domingo, 15 de mayo de 2022

57

El espeso color de la tarde de primavera embriagaba los sentidos más que los olores, era el aroma de una imagen crepuscular, antigua.

Un atardecer infantil, con el seso bien despierto, ambicioso de sensualidad: lo quiero todo.

En un sitio así es donde una querría vivir después de los horrores de mi estudio con su pestilencia a fármacos y agua podrida.

“Déjenme entrar o les mato ahora mismo.”

Crees que conoces a “todo el mundo en Nueva York”. Y sólo conoces a un puñado de gente tan extraña como tú para el resto (que son todos) de la gente de Nueva York. Una agenda todo lo abultada que quieras… pero de seres de papel. Nos sentimos rodeados de una multitud de amigos, y en realidad son nombres únicamente, un teléfono y, en el mejor de los casos, una dirección (casi siempre falsa) a la que puedes acercarte para tomar una copa si es que posees la suficiente educación para haberlo anunciado previamente.

De hecho ahora que lo pienso, en Nueva York está bien visto que hagas lo que quieras siempre que avises con antelación. Presentarte en una casa siendo casi una completa desconocida, incluso arrojarte al vacío desde la terraza del Empire, casarte, decidir ser una artista o cambiar de dieta son cosas perfectamente tolerables en tanto sean previsibles y, por así decirlo, no salpiquen a nadie que no quiera ser manchado a causa de tu decisión. En resumen, no hay por qué perder los modales. Y, por supuesto, no silenciar de ningún modo “el legítimo deseo de ganar un millón de dólares antes de los treinta”, seas bailarina del Lincoln Center o barrendero temporal en Central Park, suicida, gorda o borracho. Lo que cuenta de veras es lo que quieres, matarte o convertirte en millonario (tu deseo es sagrado y los demás, bien avisados, no deben andar en competencia ni extrañeza con ello.)

Les sorprendería saber que la mayor influencia en mi obra, al margen de la cuota estipulada de antemano para no parecer una marciana, procede de Darwin.

¿Cómo es eso?

…Ese sentido darwiniano que aumenta su desconcierto al pensar que nada ha sido creado en función de la belleza o el deleite. La naturaleza no entiende de estética.

El resultado de algo bello en la naturaleza bien pudiera haber sido simplemente una casualidad, y nada prueba una selección natural en ello. Antes de la aparición del ser humano ya existían animales de aspecto fascinante y construcciones “bellas” que no fueron creados “para la contemplación, el goce o el éxtasis de un espectador inteligente y racional”.

¿La belleza en la naturaleza…? Cuestión de simetría, de una obligada evolución.

El mejor antídoto contra la fantasía es leer por la noche un libro de mitología (te lo crees todo), después de un día aburrido o fructífero de trabajo. Sus efectos terapéuticos son innegables.

Decidir que el lenguaje (cualquiera de ellos) es una parte más de nuestro organismo y, por tanto, sujeto a enfermedades, depresiones, humores…

Sontag: “Nunca vi a los hippies.” Ella, a lo suyo, sin espejismos.

También yo estaba ocupada en mis cosas.

Es inquietante descubrir cómo se invisibiliza en torno a ti todo aquello “que no ha de servirte”. Pero la misma Susan Sontag afirma que ése precisamente es el camino para un intelectual o un artista con una visión propia “de las cosas y los sucesos”. Una cuestión de perspectiva.

Libre de adoses innecesarios, contempla en el espejo la cabellera negra-azulada-castaña a lo Ada derramada sobre los hombros.

Abril.1970.

Lower East Side.

La 10 con la avenida C.: de un viejo edificio de apartamentos sale un tipo bajo, de cabeza redonda, pelona, ataviado con una gruesa chaqueta de cuero, una mirada homicida: Jean Genet, que revoluciona USA, y anda en tratos con los Panteras Negras.

(La sueña, la imagina, la espera…: Bowery 134 no anda lejos de Whasington Square South: delante de la Judson Memorial Church, esa iglesia donde se desfloraban niñas vírgenes y las vidrieras mostraban, encarnadas en ángeles, el rostro de las amantes de sus constructores.)

Hay tantas cosas hermosas en el mundo, y tan opuestas entre ellas, que es difícil atinar con un significado ecuménico que tenga validez para todas.

