que llevamos en la frente y que delata nuestra hechura de lujuria. Ama a Dios y no a mujer, pues ama en manera que seas de Dios amado. No olvides que la mujer es mala amadora, si es que ama y no acecha tus bienes. ¡Qué bestia nos dio el diablo por complementaria, que cuanto mayor deleite proporciona mayor es la culpa y la condena! Y al hombre sólo le atrae lo malo y aun lo peor para cumplir satisfacción sin pararse a pensar lo que de penitencia lleva emparejado. Con alegría y cantando se comete el folgar, con dolor y penando se purga y se paga la fiesta. El amor, la lujuria… ¡Para el cuerpo de tal nos metió el diablo en este berenjenal, que el sexto pecado mortal se comete amando o siendo amado! Abre bien, pues, amigo desgraciado, los ojos espirituales y los corporales, mira atento y descubre sin telarañas cuantos daños provoca esa querencia por la fémina. No se podría escribir en siglos los vicios, las tachas y las malas condiciones de las malas mujeres en su versado oficio de endurecer vergas anchas o estrechas, cortas o de excesiva largura.

¿Qué eres, Hannita adolescente, todavía de la gracilidad de la gacela con esa entrada al infierno entre las piernas?

Lo sentencia el Martínez, de mal nombre Arcipreste de Talavera, como nombra de igual modo su siniestro vademécum, lo pronuncia, manda (bajo pena de infierno) y firma el grandísimo hideputa.

Hanna, tú eres murmurante y detractora, tomadora, usurpadora a diestro y siniestro, presta a arrebatar y a apañar lo que no es tuyo, tomas y no das, disfrazas tus envidias, codiciosa que no ves el oro en tu cofre y anhelas el brillo falso de la quincallería ajena sólo porque no la encierras en el puño, eres (puaf, puaf) loca sin seso, falta de entendimiento, menguada de juicio natural (odi, vide et tachi, sy voy vivire yn pachi), eres terca, vanidosa y fiera, y no has de cambiar jamás, pues como dice el sabio Marciano: ¿Mudar costumbre de hembra?, hacer otro mundo de nuevo más posible sería.

Mujer de dos caras, cuchillo de dos tajos, la palabra en la boca, el sentido en el corazón, jura en falso, te escupe a la sombra, enceguece tus ojos con una sonrisa que no es sonrisa, es desobediencia y dice otro sabio, Tholomeo, que si a la mujer le es mandado cosa vedada, ella hará cosa negada, guárdate buen hombre de ese animal airado y soberbio, de esa cosa mentirosa y perjura, de ese animal de compañía a la que le basta y le sobra jarros y cantarillos de morapio para darte con la puerta en las narices, que más te vale hundirlas en las Clementinas y dejar la verga quieta hasta con la propia, que es la principal de todos tus males, enredos y desavenencias con el mundo. Huye y calla, que decir te ha de pesar… ¡Callar, nunca!

A la postre, viejo de jorobas, ahí la tienes a la fembra: ahita de castañas y tú de sus pedos.

Hanna, ya te tengo conquistada, probada y culminada. Sin celestinas que vengan a cuento. Sin donaires y filtros de lozanas alcahuetas. Y las advertencias y maldades del arciprestillo que le vayan bien a su culo de orate y desengañador de placeres. Su razón se la coma y allá se la halle.

Te tengo aprendida: tú, mi discípula, mi cosa, coso, cosita.

Quiero aprenderlo todo, decía la nínfula.

Cómo hacerle comprender que en realidad había muy pocas cosas importantes que aprender que le ayudaran a uno a vivir de la mejor manera y de ellas ninguna de la que llegaras a ser capaz de saberlo todo, ese colofón nunca alcanzado, una entelequia. Nada es susceptible en un mundo también finito de aprehender su auténtica esencia, por qué una cosa es de una forma y no de otra. La vida siempre queda a medias: ya ve, me ha venido la muerte y se me ha llevado, y la casa sin barrer. (Bueno, la locura es una forma de acabarlo todo, de completarlo, nada queda por dilucidar una vez te quedas con los ojos abiertos mirando el vacío.) Yo aprendí a jugar al ajedrez muy pronto, pero sigo sin saber jugar al ajedrez. Y cualquiera de los grandes maestros que apabullan en los torneos internacionales, a pesar de su inmenso talento y pericia táctica casi sobrenatural, continúan sin saber del todo jugar al ajedrez debido a la desmesurada combinatoria que entrañan sus incontables y plurales estrategias imposibles de determinar en su totalidad matemática.

Aprender, no obstante, es fácil.

Hola, había dicho la cosita. En seguida confesó que vivía en una de los chalets diseminados a lo largo de un elevado bosquecillo de pequeños pero profusos pinos que se extendía detrás del santo hogar de los Brell en La Eliana: tenía identidad, no caía del cielo así como así, como una piedra que cayera bruscamente sobre la tierra, sobre la página, sobre las palabras.

Buscaba a Paula. Encontró al lobo. Ahí estaba, como una aparición, y el rabo entre las piernas.

Todas las historias de Caperucita, comienzan de ese modo: maldad… e inocencia prontamente pervertida. (También esa combinación sucedió en París, década y media atrás: Laura Roser y Paula Coloma se lanzaron a comerse una a otra el cuerpo como si en ello se jugaran la vida crucial y definitiva mientras esa niña permanecía en absoluto silencio en su cuna, rota antes de aprender a contar, pero ignorante de serlo.)

Laura Roser había claudicado: Te la confío.

(Profesor, háblenos de Goya.

Y Lucientes.)

El lobo disfrazado de hombre interesante empezó a empinar el codo antes del mediodía, pero eso a la ninfa le daba igual, limpia, dorada por la luz de afuera que iluminaba el salón todo, con su refresco de naranja en la mano, sus ojos confiados, verdes y alegres que tanto robaban de lo que veía del mundo.

Cuántos libros, dijo por decir algo mirando a su alrededor.

Ni siquiera era una exclamación de asombro (llevaba en el bolsillo trasero del short el teléfono móvil, abierto al mundo y a sus pompas): una simple constatación: y eso, ¿para qué servía? Todos esos libros, ¿qué importancia tenía leerlos?

Ahí están, para quien quiera abrirlos.

No sabía ella los palos de después, ya adulta: dudaba entre ser artista plástica o escritora (¿de tuits?), en esa incertidumbre tan inocente se debatía, y al cabo del tiempo aparecen las arrugas, pero no acumulas sabiduría, te amputan, te cortan a rodajitas el corazón, las fríen y te las sirven primorosamente en un plato de oro para engañarte.

No estás en la Wikipedia.

No me gustan ciertas compañías.

Quiero aprenderlo todo.

Lo quería aprender todo en la Wikipedia: ¿le bastarían las letras capitulares?

Mi padre está en la Wikipedia.

Paula está en la Wikipedia.

Estarás en la Wikipedia: el mundo entero está en la Wikipedia.

Y lo más interesante, creerás que las redes sociales son lo más importante del mundo, cuando en realidad son una cosa más del mundo con una importancia pequeñita, casi de andar por casa, y esto sólo en el caso de que seas un crédulo adolescente que la mamas de canto, porque si has pasado de los treinta y aún andas con jueguecitos de esa clase en las manos mejor será que te tiendas en un diván, cierres los ojos y comiences a largar al tío de la pipa de cien pavos la hora mientras afuera llueve, hace frío, todo es desolación y ¿quién me quiere a mi?

Hay golpes en la vida, yo no sé…

¿Qué sabía ella?

Podrías ingresar en Bellas Artes el año que viene. Bastaría con un cinco, es la nota de salto, al alcance de los burritos Platero.

Podrías escribir un poema en verso libre. Bastaría con que fuese inversamente proporcional a lo que te propones comunicar.

Podrías desollar un gato (vivo) en directo frente a las cámaras de televisión en una de las mayestáticas y severas salas del museo del Prado.

Podrías, al final de una perfomance, sacarte del coño un rosario (el de tu madre) como la que se saca tranquilamente unas bolas chinas delante de su compañero de juegos malvados.

Háblame de ti.

¿De mí? (A mala cama, colchón de vino.)

No sé nada de mí.

Es cierto. Es demasiado pronto. Ya te aprenderás un poco más a medida que pase el tiempo.

Pero ¿quién sabe todo de uno mismo aunque sea hasta en el mismo final? A medias te has de quedar aun con un pie, sino los dos, en la tumba: a la luna de Valencia.

Ni tarde ni pronto sabe uno nada de nada.

Y menos de los otros, sólo encarnaduras, máscaras, cascarotas.

Qué sabemos…

La faz (y no santa) de las cosas, una cáscara que en una gran parte de las vidas oculta lo tremebundo.

¿Qué sabes, Hanna?

Mi madre se casó con un artista suizo que había conocido una primavera en Berna, durante una visita a la Fundación Klee.

Cuando Hans Schmidt regresó a Suiza, casi se lleva a Laura Roser a rastras: se aman hasta la muerte: son artistas, jóvenes, eternos, insustituibles: una más de las interpretaciones del mundo, que esconde sus jugarretas.

Nací en Berna, pero enseguida nos mudamos a Ginebra, de donde era originaria la familia de mi padre.

(Tú eras la niña del lago.)

Mi padre murió cuando yo tenía dos años.

(Tu padre vive y agoniza eternamente, día tras día, con un cerebro idiota. ¡Qué sabrás tú! Engañadita te tienen.)

No recuerdo absolutamente nada de él.

Todo pasado, bueno o malo, infausto o anodino, es capaz de empañar el presente. Dale cuerda mental y lo comprobarás.

Tampoco de mi familia suiza, de la que no he vuelto nunca a tener noticias. (Una mujer queda, la incestuosa.)

(¿Sabrás al menos cómo se llama tu padre?)

Unos meses después de la muerte de mi padre, mi madre y yo nos trasladamos a París, y, cuando cumplí cinco años, viajamos a Roma, donde estuvimos un par de años. Mi madre tenía que ilustrar varios libros de viejos poetas ingleses que habían vivido en la ciudad y allí, aún muy jóvenes, habían muerto. Incluso la acompañé en una ocasión a un antiguo cementerio donde hizo varios bocetos de algunas tumbas solitarias y desnudas. Luego, algo ocurrió, y volvimos a París. A mí, según decía, me llevaba a la espalda como si fuese una mochila. Me costó bastante trabajo dejar de chapurrear la mezcla horrenda de francés, italiano y español con la que me comunicaba con los demás. Hubiera preferido hacerlo mediante signos. Por entonces, en los colegios, y conocí cinco, me dejaban a mi aire por imposible. Nos quedamos en Francia hasta que, de un modo imprevisto, el año pasado mi madre decidió venirse a vivir definitivamente a España. Mi madre nunca me explicó las razones que la movían a tomar una decisión u otra. No es de esas personas que crean que deben justificar ante los demás lo que hacen.

¿Eso es todo?

Cuántos libros.

¿Eso es todo? (No, no lo era.)

¿Lo has leído todos?

Tres veces cada uno. Voy por la cuarta.

¿Se está burlando de mí este hombre viejo?

¿Quién puede impedir que se escriban? Aunque no se publiquen, se escriben libros todos los días, a todas horas hay alguien escribiendo, existen cientos, miles, millones, miles de millones de libros antiguos y modernos. Cien mil al año sólo en España.

Escribir, escribir… Tampoco se necesita tanta alforja para ese viaje, cualquier cosa le basta a uno para hacerlo, aunque no a todos les basta lo mismo antes de ponerse delante de la hoja de papel: una pata de conejo peluda en el bolsillo izquierdo del pantalón, leer unas páginas del Código civil francés, un buen trago de absenta, una flor amarilla en el ojal… Bah.

Y un lápiz y una goma de borrar de un tamaño lo más grande posible.

Entonces una Milan con olor a nata.

¡Y una habitación propia!

¿Te gusta leer?

La casualidad hizo que mi madre y tu mujer volvieran a reunirse. Se habían conocido en París hace mucho tiempo. Diez años atrás, o quizás más. Se encontraron hace unas semanas en un supermercado de La Eliana. Se reconocieron en seguida. Mi madre llegó a casa muy alterada, exultante, algo que a mí me desconcertó mucho.

Eres Laura Roser, dijo una. Y tú Paula, Paula Coloma, dijo la otra. (Y acordaron ágape de reencuentro.)

Esa misma noche cenamos todos juntos en vuestra casa. Una cena de lo más extravagante, a media luz, las velas olían especial.

No me extraña: era la época oriental de Paula: puro decorado: exigió palillos entre los dedos: la cena de los mil bocaditos, pequeñas menudencias, una exquisitez.

Cuantos libros.

Todavía no los suficientes, dije profesorando.

Me gusta mucho leer, dijo la ilusa (dos o cuatro libros al año).

Te vas a enterar, pues.

Empezaste a coquetear con tu propia mujer, seguiste el juego con mi madre y al final me echaste un guiño. Me resultabas un poco patético, siempre con la copa medio llena en la mano. Comías con una sola mano y sostenías con la otra la copa de la que no dejabas de beber.

Fácil, sobraba con los palillos. No había necesidad de cuchillo para desmenuzar.

El cuchillo ya era tu mirada… hacia la ninfa: la libraba de vestiduras inútiles el filo hechicero.

Paula, la traidora escritora de guiones morbosos, escanciaba: cuanto antes se duerma, mejor. Tramaba. Tenía sus planes.

Yo entiendo la literatura como un espacio donde puede suceder absolutamente todo y de todas las formas posibles, dije sin venir a cuento… ¿o sí? Hablábamos de libros, ¿o no?

Las dos mujeres y la nínfula me miraron durante un instante: eran como una bruma alzada de dibujos caprichosos, líneas que delineaban una cabeza, un perfil borroso.

Quiero decir… Vamos, una conversación seria tampoco estaría nada mal: arte, literatura, un poquito de fantasía: hola, fantasía. Un libro es un objeto sumamente abatible: lo cierras, los neutralizas, lo sepultas de nuevo en el polvo de los siglos de los estantes. Ni rechistan sus tapas mentirosas, estridentes o de noble sobriedad, sus hojas ni se mueven al viento: al cementerio del silencio eterno.

Charlie, sólo veían la puta copa de vino en mi mano pecadora. Luego, entendámonos, un luego que me es imposible medir en un tiempo calculado, se pusieron a hablar de París. Yo no les importaba ni un ardite. La una porque no me conocía en absoluto y la otra porque me conocía demasiado.

¿Sabes, Charlie? A veces es mejor hacer mutis por el foro con el silencio y dejar que las cosas simplemente ocurran… en París, que es algo así como el rincón ficcional de las almas en pena literaria.

En el 92 en París, a lo largo de un solo día gris, oscuro, frío y hostil, tremendamente parisino, se fraguaba minuto a minuto del día, la tarde y la noche la cena de este día, sus palillos negros pintados de florecillas de colores rosados y verdes, el olor del incienso indio, las asquerositas porciones de alimentos irreconocibles por el sabor de las salsas inquietantes donde naufragaban.

