domingo, 21 de septiembre de 2025

27

Mantuve su mirada enrojecida sin inmutarme, y de cuando en cuando iba vaciando mi vaso con el ánimo de inspirarle la mayor confianza: es de sobra conocida la estrecha camaradería que logra establecerse entre dos buenos bebedores, como si el vínculo que les une en esa circunstancia propiciase para siempre una santa hermandad. Y así podíamos haber seguido hasta el fin del mundo: hacía más de tres semanas que no había probado una gota de alcohol hasta esa tarde de invierno lóbrega y terrible, por lo que el efecto del ron fue fulminante. Me sentía atrevido, temerario incluso, a la vez que dispuesto a secundar lo que planeara ese tipo arrojado a tierra firme quien sabe desde qué barco y al que sus trazas, bravatas y borracheras ya le revelaban definitivamente como un pirata… y también su temor de ser descubierto por sus antiguos compañeros de fechorías: su constante vigilancia en la costa pertrechado del catalejo, las miradas furtivas a su alrededor y el vigilante a soldada que se había procurado para que le pusiera sobre aviso ante la llegada de cualquier nuevo huésped, explicaban de sobra su condición corsaria. De pecadora trocó mi alma a acechante.

Huía ese despojo del mar de alguien peor que el diablo. Eso era tan evidente como la cicatriz que desfiguraba su cara.

Finalmente, se decidió a hablar

Muchacho, dijo con su voz de caverna, es hora de que tú y yo cerremos un trato antes de que venga el de la pata de palo.

Supe que debía guardar un prudente silencio. Que fuera él quien soltara la lengua. Quizá me conviniese cualquier pacto con aquel truhán. No obstante su fiero aspecto, hacía tiempo que adivinaba su absoluta indefensión, sin más maldad que su apariencia. Empecé a simular que estaba más bebido de la cuenta.

Inclinó el torso y acercó su maloliente cabeza tocada con un increíble sombrero arruinado del que colgaba un ala hacia mí sin soltar el vaso: No me fío de ese chico, el hijo del posadero, con su cara de mosquita muerta. Estoy seguro que vendería mi pellejo por un penique más de los que le pago.

Insinué una leve sonrisa pero continué con la boca cerrada, que es la actitud más acertada para sonsacar a un pirata borracho los tesoros que quizás alumbre su sesera.

Y tú tampoco me engañas… Se echó para atrás y sorbió las pocas gotas de ron que aún contenía su vaso. Lo depositó con cierta violencia sobre la mesa y a renglón seguido enarboló el índice de la mano derecha frente a mi rostro al tiempo que esbozaba una mueca desdeñosa. Sólo que prefiero un bribón como tú para lo que tengo que llevar a cabo que la maldita ayuda que puedan prestarme pícaros como ese niño posadero, tan aseaditos y obedientes que si te descuidas a las primeras de cambio te dejan con un palmo de narices, que es la manera finolis de decir que te dejan con el culo y las pelotas al aire.

Llevé la vista al fuego de la chimenea que caldeaba la estancia a duras penas. Las llamas, como puntas de lanzas ardientes, se me antojaban advertencias de un futuro próximo… que tanto podían ser nefastas como anunciadoras de la mejor fortuna. Eso tendría que descubrirlo más tarde por mí mismo si decidía seguir la corriente a aquella ruina de lobo de mar encallado en tierra firme.

Ya era noche cerrada a pesar de ser todavía media tarde. Afuera, el viento ululaba, el cielo se iluminaba de relámpagos y se oían romper las olas tempestuosas sobre las rocas y la caleta. De pronto un escalofrío me recorrió la espina dorsal, como si despertara bruscamente de un mal sueño.  

En breves minutos se prenderían todas las velas, aparecerían en la posada algunos de los huéspedes, el grupo acostumbrado de parroquianos nocturnos en busca de su pinta de cerveza, y la posadera iniciaría los preparativos para la cena, todos ellos, a mi parecer, se convertirían en testigos indeseables de mi supuesta camaradería con un tipo tan estrafalario y poco honorable, lo que me revelaría en el lado de los pillastres, al otro lado de los buenos ciudadanos con su impoluta y laxa conciencia en paz, algo que en mi actual situación en nada podía beneficiarme. Sospeché, valiéndome sólo de mi intuición, que corría un grave peligro si llegara a ser de dominio público que el viejo pirata de la cara cortada parlamentaba conmigo en secreto y me hacía objeto de confidencias acaso demasiado comprometedoras.

No me gustaba lo más mínimo el papel de confidente que aquel tipo me endosaba sin miramiento ninguno y más aún sin conocer exactamente adónde me conduciría aquella navegación, por así llamarla.

Sólo nos alumbraba los rostros las fantasmagóricas llamas oscilantes provenientes de los troncos que se quemaban y crepitaban sobre la plancha de hierro.

Había que poner cuanto antes las cartas boca arriba, sacar lo que de provecho me interesara de la complicidad que buscaba en mí y poner tierra por medio hasta aventurarme en ese mar que ya intuía protagonista absoluto del futuro que me aguardaba.

En realidad, ¿qué espera usted de mí?

El pirata, borracho del todo, miró en derredor escudriñando las sombras oscilantes que se cernían sobre nosotros, y bajó el tono de su voz hasta la cautela del secreto.

Afuera había empezado a llover a cántaros, y las ráfagas de viento hacían temblar en los goznes los cristales y los postigos de las ventanas.

¿Qué me propongo? Valiente pregunta. Quiero que me ayudes a desenterrar un tesoro. Serás muy bien recompensado si me sirves con lealtad… pero encontrarás la muerte si intentas engañarme. Y en este punto sacó de entre los faldones de su blusa una navaja marina de considerables dimensiones. Te abriré en canal como a un tiburón con esta buena amiga que ha enfriado con su helado acero mucha más sangre de lo que puedas imaginar, masculló al tiempo que pretendía imprimir a su rostro una expresión de fiereza que a punto estuvo de hacerme reír. Naturalmente, yo ya estaba dispuesto a embaucarle sin el menor escrúpulo si el tesoro del que hablaba existía y no era producto de su fantasía y sus delirios de corsario bravucón. Algo barruntaba en él, a despecho de su desastrosa conducta, que me hizo pensar que acaso no hablaba en balde. La existencia de ese tesoro también podría explicar su empeño en no dejarse ver y su temor, tan visible por otra parte, que le producía la llegada de cualquier forastero a la posada. Quizás se escondiera de un compinche de sus crímenes o, peor aún, de alguien a quien hubiera traicionado en relación a aquel tesoro y trataba de protegerse de una terrible venganza.

Como fuere, yo ya había tramado unas cuantas resoluciones que pudieran llevarme a buen puerto. En primer lugar, tenía  que comprobar cuanto de cierto había en sus palabras; a renglón seguido urdir un plan, y, luego, desembarazarme de él, algo que me resultaría extremadamente fácil, pues era un viejo de torpes movimientos sólo capaz de asustar a un niño y, por si fuera poco, se hallaba borracho desde que amanecía hasta que se ocultaba el sol. Podría aplastarle como a una mosca a la menor oportunidad que me lo propusiese. Finalmente, si todo se desarrollaba como era de prever, emprendería la marcha en busca del tesoro y me haría con él sin reparar en medios y sin doblegarme ante nadie.

De modo que se trata de un tesoro… del que únicamente usted conoce el paradero exacto.

En efecto, muchacho. Sólo el viejo capitán sabe adónde hay que dirigir la proa del barco y mantenerla recta como una lanza hacia su destino de oro.

¿Cuál ha de ser mi cometido?

Paso a paso, grumete. Para empezar deberás defenderme de cualquier atentado que se alce contra mí en este lugar. Huelo en el aire de esta caleta además del agua salada, bendita sea, un peligro inminente. Los días de bonanza han llegado a su fin, me temo. Esos nubarrones que oscurecen todas las mañanas y las tardes desde que amanece no presagian nada bueno, mozalbete, ni tampoco este viento que amenaza con levantar techos, romper los batientes de las ventanas y desvencijar puertas. No me engaño. He vivido muchos años desafiando los embates de la mar para que no conozca lo que me anuncian: me hablan a mí, casi me gritan hasta hacerme estallar los oídos, me advierten que coja el remo y ponga mares por medio…

¿Y qué le impide hacerlo? Esta misma noche de perros puede tomar las de Villadiego…

¿De perros has dicho, tunante?

O de diablos, qué más da, el caso es que ahora mismo puede abandonar la posada y partir hacia cualquier otro lugar desconocido.

No sé, chico… Tampoco querría ser como aquel tipo que corría y corría sin llegar a descubrir nunca que era de su propio miedo del que huía, pues ya hacía mucho tiempo que nadie andaba tras él.

En aquel momento comprendí que ese hombre estaba perdido, su misma indecisión le condenaba a lo peor. Me apresuré a jugar mi última baza. El viejo y andrajoso capitán no volvió a abrir de nuevo la boca, se le caía la cabeza como a los pollos una vez dormidos.

Quedó somnoliento, abatido, con los ojos medio cerrados, inmóvil como una estatua: y pensar que ese tipo lamentable era la esfinge que defendía la cueva del tesoro…

Aún tenía, sobre la mesa, el ruinoso alfanje asido a la mano, como el náufrago que sostiene un pedazo de soga, creyéndose salvado, en medio de un mar tempestuoso.

Las pisadas de alquien que bajaba desde el piso de arriba me pusieron en guardia, en unos instantes el dueño de esos pies aparecería por la puerta de la sala malamente iluminada por los leños ardiendo donde nos hallábamos y sería testigo de nuestra complicidad. Se prenderían luces, se desvelaría la componenda entre ese pecio indeseable y yo.

Había que poner punto final a la charla.

Un súbito, deslumbrante relámpago rasgó la oscuridad de la estancia. El trueno posterior, casi inmediato, sobresaltó al capitán, que abrió de par en par los ojos y las orejas aterrorizado, como si hubieran desembarcado al lado de la mesa todos los espectros de los que venía huyendo.

Estoy dispuesto a defenderle de cualquier asechanza que ponga en peligro su vida, le prometí, pero necesito que me proporcione más pruebas acerca de ese tesoro del que habla. No puedo arriesgar mi vida ni mi tiempo sin estar seguro de la recompensa que podría obtener. Y le aseguro que tendrá que ser un beneficio en verdad sustancial. Deberá suministrarme una información más sólida que las palabras balbucientes de un borrachín hablando sin ton ni son. Y deje en paz esa navaja mellada tan inútil como una santa Biblia en sus manos temblorosas, analfabetas y pecadoras.

Regresé al pacífico anonimato de mi mesa.

El mellado lobo de mar, con los ojos bajos, mantuvo un silencio hosco.

Unos minutos después, ya espabilado, otra vez con el vaso lleno de ron, el viejo pirata engullía el acostumbrado tocino con huevos que le había preparado la posadera. La sala se iba llenando de parroquianos. Yo preferí cenar en mi cuarto.

Mientras me dirigía a la puerta, al pasar junto a él, con disimulo y en susurro le anuncié que esa noche le haría una visita en su habitación. Asintió con la cabeza mientras regueros de una yema densa y amarilla se le escurrían por las comisuras de los labios hasta acabar pringando su astrosa barba.

Nadie advirtió nada.

Yo tenía mis planes. Yo era, y tenía que seguir siendo, el hombre invisible ante los demás personajes de esta historia.

Poco después de la medianoche, golpeé con los nudillos la puerta del dormitorio del capitán. No hizo falta que abrieran desde el interior, ante mí la puerta se deslizó suavemente invitándome a traspasar el umbral.

Sobre el camastro, sin desvestir, despatarrado como una rana, el viejo pirata borracho, con los brazos colgando a los lados del estrecho jergón, boca arriba y abierta hasta mostrar el glotis, dormía y roncaba a pierna suelta. Pensar que ese andrajo existencial hecho una ruina ante mis ojos podía inundar de puñados de monedas de oro los años de mi futuro me causaba enormes interrogaciones. Pero… quién sabe. El diablo, más que el dios juez mudo e infalible, es el hacedor de nuestras acciones dudosas e imprevisibles en nuestro peregrinar sobre la corteza de la Tierra: él, armado de rabo, orejas puntiagudas y tridente en ristre, bien escondido tras la pluralidad de sus disfraces, ataviado de engañifas, de nieblas y de tretas invisibles como la tela de una aviesa araña, parecía decidir nuestros inciertos destinos y derroteros por mucho que recorramos naciones y naveguemos los océanos. Dios calla, observa, mide… esa su inconmensurable y desconcertante grandeza: no interviene en las cosas de los hombres. Di un paso adelante. Sabía, desde mucho antes de entrar en ese cuarto apestoso, lo que venía a buscar. Y a fe mía que lo encontré al cabo de un rato hurgando en su baúl de marinero. Enseguida descubrí lo que de verdad era de mi importancia: una talega de cáñamo repleta de monedas de oro, y no dudé un solo instante en embolsarme bastantes de ellas, y un legajo de papeles que aceleraron los latidos de mi corazón: entre los manuscritos se hallaba su condena a muerte; en otras palabras, lo que podría enriquecerme hasta el fin de mis días. Me bastó echar un vistazo a aquel pedazo de papel mugriento y sobado, pero muy explícito, para comprender que el desastrado marino no mentía: era el mapa exacto de la isla del tesoro, la isla de El Esqueleto, la ruta a seguir para dar con el punto preciso donde presumiblemente se enterraba el cofre del tesoro del temible capitán Flint, antiguo camarada de nuestro patético huésped. Memoricé el contenido del mapa y las anotaciones adjuntas, cosa que no me fue difícil en absoluto, y volví a colocarlo en su lugar entre el legajo de papeles.

"Un árbol grande, en la vertiente de «El Vigía», en dirección al N N E.

"Islote del Esqueleto, E S E., cuarto al E.

"Diez pies.

"La gran barra de plata está en el hoyo del lado norte; puede encontrársela siguiendo el declive del montículo, al este, diez brazas al sur del peñasco negro y frente a él.

“Mas armas se encontrarán fácilmente en la loma de arena que está en la punta norte del fondeadero septentrional, en dirección al este, cuarta al norte".

Y tal y como había entrado salí de la habitación: sigiloso e invisible. Ningún indicio podría delatar en ningún momento mi presencia allí, y ello me dejaba libre de toda sospecha.

Antes de que hiciera su aparición el ciego mensajero con la carta negra que sentenciaba la vida del desgraciado filibustero que ahora roncaba tendido sobre el jergón y ponía hora exacta a su muerte, antes de que la horda de piratas revolviese levantando madera a madera y piedra a piedra del último rincón de la posada, antes de que pudiera aparecer el de la pata de palo, si es que se presentaba al fin tan misterioso personaje, huí de la posada con mis escasas pertenencias pero con el mapa de la isla del tesoro soldado a fuego en mi cerebro y la faltriquera bien atada en la cintura y engordada de doblones, luises y buenas monedas de oro españolas.

Crucé el vasto mar en una vistosa y ligera goleta tan amante del viento como por dejarse mecer dócilmente por el lecho de las olas que la acercaban una y otra vez a las costas de islas desconocidas. Me convertí en Robinson Crusoe… aunque primero decidí hacerle una visita en el castillo de If a mi antiguo preceptor el abate Faria, a quien tanto le debía... ¡hasta mi vida tuvo que salvar muerto él!

Pero esta es otra historia…

No, es la misma historia, puesto que mojamos la pluma de nuevo en el tinterillo y proseguimos la narración de lo que sucedió jornadas más adelante, así que dejamos que las tardes de sosiego crepuscular o las noches de vigilia traigan a la mente los recuerdos sin mistificaciones, las aventuras extraordinarias que aún debían de suceder en busca de un tesoro que más parecía la propia búsqueda, estrictamente espiritual en sí, la meta real del camino que conducía hasta él, un tránsito muy similar a aquel tan apreciado de los antiguos y obcecados alquimistas, que el hallazgo final de la recompensa material del oro prosaico, vil metal a fin de cuentas, tan al alcance de los humanos más codiciosos y olvidables, habría sido la mera excusa de iniciar el camino a una aventura íntima de la que no esperar recompensa terrenal ninguna.

