Mantuve su mirada enrojecida sin inmutarme, y de cuando en cuando iba vaciando mi vaso con el ánimo de inspirarle la mayor confianza: es de sobra conocida la estrecha camaradería que logra establecerse entre dos buenos bebedores, como si el vínculo que les une en esa circunstancia propiciase para siempre una santa hermandad. Y así podíamos haber seguido hasta el fin del mundo: hacía más de tres semanas que no había probado una gota de alcohol hasta esa tarde de invierno lóbrega y terrible, por lo que el efecto del ron fue fulminante. Me sentía atrevido, temerario incluso, a la vez que dispuesto a secundar lo que planeara ese tipo arrojado a tierra firme quien sabe desde qué barco y al que sus trazas, bravatas y borracheras ya le revelaban definitivamente como un pirata… y también su temor de ser descubierto por sus antiguos compañeros de fechorías: su constante vigilancia en la costa pertrechado del catalejo, las miradas furtivas a su alrededor y el vigilante a soldada que se había procurado para que le pusiera sobre aviso ante la llegada de cualquier nuevo huésped, explicaban de sobra su condición corsaria. De pecadora trocó mi alma a acechante.
Huía ese despojo del mar de alguien peor que el
diablo. Eso era tan evidente como la cicatriz que desfiguraba su cara.
Finalmente, se decidió a hablar
Muchacho, dijo con
su voz de caverna, es hora de que tú y yo cerremos un trato antes de que venga
el de la pata de palo.
Supe que debía guardar un prudente silencio. Que
fuera él quien soltara la lengua. Quizá me conviniese cualquier pacto con aquel
truhán. No obstante su fiero aspecto, hacía tiempo que adivinaba su absoluta
indefensión, sin más maldad que su apariencia. Empecé a simular que estaba más
bebido de la cuenta.
Inclinó el torso y acercó su maloliente cabeza tocada
con un increíble sombrero arruinado del que colgaba un ala hacia mí sin soltar
el vaso: No me fío de ese chico, el hijo del posadero, con su cara de mosquita
muerta. Estoy seguro que vendería mi pellejo por un penique más de los que le
pago.
Insinué una leve sonrisa pero continué con la
boca cerrada, que es la actitud más acertada para sonsacar a un pirata borracho
los tesoros que quizás alumbre su sesera.
Y tú tampoco me engañas… Se echó para atrás y
sorbió las pocas gotas de ron que aún contenía su vaso. Lo depositó con cierta
violencia sobre la mesa y a renglón seguido enarboló el índice de la mano
derecha frente a mi rostro al tiempo que esbozaba una mueca desdeñosa. Sólo que
prefiero un bribón como tú para lo que tengo que llevar a cabo que la maldita
ayuda que puedan prestarme pícaros como ese niño posadero, tan aseaditos y
obedientes que si te descuidas a las primeras de cambio te dejan con un palmo
de narices, que es la manera finolis de decir que te dejan con el culo y las
pelotas al aire.
Llevé la vista al fuego de la chimenea que
caldeaba la estancia a duras penas. Las llamas, como puntas de lanzas
ardientes, se me antojaban advertencias de un futuro próximo… que tanto podían
ser nefastas como anunciadoras de la mejor fortuna. Eso tendría que descubrirlo
más tarde por mí mismo si decidía seguir la corriente a aquella ruina de lobo
de mar encallado en tierra firme.
Ya era noche cerrada a pesar de ser todavía
media tarde. Afuera, el viento ululaba, el cielo se iluminaba de relámpagos y
se oían romper las olas tempestuosas sobre las rocas y la caleta. De pronto un
escalofrío me recorrió la espina dorsal, como si despertara bruscamente de un
mal sueño.
En breves minutos se prenderían todas las velas,
aparecerían en la posada algunos de los huéspedes, el grupo acostumbrado de
parroquianos nocturnos en busca de su pinta de cerveza, y la posadera iniciaría
los preparativos para la cena, todos ellos, a mi parecer, se convertirían en
testigos indeseables de mi supuesta camaradería con un tipo tan estrafalario y
poco honorable, lo que me revelaría en el lado de los pillastres, al otro lado
de los buenos ciudadanos con su impoluta y laxa conciencia en paz, algo que en
mi actual situación en nada podía beneficiarme. Sospeché, valiéndome sólo de mi
intuición, que corría un grave peligro si llegara a ser de dominio público que
el viejo pirata de la cara cortada parlamentaba conmigo en secreto y me hacía
objeto de confidencias acaso demasiado comprometedoras.
No me gustaba lo más mínimo el papel de
confidente que aquel tipo me endosaba sin miramiento ninguno y más aún sin
conocer exactamente adónde me conduciría aquella navegación, por así llamarla.
Sólo nos alumbraba los rostros las
fantasmagóricas llamas oscilantes provenientes de los troncos que se quemaban y
crepitaban sobre la plancha de hierro.
Había que poner cuanto antes las cartas boca
arriba, sacar lo que de provecho me interesara de la complicidad que buscaba en
mí y poner tierra por medio hasta aventurarme en ese mar que ya intuía
protagonista absoluto del futuro que me aguardaba.
En realidad, ¿qué espera usted de mí?
El pirata, borracho del todo, miró en derredor
escudriñando las sombras oscilantes que se cernían sobre nosotros, y bajó el
tono de su voz hasta la cautela del secreto.
Afuera había empezado a llover a cántaros, y las
ráfagas de viento hacían temblar en los goznes los cristales y los postigos de
las ventanas.
¿Qué me propongo? Valiente pregunta. Quiero que
me ayudes a desenterrar un tesoro. Serás muy bien recompensado si me sirves con
lealtad… pero encontrarás la muerte si intentas engañarme. Y en este punto sacó
de entre los faldones de su blusa una navaja marina de considerables
dimensiones. Te abriré en canal como a un tiburón con esta buena amiga que ha
enfriado con su helado acero mucha más sangre de lo que puedas imaginar,
masculló al tiempo que pretendía imprimir a su rostro una expresión de fiereza
que a punto estuvo de hacerme reír. Naturalmente, yo ya estaba dispuesto a
embaucarle sin el menor escrúpulo si el tesoro del que hablaba existía y no era
producto de su fantasía y sus delirios de corsario bravucón. Algo barruntaba en
él, a despecho de su desastrosa conducta, que me hizo pensar que acaso no
hablaba en balde. La existencia de ese tesoro también podría explicar su empeño
en no dejarse ver y su temor, tan visible por otra parte, que le producía la
llegada de cualquier forastero a la posada. Quizás se escondiera de un
compinche de sus crímenes o, peor aún, de alguien a quien hubiera traicionado
en relación a aquel tesoro y trataba de protegerse de una terrible venganza.
Como fuere, yo ya había tramado unas cuantas
resoluciones que pudieran llevarme a buen puerto. En primer lugar, tenía que comprobar cuanto de cierto había en sus
palabras; a renglón seguido urdir un plan, y, luego, desembarazarme de él, algo
que me resultaría extremadamente fácil, pues era un viejo de torpes movimientos
sólo capaz de asustar a un niño y, por si fuera poco, se hallaba borracho desde
que amanecía hasta que se ocultaba el sol. Podría aplastarle como a una mosca a
la menor oportunidad que me lo propusiese. Finalmente, si todo se desarrollaba
como era de prever, emprendería la marcha en busca del tesoro y me haría con él
sin reparar en medios y sin doblegarme ante nadie.
De modo que se trata de un tesoro… del que
únicamente usted conoce el paradero exacto.
En efecto, muchacho. Sólo el viejo capitán sabe
adónde hay que dirigir la proa del barco y mantenerla recta como una lanza
hacia su destino de oro.
¿Cuál ha de ser mi cometido?
Paso a paso, grumete. Para empezar deberás
defenderme de cualquier atentado que se alce contra mí en este lugar. Huelo en
el aire de esta caleta además del agua salada, bendita sea, un peligro
inminente. Los días de bonanza han llegado a su fin, me temo. Esos nubarrones
que oscurecen todas las mañanas y las tardes desde que amanece no presagian
nada bueno, mozalbete, ni tampoco este viento que amenaza con levantar techos,
romper los batientes de las ventanas y desvencijar puertas. No me engaño. He
vivido muchos años desafiando los embates de la mar para que no conozca lo que
me anuncian: me hablan a mí, casi me gritan hasta hacerme estallar los oídos,
me advierten que coja el remo y ponga mares por medio…
¿Y qué le impide hacerlo? Esta misma noche de
perros puede tomar las de Villadiego…
¿De perros has dicho, tunante?
O de diablos, qué más da, el caso es que ahora
mismo puede abandonar la posada y partir hacia cualquier otro lugar
desconocido.
No sé, chico… Tampoco querría ser como aquel
tipo que corría y corría sin llegar a descubrir nunca que era de su propio
miedo del que huía, pues ya hacía mucho tiempo que nadie andaba tras él.
En aquel momento comprendí que ese hombre estaba
perdido, su misma indecisión le condenaba a lo peor. Me apresuré a jugar mi
última baza. El viejo y andrajoso capitán no volvió a abrir de nuevo la boca,
se le caía la cabeza como a los pollos una vez dormidos.
Quedó somnoliento, abatido, con los ojos medio
cerrados, inmóvil como una estatua: y pensar que ese tipo lamentable era la
esfinge que defendía la cueva del tesoro…
Aún tenía, sobre la mesa, el ruinoso alfanje
asido a la mano, como el náufrago que sostiene un pedazo de soga, creyéndose
salvado, en medio de un mar tempestuoso.
Las pisadas de alquien que bajaba desde el piso
de arriba me pusieron en guardia, en unos instantes el dueño de esos pies
aparecería por la puerta de la sala malamente iluminada por los leños ardiendo
donde nos hallábamos y sería testigo de nuestra complicidad. Se prenderían
luces, se desvelaría la componenda entre ese pecio indeseable y yo.
Había que poner punto final a la charla.
Un súbito, deslumbrante relámpago rasgó la
oscuridad de la estancia. El trueno posterior, casi inmediato, sobresaltó al
capitán, que abrió de par en par los ojos y las orejas aterrorizado, como si hubieran
desembarcado al lado de la mesa todos los espectros de los que venía huyendo.
Estoy dispuesto a defenderle de cualquier
asechanza que ponga en peligro su vida, le prometí, pero necesito que me
proporcione más pruebas acerca de ese tesoro del que habla. No puedo arriesgar
mi vida ni mi tiempo sin estar seguro de la recompensa que podría obtener. Y le
aseguro que tendrá que ser un beneficio en verdad sustancial. Deberá
suministrarme una información más sólida que las palabras balbucientes de un
borrachín hablando sin ton ni son. Y deje en paz esa navaja mellada tan inútil
como una santa Biblia en sus manos temblorosas, analfabetas y pecadoras.
Regresé al pacífico anonimato de mi mesa.
El mellado lobo de mar, con los ojos bajos,
mantuvo un silencio hosco.
Unos minutos después, ya espabilado, otra vez
con el vaso lleno de ron, el viejo pirata engullía el acostumbrado tocino con
huevos que le había preparado la posadera. La sala se iba llenando de
parroquianos. Yo preferí cenar en mi cuarto.
Mientras me dirigía a la puerta, al pasar junto
a él, con disimulo y en susurro le anuncié que esa noche le haría una visita en
su habitación. Asintió con la cabeza mientras regueros de una yema densa y
amarilla se le escurrían por las comisuras de los labios hasta acabar pringando
su astrosa barba.
Nadie advirtió nada.
Yo tenía mis planes. Yo era, y tenía que seguir
siendo, el hombre invisible ante los demás personajes de esta historia.
Poco después de la medianoche, golpeé con los
nudillos la puerta del dormitorio del capitán. No hizo falta que abrieran desde
el interior, ante mí la puerta se deslizó suavemente invitándome a traspasar el
umbral.
Sobre el camastro, sin desvestir, despatarrado
como una rana, el viejo pirata borracho, con los brazos colgando a los lados del
estrecho jergón, boca arriba y abierta hasta mostrar el glotis, dormía y
roncaba a pierna suelta. Pensar que ese andrajo existencial hecho una ruina
ante mis ojos podía inundar de puñados de monedas de oro los años de mi futuro
me causaba enormes interrogaciones. Pero… quién sabe. El diablo, más que el
dios juez mudo e infalible, es el hacedor de nuestras acciones dudosas e
imprevisibles en nuestro peregrinar sobre la corteza de la Tierra: él, armado
de rabo, orejas puntiagudas y tridente en ristre, bien escondido tras la
pluralidad de sus disfraces, ataviado de engañifas, de nieblas y de tretas
invisibles como la tela de una aviesa araña, parecía decidir nuestros inciertos
destinos y derroteros por mucho que recorramos naciones y naveguemos los océanos.
Dios calla, observa, mide… esa su inconmensurable y desconcertante grandeza: no
interviene en las cosas de los hombres. Di un paso adelante. Sabía, desde mucho
antes de entrar en ese cuarto apestoso, lo que venía a buscar. Y a fe mía que
lo encontré al cabo de un rato hurgando en su baúl de marinero. Enseguida
descubrí lo que de verdad era de mi importancia: una talega de cáñamo repleta
de monedas de oro, y no dudé un solo instante en embolsarme bastantes de ellas,
y un legajo de papeles que aceleraron los latidos de mi corazón: entre los
manuscritos se hallaba su condena a muerte; en otras palabras, lo que podría
enriquecerme hasta el fin de mis días. Me bastó echar un vistazo a aquel pedazo
de papel mugriento y sobado, pero muy explícito, para comprender que el
desastrado marino no mentía: era el mapa exacto de la isla del tesoro, la isla
de El Esqueleto, la ruta a seguir
para dar con el punto preciso donde presumiblemente se enterraba el cofre del
tesoro del temible capitán Flint, antiguo camarada de nuestro patético huésped.
Memoricé el contenido del mapa y las anotaciones adjuntas, cosa que no me fue
difícil en absoluto, y volví a colocarlo en su lugar entre el legajo de
papeles.
"Un árbol grande, en la vertiente de «El Vigía», en dirección al N N
E.
"Islote del Esqueleto, E S E., cuarto al E.
"Diez pies.
"La gran barra de plata está en el hoyo del lado norte; puede
encontrársela siguiendo el declive del montículo, al este, diez brazas al sur
del peñasco negro y frente a él.
“Mas armas se encontrarán fácilmente en la loma de arena que está en la
punta norte del fondeadero septentrional, en dirección al este, cuarta al
norte".
Y tal y como había entrado salí de la
habitación: sigiloso e invisible. Ningún indicio podría delatar en ningún
momento mi presencia allí, y ello me dejaba libre de toda sospecha.
Antes de que hiciera su aparición el ciego
mensajero con la carta negra que sentenciaba la vida del desgraciado
filibustero que ahora roncaba tendido sobre el jergón y ponía hora exacta a su
muerte, antes de que la horda de piratas revolviese levantando madera a madera
y piedra a piedra del último rincón de la posada, antes de que pudiera aparecer
el de la pata de palo, si es que se presentaba al fin tan misterioso personaje,
huí de la posada con mis escasas pertenencias pero con el mapa de la isla del tesoro soldado a fuego en mi cerebro
y la faltriquera bien atada en la cintura y engordada de doblones, luises y
buenas monedas de oro españolas.
Crucé el vasto mar en una vistosa y ligera
goleta tan amante del viento como por dejarse mecer dócilmente por el lecho de
las olas que la acercaban una y otra vez a las costas de islas desconocidas. Me
convertí en Robinson Crusoe… aunque primero decidí hacerle una visita en el
castillo de If a mi antiguo preceptor el abate Faria, a quien tanto le debía...
¡hasta mi vida tuvo que salvar muerto él!
Pero esta es otra historia…
No, es la misma historia, puesto que mojamos la
pluma de nuevo en el tinterillo y proseguimos la narración de lo que sucedió
jornadas más adelante, así que dejamos que las tardes de sosiego crepuscular o
las noches de vigilia traigan a la mente los recuerdos sin mistificaciones, las
aventuras extraordinarias que aún debían de suceder en busca de un tesoro que
más parecía la propia búsqueda, estrictamente espiritual en sí, la meta real
del camino que conducía hasta él, un tránsito muy similar a aquel tan apreciado
de los antiguos y obcecados alquimistas, que el hallazgo final de la recompensa
material del oro prosaico, vil metal a fin de cuentas, tan al alcance de los
humanos más codiciosos y olvidables, habría sido la mera excusa de iniciar el
camino a una aventura íntima de la que no esperar recompensa terrenal ninguna.