Ha fingido no verle (está en su peor momento, sin blanca) pero el otro le detiene agarrándole del brazo: ¡Eh…!

-¿Qué haces?

-Me mantengo.

La ropa barata, gastada, los zapatos deslucidos.

-¿De veras?

-Sí… Escribo críticas de arte. Siete pavos cada una.

(Parapetado en Queens, se acerca a Forest Hills, da largos paseos silenciosos por calles arboladas de olmos y arces, rumia, rumia.)

-Entonces… ¿todo va bien?

-Claro, no te jode…

La voz débil, nada convincente.

-Todo va bien, entonces.

-Sí, mejor sería pecado…

Ambos reanudan su camino a algún lugar.

Imagina.

Otra vez lo sorprendió de noche andando por lo peorcito, de Doyers a Bowery, cogido de la mano de alguno de sus fantasmas, comiendo un rectángulo de pizza siciliana como si fuese su última cena previa al lloriqueo desesperado antes del amanecer, cuando abrir los ojos es darte una puñalada en el corazón.

Y otro día, en el andén semioscuro de una de las estaciones de Canal, lo vio subir a la 4 en dirección al Bronx (1968): ¡Estás loco!

Prefiero mil veces el Bronx que Hell’s Kitchen (donde el poeta latino acaba, vencida la tarde, buscando un agujero para pasar la noche y recomponerse sin maltratar demasiado la americana que viste todos los días del año).

(Aquel día, en busca de Poe…)

Esculpía atmósferas, la bruma más liviana, transparente y feble que pudiera imaginarse, pero bruma, una niebla traslúcida que acrecienta el desasosiego.

¿Qué serías en manos de Balthus, pequeña Eva Hesse?

Valiéndose del arte y la rara poética de su imaginario (tan delator), una excusa perfecta para explorar La Gran Pequeña Vagina (¡descastado aristócrata pintor de interiores!).

Pero… de nuevo soy Tiresias. Cualquiera de sus dos versiones. Una especie de… ello. Y no soy yo quien impone los tiempos ni los plazos. He aquí, pues, que hasta la piedra intacta e inmóvil tiene vida propia. Qué importan vulva o testículos.

Protuberancias, agujeros “sólidos”, colgajos.

De la A a la B por la calle 6. Todas las escaleras de incendios que trepan por los viejos edificios de apartamentos de fachadas color tierra y barro son un motivo para construir “esa escalera al cielo negro” en la que tanto pienso estos días.

El espacio es la página en blanco.

“No es normal”, certifica. “Y los trastos que componen el conjunto…”,  se queja sacudiendo la cabeza de un lado a otro. (Está a punto de taparse la nariz.)

Formas de vida, formas especulativas, formas inventadas. En definitiva, otras formas.

Puedo visualizarlas, y hasta entender otra organización de su imagen. Cualquier existencia, animada o inanimada, es posible. ¿Por qué habría de parecerse a mí un ser de otro planeta a millones de años luz en torno a una estrella amarilla, de mediana edad y no llamada sol? El ADN de muchos animales terrestres es idéntico al mío en más de un setenta por cien. Una rata, por (asqueroso) ejemplo, surge de los mismos elementos básicos que propiciaron una evolución que se encadena hasta mí misma: metano, agua, hidrógeno, amoníaco… Y está compuesta, así, por las buenas, de las mismas moléculas que yo en gran medida. Tan sólo una combinación azarosa y misteriosa (de momento) la distingue de mí completamente. Toda forma es una reacción química, y no es patrón de nada en el terreno especulativo. Y el arte… ¡es una especulación de todo lo representable! Es divertido (y también espeluznante) pensar que otra vida inteligente extraterrestre, aun compartiendo el noventa por cien de nuestro ADN y estar basada en el carbono, sea en absoluto distinta a nosotros, tan disímil como una ardilla o una lombriz a un ser humano.

Derrumbad los ídolos, las formas y los cánones.

Su desconfianza se tornaba perplejidad (teñida con un poquito de asco): “Tú”, añadí, “no eres la forma exclusiva, no eres el patrón del universo.”

Y me mofaba hacia adentro: “Incluso tú y yo somos construcciones diferentes… ¡aún siendo de la misma tribu y con las mismas plumas!”