Escucha Hanna Dantés las sabias palabras del abate Boceto que han de llevarte a la cultura en todas sus manifestaciones, a la educación más aristocrática y exquisita, a la magnificencia y las noches de diamante del Gran París, a su óperas y a sus salones y palacios, a sus bailes, a sus esplendores.

¡Qué tiempos revueltos e inocentes! La edad perfecta para matar piratas y buscar tesoros sin ninguna otra poesía que la misma acción.

¿Cuándo si no?

Tenemos once años, Hanna, pero soy bastante más niño que tú (todos los niños son más niños que las niñas de su edad): no hay vagina de por medio, sólo una buena camarada sentada en el suelo con un tebeo en las manos, la espalda contra la pared, las piernas dobladas y las rodillas en alto, una niña hembra que separa confiada los muslos con las faldas subidas hasta la cintura, al tuntún, completamente absorbida por las aventuras de Sally y los piratas, y que muestra una entrepierna en bragas azules bastante arrugadas, bastas bragas infantiles de algodón que nada dejan adivinar de lo que pueda hallarse bajo esos fruncidos.

La tempestad de los mayores nos ha traído hasta aquí.

Únicamente cuando la has abandonado te das cuenta que en la infancia todo eran traiciones por parte de los adultos: te engañaban sin ley, libres de cualquier condena, pérfidos como piratas en mar abierto.

Bebamos del elixir del ron.

Charlie, escancia, cobarde, hasta aquí me ha traído La Española surcando vaya uno a saber qué mares, mas ese ron tuyo respira naftalina, una vida rancia y ningún aire marinero, tan cerca que estamos de la playa pecadora, de ese mar Mediterráneo de aguas tan sabias que retó a todos los océanos desde la antigüedad de su pequeñez.

Hasta las ratas, mil años arriba o mil abajo, son capaces con sus diminutas garras de socavar los muros más resistentes. Es paciencia lo que se necesita. Yo conocí a un tipo, compañero de celda en la Bastilla, que tuvo que esperar veinte años encerrado en la mazmorra para descubrir el verdadero rostro de Dios emergente de entre las desconchaduras y las humedades de la pared.

Demasiados días había ayunado el alucinado atribuyéndose culpas imaginarias, martirizándose con el cilio del hambre: ¿pues no le habían encerrado de por vida?, ¡culpable era!, pensaría convencido.

Se escuchan los últimos golpes al otro lado del muro de yeso y piedras, rasgaduras cada vez más próximas, hasta puede oírse una respiración jadeante.

Se vienen abajo fragmentos de la pared, pequeños cascotes: se ha abierto una abertura al otro lado oscuro y temible por la que puede sobresalir cualquier animal o cosa.

Los ojos del abate parecían encendidos por una llama interior. Si de él dependiera haría arder el mundo por sus cuatro costados. La ira del justo, la rabia del inocente son incendiarias. El mundo es más culpable que yo, que estalle en mil pedazos, que venga de mi mano al infierno, ¡qué todo acabe conmigo!

Y después, el diluvio de fango.

Las bíblica cabeza del abate de largas y blancas guedejas con las barbas descuidadas aún negras, el rostro anguloso surcado de profundas arrugas, los ojos, ya dijimos, dos brasas encendidas (que cuando se enfrían en los momentos de abatimiento, como comprobará el lector más adelante, se agrisan en la más insondable tristeza cual apagadas cenizas), asoma por el agujero.

Su asombro no tenía límite:

¡No es la libertad!, exclama con desesperación el recién llegado. ¿Quién diablos eres tú? ¿Adónde he venido a parar? ¡Qué terrible error!

El 34, responde el otro.

(Y ha ido a parar a su triste morada.)

Pues yo soy el 27.

Al parecer, el único que no tenía número en aquella mazmorra del castillo de If era yo… aunque allí estaba tan cierto y real, protegonista de mis ilusiones (pero libre e intangible), como aquellos dos pobres presos condenados a morir entre sus muros si la providencia no lo remediaba.

En realidad, no soy el 34, Yo soy el que soy, a los viejos se le engaña con extremada facilidad, y no digamos ya a los jóvenes alucinados: sé lo que busco en ellos, y ellos nadan saben de mí.

Dejé mudo de por vida al 34, un pobre marino sin instrucción.

Era el abate, su isla y su tesoro lo que definitivamente me interesaba. Al otro lo invisibilicé.

¿Habláis por ventura, viejo abate, de una isla llamada El Esqueleto?

Me miró como si yo estuviera loco.

¿El Esqueleto? ¿Una isla?

Mantuve un silencio previsor.

No sé a qué isla os referís.

Comprendí que podía aprender muchas cosas de aquel hombre que podrían servirme en el futuro más allá de la isla del tesoro. Le seguiría la corriente. Y sobre todo debería aceptar su manera de conducirse, en la que colegí cautela pero también, sin saber por qué, una rara proximidad hacia mí, una mutua simpatía nacida espontáneamente sin que al parecer existiese un motivo más poderoso que aquel súbito sentimiento que ninguna causa aparente precisaba.

Adivinaba en él una gran cultura, a pesar de sus ojos quemantes, al tiempo que una especial inteligencia, y así se lo hice saber.

Entonces me miró con cierto desdén.

Me aseguró que había poseído una gran biblioteca de más de cinco mil volúmenes, y había comprendido al final que con 150 obras bien elegidas, libros de todas las épocas, y hablando cinco idiomas modernos y el griego antiguo se puede adquirir la mayor sabiduría.

Que puede arrojarte al más inexpugnable y ruin de los calabozos, pensé ocultando una sonrisa cruel… Pero ése es el riesgo de todos los sabios, la prisión, el destierro, y como única vecindad su propia sombra.

El abate citó una docena de autores bien conocidos por mí, salvo unos desconocidos Strada y Jornandés, de quienes nunca había sabido nada de nada y de los que, por simple pereza intelectual, continúo ignorando en la actualidad absolutamente todo.

Transcurrió el tiempo como pasa la nube por el cielo, como acaba ensartado en el tridente al rojo vivo del diablo el malvado que franquea las puertas del infierno (¡ojo, Vivales, con la prosopopeya y facundia traicioneras del folletín!).

A lo largo de aquellas largas jornadas que pasé en su compañía aprendí prácticamente la totalidad del conocimiento que atesoraba su cerebro. 

Un día el abate, que presentía su muerte cercana, se decidió a confesar un secreto que no quería llevarse a la tumba, me dijo con voz trémula. Era conocedor del lugar exacto donde se hallaba enterrado un gran tesoro. Como es natural, desconfié al instante de su confesión. El encierro le había vuelto loco. Pero el viejo no se arredró ante mi incredulidad y una noche me entregó un pedazo de papel que, de acuerdo con sus palabras, guiaba hasta el lugar del tesoro:

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manos con corta diferenci

tando la roca vigésima, a c

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segunda. Como a mi úni

clusiva propiedad el refe

25 de abril de 14

Aquellas líneas me parecieron, como es obvio, indescifrables, como el futuro.

¿Dudáis de lo que os digo?, preguntó ante mi estupor.

No logro entender su sentido.

El abate asintió medio sonriendo: he pasado muchas horas estudiando el contenido de este pedazo de papel y os aseguro que estoy dispuesto a revelaros su significado… puesto que el azar divino me suministró la información que esclarece el párrafo de renglones cortados. Prestadme atención.

Luego de una larga y algo farragosa historia que aconteció durante la Roma de los Borgia, el abate Faria me mostró de nuevo dos sendos pedazos de papel.

Leed despacio el contenido y conseguiréis aclarar de una vez el procedimiento para dar con el fabuloso tesoro del que os hablo.

Así lo hice. El primero de ellos repetía el desbarajuste del manuscrito que me dio a leer con anterioridad:

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Y el tercero no le iba a la zaga en cuanto a la ilegibilidad de los otros dos:

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Durantes unos segundos me quedé mirando estúpidamente a los ojos al abate. Pero al instante algo se encendió en mi cerebro. Él, que se apercibió de ello, no pudo disimular una sonrisa: Veo que ya lo habéis comprendido todo.

El viejo italiano recogió los tres pedazos de papel, los unió entre sí y leyó calmadamente con voz clara el escrito original que ya nada tenía de enigmático:

Hoy 25 de abril de 149...8, me ha convidado a co

mer S. S. Alejandro VI, co...n que me presumo que no

contento con haberme hec...ho pagar el capelo quiera

heredarme, y me reserve l...a suerte de los cardenales

Caprara y Bentivoglio, qu...e han muerto envenena-

dos. Declaro pues a mi sobr...ino Guido Spada, mi he

redero universal, que he esc...ondido en un sitio que él

conoce por habeslo visitado... en mi compañía, en las

grutas de la isla de Monte Cris...lo cuanto poseo en ba-

rras de oro, dinero acuñado... pedrería, diamantes y

joyas. Yo sólo conozco la e...xistencia de este tesoro,

que puede ascender a dos... millones de escudos ro-

manos con corta diferenci...a, y se encontrará levan-

tando la roca vigésima, a c...ontar desde el ancón

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segunda. Como a mi úni...co heredero, le dejo en ex-

clusiva propiedad el refe...rido tesoro.

25 de abril de 14...98.

CES...AR SPADA 

Yo, el Sinnúmero, ya sabía todo cuanto podía interesarme: qué me importaban los nombres.

La isla de El Esqueleto, la isla de Montecristo  Todos los tesoros son el mismo tesoro, estén donde estén… Sólo había que llegar hasta donde permanecían enterrados y proclamarse dueño de ellos en nombre de la Sagrada Infancia.

Ahora, pues, había que recalar en la isla de Montecristo, un islote sin gracia marinera, rocoso y desierto, entre las costas de Córcega y la isla de Elba, y adentrarse en la gruta del tesoro hasta dar con él.

Omitiré los detalles de mi azarosa fuga del implacable presidio. Abandoné el castillo de If con la rapidez del viento y en breves días con mis valiosos mapas a buen recaudo entre mis ropas me hice a la mar a bordo de un velero que más que navegar volaba sobre las olas de mi fortuna: el Fuwalda.

Nunca lo hiciera… Pero la historia del motín, por todos conocida, y mi posterior lucha contra los horribles monos hasta que me coroné rey del lugar a fuerza de ser más sanguinario que ellos, de sobra sabida todavía más gracias al cinematógrafo (sic), la dejo en el tinterillo donde encierro mis aventuras y dejo seca la punta de mi pluma respecto a esta historia.

Tampoco es mi deseo entretenerme demasiado en los múltiples y escalofriantes lances que me acaecieron poco después bajo el supuesto nombre de Arthur Gordon, cuando me embarqué de nuevo, pues por razones evidentes yo tenía que mantener ocultos mi identidad y el lugar secreto al que me dirigía. Sin embargo, y con el fin de avalar mediante la pluma el aserto de que (en efecto) las desgracias no vienen solas, mencionaré como ejemplo de ello la pavorosa y escabrosa travesía que me deparó mi atormentada singladura a bordo del Grampus, bergantín maldito desde que zarpara de Nantucket, y que por mediación diabólica de Satán iba a constituirse en espantoso escenario de un motín tan sangriento como el que sufrió el Fuwalda: traiciones, orgías alcohólicas, envenenamientos, asesinatos y, al final, su práctica destrucción despedazado por una tempestad. Aunque no acabaron en este punto las calamidades y pocos días después, sobreviviendo como podía en la maltrecha cubierta del barco, muerto de hambre y de sed, aún tuve que padecer la terrorífica visión de una goleta pintada de negro que navegaba a la deriva repleta de cadáveres en plena putrefacción, como si la espeluznante visión anticipase la infame pero irremediable acción de días más tarde que perpetré con el fin de salvar la vida. Todavía con el hedor de los cuerpos podridos en la nariz, el dios y el diablo me perdonen, me entregué en compañía de otros dos supervivientes del naufragio al repugnante canibalismo del cuerpo de un compañero al que matamos (nos habíamos jugado al azar quien resultaría el almuerzo y la cena de los otros en las semanas siguientes), a fin de no morir de inanición. Aquella alucinante travesía, de la que omito gran parte de las vicisitudes que soporté, concluyó cuando fui recogido de la mar por la Jane Cuy, un velero que se dedicaba a pescar y a traficar por los Mares del Sur. Entre otros sucesos no menos aterradores, incluso el de la propia destrucción de la goleta en la isla de Tsalal, logré mantenerme a salvo de la furia asesina de unos salvajes isleños comandados por su emperador, un tal Too-wit, los seres más repugnantes, viles y traicioneros que jamás pude imaginar y que desterraron de mi mente para siempre la imagen del buen salvaje. ¡Qué la cólera y el furor de los huracanes y la violencia de los volcanes tan frecuentes por aquella parte del mundo se los lleve a todos al infierno!

Como fuere, salí bien librado de todo aquello, incluso salvé el pellejo en la isla a la que me arrojó el Lady Vain, y ya investido de Robinson Crusoe, fleté junto con otros socios un barco con una buena provisión de negros y negras del África con los que traficar al otro lado del Atlántico y obtener una suculenta cantidad de doblones que, sumada a los otros tesoros que por derecho de astucia y arrojo me pertenecían y que muy pronto haría míos, me convertirían en un hombre inmensamente rico hasta el último de mis días.

Ya os anticipo que este velero no llegó a buen puerto, como no fuera el mismísimo fondo del mar que a tantos marineros intrépidos entierra en sus calmadas o embravecidas aguas bajo un cielo sin dueño vomitando sus furias en pleno frenesí.

Antes del naufragio que finalmente me conduciría por increíble que parezca a la isla del tesoro del terrible Flint, intimé con un tipo que desde muy pronto cautivó mi atención. Simpatizamos enseguida y solíamos conversar durante horas paseando por cubierta.

Relato el hecho por lo que evidencia de la extraña y embolicada mente de un hombre próximo, o ya inmerso, en la locura.

El hombre dijo llamarse William Legrand, y en el transcurso de una de nuestras charlas, varias semanas después de nuestro primer encuentro, me confesó en voz baja que en breve, ya en su país, partiría a la isla de Sullivan, a la región de las colinas, en busca de un fantástico tesoro. No soy un traficante de negros, declaró. Me he embarcado como simple pasajero.

(¡Hola, me dije, otro cofre más que enhebrar en mi collar!)

Legrand advirtió mi escepticismo (disimulado). Llevó la vista al mar en ese momento en una calma total…, siniestra me decía mi instinto (pero eso lo supe después) y dibujó una sonrisa que a mí se me antojó de una rara melancolía.

¿Dudáis de mis palabras, no es cierto?

Mantuve un silencio respetuoso.

Bien. Lo comprendo, sé lo que pensáis de mí, otro chiflado en busca de un tesoro. Pues os equivocáis de medio a medio. Si os complace, después de la cena, venid a mi camarote y os mostraré un pergamino que borrará de una vez por todas la expresión de incredulidad con que me honráis desde hace minutos.

