Y, ahora,
¿qué? Libros, escondámonos en los libros. Cierra esa puerta de la vida, no
dejes entrar el aire, apaga el sol, corre cortinas, junta postigos, calla. Que
te baste con pasar un buen rato con MAD entre las manos, y las semanas vuelan.
Renglones
rectilíneos. Se precisan para la catarsis, como el desorden precisa de su
bullicio para fulminarse en la corrección.
Pollock y
Kerouac son los basurales. El referente.
Una borrachera de misticismo.
De ellos
(y la caterva de los sucedáneos) nace el geometrismo de después. La línea
recta.
La bestia
vuelve a comerse la cola.
El caos,
de nuevo, estaba a la vuelta de la esquina. Pavor y diagonal.
Sólo hay tres formas de acabar en la década de los
sesenta: 1/. muerto y silenciado; 2/. como una bola de sebo alimentada de
alcohol; 3/. con la chequera de la abultada cuenta corriente a cubierto en el
bolsillo interior de la americana.
¿Qué tal
esas tres formas en una (una y trina):
muerto como una bola de sebo y alcohol y con billetes de banco en la
faltriquera?
Neal Cassady:
muere bajo la lluvia del desierto de México, domingo, 4 de febrero de 1968.
El tipo
que sabía vivir y no sabía escribir. El Rey del Saco de Dormir que murió sin
dejar de andar siguiendo el trazado de una línea férrea hasta que se desplomó
extenuado sobre la tierra mojada.
En fin.
Hay tipos que guardan sus poemas impublicables en las cajas de cartón vacías
del detergente Ajax.
(De vuelta
de las inmediaciones del Volcán, chamuscado y con el engranaje rechinando:
“Dejó de escribir porque la mitad de lo que tenía que decir era insoportable y
la otra mitad inexplicable.”)
(Hinchado
de metedrina, delante del espejo nítido, azogue implacable y veraz hasta el
asombro: “No soy yo, no soy yo, no soy yo, no soy yo…” Para ti la perra gorda.)
Otra vez a
empezar. Toda mitología es un andar y desandar: dioses, hombres, dioses,
hombres, dioses… ¿Quién crea a quién?
El arte,
que es el mismo siempre, necesita de los antojos: eso le hace caminar inherente
a la evolución del ser humano.
Hesse:
¿qué clase de religión has puesto en todo ello? El miedo y el absurdo. La
armonía, lo rectilíneo, es para los débiles, la falsilla de la existencia. “No
juego a ser Dios”, le confiesa. Ninguno de
ellos (Rothko y compañía) jugaba a
serlo, estaban demasiados ocupados en procurarse alimentos. Todos, hasta el más
reacio, atrabiliario e intransigente de los irascibles,
trabajaban para una agencia federal en
el proyecto TRAP, una idea caritativa de la época de la depresión para no dejar
morir de hambre a decenas de pintamonas sin un centavo. ¿Qué religión hay aquí?
¿acaso pintar se ha convertido en una liturgia, en una necesidad, en un
trapicheo? ¿En una maldita limosna…?
Atento al
buzón de los miércoles.
Curso por
correspondencia.
Religión
por correspondencia: conviértase en fraile, hable con Dios de tú a tú (de
hombre a hombre, como quien dice).
Sea usted
Van Gogh.
Un caballete, un maletín con los trebejos (acepción
añadida: juguetes, vid. Diccionario
de la Lengua Española, RAE, vigésima primera edición). Ya está usted en
Arles.
Sólo tiene
que creérselo, amigo. La vida es demasiado corta para que le desenmascaren
antes de tiempo, y, créame, después de muerto la cebada al rabo.
Dígase a
los ojos delante del espejo (ahora amigo fiel): “Soy un genio.” Puede
escenificar incluso. Agarre unos pinceles de pelo de marta, meta el dedo gordo
de la mano en el agujero de la paleta churreteada de goterones, sostenga con
los labios la fina espátula para los celajes sutiles y cosas semejantes, vuelva
a mirarse en el espejo...
Mejor,
mucho mejor. “Soy un genio”, se dirá convencidísimo.
Y, a
partir de este momento, con su maravillosa estilográfica Montblanc (125 dólares
de 1969), escriba muy reflexivamente esa frase 666 veces en su cuaderno de
tapas de hule negro y páginas cuadriculadas amarillas. Y…
A rodar.
Hay orden
y forma o no-orden y no-forma, pero lo ceremonial como norma, lo ritual
solemne, es lo más ridículo que pueda pensarse del acto creativo, siempre una
fiesta improvisada aunque a veces las cosas no funcionen como es debido y
sobrevengan las dudas como un vendaval.
Te diré
algo: cuando quise darme cuenta donde estaba, ya me hallaba muy lejos de lo que
preví en un principio. Entonces analicé lo que estaba haciendo. Era bueno, eran
unas buenas obras las que conseguía realizar, y me sentí bien. Trabajaba
realmente bien en esa época. Me sentía a gusto con los materiales, y los
procedimientos, los títulos me salían solos. Todo funcionaba. Así eran entonces
las cosas. Sería a principios del 67, a poco de regresar de Europa.