Y pensaba que en todas partes existen los dioses creadores con sus caprichos formales, con sus arbitrios peculiares, con su desfachatez cósmica de permitir el mal.

Recalcarlo. La cualidad de “no utilitario” de mi obra: ni siquiera pretender lo bello (¡qué horror!).

Respecto a B.

Una falsa artista:

Entendí en seguida el tejemaneje, casi de niña supe el “verdadero valor” de esa clase de personas: ella es la obra de arte. Cientos de vestidos y zapatos desde su adolescencia hasta ahora, maquillajes de un cromatismo infinito, velos y tocados innúmeros, mise au point

Enredos.

Entra en Call, en Cornelia tocando con la Sexta, un barucho con las paredes cubiertas de pósters de los artistas pop que estarán de moda un par de semanas a lo sumo, mirando a todas partes menos a mí (quien es realmente el destino elegido para exhibir su apariencia de hoy), con el bolso (amarillo limón) en bandolera y un par de revistas (de arte, con las portadas bien visibles) en la mano.

Últimas Noticias: su cabello teñido de un brillante negro-cuervo, un peinado a lo absolutamente garçonnière, al modo de la Brooks medieval en su papel de Lulú.

“Expondré en marzo”, amenaza. Cuando inquiero algunos detalles se limita a sonreír sin despegar los labios y se apagan sus inmensos ojos azules. Fin del tráiler, querida... ¡Pero no hubo película!

Se expondrá… ¿por qué?

No es una artista. No puede serlo una exhibicionista. Aunque salga de Yale con un título bajo el brazo escrito en letrería gótica sobre el fondo dorado de un papel que simula la antigüedad del tiempo. Y está su animosidad hacia los demás artistas, una belicosidad que hasta se alimentaría de sangre si pudiera. Eso la delata. Si al menos se percibiera en ella indiferencia al trabajo de los demás, ¡pero agresividad…!

Luego, lo cronológico, la historia mal contada, las adiciones inevitables, las omisiones necesarias… Lo apócrifo nace de una reconstrucción imposible de lo biográfico: hay que llenar huecos en ese tiempo particular (tan indiferente al tiempo objetivo).

Y con los años será una artista conocida. ¿Valiosa…? Sin duda: centenares de satinados y gruesos catálogos pagados por instituciones oficiales y  la estudiada pose fotográfica de la contraportada, toda una escenografía pueril a lo largo de los años, intentan que así sea.

Una lista de todos ellos (todavía me paso la vida haciendo listas, como cuando niña)… Cada uno con un rasgo sobresaliente, un secreto que ocultar, la ambición a la que se aferran sin querer reconocerlo. Antes se matarían. ¿Servirían de algo las iniciales?

Y otros… (otras nulidades): G., por ejemplo: es difícil sacar algo provechoso de alguien como él. Es de esas personas cuyo tiempo, digestiones  y miserias las rige la TV Guide y sus programas elegidos como “imprescindibles”.. 

Nos castiga el presente, ese sitio en el que, en realidad, nunca querríamos estar… ¡Si pudiéramos dar un salto del pasado al futuro…!

Todavía un gesto de orgullo: durante minutos dejas en blanco la mente, en suspenso los ojos también blancos, pensando en el incidente menor, cualquiera de ellos acaecidos ayer, pierdes el tiempo, y eres tan consciente de ello que casi es un desprecio a la biología: me mato y resucito a… conveniencia.

He aquí los materiales, la fábrica del alfabeto. Aún no sé nada. Me dejo anegar por la marea todavía imprecisa, a la caza de un glosario imaginado. Y entonces se abate sobre mí un vago sentimiento, casi imposible de definir (entre el desconsuelo y la resignación). Piensas en esta mañana vulgar, amanecida de sol pálido (vulgar), que existe un desfase abrumador entre El Gran Proyecto y los medios para llevarlo a cabo (un proyecto de vida, de trabajo). Incluso la sola meditación inofensiva en el humilde retiro de la más pobre buhardilla, se halla asediada de peligros y afrentas inesperadas. Ni siquiera es posible ya una vida contemplativa.

Una obra… Verla de modo distinto: Right After.

Sería como leer a Spinoza librándolo de toda la hojarasca jeroglífica de su exposición more geometrico, toda esa jerigonza euclidiana que, a pesar de todo, no logra ocultar un libro de íntimas confesiones, sincero y fascinante, pleno de sosegada ironía y desplantes de una lucidez navajera.