Reconozco que bebí en exceso de los magníficos caldos con que regué la suculenta cena, y también admito mi ligereza irreflexiva al tomar a su término alguna copa de más de los licores que me ofrecieron mis compañeros de mesa mientras daba buena cuenta de un excelente habano, de modo que al dirigirme al camarote de Legrand, que no apareció en el comedor del barco en ningún momento, me parecía flotar en la inefable atmósfera de un sueño… o de una pesadilla, inmerso en una turbiedad en cualquier caso que me impedía visualizar correctamente los objetos que me rodeaban (en mi tambaleante camino en busca de mi confidente confundí a una dama con un sombrero) y librar mis pensamientos de un desorden que mucho temía que me iban a abocar de un momento a otro a un letargo categórico. Ni siquiera sé cómo pude localizar su camarote. La puerta estaba entornada, di un traspié y al golpearla con un hombro se abrió del todo. El camarote se hallaba vacío. La sorpresa me espabiló algo y mal que bien comenzó a despejarse mi embotamiento. Inspeccioné el compartimiento detenidamente. Mi sopor se había disipado por completo. Había un baúl cerrado a los pies de la estrecha cama sin deshacer y un bastón de puño metálico a su lado. Depositado cuidadosamente sobre la colcha un redingote bastante usado y un sombrero de copa de poco brillo junto a él. Colocado en un extremo de la almohada descubrí un sobre pequeño cerrado. Lo cogí y comprobé que mi nombre figuraba como su destinatario. Durante unos instantes miré en derredor sin percatarme de nada. Me encogí de hombros. Rasgué con las manos un poco temblorosas el sobre. Extraje una cuartilla doblada. Mi estupefacción aumentó de modo considerable. Miré la hoja varias veces por ambas caras. En una de ellas sólo había escrito una serie de garabatos y números que se me antojaron indescifrables… ¿o era a causa del alcohol lo que me impedía leer inteligiblemente el mensaje de Legrand?

Repasé una y otra vez aquellas líneas. Me resistía a creer que Legrand hubiera perdido totalmente el juicio. Pero todo parecía indicar que así era.

Por más que me esforzaba no encontraba el sentido de aquella mezcolanza de signos… o lo que fuesen dictados por el diablo:

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Bah, me dije, mañana, después de un buen desayuno, con la cabeza clara, quizá saque algo razonable de todo esto; ahora me voy a dormir. Doblé la hoja de papel y la coloqué de manera que sobresaliera bien visible debajo del borde del sombrero sobre la cama. Y de nuevo entontecido y mareado por los vapores del alcohol abandoné el camarote del bueno de William Legrand, con el que esperaba tener una interesante conversación al día siguiente, y me puse en camino del mío, sin saber a ciencia cierta si el fuerte balanceo que experimentaba procedía del barco sacudido por el viento recio y los embates del mar o por mi estado de embriaguez.

A duras penas conseguí alcanzar mi camarote avanzando a trompicones sobre un suelo que se movía de un lado a otro.

El velero, cada vez más, parecía navegar apresado en los brazos de un gigante enfurecido cuando me metí entre las sábanas.

Antes del amanecer, la sensación de que el barco se inclinaba de costado hizo que despertara bruscamente. Me incorporé con los ojos abiertos por el terror de saberme, una vez más, engullido por las aguas hasta el mismo fondo del abismo.

Qué vano empeño el de los adultos en poner distinto nombre a las mismas cosas. El Esqueleto, Montecristo, La isla de Sullivan

Creedme, se trata del mismo tesoro que todos los bribones de once años logramos, en cualquier época y de una manera u otra, sacar a la luz del sol.

Sin ir más lejos y sin  necesidad de arriesgarme a padecer las zozobras y traiciones de la mar, entre las más hondas raíces de un ficus, perfectamente al alcance de mi mano, tengo yo una media docena de tesoros, Charlie. Allí aguardan hasta que me decida recuperarlos y sacar buen provecho de ellos.

Pero, ay, existe el temor, acaso bien fundado, de que aquellos montones de oro y diamantes de la infancia no sean sino oropel y baratijas de relumbrón.

¿Y a santo de qué esa moraleja, mierdecilla? Esos apuntes finales empequeñecen cualquier buena historia.

Padre, de alguna manera hay que acabar. El fin de una historia, de un relato, y cuando así le convenga o le dé la real gana a él, es privilegio de prosista que no de poeta, y es la prosa y sus enredos lo que induce a la iluión. 

¿Qué ocurrió con la princesa?

Tuve que repudiarla, al final acabó siendo un mero juguete en las manos de los piratas. Se la pasaban de mano en mano como si fuese una botella de ron de la que echar un buen trago.

Y sí, amigo Charlie, tuve un encuentro con el de la pata de palo.

Uno, en esta vida, y pueda que también en la otra, siempre acaba topándose con el tipo de la pata de palo.

Aunque… toma comanda y nota antes de que prosiga lo que llevo entre manos y que el buen Cervantes tildaría de escritura desatada, porque, ¿sabes, Charlie?, soy un tipo inexpresivo: ni enarco las cejas ni frunzo el entrecejo ni dibujo sonrisas con los labios, de modo que no soy un personaje de ficción, soy de otra sustancia menos llamativa pero más contundente, soy de carne, soy real. Escancia generoso, pero no dejes de repetírmelo: eres de carne, dices, pues recuerda que eres mortal.

Tú eres nuestro tipo de la pata de palo, oh, gran padre… Y frente a ti, sumisos, embobados, tus tres hijos te miramos anhelantes de tus saberes y buenas argucias del buen vivir, prestos a tus gracias y experiencias, ilumínanos en nuestro recorrido por el valle sombrío de la vida, confiamos en la linterna de tu inconmensurable sabiduría, en tus manos entregamos nuestra ignorancia y desvalimiento. 

Lo sé, queridos hijos, mis preciados bienes semovivientes.

¡Qué difícil es ser dios en esta tierra, el otro, el Dios, lo tuvo mucho más fácil sin prole ni las múltiples obligaciones diarias!, se lamentaba, no sin burla, mi padre, Charlie.

Mi padre, Pata de palo…

Cuando murió se dijo el huérfano:Ahora ya soy otro. Pero era mentira. Cerraba los párpados y se veía exactamente igual que cuando se examinaba con los ojos muy abiertos delante del espejo. Respecto a su padre, en el mundo sólo había cambiado una frase: mi padre está muerto.

El Charlie de turno resultó que era, ¡maldición!, el Charlie filósofo. No descuidó la ocasión, dijo con voz engolada:

El sol seguirá iluminando la Tierra cuando ningún hombre ande sobre ella, cuando nadie en absoluto, nada, animal o cosa, sepa qué es el sol.

Padre, ahí me tienes en el fondo del barril vacío: he aquí, con otra maldita manzana entre los dientes, que en tu nuevo disfraz me descubres la maldad del mundo, sus asperezas y traiciones, sus criminales ambiciones, sus felonías, sus...

Pata de Palo desmitifica todas las infancias.

Se interpuso el diablo, que anda a las caídas, y dejaba a tu buen padre en perfecto silencio en su escritorio, enredado a su Klee y sus medidos y sucesivos esclarecimientos, sepultado por los millares de hojas, el devaneo constante propio de pertinaz hermeneuta que era el catedrático… Entérate, que hablaba el diablo y no otro en el desierto de tu ayuno:

Tate, tate, sal de él, pues; huye de sus miserias, abraza sus regalías solamente, abandona el mundo y conviértete en un perezoso rentista o busca poltrona política de bajo vuelo, que así no te disparan ni te cesan, o, mejor aún, aprendiz de brujo, recíbete a la primera de docente con empaque y doctorado, señor profesor de Historia del Arte, que algo entretiene y produce billetes, pero desásnalos creciditos, ya de universitarios, que burrean igual que los adolescentes sin desbravar aunque dan menos trabajo, figura mucho y parlotea poco, envejece como el buen vino, a la chita callando.

Te veo el rabo, diablo.

Qué de figuraciones, Charlie. Sírveme hoy un leche de pantera y escáncialo bien frío en vaso de batido: a todos los JD. de barba vikinga y pluma en barbecho del mundo los puso firmes como legionarios ese brebaje al alcance de zarrapastrosos arrastrando embozados en la trenca el libro prohibido y la ciclostil por las noches de Walpurgis: lingotazo de ginebra, leche condensada y canela.

A tu salud, camarada.

A la tuya.

Pues a la de todos en aquel tiempo.

Se pelaron las barbas, se acabó la revolución, hubo quien murió, algunos fueron algo, funcionarios, empresarios, diputadillos; otros, nada:

Muerto Franco, la Nina de Chejov nos lo espetó a las narices a los más:

Tú nunca serás nada, nadie. Ve y abre una tienda de ropa de moda, desgraciado.

(Siempre hay imbéciles que gastan su dinero en esos disfraces inocuos.)

¿Y usted por qué se deja dar de palmetazos?

¡Qué remedio! No tengo oficio ni beneficio en estos tiempos d. F. Soy un niño de azotes. (A él se los daban y no al cateto.)

¿Pues qué hizo el otro, el niño rico?

Sacó suspenso en lengua y literatura.

¡Hijoputa!

Y escondía chuletas por las mangas del babero. Probado lo tenía yo, que era su compañero de pupitre en los PP. AA.

Bien merecido se lo tenía el perillán, pero mal que lo pagan tus costillas. Y aquel niño bien estará ahora tomando un sabroso  chocolate. Así reviente el malcriado infante.

Mundo injusto, que me deja las espaldas en sangre.

¿Sea Borbón el cabroncete?

Sea.

Qué tiempos aquellos de colegial, presa inestimable de las arañas negras.

¿Aún sigues escribiendo tu novela, mierdecilla?

Un trabajo napoleónico exige una mesa en forma de ocho. En esas estamos, padre.

La escritura es un látigo con el que levantarse la piel a tiras. Así lo constató Capote al cabo de quinientas páginas escritas en el morral. Pudo salvarse aquella mañana californiana del 84, cálida y azul, del postrer golpe, pero le impidió a la amiga acudir en busca de ayuda: No hagas nada, así está bien, ya estoy en carne viva. Todo hace daño. Y en unas horas se murió apaciblemente sumido en el sueño falso y eterno de las drogas y el alcohol.

Andamos de zurriagazos.

(Zurriagazo: latigazos que arrean en las piernas desnudas de los artistas y poetas niños los agustinos valencianos, y, en su defecto, los jesuitas dublineses. ¡Con que pasión enarbolan la correa antes de propinar el verdugazo, la punta de la lengua apretada entre los dientes, enrojecidos de vesania los ojos!)

Padre, Pata de Palo destripa el mundo (inmundo), deja al aire y a la luz del sol sus vísceras, la hediondez de sus entrañas, todo es podredumbre sobre la tierra, traición y mal.

¿De qué nos previene la conducta del taimado cocinero de venenos?

El hombre es un lobo para el hombre.

Y el aire, y el aliento y el pedo del humano son un tóxico.

La isla del tesoro es la cara amable del mal: es lo que terminas por aprender un momento antes de salir de la crisálida y convertirte en un adulto lleno de trampas y disimulos. De esa faz te vendrán los peligros más difíciles de sortear, la religión, la bandera, los buenos burgueses con la faltriquera bien aferrada a la mano y los festivos con las orejas atentas a las bagatelas facilonas de la banda de música bajo el templete.

Padre, se me ha desbaratado la baraja:

Ben Gunn era el verdadero Robinson Crusoe. Se alimentaba de cabras montesas y berzas salvajes.

¿Cómo no pude adivinarlo antes?

Claro, hay que llevar a cabo algunos retoques…

La verdad es que no se me ocurre qué hacer con él.

Es fácil, cómpralo por un pedazo de queso…

¿Y qué hay del tipo de la pata de palo?

Se quedó con su buena cabeza sobre los hombros, pero sin tesoro y probablemente, a estas alturas, sin loro.

Su cargamento de crimen y oro se esfumó.

Aún se hizo con quinientas guineas.

Migajas. Pronto se las llevaría el mal.

¿Y qué fue de aquellos robinsones dejados a la diabla en la isla de El Esqueleto?

Allá se quedaron con una buena provisión de tabaco y la pobre Sábado… o lo que quedó de ella. Finis.

Pronto te cansaste, mierdecilla. Escribidor de bajos vuelos eres tú, de poca travesía: demasiado océano, aun en calma chica, para tu remo.

No presumo de excelso, jamás lo osaría, no existe comparación posible: merced a la instantánea de la señora Abbot, yo he visto al señor Joyce atildado de escritor de suma elegancia: qué  gallarda pose, reclinado en el sofá tapizado de flores, indolente, apoyada la testa viril sobre el envés de la mano derecha, ataviado de chaqueta blanca y pantalones negros, camisa a rayas, corbata de lazo y el parche negro y solemne bajo el cristal izquierdo de los lentes… Qué estampa, qué distinción, ¡viva Homero! Ese hombre fue la antigua pluma griega rediviva en los modernos tiempos.

También les quedó el ron a aquellos expulsados del tesoro, y el saber que la isla toda era suya y el ensueño, lejos de las urbes traidoras. El ensueño…

Que no se acaba nunca.

Y que nada necesita de añadidos, Charlie: ligeras notas a madera perfumada por la brisa marina, un toque de ciruela y un sutil aroma a nueces.

Ya puse fin a la novela, padre. No me duelen tus reproches. Ahora me voy a la luna a bordo de un saturno, que La Española naufragó definitivamente cuando el Jim Hawkins de marras se puso a contar oros y doblones, echó barriga, lució calva y se casó con la linda heredera de un comerciante textil de Bristol, y nunca le dio al ron, pero incontables eran las pintas semanales de una cerveza espesa y mareadora que trasegaba a grandes sorbos mirando soñador desde la rada la calma del mar.

Pórtate bien y te llevaré a ver Viento en las velas (4).

Escribir… Sufrir y convertirte en Shakespeare, que se aconsejaba Sylvia Plath. Pero ella, afirmaba en las páginas de su diario, no dejaba de sufrir con la pluma en la mano y no se convertía en Shakespeare. No comprendió que Shakespeare no sufrió en ningún momento dando rienda suelta a su talento. El genio es feliz.

Toca uno el cielo con las manos…

Azul cobalto, azul lapislázuli, azul ultramar, azul marino, azul cian, azul zafiro, azul a secas, azulón, azul Norit, azul Pitufo… Un azul cielo.

¿Azul celeste?

No. Todos los azules que tiene el cielo… en uno solo.

Hanna, mí Sábado eterno.

Alguien que me quiere bien, pero bien de veras, alguno de esos diablillos que esconden el rabo de delante entre las piernas, trae a mi lecho pecador a esta Abisag no tan cándida al parecer. En buena hora, compañera: romperemos cama.

Oh, mi pequeña Circe, que en tan cerdo satisfecho me conviertes de la noche a la mañana.

Yo era hombre docto y prudente, alejado del mundo, inmune al siglo… Allí estaba, de vida apartada, como de sabio, que diría el bueno de Gabriel Miró, y ella, una eva de perniciosa apariencia apareció tras el árbol de Virgilio, me tentó, me dio a beber el elixir del ron de los mares.

He aquí el resultado, Charlie, he aquí las heces al fondo de la copa vacía.

Compórtate: hora de volver a Klee.

Hablabas hace mil años de La Bauhaus. Podrías retomar el hilo… Enderezar un poquito el tinglado.

Que sea como una perra, con la esperanza en los ojos suplicando un amo.

Mudo y manco, afirmaba Paul Klee que se sentía al tener que hablar acerca de su obra, pues eran sus cuadros los que hablaban por él, los pinceles y la pintura los que los creaban. ¿Qué podría decir entonces?

Hanna, me gustaba Lucas (san), fue el único de los cuatro que nunca lo vio, a él, al iluminado de Nazaret, de modo que no pudo mentir, confundir, tergiversar: Esto se cuenta de los hechos que dejó tras de sí, y como lo vieron y me lo contaron lo cuento sin añadido impreciso, dijo el más honrado evangelista.

Tal como empiezan los cuentos infantiles (se diría).

Érase una vez.

¿Me creerán si les digo que siempre he querido que mis cuadros, como vehículos mágicos, llevaran al espectador adonde a mí me llevan cuando los estoy realizando? Creo firmemente que todo en mis pinturas, tan poco ostentosas, es un tránsito: si ustedes no allegan al lugar fantástico al que ellos se dirigen es que en algo, también puede ser en mucho, me he equivocado.

Nunca, artista, temas la interpretación de aquellos que hacen de tu obra una distracción visual.