Escucha Hanna Dantés las sabias palabras del
abate Boceto que han de llevarte a la
cultura en todas sus manifestaciones, a la educación más aristocrática y
exquisita, a la magnificencia y las noches de diamante del Gran París, a su
óperas y a sus salones y palacios, a sus bailes, a sus esplendores.
¡Qué tiempos revueltos e inocentes! La edad
perfecta para matar piratas y buscar tesoros sin ninguna otra poesía que la
misma acción.
¿Cuándo si no?
Tenemos once años, Hanna, pero soy bastante más
niño que tú (todos los niños son más niños que las niñas de su edad): no hay
vagina de por medio, sólo una buena camarada sentada en el suelo con un tebeo
en las manos, la espalda contra la pared, las piernas dobladas y las rodillas
en alto, una niña hembra que separa confiada los muslos con las faldas subidas
hasta la cintura, al tuntún, completamente absorbida por las aventuras de Sally y los piratas, y que muestra una
entrepierna en bragas azules bastante arrugadas, bastas bragas infantiles de
algodón que nada dejan adivinar de lo que pueda hallarse bajo esos fruncidos.
La tempestad de los mayores nos ha traído hasta
aquí.
Únicamente cuando la has abandonado te das
cuenta que en la infancia todo eran traiciones por parte de los adultos: te
engañaban sin ley, libres de cualquier condena, pérfidos como piratas en mar
abierto.
Bebamos del elixir del ron.
Charlie, escancia, cobarde, hasta aquí me ha
traído La Española surcando vaya uno
a saber qué mares, mas ese ron tuyo respira naftalina, una vida rancia y ningún
aire marinero, tan cerca que estamos de la playa pecadora, de ese mar
Mediterráneo de aguas tan sabias que retó a todos los océanos desde la
antigüedad de su pequeñez.
Hasta las ratas, mil años arriba o mil abajo,
son capaces con sus diminutas garras de socavar los muros más resistentes. Es
paciencia lo que se necesita. Yo conocí a un tipo, compañero de celda en la
Bastilla, que tuvo que esperar veinte años encerrado en la mazmorra para
descubrir el verdadero rostro de Dios emergente de entre las desconchaduras y
las humedades de la pared.
Demasiados días había ayunado el alucinado
atribuyéndose culpas imaginarias, martirizándose con el cilio del hambre: ¿pues
no le habían encerrado de por vida?, ¡culpable era!, pensaría convencido.
Se escuchan los últimos golpes al otro lado del
muro de yeso y piedras, rasgaduras cada vez más próximas, hasta puede oírse una
respiración jadeante.
Se vienen abajo fragmentos de la pared, pequeños
cascotes: se ha abierto una abertura al otro lado oscuro y temible por la que
puede sobresalir cualquier animal o cosa.
Los ojos del abate parecían encendidos por una
llama interior. Si de él dependiera haría arder el mundo por sus cuatro
costados. La ira del justo, la rabia del inocente son incendiarias. El mundo es
más culpable que yo, que estalle en mil pedazos, que venga de mi mano al
infierno, ¡qué todo acabe conmigo!
Y después, el diluvio de fango.
Las bíblica cabeza del abate de largas y blancas
guedejas con las barbas descuidadas aún negras, el rostro anguloso surcado de
profundas arrugas, los ojos, ya dijimos, dos brasas encendidas (que cuando se
enfrían en los momentos de abatimiento, como comprobará el lector más adelante,
se agrisan en la más insondable tristeza cual
apagadas cenizas), asoma por el agujero.
Su asombro no tenía límite:
¡No es la libertad!, exclama con desesperación
el recién llegado. ¿Quién diablos eres tú? ¿Adónde he venido a parar? ¡Qué
terrible error!
El 34, responde el otro.
(Y ha ido a parar a su triste morada.)
Pues yo soy el 27.
Al parecer, el único que no tenía número en
aquella mazmorra del castillo de If era yo… aunque allí estaba tan cierto y
real, protegonista de mis ilusiones (pero libre e intangible), como aquellos
dos pobres presos condenados a morir entre sus muros si la providencia no lo
remediaba.
En realidad, no soy el 34, Yo soy el que soy, a
los viejos se le engaña con extremada facilidad, y no digamos ya a los jóvenes
alucinados: sé lo que busco en ellos, y ellos nadan saben de mí.
Dejé mudo de por vida al 34, un pobre marino sin
instrucción.
Era el abate, su isla y su tesoro lo que
definitivamente me interesaba. Al otro lo invisibilicé.
¿Habláis por ventura, viejo abate, de una isla
llamada El Esqueleto?
Me miró como si yo estuviera loco.
¿El
Esqueleto? ¿Una isla?
Mantuve un silencio previsor.
No sé a qué isla os referís.
Comprendí que podía aprender muchas cosas de
aquel hombre que podrían servirme en el futuro más allá de la isla del tesoro.
Le seguiría la corriente. Y sobre todo debería aceptar su manera de conducirse,
en la que colegí cautela pero también, sin saber por qué, una rara proximidad
hacia mí, una mutua simpatía nacida espontáneamente sin que al parecer
existiese un motivo más poderoso que aquel súbito sentimiento que ninguna causa
aparente precisaba.
Adivinaba en él una gran cultura, a pesar de sus
ojos quemantes, al tiempo que una especial inteligencia, y así se lo hice
saber.
Entonces me miró con cierto desdén.
Me aseguró que había poseído una gran biblioteca
de más de cinco mil volúmenes, y había comprendido al final que con 150 obras
bien elegidas, libros de todas las épocas, y hablando cinco idiomas modernos y
el griego antiguo se puede adquirir la mayor sabiduría.
Que puede arrojarte al más inexpugnable y ruin
de los calabozos, pensé ocultando una sonrisa cruel… Pero ése es el riesgo de
todos los sabios, la prisión, el destierro, y como única vecindad su propia
sombra.
El abate citó una docena de autores bien
conocidos por mí, salvo unos desconocidos Strada y Jornandés, de quienes nunca
había sabido nada de nada y de los que, por simple pereza intelectual, continúo
ignorando en la actualidad absolutamente todo.
Transcurrió el tiempo como pasa la nube por el
cielo, como acaba ensartado en el tridente al rojo vivo del diablo el malvado
que franquea las puertas del infierno (¡ojo, Vivales, con la prosopopeya y
facundia traicioneras del folletín!).
A lo largo de aquellas largas jornadas que pasé
en su compañía aprendí prácticamente la totalidad del conocimiento que
atesoraba su cerebro.
Un día el abate, que presentía su muerte
cercana, se decidió a confesar un secreto que
no quería llevarse a la tumba, me dijo con voz trémula. Era conocedor del
lugar exacto donde se hallaba enterrado un gran tesoro. Como es natural,
desconfié al instante de su confesión. El encierro le había vuelto loco. Pero
el viejo no se arredró ante mi incredulidad y una noche me entregó un pedazo de
papel que, de acuerdo con sus palabras, guiaba hasta el lugar del tesoro:
que puede
ascender a dos
manos con corta
diferenci
tando la roca
vigésima, a c
Este en linea
recta. Dos
grutas: el
tesoro yace en
segunda. Como a
mi úni
clusiva propiedad
el refe
25 de abril de 14
Aquellas
líneas me parecieron, como es obvio, indescifrables, como el futuro.
¿Dudáis
de lo que os digo?, preguntó ante mi estupor.
No
logro entender su sentido.
El
abate asintió medio sonriendo: he pasado muchas horas estudiando el contenido
de este pedazo de papel y os aseguro que estoy dispuesto a revelaros su
significado… puesto que el azar divino me suministró la información que
esclarece el párrafo de renglones cortados. Prestadme atención.
Luego
de una larga y algo farragosa historia que aconteció durante la Roma de los
Borgia, el abate Faria me mostró de nuevo dos sendos pedazos de papel.
Leed
despacio el contenido y conseguiréis aclarar de una vez el procedimiento para
dar con el fabuloso tesoro del que os hablo.
Así
lo hice. El primero de ellos repetía el desbarajuste del manuscrito que me dio
a leer con anterioridad:
Hoy 25 de abril
de 149
mer S. S.
Alejandro Vl, co
contento con haberme hec
heredarme, y me
reserve l
Caprara y
Bentivoglio, qu
dos. Declaro
pues a mi sobr
redero
universal, que he esc
conoce por
haberlo visitado
grutas de la
isla de Monte Cris
rras de oro,
dinero acuñado,
joyas. Yo sólo
conozco la e
que puede
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Este en línea
recta. Dos
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segunda. Como a
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clusiva
propiedad el refe
25 de abril de
14
CES
Y el
tercero no le iba a la zaga en cuanto a la ilegibilidad de los otros dos:
8 me ha
convidado a con
que me presumo
que no
ho pagar el
capelo quiera
a suerte de los
cardenales
e han muerto
envenena
ino Guido Spada,
mi he
ondido en un
sitio que él
en mi compañía,
en las
lo, cuanto poseo
en ba
pedrería,
diamantes y
xistencia de
este tesoro,
millones de
escudos ro
a, y se
encontrará levan
ontar desde el
ancón del
aberturas hay en
estas
el ángulo más
lejano de la
co heredero, le dejo en ex
rido tesoro.
98.
AR SPADA.
Durantes
unos segundos me quedé mirando estúpidamente a los ojos al abate. Pero al
instante algo se encendió en mi cerebro. Él, que se apercibió de ello, no pudo
disimular una sonrisa: Veo que ya lo habéis comprendido todo.
El
viejo italiano recogió los tres pedazos de papel, los unió entre sí y leyó
calmadamente con voz clara el escrito original que ya nada tenía de enigmático:
Hoy 25 de abril
de 149...8, me ha convidado a co
mer S. S.
Alejandro VI, co...n que me presumo que no
contento con
haberme hec...ho pagar el capelo quiera
heredarme, y me
reserve l...a suerte de los cardenales
Caprara y
Bentivoglio, qu...e han muerto envenena-
dos. Declaro
pues a mi sobr...ino Guido Spada, mi he
redero
universal, que he esc...ondido en un sitio que él
conoce por
habeslo visitado... en mi compañía, en las
grutas de la
isla de Monte Cris...lo cuanto poseo en ba-
rras de oro, dinero
acuñado... pedrería, diamantes y
joyas. Yo sólo
conozco la e...xistencia de este tesoro,
que puede
ascender a dos... millones de escudos ro-
manos con corta
diferenci...a, y se encontrará levan-
tando la roca
vigésima, a c...ontar desde el ancón
del Este en
línea recta. Dos... aberturas hay en estas
grutas: el
tesoro yace en... el ángulo más lejano de la
segunda. Como a
mi úni...co heredero, le dejo en ex-
clusiva
propiedad el refe...rido tesoro.
25 de abril de
14...98.
CES...AR SPADA
Yo, el Sinnúmero, ya sabía todo cuanto podía
interesarme: qué me importaban los nombres.
La isla de El
Esqueleto, la isla de Montecristo… Todos los tesoros son el mismo tesoro, estén
donde estén… Sólo había que llegar hasta donde permanecían enterrados y proclamarse
dueño de ellos en nombre de la Sagrada Infancia.
Ahora, pues, había que recalar en la isla de Montecristo, un islote sin gracia
marinera, rocoso y desierto, entre las costas de Córcega y la isla de Elba, y
adentrarse en la gruta del tesoro hasta dar con él.
Omitiré los detalles de mi azarosa fuga del
implacable presidio. Abandoné el castillo de If con la rapidez del viento y en
breves días con mis valiosos mapas a buen recaudo entre mis ropas me hice a la
mar a bordo de un velero que más que navegar volaba sobre las olas de mi
fortuna: el Fuwalda.
Nunca lo hiciera… Pero la historia del motín,
por todos conocida, y mi posterior lucha contra los horribles monos hasta que
me coroné rey del lugar a fuerza de ser más sanguinario que ellos, de sobra
sabida todavía más gracias al cinematógrafo (sic), la dejo en el tinterillo donde encierro mis aventuras y dejo
seca la punta de mi pluma respecto a esta historia.
Tampoco es mi deseo entretenerme demasiado en
los múltiples y escalofriantes lances que me acaecieron poco después bajo el
supuesto nombre de Arthur Gordon, cuando me embarqué de nuevo, pues por razones
evidentes yo tenía que mantener ocultos mi identidad y el lugar secreto al que
me dirigía. Sin embargo, y con el fin de avalar mediante la pluma el aserto de
que (en efecto) las desgracias no vienen solas, mencionaré como ejemplo de ello
la pavorosa y escabrosa travesía que me deparó mi atormentada singladura a
bordo del Grampus, bergantín maldito
desde que zarpara de Nantucket, y que por mediación diabólica de Satán iba a
constituirse en espantoso escenario de un motín tan sangriento como el que
sufrió el Fuwalda: traiciones, orgías
alcohólicas, envenenamientos, asesinatos y, al final, su práctica destrucción
despedazado por una tempestad. Aunque no acabaron en este punto las calamidades
y pocos días después, sobreviviendo como podía en la maltrecha cubierta del
barco, muerto de hambre y de sed, aún tuve que padecer la terrorífica visión de
una goleta pintada de negro que navegaba a la deriva repleta de cadáveres en
plena putrefacción, como si la espeluznante visión anticipase la infame pero
irremediable acción de días más tarde que perpetré con el fin de salvar la
vida. Todavía con el hedor de los cuerpos podridos en la nariz, el dios y el
diablo me perdonen, me entregué en compañía de otros dos supervivientes del
naufragio al repugnante canibalismo del cuerpo de un compañero al que matamos
(nos habíamos jugado al azar quien resultaría el almuerzo y la cena de los
otros en las semanas siguientes), a fin de no morir de inanición. Aquella
alucinante travesía, de la que omito gran parte de las vicisitudes que soporté,
concluyó cuando fui recogido de la mar por la Jane Cuy, un velero que se dedicaba a pescar y a traficar por los
Mares del Sur. Entre otros sucesos no menos aterradores, incluso el de la
propia destrucción de la goleta en la isla de Tsalal, logré mantenerme a salvo
de la furia asesina de unos salvajes isleños comandados por su emperador, un
tal Too-wit, los seres más repugnantes, viles y traicioneros que jamás pude
imaginar y que desterraron de mi mente para siempre la imagen del buen salvaje.
¡Qué la cólera y el furor de los huracanes y la violencia de los volcanes tan
frecuentes por aquella parte del mundo se los lleve a todos al infierno!
Como fuere, salí bien librado de todo aquello,
incluso salvé el pellejo en la isla a la que me arrojó el Lady Vain, y ya investido de Robinson Crusoe, fleté junto con otros
socios un barco con una buena provisión de negros y negras del África con los
que traficar al otro lado del Atlántico y obtener una suculenta cantidad de
doblones que, sumada a los otros tesoros que por derecho de astucia y arrojo me
pertenecían y que muy pronto haría míos, me convertirían en un hombre
inmensamente rico hasta el último de mis días.
Ya os anticipo que este velero no llegó a buen
puerto, como no fuera el mismísimo fondo del mar que a tantos marineros
intrépidos entierra en sus calmadas o embravecidas aguas bajo un cielo sin
dueño vomitando sus furias en pleno frenesí.
Antes del naufragio que finalmente me conduciría
por increíble que parezca a la isla del tesoro del terrible Flint, intimé con
un tipo que desde muy pronto cautivó mi atención. Simpatizamos enseguida y
solíamos conversar durante horas paseando por cubierta.
Relato el hecho por lo que evidencia de la
extraña y embolicada mente de un hombre próximo, o ya inmerso, en la locura.
El hombre dijo llamarse William Legrand, y en el
transcurso de una de nuestras charlas, varias semanas después de nuestro primer
encuentro, me confesó en voz baja que en breve, ya en su país, partiría a la
isla de Sullivan, a la región de las colinas, en busca de un fantástico tesoro.
No soy un traficante de negros, declaró. Me he embarcado como simple pasajero.
(¡Hola, me dije, otro cofre más que enhebrar en
mi collar!)
Legrand advirtió mi escepticismo (disimulado).
Llevó la vista al mar en ese momento en una calma total…, siniestra me decía mi
instinto (pero eso lo supe después) y dibujó una sonrisa que a mí se me antojó
de una rara melancolía.
¿Dudáis de mis palabras, no es cierto?
Mantuve un silencio respetuoso.
Bien. Lo comprendo, sé lo que pensáis de mí,
otro chiflado en busca de un tesoro. Pues os equivocáis de medio a medio. Si os
complace, después de la cena, venid a mi camarote y os mostraré un pergamino
que borrará de una vez por todas la expresión de incredulidad con que me
honráis desde hace minutos.