Una de las dos mencionó la fecha, y tú, un llorica de lágrima seca, te pusiste a hablar de la muerte solitaria de tu padre encerrado entre libros, de cómo ese atardecer cálido de junio  avanzabas por los pasillos de una casa silenciosa y en sombras hasta su cadáver caído en el suelo. Sorbías de la copa las verdaderas lágrimas. Mirabas a la chiquilla de quince años como si fuese el único ser en este mundo capaz de comprenderte entonces, ahora, siempre.

Yo me sentía turbada porque en seguida comprendí que en aquel descarado espionaje no había lugar para la inocencia de ninguna clase. Era consciente de una inquisición de la que me era posible entenderlo todo, los derroteros por los que como un puerco virgiliano querías conducirme cogida de tu mano a partir de ese momento para llevarme a un callejón donde tú eras el rey de los gatos más obsceno de los gatos obscenos.

Primero tenías que ponerme en celo, y esa noche, en el transcurso de esa rarísima cena donde… tu madre y mi mujer sellaban con indisimuladas miradas los tórridos revolcones de después, inicié un ataque en toda regla para conseguir colarte en el coñito colegial mi polla sabia de viejo y derrotado centauro. No sabía cómo meter baza, una tarea por lo demás imposible con aquellas dos ausentes hundiéndose recíprocamente en el pozo de fangosa lujuria de los ojos de la otra, esa misma noche ya acabaron enroscadas como dos serpientes una encima de otra, y tú, comedida y sonriente, pero seguramente con el pensamiento puesto en los ejercicios escolares del día siguiente. Mezclaba novelas de Iris Murdoch y Carmen Martín Gaite, peroraba acerca de la asombrosa capacidad de los adolescentes de este tiempo para las nuevas tecnologías (hasta a ese lenguaje baboso propio de la televisión me veía arrojado, Charlie, caía bajo, muy bajo, y eso yo lo sabía perfectamente, era deliberado, una forma de simulación, de blindaje intelectivo ante las inevitables decepciones que iban a sobrevenir en los próximos años), improvisaba sobre la fascinación del nuevo arte que comenzaba a vislumbrarse, al menos en las intenciones que colegía en los discursos entrecortados de mis alumnos, donde, al parecer, el alfabeto objetual, plural e innúmero, sería el sostén meramente material de imaginaciones pueriles y propuestas de chocante heterogeneidad, un simple espectáculo, en suma. La copa de vino también formaba parte del decorado, y hasta los balbuceos. Sé lo que me hacía, niña. Incluso cuando me agachaba para limpiar con la lengua los restos de comida que caían de mi plato al suelo, estaba muy al tanto de los efectos de uno u otro de los incidentes que acaecían en torno a la mesa. Tú, niña medio suiza, no sabes lo que es un carpetovetónico educado en cuanto cumple la mayoría de edad en las barras de los bares. Es entonces cuando recibes tu segundo reloj de muñeca después del que te regalan el día de tu primera comunión. La copa parece asida a tus dedos, se festeja a sí misma en el aire, y no derramas ni una sola gota. No vayas a perder la compostura. Es un aprendizaje rápido. Una copa, en un bebedor cabal, siempre es una espada envainada. Ni un gesto de más, nada de voces y el culo bien acomodado en el asiento. He conocido a cientos de charlies con el trapo de sacar brillo a los cristales de los vasos y la copas y ninguno de ellos me ha defraudado nunca en lo que respecta a mi aprendizaje y camino a la sabiduría alcohólica salvo cuando sales fuera de España, que no encuentras un solo barman, un Charlie de lengua extraña, que no sea un tarado mental incapaz de sostener un mínimo diálogo de cortesía aun en su lengua extraña, gruñen como cerdos, son esquivos como simios, miran furtivos y manejan la coctelera como podían esgrimir delante de tus narices una llave inglesa. Es cuestión de sentido común me decía, mirando de soslayo ora a las dos mujeres en su ardoroso flirteo de sonrisas y confidencias a media voz, ora a la hija de los ángeles que caía ante mí con las alas rotas y el cuerpo impoluto de santorcilla a corromper humanamente, y el sentido común es mucho más fácil de aplicar de lo que mucha gente piensa, no es ni más ni menos que la facultad de elegir una opción, la opción adecuada, que no te causará daño alguno en cualquiera de los aspectos y circunstancias de la vida en que lo utilices. Lo malo es que yo, niña, sigo creyendo en los cuentos de hadas, inclusive los que levitan de unos platos de ridículos condimentos, se elevan hasta la altura de los ojos, precipitan a la tierra las hijas sin plumones de los ángeles y terminan  adueñándose de la espesa atmósfera que a uno le envuelve en un determinado contexto del que es preso, y hasta del aire que uno respira. Y todo eso con la espada envainada, la engañosa copa en la mano y la mirada turbia del falso borracho imposible, dañino. Me recuerdas muchas veces tu evocación de aquella noche parisina en la que el presente de todos recuperaba una porción del pasado, pero sólo perteneciente a aquellas dos mujeres, a mí me dejaba en tierra de nadie. Incluso tú en la nimiedad más fracturable, entonces una larva muda, sorda y ciega en su cuna de cristal blindado a los infortunios que podían acecharte en el futuro, no de los de antaño, tan monstruosos, de los que ya no podías escapar, formabas parte del aquel pasado. A miles de kilómetros de distancia física, en mi pasado sincrónico, ignorante de toda vicisitud que afectara a Paula, mi fiel y leal compañera, yo me deshacía de los restos de mi padre, muerto entre los libros caídos, con la escoba y un recogedor: el cadáver del bicho kafkiano. Me gustaría mentir que narcotizado, amansado interiormente por alguno de los lentos movimientos de una sinfonía cualquiera de Haydn, una de las parisienses, vamos a decirlo de ese modo. Así que bebía de mi copa bien cumplida y nunca vacía, ni por esas, un vino estupendo, lentamente embriagador, un blanco de sabores navegantes que difícilmente maridaba con las porquerías comestibles del otro lado del mundo que ni loco me metería entre los dientes. Y cien años más tarde te miraba a ti, esa cosa, una ninfa indefensa que los dioses, todos malos e hipócritas habían abandonado y los diablos, generosos y sabios,  me traían en volandas hasta sentarla encima de mi servilleta, todavía perfectamente doblada e intacta al lado del plato de oro donde el cuerno de la abundancia destripaba sus dones en forma de extravagancias culinarias…

Y yo pensaba sin alzar los ojos, sólo había que oírte, que aquel adulto escondía bajo la superficialidad de la bebida su extrañeza por la inesperada complicidad de las mujeres y la conducta seria de la adolescente. No sabía a qué carta quedarse el tipo. Se imaginaba a él mismo, cuarentón interesante, engatusando a la niña tonta sin la grosera necesidad de acabar interpretando el patético papel del hombre de los ojos vidriosos y el pelo revuelto con los bolsillos llenos de caramelos merodeando por el parque infantil en busca de caperucitas. Mencionaste una novela de Carmen Martín Gaite, no recuerdo su título, ¿Lo raro es vivir?, y a renglón seguido te enredaste en una descripción ininteligible acerca del psicótico amor que dos pobres viejos de clara raíz shakesperiana, un histérico jubilado de buenos modales y una anciana apática con problemas de falta de vitaminas A y B, recuperan de un lejano pasado relatado en otra novela de una inglesa, o irlandesa, cualquiera sabe, una tal Iris Murdoch. A decir verdad, cada página de ese libro debía rezumar babas por los cuatro costados. Aunque no niego que probablemente aquella sería una novela memorable a juzgar por lo que explicabas de la doble condición de la autora, novelista y filósofa, pero en tu tartamudeo de repugnante borracho todo lo que contabas parecía sacado de un folletín deshojado, personajes que aparecen y desaparecen como salidos de una chistera, acciones disparatadas, te mato, no te mato, me matas, amores imposibles, muertes sorpresivas que sobresaltan como el ruido quejumbroso de las pesadas puertas en una película de terror para alumnos de instituto, gentes como yo abiertas a ese tipo de experiencias evasivas, muy preocupados por sus espinillas y abrumados por la vastedad de un mundo que no entienden mientras engullen (engullimos), quemados de una vez, por fin, los libros de texto en la gran hoguera nazi, la comida basura que nos proporciona el dinero de papá o de mamá o de ambos a la vez. Tenemos quince años, una excelente edad que resulta un pequeño pero seguro refugio fuera del océano de mierda en el que los adultos que han sepultado las calles de la ciudad y han hecho desaparecer sus misterios chapotean con la lengua fuera. ¿Murdoch? ¿Y por qué no Duras? El Amante, por ejemplo. ¿Qué buscas taladrar entre mis piernas con esa polla callosa, viejo de mierda? Profesor de historia del arte que es un catedrático de la vida más elemental, pontificón, un sabelotodo, maldice u otorga desde las alturas, y no deja ni por instante de mirarme las piernas que tan generosamente deja al aire la  minifalda…

Bien sabía yo que era la niña sabia, una enteradilla a la que habría que domar, ya que de libros hablamos, con una literatura del mal que condujera inevitablemente a aceptar sin cortapisas una existencia del mal, y para ello, yo sería el mejor instructor que podía pensarse. Sé que me mirabas a hurtadillas, medías mis posibilidades: ¿daba la talla como ese hombre elegante que viste un traje de tusor blanco junto a una limusina negra? De modo que aún no sabe, con los palillos japoneses en la mano, si convertirme en el adinerado dueño de la limusina que va a pasearla de acá para allá por las calles bulliciosas de la ciudad colonial o en un miserable culí que pasaba por allí; no sabe si hacerme su esclavo sexual o el criado que limpia los orines y los excrementos de los orinales de bellas porcelanas; no sabe si dejarme que le arranque las bragas de algodón blanco, la tienda en la cama y separe sus temblorosas piernas para desvirgarla o que saque brillo a la plata de la vitrina. No eres luz de mi vida, yo soy la fuente de mi propia luz, ni eres mi pecado ni eres mis remordimientos: eres la pieza a abatir, sólo que todavía no se ha abierto la veda y debo contentarme con observar admirado cómo te deslizas con garbo entre los árboles del bosque. Ya llegará la mía. Y llegó. Y aún era gacela. Pero esa noche me limitaba a fantasear sobre mí mismo, mis imaginaciones, yo era el actor de las cochinas visiones, tú, chiquilla, sólo eras la excusa, el instrumento más precioso para materializarlas. Te despojaba hasta del nombre, eras una mera muñeca con un buen surtido de orificios donde hurgar sin falsas prevenciones morales. Apenas comías, y la mayor parte del tiempo tenías posadas las manos sobre la servilleta desplegada que a duras penas cubría tus muslos desnudos. No apartabas la vista de tu madre, quien sólo tenía ojos para una Paula resplandeciente que parecía despedir una luz propia con las mejillas coloreadas por la teñidura del vino, las pupilas brillantes, dilatadas de fulgor, y esa mirada intensa suya, penetrante, que atrapaba arácnida, y aún en la ilusión,  desarmaba de cualquier resistencia a su encanto. Uno desearía ser el feliz y único destinatario de la atención acariciante de esos ojos poderosos, relampagueantes siempre, que transmitían tanto caudal de promesas. Envejecemos, niña, y uno, con los años, qué le vamos a hacer, va perdiendo las garras pero, inexplicablemente, también se va convirtiendo en más león, más fiera. Tenía hambre y lo que veía en mi plato me daba asco, aquello era imposible de tragar. Las sorpresas culinarias de Paula me incitaban a la bebida: Querida, a base de comistrajos estás haciendo a tu marido un borracho definitivo. En algún momento abandoné la mesa y fui en busca de una segunda botella de vino. Las tres me mirasteis sorprendidas al verme levantar el culo de la silla, teníais las dos mujeres las copas medio llenas, y tú el vaso colmado de la inocente naranjada. Señalé mi copa y la botella vacías. Paula dirigió la mirada incendiaria a mi plato, prácticamente intacto: Este tipo –2005-, ya no me sirve para nada, pensaría.

Era la comida algo asquerosa de una cena de consunción. La ninfa picoteaba, distraía el tiempo, administraba su abulia en ese antro de olor a cuerpos pasados de rosca, a carne madurita y deseos innobles, sin poesía de ninguna clase, ni siquiera maldita. Y ese pobre tipo que por entonces se le antojaba extraño y divertido, una rara avis, que bebía como una esponja. Sus gestos, sus monólogos a ninguna parte, cada vez indicaban de modo más palmario su condición de animal enjaulado, apresado hasta sangrar, desgarrado por sus propias trampas. La niña presumida y aburrida pero ya en sus primeras artes de la seducción, sabedora de ese cuerpo que era pura tentación en su adánica carnalidad, no estaba sacando nada en claro de aquella cena. Por otra parte, ¿qué tenía que sacar en claro una adolescente como ella de aquel entramado? Era evidente que su madre y la mujer del otro cada minuto que pasaba alimentaban el combustible de una hoguera violenta que no tardaría en arder… sobre una cama de sábanas revueltas, recipiendarias de los más lúbricos entrelazamientos de los que es capaz una hembra furiosa libre del nudo de la férula sexual convencional. Ella, la hija, la nínfula que ya lo presentía todo, se moría de sueño. Todo le resultaba tan previsible a pesar de misterioso, tan… inevitable. El placer de los demás, imaginarlo, le aburría. Ni siquiera presentía aún el suyo, tan próximo sin embargo.

A uno, copa más o demasiado más en la mano, era fácil que le viniera a la mente aquella aseveración de Virginia Wool: la obra de imaginación debe atenerse a los hechos y cuanto más ciertos los hechos, mejor la obra de imaginación: pues bien, yo estaba completamente borracho, los seres y las cosas adquirían variedad de dimensiones, reales o ficticias, en el lapso de un  segundo: esa araña que escala la pared, ¿soy yo? Y si no soy yo, ¿qué cojones hace el arácnido en mi habitación centrifugada y limpia desde el mismo amanecer de este día ya viejo, gastado, con el hedor de la putrefacción?

Veía dos mujeres de fuego. Veía una púber que se caía de sueño. Se veía a él, cuarentón, devastado, estragado por los mil errores (sólo el error que lleva a los brazos del dios o a las garras del diablo no es cosa tuya, de ése no eres culpable)  que precipitan a todo mortal hacia la incomprensión total que es la muerte. Un problema insoluble, dijo en voz alta. Tal vez la ninfa le prestara atención en algún momento: de cuando en cuando miraba hacia él, intentaba sonreír, disimulaba un poco de atención.

Si fueras a misa (¿negra?) alguna vez lo pasarías mejor, al menos alejarías de ti la ansiedad, la premura por agotar la existencia, mitigaría  la conciencia de tu propia e inobjetable pequeñez.