El tipo que era yo, Hanna, no tenía nada que perder, sólo la vida, como todo el mundo, así que era capaz de desbaratar de buenas a primeras las disquisiciones y elucubraciones más enredosas de filósofos y otras gentes reflexivas y teólogas.

Me preguntas, ¿la vida para qué? Te contesto, ¡para vivirla sin más!

¿Sólo eso?

¿Te parece poco? Comprender ese único sentido es valorarla con toda justeza. Las demás preguntas que se hagan en torno a ella son ganas de jugar a la ruleta rusa. 

De mis cuadros sé bastantes cosas, por supuesto, pero la principal es que son los que las observan quienes tienen que acabarlas.. si consiguen interpretarlas desde el principio.

Ah, la pintura es un diálogo entonces, vaya, y a él, el hombre callado y serio, muy seguro de sí mismo, no le gusta tener la palabra final.

Y entonces, por ser hoy 5 de enero de 2008, Charlie, me acuerdo de aquel amigo impredecible, poeta de los números, un precursor. Él y yo paseábamos mucho por la Valencia nocturna, la más solitaria y escondida de ellas. Luego de la charla infinita (Borges, Paracelso, Quevedo, Wittgenstein, los faros, la familia Bach, agudezas cervantinas, el cine de Welles), acabábamos en una de las tascas de mejor comer y beber del barrio del Carmen: le gustaba la buena vida, amaba sus dones y sus goces, pero por razones muy difíciles de entender no fue correspondido y la vida, de un manotazo criminal, se lo quitó muy pronto de encima: fue enterrado el 5 de enero de 1985 en el nicho de una hilera no demasiado elevada del cementerio general de Valencia.

Un cuadro es forma y contenido, pero en mi caso adquiere mucha importancia el subconsciente, por lo que me gustaría hablar más de lo que expresan mis obras que de los procedimientos materiales de creación que llevan a ellas, sin que por ello, naturalmente, olvide los aspectos formales que facilitan su propuesta intelectual, incluso es posible que para muchos observadores de la pintura sean éstos lo más esencial.

Perpetúo tu Klee, padre. Invadida la mesa de folios en blanco, en el condimento de la mucha tinta que he de verter. En esas ando.

Métele mucha árnica y el suficiente desdén. Quien quiera entender ha de verlo más claro que el agua.

Ocasionalmente unto el plumín en el ácido de la saliva para adensar esa agua, crear cromatismos oníricos o fascinantes o marinos, todo mi veneno de hombre mortal y asqueado.

Soy de esa clase de artistas que piensan que ciertos contenidos plasmados en el cuadro exigen un nuevo modo de percepción… no sólo visual. En una obra todo observador busca una apariencia, y con ello parecen quedar contentos, pero rara vez se percatan de que aun siendo esa apariencia perfectamente reconocible tal vez sea su forma de representación, a veces hasta mínimamente distinta a lo habitual, lo que le otorga verdadero carácter de obra intemporal y significativamente importante.

(Puedes pensar con los ojos cerrados.)

Hyeronimus Bocetus, en olvidable ocasión, informó a su progenitor de su deseo de entregarse al arte, a lo que el eximio profesor, bien aupado en su cátedra, respondió con exabruptos nada disimulados, pues entrevió enseguida lo antojadizo de aquella pretensión, flor de un día, idea volatinera.

¿Artista? ¡Hideputa y malísimo hijo! ¡Acabarás por esos mundos de engañador pidiendo con falsa tablilla de santero limosna legal que en tus manos pecadoras ha de servir tan sólo para el comistrajo del mediodía y el vinazo de la cena que te tumbe borrachuzo en la paja podrida de un camastrón! ¡A quién se le ocurren tamaños dislates! ¡A la docencia, hijo, a la docencia, como el que va a la guerra! Pane lucrando.

¿Puede negarse en nuestros días que el artista sea en verdad un filósofo? Un artista crea sólo una de las formas posibles del mundo: cualquier otra configuración no concebida por él es tan válida como la suya para explicarlo. Yo pinto una de las formas posibles de él, una de las formas que podría ser. ¿Quién osaría discutir cualquiera de las infinitas interpretaciones? Ninguna de ellas ha de ser errada, pues la materia de mi confección la convalida como existente, por real y por derecho.

¿Qué nos dice ese mundo tuyo al que tienes por tan particular y distinto siendo a la vez tan hermano si no mellizo de otros que con él pueblan tanto museo de disparates y aciertos?

Es mi planeta lejos de la desmesura, muy cerca de la armonía, lleno de sueños y delicias íntimas, aplicado de extravagancias con mucho sentido, de entretenidas figuraciones, de dulces fantasmagorías, de mundos imaginarios, de poemas visuales, de impenetrables lucimientos cromáticos, formales y conceptuales producto de un intelecto siempre en bulla: más se parece ese mundo a tus cosas y asuntos que al que hollamos los demás andando a oscuras con los ojos bien abiertos.

¿Tal era la idea?, nos preguntamos.

Lo cabal reduce la pregunta a lo más obvio.

Soy del mundo. Todo lo que haga se ajusta a él con corrección, acaba en él y es de él. Lo vea o no lo vea, nadie ha de quitarle esa propiedad. El mundo es cambiante, mejor lo que descubras en ti mismo, incluso las pesadillas o los imposibles, mediante la ilusión que lo que veas en aquél, que ha de ser modificado más tarde o más temprano por fuerzas que nada tienen que ver con el arte y sí con su propia y telúrica naturaleza. Tu paso por el mundo es una huella que, si considerada indeleble por tus semejantes, ha de ser revocada más tarde o más temprano por el ir y venir de las cosas del cosmos.

(Algo se ha entrometido aquí del inefable Vivales. ¡Qué estirpe inagotable!)

¿Quién ha soltado la lengua desde la página y la otra media que le sigue atrás? Bien se asemeja esto a cama de puta, colchón baqueteado por unos y otros que cuando les viene en gana salen y entran a malas y en buenas horas.

Por ser el holgado mamotreto de puertas abiertas, sin cerrojos ni impedimentos, cualquiera puede colarse entre sus hojas: en el mismo pliego soy confesor, criminal, relator… y lector u oyente, que tanto da.

Un hablador vacío se me antoja que eres tú, Boceto.

Y, tú, Vivales vocinglero, das talla inequívoca de farandulero impenitente ataviado de floripondios.

¿Murió Klee?

Quién sabe.

El tiempo…

Criminal.

… Cuanta gotera me ha hecho el tiempo, cuanto escombro  de la carne, cuanta rotura de huesos, cuanto diente falso, cuanta teñidura de pelo…

¡Cuánto trabajo de disfraz que puesto encima no disimula el vejestorio en ruinas de abajo!

En acabar así, qué tristeza, qué desolado final, que observara el de Torres, como esos viejos que ya juntan lo chocho con lo mentecato y andan modelos de un tal Valdés Leal, pintor cascarrabias que los deja en pura calavera danzante.

Klee murió jugando a las casitas, entretenid0 con su caja de colores, como encarnando el niño grande al que aspiraba convertirse don Pablo Picasso, ese niño tan distinto al melifluo del otro, el del arito.

En la casa encantada del alemán no osó meter la zarpa el troglodita del château.

Demasiado español para andar con arte tan mimoso, sutil, abisal… Demasiado rudo el pincel, su manaza de centauro que entra a saco en cualquier inspiración, nada se resiste a la carcajada de El Gran Español Feliz.

(Tenemos el morral lleno de ocurrencias: aligeremos, que se nos hace tarde.)

Charlie, hoy nada anda en calma en los adentros, que parece una casa en cascotes viniéndose abajo, todo revolucionado… Suelta pues el agua angélica al completo, fantástico cóctel que ha de vaciarme de despojos y malos humores, de todo el sobrante repelente que tortura mis tripas y amarga mis pensamientos.

¿Al completo me ha dicho, jefe?

Todo en uno, sé lo más generoso posible en estas horas de desahogo, hasta el mismo borde de ruibarbo y aguas de achicoria… y escancia todo el resto también.

 (Charlie, apenas audible.) ¡Gran cagalera le va a abatir a éste!

Emperador o palafrenero en momentos de cagada:

¿Sabía usted que las heces humanas han dejado de ser heces humanas para transformarse en provechoso compost?

Tu materia fecal engorda mis albaricoques.

La tuya embellece mi jardín de rosas, claveles y don diegos.

Sólo con la mía basta para hacer crecer mi avellano y aún  me da para las macetas del geranio.

Mi tatarabuelo asentaba sus reales en un retrete victoriano fabricado en bellísima porcelana que no desdeñaba en alguna de sus partes el delicado adorno florido, artefacto precursor de todos los sucesores incluidos los que no se valen del agua para su correcta función, y quien no me crea, que se muera, que diría Maux Aub.

Los tiempos modernos exigen una limpieza en seco: el agua escasea. No la despilfarres con el culo, insensato egoísta.

Son tiempos de penuria… por el derroche pasado.

¿Cómo nos place el moderno receptor de residuos humanos?

¿Fabricado en plástico de alta densidad y acero? Buen modelo éste: como todos los de su especie un separador de orina conduce el excremento líquido a un contenedor mientras almacena los sólidos en una cámara de compostaje. Todo en seco. ¿O tal vez se inclina por un retrete en PVC?: sencillo y eficiente al máximo, prescinde tanto del agua como de la electricidad y también es capaz de separar los sólidos de los líquidos, a los que se les agrega un material orgánico para su tratamiento, además incorpora una tubería exterior para eliminar los malos olores. Aunque si su disponibilidad económica se lo permite y es su deseo convertir su mierda en una materia de primerísima calidad, el iLOMB sin emplear ningún producto químico ni material orgánico asigna un tratamiento a sus heces por medio de lombrices que elaboran un compostaje de alto rendimiento… ¿O prefiere usted un modelo fabricado en acero que utiliza el principio físico de pared inclinada y una tubería…

Diarios de Paul Klee.

Se va estrechando todo, se diría que todo converge en un punto, hasta que las paredes se juntan y ya no puedes pasar, se acabó el trayecto, y el gato glotón de Kafka detrás de ti, pobre ratoncillo indefenso, enseña los colmillos de felino sanguinario, deja al aire las uñas que van a desgarrarte, flexiona las patas traseras a punto de saltar, te va a zampar de dos bocados, tan ancho que parecía el camino, tan derecho al  anchísimo horizonte, toda la libertad del mundo tapiada finalmente y... la muerte sigilosa, que no había dejado de seguirte ni un momento en tu travesía, se abalanza sobre tu cuello.

Ya descubrimos el portazo final en el drama de mi vida (tercer acto), Charlie. He comprendido que únicamente soy capaz de querer aquello que sólo existe en mi imaginación. Lo que haga o no haga es cosa mía, no necesito nada más que el exequatur del diablo… ¡que soy yo mismo!

Lo dicen todos los escritores de diarios... ¡en tinta invisible!

No me verás poner un pie en el mar ni por mi peso en oro: allí, entre sus aguas engañosas, me espera el colombre.

Un tipo, cualquiera de nosotros, debe ser capaz de saber donde pone los pies en sus viajes, reales o imaginarios.

Muy pronto demostré magín para lidiar con el mundo, sosegarlo mediante armonías: dejó de inquietarme (se morían los vivos, los mortales, el planeta seguía girando, sobreviviendo a todo), pero no de asombrarme: cosas verás que han de maravillarte, me repetía. Atisbé lo fantástico, a través de esa rendija me completaba, y lo residual lo plasmaba en los cuadros.

85 maldito que todo lo hubo de aniquilar… Le diste, pues, las espaldas, ¡adelante, adelante!, te urgía el diablo por detrás, empujándote...

Y aún no paraste de enredar el mundo con tu pluma de avestruz grosera y mal deliñada.

Diarios de Paul Klee…

(Ser un niño, pero inocente, no como el Picasso de diez años.)

Todo lo misterioso, lo fascinante, el artista logró encontrarlo en las habitaciones de los niños. La sabiduría que buscaba, sólo se hallaba entre esas paredes… ¡tan secretas en el fondo!

Mil veces prefiero lo pueril, incluso lo excéntrico e ilógico, que esos espacios y su decoración y sus objetos me suministran que tanta filosofía palabrera en busca de las primeras formas y los primeros nombres.

Ah, Charlie, ah, la filosofía.

K. (el de Könisberg): La mediocridad de su apariencia reflejada en el espejo, lo anodino de sus costumbres y apetencias, le hizo ver los límites que cercan y estrechan definitivamente al ser humano hasta aplastarlo como a un insecto: tan limitado, no puede ser la réplica de ningún dios, sus alcances lo determinan su naturaleza.

H. (¡lo mató un trago de agua!): El trasiego constante de vasos de vino del Medoc le enturbió el entendimiento y enrareció hasta el mismo lenguaje que empleaba en sus elucubraciones…

¡Manteneos a salvo de los abusos del lenguaje!

¿Persona yo, Charlie? A medias. Lo que tengo de monstruo me lo callo, pero lo hay… Y si escarbara dentro de ti o de aquel o de este otro también hallara cómplices de lo segundo más que de lo primero.

Pinta los sueños de los niños, los que ellos aún no saben explicar con palabras: un viejo niño sabio.

Paul Klee era un hombre  niño especial.

Cada uno lo es a su manera, Charlie: yo, en mediodía memorable,  me zampé en La Tour d’ Aargent el canard 182.803. A la historia ha de pasar ese número. Y lleva mi nombre y mi pasta… gansa.

Especial tuvo que serlo, aquel Klee. Es el hombre que juega al escondite con figuraciones y simulacros. Aunque, ¿no sería uno de esos adultos que han pasado su infancia sobrecogidos por el desamparo y el temor, cercados por un mundo hostil lleno de peligros reales o imaginarios, un mundo demasiado grande, desconocido e incomprensible y que, ahora, ya al cabo, buscan en el retorno a un mundo sin memoria?

Aquí padre, con el cálamo en la mano.

Padre, voy a escribir Libro de la Familia.

Escribirás mentiras… pero revelarás la verdad.

Pues, ¿tu padre…?

Fallecido y hediondo, que diría el de Alfarache.

(Un padre catador de vinos como el de Panza hubiera querido yo, y no uno Gran Divertido y devastador de hijos.)

(Un poemilla de un tal Álvarez Petreña plagiado por Max Aub, un tipo que hizo de su bachillerato valenciano su verdadera patria, busca su intercalado:

¡Ay, tus labios, niña, quién te los acariciara!

Los folletines son verdad,

y el cine está hecho para llorar.

Te huele a muerte la boca, mi niña.

Borracho, que más borracho

estuviera si supiera lo que quisiera,

aunque no lo pudiese lograr.

Así te mueras, niña, y te lleven a enterrar.)

A esa niña mujer no se le escapaba nada: cada vez que fijaba sus ojos en el negror de los míos era como si unos súbitos fucilazos iluminaran la noche de todos mis pecados del pasado pero a la vez daban esperanza a otros nuevos.

Pobre y tristísimo hijo de puta, que sólo es capaz de imaginar con la pluma en la mano lo que otros con la suya imaginaron antes y plasmaron en el papel con mucho tino y mejor gracejo, aparta de ti ese arte..

Padre, entonces voy a escribir mi vida. Pero de manera harto embolicada.

Aunque lo hagas de esa manera, todo lo malo ha de saberse de ti más pronto que tarde.

Muchos hechos llevo yo detrás, malos o buenos y hasta regulares, que son los que más disimulan: traerán un buen temario. Conviene que el planeta conozca ese rosario de cuentas blancas o negras. Si la escribo, al fin sabré de qué estoy hecho.

Calla, Pedro Ponce, que el de Torres Villarroel y el cojitranco Quevedo te han agujereado la mollera.

(No pretendía escribir el Ulises. Era Cervantes su inspiración…

va y dice el artificioso dando, con suma displicencia, la espalda a la congregación, que se queda con la boca abierta.)