Reconozco que bebí en exceso de los magníficos
caldos con que regué la suculenta cena, y también admito mi ligereza
irreflexiva al tomar a su término alguna copa de más de los licores que me
ofrecieron mis compañeros de mesa mientras daba buena cuenta de un excelente
habano, de modo que al dirigirme al camarote de Legrand, que no apareció en el
comedor del barco en ningún momento, me parecía flotar en la inefable atmósfera
de un sueño… o de una pesadilla, inmerso en una turbiedad en cualquier caso que
me impedía visualizar correctamente los objetos que me rodeaban (en mi
tambaleante camino en busca de mi confidente confundí a una dama con un sombrero)
y librar mis pensamientos de un desorden que mucho temía que me iban a abocar
de un momento a otro a un letargo categórico. Ni siquiera sé cómo pude
localizar su camarote. La puerta estaba entornada, di un traspié y al golpearla
con un hombro se abrió del todo. El camarote se hallaba vacío. La sorpresa me
espabiló algo y mal que bien comenzó a despejarse mi embotamiento. Inspeccioné
el compartimiento detenidamente. Mi sopor se había disipado por completo. Había
un baúl cerrado a los pies de la estrecha cama sin deshacer y un bastón de puño
metálico a su lado. Depositado cuidadosamente sobre la colcha un redingote
bastante usado y un sombrero de copa de poco brillo junto a él. Colocado en un
extremo de la almohada descubrí un sobre pequeño cerrado. Lo cogí y comprobé
que mi nombre figuraba como su destinatario. Durante unos instantes miré en
derredor sin percatarme de nada. Me encogí de hombros. Rasgué con las manos un
poco temblorosas el sobre. Extraje una cuartilla doblada. Mi estupefacción
aumentó de modo considerable. Miré la hoja varias veces por ambas caras. En una
de ellas sólo había escrito una serie de garabatos y números que se me
antojaron indescifrables… ¿o era a causa del alcohol lo que me impedía leer
inteligiblemente el mensaje de Legrand?
Repasé una y otra vez aquellas líneas. Me
resistía a creer que Legrand hubiera perdido totalmente el juicio. Pero todo
parecía indicar que así era.
Por más que me esforzaba no encontraba el
sentido de aquella mezcolanza de signos… o lo que fuesen dictados por el
diablo:
53+++305))6*;4826)4+.)4+);806*:48+8¶60))85;
1+(;:+*8+83(88)
5*+;46(;88*96*’;8)*+(;485);5*+2:*+(;4956*2(5*
—4)8¶8*;406
9285);)6+8)4++;1(+9;48081;8:+1;48+85;4)485+
528806*81(+9;
48;(88;4(+?34;48)4+;161;:188;+?;
Bah, me dije, mañana, después de un buen
desayuno, con la cabeza clara, quizá saque algo razonable de todo esto; ahora
me voy a dormir. Doblé la hoja de papel y la coloqué de manera que sobresaliera
bien visible debajo del borde del sombrero sobre la cama. Y de nuevo
entontecido y mareado por los vapores del alcohol abandoné el camarote del
bueno de William Legrand, con el que esperaba tener una interesante
conversación al día siguiente, y me puse en camino del mío, sin saber a ciencia
cierta si el fuerte balanceo que experimentaba procedía del barco sacudido por
el viento recio y los embates del mar o por mi estado de embriaguez.
A duras penas conseguí alcanzar mi camarote
avanzando a trompicones sobre un suelo que se movía de un lado a otro.
El velero, cada vez más, parecía navegar
apresado en los brazos de un gigante enfurecido cuando me metí entre las
sábanas.
Antes del amanecer, la sensación de que el barco
se inclinaba de costado hizo que despertara bruscamente. Me incorporé con los
ojos abiertos por el terror de saberme, una vez más, engullido por las aguas
hasta el mismo fondo del abismo.
Qué vano empeño el de los adultos en poner
distinto nombre a las mismas cosas. El
Esqueleto, Montecristo, La isla de Sullivan…
Creedme, se trata del mismo tesoro que todos los
bribones de once años logramos, en cualquier época y de una manera u otra,
sacar a la luz del sol.
Sin ir más lejos y sin necesidad de arriesgarme a padecer las
zozobras y traiciones de la mar, entre las más hondas raíces de un ficus,
perfectamente al alcance de mi mano, tengo yo una media docena de tesoros,
Charlie. Allí aguardan hasta que me decida recuperarlos y sacar buen provecho
de ellos.
Pero, ay, existe el temor, acaso bien fundado,
de que aquellos montones de oro y diamantes de la infancia no sean sino oropel
y baratijas de relumbrón.
¿Y a santo de qué esa moraleja, mierdecilla?
Esos apuntes finales empequeñecen cualquier buena historia.
Padre, de alguna manera hay que acabar. El fin
de una historia, de un relato, y cuando así le convenga o le dé la real gana a él,
es privilegio de prosista que no de poeta, y es la prosa y sus enredos lo que
induce a la iluión.
¿Qué ocurrió con la princesa?
Tuve que repudiarla, al final acabó siendo un
mero juguete en las manos de los piratas. Se la pasaban de mano en mano como si
fuese una botella de ron de la que echar un buen trago.
Y sí, amigo Charlie, tuve un encuentro con el de
la pata de palo.
Uno, en esta vida, y pueda que también en la
otra, siempre acaba topándose con el tipo de la pata de palo.
Aunque… toma comanda y nota antes de que prosiga
lo que llevo entre manos y que el buen Cervantes tildaría de escritura
desatada, porque, ¿sabes, Charlie?, soy un tipo inexpresivo: ni enarco las
cejas ni frunzo el entrecejo ni dibujo sonrisas con los labios, de modo que no
soy un personaje de ficción, soy de otra sustancia menos llamativa pero más
contundente, soy de carne, soy real. Escancia generoso, pero no dejes de
repetírmelo: eres de carne, dices, pues recuerda
que eres mortal.
Tú eres nuestro tipo de la pata de palo, oh, gran
padre… Y frente a ti, sumisos, embobados, tus tres hijos te miramos anhelantes
de tus saberes y buenas argucias del buen vivir, prestos a tus gracias y
experiencias, ilumínanos en nuestro recorrido por el valle sombrío de la vida,
confiamos en la linterna de tu inconmensurable sabiduría, en tus manos
entregamos nuestra ignorancia y desvalimiento.
Lo sé, queridos hijos, mis preciados bienes
semovivientes.
¡Qué difícil es ser dios en esta tierra, el
otro, el Dios, lo tuvo mucho más fácil sin prole ni las múltiples obligaciones
diarias!, se lamentaba, no sin burla, mi padre, Charlie.
Mi padre, Pata de palo…
Cuando murió se dijo el huérfano:Ahora ya soy
otro. Pero era mentira. Cerraba los párpados y se veía exactamente igual que
cuando se examinaba con los ojos muy abiertos delante del espejo. Respecto a su
padre, en el mundo sólo había cambiado una frase: mi padre está muerto.
El Charlie de turno resultó que era,
¡maldición!, el Charlie filósofo. No descuidó la ocasión, dijo con voz
engolada:
El sol seguirá iluminando la Tierra cuando
ningún hombre ande sobre ella, cuando nadie en absoluto, nada, animal o cosa,
sepa qué es el sol.
Padre, ahí me tienes en el fondo del barril
vacío: he aquí, con otra maldita manzana entre los dientes, que en tu nuevo
disfraz me descubres la maldad del mundo, sus asperezas y traiciones, sus
criminales ambiciones, sus felonías, sus...
Pata de Palo desmitifica todas las infancias.
Se interpuso el diablo, que anda a las caídas, y
dejaba a tu buen padre en perfecto silencio en su escritorio, enredado a su
Klee y sus medidos y sucesivos esclarecimientos, sepultado por los millares de
hojas, el devaneo constante propio de pertinaz hermeneuta que era el
catedrático… Entérate, que hablaba el diablo y no otro en el desierto de tu ayuno:
Tate, tate, sal de él, pues; huye de sus
miserias, abraza sus regalías solamente, abandona el mundo y conviértete en un
perezoso rentista o busca poltrona política de bajo vuelo, que así no te
disparan ni te cesan, o, mejor aún, aprendiz de brujo, recíbete a la primera de
docente con empaque y doctorado, señor profesor de Historia del Arte, que algo
entretiene y produce billetes, pero desásnalos creciditos, ya de
universitarios, que burrean igual que los adolescentes sin desbravar aunque dan
menos trabajo, figura mucho y parlotea poco, envejece como el buen vino, a la
chita callando.
Te veo el rabo, diablo.
Qué de figuraciones, Charlie. Sírveme hoy un leche de pantera y escáncialo bien frío
en vaso de batido: a todos los JD. de barba vikinga y pluma en barbecho del
mundo los puso firmes como legionarios ese brebaje al alcance de zarrapastrosos
arrastrando embozados en la trenca el libro prohibido y la ciclostil por las
noches de Walpurgis: lingotazo de ginebra, leche condensada y canela.
A tu salud, camarada.
A la tuya.
Pues a la de todos en aquel tiempo.
Se pelaron las barbas, se acabó la revolución,
hubo quien murió, algunos fueron algo, funcionarios, empresarios, diputadillos;
otros, nada:
Muerto Franco, la Nina de Chejov nos lo espetó a
las narices a los más:
Tú nunca serás nada, nadie. Ve y abre una tienda
de ropa de moda, desgraciado.
(Siempre hay imbéciles que gastan su dinero en
esos disfraces inocuos.)
¿Y usted por qué se deja dar de palmetazos?
¡Qué remedio! No tengo oficio ni beneficio en
estos tiempos d. F. Soy un niño de azotes.
(A él se los daban y no al cateto.)
¿Pues qué hizo el otro, el niño rico?
Sacó suspenso en lengua y literatura.
¡Hijoputa!
Y escondía chuletas por las mangas del babero.
Probado lo tenía yo, que era su compañero de pupitre en los PP. AA.
Bien merecido se lo tenía el perillán, pero mal
que lo pagan tus costillas. Y aquel niño bien estará ahora tomando un
sabroso chocolate. Así reviente el
malcriado infante.
Mundo injusto, que me deja las espaldas en
sangre.
¿Sea Borbón el cabroncete?
Sea.
Qué tiempos aquellos de colegial, presa
inestimable de las arañas negras.
¿Aún sigues escribiendo tu novela, mierdecilla?
Un trabajo napoleónico exige una mesa en forma
de ocho. En esas estamos, padre.
La escritura es un látigo con el que levantarse
la piel a tiras. Así lo constató Capote al cabo de quinientas páginas escritas
en el morral. Pudo salvarse aquella mañana californiana del 84, cálida y azul,
del postrer golpe, pero le impidió a la amiga acudir en busca de ayuda: No
hagas nada, así está bien, ya estoy en carne viva. Todo hace daño. Y en unas
horas se murió apaciblemente sumido en el sueño falso y eterno de las drogas y
el alcohol.
Andamos de zurriagazos.
(Zurriagazo: latigazos que arrean en las piernas
desnudas de los artistas y poetas niños los agustinos valencianos, y, en su
defecto, los jesuitas dublineses. ¡Con que pasión enarbolan la correa antes de
propinar el verdugazo, la punta de la lengua apretada entre los dientes,
enrojecidos de vesania los ojos!)
Padre, Pata de Palo destripa el mundo (inmundo),
deja al aire y a la luz del sol sus vísceras, la hediondez de sus entrañas,
todo es podredumbre sobre la tierra, traición y mal.
¿De qué nos previene la conducta del taimado
cocinero de venenos?
El hombre es un lobo para el hombre.
Y el aire, y el aliento y el pedo del humano son
un tóxico.
La isla del tesoro es la cara amable del mal: es
lo que terminas por aprender un momento antes de salir de la crisálida y
convertirte en un adulto lleno de trampas y disimulos. De esa faz te vendrán
los peligros más difíciles de sortear, la religión, la bandera, los buenos
burgueses con la faltriquera bien aferrada a la mano y los festivos con las
orejas atentas a las bagatelas facilonas de la banda de música bajo el
templete.
Padre, se me ha desbaratado la baraja:
Ben Gunn era el verdadero Robinson Crusoe. Se
alimentaba de cabras montesas y berzas salvajes.
¿Cómo no pude adivinarlo antes?
Claro, hay que llevar a cabo algunos retoques…
La verdad es que no se me ocurre qué hacer con
él.
Es fácil, cómpralo por un pedazo de queso…
¿Y qué hay del tipo de la pata de palo?
Se quedó con su buena cabeza sobre los hombros,
pero sin tesoro y probablemente, a estas alturas, sin loro.
Su cargamento de crimen y oro se esfumó.
Aún se hizo con quinientas guineas.
Migajas. Pronto se las llevaría el mal.
¿Y qué fue de aquellos robinsones dejados a la
diabla en la isla de El Esqueleto?
Allá se quedaron con una buena provisión de
tabaco y la pobre Sábado… o lo que
quedó de ella. Finis.
Pronto te cansaste, mierdecilla. Escribidor de
bajos vuelos eres tú, de poca travesía: demasiado océano, aun en calma chica,
para tu remo.
No presumo de excelso, jamás lo osaría, no
existe comparación posible: merced a la instantánea de la señora Abbot, yo he
visto al señor Joyce atildado de escritor de suma elegancia: qué gallarda pose, reclinado en el sofá tapizado
de flores, indolente, apoyada la testa viril sobre el envés de la mano derecha,
ataviado de chaqueta blanca y pantalones negros, camisa a rayas, corbata de
lazo y el parche negro y solemne bajo el cristal izquierdo de los lentes… Qué
estampa, qué distinción, ¡viva Homero! Ese hombre fue la antigua pluma griega
rediviva en los modernos tiempos.
También les quedó el ron a aquellos expulsados
del tesoro, y el saber que la isla toda era suya y el ensueño, lejos de las
urbes traidoras. El ensueño…
Que no se acaba nunca.
Y que nada necesita de añadidos, Charlie:
ligeras notas a madera perfumada por la brisa marina, un toque de ciruela y un
sutil aroma a nueces.
Ya puse fin a la novela, padre. No me duelen tus
reproches. Ahora me voy a la luna a bordo de un saturno, que La Española
naufragó definitivamente cuando el Jim Hawkins de marras se puso a contar oros
y doblones, echó barriga, lució calva y se casó con la linda heredera de un
comerciante textil de Bristol, y nunca le dio al ron, pero incontables eran las
pintas semanales de una cerveza espesa y mareadora que trasegaba a grandes
sorbos mirando soñador desde la rada la calma del mar.
Pórtate bien y te llevaré a ver Viento en las velas (4).
Escribir… Sufrir y
convertirte en Shakespeare, que se aconsejaba Sylvia Plath. Pero ella, afirmaba
en las páginas de su diario, no dejaba de sufrir con la pluma en la mano y no
se convertía en Shakespeare. No comprendió que Shakespeare no sufrió en ningún
momento dando rienda suelta a su talento. El genio es feliz.
Toca uno el cielo con las manos…
Azul cobalto, azul
lapislázuli, azul ultramar, azul marino, azul cian, azul zafiro, azul a secas,
azulón, azul Norit, azul Pitufo… Un azul cielo.
¿Azul celeste?
No. Todos los azules que
tiene el cielo… en uno solo.
Hanna, mí Sábado
eterno.
Alguien que me quiere
bien, pero bien de veras, alguno de esos diablillos que esconden el rabo de
delante entre las piernas, trae a mi lecho pecador a esta Abisag no tan cándida
al parecer. En buena hora, compañera: romperemos cama.
Oh, mi pequeña Circe, que
en tan cerdo satisfecho me conviertes de la noche a la mañana.
Yo era hombre docto y prudente, alejado del
mundo, inmune al siglo… Allí estaba, de vida apartada, como de sabio, que diría
el bueno de Gabriel Miró, y ella, una eva
de perniciosa apariencia apareció tras el árbol de Virgilio, me tentó, me dio a
beber el elixir del ron de los mares.
He aquí el resultado, Charlie, he aquí las heces
al fondo de la copa vacía.
Compórtate: hora de volver a Klee.
Hablabas hace mil años de La Bauhaus. Podrías
retomar el hilo… Enderezar un poquito el tinglado.
Que sea como una perra,
con la esperanza en los ojos suplicando un amo.
Mudo y manco, afirmaba Paul Klee que se sentía
al tener que hablar acerca de su obra, pues eran sus cuadros los que hablaban
por él, los pinceles y la pintura los que los creaban. ¿Qué podría decir
entonces?