La soledad (a pesar de que se halle lleno de fieles) sombría del templo, los ruidos sosegados, el aire de penumbra, el recogimiento inevitable, aunque sólo fuese por respeto… vanitas vanitates.

Y lo cierto es que un muerto es una cosa muy sencilla: un montón de huesos y carne pudriéndose inmóvil, irrefutable, acabable, finito, desaparecido de la tierra para no volver jamás, una traducción de lo más simple: la muerte es no ser en la vida de los otros. Vaya usted a saber la continuación más allá de la pudrición.

Siento el fétido aliento de la muerte en la nuca, y aun así aquí me tiene en busca de rimas, querido amigo…

Dos siglos después: tales lenguajes de antes de los veinte:

¿Qué haces, mierdecilla.

Aquí padre, escribiendo un poco de poesía a la luz del atardecer…

Una luz dudosa.

(Un poco de poesía, dice… como se come un poco de queso o se abre un poco más una persiana, o me duele un poco esto.)

Ejemplar pasatiempo.

¿Cómo se llama esa planta que sólo florece una vez cada cien años?

¡Ah, mi pequeño Quevedo, buscas rimas raras! ¡Mi inteligente farsante!

(Ya lo había dejado bien claro la suicida de Monk’s House, no escribas bajo la luz roja de la emoción si tu obligación es escribir bajo la luz blanca de la verdad.)

¡Ah, mi cervantillo, mi gongorilla!

(Continuará la próxima semana, prometían mis tebeos y el guionista diabólico: ¿sería verdad lo que decían de Shakespeare, que nunca tachaba un verso? Sería porque los escribían las decenas de los actores que los interpretaban.)

¿Farsante? ¡Vive Dios! (rotunda exclamación de otros tiempos). Nos salió poeta hipocondríaco, poetastro mentiroso: melancolía, amor, nostalgia… Experimenta los sufrimientos de una enfermedad antes de padecerla… ¡Escribidor tramposo!

Un acto de humildad para con los vivos, adiós, adiós, hasta nunca, y se clavó el plumín de los versos en la yugular, y acabaron mezclándose la sangre, la tinta azul o verde… Con tinta Pelikan tatuaban los nazis los números en los brazos judíos.

No es una puta araña demoledora, diez veces agrandada por el delirium: es una feble tesenaria de absurda fragilidad –parecen hechas de aire-: soplas y la dejas indefensa, la revientas con la escoba o, ya en el suelo, ni la notas aplastada bajo tu bota.

En realidad, las tesenarias son bichos simpáticos y etéreos, inofensivos y poco sociables en su refugio muy evidente pero inalcanzable, recuerdan los veranos infantiles, las casas de campo, los balcones abiertos al monte y las pequeñas estancias encaladas pobladas por el sol y el aire caliente, ellas pululando por los altos de las paredes y los ángulos de los techos, tan destacables a pesar de su levedad, sin meterse con nadie.

Yo me he vuelto loco muchas veces, padre. Menos mal que logro recuperarme apenas sin darme cuenta, de modo que bajo de las nubes y pongo de nuevo los pies en la tierra, y me digo ¡alto ahí, perdigán!, ¿adónde narices crees que vas?

Puedo echarte una mano, locuela excrecencia, si tu locura repentina y transitoria persiste. Entre mis prerrogativas, y ya de lejos se halla mi licenciatura y mi libertad facultativa, se encuentra la de actuar como cirujano celestial: despojamos a los seres humanos del alma, los dejamos limpitos de conciencia, les extraemos ese bollo espiritual tan poco alimenticio incrustado entre las vísceras y felizmente quedan limitados a convertirse en una encarnadura sin aditivos extrasensoriales ni ultraterrenos, un cuerpo mondo y lirondo, un mero accidente fisiológico: todo el paraíso de la tierra en las manos y quien sabe si hasta en los pies. Qué lujo. A rodar.

Probablemente, escribiré, confesó de pronto la nínfula. Boceto, que en ese instante apuraba la copa le dirigió una mirada compasiva.

Es fácil hacerlo, dijo.

Tendré que prepararme para ello.

Yo te guiaré, prometió… este Virgilio de pacotilla.

Pues manos a la obra: 500 libras al año y una habitación propia con pestillo en la puerta. Y una gran ventana desde la que poder divisar los árboles desnudos del invierno o las reconfortantes ramas verdes del verano, todas las curiosas entretelas del cielo en cualquier estación que visten el año.

Me gusta el color azul.

Es un buen comienzo, una bonita mayúscula inicial. A Sylvia Plath le gustaba ese color, y a Vicente Aleixandre, y a Rimbaud,  y también a Neruda, aunque tratara de ocultarlo hablando siempre del verde.

¿Quién es Sylvia Plath?

No cabe duda de que estos millennials son temibles ignorantes. Cogidos entre dos fuegos, el libro y la tableta, su conocimiento deriva de un lado para otro fuera de la memoria.

Fue una chica valiente. Temblaba a veces, como el viejo Beckett, pero no le temía a nadie. Cuando murió su padre fue taxativa: Nunca volveré a dirigirle la palabra a Dios. Cumplió su juramento.

Pero ese Dios la tenía agarrada por el pescuezo a la pobre. Un día se cansó de ella y le metió la cabeza en el horno de gas hasta que la asfixió.

Compuso muchos poemas interesantes, y algunos de ellos memorables, como aquel que escribió en abril del 52, año internacional de La Mujer con el Pelo Cardado: Ve a buscar el buen pichón entre las hojas doradas del maizal.

Por fin habíamos encontrado un buen tema: vino en abundancia y la ninfa a mis pies, embobada.

(Un pompier de mucho cuidado. Aún lo conservo: todos los años le cambio el faldón de los números y a rodar.)

Pero todo esto fue mucho antes de Rimbaud, Nerval, Baudelaire, Gilles de Rais…

Esa chica, Plath, sentía un odio profundo, africano, hacia los átomos y las moléculas. Pero ella misma se lo buscó. Pensó equivocadamente que un curso de Física le ayudaría a entender mejor el sentido de la vida: perdió un montón de tiempo memorizando un par de cientos de fórmulas y decenas de párrafos del libro de texto sin alcanzar una idea clara de nada. El mundo es lo que es y se hizo solo sin necesitarte a ti y, por lo que se suele ver en este planeta de guerras y hecatombes inevitables, sin que para ello tuviese que echarse mano a ningún dios.

La física es el mejor antídoto contra la poesía. Huye de ella como de la peste negra.

Ahora sólo me falta comprarle (a estas ninfas es preferible regalarles los libros que prestárselos: no los devuelven jamás) Ariel para que empiece a babear en cuanto me vea asomar la patita por cualquier esquina.

Me parece muy esclarecedor en relación a la clase de persona que nos ocupa, Sylvia Plath, de casada Sylvia Hughes, señalar un hecho definitivo en cuanto a su propia autoexigencia intelectual: hubo un tiempo que nuestra heroína pensó en escribir una tesis sobre James Joyce…

¿James Joyce? ¿Quién es? (¡Maldita millennial!)

… sin haber leído ni una sola vez Ulises.

¿Para qué leerlo? Ya sé que es autor principal. Pues eso es todo.

(Sigo creyendo a pesar de mi provecta edad que los mejores libros son los escritos por tipos que escriben sobre temas de los que ignoran absolutamente todo: el fardo que tienen de información y conocimiento falsos va acompañado de un inmejorable estilo y un magnífico lirismo, lo que valida literariamente cada una de sus páginas:

Caramba, creí que había comprado un libro de geología avanzada y usted me ha vendido un poemario escrito en cuaderna vía.)

¿Y como andaban las adultas?

Febriles, con la mirada perdida y a punto de abalanzarse una sobre la otra. Cuchicheaban, a buen seguro se susurraban cochinadas. Ni a la niña ni a mí nos ofendía aquella notable indiferencia respecto a nosotros, a todo lo que les rodeaba de ilusorio en ese momento.

La situación requería nada más que una discreta conducta.

Basta con desviar la vista a otro lado de la hoguera.

La noche hacía tiempo que nos había abrazado a todos. En breve, nos ocultaría.

De modo que dudas entre ser escritora o artista.

¿Y por qué no las dos cosas al mismo tiempo? Total, ¿a quién le importa? No te vas a ganar la vida con ninguno de los dos oficios propios de menesterosos.

No hay poeta que no mendigue una sinecura funcionarial para poder ser poeta a tiempo parcial una vez haya resuelto los problemas del pan y el techo; no hay artista plástico que no engorde el culo en silla docente aun con pinceles en la mano.

Mire usted, yo soy escritor de domingo. Mi mesa camilla es mi mejor amiga. Enciendo el ordenador y me pongo a escribir un poema…

¿Escribe usted los poemas con ordenador?

En efecto.

Vaya, qué tiempos.

¿Y cómo era Boceto?, ¿qué era? (Hijo puta nací y como tal me crie.)

Lo que no era estaba claro. Y lo que anhelaba de la ninfa, también. (Tendría que esperar algunos años… y al cesto.)

Tendrás que leer Las Geórgicas, le advirtió.

Docto caballero que prodiga sabios consejos, o meras ocurrencias… Articular una vida como la suya, hecha a saltos, de idas y venidas, de vueltas atrás y zancadas irresponsables hacia delante, no es tarea fácil. Al final acabó siendo un montón de trozos unidos a lo Frankenstein pero sin ningún distintivo formal, nada que pudiera recordar siquiera vagamente a un engendro antropomórfico.

Cien años después no dudaba en confesar a quien quisiera oírle que ya no recordaba cómo era años atrás, muchos años atrás.

(El Autor, YO,  ya te irá haciendo memoria.)

No somos ni lo que hacemos, ni lo que decimos ni lo que parecemos exteriormente: todo eso es puramente circunstancial.

¿Por qué Las Geórgicas?

Sylvia Plath siempre llevaba ese libro encima.

¿Y eso que demuestra?

No lo sé. Es un dato nada más. Ni siquiera esclarecedor.

Yo no quiero ser Sylvia Plath.

Prueba otra vía más surrealista.

El sol en el ojo izquierdo. La luna en el derecho. Y el alma en la sangre, zascandileando por las siniestras autopistas del apestoso interior del cuerpo, urdiendo trapisondas.

En realidad, soy el hombre invisible.

Eso es cierto: sólo se te ve la copa de vino en la mano.

¿Y si todo fuese un sueño?

Con un despertar final: los veinte años de RipVan Winkle. Sería suficiente con eso: un diluvio. 

Abandona uno la cama abotargado, con los ojos inflados, balbuceando palabras inconexas como un niño recién salido de una pesadilla, mezclas a Auden con Cronin, a Quevedo con Wenceslao Fernández Florez, imaginas a Cervantes dando de comer el salvado a las gallinas, o escondiendo detrás de un astroso apero las pocas monedas rapiñadas, o leyendo algún papel recogido del suelo, cualquier letreruca de oficio: el estío castellano es un veneno mortal, las llanuras de fuego, los cielos grises, blancos, incandescentes, y allí él, en medio de la nada, lejos del océano salvador que conducía a las Indias donde imploraba péndola en mano que se le hiciese merced, y que nunca llegaría a cruzar: el horizonte donde reverbera el sol prodiga las ilusiones, muda los molinos de viento, convierte los pacíficos rebaños en ejércitos, crea princesas donde hay porqueras, arma tu brazo, modifica el siglo.

La mujer de Cervantes, una cría cuando se casó con él, un viejo soldado de treinta y siete años maltrecho para el servicio de las armas, que, probado está, con el tiempo más de una vez tuvo que vivir del puterío desempeñado por las cinco mujeres de su casa, es uno de los más grandes misterios de la literatura universal: prácticamente nada sabemos de ella, salvo que era callada, sumisa y probablemente olvidadiza de sus deberes matrimoniales.

Sé de lo que tú estás hecho, pensaba la ninfa al observar a ese tipo borracho como una cuba pero delgado y tieso como un poste. Nunca sería Cervantes… ni siquiera Quijano.

No vistes a la soldadesca; tienes trajes suficientes para no hacer de uno o dos nada más, a lo sumo tres, guisados y componendas, invenciones para aparentar en la combinación del color de las prendas que guardas en tu casa más ropería que el cajón de galas de un corral de comedias.

¿Quieres que hablemos de Cervantes, autor de antojos rimados y versos que parecían, al decir del bilioso Lopillo de Vega (otro que tal, con hábitos o sin ellos, que bailaba la sebosa polla en los conventos), huevos estrellados mal hechos?

Más le hubiera valido hacerse castrador de puercos: hubiera ganado él, despreocupado gañán de posadas y ventas, barrigón y dado a socarrarías, al eructo y al palmadón en la espalda, buenos puñados de monedas, pedazos de tocino a discreción y muchos vinos, evitado cárceles… y perdido el mundo a don Quijote, caricatura de sus entrañas y espejo de los habitantes del planeta todo.

Mira el profesor titular a la ninfa, medio suiza, comedida (o fingidora, tan niña y tan cerda: es el cerebro enfermo del alcohólico el que le ofusca gravemente, pues insulta hasta a su propia cuna, qué no le endosará a esa niña los ojos, la dentellada de lobo de su mirada): esa Helvetia de sueños de geómetras, rectilínea y muda, de acompasada existencia, jamás hubiera podido alumbrar un Alonso Quijano, nacido de estercoleros guerreros, castillos místicos, un cielo de revuelta constante y sueños de grandeza, hijuelo de la hidalguía chillona del noble hambriento y arruinado que come, cena y se acuesta con migas.

¿Quieres que hablemos de Cervantes?

¿Qué he de saber yo de ése? Tanto me da…

Flotan los cadáveres en las aguas de Lepanto: los cristianos cara arriba al áureo cielo al que ascienden en las alas de los ángeles; boca a bajo los mahometanos, ensimismados, sin dioses a los que invocar, abiertos los ojos muertos en el abismo marino que los engulle, oscuridad sin nada.

Luego, después de la batalla, por avatares injustos, por olvido de Dios, don Miguel de Cervantes Saavedra es preso. El don para nada sirve, es pelotilla de culo.

De Valencia no llega ningún dinero que lo libere de la redención (se los gastó todo las Indias, que tragaba tesoros y aun lo que no había en las arcas del reino).

Preso en Argel: el cielo y el mar, los muros blancos y azules de la prisión.

Maquina huir de la mazmorra, el señor de Cervantes, uno de los más aguerridos héroes de Lepanto.

De nada le sirve la estrategia del cautivo: le atrapan a él y a sus compañeros fugitivos, ya con un pie en el agua.

Por un tris, por esto (un chasquido de dedos), no te queman vivo, cervantillo.

De vuelta a la argolla.