Grisura en las calles. Nada pueden con ella los anuncios de neón, los carteles, la riada de reflejos multicolores de los coches, los semáforos, las banderas, los escaparates, la multitud eléctrica y dinámica… Al final, impera el gris “urbano” como emblema genial, todopoderoso, inevitable… Hasta  en la noche se diría que aúlla debajo de las luces y las sombras y el aire rojo.

¿Tu drama como pintor?

No saber dibujar un cerebro (o la aptitud de ese cerebro) capaz de realizar 10.000.000.000.000.000 cálculos por segundo. Por ello (¡y he ahí!) que yo desdeñe en mi obra tales pretensiones: ¡numerajos, realismo!

Nada de ambigüedad semántica. Se trata de plástica (lo inconcebible). Y eso es inobjetable. Pudiera admitirse, acaso, incertidumbre de los significados. Pero las formas que se visualizan son lo que son.

Judson Dance Theater: acudo en compañía de T., L. y K.

Si yo no pintara… (1960). Pero quieren que sea la materia real, contundente e inequívoca la que prevalezca como alfabeto del artista para defenderse de la transitoriedad ¡Y qué más da!

Observando esta coreografía del ritmo y la expresión libérrima, me asalta la evidencia de un arte que también se base en la línea fugitiva. El movimiento que desaparece apenas impreso en la retina, el espacio inventado, la gracia del vuelo sobre el suelo (la tierra, en definitiva), han de ser las constantes de un nuevo entendimiento visual. Y todo tan telúrico, tan denso, pero a la vez tan próximo a la fractura como una piedra de cristal.

Una metamorfosis del lenguaje plástico que se funde en la estética disolvente del aire: brazos-picasso, cinturas-matisse, ondas-léger, huecos-picabia…

Vivir es caro aquí. Incluso en la ciudad de los huevos, una omelette nature es inalcanzable para mí: 10 pavos.

Esas águilas de la antigua Penn Station, a ras del suelo ahora, acortado el vuelo frente a la nueva estación.

De nuevo despierta antes de hora, entre dos luces. Sin saber qué pensar, qué decidir, qué solucionar entre todo aquello que va a quedarse a medias, capaz sólo de no sollozar y agarrarme con las manos al embozo de las sábanas, como al madero del náufrago. Aterrada, porque nada miente menos que una madrugada insomne: la artista sentenciada, c0lgada ya de la cuerda.

Él es un pintor figurativo. “Pero antes que nada, soy artista”, me recalca… ¡a mí, ya en el vacío de lo sobrenatural!

La figuración de lo circundante no debería exigir una fidelidad a ultranza de sus apariencias, le digo.

“Pero son dos lenguajes en uno, superpuestos”, se defiende. “Lo inteligible acentúa su autoridad yuxtapuesto a ese otro léxico de la interpretación subjetiva. En realidad traduzco sensaciones, emociones, sentimientos, más que reflejar el mundo real.” 

Suele acudir tres veces por semana al Museo de Historia Natural, y entre los pasadizos de la memoria telúrica del mundo medita y se inspira, examina concienzuda en el sótano los minerales y meteoritos y, en la planta superior, recorre con mirada minuciosa las galerías donde se alzan esas catedrales óseas que son los fósiles y las representaciones de dinosaurios. Su obra se basa en reminiscencias… visibles.

Esa idea de la muerte en la obra…

Y preguntó: “¿Nace del barroco español…?”

Era una indagación inadecuada.

En todo está presente la idea de la muerte y, por paradójico que resulte, cualquier cosa viva, susceptible de deterioro, se halla en posesión de esa legitimidad que le permite entrometerse en los efectos de la muerte, de lo inerte y finalmente desaparecido en tanto esté viva.

En la quietud más pétrea, más invalidante para la acción, nace asimismo una teorética que permite a su vez una profunda reflexión sobre los seres y el breve decurso de su fisicidad.

Y ella puede convertir los pensamientos en cosas y en los  materiales de esas cosas.

“No hace falta que leas a los franceses”, oyó que decía S.S. a una de las alumnas de Yale que le mostraba el catálogo de la exposición. “Tú te bastas sola para complicar las cosas.”