Hanna, me gustaba Lucas (san), fue el único de
los cuatro que nunca lo vio, a él, al iluminado de Nazaret, de modo que no pudo
mentir, confundir, tergiversar: Esto se cuenta de los hechos que dejó tras de
sí, y como lo vieron y me lo contaron lo cuento sin añadido impreciso, dijo el
más honrado evangelista.
Tal como empiezan los cuentos infantiles (se
diría).
Érase una vez.
¿Me creerán si les digo que siempre he querido
que mis cuadros, como vehículos mágicos, llevaran al espectador adonde a mí me
llevan cuando los estoy realizando? Creo firmemente que todo en mis pinturas,
tan poco ostentosas, es un tránsito: si ustedes no allegan al lugar fantástico
al que ellos se dirigen es que en algo, también puede ser en mucho, me he
equivocado.
Nunca, artista, temas la interpretación de
aquellos que hacen de tu obra una distracción visual.
El tipo que era yo, Hanna,
no tenía nada que perder, sólo la vida, como todo el mundo, así que era capaz
de desbaratar de buenas a primeras las disquisiciones y elucubraciones más
enredosas de filósofos y otras gentes reflexivas y teólogas.
Me preguntas, ¿la vida
para qué? Te contesto, ¡para vivirla sin más!
¿Sólo eso?
¿Te parece poco?
Comprender ese único sentido es valorarla con toda justeza. Las demás preguntas
que se hagan en torno a ella son ganas de jugar a la ruleta rusa.
De mis cuadros sé bastantes cosas, por supuesto,
pero la principal es que son los que las observan quienes tienen que
acabarlas.. si consiguen interpretarlas desde el principio.
Ah, la pintura es un diálogo entonces, vaya, y a
él, el hombre callado y serio, muy seguro de sí mismo, no le gusta tener la
palabra final.
Y entonces, por ser hoy 5 de enero de 2008,
Charlie, me acuerdo de aquel amigo impredecible, poeta de los números, un
precursor. Él y yo paseábamos mucho por la Valencia nocturna, la más solitaria
y escondida de ellas. Luego de la charla infinita (Borges, Paracelso, Quevedo,
Wittgenstein, los faros, la familia Bach, agudezas cervantinas, el cine de
Welles), acabábamos en una de las tascas de mejor comer y beber del barrio del
Carmen: le gustaba la buena vida, amaba sus dones y sus goces, pero por razones
muy difíciles de entender no fue correspondido y la vida, de un manotazo
criminal, se lo quitó muy pronto de encima: fue enterrado el 5 de enero de 1985
en el nicho de una hilera no demasiado elevada del cementerio general de Valencia.
Un cuadro es forma y contenido, pero en mi caso
adquiere mucha importancia el subconsciente, por lo que me gustaría hablar más
de lo que expresan mis obras que de los procedimientos materiales de creación
que llevan a ellas, sin que por ello, naturalmente, olvide los aspectos
formales que facilitan su propuesta intelectual, incluso es posible que para
muchos observadores de la pintura sean éstos lo más esencial.
Perpetúo tu Klee, padre. Invadida la mesa de
folios en blanco, en el condimento de la mucha tinta que he de verter. En esas
ando.
Métele mucha árnica y el suficiente desdén.
Quien quiera entender ha de verlo más claro que el agua.
Ocasionalmente unto el plumín en el ácido de la
saliva para adensar esa agua, crear cromatismos oníricos o fascinantes o
marinos, todo mi veneno de hombre mortal y asqueado.
Soy de esa clase de artistas que piensan que
ciertos contenidos plasmados en el cuadro exigen un nuevo modo de percepción…
no sólo visual. En una obra todo observador busca una apariencia, y con ello parecen
quedar contentos, pero rara vez se percatan de que aun siendo esa apariencia
perfectamente reconocible tal vez sea su forma de representación, a veces hasta
mínimamente distinta a lo habitual, lo que le otorga verdadero carácter de obra
intemporal y significativamente importante.
(Puedes pensar con los ojos cerrados.)
Hyeronimus
Bocetus,
en olvidable ocasión, informó a su progenitor de su deseo de entregarse al
arte, a lo que el eximio profesor, bien aupado en su cátedra, respondió con
exabruptos nada disimulados, pues entrevió enseguida lo antojadizo de aquella
pretensión, flor de un día, idea volatinera.
¿Artista? ¡Hideputa y
malísimo hijo! ¡Acabarás por esos mundos de engañador pidiendo con falsa
tablilla de santero limosna legal que en tus manos pecadoras ha de servir tan
sólo para el comistrajo del mediodía y el vinazo de la cena que te tumbe
borrachuzo en la paja podrida de un camastrón! ¡A quién se le ocurren tamaños
dislates! ¡A la docencia, hijo, a la docencia, como el que va a la guerra! Pane lucrando.
¿Puede negarse en nuestros días que el artista
sea en verdad un filósofo? Un artista crea sólo una de las formas posibles del
mundo: cualquier otra configuración no concebida por él es tan válida como la
suya para explicarlo. Yo pinto una de las formas posibles de él, una de las
formas que podría ser. ¿Quién osaría discutir cualquiera de las infinitas
interpretaciones? Ninguna de ellas ha de ser errada, pues la materia de mi
confección la convalida como existente, por real y por derecho.
¿Qué nos dice ese mundo tuyo al que tienes por
tan particular y distinto siendo a la vez tan hermano si no mellizo de otros
que con él pueblan tanto museo de disparates y aciertos?
Es mi planeta lejos de la desmesura, muy cerca
de la armonía, lleno de sueños y delicias íntimas, aplicado de extravagancias
con mucho sentido, de entretenidas figuraciones, de dulces fantasmagorías, de
mundos imaginarios, de poemas visuales, de impenetrables lucimientos
cromáticos, formales y conceptuales producto de un intelecto siempre en bulla:
más se parece ese mundo a tus cosas y asuntos que al que hollamos los demás
andando a oscuras con los ojos bien abiertos.
¿Tal era la idea?, nos preguntamos.
Lo cabal reduce la pregunta a lo más obvio.
Soy del mundo. Todo lo que haga se ajusta a él
con corrección, acaba en él y es de él. Lo vea o no lo vea, nadie ha de
quitarle esa propiedad. El mundo es cambiante, mejor lo que descubras en ti
mismo, incluso las pesadillas o los imposibles, mediante la ilusión que lo que
veas en aquél, que ha de ser modificado más tarde o más temprano por fuerzas
que nada tienen que ver con el arte y sí con su propia y telúrica naturaleza.
Tu paso por el mundo es una huella que, si considerada indeleble por tus
semejantes, ha de ser revocada más tarde o más temprano por el ir y venir de
las cosas del cosmos.
(Algo se ha entrometido aquí del inefable
Vivales. ¡Qué estirpe inagotable!)
¿Quién ha soltado la lengua desde la página y la
otra media que le sigue atrás? Bien se asemeja esto a cama de puta, colchón
baqueteado por unos y otros que cuando les viene en gana salen y entran a malas
y en buenas horas.
Por ser el holgado mamotreto de puertas
abiertas, sin cerrojos ni impedimentos, cualquiera puede colarse entre sus
hojas: en el mismo pliego soy confesor, criminal, relator… y lector u oyente,
que tanto da.
Un hablador vacío se me antoja que eres tú, Boceto.
Y, tú, Vivales vocinglero, das talla inequívoca
de farandulero impenitente ataviado de floripondios.
¿Murió Klee?
Quién sabe.
El tiempo…
Criminal.
… Cuanta gotera me ha hecho el tiempo, cuanto
escombro de la carne, cuanta rotura de
huesos, cuanto diente falso, cuanta teñidura de pelo…
¡Cuánto trabajo de disfraz que puesto encima no
disimula el vejestorio en ruinas de abajo!
En acabar así, qué tristeza, qué desolado final,
que observara el de Torres, como esos viejos que ya juntan lo chocho con lo
mentecato y andan modelos de un tal Valdés Leal, pintor cascarrabias que los
deja en pura calavera danzante.
Klee murió jugando a las casitas, entretenid0
con su caja de colores, como encarnando el niño grande al que aspiraba
convertirse don Pablo Picasso, ese niño tan distinto al melifluo del otro, el
del arito.
En la casa encantada del alemán no osó meter la
zarpa el troglodita del château.
Demasiado español para andar con arte tan
mimoso, sutil, abisal… Demasiado rudo el pincel, su manaza de centauro que
entra a saco en cualquier inspiración, nada se resiste a la carcajada de El
Gran Español Feliz.
(Tenemos el morral lleno de ocurrencias:
aligeremos, que se nos hace tarde.)
Charlie, hoy nada anda en calma en los adentros,
que parece una casa en cascotes viniéndose abajo, todo revolucionado… Suelta
pues el agua angélica al completo,
fantástico cóctel que ha de vaciarme de despojos y malos humores, de todo el
sobrante repelente que tortura mis tripas y amarga mis pensamientos.
¿Al completo me ha dicho, jefe?
Todo en uno, sé lo más generoso posible en estas
horas de desahogo, hasta el mismo borde de ruibarbo y aguas de achicoria… y
escancia todo el resto también.
(Charlie, apenas audible.) ¡Gran cagalera
le va a abatir a éste!
Emperador o palafrenero en momentos de cagada:
¿Sabía usted que las heces humanas han dejado de
ser heces humanas para transformarse en provechoso compost?
Tu materia fecal engorda mis albaricoques.
La tuya embellece mi jardín de rosas, claveles y
don diegos.
Sólo con la mía basta para hacer crecer mi
avellano y aún me da para las macetas
del geranio.
Mi tatarabuelo asentaba sus reales en un retrete
victoriano fabricado en bellísima porcelana que no desdeñaba en alguna de sus
partes el delicado adorno florido, artefacto precursor de todos los sucesores
incluidos los que no se valen del agua para su correcta función, y quien no me
crea, que se muera, que diría Maux Aub.
Los tiempos modernos exigen una limpieza en
seco: el agua escasea. No la despilfarres con el culo, insensato egoísta.
Son tiempos de penuria… por el derroche pasado.
¿Cómo nos place el moderno receptor de residuos
humanos?
¿Fabricado en plástico de alta densidad y acero?
Buen modelo éste: como todos los de su especie un separador de orina conduce el
excremento líquido a un contenedor mientras almacena los sólidos en una cámara
de compostaje. Todo en seco. ¿O tal vez se inclina por un retrete en PVC?:
sencillo y eficiente al máximo, prescinde tanto del agua como de la
electricidad y también es capaz de separar los sólidos de los líquidos, a los
que se les agrega un material orgánico para su tratamiento, además incorpora
una tubería exterior para eliminar los malos olores. Aunque si su disponibilidad
económica se lo permite y es su deseo convertir su mierda en una materia de
primerísima calidad, el iLOMB sin emplear ningún producto químico ni material
orgánico asigna un tratamiento a sus heces por medio de lombrices que elaboran
un compostaje de alto rendimiento… ¿O prefiere usted un modelo fabricado en
acero que utiliza el principio físico de pared inclinada y una tubería…
Diarios de Paul Klee.
Se va estrechando todo, se diría que todo
converge en un punto, hasta que las paredes se juntan y ya no puedes pasar, se
acabó el trayecto, y el gato glotón de Kafka detrás de ti, pobre ratoncillo
indefenso, enseña los colmillos de felino sanguinario, deja al aire las uñas
que van a desgarrarte, flexiona las patas traseras a punto de saltar, te va a zampar
de dos bocados, tan ancho que parecía el camino, tan derecho al anchísimo horizonte, toda la libertad del
mundo tapiada finalmente y... la muerte sigilosa, que no había dejado de
seguirte ni un momento en tu travesía, se abalanza sobre tu cuello.
Ya descubrimos el portazo
final en el drama de mi vida (tercer acto), Charlie. He comprendido que
únicamente soy capaz de querer aquello que sólo existe en mi imaginación. Lo
que haga o no haga es cosa mía, no necesito nada más que el exequatur del diablo… ¡que soy yo mismo!
Lo dicen todos los
escritores de diarios... ¡en tinta invisible!
No me verás poner un pie
en el mar ni por mi peso en oro: allí, entre sus aguas engañosas, me espera el
colombre.
Un tipo, cualquiera de
nosotros, debe ser capaz de saber donde pone los pies en sus viajes, reales o
imaginarios.
Muy pronto demostré magín
para lidiar con el mundo, sosegarlo mediante armonías: dejó de inquietarme (se
morían los vivos, los mortales, el planeta seguía girando, sobreviviendo a
todo), pero no de asombrarme: cosas verás que han de maravillarte, me repetía.
Atisbé lo fantástico, a través de esa rendija me completaba, y lo residual lo
plasmaba en los cuadros.
85 maldito que todo lo
hubo de aniquilar… Le diste, pues, las espaldas, ¡adelante, adelante!, te urgía
el diablo por detrás, empujándote...
Y aún no paraste de
enredar el mundo con tu pluma de avestruz
grosera y mal deliñada.
Diarios de Paul Klee…
(Ser un niño, pero
inocente, no como el Picasso de diez años.)
Todo lo misterioso, lo
fascinante, el artista logró encontrarlo en las habitaciones de los niños. La
sabiduría que buscaba, sólo se hallaba entre esas paredes… ¡tan secretas en el
fondo!
Mil veces prefiero lo pueril, incluso lo
excéntrico e ilógico, que esos espacios y su decoración y sus objetos me
suministran que tanta filosofía palabrera en busca de las primeras formas y los
primeros nombres.
Ah, Charlie, ah, la filosofía.
K. (el de Könisberg): La
mediocridad de su apariencia reflejada en el espejo, lo anodino de sus
costumbres y apetencias, le hizo ver los límites que cercan y estrechan
definitivamente al ser humano hasta aplastarlo como a un insecto: tan limitado,
no puede ser la réplica de ningún dios, sus alcances lo determinan su
naturaleza.
H. (¡lo mató un trago de
agua!): El trasiego constante de vasos de vino del Medoc le enturbió el
entendimiento y enrareció hasta el mismo lenguaje que empleaba en sus
elucubraciones…
¡Manteneos a salvo de los
abusos del lenguaje!
¿Persona yo, Charlie? A
medias. Lo que tengo de monstruo me lo callo, pero lo hay… Y si escarbara
dentro de ti o de aquel o de este otro también hallara cómplices de lo segundo
más que de lo primero.
Pinta los sueños de los niños, los que ellos aún
no saben explicar con palabras: un viejo niño sabio.
Paul Klee era un hombre niño especial.
Cada uno lo es a su manera, Charlie: yo, en
mediodía memorable, me zampé en La Tour d’ Aargent el canard 182.803. A la historia ha de
pasar ese número. Y lleva mi nombre y mi pasta… gansa.
Especial tuvo que serlo, aquel Klee. Es el
hombre que juega al escondite con figuraciones y simulacros. Aunque, ¿no sería
uno de esos adultos que han pasado su
infancia sobrecogidos por el desamparo y el temor, cercados por un mundo hostil
lleno de peligros reales o imaginarios, un mundo demasiado grande, desconocido
e incomprensible y que, ahora, ya al cabo, buscan en el retorno a un mundo sin
memoria?
Aquí padre, con el cálamo
en la mano.
Padre, voy a escribir Libro de la Familia.
Escribirás mentiras… pero
revelarás la verdad.
Pues, ¿tu padre…?
Fallecido y hediondo, que
diría el de Alfarache.
(Un padre catador de vinos
como el de Panza hubiera querido yo, y no uno Gran Divertido y devastador de
hijos.)
(Un poemilla de un tal Álvarez Petreña plagiado
por Max Aub, un tipo que hizo de su bachillerato valenciano su verdadera
patria, busca su intercalado:
¡Ay, tus labios, niña, quién te los acariciara!
Los folletines son verdad,
y el cine está hecho para llorar.
Te huele a muerte la boca, mi niña.
Borracho, que más borracho
estuviera si supiera lo que quisiera,
aunque no lo pudiese lograr.
Así te mueras, niña, y te lleven a enterrar.)
A esa niña mujer no
se le escapaba nada: cada vez que fijaba sus ojos en el negror de los míos era
como si unos súbitos fucilazos iluminaran la noche de todos mis pecados del
pasado pero a la vez daban esperanza a otros nuevos.
Pobre y tristísimo hijo de
puta, que sólo es capaz de imaginar con la pluma en la mano lo que otros con la
suya imaginaron antes y plasmaron en el papel con mucho tino y mejor gracejo,
aparta de ti ese arte..