Hesse,
1970. Reina de las teorías: “Preveo un futuro lleno de malentendidos.”
Sin embargo, hay que hablar... de arte. Pero ese parloteo
es un monólogo en una larga noche. Se dispone a escuchar. Etcétera. Ahora,
antes de que amanezcan las jarcias de la nave de Delos, la conciencia escindida
de ella, entre el deseo de salvación y la clausura de la muerte, entre dos
sueños: la cicuta, el arte.
Si existe
una infalibilidad que supere a todos los albures de la existencia es que más
tarde o más temprano nos alcanza el infortunio. Es de una certeza matemática.
No así la bondad o la dádiva, la fortuna inesperada o merecida, que suele
brillar por su ausencia en la mayor parte de las vidas de las que he sido
testigo.
(Le miente
a ella.)
Los
espejos negros enmarcaban la entrada a los comercios del casco antiguo. De
pequeño, en la ciudad levítica, se contemplaba reflejado en ellos, antiguas
bodegas, ferreterías, tiendas de confección, almacenes de muebles económicos,
oscuras covachuelas de lacónicos
artesanos ceñudos y hoscos, sólo supervivientes…
(Sigue
mintiéndola: ansía esa cópula entre las dos biografías, un entrelazamiento
genésico y primordial.)
Seagram
(adentro, la desnudez: se quedó sin los murales). (Algo quedó en el recinto de
aquella religión: “El hombre aquel estuvo aquí, sabe.”
Afuera, el
mármol negro, toda una cultura europea y latina que se yergue a lo alto en esta
tierra de mezclas, toda una mixtura que parece que va a resquebrajarse de un
momento a otro.
Se mete en
un chino. Se trata de llenar la panza. No descubre a tiempo que el establecimiento
no dispone de liquor license. Engulle
los rollitos de primavera y la ternera con bambú y setas a palo seco.
Hambriento,
de mal humor (y además sin afeitar desde hace cuatro días), la puta agua, los
zumos coloreados infantiles, la jodida sonrisa asiática, la penumbra
polvorienta…
¿Será el
fin?
Más que un
decorado… Es el escenario y su trasiego paradójicamente lo que termina
ocultando los muchos Five Points no tan difíciles de hallar si uno
traspasa los forillos.
Los
hechos…
La obra…
En el escenario de la gran ciudad. Ventanas como ojos,
aceras como arterias, tubos como venas, puertas como los agujeros del cuerpo,
pasarelas, túneles, espejos, estructuras-óseas, el pulso y la pulsión, he aquí
el escaparate del hombre de las multitudes. Transmuta las formas, los rancios o
vivos colores naturales del propio material, la transparencia del vidrio, la
solidez del acero, la barra de hierro y el alambre, la súbita vulnerabilidad de
la soga que cae, se tambalea, en nada se afirma hasta que no cae al suelo,
colgada la soga es algo, una forma. La artista cuelga las cosas, la soga: sin
ahorcamiento, es el vacío. Ciudad: miles
de seres desconocidos: todos son el mismo, la misma, son como sombras, tan
mecánicos como los automóviles a un metro de tu piel sucia del polvo y el vaho
urbanos, tan ingratos y odiosos en su anonimato hostil, son sólo cuerpos. Si
andas por las calles de Nueva York será difícil que tus ojos se crucen con
otros ojos. Y si ello sucede, no te verán. Están como muertos, papila
cancerosa. Eres lo contrario de lo que aparece en las pantallas de los
televisores. Eres irreal, inexistente por desconocido, un muñeco andante, no
eres ese personaje en plano americano de 625 líneas. Al final, sientes más
ternura por un semáforo que por el tipo-nadie que a dos centímetros de tu lado
aguarda para cruzar la calzada. En la ciudad de las muchedumbres, de los
milagros y de la fortuna hay tiendas y teatros, bibliotecas donde leer, sitios
donde comer y tomar una copa, luces donde deslumbrarte, música para embelesarte,
parques donde morir despacio en el atardecer, hoteles donde esconderse, sueños
donde inventarse de nuevo, y dormir, dormir aun en el fragor que nunca cesa en
la ciudad de veinte millones de seres, y hay una carretera delante de ti por
donde puedes huir siempre en círculo y hay también un aeropuerto no demasiado
lejos donde te espera, si hay suerte, el viaje a ti mismo, al origen…
Hesse
camino del psiquiatra, el matrimonio roto, el padre muerto.
Esta
ciudad…
Tumbada
está muerta, y habla. Cuenta mentiras; incluso diciendo la verdad, sólo son
palabras, ocurrencias y sentimientos instantáneos que elucubran en torno a la
campana de cristal del pensamiento. Antes, Nueva
York, años cincuenta.