Doctora P.: cambia el nombre de los días, cuenta los números hacia atrás, mezcla los colores, enreda las líneas, destruye las formas…

Toda una sucesión de mejoras en relación a un entendimiento nuevo del mundo, pues en verdad necesitas deshacer las ruinas de lo aún visible –de lo malo visible- con el fin de instaurar un nuevo reino para la princesa.

Toda la luz del exterior, la transparencia de una mañana otoñal fría y rotunda de noviembre en Nueva York, se colorea de un gris sucio y oscuro, desalentador, en el interior de los minúsculos apartamentos del Midtown, la claridad deslumbrante de afuera se transforma adentro en una veladura de tonos óseos que hasta parece oler al polvo de los siglos, a una encerrona sin ataúd.

Una semántica: inventar en seguida los estatutos de su lógica, los vericuetos sagrados.

Viene, sonríe, pero los nervios, o un malestar inevitable, qué sé yo, comienzan a alterarla: debe asustarla la cochambre del escenario, el olor metálico y el intenso y pegajoso efluvio de las resinas que invade cada rincón del taller. Ella creía que el arte era una cuestión de “buen gusto” en todo. Blusa de pintor, lazo de escultor, paleta sujeta en el dedo gordo, olorosos los pinceles de pelo de marta, la luz cenital impregnando de una veladura enigmática y sapiencial, santificada por los dioses de la inspiración, el cuidado desorden. ¿Y qué es lo que ve? Nada de los protocolos vanos aunque efectivos para cierta gente que frecuenta las galerías de arte de la 57: aquí se da de bruces contra lo indescriptible de lo informe. Y ahora, sin dejar de apretar fuertemente el bolso contra el costado, lagrimeando y con picor en la nariz, no sabe cómo salir de este antro repleto de porquerías sisadas de alguno de los almacenes de sórdido ladrillo rojo de DUMBO, en las proximidades de la tétrica mole del puente de Manhattan y su marea de vagabundos.

De allí me vomito, me dan ganas de decirle muy educadamente, sin perder la sonrisa meliflua:

“A partir de media noche me enfundo los guantes de caucho, agarro el garfio y doy comienzo a mis correrías por el Bowery o los muelles sumidos en la niebla nocturna y herrumbrosa a la caza del objeto más aterrador, el cacharro más innoble. Amplias carretas tiradas por silenciosos lagartos verdes y negros ruedan a mis flancos acompañándome en mis saqueos de las grandes naves abandonadas y los antiguos complejos industriales bajo la luz selenita…”

Soy escultora, le confieso con alguna vergüenza, recién llegada de Alemania, a la Dama Adinerada del Upper que me mira con ojos chispeantes.

Qué maravilla, dice la alhajada, feliz y cornuda esposa de El Rey del Cartón con divertido asombro (porque me asemeja a una Bartholdi femenina, levantando con la sola ayuda de mis manos las toneladas de piedra y bronce de la Estatua de la Libertad: Son escultores los que hacen esa clase de cosas, ¿no?).

Origen judío…

No, origen germánico, lejos del caluroso desierto, nacida de las brumas verdes, las aguas del norte.

La religión como fardo, la geografía como enseña…

Hablamos del universo durante la sobremesa, por una vez no demasiado tumultuosa. ¿Dónde nació? La respuesta es simple: el sitio nació con él. Fue una “idea” que ideó un espacio para nacer y dejar de ser idea.

Qué embrollo.

No está claro.

Pues menos mal, porque la perfección, la respuesta absoluta, no existe. Somos gracias al caos. La imperfección, como sucede con las cosas del universo, es la clave de la creación.

Afortunadamente, ninguno de los artistas contemporáneos que se han alejado de disciplinas plásticas inmersas en lo realista o lo figurativo, libres de unos materiales y una técnica tradicionales, tiene más razón que otro, su libertad es tan legítima como la de cualquiera. Sólo con que uno de ellos tuviera la razón absoluta, o la suya fuese más sobresaliente desde un punto de vista objetivo, el arte de todos los demás sería un disparate. La licitud de cada propuesta por sí sola avala la totalidad de ellas.

Intercambiable… ¿olvidable?: es otro día de primavera, y en esta rodadura brillante, plural y próspera me siento como la pieza oxidada próxima a la parálisis o a la quiebra total. En el peor de los casos (en lo que a mí respecta como un yo que nunca dejó de gritar su inmanencia terrenal), una rotura fácilmente subsanable.