Padre, entonces voy a
escribir mi vida. Pero de manera harto embolicada.
Aunque lo hagas de esa
manera, todo lo malo ha de saberse de ti más pronto que tarde.
Muchos hechos llevo yo
detrás, malos o buenos y hasta regulares, que son los que más disimulan: traerán
un buen temario. Conviene que el planeta conozca ese rosario de cuentas blancas
o negras. Si la escribo, al fin sabré de qué estoy hecho.
Calla, Pedro Ponce, que el
de Torres Villarroel y el cojitranco Quevedo te han agujereado la mollera.
(No pretendía escribir el
Ulises. Era Cervantes su inspiración…
va y dice el artificioso
dando, con suma displicencia, la espalda a la congregación, que se queda con la
boca abierta.)
Escribe entre divertido y
rencoroso:
Mirando mi conciencia soy
malo, malísimo, pero si te miro a ti, Paulita, ya ves, me tengo por muy normal,
y hasta con algún lucimiento de público conocimiento.
El viejo Brell se miraba
en el espejo largo del armario, en la luna de aguas verdes y claras: no había
nada en torno a él: Aquél en Argel, el otro de calabaza y éste, el mierdecilla,
tras el culo garboso y facilón de la criada… Y la otra, la cónyuge huida, a
punto de escapar a esa genialidad que cree tan suya y que se piensa que está
nada más doblar un recodo del mundo. Qué cuatro, rediós.
Pues aquí me tienes, buen
Charlie, en el covachón de la nada que diría Gracián. Pero, qué menos, con la
copa en la mano, pues algo alivia, y la turbiedad suficiente en la sesera para
no verme asomando monstruoso una y otra vez por las esquinas como abortado por
los azogues del callejón del gato.
Untaré el cálamo (¡Joder, Vivales!) en la
fascinante menarquía que se escurre brillante y serpentina sobre tus muslos, mi
asombrada Hannita (cuanta sorpresa depara un cuerpo de mujer entre la hembra y
la niña).
Padre, cuando aún creía en la felicidad a Klee
le gustaba Bach, Mozart, Brahms, Beethoven… Pero no menciona a Haydn en sus
escritos. Ni rastro.
(En 1901, el artista confesaba sus preferencias:
En la
cúspide de todo: el arte de la vida;
como
profesión ideal: el arte de la poesía y la filosofía;
como
profesión real: la escultura;
a falta de
una renta, finalmente: el arte de la ilustración.)
Poco después, el hombre Klee, todavía tan joven,
toda la vida en ciernes, ninguna crueldad, qué lejos todo desahucio, la insania
del cuerpo, nada de pesadillas, ni un mínimo de vanidad (tal vez el arte sea
por encima de todo un ejercicio de vanidad), se explica muy bien a sí mismo:
A falta de
estufa, compré tres litros de vermut Di Torino. (…) Me siento demasiado solo
para pasarme sin alcohol… (…) Se come, se bebe… (…) ¡Oh, este Sur!
¡Oh, aquellos tiempos de artista sin
prejuicios…!
Este mundo ya no tiene nada que ver conmigo,
Charlie, y me temo que tampoco contigo. Yo, y supongo que tú también, que eres
de barra fina, jamás beberíamos café con leche en un vaso de plástico. Eso son
capaces de hacerlo sólo quienes leen los libros por encima y han sucumbido al
cine de palomitas.
¡Ay señor Francisco de
Quevedo, si usted viera! Qué épocas sin hidalguía…
Libro importante éste,
padre. Escrito en letra visigótica, lo he de mandar imprimir en folios de
pergamino y coser al hilo de cáñamo, encuadernar en piel sobre tabla biselada
con cierres metálicos…
¡Pardiez! ¡Que los ojos
venturosos contemplen ese prodigio! Pero deja las páginas en blanco, ni falta
hace que las emborrones, que basta el continente.
Ese hijo tan borde era un
espermatozoide que había crecido y crecido hasta convertirse en un monstruo que
obstaculizaba su pacífica y ensoñadora travesía en zapatillas de progenitor sin
culpa por el pasillo curvo de la casa.
De tal palo…
Igual el padre que el
hijo, bien valencianos y, al decir antiguo, homes
de fempnes.
¡Ay señor Francisco de
Quevedo, si usted viera! ¡Qué épocas, qué lances de gentes de baja estofa o de
alcurnia desbaratada!
Hola, país. Para ti no
pasan los siglos, sigues siendo la misma escupidera de latón. Por más dorado
que le metas al continente a nadie engañas: ni de oro la lograste con la sangre
y el desprecio derramados sobre los tuyos después de tanto siglo.
(Tan acabado como mi
padre, que diría el Panza.)
Pero serví y bien me ha
servido esta España: Asegurados tengo por más de un año, Charlie, la olla, los
vestidos y los zapatos, cargamento que también amarró al final de sus días
azarosos el brujo matemático de don Diego. Con su pan se lo comiera. Qué tipo
el de Torres Villarroel, no razonaba una a derechas, pero lo contó muy bien.
Klee:
Mejor sería dormir, o
simplemente no haber nacido. No son de mis mejores momentos, pero sí de los más
lúcidos…
Padre, lo que he comprendido
del tiempo es que te halles paralizado por el tedio o abrumado por la prisa,
siempre discurre con la misma velocidad: nos mece, nos desbarajusta o nos
finiquita: él, a la suya.
Klee: ya se irá
construyendo por sí sola una concepción del mundo
Copié del prefacio de Dorian Gray la terrible frase: el arte
carece de finalidad. Más importante que la naturaleza y que su estudio es la
actitud frente al contenido de la caja de pintura, y algún día tendré que
improvisar con entera libertad en el piano de colores de los tarros de
acuarelas colocados allí, lado a lado.
Bonita combinación ha de
salir de la ocurrencia.
Hablaban su padre y el
guionista con gran mesura pero con gran firmeza, respetaban el turno y la
réplica del otro mutuamente, y él, aprendiz de todo, aprendiz incluso de Boceto, once años, no encontraba el
momento de meter baza, de echar su cuarto a espadas, sólo se le ocurrían
disparates leídos en los tebeos.
Una mañana radiante, de
aire claro y feble, de la mano de su madre, fue al campo (territorio comanche
para el padre, que se encerró en su despacho bajo siete llaves). Era a finales
de la primavera y la tierra estaba sembrada de colores, aromada de flores y
plantas bajo la luz benéfica. Él tenía cinco años.
¿A qué hueles?, le
preguntó su madre.
Tardó unos instantes en
responder. Miraba en torno a sí muy reflexivo.
Huele a sol, dijo
finalmente.
Su madre, complacida, le
miró con una sonrisa extraña.
Klee:
Es comprensible que una persona de talento o, al
menos, de mérito, presienta situaciones que sólo podrá vivir mucho tiempo más
tarde. Esto queda incluso más claro a causa de que los sentimientos más
intensos son los más primitivos. El futuro duerme en el hombre… y únicamente
tiene que despertar.
Los niños… también conocen a Eros.
Soy fiel a la inspiración, no a la realidad que
observo, y cuando acaba aquélla, acaba la obra.
Tal vez mi estado no sea muy adecuado desde un
punto de vista objetivo, y mucho menos mi inmensa sed por la botella.
Por lo que a mí respecta, descubro en lo
monológico un atractivo muy singular, pues a fin de cuentas en la tierra se
halla uno solo incluso en el amor.
Padre, has desmenuzado a Klee durante años, y
sigues sin descubrir lo evidente: era un hombre que soñaba que pintaba lo que
soñaba.
¿No se ha dicho que cuando sueña el hombre es un
dios y cuando reflexiona un mendigo?
Yo no sé escribir
dibujar, y mucho menos pintar, así que me limito a lanzar bolsas de pintura
contra la pared. Eso también es algo muy legítimo, y, desde luego, en ocasiones
produce efectos sorprendentes.
(Con la copa vacía, aparece inexpugnable el espejo invisible donde tan
evidente te contemplas.) Me hallo ahora en total dexamiento, Charlie.
Falto de voluntad, sobrado
de disparates:
Me abandono, yo me
abandono…
Rasúrate la barba.
¿Afeitarme? Siete meses
estuvo Ibn Hazm sin quitarse la ropa cuando murió una esclavilla que adoraba.
Pues, ¿cómo era la tal?
Ancheta de caderas y con
los sobacos un poco mojados, precisa él mismo.
Cogió perra con la sierva,
pues.
Perra se coge hasta con el
juego de los dados, hasta con el simple paseo del atardecer.
Klee observaba con verdadera obsesión el
cuadrado mágico que asoma en el grabado Melancolía
I, de Alberto Durero: la mesura del símbolo que lograba apaciguar en él
toda violencia y desánimo.
Sabemos el destino que nos aguarda:
Se requiere paciencia, podía leerse en un
cartelón frente a la cola del teatro (de la vida): al final, entras.
La función no ha de empezar y acabar sin tu
concurso: es un hecho.
Qué sabios los judíos
cordobeses de muchos siglos atrás, cuando el cristiano hispano andaba aún en
pañales, con la patria a medias y una identidad tan imprecisa como su origen:
Ishaq ibn Gayyat: Sepa
todo hombre inteligente y sensato que el término de toda cosa es la carcoma… En
este mundo (Charlie), se destila y bebemos una miel con veneno de muerte
mezclada.
Yosef ibn Saddiq: Las
heces que hay en mi interior contaminan mi alma…
Hombre y mujer antes que
nada, Charlie. Eso somos tan poquito. Anda, llena mi copa y perdona mis
pecados.
Klee abandonó, es un
decir, el violín y eligió las visiones.
Jugaba con ventaja: compara, él, que nunca fue
compositor aunque sí intérprete de cuerda nada desdeñable, al pobre (por ser
utilizado su nombre en vano) Böcklin con Johan Sebastian Bach: cartas marcadas.
¿Encontraría su Schoenberg como Kandinsky?
La música subyace tras el objeto, el color, la
línea… y también se hace evidente una sugerente musicalidad en las palabras más
allá de su estricta denotación.
Hacemos de lo invisible de la música una
expresión, de un estado de ánimo aderezado de notas musicales un resultado
plausible y palpable, evidente.
Klee, que no hizo de la intuición el empuje
inicial de sus obras, que aupaba sus figuraciones y cromatismos y trucos
especulares sobre la reflexión y el análisis… Klee, padre, que no hizo de la
música un acompañamiento feliz de su pintura, sino un entramado desde el cual
otorgar cualidades objetivas a lo abstracto de la forma y la línea y, acaso, en
mucha menor medida, al color.
Pianista en apuros: los dedos sobre el teclado,
sentado en un orinal. (1909).
Utiliza de paleta la parte posterior del Testore
de 1712. Qué de armonías.
Lee a Goethe.
Padre, desmenuzar a Paul Klee: glorioso
banquete:
cien talentos babilónicos
ha de costarte el manuscrito (mecanoescrito) salido de la Underwood.
Nos repartimos el cuerpo
antes de condimentarlo y meterlo de cabeza en el horno: una de las piernas para
el anfitrión; varias costillas carnosas para mí; los sesos para aquél; las
paletillas para estos dos, el hígado para ése…
(Pero era el corderito de
Mary…)
Los artistas… ¡son tan
indefensos!
Siempre viven en épocas de
cambio…
1982: Padre, el mundo va a
estallar en mil pedazos… de color. Todo va a cambiar está cambiando: el
arte, la literatura, la música, la filosofía… Hasta el modo de vivir.
Y eso, ¿quién lo dice?
Paloma Chamorro, en La edad de oro.
Querido, desde ayer de
hace mil años todo está cambiando. Todo cambia a cada instante.
Los artistas…
Cuidado con ellos. Son
locos de oficio.
Qué ocurrencia.
(Doctor Freud: carta
dirigida al señor Pfister en fecha 21 de junio de 1920:
Querido Pfister, comencé a
leer su librito (El expresionismo en arte: su
base psicológica y biológica) sobre el expresionismo con tanto interés como aversión (…) Tengo que precisarle, por lo
demás, que en la vida real soy intolerante hacia los chiflados
(subrayado nuestro), pues sólo veo su lado dañino (subrayado nuestro), y
en lo que respecta a estos artistas (expresinonistas) los considero filisteos e
intransigentes. Por consiguiente, comparto con usted la opinión de que estas
gentes no tienen ningún derecho a denominarse artistas.
Posdata: ¿Qué tal anda su
simpático hijo?).
¿Está pasando algo que yo
no sé?
Oh, bendito Paul Klee,
pasto de los dientes, la boca y la garganta carcomidos del hechizador Sigmund
Freud…
Ya en austríacos, y
judíos, hay cada uno… Y de nada les sirvió escribir en alemán del bueno:
Fue un beso que duró una hora y catorce minutos,
precisa herr Herman Broch, cronómetro
en mano, en un párrafo de una de sus novelas.
Zweig discutía la biblia:
no existe la tierra prometida, ni siquiera al otro lado del océano. ¿Para qué
seguir? Deja de dar vueltas en el desierto. Hazte a un lado. Déjalos pasar con
sus arreos y sus mulas mendigando el maná. Adiós, adiós.
Padre, cuan larga es tu
sabiduría, cuan lejos te hallas de haberte convertido en aquel trasto doméstico
que mencionara Musil.
Escribir a lápiz ayuda
algo… y ahorra muchas páginas. 30 lápices bien afilados en todo momento tenía
sobre su escritorio el señor Canetti.
Padre, has sido un ejemplo
para mí. Yo seré tu hombre-ventana. A través de mis ojos has de ver por muy
muerto y lejos que estés el mundo actual, el que yo veo y que, tan
graciosamente, te ofrezco con mi mirada. Es
mi regalo al mundo que nunca me escribió… etcétera. Soy la cámara que
distrae tu muerte en el más allá.
Doctor Freud, ¿ha visto
usted uno de los pequeños cuadros del señor Klee?
Son, digamos, interesantes
esas imágenes infantiles aunque cargadas de simbolismos adultos.
Otro, pues, tan grandote y
suizo-alemán y jugando con aritos.
¿Qué diferencia existe
entre un escritor judío alemán, austríaco, checo o suizo-alemán si todos ellos
escriben en lengua alemana?
A Broch le bastan los
antihéroes: desdeña los monstruos, incluso los que produce la razón.
Werfel cree en los
milagros, mucho más que en Alma, la gran puta disfrazada de dama que colecciona
amantes ilustres y recibe de cinco a nueve, promueve mil conversaciones y
alienta mil amores imposibles.
Tengo ante mí la
fotografía de Franz Kafka de pie frente al palacio Kinsky, a plena luz del día.
Produce cierto espanto esa figura un poco de espantapájaros… conociendo toda la
barbarie de veinte años después de su muerte que él no pudo vislumbrar: la
nariz grandota, el abrigo oscuro, el sombrero inenarrable, siniestras esas dos
prendas hasta el límite de lo lúgubre, el cuello de camisa de picos redondos,
los zapatones negros y relucientes, casi de payaso, las manos asidas
nerviosamente, la sonrisa incierta que hace dudar, pues no sabes si es de
satisfacción o de burla… De este hombre no sabes nunca nada de nada: soy nada.
Es un hombre que igual podría ser un escritor visionario y genial o un simple
badulaque de oficinas.
(Vaya usted a saber en
aquel tiempo…)
Veinte años más tarde: a
los 61, en el año 44 del siglo, de haber sobrevivido a tu laringe hecha pedazos
por la tuberculosis, te hubieran gaseado en compañía de un montón de
desgraciados sin nombre, y luego, sin dilación, al crematorio: huesos entre
huesos, una vida y muerte anónimas tan sinsentido como las de nuestro tiempo.
Habrías ardido como una
tea, amigo Franz.
Al fuego tú también: el
destino que hubieras querido para tus manuscritos. Dos por el precio de uno. La
hoguera completa. ¡Qué pira gloriosa, qué fastos incendiarios! ¡Qué mundo nunca
kafkiano!
Kafka no presintió nada
del holocausto universal que se avecinaba contra los de su raza, y no sólo fue
un judío con una pluma en la mano, era mucho más. Pero él era literatura… no
adivino. Presiente en las pesadilas su indefensión, el terror que le inspira
una humanidad (de su época, la de todas) a la que teme por no haber descubierto
los móviles egoístas que la articulaban desde las cuevas de paredes
pintarreajeadas. No anticipa el mal porque es algo que ya sufre, siquiera con
la imaginación. Son los críticos y hermeneutas académicos los que rizan el
rizo. No pudo prever, porque el futuro es invisible y sigiloso, acechante y
evidente a veces, pero imprevisible y ambiguo en sus trazas, la Alemania nazi,
la hecatombe mundial, el matadero indiscriminado en que se convertiría años
después Europa y parte de los países del Pacífico. Escribía sobre su infierno
particular, la tortura física y psíquica de su cuerpo, las pesadillas de sus
noches. De igual forma que tú no puedes vaticinar la próxima bomba atómica que
más tarde o más temprano caerá sobre tu cabeza, tenlo por seguro, y ahora
duermes en el plácido seno de tus sueños, que seguramente son felices. Además,
tú no quieres ser Kafka (y es peor.)