Escribe entre divertido y rencoroso:

Mirando mi conciencia soy malo, malísimo, pero si te miro a ti, Paulita, ya ves, me tengo por muy normal, y hasta con algún lucimiento de público conocimiento.

El viejo Brell se miraba en el espejo largo del armario, en la luna de aguas verdes y claras: no había nada en torno a él: Aquél en Argel, el otro de calabaza y éste, el mierdecilla, tras el culo garboso y facilón de la criada… Y la otra, la cónyuge huida, a punto de escapar a esa genialidad que cree tan suya y que se piensa que está nada más doblar un recodo del mundo. Qué cuatro, rediós.

Pues aquí me tienes, buen Charlie, en el covachón de la nada que diría Gracián. Pero, qué menos, con la copa en la mano, pues algo alivia, y la turbiedad suficiente en la sesera para no verme asomando monstruoso una y otra vez por las esquinas como abortado por los azogues del callejón del gato.

Untaré el cálamo (¡Joder, Vivales!) en la fascinante menarquía que se escurre brillante y serpentina sobre tus muslos, mi asombrada Hannita (cuanta sorpresa depara un cuerpo de mujer entre la hembra y la niña).

Padre, cuando aún creía en la felicidad a Klee le gustaba Bach, Mozart, Brahms, Beethoven… Pero no menciona a Haydn en sus escritos. Ni rastro.

(En 1901, el artista confesaba sus preferencias:

En la cúspide de todo: el arte de la vida;

como profesión ideal: el arte de la poesía y la filosofía;

como profesión real: la escultura;

a falta de una renta, finalmente: el arte de la ilustración.)

Poco después, el hombre Klee, todavía tan joven, toda la vida en ciernes, ninguna crueldad, qué lejos todo desahucio, la insania del cuerpo, nada de pesadillas, ni un mínimo de vanidad (tal vez el arte sea por encima de todo un ejercicio de vanidad), se explica muy bien a sí mismo:

A falta de estufa, compré tres litros de vermut Di Torino. (…) Me siento demasiado solo para pasarme sin alcohol… (…) Se come, se bebe… (…) ¡Oh, este Sur!

¡Oh, aquellos tiempos de artista sin prejuicios…!

Este mundo ya no tiene nada que ver conmigo, Charlie, y me temo que tampoco contigo. Yo, y supongo que tú también, que eres de barra fina, jamás beberíamos café con leche en un vaso de plástico. Eso son capaces de hacerlo sólo quienes leen los libros por encima y han sucumbido al cine de palomitas.

¡Ay señor Francisco de Quevedo, si usted viera! Qué épocas sin hidalguía…

Libro importante éste, padre. Escrito en letra visigótica, lo he de mandar imprimir en folios de pergamino y coser al hilo de cáñamo, encuadernar en piel sobre tabla biselada con cierres metálicos…

¡Pardiez! ¡Que los ojos venturosos contemplen ese prodigio! Pero deja las páginas en blanco, ni falta hace que las emborrones, que basta el continente.

Ese hijo tan borde era un espermatozoide que había crecido y crecido hasta convertirse en un monstruo que obstaculizaba su pacífica y ensoñadora travesía en zapatillas de progenitor sin culpa por el pasillo curvo de la casa.

De tal palo…

Igual el padre que el hijo, bien valencianos y, al decir antiguo, homes de fempnes.

¡Ay señor Francisco de Quevedo, si usted viera! ¡Qué épocas, qué lances de gentes de baja estofa o de alcurnia desbaratada!

Hola, país. Para ti no pasan los siglos, sigues siendo la misma escupidera de latón. Por más dorado que le metas al continente a nadie engañas: ni de oro la lograste con la sangre y el desprecio derramados sobre los tuyos después de tanto siglo.

(Tan acabado como mi padre, que diría el Panza.)

Pero serví y bien me ha servido esta España: Asegurados tengo por más de un año, Charlie, la olla, los vestidos y los zapatos, cargamento que también amarró al final de sus días azarosos el brujo matemático de don Diego. Con su pan se lo comiera. Qué tipo el de Torres Villarroel, no razonaba una a derechas, pero lo contó muy bien.

Klee:

Mejor sería dormir, o simplemente no haber nacido. No son de mis mejores momentos, pero sí de los más lúcidos…

Padre, lo que he comprendido del tiempo es que te halles paralizado por el tedio o abrumado por la prisa, siempre discurre con la misma velocidad: nos mece, nos desbarajusta o nos finiquita: él, a la suya.

Klee: ya se irá construyendo por sí sola una concepción del mundo

Copié del prefacio de Dorian Gray la terrible frase: el arte carece de finalidad. Más importante que la naturaleza y que su estudio es la actitud frente al contenido de la caja de pintura, y algún día tendré que improvisar con entera libertad en el piano de colores de los tarros de acuarelas colocados allí, lado a lado.

Bonita combinación ha de salir de la ocurrencia.

Hablaban su padre y el guionista con gran mesura pero con gran firmeza, respetaban el turno y la réplica del otro mutuamente, y él, aprendiz de todo, aprendiz incluso de Boceto, once años, no encontraba el momento de meter baza, de echar su cuarto a espadas, sólo se le ocurrían disparates leídos en los tebeos.

Una mañana radiante, de aire claro y feble, de la mano de su madre, fue al campo (territorio comanche para el padre, que se encerró en su despacho bajo siete llaves). Era a finales de la primavera y la tierra estaba sembrada de colores, aromada de flores y plantas bajo la luz benéfica. Él tenía cinco años.

¿A qué hueles?, le preguntó su madre.

Tardó unos instantes en responder. Miraba en torno a sí muy reflexivo.

Huele a sol, dijo finalmente.

Su madre, complacida, le miró con una sonrisa extraña.

Klee:

Es comprensible que una persona de talento o, al menos, de mérito, presienta situaciones que sólo podrá vivir mucho tiempo más tarde. Esto queda incluso más claro a causa de que los sentimientos más intensos son los más primitivos. El futuro duerme en el hombre… y únicamente tiene que despertar.

Los niños… también conocen a Eros.

Soy fiel a la inspiración, no a la realidad que observo, y cuando acaba aquélla, acaba la obra.

Tal vez mi estado no sea muy adecuado desde un punto de vista objetivo, y mucho menos mi inmensa sed por la botella.

Por lo que a mí respecta, descubro en lo monológico un atractivo muy singular, pues a fin de cuentas en la tierra se halla uno solo incluso en el amor.

Padre, has desmenuzado a Klee durante años, y sigues sin descubrir lo evidente: era un hombre que soñaba que pintaba lo que soñaba.

¿No se ha dicho que cuando sueña el hombre es un dios y cuando reflexiona un mendigo?

Yo no sé escribir dibujar, y mucho menos pintar, así que me limito a lanzar bolsas de pintura contra la pared. Eso también es algo muy legítimo, y, desde luego, en ocasiones produce efectos sorprendentes.

(Con la copa vacía, aparece inexpugnable el espejo invisible donde tan evidente te contemplas.) Me hallo ahora en total dexamiento, Charlie.

Falto de voluntad, sobrado de disparates:

Me abandono, yo me abandono…

Rasúrate la barba.

¿Afeitarme? Siete meses estuvo Ibn Hazm sin quitarse la ropa cuando murió una esclavilla que adoraba.

Pues, ¿cómo era la tal?

Ancheta de caderas y con los sobacos un poco mojados, precisa él mismo.

Cogió perra con la sierva, pues.

Perra se coge hasta con el juego de los dados, hasta con el simple paseo del atardecer.

Klee observaba con verdadera obsesión el cuadrado mágico que asoma en el grabado Melancolía I, de Alberto Durero: la mesura del símbolo que lograba apaciguar en él toda violencia y desánimo.

Sabemos el destino que nos aguarda:

Se requiere paciencia, podía leerse en un cartelón frente a la cola del teatro (de la vida): al final, entras.

La función no ha de empezar y acabar sin tu concurso: es un hecho.

Qué sabios los judíos cordobeses de muchos siglos atrás, cuando el cristiano hispano andaba aún en pañales, con la patria a medias y una identidad tan imprecisa como su origen:

Ishaq ibn Gayyat: Sepa todo hombre inteligente y sensato que el término de toda cosa es la carcoma… En este mundo (Charlie), se destila y bebemos una miel con veneno de muerte mezclada.

Yosef ibn Saddiq: Las heces que hay en mi interior contaminan mi alma…

Hombre y mujer antes que nada, Charlie. Eso somos tan poquito. Anda, llena mi copa y perdona mis pecados.

Klee abandonó, es un decir, el violín y eligió las visiones.

Jugaba con ventaja: compara, él, que nunca fue compositor aunque sí intérprete de cuerda nada desdeñable, al pobre (por ser utilizado su nombre en vano) Böcklin con Johan Sebastian Bach: cartas marcadas.

¿Encontraría su Schoenberg como Kandinsky?

La música subyace tras el objeto, el color, la línea… y también se hace evidente una sugerente musicalidad en las palabras más allá de su estricta denotación.

Hacemos de lo invisible de la música una expresión, de un estado de ánimo aderezado de notas musicales un resultado plausible y palpable, evidente.

Klee, que no hizo de la intuición el empuje inicial de sus obras, que aupaba sus figuraciones y cromatismos y trucos especulares sobre la reflexión y el análisis… Klee, padre, que no hizo de la música un acompañamiento feliz de su pintura, sino un entramado desde el cual otorgar cualidades objetivas a lo abstracto de la forma y la línea y, acaso, en mucha menor medida, al color.

Pianista en apuros: los dedos sobre el teclado, sentado en un orinal. (1909).

Utiliza de paleta la parte posterior del Testore de 1712. Qué de armonías.

Lee a Goethe.

Padre, desmenuzar a Paul Klee: glorioso banquete:

cien talentos babilónicos ha de costarte el manuscrito (mecanoescrito) salido de la Underwood.

Nos repartimos el cuerpo antes de condimentarlo y meterlo de cabeza en el horno: una de las piernas para el anfitrión; varias costillas carnosas para mí; los sesos para aquél; las paletillas para estos dos, el hígado para ése…

(Pero era el corderito de Mary…)

Los artistas… ¡son tan indefensos!

Siempre viven en épocas de cambio…

1982: Padre, el mundo va a estallar en mil pedazos… de color. Todo va a cambiar está cambiando: el arte, la literatura, la música, la filosofía… Hasta el modo de vivir.

Y eso, ¿quién lo dice?

Paloma Chamorro, en La edad de oro.

Querido, desde ayer de hace mil años todo está cambiando. Todo cambia a cada instante.

Los artistas…

Cuidado con ellos. Son locos de oficio.

Qué ocurrencia.

(Doctor Freud: carta dirigida al señor Pfister en fecha 21 de junio de 1920:

Querido Pfister, comencé a leer su librito (El expresionismo en arte: su base psicológica y biológica) sobre el expresionismo con tanto interés como aversión (…) Tengo que precisarle, por lo demás, que en la vida real soy intolerante hacia los chiflados (subrayado nuestro), pues sólo veo su lado dañino (subrayado nuestro), y en lo que respecta a estos artistas (expresinonistas) los considero filisteos e intransigentes. Por consiguiente, comparto con usted la opinión de que estas gentes no tienen ningún derecho a denominarse artistas.

Posdata: ¿Qué tal anda su simpático hijo?).

¿Está pasando algo que yo no sé?

Oh, bendito Paul Klee, pasto de los dientes, la boca y la garganta carcomidos del hechizador Sigmund Freud…

Ya en austríacos, y judíos, hay cada uno… Y de nada les sirvió escribir en alemán del bueno:

Fue un beso que duró una hora y catorce minutos, precisa herr Herman Broch, cronómetro en mano, en un párrafo de una de sus novelas.

Zweig discutía la biblia: no existe la tierra prometida, ni siquiera al otro lado del océano. ¿Para qué seguir? Deja de dar vueltas en el desierto. Hazte a un lado. Déjalos pasar con sus arreos y sus mulas mendigando el maná. Adiós, adiós.

Padre, cuan larga es tu sabiduría, cuan lejos te hallas de haberte convertido en aquel trasto doméstico que mencionara Musil.

Escribir a lápiz ayuda algo… y ahorra muchas páginas. 30 lápices bien afilados en todo momento tenía sobre su escritorio el señor Canetti.

Padre, has sido un ejemplo para mí. Yo seré tu hombre-ventana. A través de mis ojos has de ver por muy muerto y lejos que estés el mundo actual, el que yo veo y que, tan graciosamente, te ofrezco con mi mirada. Es mi regalo al mundo que nunca me escribió… etcétera. Soy la cámara que distrae tu muerte en el más allá.

Doctor Freud, ¿ha visto usted uno de los pequeños cuadros del señor Klee?

Son, digamos, interesantes esas imágenes infantiles aunque cargadas de simbolismos adultos.

Otro, pues, tan grandote y suizo-alemán y jugando con aritos.

¿Qué diferencia existe entre un escritor judío alemán, austríaco, checo o suizo-alemán si todos ellos escriben en lengua alemana?

A Broch le bastan los antihéroes: desdeña los monstruos, incluso los que produce la razón.

Werfel cree en los milagros, mucho más que en Alma, la gran puta disfrazada de dama que colecciona amantes ilustres y recibe de cinco a nueve, promueve mil conversaciones y alienta mil amores imposibles.

Tengo ante mí la fotografía de Franz Kafka de pie frente al palacio Kinsky, a plena luz del día. Produce cierto espanto esa figura un poco de espantapájaros… conociendo toda la barbarie de veinte años después de su muerte que él no pudo vislumbrar: la nariz grandota, el abrigo oscuro, el sombrero inenarrable, siniestras esas dos prendas hasta el límite de lo lúgubre, el cuello de camisa de picos redondos, los zapatones negros y relucientes, casi de payaso, las manos asidas nerviosamente, la sonrisa incierta que hace dudar, pues no sabes si es de satisfacción o de burla… De este hombre no sabes nunca nada de nada: soy nada. Es un hombre que igual podría ser un escritor visionario y genial o un simple badulaque de oficinas.

(Vaya usted a saber en aquel tiempo…)

Veinte años más tarde: a los 61, en el año 44 del siglo, de haber sobrevivido a tu laringe hecha pedazos por la tuberculosis, te hubieran gaseado en compañía de un montón de desgraciados sin nombre, y luego, sin dilación, al crematorio: huesos entre huesos, una vida y muerte anónimas tan sinsentido como las de nuestro tiempo.

Habrías ardido como una tea, amigo Franz.

Al fuego tú también: el destino que hubieras querido para tus manuscritos. Dos por el precio de uno. La hoguera completa. ¡Qué pira gloriosa, qué fastos incendiarios! ¡Qué mundo nunca kafkiano!

Kafka no presintió nada del holocausto universal que se avecinaba contra los de su raza, y no sólo fue un judío con una pluma en la mano, era mucho más. Pero él era literatura… no adivino. Presiente en las pesadilas su indefensión, el terror que le inspira una humanidad (de su época, la de todas) a la que teme por no haber descubierto los móviles egoístas que la articulaban desde las cuevas de paredes pintarreajeadas. No anticipa el mal porque es algo que ya sufre, siquiera con la imaginación. Son los críticos y hermeneutas académicos los que rizan el rizo. No pudo prever, porque el futuro es invisible y sigiloso, acechante y evidente a veces, pero imprevisible y ambiguo en sus trazas, la Alemania nazi, la hecatombe mundial, el matadero indiscriminado en que se convertiría años después Europa y parte de los países del Pacífico. Escribía sobre su infierno particular, la tortura física y psíquica de su cuerpo, las pesadillas de sus noches. De igual forma que tú no puedes vaticinar la próxima bomba atómica que más tarde o más temprano caerá sobre tu cabeza, tenlo por seguro, y ahora duermes en el plácido seno de tus sueños, que seguramente son felices. Además, tú no quieres ser Kafka (y es peor.)