Peor aún acabas por valentón: encadenado y desnudo, al antojo de Hassán Bajá, que quién sabe lo que en esa cama hubo y para qué lo entretuviste en la larga y cálida noche africana. Tiempo después, el moro hideputa pide rescates: este don Miguel es de hidalguía (a caballo el caballero; en burro el aldeano; el sacerdote en mula).

De puro milagro es liberado, aunque previa entrega de dineros contantes y sonantes por pacientes frailones, de los grilletes del moro que lo tenía a su merced.

En las Españas. Qué distintas a las de antaño, donde sólo hubo una con el orbe en la mano.

Malos recuerdos de los viajes de comisionado por Andalucía (y los de cualquier otro sitio), dimes y diretes, chanchullos.

Va y viene. La espada vieja al cinto, la mano izquierda escondida por la capa raída capa; la faltriquera, vacía.

Muera, o calle.

Peleé en Lepanto (calzón con calzón junto a don Juan de Austria), informa. Más de uno le escucha y hasta le hace caso, pero la corte, que son todos los que le niegan, repudia con asquitos mal disimulados de toda la caterva de viejos cautivos malheridos.

Le tildan, con garantías procesales, de recaudador montado en mulas. Qué mal viaje.

 Para qué desmenuzar una carrera de despropósitos.

Acaba en la cárcel. Diga lo que diga él con los libros de cuentas (amañados), un buen asiento (algo incómodo) sirve para empezar a maquinar algo. Una novela, o semejante artefacto.

Escribe (por ejemplo, el Quijote), por que no tiene otra cosa que hacer.

Lo devuelven a los campos del Señor de modo poco ejemplar.

Zancasdilea por Castilla, tierra seca, heladora o ardiente, según, áspera, sin entretenimientos y con horizontes de desánimo, un desierto para el alma.

En Esquivias seduce mozas con discursos literarios: He matado más moros de los que viven en Marruecos y Túnez en esta grande época, dice sin la menor vergüenza a la vez que muestra la mano izquierda más quieta que una piedra: herida de combate: ya es muerto quien lo contradiga (y hace amago de desenvainar la hoja mellada).

A una de las mozas, por esas historias que relata, la encandila, la logra, y hasta le levanta las sayas.

Los casa un tío cura de la novia, la extraña esa de nombre Catalina de la que nunca supo nadie nada de nada: entre los parientes invitados de la moza, un tal Alonso Quijano, castellano de gestos mesurados, hidalgo, pobre, frisando los cincuenta, nublados los ojos de lecturas malas, demasiado parlanchín; un mal viento en malas horas lo barrió a la locura… o a la ilusión.

Mejor morir loco: la vida es sombría, la muerte fea y definitiva: no saberlo. ¿Qué ganas con ser cuerdo? La lenta procesión de los días hasta el sepulcro. El pariente Quijano lo lleva aparte, lo coge de un hombro, lo mira con sus ojos de alerta: blasones y méritos tengo por todos los sitios. Y el recién casado, asiente. El otro le da la espalda y se aleja. Cervantes observa su huesuda figura hasta que desaparece de su vista. Ese tipo fascina… por loco.

¿Quieres que hablemos de Cervantes?

¿Quieres que hablemos de don Quijote?

Los dos son uno, y ambos por soñadores.

¿Qué hacer?, se pregunta, el hacendado.

Cuidar de las rentas de su mujer y escribir comedias, que es oficio de desocupado, salvo… que uno sea Lopillo.

¿Alcanzará a escribir los diez mil pliegos que dicen que dice Lope, el Fénix de los Ingenios, el Monstruo de la Naturaleza, con la pluma en la mano y mofándose de todos los escribidores de no más de diez obrillas? Él solo, a cuatro manos, escribiendo sin cesar, desaloja del corral de la comedia a cuantos gallos se le hubieran colado por la puerta de atrás. Afila la péndola y los espanta: ¡A cuidar caballos a la entrada, ganapanes!

(A cuidar caballos delante del teatro, como el inglés.)

¿Quieres que hablemos de Cervantes?

Me da lo mismo. Si es tu gusto…

En 2005, nada menos, cuando las armas ya no necesitan de brazos humanos para ejercer su dominio y el espejismo virtual ha desterrado definitivamente las ilusiones que otra realidad solapada y magnífica se hallaba adherida a la supervivencia cotidiana; en 2005, donde a la ninfa y a cualquiera que sea ya les es posible contemplar a la gente por medio de artilugios que los reproducen con absoluta fidelidad en los múltiples momentos de sus rutinas diarias, comen, beben, se solazan e incluso defecan ante tus ojos, que nunca los conocerás fuera de la imagen que proyectan en una pantalla del tamaño que fuere, en el cacharro que fuese y, sin embargo, puedes saber de ellas mucho más que si los tuvieras delante de tus ojos, palpándolos, desnudándolos, oliéndoles, abrazándolos.

El escritor viejo y pobre, rodeado de putas, no sabe a qué carta quedarse: todo es miseria en derredor, un tedio insufrible y una desazón que lo mata poco a poco. La vida es una tragedia y, al cabo una terrible desgana. Pero él es un caballero español, de hidalguía de atrás y limpieza de sangre: ni un gesto de más, oculta bajo la capa raída el desprecio. Ironía, señor. Ni la sangre a raudales de Shakespeare ni los pedos y las risas sin fin de Rabelais ni las pícaras estrofas de Villon ni la sátira quevediana ni la severidad de Tirso. Creará un loco no muy loco, sentencioso y algo colérico pero de una ingenuidad tal que le lleva al espejismo y a provocarle burlas el mundo, que éste sí, le tiene por muy loco y demasiado parlero, un charlatán juicioso de actos disparatados, un ofuscado bien a su pesar que entre sarcasmos, encantos y amarguras nos tenga embelesados con sus necedades sin dejar de leer con la sonrisa en la boca.

Porque el rentista de Esquivias no tiene nada de poeta, y teme como al mismo diablo acabar en su hacienda mirando a través de la ventana la llanura quemada por el sol o turbia por la lluvia gris, los cielos vacíos, el silencio de la nada y absorto a ratos en memeces de poeta churrullero: labios de coral, dientes de marfil, los ojos esmeraldas y las lágrimas perlas.

Lo primero, huir de la mujer y el poblachón de eras somnolientas.

Caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

Acaba en la Corte.

Escribe sordo a la invectiva: puerco en pie, polilla, hablaste buey pero dijiste mu. Salió don Quijote (nada baladí): 8 reales y doce maravedíes en edición popular, y si andas en deseos de lucir biblioteca, vacía la faltriquera de 12 reales, ni uno menos, y te lo llevas encuadernado de Juan de la Cuesta, librero que es del rey.

Y a él, ¿qué dineros le quedan de toda esta empresa?

Pocos, y aun estos tardan en llegar a sus manos, si es que lo tocan, y de otras impresiones  piratas ninguno ni en esta vida ni en la otra. Que ayune, que ande acostumbrándose el poetilla.

A cambio aparece en la corte y, en seguida, en la casa su esposa, esa desconocida, sonrosada y gruesa, portando un gran cesto de manzanas coloradas colgando del brazo. Qué extraña pareja. Al cabo (al fin), Cervantes ni siquiera le legó su segunda cama.

La muerte se llevó al escritor poco tiempo después de que su entrañable personaje, el flaco Quijano, desembarazado del sueño, diese su espíritu (quiero decir que se murió) y él anduviera enredado en una novela bizantina a la que por muy poco todavía pudo ponerle fin: la parca ya le tenía agarrado por el pescuezo, le arrastraba a la tumba.

Le enterraron los buenos hermanos de La Orden Tercera de san Francisco en un sudario pero a cara descubierta, como siempre anduvo por la vida.

Vamos a dejar en paz a Cervantes.

En 2005, de él sólo quedan unos huesos confundidos entre otros huesos, y eso sólo son sin mayores disquisiciones, pero la historia continúa rebuscando en ellos quién sabe qué y en razón de que pasatiempo.

(Junio de 1992: Adiós, padre. Muere, y queda en tanta paz como  descanso dejas, que bien te las ganado, y la muerte era el negocio.)

Pensamiento escurridizo: se ha fijado en la melena suelta que luce Laura Roser, ahora dando a probar parte del helado de fresa y nata de su plato a Paula, que abre la boca con elegancia esperando la porción: no tarda en imaginarse el centauro invisible en sus brumas alcohólicas a esas dos introduciéndose la lengua en sus perfumadas bocas respectivas, lamiéndose el borde de los sexos… La melena, la frente que brilla de sudor a la luz ambarina, un castaño raro, quizás miel con reflejos cobrizos, qué espesura, y los ojos, que miran como miran los de Hanna…

Incongruencias:

un mes de febrero de mucho viento, tres años antes del febrero negro y helador del 63 cuando la Plath metió la cabeza envuelta en un paño en el horno de gas, Ted Hughes, su poeta más querido, su marido infiel, escribió una violenta remembranza del futuro: una iluminación en el espejo como un súbito relámpago que viniese de muy lejos (tan lejos como el futuro):

Vanished with head, the teeth, the quick eyes.

Now, lest they choose his head,

Under severe moons he sits making

Wolf-mask, mouths champed well onto the world.

A los dos poetas el alma les hacía de las suyas. Un día les crecieron patitas al unísono a las dos almas y echaron a andar por el mundo, que es redondo, de modo que allá donde vas, por muy lejos que sea, de un empujoncito o de un manotazo te devuelve al punto de partida.

Bardo Thödol: Cuánto nuevo por aquí.

¿Entre el cielo y la tierra?

Vaya usted a saber.

No era una especie de limbo.

Exigía la excursión: sal del cuadro y ven hacia mí.

En marcha, pues.

¿Cuánto tiempo tenemos?

49 días.

Una suma escueta.

Son bastantes para recorrer el mundo sin una mochila pesada colgada a la espalda, aprender de verdad sus cosas y las fórmulas de su sencillo y misterioso acontecer… si a renglón seguido de las patitas les salen alas a las almas. Todo se ve mejor desde las alturas. Desnudo. No hay miedo a que te descubran. Sin nada en las manos. Asomando la naricita de entre las nubes. Y allá abajo, sin ruido ni vocerío algunos. Sin alarmas. Quietas las imágenes de su corteza, sumidas en un silencio magnífico, inmutable, diverso, sobre todo sin asechanzas, la tierra sola, sin seres humanos que te pongan en almoneda ni bestias depredadoras que te vean sólo como el alimento-oferta  del día: el sol ya llena sus lugares y es menos la angustiosa oscuridad en la que maquinan y acechan la pluralidad de los hombres.

Esto es Ariel, le dijo bien entrada la mañana siguiente. Le entregó a la ninfa el delgado volumen de tapas de color azul y plata. Lo cogió con las dos manos (una ofrenda) sin dejar de mirarme a los ojos.

Somos del sacerdocio: nadie te curará. Nadie te alertará del mal.

Cien años más tarde, rechazaba despectiva triviales poemarios insulsos de poetas en candelero u otros vates oscuros de culto pero bien vivos, sin absenta ni pobreza: funcionarios, docentes: Bah, poetas menores. ¡Ni siquiera se han suicidado! 

Al escorial con ellos.

Un arte es vivir. Un arte es morir (pero hay que practicar un poco).

El amor nos da cuerda…

Y ahora indaga

en sus notas dispersas

sus claras vocales se alzan ligeras.

Un arte es vivir, un arte es morir: todo es uno.

Las manos vacías. El alma en paz.

Lo afirma la leona de Dios.

Ella que, oh dios, oh manes, se sentía en el fondo muy agraviada por esa tan identificable y repelente mujercita del hogar que cosía cortinas de colores, horneaba pan de trigo integral y tartas de manzana y pintaba primorosas flores en los vetustos muebles de antigua madera.

Todo es cálculo. No soy una buena persona, Hanna. Por eso hay mucho que decir acerca de mí.

Sobre las buenas personas nunca hay nada que decir. La bondad es poco interesante a menos que, sibilinamente, alguna fuerza misteriosa y fatal labre su desgracia y asistamos a ella como espectadores sádicos (¡a salvo!) preguntándonos (sin mesarnos los cabellos), ¿por qué, Dios mío, por qué?

Aunque quizás sea él como una calle desconocida de la ciudad, una calle tranquila, sin ningún edificio notable, pero tampoco sin nada desagradable, simplemente correcta, sin que la suciedad o la ruina alteren una fisonomía arquitectónica de líneas precisas, sin alarde: a una hora determinada hay sol en una de sus aceras, y en la otra sombra, y un tiempo después las dos aceras intercambian el color de su imagen; donde hubo sombra, hay sol; donde hubo sol, hay sombra. Y, después, todo empieza a agrisarse y la luz cada vez más apagada, más tenue, envuelve a las dos aceras por igual hasta que la noche las sume en la espantosa luz artificial de las farolas.

49 días: suficientes para un renacimiento. Renacer… ¿para qué? Uno se imagina que siempre se puede ser mejor de lo que se es: convertirse en algo superior, más perfeccionado, por así decirlo… (Y descubrió demasiado tarde que se había perfeccionado en todos sus vicios, había alcanzado la excelencia en la parte vil y monstruosa de su personalidad: ahora, caramba, sólo tendría que disimularlo. También en eso, en el arte de la simulación, se perfeccionó: tiene cara de ángel, exclamaban en el éxtasis sus amantes maduras, siempre medio cubiertas por las sábanas engañadoras, y a él verdaderamente no le veían, desencajado de su goznes, convirtiéndose en un diablo que empezaba a vomitar lenguas de fuego.)

¿Qué sabrán ellas, las de la otra acera?

En cuanto cruza la calzada para ir a su encuentro desarmado, con las mejores intenciones, ellas cruzan la calzada a su vez y se instalan en la otra acera opuesta. Así, siempre. Es como un juego. El juego de la silla.

Transcurrieron un par de semanas. Hanna le devolvió el libro.

Le dijo que el libro era para ella. Nunca presto libros, le aclaró, ni a jóvenes ni a mayores, y mucho menos a viejos con lentes de culo de vaso. Y jamás a los niños y adolescentes, que los rompen sin más ni más, así que debo frenar mis impulsos de estrellar los libros destrozados contra la pared. Prefiero regalarlos antes que romperles yo a ellos, a los niños y a los adolescentes.

¿Qué clase de adulto presta libros a los jóvenes? Un enfermo.

Cogió de nuevo el volumen, pero sin aprensión, menos mal, y lo apretó suavemente contra el pecho.

¿Qué tal?

No he entendido nada. Quizás sea debido a la traducción, una nunca sabe.

El libro es para ti, porque hay libros de poesía que se tienen que leer durante toda la vida.

Bueno, pues a lo mejor, un día…

Los libros de poesía son sinuosos, escurridizos, a veces impenetrables.

No comprendo muy bien lo que dices.

De todos modos hay poemas muy inteligibles en esas páginas. Entiendes enseguida su motivación.

¿Como cuales?

No sé, bastantes de ellos. Tú persevera. A lo mejor deberíamos haber empezado con El coloso.