Lee a los filósofos, me dijo. Kant cercará tus fantasías. En realidad, las pocas líneas que entresaqué del libro de bolsillo me lanzaban al disparate plástico. Pero él era un tipo… La tarde anterior me obligaba a estar metida en un fotomatón un tiempo interminable, haciendo entre risas y muecas fotografías idiotas: el fotomatón y la fotocopiadora son los instrumentos perfectos para el arte contemporáneo... de los necios.

Pollock se desintoxicaba a la mañana siguiente en el G. de todo el tiempo perdido y el esnobismo mediático de la Factory.

Anda como por un mundo nuevo. El aire puro y comedido y hasta elegante, la satinada atmósfera de los domingos cuando todo tiene una pátina marina y nueva, anda por las calles y espacios bien delimitados y pastelosos de las ilustraciones de Steinberg: los brillantes sombreros de copa, las miradas ladinas, la sonrisa sofisticada y el ademán resuelto, los azules celestes. Está en lo “bien hecho”.

¿Cuál es el alcance de un nuevo lenguaje?

¡Si todos estamos mudos aún!

Señalamos con el dedo.

“Mira”, dice el dedo.

Un lenguaje como nacido de las sombras, reciente, diáfano todavía pero indescifrable: descubre verdades aún desconocidas, aspectos de una realidad que te era negada. ¡Qué importa entonces cómo chapotees!

Sólo a través de lo intuitivo puedes avanzar: lo tradicional, la regla conocida te obliga a andar hacia atrás, aunque una no lo perciba siquiera.

Al final acabaremos descubriendo que la obra de arte que exponemos a los ojos de los demás difícilmente puede vincularse con ellos, es como una relación interior consigo mismo, secreta y silenciosa.

Citado por A.: W. advierte pasmado que a menudo se hace una observación, y es más tarde cuando podemos descubrir lo verdadera que es. Como si fuese troquelando un significado que el tiempo desvelará. Se trataría, entonces, de apariencias (y todo lenguaje, oral o escrito, lo es).

“Literatura… caprichos del lenguaje”, dijo, al igual que si estuviese hablando de una adolescente casquivana, ardorosa y excitada a todas horas apareciendo por las esquinas, sin bragas debajo de la falda, hormanada hasta el aliento.

Hay algo más allá de los límites de lo discursivo y lo inteligible: lo oculto visible.

Puede que sea el misterio. Sé misteriosa, pues.

A un lógico como F. le está vedado mucho de lo que yo, que creo en el absurdo, puedo explorar (aun a tientas).

La más liviana brisa es capaz de dar al traste hasta la más dura piedra. Un segundo de más o de menos basta para torcer o enderezar un rumbo equilibrado. En julio de 1918 W. deambula apesadumbrado alrededor de la estación de Salzburgo: rumia cómo matarse; está decidido a hacerlo, ya discurre por sus venas la sangre fría y muerta del suicida.

La guerra, en sus postrimerías, no ha resuelto ninguno de los problemas morales, filosóficos y vitales que lo atosigan a cada minuto en un peregrinaje apátrida que nada tiene de consolador. El hombre que ha perdido una guerra parece haberse perdido también a sí mismo para siempre. De forma casual encuentra a uno de sus familiares más queridos.

Et in Arcadia ego, dijo.

¿Dónde te diriges?

A las montañas. Allí me mataré.

Este familiar logra persuadirle de su intención. Lo lleva consigo a su casa. W., liberado de aquellas penalidades que ensombrecen su ánimo, y antes de ser hecho prisionero, da término en cuestión de dos meses a la forma definitiva del Tractatus. Y vivirá treinta años más (a base de chocolate cocido y malhumor).

Confesión a altas horas de la noche: yo también desconfío de la analogía.

Pero he de tener cuidado. ¿Cuánto es obra de mi pensamiento y no hilachos y fragmentos de ideas deshilvanadas que se desprenden de aquellas “terribles” lecturas a las que me entrego? Por ejemplo, el libro de Susan Langer. Desde el 54 me acompaña a todas partes. Y esto ya ha sido comprobado por muchas personas que con sus miradas parecen reprobarlo.