¡Tú que vas a querer ser!

Tiempo sin dioses ni diablos: se bastaban los hombres para despedazarse entre ellos, ¡a qué andar en inútiles invenciones suprahumanas y zarandajas de ultratumba!

Dios había dejado de ser una idea: ni Kafka ni él, Boceto, iban a discutir con Kant, hasta ahí podíamos llegar, quien ya lo había dejado perfectamente claro a dos columnas en la Crítica de la razón pura: ahí van las fronteras, ahí el muro infranqueable:

a) estas son las pruebas de la existencia de Dios;

b) estas son las refutaciones que las invalidan.

Y lo demás son cuentos, se dijo el aprendiz.

A rodar.

Pareces igual de joven, Brell, para ti no pasan los años, le decían, como si él hubiese sido un coetáneo de Kant o de Kafka. Y a él ese comentario le parecía una estupidez, incluso una blasfemia a su verdadera condición: ¿cómo pueden envejecer los muertos? Él… se pudría. Su apariencia sólo era la tierra que le cubría bajo el sol. Llámalo felicidad, si es tu gusto: estoy muerto.

El mundo es un lugar peligroso, Charlie, un juguete mortal. A veces te embelesa, y otras te envenena.

Yo bebía porque no recordaba el pasado. Y cuando lo recordaba, aterrado, bebía todavía más para olvidarlo.

Nos ha salido frívolo, el joven Brell.

Padre, soy tan frívolo, inconsistente, lúdico, trivial y efímero como mi época, su zeitgeist apesta a causa de de sus ocurrencias y desafíos pueriles.Tiempos de gran mierda y de peores escuelas.

¡Cuídate de tu linaje, descastado!

¡Renombre a esta hora!

¿Mi reputación? ¿Qué reputación? Qué me importa a mí tal cosa, ¡yo siempre he tenido dinero!

O la contraria:

¿Por qué no haber sido él aquel santón hindú que inmóvil junto a los árboles, absorto en la contemplación del Uno y del Todo durante días y meses, fuera del tiempo ya, y desde luego ausente por completo de los asuntos de los hombres, fue poco a poco convirtiéndose en árbol él mismo?, las raíces le hundían más y más en la tierra, del tronco le brotaban ramas, pronto anidarían pájaros en la fronda de su cabellera... Su alma, definitivamente, ya era toda naturaleza. Feliz como una piedra que está y es sin saberlo, ajena al tiempo que la hizo pacientemente durante millones de años en lugar de deshacerla en un santiamén, en esos pocos años que dura la vida de un ser humano.

Sin pasado. Sólo un vegetal, un mineral, de una tierra sin alma.

¿Qué podía hacer para sobrevivir con todo lo malo del pasado, en especial ese saco lleno de traiciones a sí mismo, de ruindades contra los demás a la chita callando? ¿Abolirlo de un plumazo? ¿Olvidarlo como se olvida un mal sueño o un mal trago? ¿Enmascararlo? Y eso ¿cómo se conseguía? ¿Cerrando los ojos? ¿Pegándose un tiro en la cabeza donde anida taimado ese cofre pestilente en alguno de sus rincones oscuros y acabar con él a la vez que con uno mismo? No, lo mejor era sobrellevarlo, incluso con un poquito de dolor, como se soporta estoicamente un furúnculo no demasiado beligerante en el culo, una especie de redención llevadera y continua: todos tendríamos que redimirnos, Charlie.

Aquel paraíso de la infancia: en el jardín circular del chalet de la abuela Amparo donde el tonto daba vueltas sin ton ni son, llegado definitivamente el verano florecían las peonías, las hileras de heliotropos y los alhelíes, pero él sólo era capaz de reconocer entre los pasillitos de grava y en los pequeños arriates las rosas y los claveles, los dondiego, la hierbabuena y el empalagoso perfume blanco del jazmín. Increíblemente, era suficiente con esos pocos nombres y el olor del aire limpio y claro y la noche estrellada. Increíblemente, había pensado entonces: ser un grumo de tierra, o sólo su olor profundo y vivo.

(De acuerdo, he vuelto al país de mi infancia… Qué error del pensamiento… Pero ahora aquí, en la infancia revivida, todo son adultos y sin color las cosas y todo está mudo y como sin vida y nada parece apoyarse sobre la tierra, yo mismo levito… )

Mi pequeña, mi querida Hanna Sophie, de rodillas te entrego esta hermosa flor azul que abre mi corazón.

¿Cómo se llama la flor azul?

Millones de nombres que ponerle: hay millones de adolescentes.

Qué poético, Hanna, este falso estudioso de Hölderlin, no te fíes de él (la mayor parte de las personas sólo se aman a sí mismas), esa araña que atrapa adolescentes incautas, este voceras que rastrea absolutos (en los que no cree) en las páginas de Hiperión

No te fíes (recalca el instinto de la sirena):

Disponía  nuestro héroe de un buen montón de cintas de 16 milímetros provenientes de Vivid Entertainment y Wicked Pictures compradas bajo mano hace años por su padre a precios explosivos. Él se apresuró a heredarlas en perfecto secreto. Tenía su propia sala de proyección: en la biblioteca principal, sin el menor recato, colgaba una sábana blanca en la parte de los estantes dedicados a la literatura clásica española, colocaba las cintas, medía la lente del proyector, aparecían en la tosca pantalla las primeras desnudeces pacíficas, aún sin desajustar los brazos, las piernas, los troncos, todavía las sonrisas lascivas, la maldad de los ojos pervertidos, la piel sin herir: mira, paulita (mira hannita…).

¿Al país de la infancia?

A veces tengo la impresión de ser de nuevo aquel niño que asustaba fácilmente a las palomas en el parque, sólo que hoy asusto a los niños a base de muecas mientras los adultos se me quedan mirando estúpidamente sin abandonar sus bancos junto a los arriates. Podría asesinar a uno de esos pequeños mastuerzos sin perder la sonrisa y ellos, sus padres, seguirían sin entender nada de nada mientras el día va languideciendo.

¿Por qué Franz Kafka, pudiendo quemar él mismo todos sus manuscritos, borradores de cuentos, fragmentos de novelas y demás papelotes de su puño y letra, se empeñó en endosar la tarea incendiaria al pobre Max Brod que tuvo que incumplir su deseo porque, francamente, no le quedaba otra?

Son como niños... con una pluma en la mano. Unos y otros.

Boceto: mi palomita, mi hannita, sé tú mi Dora Dymant quien en la última hora, cuando todo es un triste, solitario y final chandleriano, cierre mis párpados con un beso.

He escrito una novela, Hanna, pensando en ti… en nosotros. Cada página eres tú, cada párrafo, cada línea. Y quería un final triste. He tenido que matarte. Soy un egoísta de la peor especie. Pero también me he matado yo, no creas. Así queda realmente bonito. Qué final, qué congoja:

se había arraigado a ella como si hubiera brotado de su carne, había vivido de ella como un retoño, y cuando ella murió, cuando dejó de proporcionarle la savia del alimento esencial de su existencia, él se agostó, murió.

Estamos en el siglo, querida. No importa su número romano, árabe, chino o hindú. Voy a hacer de tus venas, vísceras, intestinos y oquedades una barraca de feria bien pertrechada de fascinantes virus, phishing, ransomware y lo que se tercie… ¡Sabré por donde colarme hasta llegar a tu alma llena de porquerías secretas!

Sé lo que me digo.

(¡Si lo sabré yo, que soy el diablo!)

¿Turbiedad solo del macho? Amigo, en determinadas circunstancias una mujer apesta igual que un hombre, y a veces incluso mucho más: se convierte en una silenciosa fábrica excretora de fluidos y hediondez.

¿Qué haces, desgraciado, a la luna de Valencia?

Aquí, padre, contando perseidas.

TODO INCLUIDO

Tenía once años. Era escritor a doble espacio. Aún no había vendido  ni uno solo de sus folios escritos. Pero ¿qué importancia podía  tener eso? Inclinaba la cabeza sobre la Underwood siete horas  diarias.  Fumaba un ducados tras otro. Tres  cajetillas diarias. La botella de bourbon al alcance  de la mano. Era un escritor de raza. Esa mañana ya se había echado al coleto (bebía directamente del cuello de la botella) media docena de tragos.

A pesar de las letras grandes, quizás un poco exageradas, pero sólo un poquito, eh, que cada uno es como es, se dijo el Boceto de los doce años… Sacó con un poco de rabia la hoja del rodillo, la arrugó, la tiró a la enorme papelera –La papelera de Kafka- y se quedó quieto por espacio de unos minutos mirando a través de la ventana: Llovía, era una tarde oscura, extraña, silenciosa, las sombrías figuras de los viandantes, encogidas y apresuradas bajo los paraguas, parecían deslizarse sobre las aceras y el pavimento mojados… ¡Anda que, cómo sigas así, hierbas, cardos y espinas has de comer, como esos dos de la Biblia!

Posdata: doscientos años más tarde (para qué tirar por abajo), a los pocos meses de su muerte, en una subasta pública de los bienes y objetos de uso personal del eximio escritor Ignacio Brell Gay, una tal Plácida Albentosa Campillo se hizo con una docena de miles de euros al entablarse una inesperada porfía por adquirir los arrugados y amarillentos folios, que se daban por destruidos o arrojados al fuego, de los trabajos primerizos del ilustre literato valenciano, digno continuador de las obras localistas del eminente don Vicente Blasco Ibáñez.

A los catorce años:

Como a la Erna de herr Broch, a ella también le resultaban repugnantes los hombres que sólo bebían agua y no hacían nada [del otro mundo, supongo yo]  en la cama

¡Qué diablos! El éxito comienza en la primera línea, que sea como el gancho curvo y bien afilado de un matadero donde cuelgas por el cuello al lector.

Redacción del alumno I.B.G. merecedora de un 0,5 (de 10) en el certamen poético ¿Qué te gusta a ti? para alumnos de Primer Curso de bachiller, clase de literatura y Lengua al cuidado del padre agustino Salvador Cervantes Bramante:

Me gustan los libros y los árboles.

Algunas personas también me gustan.

Especialmente aquellas

a quienes les gustan los libros y los árboles.

Vivimos en una época rara de la historia. Es difícil saber lo que está ocurriendo y, ya adivinado, mucho más comprenderlo.

No lo crea. Es sumamente predecible. Los sres humanos se han simplificado demasiado en este 2008, la mayoría de ellos sólo están atentos a bagatelas, sus vidas carecen de misterio, y, además, no les importa, la exhiben en la red a cada momento sin la menor impudicia. Se han vuelto de repente nudistas del alma. Y hay cada piltrafa de hombre y de mujer… ¡Qué falta de pudor! ¡Qué mollejas, qué muecas, qué grasas, qué adefesios envanecidos!

¿Y todo esto no le parece raro?

Me parece patético. Pero cabía esperar algo así desde hace décadas. Ha sido un final lógico… Sin embargo quizá todo esto no sea sino el comienzo de una época ni mejor ni peor, algo distinto, nada raro, porque ningún tiempo lo es.

La cultura ha pasado a ser fatalmente un mero entretenimiento. Aunque… Tal vez siempre fue eso.

Cuando la luz del sol vertida en la ladera sólo es un amarillo desfalleciente y viejo…

El sol tan amarillo ahora plateaba sobre la hierba…

La tierra…

El patriarca tachaba en rojo las redacciones escolares del pequeño Brell, con el lápiz cruzaba las frases hasta con rabia.

El campo, la naturaleza en realidad, le abrumaba al viejo Brell, le daba un asco infinito: él envejecía, y se daba perfecta cuenta de ello, pero los árboles, las suaves colinas, el arroyo, las plantas, siempre conservaban el mismo aspecto, no parecían cambiar jamás, y si lo hacían rejuvenecían con la primavera, resucitaban, y lo que de veras moría declinaba con la lentitud y la parsimonia como se hace piedra el barro a lo largo de un envejecimiento invisible, sin huellas. Todo en el campo le sobreviviría, le sobrepasaba, todo en él era una mueca eterna que se burlaba en su parsimonia de su propio y vertiginoso decaimiento como ser humano.

Una vez escribió Boceto con intención aviesa: El calor del día africano, la tensión animal de su noche depredadora…

Su padre, entonces, no tachó ni una letra. Como hombre de su tiempo, África siempre le había traído sin cuidado.

A los diecisiete años El Víbora ya le ha envenenado la sangre en sus dos terceras partes, y en una esquina de la leonera de su habitación se elevan en vacilante rimero un montón de astrosos ejemplares de la chapucera editorial Star entre otras ediciones de bolsillo no menos impresentables.

¿Qué hacen todos esos?

1977: votan.

Qué cosas.

Primeras Elecciones Democráticas.

¿Y qué?

Quién iba a pensarlo, pasa el tiempo, pasamos en el tiempo, ya ves. Con Luces de bohemia en las manos y una callada y mortal desesperación navegando por el río de la sangre.

No importa a quien votas. Ellos ya saben a quien votas. Eres un libro abierto. Lo saben todo acerca de ti. Les basta con eso mientras tú sigues ondeando tu banderita. Las elecciones, el gran tinglado político, sólo es una excusa, una anécdota. Lo activan cada unos pocos años para que todo, absolutamente todo, transcurra con normalidad y puedan echar la zarpa a tu billetera abierta. Conocen perfectamente el color de tu petaca, por mucho que la escondas debajo del pantalón o metida en el culo: cuentas hacen de todo los politiquillos.

Cambian tantos los tiempos…

Un día de julio de 1950 Sylvia Plath escribe en su diario, bañada su habitación por la palidez azul de la luna: ¿Qué puede haber más hermoso que ser virgen, pura, joven y llena de vida, en una noche así? Y se contesta a sí misma, pasado un tiempo de insólita reflexión: Ser violada.

¡Loca más que loca! (Se elige lo que se puede… con la imaginación.)

¡Qué épocas!

(Todas las cuales son las mismas.)

En 2008, otro Gran Año de Elecciones, tus congéneres, furibundas y aterradas por tu criminal desfachatez, te habrían quemado viva, poetisa.

No existe peor enemigo de una mujer que otra mujer.

1950. Aquella, la misma, la Plath (¿o era otra distinta a la de después?): ese año también había dejado escrito (y escrito está) que no quería morir. (Era una suicida pero todavía ignoraba con absoluto candor que era una suicida.)

¿Qué tenemos entonces?

Se pregunta en silencio el Charlie tan imprescindible.

¿A mí te refieres?, adivina del charlatán del otro, un pobre tipo lleno de grietas, de heridas sin cicatrizar, con la sesera atiborrada de escombros a punto reventar. De modo que le llena la copa y tengamos la fiesta en paz.

Me hablas de tus hermanos, y me estás justificando el fiasco de gran parte de una juventud de aquel tiempo tan crédula como equivocada que hizo del activismo ciudadano más o menos violento no un método de consecución política sino una finalidad existencial. Estos dos, mínimo Brell, hicieron del compromiso político extremista una tabla de salvación personal ignorando que su propia fragilidad como individuos les llevaba a la deriva, al naufragio absoluto. Aunque también se hundieron porque, en el fondo, bonita expresión en esta oportunidad, tampoco querían salir a flote, ya no sabían vivir sin turbulencias. La calma chicha destrozaba sus nervios de idealistas, los tenía en carne viva, eran un sarpullido ambulante sin que nada pudiera apaciguarles.

Uno de ellos sobrevivió.

No… Se convirtió en otro. Ahora será un desconocido hasta para sí mismo al que una vez despierto tendrá que saludar por vez primera frente al espejo todas las mañanas que le queden de vida. Y, respecto a Fiodorov, no se mató por el fracaso político, es que no sabía vivir de otra forma por mucho que lo intentara. Le pudo una desesperación secreta, o el desencanto más letal, acaso el atroz aburrimiento del lúcido… O el asco, un tóxico muy superior a la rabia, a todo bicho viviente.