Preferiría no hacerlo.

El coloso: su padre murió demasiado pronto, y a ella, esa fatalidad, la mató un poco, le desgajó una parte de su mente y la dejó incompleta: sólo fue feliz hasta cumplir los nueve años de edad. Luego, todo fueron roturas, incluso el marido, los hijos.

El coloso:

De tu lengua brotaba el sol,

de mí las horas casaban con tu sombra.

…………………………………………………………

El aire es pródigo.

…………………………………………………………

Padre, novio, tú

en este huevo de Pascua

bajo una corona de rosas.

Le (compró) prestó otro libro… no tan inocuo como pudiera sugerir el rostro de su autora en la fotografía de la solapa, una anciana muy atractiva que se cubría el cabello sin teñir con una boina ladeada,.

¿Quién es?

Murió hace cinco años.

Lo raro es vivir.

¿Por qué le compras libros a la hija de Laura?, pregunta Paula durante el desayuno de un domingo, como quien da los buenos días, mientras unta de asquerosa crema de calabacín una tostada de trigo integral y bebe de un gran vaso un jugo que compone una rara mezcolanza de diferente cromatismo pero igual de asquerosa: una especie de cieno verdinegro.

No veo por qué no había de hacerlo.

¿De verdad?

Me gusta pensar que los lee o que los leerá. A pesar de su adolescencia moderna, miserablemente digital, aún puede salvarse. Puede que hasta se los compre ella misma un día. El hecho de entregarle esos libros es algo muy inocente, una labor eminentemente cultural y desinteresada.

En ti no hay nada inocente, hijo de puta: hiedes a tus propios sesos revueltos friendo en una sartén. Una pizca de sal, una hojita de laurel, disimulan el olor a la porquería de tus adentros.

Y todavía no son las once de la mañana. Ojo con las terribles tardes de los domingos, a solas en la casa con la bruja piñones y el pelo sin lavar o, peor incluso, recién lavado y arrollado en rulos, sentada de cualquier manera a la mesa de la cocina, con las narices metidas en las hojas del periódico, sobre el regazo el suplemento cultural de ayer, la revista dominical de hoy. Pero aún no es mediodía. Ni siquiera sabe uno donde va a comer. Y ya estamos en esas. Terrible día, lentísimo, denso como el fango. Malditas sean todas las religiones del mundo y la caterva de sus festividades que acarrean detrás.

Pero, ¿qué hacer?

Vaciló, adrede, un poco.

Fue valeroso, entonces: puede que le enseñe como dómine que soy a entrar en sitios que se llaman librerías. Una tarde morosa y otoñal, amenazante de lluvia, hasta puede que cruce la entrada, admirada de tanto volumen en los estantes. Un título le llama la atención. Algo ruborosa, pues es la primera vez que deambula por una tienda de aquella naturaleza (del diablo), avergonzada de que alguien descubra a hurtadillas el libro elegido, abre las páginas, lee una línea aquí, una palabra allá… ¿Y ahora qué hago? ¿Lo compro o no lo compro? ¿Y si lo vuelvo a dejar en el estante y me largo por donde he entrado? El maldito libro en las manos empezaba a pesar una tonelada… de papel inútil. ¿De veras voy yo a leer algún día este mamotreto? ¡Maldición! ¿Cómo se sale de aquí?

(Librerías: comedores de opio.)

¿Didáctico tú? No sabes nada de nada. Nunca sabes nada de nada. Vives en el limbo, Bocetillo.

No me llames de aquesta guisa, fembra calabacín.

Cierra el pico.

(Sólo 49 días.

No se demanda más para un renacimiento. El viaje purificador te reintegra al mundo de los vivos absolutamente perfecto, como hecho de nuevo.)

Paula mordisquea su tostada.

Anoche, muy borracho, muy entrada la noche, sin pasar por la ducha, desnudo y empalmado, él hizo un avance en la cama, le metía los dedos entre las nalgas.

¡Ni se te ocurra!, farfulló ella, y le propinó un codazo en un pómulo que lo dejó abatido el resto de la noche y del amanecer.

(Un poco más arriba y me hunde el ojo izquierdo, el del sol.)

Lo raro es vivir.

¿Qué tal si lo acompaña con Seymour: una introducción?

¿Qué te ha pasado en el pómulo?, pregunta la eximia guionista conteniendo la risa a la mañana siguiente.

(¡Zorra!)

Veo en esa chica, esa pequeña Hanna, un gran potencial (?). Hay en ella una seriedad infrecuente en las de su edad, miente el santo esposo, también dominical una vez por semana, con absoluto descaro, Una hondura…, balbucea a punto de ponerse a llorar de asco. El extrañamiento de sí mismo, el aturdimiento que le producía mirarse en el espejo y ver a un desconocido con sus propios pensamientos y temores, las angustias de todo tipo, comenzaba a ser verdaderamente intolerable. Ya era un doble, el doble.

Tú lo que ves es una vagina tierna y limpia, fragante, una chiquilla formalita y complaciente con la que solazarte, querido profesor.

Honduras: bucear entre abisales pensamientos, penetrar en los misterios de la creación toda.

La ninfa-muñeca con la que poder jugar a meter los deditos, darle tantas vueltas sobre su eje con las faldas levantadas que a uno se le antoje mientras las buenas gentes distraen su ocio contemplando día tras día las pantallas de sus televisores.

Con un domingo de abril uno no sabe qué hacer por más que se imagine mil perrerías: descuartizarlo sería poco, triturarlo en el mortero…: ponerse a ver la televisión estimula el crimen sádico.

Ya no recuerda de qué iba El Año Internacional de 2005.

Tal vez el de El Sapo Ilustrado.

Todo esto son ocurrencias de un rencoroso en viaje (en un pullman) alrededor de su cerebro, se dice. En estos precisos momentos debería empezar a correr y echarle el guante al Charlie de turno, que ha librado este fin de semana: Ven acá, tunante (más que a bar de neones por fuera y tapizados de cuero por dentro, el calificativo recuerda a taberna de suburbio o a un  bistrot del París canalla del siglo XIX), ¿adónde crees que vas? Escancia en mi copa vacía y olvidemos el mundo inmundo.

Domingo: cada uno se las apaña como puede. El eximio Dalí, sin Gala a mano, que estaría follando extasiada con algún paleto de Figueres, se inventó el muy truhán el método paranoico-crítico, lo que le permitió hasta su desgraciado final (firmaba diez mil hojas en blanco al día a cambio de mil dólares cada una pagadas a tocateja, dicen los que de estas cosas entienden) hacer el memo con tal de disimular el terrible tedio y las ganas de asesinar a niños gorditos a quienes sus padres les compran balones con el único propósito de que hagan amigos en el colegio invitándoles a jugar. Puro surrealismo… todo, el mundo todo.

Domingo, maldito domingo.

Una excelente película que posiblemente no volverán a proyectar jamás en una sala de cine. Y de la televisión no espere usted nada bueno, si exceptuamos su capacidad hipnótica para mantener quietos a 5.000 millones de seres humanos echados a perder por indiferentes y estupidizados, autómatas para siempre jamás. Desarmados, desarticulados, hombres y mujeres huecos.

¡Ay, ay!

¡Sufro, mísera, sufro, tormentos sin fin!

¡Malditos muráis, pues nacisteis de mí,

una madre funesta, y perezca también

vuestro padre y la casa con él!,

acabaría diciéndose la buena madre un domingo por la tarde, cuando los diablos más crueles pinchan con los fríos tridentes la carne y el miedo terrible a no ser nada antes de la nada, todo le empujaba a la desesperación.

Lo raro es vivir.

Un antepasado cavernícola, ancestro reiterado putero asimismo, coleccionaba objetos, cosas que en realidad sólo le servían a él para mitigar una ansiedad que no hallaba remedio salvo en el ínfimo placer que constituía el preciso momento mercantil de adquirir una nueva pieza que incrementaba alguna de sus colecciones. Incesantemente se renovaba el ansia, puesto que lo ya tenido, lejos de satisfacerle, como a un tío Grandet cualquiera todavía acuciaba más en él la fiebre de la posesión. Los domingos se disfrazaba de ferroviario a ninguna parte. Toda la casa era un andén… y allí se quedaba esperando, siempre, en cualquiera de las estancias de la casa, el próximo tren, el que verdaderamente le conduciría al fin del mundo (pero que lo traería de regreso inmediatamente después de atravesar por fin el horizonte).

¿Qué domingo es éste?

El día del Señor.

¿Qué domingo dices que fue?

¿Cuál?

Aquél que descubrimos la melancolía y una tristeza nocturna y lacerante a la salida de un cine horas antes de cenar.

Un domingo siempre es el domingo. No hay distinciones que valgan. Eso que cuentas sucede el domingo, el que fuere.

El mejor día de la semana para ir de servicio de putas es el domingo, dijo uno de repente, como si fuera a explicarnos la receta de las torrijas de su madre. Un silencio surrealista, tipo 2 sobrevino de inmediato, hasta que otro, oportunamente, lo rompió con ironía:

Lo dices en serio? ¿Llevamos a la puta respetuosamente también los pasteles comprados en Noel después de salir de la misa mayor de las doce?

Era lunes y estábamos en la biblioteca del departamento. Yo desentrañaba en ese momento, línea a línea, párrafo a párrafo, valiéndome del Diccionario de los Conceptos Extravagantes y los Dislates Singulares, las enrevesadas definiciones y acepciones pertinentes que exigía el cometido esclarecedor: soy especialista en textos diabólicos de estética (una vaciedad absoluta), sobre todo de aquellos que atañen a artistas españoles de las décadas sesenta y setenta, unos tipos con verdaderas agallas en el arte (suplementario al que los definía como artistas) de la sugerencia, el dime y el direte, el digo y el Diego.

Alzamos los ojos de los libros y las tabletas abiertos bajo las narices. Hasta M.D., la Glotona Mamadora, aún en medio de la resaca del violento sexo del sábado, sentada a un lado, dirigió uno de los ojos, apuesto que el derecho, hacia nosotros mientras el ojo izquierdo continuaba dando tumbos por las páginas de Beyond Modern Sculpture.

Le mirábamos extrañados a aquel uno. ¿Y eso? Pero nadie abrió la boca: la expresión de estupor en los semblantes era general e idéntica.

Nos sonrió no sin regocijo: iba a hablar más acerca de sí mismo que de cualquier otra cosa, algo que le reconfortaba bastante y le otorgaba expresión ufana.

Están tan cansadas, tan ahítas de su cuerpo y el de los otros, que puedes hacerles toda clase de guarrerías. Yo siempre voy de médico, bien pertrechado con mi instrumental bien esterilizado, soy una especie de Jack el Destripador que las deja vivas después de las prácticas y las minuciosas exploraciones, sin que me turbe ningún remordimiento. Podría decirse que procedo igual que uno de esos pescadores que vuelven a arrojar al agua las capturas tras desprenderlas de los anzuelos una vez han experimentado el poder transitorio sobre la vida y la muerte de un ser vivo, pez, puta o hasta la jodida mosca del vinagre liberada del frasco de vidrio.

Se trata de tener buenos sentimientos.

Mételos en la escusabaraja y te los sirves para cenar.

¿Y respecto a la puta?

La dejas intacta, recompones la figura, coges tu maletín y te vas a casa, que ya es hora de recogerse, que se quede con los pasteles: mañana, lunes.

El enano (1,51), profesor de Instalaciones y Controversias Plásticas en el Departamento de Pintura (y Afines) de la facultad de Bellas Artes de Valencia, disentía, aunque sin levantar demasiado la voz (¿para qué hacerlo?):

Una puta tiene la habilidad, nada rara por otra parte, de sacar a la luz  lo peor de un hombre, su parte más oscura. Eso es imposible que suceda un domingo, pues la gente suele ponerse ese día de punta en blanco, no mancillarían sus atuendos así como así. Y también las almas, que son de Dios, se hallan libres de pecado gracias al canibalismo sagrado de comerse la carne de ese dios y beberse su sangre. Además, a medida que el domingo decae se acrecienta una suerte de postración emocional e intelectual que sepulta cualquier deseo físico como no fuere lanzarse en plancha a la cama. El domingo limpia, asea las malas intenciones, abate sin remedio. Sólo los dementes y los muy malvados, los que comen niños entre semana, salen indemnes del domingo, maldito domingo.

Los domingos todos vamos de blanco. Blancos y radiantes como una novia (de los cincuenta) próxima a desposarse: todavía sin desarreglar (como debe ser y sin necesidad de que le remiende la vieja sabia de los avatares carnales con los trebejos del tricot o vaya usted a saber con qué el bendito mil veces agujero que distingue a la hembra del varón), intacta, nada gustadora hasta ese mismo momento del bodorrio de cualquiera de las embestidas de la polla sabatina y de eyaculación precoz de los jóvenes machos de nuestra época, que desde los quince años ya andan ejercitándose en tales menesteres litrona en mano, porrito entre los labios y la mirada turbia y desviada.

(Aunque yo sé, de la crónica de aquel tiempo y la de mucho antes, de algunos culos de ambos géneros que, vamos, vamos, recompuestos ad infinitum.)

 (Mañana será otro día.) (Lectivo.)

Le regaló el libro a Hanna, un día de atrás. Ya han pasado un par de semanas desde la cena durante la cual (oh, destino, inescrutable, mi dilecto, divertido e imprevisible compadre de mis aventuras) Paula y Laura, intercambiándose saliva, se juraron amor eterno hasta las uvas de la nochevieja de ese año, 2005, del que tampoco recuerdo su forma (¿de pepino?), y  después el cuerpo dirá.

De la introducción a Seymour hemos pasado a la muerte de Seymour.

Seymour un tipo que confunde azules con amarillos.

Buen pescador el tipo, atrapador de peces exóticos, atisbando siempre en el mundo submarino de las almas.

(Mal asunto: ¿quien te quiere a ti?)

Yo no puedo con un solo plátano. Ni un bocado. Me dan asco.

A él, a Seymour, también: de modo que después de zamparse setenta y ocho plátanos, la única forma de asquearse del todo, pero del todo todo, de sí mismo y de las cosas del querer, se revienta los sesos de un tiro de pistola. Ya no sabía por donde salir, así que… Ahí queda eso. ¡Pum! (¡ah, aquella época que los propios dibujantes rotulaban los bocadillos de los tebeos!).

Un plátano puede ser muy peligroso, sobre todo si lo utilizas como es debido en el arte de la guerra (?).

Puede ser trágico (y te mata) o si, por una de esas, te lo metes en el culo (qué divertido) y te mueres de la risa.

Sobre todo para el personal sanitario que te descubra a la mañana siguiente de tal modo, despatarrado boca abajo en la cama y en el culo el plátano enhiesto para arriba: ¡Mira el hijoputa, qué cachondo!

