lunes, 6 de junio de 2011

Una academia (57-F.)

Arropados por la noche oscura y tibia se acarician sin verse: dos cuerpos desnudos en un ejercicio de amor sin ojos, con el arte de las manos y los labios que arden. Buscaba y tanteaba su sexo, se enredaba entre sus piernas y la hierba: una herida nocturna, mágica y de agua, una creación abierta entre los mil olores del mundo. Todo oscuro. Sin colores. Y el aire quieto. Un mar de manchas negras como el abrigo más cuerdo y vigilante del amor.
Ha alcanzado la misma médula de su sexo, de la sangre de su vida, de su carne y de sus huesos, de su saber. De la figura adivinada y conseguida. Ya puede huir.
Pensó que todo había concluido. Se iría de aquellos lugares de figuración y quimeras sin verla jamás a ella. O tal vez la había visto como nunca antes pensó que se podían ver las cosas.
Nunca creyó de veras que volvería a subir a la sierra, al día y la noche de Silvia Jara. Nunca pensó en volver. (Bah, él, que iba a morir al cabo de los años y el tiempo allá arriba, en El Siglo...)
“No puede uno vivir de la ficción en el futuro.”
Está bien. Y ¿ahora qué? ¿Qué se espera en realidad en el tiempo…?
De súbito, una gran llama se agita, se eleva de los rescoldos, las brasas se ponen al rojo vivo. Enrojece el aire la hoguera. Casi se sobresalta.
Se había adormilado.
Nota intensamente el plácido abrazo del calor del fuego, aparta los ojos del hogar. Beyle tiene los ojos abiertos. Todos los viejos tienen los ojos abiertos. ¡Qué asamblea de sombras! Hablan en voz baja, con frases entrecortadas pero decididos. Se diría que ha sido él quien dormía desde hacía horas y horas, años tal vez. Se siente aturdido al comprender que la noche no ha avanzado, que se prolonga la velada. No sale de su asombro. Se aviva más el fuego. Hablan ahora muy animados los viejos. Piensa en las palabras… Imagina el dibujo de las palabras. Todas, cada una de ellas lo tiene... Y su sonido es la imagen, su...
Avanza el otoño hasta el invierno, la primavera y el verano de la agonía de Beyle, al que ya no reconfortará más el aire leve, embriagador y amarillo de otro otoño.
Y allí está él:“No volveré al lugar de Silvia Jara”, se dice esa noche, en ese sitio de recinto sosegado, la noche detenida y los viejos despiertos, hurtándose a la muerte, moviendo los labios y los ojos, dibujando ademanes con las manos, las voces como aliento. Siente su cuerpo hueco, una oquedad revestida de dibujo malo, consumido de bosquejos. “¿Seré un manchón?”. El rumor del habla de los viejos parece una cosa muy lejana, y muy suave y acariciadora, como la lluvia fina de primavera. El intenso color del fuego es una luz. Está el sol ahí.
“No volveré a la sierra”, se dice. “Haré que no exista Silvia Jara. Ni siquiera la he visto.”
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Y deja Beyle el invierno y agoniza en un silencio imperturbable, hermético como la roca, natural como el agua, sabio como el árbol.
Es un cálido día de julio. Amaneció pobre de luz la mañana, con el cielo gris a ras de las cosas. Enterraron al viejo con un manto de tierra feraz, olorosa y húmeda.
Brell, antes del anochecer de ese día, se dirige a las montañas tan próximas en busca de la figura de niebla que yace en su memoria. En busca de Silvia Jara para siempre.
No vuelve la vista atrás ni un solo instante.
Se adentra entre los árboles y desaparece.
Instantáneamente: ni siquiera se oyen sus pasos sobre el follaje y el suelo mojado.
Imaginemos que.
Llueve, pero es una lluvia nueva. Como de adviento.