¡Tú que vas a querer ser!
Tiempo sin dioses ni
diablos: se bastaban los hombres para despedazarse entre ellos, ¡a qué andar en
inútiles invenciones suprahumanas y zarandajas de ultratumba!
Dios había dejado de ser
una idea: ni Kafka ni él, Boceto,
iban a discutir con Kant, hasta ahí podíamos llegar, quien ya lo había dejado
perfectamente claro a dos columnas en la Crítica
de la razón pura: ahí van las fronteras, ahí el muro infranqueable:
a) estas son las pruebas
de la existencia de Dios;
b) estas son las
refutaciones que las invalidan.
Y lo demás son cuentos, se
dijo el aprendiz.
A rodar.
Pareces igual de joven,
Brell, para ti no pasan los años, le decían, como si él hubiese sido un
coetáneo de Kant o de Kafka. Y a él ese comentario le parecía una estupidez,
incluso una blasfemia a su verdadera condición: ¿cómo pueden envejecer los
muertos? Él… se pudría. Su apariencia sólo era la tierra que le cubría bajo el
sol. Llámalo felicidad, si es tu gusto: estoy muerto.
El mundo es un lugar
peligroso, Charlie, un juguete mortal. A veces te embelesa, y otras te
envenena.
Yo bebía porque no
recordaba el pasado. Y cuando lo recordaba, aterrado, bebía todavía más para
olvidarlo.
Nos ha salido frívolo, el
joven Brell.
Padre, soy tan frívolo,
inconsistente, lúdico, trivial y efímero como mi época, su zeitgeist apesta a causa de de sus ocurrencias y desafíos
pueriles.Tiempos de gran mierda y de peores escuelas.
¡Cuídate de tu linaje,
descastado!
¡Renombre a esta hora!
¿Mi reputación? ¿Qué
reputación? Qué me importa a mí tal cosa, ¡yo siempre he tenido dinero!
O la contraria:
¿Por qué no haber sido él
aquel santón hindú que inmóvil junto a los árboles, absorto en la contemplación
del Uno y del Todo durante días y meses, fuera del tiempo ya, y desde luego
ausente por completo de los asuntos de los hombres, fue poco a poco
convirtiéndose en árbol él mismo?, las raíces le hundían más y más en la tierra,
del tronco le brotaban ramas, pronto anidarían pájaros en la fronda de su
cabellera... Su alma, definitivamente, ya era toda naturaleza. Feliz como una
piedra que está y es sin saberlo, ajena al tiempo que la
hizo pacientemente durante millones de años en lugar de deshacerla en un
santiamén, en esos pocos años que dura la vida de un ser humano.
Sin pasado. Sólo un
vegetal, un mineral, de una tierra sin alma.
¿Qué podía hacer para
sobrevivir con todo lo malo del pasado, en especial ese saco lleno de traiciones
a sí mismo, de ruindades contra los demás a la chita callando? ¿Abolirlo de un
plumazo? ¿Olvidarlo como se olvida un mal sueño o un mal trago? ¿Enmascararlo?
Y eso ¿cómo se conseguía? ¿Cerrando los ojos? ¿Pegándose un tiro en la cabeza
donde anida taimado ese cofre pestilente en alguno de sus rincones oscuros y
acabar con él a la vez que con uno mismo? No, lo mejor era sobrellevarlo,
incluso con un poquito de dolor, como se soporta estoicamente un furúnculo no
demasiado beligerante en el culo, una especie de redención llevadera y
continua: todos tendríamos que redimirnos, Charlie.
Aquel paraíso de la
infancia: en el jardín circular del chalet de la abuela Amparo donde el tonto
daba vueltas sin ton ni son, llegado definitivamente el verano florecían las
peonías, las hileras de heliotropos y los alhelíes, pero él sólo era capaz de
reconocer entre los pasillitos de grava y en los pequeños arriates las rosas y
los claveles, los dondiego, la hierbabuena y el empalagoso perfume blanco del
jazmín. Increíblemente, era suficiente con esos pocos nombres y el olor del
aire limpio y claro y la noche estrellada. Increíblemente, había pensado
entonces: ser un grumo de tierra, o sólo su olor profundo y vivo.
(De acuerdo, he vuelto al
país de mi infancia… Qué error del pensamiento… Pero ahora aquí, en la infancia
revivida, todo son adultos y sin color las cosas y todo está mudo y como sin
vida y nada parece apoyarse sobre la tierra, yo mismo levito… )
Mi pequeña, mi querida
Hanna Sophie, de rodillas te entrego esta hermosa flor azul que abre mi
corazón.
¿Cómo se llama la flor azul?
Millones de nombres que ponerle: hay millones de
adolescentes.
Qué poético, Hanna, este falso estudioso de
Hölderlin, no te fíes de él (la mayor
parte de las personas sólo se aman a sí mismas), esa araña que atrapa
adolescentes incautas, este voceras que rastrea absolutos (en los que no cree)
en las páginas de Hiperión…
No te fíes (recalca el
instinto de la sirena):
Disponía nuestro héroe de un buen montón de cintas
de 16 milímetros provenientes de Vivid Entertainment y Wicked Pictures
compradas bajo mano hace años por su padre a precios explosivos. Él se apresuró
a heredarlas en perfecto secreto. Tenía su propia sala de proyección: en la
biblioteca principal, sin el menor recato, colgaba una sábana blanca en la
parte de los estantes dedicados a la literatura clásica española, colocaba las
cintas, medía la lente del proyector, aparecían en la tosca pantalla las
primeras desnudeces pacíficas, aún sin desajustar los brazos, las piernas, los
troncos, todavía las sonrisas lascivas, la maldad de los ojos pervertidos, la
piel sin herir: mira, paulita (mira hannita…).
¿Al país de la infancia?
A veces tengo la impresión
de ser de nuevo aquel niño que asustaba fácilmente a las palomas en el parque,
sólo que hoy asusto a los niños a base de muecas mientras los adultos se me
quedan mirando estúpidamente sin abandonar sus bancos junto a los arriates.
Podría asesinar a uno de esos pequeños mastuerzos sin perder la sonrisa y
ellos, sus padres, seguirían sin entender nada de nada mientras el día va
languideciendo.
¿Por qué Franz Kafka,
pudiendo quemar él mismo todos sus manuscritos, borradores de cuentos,
fragmentos de novelas y demás papelotes de su puño y letra, se empeñó en
endosar la tarea incendiaria al pobre Max Brod que tuvo que incumplir su deseo
porque, francamente, no le quedaba otra?
Son como niños... con una
pluma en la mano. Unos y otros.
Boceto: mi palomita, mi hannita, sé tú mi Dora Dymant quien en
la última hora, cuando todo es un triste, solitario y final chandleriano,
cierre mis párpados con un beso.
He escrito una novela,
Hanna, pensando en ti… en nosotros. Cada página eres tú, cada párrafo, cada
línea. Y quería un final triste. He tenido que matarte. Soy un egoísta de la
peor especie. Pero también me he matado yo, no creas. Así queda realmente bonito. Qué final, qué congoja:
se había arraigado a ella
como si hubiera brotado de su carne, había vivido de ella como un retoño, y
cuando ella murió, cuando dejó de proporcionarle la savia del alimento esencial
de su existencia, él se agostó, murió.
Estamos en el siglo,
querida. No importa su número romano, árabe, chino o hindú. Voy a hacer de tus
venas, vísceras, intestinos y oquedades una barraca de feria bien pertrechada
de fascinantes virus, phishing, ransomware y lo que se tercie… ¡Sabré
por donde colarme hasta llegar a tu alma llena de porquerías secretas!
Sé lo que me digo.
(¡Si lo sabré yo, que soy
el diablo!)
¿Turbiedad solo del macho?
Amigo, en determinadas circunstancias una mujer apesta igual que un hombre, y a
veces incluso mucho más: se convierte en una silenciosa fábrica excretora de
fluidos y hediondez.
¿Qué haces, desgraciado, a
la luna de Valencia?
Aquí, padre, contando
perseidas.
TODO INCLUIDO
Tenía once años. Era escritor a doble espacio. Aún no había vendido ni uno solo de sus folios escritos. Pero ¿qué
importancia podía tener eso? Inclinaba
la cabeza sobre la Underwood siete horas
diarias. Fumaba un ducados tras
otro. Tres cajetillas diarias. La botella de bourbon al
alcance de la mano. Era un escritor de
raza. Esa mañana ya se había echado al coleto (bebía directamente del cuello de
la botella) media docena de tragos.
A pesar de las letras
grandes, quizás un poco exageradas, pero sólo un poquito, eh, que cada uno es
como es, se dijo el Boceto de los
doce años… Sacó con un poco de rabia la hoja del rodillo, la arrugó, la tiró a
la enorme papelera –La papelera de Kafka-
y se quedó quieto por espacio de unos minutos mirando a través de la ventana:
Llovía, era una tarde oscura, extraña, silenciosa, las sombrías figuras de los
viandantes, encogidas y apresuradas bajo los paraguas, parecían deslizarse
sobre las aceras y el pavimento mojados… ¡Anda que, cómo sigas así, hierbas,
cardos y espinas has de comer, como esos dos de la Biblia!
Posdata: doscientos años
más tarde (para qué tirar por abajo), a los pocos meses de su muerte, en una
subasta pública de los bienes y objetos de uso personal del eximio escritor
Ignacio Brell Gay, una tal Plácida Albentosa Campillo se hizo con una docena de
miles de euros al entablarse una inesperada porfía por adquirir los arrugados y
amarillentos folios, que se daban por destruidos o arrojados al fuego, de los
trabajos primerizos del ilustre literato valenciano, digno continuador de las
obras localistas del eminente don Vicente Blasco Ibáñez.
A los catorce años:
Como a la Erna de herr Broch, a ella también le resultaban repugnantes
los hombres que sólo bebían agua y no hacían nada
[del otro mundo, supongo yo] en la cama…
¡Qué diablos! El éxito
comienza en la primera línea, que sea como el gancho curvo y bien afilado de un
matadero donde cuelgas por el cuello al lector.
Redacción del alumno I.B.G. merecedora de un 0,5
(de 10) en el certamen poético ¿Qué te
gusta a ti? para alumnos de Primer Curso de bachiller, clase de literatura
y Lengua al cuidado del padre agustino Salvador Cervantes Bramante:
Me gustan los libros y los árboles.
Algunas personas también me gustan.
Especialmente aquellas
a quienes les gustan los libros y los árboles.
Vivimos en una época rara
de la historia. Es difícil saber lo que está ocurriendo y, ya adivinado, mucho
más comprenderlo.
No lo crea. Es sumamente
predecible. Los sres humanos se han simplificado demasiado en este 2008, la
mayoría de ellos sólo están atentos a bagatelas, sus vidas carecen de misterio,
y, además, no les importa, la exhiben en la red a cada momento sin la menor
impudicia. Se han vuelto de repente nudistas del alma. Y hay cada piltrafa de
hombre y de mujer… ¡Qué falta de pudor! ¡Qué mollejas, qué muecas, qué grasas,
qué adefesios envanecidos!
¿Y todo esto no le parece
raro?
Me parece patético. Pero
cabía esperar algo así desde hace décadas. Ha sido un final lógico… Sin embargo
quizá todo esto no sea sino el comienzo de una época ni mejor ni peor, algo
distinto, nada raro, porque ningún tiempo lo es.
La cultura ha pasado a ser
fatalmente un mero entretenimiento. Aunque… Tal vez siempre fue eso.
Cuando la luz del sol
vertida en la ladera sólo es un amarillo desfalleciente y viejo…
El sol tan amarillo ahora
plateaba sobre la hierba…
La tierra…
El patriarca tachaba en
rojo las redacciones escolares del pequeño Brell, con el lápiz cruzaba las
frases hasta con rabia.
El campo, la naturaleza en
realidad, le abrumaba al viejo Brell, le daba un asco infinito: él envejecía, y
se daba perfecta cuenta de ello, pero los árboles, las suaves colinas, el
arroyo, las plantas, siempre conservaban el mismo aspecto, no parecían cambiar
jamás, y si lo hacían rejuvenecían con la primavera, resucitaban, y lo que de
veras moría declinaba con la lentitud y la parsimonia como se hace piedra el
barro a lo largo de un envejecimiento invisible, sin huellas. Todo en el campo
le sobreviviría, le sobrepasaba, todo en él era una mueca eterna que se burlaba
en su parsimonia de su propio y vertiginoso decaimiento como ser humano.
Una vez escribió Boceto con intención aviesa: El calor
del día africano, la tensión animal de su noche depredadora…
Su padre, entonces, no
tachó ni una letra. Como hombre de su tiempo, África siempre le había traído
sin cuidado.
A los diecisiete años El Víbora ya le ha envenenado la sangre
en sus dos terceras partes, y en una esquina de la leonera de su habitación se
elevan en vacilante rimero un montón de astrosos ejemplares de la chapucera
editorial Star entre otras ediciones
de bolsillo no menos impresentables.
¿Qué hacen todos esos?
1977: votan.
Qué cosas.
Primeras Elecciones
Democráticas.
¿Y qué?
Quién iba a pensarlo, pasa
el tiempo, pasamos en el tiempo, ya ves. Con Luces de bohemia en las manos y una callada y mortal desesperación
navegando por el río de la sangre.
No importa a quien votas.
Ellos ya saben a quien votas. Eres un libro abierto. Lo saben todo acerca de
ti. Les basta con eso mientras tú sigues ondeando tu banderita. Las elecciones,
el gran tinglado político, sólo es una excusa, una anécdota. Lo activan cada
unos pocos años para que todo, absolutamente
todo, transcurra con normalidad y puedan echar la zarpa a tu billetera
abierta. Conocen perfectamente el color de tu petaca, por mucho que la escondas
debajo del pantalón o metida en el culo: cuentas hacen de todo los
politiquillos.
Cambian tantos los
tiempos…
Un día de julio de 1950
Sylvia Plath escribe en su diario, bañada su habitación por la palidez azul de
la luna: ¿Qué puede haber más hermoso que ser virgen, pura, joven y llena de
vida, en una noche así? Y se contesta a sí misma, pasado un tiempo de insólita
reflexión: Ser violada.
¡Loca más que loca! (Se
elige lo que se puede… con la imaginación.)
¡Qué épocas!
(Todas las cuales son las mismas.)
En 2008, otro Gran Año de
Elecciones, tus congéneres, furibundas y aterradas por tu criminal desfachatez,
te habrían quemado viva, poetisa.
No existe peor enemigo de
una mujer que otra mujer.
1950. Aquella, la misma,
la Plath (¿o era otra distinta a la de después?): ese año también había dejado
escrito (y escrito está) que no quería morir. (Era una suicida pero todavía
ignoraba con absoluto candor que era una suicida.)
¿Qué tenemos entonces?
Se pregunta en silencio el
Charlie tan imprescindible.
¿A mí te refieres?,
adivina del charlatán del otro, un pobre tipo lleno de grietas, de heridas sin
cicatrizar, con la sesera atiborrada de escombros a punto reventar. De modo que
le llena la copa y tengamos la fiesta en paz.
Me hablas de tus hermanos,
y me estás justificando el fiasco de gran parte de una juventud de aquel tiempo
tan crédula como equivocada que hizo del activismo ciudadano más o menos
violento no un método de consecución política sino una finalidad existencial.
Estos dos, mínimo Brell, hicieron del compromiso político extremista una tabla
de salvación personal ignorando que su propia fragilidad como individuos les
llevaba a la deriva, al naufragio absoluto. Aunque también se hundieron porque,
en el fondo, bonita expresión en esta oportunidad, tampoco querían salir a
flote, ya no sabían vivir sin turbulencias. La calma chicha destrozaba sus
nervios de idealistas, los tenía en carne viva, eran un sarpullido ambulante
sin que nada pudiera apaciguarles.
Uno de ellos sobrevivió.
No… Se convirtió en otro.