En fin (otro que ya se ha cansado de pensar: cuando uno fija la mirada en el horizonte de su ombligo y te suelta en un suspiro mariano la expresión esa tan inoperante es que ha cerrado el grifo de la sesera y hasta ahí he llegado, de manera que no suelta ni una gotita más). 

Así que en fin… A otra cosa, vago del pensamiento qué cortito el pasatiempo, ¿ya estamos ahí?, ¿eso fue todo?, ¡qué muerte chiquita!, eyaculatio precox.

Inocente y feliz (en fin): ¿a qué alargar la sembradura, hembra exigente? (en fin).

¿Y qué me dices de la cultura?

Ninguna necesidad hay de esa costra pegajosa sobre la piel que excreta por la bocaza abierta: soy hombre de dineros y buena mesa. Me basta (y aun me sobra) con eso.

Te lo suelto en latinoparla o en roman paladino:

Sea un ome nescio y rudo labrador
los dineros lo facen fidalgo y sabidor.

Eres muerto.

Y después de 49 días, sapo o príncipe… pero nunca el que era.

La ficción también recicla y en solo una jornada de locura o entretenimiento visionario los prodigios nacen como los nabos: la hija (de pelo en pecho) de Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales devino en maravillosa princesa por la que jugarse las costillas deshaciendo entuertos por el mundo en su nombre.

Pero todo es mañana. Hoy, tengamos la fiesta en paz.

No se restablece la conexión… y hay que seguir.

No entiendo nada de lo que dice ese tipo: imagínense una berenjena hablando debajo del agua, pues tal cual.

Mi pensamiento es complejo.

Tu pensamiento es ininteligible.

A veces nos quedamos verdaderamente en blanco: por el cerebro rondan las palabras pero sin ningún orden.

Este es un burlador, y no traigamos a cuenta cosas que nos enreden y aparten de lo principal.

A Hanna no le había gustado el libro.

No se anduvo con rodeos. Soltó la censura (infantil, casi visceral), que tan sólo era una confesa declaración de sus gustos personales, con toda la insolencia posible que proyectaban los maravillosos ojos verdes de su adolescencia tan campante y libre de prejuicios:

No me gusta la gente chiflada. Y, además, no me parecen nada interesantes los tipos ingeniosos. El ingenio es un arte de andar por casa, puro fuego de artificio.

Y eso, ¿lo has descubierto tú solita?

Al final, todo es cartón-piedra…

Es posible, sí…

Tipos que nunca crecieron, pero que nada tenían que ver con Peter Pan, ese anclaje en lo más trivial de la fantasía: no crecer, agachados entre canicas, siempre oliendo braguetas y bragas (a esa altura de los adultos, más o menos, sus naricitas) en tu deambular por el mundo. ¡Qué ilusión! ¡Que se coman su propio olor con una buena ración de col frita, la cosa más asquerosa que puede vomitar una cocina!

Padre…

Póstrate de hinojos. Habla, mierdecilla. Besa el brillante de mi solitario. Inclina la cerviz. Tienes mi venia. Habla o calla para siempre.

Yo estaba en esa edad que, delante del televisor (en blanco y negro, lo que hacía que todo en la pantalla pareciera una tomadura de pelo), con el poco envidiable bocadillo de membrillo de la merienda en la mano, me parecía de lo más natural que animales de distinta especie hablaran y se entendieran entre sí. Desgraciadamente, a partir de los 7 años, hasta hoy mismo, aquello ya me pareció irreal de todo punto: Caramba, me dije, no seamos niños, niños tontos de parvulario quiero decir, a mí no me engañan esos extraños emparejamientos… Si al menos cada especie hablara en su idioma particular aún aún, pero de ahí que un elefante, Dumbo, pueda comunicarse con el ratón Mickey, con un gato, Tom, charlatán donde los haya, o el sabihondo y redicho Bugs Bunny, pues no sé, Disney, la verdad, ¿qué hablan esos bichos, una clase de esperanto del reino animal?: ¿Qué me estás contando?, ¿te quieres quedar conmigo?, ¿estás loco?, ¿a quién quieres engañar, cabrón?

A otro perro con ese hueso.

No le había gustado el libro. Qué le vamos a hacer.

Bueno, hay muchos donde elegir el más adecuado.

Los caminos que conducen a Sade son inescrutables.

Es tan libre, ella…

Y tú con la joroba a cuestas… Más te valiera haber vivido en desmontes, lejos de cualquier urbanidad, un hombre de arrabal y fogatas, con el rostro muy curtido por el sol y la intemperie, de muchas hojas de periódicos en los bolsillos de las chaquetas y los abrigos, que es el atuendo habitual de los sin techo, inalterable, haga frío o calor, instalado a perpetuidad en la grisura eterna del atardecer con el perfil sombrío de la ciudad moderna muy al fondo de tu estampa gitana y tu paisaje de hierbas ralas y vías de tren.

Como sin venir a cuento, un día de esos, de esos tan vulgares como el pronombre que los define pero a la vez tan arbitrarios, de esos que amanecen como espejos rotos donde uno se mira troceado y minúsculo en los añicos y todo a su alrededor se ha fragmentado, se resquebraja como el cristal más tenue, uno, al que todavía le queda algún resto de masoquismo (que un Charlie no tardará en disipar), va desentrañando los sucios vericuetos de una existencia a la que es imposible hallar un significado cabal, aquellos lóbregos pasadizos y subterráneos por donde discurren los deseos y los secretos, las confesiones inconfesables, y entonces se dice como agarrándose a una tabla de salvación en medio del naufragio que el truco consiste en ir un poco más aprisa que el tiempo que te llena de arrugas, de años, de asco, de inapetencias, de ir más aprisa que el desaliento y la resignación suicidas, dejar atrás todas esas mazmorras llenas de telarañas y actos oscuros del pasado al que conviene perder de vista cuanto antes, ir en busca del tesoro.

En el fondo, los tipos que han escapado de la zozobra, importándoles todo un ardite, aun columpiándose en la cuerda floja, buscan su propia felicidad y nunca, puesto que no reparan en ella, la de los demás, que es inútil empeñarse en ella.

La senté en la barra de la bicicleta azul, atravesamos campos de amapolas y espliego, de tomillo y romeros en flor, y al pedalear sin esfuerzo contra la brisa matinal sentía su cuerpo juvenil y fragante, como si ella fuese algo muy hermoso que brotaba de mí mientras con las manos, algo temerosa, sujetaba firmemente el manillar, le rozaba los pequeños senos, aspiraba la frescura de su nuca y su perfil: la llevaba al paraíso montados en el ave más azul y fabulosa que surcara el cielo… y no descubrí en ningún momento, porque estaba loco de amor propio, su sonrisa de felicidad, los ojos brillantes de dicha, la plena conciencia en ella de que a los quince años el mundo todo era un tesoro donde hundir las manos y no un enmarañado laberinto de espejismos. Ella era la sirena, y el tesoro era de verdad y todo era de verdad, ella, yo, éramos de verdad.

Los caminos que conducen a los poetas verdaderamente malditos son inescrutables.

Nerval versus Salinger.

Se entiende mejor en francés.

Respecto a la prosa:

Le regaló, taimado, una colección de cuentos en español:

Pilares versus Carver.

Ese niño gordo a quienes sus padres compraron… etcétera.

¿Quieres hacer el favor

¿En esas historias andas? ¿Eso es lo que piensa? ¿Tenemos que seguirte en tal navegación entonces, y sin regañadientes? Ni el viaje ha de ser próspero ni vislumbro el mar en calma, lo tenemos alborotado.

El mejor de los viajes es aquel del que se desconoce su destino final, si es que lo tiene, y el vaivén es lo de menos: basta con dejarse llevar.

Vamos a la deriva.

¡Y qué!

Muy seguro estás de tus errores, como suele decirse desde los tiempos de Yahvé.

¿Seguro? Soy mi primer lector, por eso no estoy nunca seguro de nada. En la segunda línea de cualquier página, en cuanto lo desee, puedo despistarte, zafarme de ti y de mí mismo como de una mota de polvo: si me da igual a qué puerto arribe yo, imagínate lo que me importas tú, no me importas absolutamente nada, por mí como si te quedas sentado en una vía del tren a las afueras de la ciudad o entras en una librería a comprar el mismo libro de siempre con distinto título.

Le regala libros. Alimentaba el cebo.

Lo raro es vivir: ya vimos más atrás como se las gastaba el seductor.

¿Qué tal?

Hablamos de viajes: ese libro, le dijo, es una introspección, un verdadero viaje al centro de la protagonista, que no sabe muy bien por donde va, pero que habla mucho consigo misma, quizás demasiado, así que sólo ve a su alrededor lo que piensa en lugar de ponerse a pensar lo que ve.

Ni tú ni yo, sobre todo yo, qué risa, somos personas rizofitas: estamos cada uno a un extremo de la cuerda pero no la tensamos para nada; uno, por borracho; la otra, por falta de fuerzas todavía.

Hay que ver lo lejos que se puede llegar en una sola semana pensando, recordando unos pocos hechos del pasado o precipitándose a cualquier clase de excursión nocturna: hasta el mismo núcleo del corazón alcanza uno. (¿Sin escafandra?) Los otros personajes que suben y bajan sucesivamente al tranvía, los acompañantes de sus correrías, son los afluentes que alimentan de savia, de imaginación, de incertidumbre y de esperanza a la infatigable viajera Águeda, con un libro de Dante en una mano y una traducción a medias del ruso en la otra.

¿Qué tal?

No sé.

Como a la protagonista, a mí también me encanta adentrarme en el bosque. Cuanto más intrincado e impenetrable, mejor.

Hanna cambia de rumbo.

Así que eres profesor de Historia del Arte.

Anduve por La Bauhaus, etcétera, compañero de copas de Goya, etcétera, alumno dilecto de Klee, etcétera.

¿Tú sabes quién es Paul Klee?

Un pintor suizo… ¿O era alemán?

Yo era quien le sostenía a Velázquez los pinceles. Yo era quien atemperaba los arrebatos alcohólicos de Vincent. Yo era el bufón predilecto de Picasso. Yo era el espía del manazas de Francis Bacon. Yo era el niño sonriente compañero de juegos y del arito de Joan Miró.

En realidad, a la peña de este curso les estoy machacando sus cerebros digitales con aquel grupo de visionarios e intelectuales tan sucintos como las tres formas geométricas elementales y los colores primarios con los que se limitaban procesualmente en sus creaciones. Aquellos tipos desterraban de sus propuestas lectivas la fantasía… pero luego la recobraban para la concepción y organización de su plástica la mayoría de ellos (la retórica, parecía indicar el ideario de sus lecciones magistrales, era una sentencia a muerte sin paliativos en el mundo del arte que ellos preconizaban: merecedora de fusilamiento, muerte por gas, envenenamiento, salto al vacío, horca, inyección letal, fusilamiento o electrocución).

No creo ser capaz de disertar sobre Orcagna a ese puñado de infelices que han regenerado desde el ombligo un nuevo cordón umbilical que les une indisolublemente de por vida a los trastos con pantallas que portan desde que amanece el día hasta que se ilumina del sol que no ven, se oscurece y  vuelve a amanecer.

Me gustan los tonos del azul. Algunos (?) más que otros. Hay una gran diversidad de ellos. (¿70.000 tonos de cada color?).

El color es una sugestión, apela directamente a los sentidos, a la percepción, al contrario que la forma... o la no-forma, que ya busca tu aprobación estética.

Y dijo desde el estrado el Gran Profesor uno de sus días jocundos y menos alcohólicos: no es lo mismo el azul del cielo (el azul del cielo azul) que el de unos calcetines azules.

Ellos, los insustituibles, al ponerse a hacer arte procuraban diseñarlo muy bien. Tal era el secreto.

Cuando tenía tu edad yo siempre iba con un libro debajo del brazo por el mundo, que eran las treinta manzanas de mi barrio. Una especie de contraseña que advirtiera a mis senejantes de mi presencia: tendréis que leerlo si queréis llegar a mí, mortales. Yo era un confundido. Al mundo, a mi barrio, al menos a las dos terceras partes de sus habitantes, no le interesaban para nada los libros y, mucho me temo, yo les importaba menos todavía.

Así que el Dante.

No ves lo que verías libre de ilusiones.

Ella dijo algo sobre su madre, poeta, traductora y pintora.

Laura Roser pinta a la maniera de Utrillo, pero no pinta utrrillos. Paula me lo dejó bien claro. Pero era yo el profesor de Historia del Arte, ¿iba a dejarme pisotear en mi propio terreno? Ah, no. Querida, dije…, Laura Roser es traductora, y eso contamina lo suyo en un arte de creación original, sin débitos ni añadidos espurios: falsifica sin mala intención lo que toca.