Pues yo mismo, padre, he de morir quieto como la piedra, bien altivo en tiempos tan despreciables y dementes:

Hierático, incólume, de una violencia larvada: guerrero de la dinastía Qin. Ahí es nada. Sólo la muerte es la recompensa al cabo de los siglos. Mas ¿dónde queda la fuerza de tu brazo, el arrojo de tu valentía?

¿Y cómo nos deshicimos, Charlie?

¿Murió el finado en paz?

Tuvo, como buen burgués, muerte despaciosa y previsoria.

Murió a pedazos, lentamente. Primero le fallaron los riñones. Después la próstata. Luego la vejiga y más tarde el hígado. En fin, amigo, una agonía verdaderamente medieval.

Insomne de cualquier parte del mundo: ha pateado la dudosa luz de los delis, los spätis, los kombini y los off licence y hasta el árabe de la esquina donde solía comprar bombones rellenos de licor con los que aturdir a la compañera de cama.

(Al amanecer, lo sacaban a empujones a la calle, al beodo insome y fantasioso:

Un poco de educación, Charlie estudiante, que son los tipos como yo los que te pagamos la universidad.)

Respecto a DFW, quien siempre viene a cuento: Ahora sé que para no tener que anudar la cuerda al cuello y darle la patada a la silla debería haber estado completamente loco. Y no lo estaba, se quedó a medias, no era suficiente demencia la suya como la que nos protege a todos nosotros con nuestra televisión y nuestra paellita de los domingos.

No os habéis dado cuenta todavía los siete mil millones de putos Charlie del  mundo: estoy encerrado en una gota de ámbar desde hace 50 millones de años: desde ahí, a través de sus muros transparentes, contemplo vuestras idas y venidas, vuestros entretenimientos, el fracaso individual absoluto e irreversible de vuestra carne mortal.

El bendito de Charlie desvió sabiamente la conversación. Este barman universitario promete:

A Berlioz no le hizo falta aprender a tocar el piano, pero, en el tiempo libre que le permitían sus composiciones musicales, tradujo al francés a Virgilio.

Le devolví la moneda:

La esencia de una silla es sentar el culo en ella. Su percepción fenoménica sería comprender con la mirada su naturaleza, su organización material, el espacio apropiado para el culo.

¿Tú sabías que a bordo de la Voyager Space Craft en su rumbo a la estrellas acompañando al disco dorado que ha de deslumbrar a los alienígenas con el sucinto recuento de la sabiduría humana viaja un tocadiscos?

Qué cosas de la mente humana. Qué previsiones corteses. Qué deferencias.

Quién sabe si los hombrecillos verdes han llegado a la era del pick-up. Había que facilitarles la tarea.

Y eso ¿quién lo dice?

La Universidad.

Como suelen decir los buenos abogados, nunca preguntes si no conoces la respuesta.

Siempre he ido 20 minutos por delante del infierno. Eso ha impedido que ni una sola vez me chamuscara en las correrías y vicisitudes de mi vida.

Pero nunca pude atrapar del cuello al tiempo. Se escurría como si nada.

Benet, el gran atrabiliario… en cuestión de juicios literarios (Cortázar es un chapucero. Y punto.), aparte de eso, según amigos y correligionarios, era pan bendito, muy ocurrente y hasta gracioso a pesar suyo. Por lo demás, no se tomaba muy en serio como escritor (otra cosa era que escribiera muy en serio): Llevo escribiendo veinte años y no debo haber vendido en todo ese tiempo ni quinientos ejemplares, confesó en una de las paradas del tren camino de Albacete.

Qué putada el paso del tiempo, decía el ferroviario escritor, con cinco whiskys ya tengo la vesícula hinchada.

En el 93, después de los Grandes Fastos, también hubo elecciones, padre mío que estabas ya en los cielos.

Padre ¿por qué vivimos en un piso tan grande? La gente vive encogida en estos tiempos.

Hijo, la gente, esos que miran con silenciosa rabia cómo cambias de coche cada tres años, te llevas a la boca la docena de ostras, el caviar iraní o la copa de vino de 100 pavos, viva donde viva, siempre vive encogida: la guerre est fini:

Camaradas, la injusticia universal ya es un hecho irreversible, y no existen las revoluciones o las dictaduras bondadosas, igualitarias y regeneradoras del ser humano. ¡Pobres del mundo, uníos y haced del planeta de los ricos un estercolero llenándolo hasta los bordes de vuestra mierda, vuestros plásticos y vuestro monóxido de carbono, y no temáis vivir en ella puesto que en ella sobrevivís y ahogados en ella vais a morir sin que a nadie le importe y mucho menos a vuestros amables y ricos verdugos!

Lejos de España, del mundo…

¿Pues quién no va a sentirse y hasta volverse loco frente a curas quisquillosos, barberos entrometidos, bachilleres pedantuelos y canónigos inquisidores y sabelotodos? Buen aposento éste de la locura, que te libra de la canalla doméstica, de las conveniencias más pedestres y de la urbanidad más rastrera.

Mucho lees tú, mierdecilla. 

En ello andamos, padre.

Pues anda con cuidado, Humillos, y cuídate de lo que advierte don Miguel de Cervantes, que esto de leer puede llevar a un hombre al brasero.

Los pobres de cualquier lugar, de donde quiera que fuesen o rodasen por la bola del mundo, no tienen remedio, se merecen el cagadero donde respiran, ya nacen como ofuscados, muy alborotadas las letras del cerebro, dispuestos siempre a creer las palabras altisonantes de sierpe del hombre blanco y sus hijos vestiditos de azul, de buena educación agustina.

(1969, 17 de Julio: Pluma Azul, el viejo y sabio jefe apache, allá en el Valle de las Comadrejas donde se habían entrenado los astronautas poco antes de emprender el viaje a la Luna, escribió en la frente de uno de ellos, Armstrong, con tinta sólo visible para los selenitas e imperceptible para los terrícolas un mensaje admonitorio: No os creáis nada de lo que os digan. Van a robaros vuestras tierras.)

Querido Fiodorov, créeme como el verdadero gusano que soy (puedes hincarle el diente a la manzana conmigo dentro, soy inofensivo, ni siquiera te produciré un cuesco de alivio), no me gustan nada, pero que nada, los tipos y tipas que profesan una religión, ondean una bandera como si fuese una vacuna contra los demás o defienden una ideología, y no te digo el temor que me inspiran los idealistas y los pacifistas… A todos estos les azuzas un poco, un poquito, dialécticamente y, como si estuvieras enarbolando un palo frente al hocico de un perro, se les enciende la mirada, se tornan agresivos, hasta salvajes, te enseñan los colmillos, se diría que están prestos a arrojarse a tu cuello y a emprenderla a dentelladas.

Así que horóscopos…

Pues sí. Es trabajo vendible. Escribo mensualmente unos cuatrocientos que me encarga una agencia y doy buena cuenta de ellos en cuatro tandas.

¿Qué razón hay para tanta demanda?

La gente siempre vive esperando lo mejor… y no sabe que ya lo tiene.

¿Lo tiene?

Sí, está viva. (Pero no se dan cuenta.)

No puedes tocar un color, pero sí palpar las formas del mundo: es una especie de escultura.

En cualquier caso, el foco de donde extrae su entretenimiento más plausible es el mismo mundo. Nada de él le es ajeno. ¿Cómo iba a ser de otra manera?

Podría:

Uno de esos hombres capaces de pronto, a causa de algún suceso inesperado, de materializarse ante la sorpresa general desde el camuflaje que les facilita su absoluta apatía inmersa en el entorno, la urgencia y la ambición ilógica del fondo de los otros. ¿De dónde ha salido éste?

¿Y ella?

Un día su madre suspiró profundamente, miró en derredor, dejó el libro a un lado, se levantó del sofá, se ajustó la falda y sin pestañear se dirigió a la puerta.

¿Adónde vas, mujer?, preguntó su padre (el de Brell, el tuyo si tu madre hubiera sido una Eva de verlas venir).

A todas partes.

Mares tranquilos, propios vientos y una travesía rápida, nos desea el buen Próspero.

¿De dónde salimos todos?

Filosofía del auténtico viajero:

Pero, tú, ¿adónde vas? (Sentado en el sofá)

A ninguna parte, pues todas partes importan lo mismo, y luego a la muerte.

Yo soy capaz de seguir en pie propinando mandobles aun con el cerebro partido y brotándome los sesos por los oídos, como el mismísimo Roland.

1984:

Padre, he estado en tierras de Flandes.

Que son tierras de gran enemistad.

Te traigo estos discos minúsculos de brillo cegador y grabación inmaculada. Será audición superior. Llámanse cedés.

¿Suenan y todo?

Pero quedóse en el vinilo don Antiguallas Brell, ni del casete dio buena cuenta. Y aún antes que todo aquello de la modernidad, los discos de pizarra del abuelo eran los que realmente le interesaban.

La música te aproxima a la beatitud.

Pater, el día que todas las iglesias desaparezcan el hombre volverá a reencontrarse y orar al verdadero dios, al primitivo, al que nació con él en el alba de los tiempos, el hablador, y echó a andar de su mano sobre la tierra naciente, nueva y virginal, todavía desprendiéndose de los jirones de la noche eterna.

Calle el blasfemo.

Siempre culpable… Dios. El Gran Culpable. Puedo aceptar la muerte, incluso la accidental y sin sentido, pero nunca admitiré el sufrimiento. Por mi parte, hago del placer mi instrumento de guerra contra éste y cualquier otro padecimiento y del pecado mi espada contra aquél. ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué afrentas inventar contra esa materia de humo, ese organismo invisible? Recuérdalo tú y recuérdaselo a los otros: Sobre mi conciencia todo, sobre mis espaldas nada.

¿Por qué no duerme mi cuerpo a solas sin que yo pueda mantenerme despierto? Yo no me canso. ¿Qué tiene que ver mi yo con ese desfallecido pedazo de carne y de huesos que me hace enmudecer y cerrar los ojos cuando se abandona al sueño vencido por el cansancio?

También mi yo, sin autonomía y sin poder ninguno, se diluye en la nada del sueño, no puede el alma sobrevolar el cuerpo dormido, largarse por la ventana abierta y no volver  hasta el amanecer. O no volver nunca y dejar ese montón de vísceras, esos restos desfallecidos, legañosos y somnolientos con tres palmos de narices, ahí te quedas, animal humano, revuélcate en la pocilga de tu primitiva condición: al cabo, sangre enferma, pus y la final pudrición.

Es interesante, padre. Nací el día de la luna: esa luz, propia de reyes, guerreros y magos, y que no logran tapar del todo los dorados y oropeles, bañó mi nacimiento.

Y allí sigues, mierdecilla, lejos del oro.

Cerca de la plata. ¿Para qué más?

El toque panóptico: nada se le escapa a El Gran Arquitecto.

Padre: él, que hizo un pacto con la vida, esa mujerzuela cubierta de afeites baratos –has de morir por muy caro que sea el perfume-: Oye, Vida, déjame joderte de cuando y cuando y pelillos a la mar.

Truco o trato.

Tampoco yo me hago ilusiones, Gran Hacedor de Brelles: entiendo el mundo perfectamente. Lo que me desconcierta es el ser humano, un ser entre todos los otros vivientes que pueblan la tierra tan extraño y diabólicamente evolucionado que hasta puede destruir la vida de todos ellos.

Un horizonte limitado. ¿La familia? Luz eléctrica de pavorosa nocturnidad, sofá, un programa alienante y repetitivo hasta la náusea de TV. Todo un desgaste. Observas cómo las cosas envejecen, se oxida todo, y un día te duele en un costado, parecía una leve molestia sin más y, a reglón seguido, pruebas humillantes en el hospital, empeoramiento general, vómitos inexplicables, una desazón, empiezas a sentir cierta responsabilidad por lo de después, una angustia, que no es sino un miedo disfrazado, una ansiedad, la resignación, la póliza del seguro está en el cajón del…. En fin.

Fue un buen padre de familia, procreador de dos hijos, niño y niña, trabajador, marido ejemplar… Hasta llovió y alzáronse paraguas el día infausto de su inhumación en tierra sagrada.

¿Existe aún la mujer alfombra de la que hablaba Plath, esa que dos semanas después de la boda su marido aplasta bajo sus pies, y sin hacer ruido el tío, como el que no hace nada, pío, pío yo no he sido? Existe la viuda inconsolable: y se tiñó de rubio a los tres días: adiós, adiós.

Ella, la madre, huyó. Duérmete, niño, duérmete ya.

No soy un lince precisamente, más bien rinoceronte: 15 metros y listo, lo demás bruma. ¿Qué clase de conclusiones puedo sacar entonces si ando cegato? ¡Todo es borroso, mezcolanza, turbación!

Metió la poetisa la cabeza en el  horno de gas… No me extraña, tenía en la cacerola un lío de tres pares de cojones: versifica a deshoras por las catacumbas de lo doméstico, madre sola y agobiada, mujer abandonada…

Los buenos poetas se matan sin dejar nada al azar. Sin remisión. Adiós, adiós.

¿Todavía se editan poemarios en nuestros días? ¿Todavía existen gentes que le den al verso como el que pega la hebra con el prójmo?

De editor necesito yo un Tito Pomponio, y aun así no las tengo todas conmigo.

Oído al vuelo, en la cola para pagar en la cafetería de la quinta planta de El Corte Inglés:

… Esto de vida y más vida a todas horas, es una muerte.

Duérmete ya.

Se fue a la guerra, se fue a la guerra…

Vendrá para la Pascua… o para Trinidad.

Si al menos sus carencias intelectuales le hicieran callar… Pero, antes al contrario, las pregona con sus negaciones desdeñosas y sus comentarios vacuos, con el característico menosprecio del poeta vanidoso y mediocre.

El Diario escrito por otros siempre parece ser una pregunta desmesurada que se formula quien lo escribe página tras página, día tras día. Aunque esencial, por selectivas, sin embargo esas confesiones añaden respecto a su biografía más interrogantes que esclarecimientos a quien las lee y mucho me temo que también promueva idéntica confusión al propio autor.

Estamos anegados de incertidumbres.

¿Para qué emplear palabras de más? Simplemente, actúa.

Como dijo Tolstoi (cuando un tipo echa mano de lo que dijo otro, es que ya se ha cansado de pensar, mea culpa): a partir de los 60 años un hombre debería esconderse en un agujero.

Pero el vivió más de 80.

Eso es lo que ocurrió: se convirtió en un matorral.

Otros se convierten en una caña pensante.

Y sirven para encender la chimenea.

¡Ay señor Francisco de Quevedo, si usted viera!

Tenía la voz cadenciosa, muy atractiva, totalmente apropiada para que cualquier tontería que saliera de sus labios pasara por una agudeza. (Los Brell, todos ellos.)

Se creía Boceto lo que era en su imaginación, así que él era lo que pensaba que era, una imagen creada desde su interior, nada del exterior lo reflejaba, y los demás sólo eran una invención; el mundo, su decorado preciso (exigible, diría).

Pinta que tienes de pícaro… Y aún te falta el sombrero a la chamberga: se mueve con garbo, pero muy varonil, las caderas y las nalgas discretas, de sutil movimiento, mirada a lo lejos.

Duérmete, niño, duérmete ya.

Una patria sólo es un lugar. Cuando la noche cubre la tierra inocente con sus sombras hasta hacerla desaparecer, todas las banderas oscurecen colgadas de un palo, se apagan los colores, una mancha negra como la nada, queda el trapo al vaivén del viento.

Duérmete ya.

Mi mamá me mima, y él se quiere un montón. No iría, a buenas horas, infeliz, y un cuerno que dijo el otro, a aplicarse el nudo Prussik: cuando más triste, más reiré; cuanto más caiga, más leve seré para alzarme.

En lo concerniente a los demás: allá donde hay un hombre o una mujer hay una mentira: sólo creo en ellos cuando se dan la vuelta y, cerrados los ojos, escucho sus pasos alejándose de mí con su falsedad a cuestas.