Ahora será un desconocido hasta para sí mismo al que una vez despierto tendrá
que saludar por vez primera frente al espejo todas las mañanas que le queden de
vida. Y, respecto a Fiodorov, no se
mató por el fracaso político, es que no sabía vivir de otra forma por mucho que
lo intentara. Le pudo una desesperación secreta, o el desencanto más letal,
acaso el atroz aburrimiento del lúcido… O el asco, un tóxico muy superior a la
rabia, a todo bicho viviente.
Pues yo mismo, padre, he
de morir quieto como la piedra, bien altivo en tiempos tan despreciables y
dementes:
Hierático, incólume, de
una violencia larvada: guerrero de la dinastía Qin. Ahí es nada. Sólo la muerte
es la recompensa al cabo de los siglos. Mas ¿dónde queda la fuerza de tu brazo,
el arrojo de tu valentía?
¿Y cómo nos deshicimos,
Charlie?
¿Murió el finado en paz?
Tuvo, como buen burgués,
muerte despaciosa y previsoria.
Murió a pedazos,
lentamente. Primero le fallaron los riñones. Después la próstata. Luego la
vejiga y más tarde el hígado. En fin, amigo, una agonía verdaderamente
medieval.
Insomne de cualquier parte
del mundo: ha pateado la dudosa luz de los delis,
los spätis, los kombini y los off licence y
hasta el árabe de la esquina donde solía comprar bombones rellenos de licor con
los que aturdir a la compañera de cama.
(Al amanecer, lo sacaban a
empujones a la calle, al beodo insome y fantasioso:
Un poco de educación,
Charlie estudiante, que son los tipos como yo los que te pagamos la
universidad.)
Respecto a DFW, quien
siempre viene a cuento: Ahora sé que para no tener que anudar la cuerda al
cuello y darle la patada a la silla debería haber estado completamente loco. Y
no lo estaba, se quedó a medias, no era suficiente demencia la suya como la que
nos protege a todos nosotros con nuestra televisión y nuestra paellita de los
domingos.
No os habéis dado cuenta
todavía los siete mil millones de putos Charlie del mundo: estoy encerrado en una gota de ámbar
desde hace 50 millones de años: desde ahí, a través de sus muros transparentes,
contemplo vuestras idas y venidas, vuestros entretenimientos, el fracaso
individual absoluto e irreversible de vuestra carne mortal.
El bendito de Charlie
desvió sabiamente la conversación. Este barman universitario promete:
A Berlioz no le hizo falta
aprender a tocar el piano, pero, en el tiempo libre que le permitían sus
composiciones musicales, tradujo al francés a Virgilio.
Le devolví la moneda:
La esencia de una silla es
sentar el culo en ella. Su percepción fenoménica sería comprender con la mirada
su naturaleza, su organización material, el espacio apropiado para el culo.
¿Tú sabías que a bordo de
la Voyager Space Craft en su rumbo a
la estrellas acompañando al disco
dorado que ha de deslumbrar a los alienígenas con el sucinto recuento de la
sabiduría humana viaja un tocadiscos?
Qué cosas de la mente
humana. Qué previsiones corteses. Qué deferencias.
Quién sabe si los
hombrecillos verdes han llegado a la era del pick-up. Había que facilitarles la tarea.
Y eso ¿quién lo dice?
La Universidad.
Como suelen decir los
buenos abogados, nunca preguntes si no conoces la respuesta.
Siempre he ido 20 minutos
por delante del infierno. Eso ha impedido que ni una sola vez me chamuscara en
las correrías y vicisitudes de mi vida.
Pero nunca pude atrapar
del cuello al tiempo. Se escurría como si nada.
Benet, el gran
atrabiliario… en cuestión de juicios literarios (Cortázar es un chapucero. Y
punto.), aparte de eso, según amigos y correligionarios, era pan bendito, muy
ocurrente y hasta gracioso a pesar suyo. Por lo demás, no se tomaba muy en
serio como escritor (otra cosa era que escribiera muy en serio): Llevo
escribiendo veinte años y no debo haber vendido en todo ese tiempo ni
quinientos ejemplares, confesó en una de las paradas del tren camino de
Albacete.
Qué putada el paso del
tiempo, decía el ferroviario escritor, con cinco whiskys ya tengo la vesícula
hinchada.
En el 93, después de los Grandes Fastos, también
hubo elecciones, padre mío que estabas ya en los cielos.
Padre ¿por qué vivimos en
un piso tan grande? La gente vive encogida en estos tiempos.
Hijo, la gente, esos que
miran con silenciosa rabia cómo cambias de coche cada tres años, te llevas a la
boca la docena de ostras, el caviar iraní o la copa de vino de 100 pavos, viva
donde viva, siempre vive encogida: la
guerre est fini:
Camaradas, la injusticia
universal ya es un hecho irreversible, y no existen las revoluciones o las
dictaduras bondadosas, igualitarias y regeneradoras del ser humano. ¡Pobres del
mundo, uníos y haced del planeta de los ricos un estercolero llenándolo hasta
los bordes de vuestra mierda, vuestros plásticos y vuestro monóxido de carbono,
y no temáis vivir en ella puesto que en ella sobrevivís y ahogados en ella vais
a morir sin que a nadie le importe y mucho menos a vuestros amables y ricos
verdugos!
Lejos de España, del
mundo…
¿Pues quién no va a
sentirse y hasta volverse loco frente a curas quisquillosos, barberos
entrometidos, bachilleres pedantuelos y canónigos inquisidores y sabelotodos?
Buen aposento éste de la locura, que te libra de la canalla doméstica, de las
conveniencias más pedestres y de la urbanidad más rastrera.
Mucho lees tú,
mierdecilla.
En ello andamos, padre.
Pues anda con cuidado,
Humillos, y cuídate de lo que advierte don Miguel de Cervantes, que esto de
leer puede llevar a un hombre al brasero.
Los pobres de cualquier lugar, de donde quiera
que fuesen o rodasen por la bola del mundo, no tienen remedio, se merecen el
cagadero donde respiran, ya nacen como ofuscados, muy alborotadas las letras
del cerebro, dispuestos siempre a creer las palabras altisonantes de sierpe del
hombre blanco y sus hijos vestiditos de azul, de buena educación agustina.
(1969, 17 de Julio: Pluma Azul, el viejo y sabio jefe
apache, allá en el Valle de las
Comadrejas donde se habían entrenado los astronautas poco antes de
emprender el viaje a la Luna, escribió en la frente de uno de ellos, Armstrong,
con tinta sólo visible para los selenitas e imperceptible para los terrícolas
un mensaje admonitorio: No os creáis nada de lo que os digan. Van a robaros
vuestras tierras.)
Querido Fiodorov, créeme como el verdadero
gusano que soy (puedes hincarle el diente a la manzana conmigo dentro, soy
inofensivo, ni siquiera te produciré un cuesco de alivio), no me gustan nada,
pero que nada, los tipos y tipas que profesan una religión, ondean una bandera
como si fuese una vacuna contra los demás o defienden una ideología, y no te
digo el temor que me inspiran los idealistas y los pacifistas… A todos estos
les azuzas un poco, un poquito, dialécticamente y, como si estuvieras enarbolando
un palo frente al hocico de un perro, se les enciende la mirada, se tornan
agresivos, hasta salvajes, te enseñan los colmillos, se diría que están prestos
a arrojarse a tu cuello y a emprenderla a dentelladas.
Así que horóscopos…
Pues sí. Es trabajo vendible.
Escribo mensualmente unos cuatrocientos que me encarga una agencia y doy buena
cuenta de ellos en cuatro tandas.
¿Qué razón hay para tanta
demanda?
La gente siempre vive
esperando lo mejor… y no sabe que ya lo tiene.
¿Lo tiene?
Sí, está viva. (Pero no se
dan cuenta.)
No puedes tocar un color,
pero sí palpar las formas del mundo: es una especie de escultura.
En cualquier caso, el foco de donde extrae su
entretenimiento más plausible es el mismo mundo. Nada de él le es ajeno. ¿Cómo
iba a ser de otra manera?
Podría:
Uno de esos hombres
capaces de pronto, a causa de algún suceso inesperado, de materializarse ante
la sorpresa general desde el camuflaje que les facilita su absoluta apatía
inmersa en el entorno, la urgencia y la ambición ilógica del fondo de los
otros. ¿De dónde ha salido éste?
¿Y ella?
Un día su madre suspiró
profundamente, miró en derredor, dejó el libro a un lado, se levantó del sofá,
se ajustó la falda y sin pestañear se dirigió a la puerta.
¿Adónde vas, mujer?,
preguntó su padre (el de Brell, el tuyo si tu madre hubiera sido una Eva de
verlas venir).
A todas partes.
Mares tranquilos, propios
vientos y una travesía rápida, nos desea el buen Próspero.
¿De dónde salimos todos?
Filosofía del auténtico
viajero:
Pero, tú, ¿adónde vas?
(Sentado en el sofá)
A ninguna parte, pues
todas partes importan lo mismo, y luego a la muerte.
Yo soy capaz de seguir en
pie propinando mandobles aun con el cerebro partido y brotándome los sesos por
los oídos, como el mismísimo Roland.
1984:
Padre, he estado en tierras
de Flandes.
Que son tierras de gran
enemistad.
Te traigo estos discos
minúsculos de brillo cegador y grabación inmaculada. Será audición superior.
Llámanse cedés.
¿Suenan y todo?
Pero quedóse en el vinilo
don Antiguallas Brell, ni del casete dio buena cuenta. Y aún antes que todo
aquello de la modernidad, los discos de pizarra del abuelo eran los que
realmente le interesaban.
La música te aproxima a la beatitud.
Pater, el día que todas
las iglesias desaparezcan el hombre volverá a reencontrarse y orar al verdadero
dios, al primitivo, al que nació con él en el alba de los tiempos, el hablador, y echó a andar de su mano
sobre la tierra naciente, nueva y virginal, todavía desprendiéndose de los
jirones de la noche eterna.
Calle el blasfemo.
Siempre culpable… Dios. El
Gran Culpable. Puedo aceptar la muerte, incluso la accidental y sin sentido,
pero nunca admitiré el sufrimiento. Por mi parte, hago del placer mi
instrumento de guerra contra éste y cualquier otro padecimiento y del pecado mi
espada contra aquél. ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué afrentas inventar contra esa
materia de humo, ese organismo invisible? Recuérdalo tú y recuérdaselo a los
otros: Sobre mi conciencia todo, sobre mis espaldas nada.
¿Por qué no duerme mi
cuerpo a solas sin que yo pueda mantenerme despierto? Yo no me canso. ¿Qué tiene que ver mi yo con ese desfallecido pedazo de carne y de huesos que me hace
enmudecer y cerrar los ojos cuando se abandona al sueño vencido por el
cansancio?
También mi yo, sin autonomía y sin poder ninguno,
se diluye en la nada del sueño, no puede el alma sobrevolar el cuerpo dormido,
largarse por la ventana abierta y no volver
hasta el amanecer. O no volver nunca y dejar ese montón de vísceras,
esos restos desfallecidos, legañosos y somnolientos con tres palmos de narices,
ahí te quedas, animal humano, revuélcate en la pocilga de tu primitiva
condición: al cabo, sangre enferma, pus y la final pudrición.
Es interesante, padre.
Nací el día de la luna: esa luz, propia de reyes, guerreros y magos, y que no
logran tapar del todo los dorados y oropeles, bañó mi nacimiento.
Y allí sigues,
mierdecilla, lejos del oro.
Cerca de la plata. ¿Para
qué más?
El toque panóptico: nada
se le escapa a El Gran Arquitecto.
Padre: él, que hizo un
pacto con la vida, esa mujerzuela cubierta de afeites baratos –has de morir por
muy caro que sea el perfume-: Oye, Vida, déjame joderte de cuando y cuando y
pelillos a la mar.
Truco o trato.
Tampoco yo me hago
ilusiones, Gran Hacedor de Brelles: entiendo el mundo perfectamente. Lo que me
desconcierta es el ser humano, un ser entre todos los otros vivientes que
pueblan la tierra tan extraño y diabólicamente evolucionado que hasta puede
destruir la vida de todos ellos.
Un horizonte limitado. ¿La
familia? Luz eléctrica de pavorosa nocturnidad, sofá, un programa alienante y
repetitivo hasta la náusea de TV. Todo un desgaste. Observas cómo las cosas
envejecen, se oxida todo, y un día te duele en un costado, parecía una leve
molestia sin más y, a reglón seguido, pruebas humillantes en el hospital, empeoramiento
general, vómitos inexplicables, una desazón, empiezas a sentir cierta
responsabilidad por lo de después,
una angustia, que no es sino un miedo disfrazado, una ansiedad, la resignación,
la póliza del seguro está en el cajón del…. En fin.
Fue un buen padre de
familia, procreador de dos hijos, niño y niña, trabajador, marido ejemplar…
Hasta llovió y alzáronse paraguas el día infausto de su inhumación en tierra
sagrada.
¿Existe aún la mujer
alfombra de la que hablaba Plath, esa que dos semanas después de la boda su
marido aplasta bajo sus pies, y sin hacer ruido el tío, como el que no hace
nada, pío, pío yo no he sido? Existe la viuda inconsolable: y se tiñó de rubio
a los tres días: adiós, adiós.
Ella, la madre, huyó.
Duérmete, niño, duérmete ya.
No soy un lince
precisamente, más bien rinoceronte: 15 metros y listo, lo demás bruma. ¿Qué
clase de conclusiones puedo sacar entonces si ando cegato? ¡Todo es borroso,
mezcolanza, turbación!
Metió la poetisa la cabeza
en el horno de gas… No me extraña, tenía
en la cacerola un lío de tres pares de cojones: versifica a deshoras por las
catacumbas de lo doméstico, madre sola y agobiada, mujer abandonada…
Los buenos poetas se matan
sin dejar nada al azar. Sin remisión. Adiós, adiós.
¿Todavía se editan
poemarios en nuestros días? ¿Todavía existen gentes que le den al verso como el
que pega la hebra con el prójmo?
De editor necesito yo un
Tito Pomponio, y aun así no las tengo todas conmigo.
Oído al vuelo, en la cola para pagar en la
cafetería de la quinta planta de El Corte Inglés:
… Esto de vida y más vida
a todas horas, es una muerte.
Duérmete ya.
Se fue a la guerra, se fue
a la guerra…
Vendrá para la Pascua… o
para Trinidad.
Si al menos sus carencias
intelectuales le hicieran callar… Pero, antes al contrario, las pregona con sus
negaciones desdeñosas y sus comentarios vacuos, con el característico
menosprecio del poeta vanidoso y mediocre.
El Diario escrito por
otros siempre parece ser una pregunta desmesurada que se formula quien lo
escribe página tras página, día tras día. Aunque esencial, por selectivas, sin
embargo esas confesiones añaden respecto a su biografía más interrogantes que
esclarecimientos a quien las lee y mucho me temo que también promueva idéntica
confusión al propio autor.
Estamos anegados de incertidumbres.
¿Para qué emplear palabras
de más? Simplemente, actúa.
Como dijo Tolstoi (cuando
un tipo echa mano de lo que dijo otro, es que ya se ha cansado de pensar, mea culpa): a partir de los 60 años un
hombre debería esconderse en un agujero.
Pero el vivió más de 80.
Eso es lo que ocurrió: se
convirtió en un matorral.
Otros se convierten en una
caña pensante.
Y sirven para encender la
chimenea.
¡Ay señor Francisco de
Quevedo, si usted viera!
Tenía la voz cadenciosa,
muy atractiva, totalmente apropiada para que cualquier tontería que saliera de
sus labios pasara por una agudeza. (Los Brell, todos ellos.)
Se creía Boceto lo que era en su imaginación, así
que él era lo que pensaba que era, una imagen creada desde su interior, nada
del exterior lo reflejaba, y los demás sólo eran una invención; el mundo, su
decorado preciso (exigible, diría).
Pinta que tienes de
pícaro… Y aún te falta el sombrero a la chamberga: se mueve con garbo, pero muy
varonil, las caderas y las nalgas discretas, de sutil movimiento, mirada a lo
lejos.
Duérmete, niño, duérmete
ya.
Una patria sólo es un
lugar. Cuando la noche cubre la tierra inocente con sus sombras hasta hacerla
desaparecer, todas las banderas oscurecen colgadas de un palo, se apagan los
colores, una mancha negra como la nada, queda el trapo al vaivén del viento.
Duérmete ya.
Mi mamá me mima, y él se quiere un montón. No iría, a buenas horas,
infeliz, y un cuerno que dijo el otro, a aplicarse el nudo Prussik: cuando más
triste, más reiré; cuanto más caiga, más leve seré para alzarme.