Hanna y yo volvimos al Klee (antes pasamos de nuevo por Seymour: escribió ciento ochenta y cuatro poemas… pero eran cortos; tal vez alguno de ellos sólo tuvieran una línea o dos, cualquiera sabe, sólo tenemos constancia de lo que nos cuenta el liante de su hermano Buddy, que es un nombre de conejo, pero este Buddy, también podría ser un buen nombre de galletas para el desayuno, este Buddy, decía, se anda por las ramas todo lo que puede, como un mono monje que se llamara Buddy, cuando menos te lo esperas aparta a Seymour de la narración de un codazo y refiere que un delicado poeta japonés al final de su vida se hallaba atrozmente atormentado por las hemorroides, me están matando, confiesa el pobre y elegante poeta nipón sin pensar en la inmortalidad para nada, que es lo que suele ocurrir cuando el culo te arde como una tea por dentro, oriental semita celta, califica Buddy, ¿no es un nombre conveniente para un helado de vainilla?, a su hermano mayor, un tipo con tal sentido del humor que se niega a publicar sus poemas porque hay demasiados lotos en ellos, aún son demasiado orientales, dice, un tipo tan divertido y ocurrente, existen muchas pruebas de esta aseveración como para contradecirla sin más ni más, que una mañana se revienta los sesos de un disparo después de haber prevenido a una niña de diez años acerca de los peces plátanos, eso por no mencionar el poema del joven viudo y el gato blanco, una de las parejas significadas en verso más estrambóticas de la literatura mundial, un tipo verdaderamente excepcional, a juzgar por lo que vamos descubriendo merced a Buddy, que ahora que lo pienso tiene nombre de muñeco de plástico, un tipo que es capaz de escribir en japonés, entretenernos contando las charletas que mantienen entre sí unas lavanderas, que además pasó los dos primeros años de su vida en Australia, que por entonces, la época realmente Seymour, era como la Atlántida, o como vivir entre los habitantes de cristal de Venus, lo cierto es que página tras página vamos sabiendo cosas interesantes de la existencia del biografiado a saltos de anécdotas y antojos varios, aunque no de la especie intime, que diría el tal Buddy, un diminutivo, Buddy, que si se le añadiera de remate el apellido Love, le iría pintiparado a cualquier hortera de cabaret ataviado con un terno de brillante alpaca y con el llavero en forma de sirena verde del coche en la mano, pórtate bien, le diría sin ironía a otro hortera presuntuoso que zascandileara por el templo, y te dejaré jugar con mi llavero, pero Seymour no es de esos, es algo mucho más complicado, como un reloj suizo hecho de desafíos, qué me vas a contar de un individuo que se comunica con sus hermanos colocándoles cartas debajo de los pomelos del desayuno y que escribe las críticas de los cuentos que lee a lápiz en libretas robadas de los hoteles, un ser sin complejos, a decir verdad los suicidas no suelen tener complejos, ahora que lo pienso, mira por dónde, si los tuvieran se limitarían a llorar debajo de la cama sin pegarse un tiro en la cabeza o a lanzarse al vacío, así que nada de complejos de dientes amarillos, rodillas hacia adentro, pelo ensortijado, picha corta o con el ojo derecho a la funerala y el izquierdo a su aire, al reír con la boca abierta a Seymour le importa un pimiento verde mostrar sus dientes amarillos y bonitos al decir de una niña de lo más sabihonda que aún no entiende de bocas marrulleras y alientos podridos, pobre Seymour en el fondo, caer en manos de la pluma hedionda de un desalmado cronista cuarentón canoso, barrigón y fláccido, escritorzuelo de esquina,  y que sin embargo le admira más que a nadie en el mundo, sería por el tiro en la cabeza, digo yo, ese final, esa remisión por los siglos de los siglos amén, eso es todo amigos, que confesaría Bunny con la zanahoria a un lado de la boca, en fin, fíate de las víboras escondidas entre las páginas aún en blanco, fíate del tipo que va a grabar tu nombre en mi anillo, pero que a la vez va desnudándote asquerosamente poquito a poquito hasta que te mete en la cámara de gas con el gatillo a punto (los peces plátanos y las pistolas de los suicidas mordaces sólo funcionan en los cuentos cien por cien literarios, estallan como globos… rellenados de sangre fresca), de modo que Buddy, que tiene nombre comercial de mantequilla, cómo no lo había pensado antes, confiesa casi al final que Seymour era aquel tipo que aborrecía de veras que alguien escribiera a lápiz anotaciones en los márgenes de los libros de la biblioteca, libros que eran de todos los estudiantes de la facultad y nadie tenía necesidad de enterarse de las indecencias intelectuales de otros lectores a los que no les importaban desnudarse públicamente mediante sus glosas pueriles, ah, Seymour, quedarse calvo antes de los treinta y tres, que es una buena edad para diñarla y hacer buenos camaradas de armas judíos, crucificados o no, en el más allá que corrieran la misma suerte, se te caía el cabello a puñados ya a los treinta y uno y un día, sin tener ningún deseo de conocer a que sabían los treinta y dos años, una edad llena de jornadas grises perfectamente anodina, por otra parte, si uno se para a pensarlo, un día especialmente, el de los peces plátano, por ejemplo, dijiste, basta, por esa razón o por la que fuere, pero ese día tuvo que ser el de la detonación, y posiblemente no ibas peor vestido que otras veces a pesar de la corbata amarillo azafrán y las chaquetas desmedidas que insistías en comprarte, cuando no te venían largas te venían cortas, jamás en su justa medida, al menos eso dice el implacable testigo de tu hermano Buddy, un nombre que me recuerda mucho a unos polvos que se utilizan para hacer flanes caseros (¡qué oxímoron!), el tipo al que no se le pasa una (mala o estrafalaria) en el recuento miserable de tu capa más superficial como ser humano: algo cuenta acerca de tus olvidos a la hora del baño o la ducha diarios, que es algo que debería permanecer tan secreto como el número de las eyaculaciones mensuales de uno, que cada cual se las componga como pueda, así que poco, pero algo es algo, conocemos de ti, Seymour, un buen tipo que jugaba al ping-pong, perdía o ganaba jugando al póquer sin dejar de sonreír y, para calmarla, le leía cuentos taoístas a su hermana pequeña cuando todavía era un bebé de diez meses y lloraba desconsolada por las noches.

Pero ella no va a entender lo que le estás leyendo, Seymour.

Tiene orejas. Y oye.

Charlie, lo que tenía que hacer uno para llevarse a la ninfa a la cama, qué de trabajos: hasta derribar a base de pelotazos el muñeco de peluche Seymour en un barracón de la feria de La Alameda: toma, querida mía, mi Hannita, para que te haga compañía en las largas noches de invierno junto a tu almohada.

Se portaba muy bien, Charlie (escancia, cobarde), por la cuenta que le traía: sé dócil, tesorito, de lo contrario caerán sobre tu cabeza, como castigo ejemplar, media docena de películas del Este comunista que guardo en el desván de los abuelos con las calaveras de JD. y Fiodorov. Troya iba a ser la perversa sesión continua sin descanso posible sentada ante la pantalla en una butaca al estilo del temible cine Pompeya (asiento de madera sin tapizar, respaldo de rigidez homicida) que, por otra parte, jamás proyectaría filmes como los que podría contener una enunciación típica del tiempo de su exhibición en la España de cuando entonces, cuando Franco: El quinto jinete es el miedo, Jacobo el mentiroso, Los ojos vendados, Estructuras de cristal, La adopción, Kanal, Amokfutas, Las margaritas, Carlota… ¡Cielo santo, qué tremendo potro de tortura para las jovencitas de los vertiginosos años dos mil con el pensamiento acelerado, un índice de concentración intelectual por debajo seguramente del nivel 1 y con un conocimiento previo de la historia del cine de menos 0,5! Y cero mondo y lirondo respecto a la cinematografía del Este, donde tanto hay para elegir en la rutina del blanco y negro con subtítulos… ¡Hasta el hartazgo!

(Cine trascendental… y festivalero, dijo uno.)

(Cine de los que se mastican las reflexiones, dijo otro.)

Un buen trago de aceite de ricino y una conjuntivitis de larga duración sería el colofón de la penitencia, de manera que, al pilón.

Un toque de distinción juvenil: puedo prest… regalarte para tu solaz tres libros de gran evasión y autoayuda: Tarzán de los monos, La isla del tesoro y Robinson Crusoe… añadiendo, por supuesto, los libros menos idiotas (no todos lo son) de Dumas, Jules Verne y James Oliver Curwood (¿Qué tal La mujer acorralada?) y la serie de los guillermos. Tampoco dejaríamos a la zaga el Drácula y, probablemente el más divertido de todos ellos, El lazarillo de Tormes.

La serpiente la convenció, el árbol engendraba libros en lugar de manzanas, se desprendían de las ramas maduros del todo: arribarían, por fin, hasta Sade (o en su lugar Rimbaud, Baudelaire… Mar en calma y próspero viaje.)

En la feria el muñeco Rimbaud precisaría una docena de pelotazos hasta lograr hacerse con él, pero aún fueron menos de los que necesitaría el tirador de pelotas de trapo para tumbar a Lautréamont.

Nerval salió en un número premiado de la tómbola.

Ahora yacía en su dormitorio juvenil muy bien acompañada por semejantes compañeros de viaje, ositos de peluche que ocultaban en su panza infantil hombrecitos con las garras bien afiladas y a punto el sexo enhiesto y rojo como el rabo del diablo: la violaban en grupo mientras ella soñaba incoherencias pueriles, se entrometían en sus vigilias, entre sus piernas.

Puedes bailarle el agua y excitar su interés leyéndole también cuentos taoístas: son de efecto fulminante.

Qué majadería. Eso sólo serviría para dormirla del todo: una ninfa narcotizada, laxa como una almohada, es como un pelele sin vida, una masturbación entonces, ¿y qué hacer?… Qué pasividad degradante, qué fardo… erótico inaprovechable.

Engatúsala: empezaste así: siento la fétida compañía de las tres hermanas, Hannita, las tengo pegadas a la piel, mi moira, mi porción asignada de la tarta de la vida, agotada y conclusa, soy tan viejo como las tres ancianas inflexibles, las hilanderas de toda existencia, las que hilan, devanan y cortan: Átropo, la inapelable, la más cruel, la que nunca cede, acecha tras mi cogote, presta se halla tijeras en mano a cortar el hilo que me une a la vida, estoy perdido, agotado, expedito, ha llegado mi hora… y yo no tengo un amigo como Apolo que me salve de su sentencia con engaños.

Hanna, mi Lilith, nacida del barro, de la tierra, y no de costilla del hombre, serás la primera mujer del mundo, la mía primera por encima de cualquier eva, serás mi igual, y ambos burlaremos al dios y al diablo.

La ninfa se reía, Charlie. Así son ellas, qué burlonas.

Créeme, tú nunca tendrás que levantarte antes de la siete de la mañana para prepararme un aromático café bien caliente, huevos revueltos con panceta, tostadas y un par de rodajas de piña, y siempre me tendrás a tu lado para limpiar los cacharros de la pila en la cocina, puedes estar segura: los platos sucios se inventaron para que los enamorados los laven conjuntamente mirándose a los ojos después de una suculenta comida o una romántica cena a la luz acariciante de unas velas.

Soy capaz de aprender a planchar (y no sólo corbatas, servilletas o pañuelos de dimensiones precisas, sino incluso camisas y blusas floreadas).

Soy capaz de coser botones, remendar calcetines y arreglar los fondillos de los pantalones y cualquier otra compostura. Soy experto en Corte y Confección (Sistema Amador).

Soy capaz de dejar la loza de la taza del inodoro espejeante de tan bruñida.

Soy capaz de limpiar los cristales de las ventanas, cepillar la ropa de invierno, quitar el polvo de los muebles y de las librerías, barrer los suelos, abrillantar la plata, pulir los pomos de las puertas, lustrar el parqué, pasar la aspiradora por las alfombras, hacer las camas, desempolvar tulipas, pasar el plumero por los cortes de los libros, cocinar a la perfección 53 recetas, preparar postres y pelearme hasta quedar exhausto con las vendedoras y vendedores del Mercado Central para conseguir el mejor género en las charcuterías, las carnicerías y las pescaderías y distingo sin dudar un instante un producto fresco de la huerta de otro que en la mitad de su vida dejó de ver el sol y fue cadáver y pasto de bromuro en mortecinas cámaras durante el tiempo que se les antojó a los intermediarios de la sola ganancia y ninguna pérdida.

(A mí no me la dan con queso.)

Por lo demás, sé elegir y maridar un buen vino, sé utilizar la pala del pescado, no apoyo los codos encima de la mesa, dejo hablar cuanto quieran a los demás comensales y no eructo jamás.

Otrosí: ninguna de mis numerosas amantes declara haberme oído roncar nunca… salvo mi santa esposa que sostiene vengativamente lo contrario y así lo manifiesta en toda ocasión que se le presenta para zaherirme y humillarme en público.

(Señorita ¿uiere usted bailar con mí?

Si guarda la pistola en otro sitio…)

No me creo un héroe ni un superdotado, tengo la edad suficiente para jugar con las ideologías como con las fichas del dominó, caen una detrás de otras, una detrás de otra, una detrás de otra,  y sé que todos los milenios de la historia que me empujan hacia delante son un océano de sangre y cuatro reglas económicas que sólo favorecen el bienestar y la codicia de una exigua parte de las multitudes miserables que han poblado el planeta en uno u otro siglo.

Mi querida Hanna, créeme, todos los bustos y cabezones de bronce de los guerreros y próceres de la historia suenan a hueco.

(Padre, hombre de bronce, ¿qué cojones hace la 48 de Haydn zumbando a todo volumen?

Aquí estamos, mierdecilla, dándole al manubrio.

Junio de 1992, terribles vísperas.)

Hanna, tampoco soy Platón, pero puedo darle el esquinazo a quien me lo proponga; en realidad, he aprendido desde joven, sin necesidad de leer a Platón, que el ser humano es un misterio irresoluble, y lo es porque no puede ser tan sólo una especie más, encarnada en una u otra forma de las que habitan la tierra: no puede serlo porque es capaz de destruir a todas las otras, inclusive la suya propia. Entonces, ¿cuál podría ser el sentido de una evolución tan siniestra?, ¿cuál el propósito de una creación orgánica que parece contradecir su aparición espontánea y natural cuando ese ser podría eliminar cualquier signo de vida en el planeta en cuanto se lo propusiera?

A: El ser humano es un limpiador de especies de los planetas viejos.

B: El ser humano es una simple bacteria cósmica con fecha de caducidad como tantas otras de miles de millones que pululan en las galaxias. Su existencia está medida y condenada. No dejará tras de sí ni rastro.

C: El ser humano es un error de las leyes naturales.

D: No sabe. No contesta.

(El silencio, filósofos y santones, es la mejor respuesta.)

En fin, uno va rebajando sus expectativas hasta que reduce a lo más mínimo sus ambiciones.

Así que, La Bauhaus…

Menos es más.

Soy profesor, ¿recuerdas?

Ah, esa horrible y precaria arquitectura de La Bauhaus, esos cajones abiertos al sol, a la hostil intemperie… Finalmente, parieron al siniestro Kahn con sus pétreos corredores y agujeros sombríos o cegadores de luz…

¿Siniestro?

Letal desnudez.

(¿Cuántos años tienes?

No sé. ¿Veinte?

Estupendo. Me parece una buena idea.)

La Bauhaus… A los veinte años todo artista debería saber trabajar con las manos. En esa especie de oficina del espíritu creador les enseñaban a eso, a ser primero artesanos (de lo contrario, cien años más tarde, pongamos 2008, un presunto artista trueca en intérprete circense y entretiene al personal vaciando una montaña, llenando una galería de arte de pelotas de golf usadas o se mete en el culo delante del personal –atónito, convengamos en ello- una escoba por la parte de la paja). Luego, cuando devinieran artistas, deberían ponerse inmediatamente a la transformación social de su tiempo que hiciera mejor a sus coetáneos.

Addenda: ¿cómo puede uno inspirarse encerrado en una jaula de paredes desnudas, simétricamente perfectas, estéticamente nulas, precariamente pobladas? La desolación se vierte sobre tu cabeza como la gélida pintura que cubre sus tabiques anega de frialdad tu mirada.

A los veinte años uno ha asesinado a Picasso cien veces de cien maneras diferentes desde que amaneció hasta que la noche nos ocultó con su manto oscuro.

Maldito cerdo Picasso, maldijo con sosiego, resignado, tratando de penetrar más con el pensamiento que con los ojos el negro firmamento punteado de estrellas: nos dejó sin juguetes.

En fin, qué le vamos a hacer, nos nació antes que nosotros los artistillas este acaparador de la atención mundial, hombre ni guapo ni feo, mal tallado, de ojos como dagas de negro carbón.

Quizás, qué tiempos los actuales, baste con quince años para andar a manotazos con las corrupciones del mundo. Rondando los quince años tenía yo, querida Hanna, cuando murió El Gran Español Feliz. ¡Qué mundos tan dispares los nuestros!