¿Quién soy? Querida Paula, bastará con una línea para retratar a los dos:

Deja de meterte litio en el cuerpo y yo abandonaré el alcohol.

Porque yo, diablillo armado de dos buenas patas, levantador de tejados, te conozco a la perfección, a ti y a la calaña de lo humano.

Yo lo sé todo acerca de ti, querida. Incluso sé mucho antes que tú los pensamientos que aún no han cruzado tu mente, ya he sabido leerlos en el mismo momento que salieron disparados del lugar secreto y recóndito donde se fraguan: jus primae noctis, esa cualidad y derecho de tu señor, Paulita, un privilegio anticipatorio, un derecho de pernada confesional que me permite adelantarme a tus desmanes e infidelidades y curarme en salud perpetrando grande pecado a plena conciencia y en toda blasfemia a modo de venganza aventajada, mi princesa, mi castellana. Quid pro quo:  don Friolera te cede gustosamente sus cuernos, que en esta vida cuernos y dones, haylos a montones.

Mi desconfianza en ti, querida, no reposa más en tus maldades como en tus bondades o momentos de debilidad. Es entonces cuando siento de verdad el filo del cuchillo que tienes en la mano sobre mi garganta.

Por lo demás: de la mañana a la noche y a otro día: del cortisol a la melatonina.

Karl May se disfrazaba una y mil veces para cometer sus timos y fechorías. Después se hizo escritor. No le quedaba otra. Fue la manera de librarse de una vez de la cárcel. El mejor disfraz que pudo inventarse.

Escritor… ¡Qué risa! Sólo crean palabras; otros hay que crean pensamientos., y otros imágenes, y los más a sí mismos.

Pero lo principal de un buen oportunista son las galas con las que atavía una soledad planetaria y unas maquinaciones de egoísmo superlativo. Nadie descubre al mono que se oculta debajo a pesar del refrán majadero.

La dieta cotidiana del motero Hopper también escondía su miga, despistaba a cualquiera, cabalgando por la 66, en las películas o en el mismo corazón de Manhattan:

2 litros de ron, 15 litros de Coca-cola, 28 cervezas, 3 gramos de coca.

De estirpe contrastada y sangre de plomo el tipo. Duró, Charlie, ya lo creo que duró, como si tal cosa soportando semejante régimen: murió bien pasados los setenta.

Un cretino (pero aquel actor extravagante y extraña mirada de solitario no lo era) con la panza llena es algo muy lamentable, patético. Dedica su tiempo, pues no tiene nada mejor que hacer hasta el próximo condumio, a perpetrar cretinadas, a convertir el mundo en un lugar ridículo con sus actos y propuestas botarates.

Esta es la historia de un hombre que poco a poco fue construyendo su propio ataúd con las sobras y desperdicios de lo que comía...

(Comienzo de cuento de un Boceto adolescente... que se apresuró a quemar inmediatamente. No quedó rastro de inicio tan chocante; cenizas fue.

Y usted ¿cómo repite punto por punto lo escrito si su autor lo quemó a renglón seguido? ¿cómo pudo leerlo? ¡Aquella sarta de sandeces de niñato pedantesco desapareció bajo las llamas justicieras!

Licencias de narrador omnipotente. Usted no sabe cómo nos las gastamos los escribidores decimonónicos: sobrevolamos péndola en mano por encima del bien y el mal terrenales. Piense en Balzac, en Galdós, en  Tolstoi, en Dickens, en don Vicente Blasco Ibáñez.)

¡Ay señor Francisco de Quevedo, si usted viera!

¿Cómo es posible que la salvación de un hombre consista en no beber y no follar como un animal? Sólo las bestias amansadas por el hartazgo y las mil y una cópula son inocentes en su deambular terrestre. ¡Qué saben ellas! La naturaleza tiene sus propias leyes. ¡Son inocentes de pecados que no existen!

El leve olor de la cerveza y el whisky bastan para, en su ataúd, resucitar, incorporar y hacerle levantar la cabeza como un polluelo a un tipo decente, pacífico y razonablemente bebedor  acompañado del compadre Joyce.

¿Joyce?Ese irlandés prófugo siempre quiso ser Tolstoi.

¿Tolstoi? Bendita su estampa. Ah, gran santurrón, qué rarón.

Líneas arriba: … se convirtió en un matorral.

¿Raro?

De hierbas tenía los ojos, y su alma había concluido en pedruscos morales, pensamientos volátiles como las hojas.

Lo acuerdo contigo, la pluma en la mano lo desterraba de la verdadera tierra, del aire del bosque, del agua de los ríos bajando laderas abajo hasta los lagos de la llanura o el mar que acaricia el  horizonte.

Acuerda asimismo que planta era su barba y su cabeza parecía un árbol. Todo él era el tronco de algo muy raro en la naturaleza, que ya de por sí abunda en muestrarios de rarezas.

Tíldalo de loco. Mátalo viejo y acabado, vencido del todo, exhausto y con el cerebro vacío en una estación de ferrocarrile de velocidad agónica, de raíles nocturnos y lentísimos donde hasta las ruedas silencian con sigilo su naturaleza metálica.

Abrid la ventana, dejadme ver la nieve blanca y silenciosa, la noche eterna. Entró en la humilde penumbra de la estancia el frío de la muerte.

Adiós, adiós.

Y llevaba la mirada moribunda por donde  la carcomida ventana de gruesa madera vieja y quemada por el frío dejaba asomar la cara de los  monstruos: la esposa, los hijos, los recuerdos.

Cada cual elige la profesión que ha de matarlo.

A ese ruso no le mató  la pluma, le mató su orgullo.

Tenía alma de siervo y carácter de dueño y mandón de esclavos.

El dios aquél nos puso el culo al aire y la azada en la mano: a escardar cebollinos, gana el pan con el sudor y el esfuerzo de tu carne. A cambio prueba hembra cada noche, y tú, hembra, gástate varón.

¿Te gusta tu trabajo?

No.

Entonces ¿por qué lo haces?

Es la única manera de ganar dinero aquí.

Tienes cara de portero de fincas urbanas.

Es curioso, es el primero que lo ha adivinado sin conocerme. En efecto, escudriño vidas, espío vicios y descubro manías, huelo sus basuras, escarbo y encuentro entre las mondas de naranja y manzanas su arruinada ropa interior, cavilo sobre los restos de su sobria, guarra o criminal domesticidad, los secretos del camastro, la poquedad de la faltriquera. Si yo le contara. La de cosas que han visto estos ojos.

¿Quién lo impide? Cuente, cuente.

Como aquel personaje de Valle, tengo miedo de ser el diablo. ¿Quién está seguro de no serlo?

¿Quién no tiene un período oscuro en su pasado del que apenas recuerda algo o se obstina por olvidar? ¿Qué no lo tendré yo mismo? Algo habrá allí detrás, en el pasado, cualquiera sabe, estaría por ahí matando gente con un hacha, un entrañable recuerdo de familia del que me apropié. Mi abuelo era leñador.

Y dime ¿además de hablarme de Celan, vas a contarme algo de importancia?

Sí. Hace frío más hacia el norte.

Víctimas lo somos todos. Victimarios, los menos, pero los más poderosos.

1994, todavía:

En la antigua casa paterna, donde el olor a los libros  y el polvo posado en los lienzos y los marcos de los cuadros colgados en las paredes configuran sensorialmente el escenario poderoso de lo ido, de todo aquello que retorna caprichosamente y se instala en la mente.

En tarde lluviosa, extraña por eterna, he permanecido contemplando durante un largo rato El Tiempo, la acuarela sobre gasa y yeso de Klee.

En la pletina del antiguo casete, Haydn: ahí, sonaba oculto, como los muertos, pero eterno como tú, padre: sonaba una de las de Londres, en ese preciso momento que mantengo los ojos abiertos sobre El Tiempo, cuando irrumpen en la memoria encaramados en las corcheas, traviesas y divertidas, vuestras figuras bufonescas de músico burlador y oyente, el segundo movimiento, las variaciones en do menor.

En el aire estancado de la tarde mortecina, toda la espesura del recuerdo y su urdimbre maléfica sobrevolaba las paredes de mi cerebro, rebotaba de las tallas del techo a la alfombra de intrincados arabescos: está ahí aquel tiempo, delante de tus narices, un poco embrollado, saltarín, pero ahí, inasible porque no es ahora, cruel porque fue cuando entonces.

En el tuétano de la vida que es el tiempo… invisible, sustancial, sólo en el deterioro y el final de las cosas se hace presente su huella tosca o sutil.

¿Un sueño absurdo? Soñé que dormía.

En una introducción a Paul Celan:

Había en los campos de exterminio madres alemanas especializadas en estrangular niños y bebés judíos. Mientras lo hacían, sentadas en sillas bajas, como si estuvieran pelando patatas, hablaban ellas de sus cosas, de sus preocupaciones domésticas. Del futuro.

En unos versos de Paul Celan:

No te extingas del todo –como otros hicieron

antes que tú, antes que yo.

…………………………………….

… así como una segunda

poderosa felicidad.

En esta tarde, padre, yo perdono tu muerte, y de nada me culpo a mí mismo. Yo no pido perdón absolutamente por nada de lo que a mí concierne. Ni heridas ni cuchillos ni gases flanquean mis excursiones nocturnas y mis brumosas obligaciones diurnas. Yo soy capaz de hablar la lengua de los asesinos y la palabra implorante de las víctimas. Yo nací absuelto de todos mis pecados, que a nada me condenan por nada serme ajeno todo lo humano. Todo está bien. No. Nada está bien, pero es:

Sale Paul.

En esta tarde todo discurre a la velocidad de la lágrima, y es una melancolía imprevista.

En esta tarde millones de descerebrados del futuro se burlan del pasado más siniestro de la humanidad y, permitidme la licencia, pues soy el narrador omnipotente que para atrás o para adelante se desliza, se hacen cientos de miles de selfis  sonrientes y felices al lado de los hornos de Auschwitz, ante las ruinas de edificios venidos abajo en un terromoto en Nepal que causó la muerte de 10.000 personas, se inmortalizan (¡imbéciles con fecha de caducidad!) frente a las costas de Indonesia después de un tsunami que ahogó a miles de sus habitantes, sonríen muy ufanos en el mismo Chernobyl donde cientos de personas se desollaron vivas hasta morir en carne viva tratando de sofocar el desastre nuclear, o se retratan patéticos junto a los restos de un avión recién estrellado, con pedazos de cadáveres no demasiado lejos del suceso. ¿Mirarían esas fotos más tarde, en horas de invencible aburrimiento? ¿Qué hacemos ahora? ¿Una partidita de póker? ¿Dos episodios seguidos de Juego de tronos? Tate, tate, tengo algo mucho mejor. Y he aquí que el siniestro fotógrafo agrupa a esos futuros muertos anónimos que le acompañan (aunque todavía moviendo el culo turista de un lado a otro del mundo merced a sus pensiones y a que el tumor maligno aún no ha hecho su aparición) en torno al smart, última cacharrería de Apple, pantalla de siete pulgadas, 15 píxeles de definición… Mirad, mirad, de la rama de este olivo ahorcóse el traidor, en estos campos amarillos se pegó el tiro en el costado el holandés, esta es la bolsa de plástico con la que el poeta se asfixió, este el edificio donde la otra metió la cabeza en el horno…

En esta tarde, padre, todo va bien.

En esta tarde, padre, todo va mal.

¡Ay señor don Francisco de Quevedo, si usted viera!

Es el mundo que así te ha hecho. Antinómico. Todo lo es en vuestro universo. Blanco y negro a la vez. Ríete del gris. Te lo digo yo, mierdecilla, que reino en la oscuridad del Hades. Una negritud de veras. Negro de negro.

En realidad, padre, podría ser un poco más feliz, pero eso me supondría un esfuerzo en uno u otro sentido, así que prefiero seguir como estoy, algo tristón, como sin ganas: sólo ambulante.

De la saga te vienen tus buenas andanzas y regalías, que no de tus merecimientos. Sé consecuente con tu especie degradada. Dignifica el blasón incrustado en las espaldas, produce un hijo y muérete. Otros no pueden ocultar que uno de sus abuelos hacía cola a la puerta de los cuarteles y los conventos esperando las sobras del rancho o la sopa boba o que una de sus abuelas zurzía calcetines ajenos, y ahí los tienes, pudientes y arrogantes, pues creen que mean colonia y cagan perlas.

¿No será el país, que me hace mal?

¿Pues que de malo tiene éste que no lo tengan los demás? ¿O es que piensas que salivan de continuo ambrosía entre grandes y nobles gestas? Al cabo, ningún país es otra cosa que un pedazo de tierra sembrado de cadáveres y gentes condenadas a serlo cuando menos se lo esperan.

Es ingrata la península, esta excrecencia, estas españas entre el mar y la tierra y no sabiendo nunca lo que es y no sabiendo nunca a qué atenerse desde siempre y por ello, qué chocante, qué despropósito, pero dando milagrosamente pie con bola: la mejor novela del mundo se concibe y comienza a escribirse en una cárcel; el mejor poema de todos los tiempos se compone a escondidas en una letrina, y la más elaborada y genial pintura de las que abren un jirón a la realidad duplicándola como si tal cosa, propiciada a instancia de uno de sus reyes austríacos más insulso y vago pero más camastrón y follador, la custodia uno de sus museos.

En esta tarde… yo no sé.

¡Ay señor Francisco de Quevedo, si usted viera!

En esta tarde cuando inopinadamente el pensamiento se mece no en el abismo, ojalá, donde la caída se detiene, sino en el vacío cuyo final nunca se vislumbra porque no existe, yo no sé.

Padre, ¿me has creado tú o me he inventado yo?

¿Cómo se llega a ser lo que se es?

Negándose.

Me hubiera gustado nacer en China. En la China de Fu. Vivir de nuevo en la Calle de los Silleros. Ser un avispado aprendiz de calderero. Ser el perrito feliz de mi amo Tang.

Al final se conformaría, ya de adulto derrengado, como el otro que quería ser poema, en ser un simple personaje de algunas de las novelas de madame Elizabeth Foreman Lewis: zascandil, juvenil, gentil.

Por lo menos, no salir nunca de entre las páginas hechiceras de horrible papel grueso, tosco y amarillento de aquel libro de tapas duras, rojas como los labios de un niño, libros que resistían cualquier terrorismo perpetrado por manos infantes.

No de aquel libro, en realidad de todos los libros juveniles que le zarandeaban de un lado a otro del mundo.

Pero, ay, se convirtió demasiado pronto en Julien Sorel. Jamás sanó de aquella dudosa transformación.

Más le valiera humildad y menos ambición, o, al menos, haberse aliviado de aquel sentido audaz, incluso trágico, de la existencia:

Esta mañana he estado en un parque. Un parque pequeño, gracioso y recoleto, próximo a un Corte Inglés de cinco plantas con todo lo necesario para matar la mañanita también. El parque era un lugar concurrido en especial por viudas de futuro bien saneado paseando la mascota envalentonada, damas de merienda a media tarde con tartitas de nata y café tocadito de anís, señoras sin beligerancias ni adherencias domésticas indeseables, especialmente hijos treintañeros que mantener. En fin, señoras maduras y de posibles sin larvas a su alrededor o bajo sus alas. A uno le entraban ganas de interpelarlas con educación pero sin pudor:

Señora ¿por qué en vez de pasear al perro no me pasea a mí?  Aunque joven y pobre, y no mal parecido al decir unánime, poseo una conversación inteligente y amena, carezco de ambiciones vulgares y respecto a los aspectos más interesantes de las relaciones sentimentales, aquellan acaecidas en el lecho, no sólo salgo bien librado, sino que en la mayor parte de las veces hasta nota alcanzo.

No pocas sorpresas existenciales y nuevos destinos deparan los parques y alguna de sus continuidades.

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