En lo concerniente a los
demás: allá donde hay un hombre o una mujer hay una mentira: sólo creo en ellos
cuando se dan la vuelta y, cerrados los ojos, escucho sus pasos alejándose de
mí con su falsedad a cuestas.
¿Quién soy? Querida Paula,
bastará con una línea para retratar a los dos:
Deja de meterte litio en
el cuerpo y yo abandonaré el alcohol.
Porque yo, diablillo
armado de dos buenas patas, levantador de tejados, te conozco a la perfección,
a ti y a la calaña de lo humano.
Yo lo sé todo acerca de
ti, querida. Incluso sé mucho antes que tú los pensamientos que aún no han
cruzado tu mente, ya he sabido leerlos en el mismo momento que salieron
disparados del lugar secreto y recóndito donde se fraguan: jus primae noctis, esa cualidad y derecho de tu señor, Paulita, un
privilegio anticipatorio, un derecho de pernada confesional que me permite
adelantarme a tus desmanes e infidelidades y curarme en salud perpetrando
grande pecado a plena conciencia y en toda blasfemia a modo de venganza
aventajada, mi princesa, mi castellana. Quid
pro quo: don Friolera te cede
gustosamente sus cuernos, que en esta vida cuernos y dones, haylos a montones.
Mi desconfianza en ti,
querida, no reposa más en tus maldades como en tus bondades o momentos de
debilidad. Es entonces cuando siento de verdad el filo del cuchillo que tienes
en la mano sobre mi garganta.
Por lo demás: de la mañana
a la noche y a otro día: del cortisol a la melatonina.
Karl May se disfrazaba una
y mil veces para cometer sus timos y fechorías. Después se hizo escritor. No le
quedaba otra. Fue la manera de librarse de una vez de la cárcel. El mejor
disfraz que pudo inventarse.
Escritor… ¡Qué risa! Sólo
crean palabras; otros hay que crean pensamientos., y otros imágenes, y los más
a sí mismos.
Pero lo principal de un
buen oportunista son las galas con las que atavía una soledad planetaria y unas
maquinaciones de egoísmo superlativo. Nadie descubre al mono que se oculta
debajo a pesar del refrán majadero.
La dieta cotidiana del
motero Hopper también escondía su miga, despistaba a cualquiera, cabalgando por
la 66, en las películas o en el mismo corazón de Manhattan:
2 litros de ron, 15 litros
de Coca-cola, 28 cervezas, 3 gramos de coca.
De estirpe contrastada y
sangre de plomo el tipo. Duró, Charlie, ya lo creo que duró, como si tal cosa
soportando semejante régimen: murió bien pasados los setenta.
Un cretino (pero aquel
actor extravagante y extraña mirada de solitario no lo era) con la panza llena
es algo muy lamentable, patético. Dedica su tiempo, pues no tiene nada mejor
que hacer hasta el próximo condumio, a perpetrar cretinadas, a convertir el
mundo en un lugar ridículo con sus actos y propuestas botarates.
Esta es la historia de un
hombre que poco a poco fue construyendo su propio ataúd con las sobras y
desperdicios de lo que comía...
(Comienzo de cuento de un Boceto adolescente... que se apresuró a
quemar inmediatamente. No quedó rastro de inicio tan chocante; cenizas fue.
Y usted ¿cómo repite punto
por punto lo escrito si su autor lo quemó a renglón seguido? ¿cómo pudo leerlo?
¡Aquella sarta de sandeces de niñato pedantesco desapareció bajo las llamas
justicieras!
Licencias de narrador
omnipotente. Usted no sabe cómo nos las gastamos los escribidores
decimonónicos: sobrevolamos péndola en mano por encima del bien y el mal
terrenales. Piense en Balzac, en Galdós, en
Tolstoi, en Dickens, en don Vicente Blasco Ibáñez.)
¡Ay señor Francisco de
Quevedo, si usted viera!
¿Cómo es posible que la
salvación de un hombre consista en no beber y no follar como un animal? Sólo
las bestias amansadas por el hartazgo y las mil y una cópula son inocentes en
su deambular terrestre. ¡Qué saben ellas! La naturaleza tiene sus propias
leyes. ¡Son inocentes de pecados que no existen!
El leve olor de la cerveza
y el whisky bastan para, en su ataúd, resucitar, incorporar y hacerle levantar
la cabeza como un polluelo a un tipo decente, pacífico y razonablemente
bebedor acompañado del compadre Joyce.
¿Joyce?Ese irlandés
prófugo siempre quiso ser Tolstoi.
¿Tolstoi? Bendita su estampa.
Ah, gran santurrón, qué rarón.
Líneas arriba: … se convirtió en un matorral.
¿Raro?
De hierbas tenía los ojos,
y su alma había concluido en pedruscos morales, pensamientos volátiles como las
hojas.
Lo acuerdo contigo, la
pluma en la mano lo desterraba de la verdadera tierra, del aire del bosque, del
agua de los ríos bajando laderas abajo hasta los lagos de la llanura o el mar
que acaricia el horizonte.
Acuerda asimismo que
planta era su barba y su cabeza parecía un árbol. Todo él era el tronco de algo
muy raro en la naturaleza, que ya de por sí abunda en muestrarios de rarezas.
Tíldalo de loco. Mátalo
viejo y acabado, vencido del todo, exhausto y con el cerebro vacío en una
estación de ferrocarrile de velocidad agónica, de raíles nocturnos y lentísimos
donde hasta las ruedas silencian con sigilo su naturaleza metálica.
Abrid la ventana, dejadme
ver la nieve blanca y silenciosa, la noche eterna. Entró en la humilde penumbra
de la estancia el frío de la muerte.
Adiós, adiós.
Y llevaba la mirada
moribunda por donde la carcomida ventana
de gruesa madera vieja y quemada por el frío dejaba asomar la cara de los monstruos: la esposa, los hijos, los
recuerdos.
Cada cual elige la
profesión que ha de matarlo.
A ese ruso no le mató la pluma, le mató su orgullo.
Tenía alma de siervo y
carácter de dueño y mandón de esclavos.
El dios aquél nos puso el
culo al aire y la azada en la mano: a escardar cebollinos, gana el pan con el
sudor y el esfuerzo de tu carne. A cambio prueba hembra cada noche, y tú,
hembra, gástate varón.
¿Te gusta tu trabajo?
No.
Entonces ¿por qué lo
haces?
Es la única manera de
ganar dinero aquí.
Tienes cara de portero de
fincas urbanas.
Es curioso, es el primero
que lo ha adivinado sin conocerme. En efecto, escudriño vidas, espío vicios y
descubro manías, huelo sus basuras, escarbo y encuentro entre las mondas de
naranja y manzanas su arruinada ropa interior, cavilo sobre los restos de su
sobria, guarra o criminal domesticidad, los secretos del camastro, la poquedad
de la faltriquera. Si yo le contara. La de cosas que han visto estos ojos.
¿Quién lo impide? Cuente,
cuente.
Como aquel personaje de
Valle, tengo miedo de ser el diablo. ¿Quién está seguro de no serlo?
¿Quién no tiene un período
oscuro en su pasado del que apenas recuerda algo o se obstina por olvidar? ¿Qué
no lo tendré yo mismo? Algo habrá allí detrás, en el pasado, cualquiera sabe,
estaría por ahí matando gente con un hacha, un entrañable recuerdo de familia
del que me apropié. Mi abuelo era leñador.
Y dime ¿además de hablarme
de Celan, vas a contarme algo de importancia?
Sí. Hace frío más hacia el
norte.
Víctimas lo somos todos.
Victimarios, los menos, pero los más poderosos.
1994, todavía:
En la antigua casa
paterna, donde el olor a los libros y el
polvo posado en los lienzos y los marcos de los cuadros colgados en las paredes
configuran sensorialmente el escenario poderoso de lo ido, de todo aquello que
retorna caprichosamente y se instala en la mente.
En tarde lluviosa, extraña
por eterna, he permanecido contemplando durante un largo rato El Tiempo, la acuarela sobre gasa y yeso
de Klee.
En la pletina del antiguo
casete, Haydn: ahí, sonaba oculto, como los muertos, pero eterno como tú,
padre: sonaba una de las de Londres, en ese preciso momento que mantengo los
ojos abiertos sobre El Tiempo, cuando
irrumpen en la memoria encaramados en las corcheas, traviesas y divertidas,
vuestras figuras bufonescas de músico burlador y oyente, el segundo movimiento,
las variaciones en do menor.
En el aire estancado de la
tarde mortecina, toda la espesura del recuerdo y su urdimbre maléfica
sobrevolaba las paredes de mi cerebro, rebotaba de las tallas del techo a la
alfombra de intrincados arabescos: está ahí aquel tiempo, delante de tus
narices, un poco embrollado, saltarín, pero ahí, inasible porque no es ahora,
cruel porque fue cuando entonces.
En el tuétano de la vida
que es el tiempo… invisible, sustancial, sólo en el deterioro y el final de las
cosas se hace presente su huella tosca o sutil.
¿Un sueño absurdo? Soñé
que dormía.
En una introducción a Paul
Celan:
Había en los campos de exterminio madres alemanas especializadas en
estrangular niños y bebés judíos. Mientras lo hacían, sentadas en sillas bajas,
como si estuvieran pelando patatas, hablaban ellas de sus cosas, de sus
preocupaciones domésticas. Del futuro.
En unos versos de Paul
Celan:
No te extingas
del todo –como otros hicieron
antes que tú, antes que yo.
…………………………………….
… así como una segunda
poderosa felicidad.
En esta tarde, padre, yo
perdono tu muerte, y de nada me culpo a mí mismo. Yo no pido perdón
absolutamente por nada de lo que a mí concierne. Ni heridas ni cuchillos ni
gases flanquean mis excursiones nocturnas y mis brumosas obligaciones diurnas.
Yo soy capaz de hablar la lengua de los asesinos y la palabra implorante de las
víctimas. Yo nací absuelto de todos mis pecados, que a nada me condenan por
nada serme ajeno todo lo humano. Todo está bien. No. Nada está bien, pero es:
Sale Paul.
En esta tarde todo
discurre a la velocidad de la lágrima, y es una melancolía imprevista.
En esta tarde millones de
descerebrados del futuro se burlan del pasado más siniestro de la humanidad y,
permitidme la licencia, pues soy el narrador omnipotente que para atrás o para
adelante se desliza, se hacen cientos de miles de selfis sonrientes y felices
al lado de los hornos de Auschwitz, ante las ruinas de edificios venidos abajo
en un terromoto en Nepal que causó la muerte de 10.000 personas, se
inmortalizan (¡imbéciles con fecha de caducidad!) frente a las costas de
Indonesia después de un tsunami que ahogó a miles de sus habitantes, sonríen
muy ufanos en el mismo Chernobyl donde cientos de personas se desollaron vivas
hasta morir en carne viva tratando de sofocar el desastre nuclear, o se
retratan patéticos junto a los restos de un avión recién estrellado, con
pedazos de cadáveres no demasiado lejos del suceso. ¿Mirarían esas fotos más
tarde, en horas de invencible aburrimiento? ¿Qué hacemos ahora? ¿Una partidita
de póker? ¿Dos episodios seguidos de Juego
de tronos? Tate, tate, tengo algo mucho mejor. Y he aquí que el siniestro
fotógrafo agrupa a esos futuros muertos anónimos que le acompañan (aunque
todavía moviendo el culo turista de un lado a otro del mundo merced a sus
pensiones y a que el tumor maligno aún no ha hecho su aparición) en torno al smart, última cacharrería de Apple,
pantalla de siete pulgadas, 15 píxeles de definición… Mirad, mirad, de la rama
de este olivo ahorcóse el traidor, en estos campos amarillos se pegó el tiro en
el costado el holandés, esta es la bolsa de plástico con la que el poeta se
asfixió, este el edificio donde la otra metió la cabeza en el horno…
En esta tarde, padre, todo
va bien.
En esta tarde, padre, todo
va mal.
¡Ay señor don Francisco de
Quevedo, si usted viera!
Es el mundo que así te ha
hecho. Antinómico. Todo lo es en vuestro universo. Blanco y negro a la vez.
Ríete del gris. Te lo digo yo, mierdecilla, que reino en la oscuridad del
Hades. Una negritud de veras. Negro de negro.
En realidad, padre, podría
ser un poco más feliz, pero eso me supondría un esfuerzo en uno u otro sentido,
así que prefiero seguir como estoy, algo tristón, como sin ganas: sólo
ambulante.
De la saga te vienen tus
buenas andanzas y regalías, que no de tus merecimientos. Sé consecuente con tu
especie degradada. Dignifica el blasón incrustado en las espaldas, produce un
hijo y muérete. Otros no pueden ocultar que uno de sus abuelos hacía cola a la
puerta de los cuarteles y los conventos esperando las sobras del rancho o la
sopa boba o que una de sus abuelas zurzía calcetines ajenos, y ahí los tienes,
pudientes y arrogantes, pues creen que mean colonia y cagan perlas.
¿No será el país, que me
hace mal?
¿Pues que de malo tiene
éste que no lo tengan los demás? ¿O es que piensas que salivan de continuo
ambrosía entre grandes y nobles gestas? Al cabo, ningún país es otra cosa que
un pedazo de tierra sembrado de cadáveres y gentes condenadas a serlo cuando
menos se lo esperan.
Es ingrata la península,
esta excrecencia, estas españas entre el mar y la tierra y no sabiendo nunca lo
que es y no sabiendo nunca a qué atenerse desde siempre y por ello, qué
chocante, qué despropósito, pero dando milagrosamente pie con bola: la mejor
novela del mundo se concibe y comienza a escribirse en una cárcel; el mejor
poema de todos los tiempos se compone a escondidas en una letrina, y la más
elaborada y genial pintura de las que abren un jirón a la realidad duplicándola
como si tal cosa, propiciada a instancia de uno de sus reyes austríacos más
insulso y vago pero más camastrón y follador, la custodia uno de sus museos.
En esta tarde… yo no sé.
¡Ay señor Francisco de
Quevedo, si usted viera!
En esta tarde cuando
inopinadamente el pensamiento se mece no en el abismo, ojalá, donde la caída se
detiene, sino en el vacío cuyo final nunca se vislumbra porque no existe, yo no
sé.
Padre, ¿me has creado tú o
me he inventado yo?
¿Cómo se llega a ser lo
que se es?
Negándose.
Me hubiera gustado nacer
en China. En la China de Fu. Vivir de nuevo en la Calle de los Silleros. Ser un
avispado aprendiz de calderero. Ser el perrito feliz de mi amo Tang.
Al final se conformaría,
ya de adulto derrengado, como el otro que quería ser poema, en ser un simple
personaje de algunas de las novelas de madame Elizabeth Foreman Lewis:
zascandil, juvenil, gentil.
Por lo menos, no salir
nunca de entre las páginas hechiceras de horrible papel grueso, tosco y
amarillento de aquel libro de tapas duras, rojas como los labios de un niño,
libros que resistían cualquier terrorismo perpetrado por manos infantes.
No de aquel libro, en realidad de todos los libros juveniles que le
zarandeaban de un lado a otro del mundo.
Pero, ay, se convirtió
demasiado pronto en Julien Sorel. Jamás sanó de aquella dudosa transformación.
Más le valiera humildad y
menos ambición, o, al menos, haberse aliviado de aquel sentido audaz, incluso
trágico, de la existencia:
Esta mañana he estado en
un parque. Un parque pequeño, gracioso y recoleto, próximo a un Corte Inglés de
cinco plantas con todo lo necesario para matar la mañanita también. El parque
era un lugar concurrido en especial por viudas de futuro bien saneado paseando
la mascota envalentonada, damas de merienda a media tarde con tartitas de nata
y café tocadito de anís, señoras sin beligerancias ni adherencias domésticas
indeseables, especialmente hijos treintañeros que mantener. En fin, señoras
maduras y de posibles sin larvas a su alrededor o bajo sus alas. A uno le
entraban ganas de interpelarlas con educación pero sin pudor:
Señora ¿por qué en vez de
pasear al perro no me pasea a mí? Aunque
joven y pobre, y no mal parecido al decir unánime, poseo una conversación
inteligente y amena, carezco de ambiciones vulgares y respecto a los aspectos
más interesantes de las relaciones sentimentales, aquellan acaecidas en el
lecho, no sólo salgo bien librado, sino que en la mayor parte de las veces
hasta nota alcanzo.
No pocas sorpresas
existenciales y nuevos destinos deparan los parques y alguna de sus
continuidades.
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