Tus quince años tienen encerrado el mundo en un puño.

Atisbas emocionada aquello que corrompe, que magnetiza.

Tus quince años son la llave del mundo.

A tu edad yo andaba vigilante por las arañas negras que andaban acechantes por detrás… Quiero decir... En fin.

Te hablaría del padre Aurelio, un diablo disfrazado de humano. Otros había, pero más inofensivos, cobardones, reprimidos, patéticos, como el Octavio, que sólo era un sucio y maloliente pajillero con la mirada extraviada y el belfo de bestia. Te hablaría de aquella alimaña, el mentado de las cinco vocales, pero vamos a dejarlo en paz y que se pudra en su tumba. Y estaba el Arlanza, que miraba a hurtadillas las piernas desnudas de los primeros bachilleres, frailecillo rubiales y miope, de pelo ensortijado muy aplastado sobre el cráneo, de ojillos azules congestionados tras los lentes de metal dorado, que cada vez que golpeaba con saña al alumno inofensivo objeto de su ira y frustración, terminaba desfallecido, exánime, como recién eyaculado bajo la negra sotana.

Siempre supe, cuando aún adolescente, que con los años todo me iría mejor. ¿Sabes por qué?

Silencio sepulcral.

Te lo diré. Porque tenía la absoluta certeza de que todos los demás que se habían cruzado en mi vida (mil escuetos: haz suma, crees conocer el universo y son cien calles, dos docenas de ciudades, cinco países, mucha televisión y… lugares y seres humanos demasiado semejantes a ti) irían a peor. Eso me ayudaba a auparme al primer puesto de la clase.

¿Qué fue lo de después? El Siglo de las Luces también trajo las sombras de los tipos como yo, El Gran Boceto

Pregúntale a Charlie, colecciona mis pecados y de cuando en cuando, sin dejar de escanciar en la copa, me los refiere uno a uno, para que no los olvide.

Quince años… Eran el tuyo y el mío dos mundos muy diferentes, incluso los colores serían distintos.

¿Cómo era tu madre?

¿Además de lo que era por su naturaleza?

Además de eso.

Era malvada… sin llegar a hacer daño a nadie. Simplemente, manipulaba el destino, quiso ser la que ya era.

Sería la cuarta hilandera.

A los quince años, un día sin nada especial que lo distinguiera de los otros, quise escribir una historia, pero no sabía de qué manera empezarla, ¡y era una historia verdadera!, y mucho menos cómo acabarla.

¿Y?

Lo de siempre… Empecé a mentir.

El primero que supo de mi propósito fue mi papá, pobre papá: Padre…

Habla, mierdecilla.

Voy a escribir La isla del tesoro. Vuelvo a tener once años.

Pero esa historia, niño plagiario, está escrita desde hace un siglo.

Pero no conmigo dentro, padre.

Pues eso también es verdad.

Hay que empezar a pensar que en las novelas, además del escritor que las urde, se requiere la presencia de un testigo objetivo que contrarreste las ocurrencias de su autor, aparte de que siempre es aconsejable un deponente que levante acta de lo sucedido más allá de lo escrito.

Deponente… Qué te parece. Pues, adelante, manos a la obra, ¡por Neptuno!

Hoy mismo tomo la pluma…

A instancias de mi amigo Jim Hawkins, de la posada Almirante Benbow, joven analfabeto pero listo y de verlas venir, yo, Ignacio Guerrero de la Mar, tomo la pluma en el año de gracia de 17… y vuelvo al tiempo…

¿Y de la mano de quién vas a ir?

Seré el Robinson Crusoe de la isla de El Esqueleto. Dueño absoluto de la isla, siempre oculto a los ojos de los demás, iré de un lado a otro de sus cuatro puntos cardinales como Pedro por su casa y nadie podrá descubrirme en ningún momento. Espiaré a unos y a otros  de la pandilla caballeresca de Jim Hawkins o del mugriento grupo de John Silver, me mezclaré en sus aventuras sin ser visto… aunque tal vez cambie un par de cosillas de la acción, elimine a algún otro personaje y me saque del magín una princesa náufraga que, sujeta a un pedazo de madera, las olas acaben depositando medio desnuda y exhausta en la playa. No variaré la historia: yo me recrearé en ella. Seré el aventurero invisible que recorre a zancadas la isla donde se esconde el tesoro de Flint. Bordearé la costa desde el Monte Trinquete hasta el monte Mesana; desde la Cala del Norte  y la Cala del Carnero al Fortín. Incluso puede que, sólo por gusto, aprovechando el desorden y el fragor de las escaramuzas, me haga con un fusil y le meta un balazo por la espalda a alguno de los piratas, al más ruin y cobarde. Pero nadie se percatará de ello: soy el hombre invisible, como lo es el narrador, sólo que yo estoy metido dentro y él finge lo que está llevando a los personajes de aquí para allá.

¿Y cómo andamos de estilo en tales piraterías? El lenguaje es la carne del relato.

Estilo sucio pirata. Verbigracia:

1/. La única razón por la que me gustan los jovencitos es que algunas noches de luna llena me convierto en una bestia depredadora y en cuanto le echo el guante a uno me lo como crudo.

2/. A los piratas parcheados basta con hundirles un puñal en el ojo sano para inutilizarlos por completo: un empujoncito sobre la borda y en un santiamén se convierten en comida para peces.

3/. Limpio la faca en las tripas del apuñalado: salía la hoja reluciente de sangre y oro entre las largas morcillas de los intestinos.

Esa carne me sabe a recocida.

No es bocado para todos los gustos.

Que aprendan a escribir para niños de verdad.

¿Qué hay de la princesa?

Caerá en manos de los piratas, puesto que el formalito Jim ni siquiera le echa un tiento. Y dispuso de cien ocasiones para hacerlo sin que nadie lo impidiese. En primer lugar, fue él quien la descubrió medio desnuda en la playa; fue él quien tuvo que despojarla de la ropa mojada y destrozada, por lo que se halló a su merced durante un buen rato, y el tipo melindres se limita a contemplarla como si fuese una captura marina más, y también fue él quien le hizo recobrar el conocimiento, así que hubiera sido muy fácil que la chica se le entregara en cuanto hubiera chasqueado los dedos, enamoradísima hasta las cachas. Sábado, tal era el nuevo nombre elegido para esta hija de la mar, pues ese fue el día de su aparición, se habría convertido en su esclava sin rechistar. Pero ese chico tiene alma de posadero por muy valiente y arriesgado que se muestre con los piratas, hombres fáciles de engañar si andan tesoros de por medio. La codicia les ciega. Sólo ven oro y piedras preciosas a su alrededor, de modo que son incapaces de ver la mierda que anida en el corazón de un niño de verdad. Matan con el júbilo y la inocencia del pirata, y no como hombres perversos y calculadores como el tal Jim y el resto de la panda de La Española, tipos en verdad inflexibles y de buenas costumbres: Dios nos libre de las buenas personas como el doctor Livesey, el caballero Trelawney, el capitán Smollet…

Y usted, desalmado violador de doncellas, infame aprovechado de sus infortunios y naufragios, ¿de dónde diablos salió? Sabemos que es el misterioso señor de la isla de El Esqueleto, ¿pero cómo llegó allí?, ¿qué le hizo saber de ella?

Ciertamente, no naufragando.

Yo era huésped desde hacía semanas del Almirante Benbow. Ocupaba un altillo de la posada, donde distraía el tiempo tratando de escribir a la manera de aquel granuja español llamado Lázaro de Tormes la narración de mis andanzas por las calles y la zona portuaria de Bristol. Confesaré que a lo largo de aquellas calles lóbregas repletas de tabernas  y burdeles de la más baja estofa hubo de sucederme de todo. Mi juventud me disfrazaba tanto como mi porte de noble cuna y mis facciones delicadas de mis vicios, que eran numerosos. Hastiado de aquel tipo de vida, a punto estuve de enrolarme en un barco ballenero que partía para el otro lado del Atlántico, pero mis correrías me habían dejado muy maltrecho. No se me ocurrió nada mejor para recuperar las fuerzas y levantar el ánimo, que tenía al borde del colapso total, que esconderme en cualquier modesta posada, a unas cuantas leguas de ciudad tan pecadora, y dedicarme por entero a un trabajo intelectual que serenase mi espíritu, entreteniera mi corazón y me alejara de las tentaciones a las que tan fácilmente sucumbía.

Yo era inteligente. Era mi comportamiento el inadecuado. Y, sin duda alguna, el obsceno escenario por donde me movía el causante de mis flaquezas y el origen de todos mis pecados.

Ya vemos, las malas compañías. En el fondo, además de buscador de tesoros, eras un buscador de virtudes.

¿Por qué no decirlo de ese modo? Mi madre, todos los diablos la tengan entretenida en el infierno para siempre jamás, no cesaba de aconsejarme con buen tino que me apartara de las malas compañías, y me lo repetía continuamente: Te llevarán a la perdición (que es el lugar donde los pecados de esa mujer han encontrado acomodo: haced lo que yo diga, no lo que yo haga, suelen decir nuestros queridos progenitores).

Porque también tú, amiguito, como dirían las otras mamás de los otros zascandiles que son tus malas compañías, eres una mala compañía para ellos.

Dios los cría y ellos se juntan.

Lo cierto es que, aunque tronado y con la bolsa casi en ayunas, arribé al buen puerto del Almirante Bebow, me hice con un puñado de hojas con la intención de narrar lo que había sido mi vida hasta entonces y decidí, por una vez en mi vida, ser todo lo sincero posible. Página y media después de escritas se me acabaron todas las excusas para disculpar mis torpes avatares y tropelías renuncié a proseguir una empresa que se hallaba mucho más allá de mi capacidad de confesión. Aburrido y sin otra cosa que hacer, pues el tiempo era calamitoso, todos los días eran oscuros, brumosos y húmedos, anegados de lluvia desde el amanecer y el viento helado obligaba a cerrar los ojos sin tregua si aventurabas un paseo más allá de tu habitación, me entregué plácidamente tumbado en el jergón, envuelto el cuerpo en un pesada manta, junto a la luz de dos gruesas velas, a la lectura de un montón de novelas españolas traducidas al inglés por un misterioso J. T. Pitt que descubrí metidas en una bolsa de cuero debajo del camastro del altillo. Alguien debió ocultarlas allí por cualquier razón. Le pregunté al chico de la posada, pero éste, que siempre tenía cara de susto, me respondió que él nada sabía, que era muy corriente que los huéspedes en tránsito olvidaran alguna de sus pertenencias en las habitaciones al partir con el coche de posta y que hiciera con ellas lo que me viniese en gana, que a él tanto le daba.

Lo único que podía hacer era leerlas. ¿Qué otra cosa podría hacerse con tal baratijo? Tal vez ese mocito posadero, que se declaraba autor de una estimable novela, algo que yo siempre puse en duda, fuese analfabeto,  así que mal uso podía hacer de aquellos libros encuadernados en rústica que a punto estaban de deshojarse y a los que su notoria incultura no encontraba ningún destino.

Andaba yo enfrascado en las aventuras algo rancias de un personaje navegante por los cielos y escrutador indecente de techos agujereados y puertas y ventanas entreabiertas escritas por un tal Luis Vélez de Guevera cuando el estruendo de unos portazos a la entrada de la posada me sobresaltaron de un modo que se me cayó el libro de las manos y arrojé por descuido, al librarme de las mantas que me envolvían, uno de los velones al pequeño montón de las descabaladas novelas españolas que a punto estuvieron de ser chamuscadas por las llamas. Luego, durante la cena, supe de la llegada intempestiva del nuevo huésped, un viejo marinero alto y curtido por los mil vientos marinos, de sucia trenza y el rostro moreno cruzado por una espantosa cicatriz. El tipo de tan siniestra apariencia, como toque final de su insania, canturreaba una cancioncilla en la que mezclaba incoherentemente los vivas al ron con el cofre de un muerto. Lo que más me sorprendió de él es que de buenas a primeras evidenciara que era hombre de medios, y a pesar de la tosquedad de su apetito, pues siempre le vi comer a la hora del desayuno, en el almuerzo o en el plato de la cena huevos con tocino, que no dudaba en acompañar con dos o tres vasos bien colmados de ron, no dejaba de hacer sonar en las faltriqueras las monedas de oro que de cuando en cuando dejaba a la vista. Por lo demás se hacía llamar capitán, nunca cesaba de llevarse al coleto vaso tras vaso de ron y, durante el día, continuamente oteaba con un anteojo marino el horizonte del mar desde lo alto de las rocas de la caleta. A pesar de que el chico de la posada le prestaba no pocos servicios a aquel marinero en dique seco, y no de balde, pues le sonsacaba cuatro peniques al mes, pronto observé que el capitán era a mí a quien llevaba su verdadera atención. Más de una vez le entendí deseoso de entablar una conversación conmigo.
Una tarde oscura y fría, ya cerca del anochecer, sin nadie presente en la sala que servía de comedor salvo nosotros dos, sentados ambos en mesas cercanas, no lejos de la chimenea encendida, nuestras miradas se cruzaron a través de la luz vacilante que filtraban los cristales esmerilados de las ventanas. Sin variar ni un instante su expresión adusta, me hizo una señal con la mano para que me acercara. Recogí pluma y papel, abandoné mi asiento y me senté a su mesa. Sus ojos anegados en sangre  me asustaron. El hedor que este hombre desprendía, una mezcla de tierra húmeda, alcohol y ropa estragada y cubierta por una costra de sudor y  suciedad casi me hizo vomitar. Con un brusco movimiento de cabeza dirigido a la botella encima de la mesa me propuso beber un vaso del inevitable ron. Dudé bastante en hacerlo, pero al final pudo el diablo y olvidé los buenos propósitos que me habían conducido hasta esa posada a orillas del mar. Me acerqué a la repisa junto al mostrador y cogí un vaso. Tomé asiento de nuevo. Sentí que el hombre no perdía de vista ninguno de mis movimientos. Sin pensarlo dos veces apuré de un trago la bebida como un verdadero pirata, mantuve los ojos cerrados y dejé escapar por la boca abierta el aliento de fuego que atravesaba mi garganta.
La suerte estaba echada.

Dejé bien abiertas las orejas.

Volvimos a llenar los vasos. Casi hasta el borde. Le imitaba en todo: Ahora ya estamos hundidos en la misma charca de la granujería: el joven tan viejo como el viejo, ya maestro en sus maldades y ardides antiguos, me sorprendí diciéndome sin despegar los labios.
Durante unos minutos permaneció en silencio, bebiendo a sorbos su doble ración de ron y mirándome fijamente, como si intentara averiguar de qué clase de calaña estaba yo hecho. Sus ojos de tortuga, nublados y llenos de legañas, escrutaban hasta el mismo lugar donde se escondía mi alma pecadora.

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