Acecho la palabra exacta, a tientas, hurgo en el cerebro hasta que se iluminan las letras, componen un vocabulario esencial, traban las sílabas del entendimiento, recupero de la memoria los hechos infames y  definitivamente comprendo su significado. Entonces, me pongo manos a la obra. Selecciono materiales, contrasto texturas, someto a tocamientos…

¿Quién acecha a quién?

Es permanente la sensación de acoso, un agua invisible que se abate sobre ti desde lo alto, precipitándose como una ola monstruosa, sorteando la altura de los edificios más altos y las cumbres de las montañas, y a la que ves venir no desde muy lejos, imbatible e inexorable.

Formas del masoquismo mental más inicuo.

Habrá un retroceso hacia el azul: volvemos a la idea, al big bang: al origen.

Al hacer lo que haces, ¿no quedas fuera del término del arte mismo?

En Dawn. Ayudo a C. a cubrir el suelo de la galería con placas de acero. Luego, una copa en Mary’s: Brancusi en Tirgu Jiu: “Para entonces, ya concebía el acero, el hierro fundido…”, reconoce. Treinta años más tarde, todo indica el mismo ordenamiento espacial, aunque ha pasado de desafiar al cielo a soportar las pisadas de los testigos.

Una artista (que no un artista) que es muy consciente de su condición: por la herida abierta salen a la luz las imaginaciones. La llaga sangrante de la santa.

Un billete de 50 dólares vale exactamente igual (en papel e impresión) que uno de 2 dólares. Unos mínimos cambios meramente textuales y figurativos son suficientes para abonar y vencer todo tipo de credulidades. La realidad material (que es exactamente idéntica, un pedazo de papel) poco puede hacer ante esa otra realidad tan profunda del símbolo, de la aceptación incondicional de su significado tácito.

Con qué mimo refleja en sus obras las posibles realidades: un día imaginaba la forma extraterrestre de seres inteligentes más allá del sistema solar: conformaba hasta brazos y piernas, ojos… y hasta miradas (pues no se trata de construir cabezonamente muebles chippendale).

No concebía que de alcanzar la Tierra aquellas civilizaciones enviarían máquinas exploradoras y vigilantes a nuestro planeta en lugar de criaturas biológicas: sólo chatarra teledirigida.

No me pidas cordura: Dios tampoco sabe qué es él mismo, ni adónde va, ni de donde viene, ni por qué.

Abril.

David Smith en el Guggenheim: figuras geométricas de metal. ¿Qué hay de la viga de doble “T”?

Rothko: “detrás, detrás de la superficie…”

Se matan. En el fondo, se matan.

Aunque algunos disimulen que no lo hacen.

Pintan, y cosas así.

Pero es que, se matan, se matan.

No puedo retroceder, estancarme o avanzar en el tiempo, pero sí puedo burlarme de él valiéndome para ello de los recuerdos, las imaginaciones (vuelo yo revoloteando como una mariposa, trazo líneas ininteligibles, breves recorridos a ninguna parte, vuelos imposibles, dibujos disparatados…) Utilizando la memoria de mi vida pasada y la que auguro altero impune y absolutamente el tiempo y su “dirección” inamovible, mezclo sus cursos a conveniencia, detengo o confundo su flujo incansable.

Deberías leer más, me digo. Pero, los libros atenúan de un modo enfermizo mi capacidad de visualizar las cosas y me adentran en una figuración de conceptos nada aprovechables para una artista plástica.

Lucy en España. Envía postales, impresiones escritas al dorso de fotografías convencionales. Los sellos, coloristas y vistosos, reproducciones de cuadros antiguos o grabados de ciudades y conquistadores, monumentos y ruinas, esculturas y retratos de eminentes personajes, ya son como las ventanillas por donde atisbar un paisaje extranjero ignoto y fascinante. L. registra un hecho digno de señalar: no es la curiosidad lo que mueve al turista (por así llamarlo) a perder el tiempo por calles y edificios desconocidos, sino la necesidad de sentir “la ausencia de sí mismo” a tenor de la extrañeza que nos inspira otra forma de vivir que, dicho sea de paso, sólo es una, la misma (no dejes de respirar mientras estés viva) en todas partes. Nos traicionamos, y he aquí que, hasta con crueldad, ayudamos a sacar al exterior otro ser que se complaciera en vivir de forma diferente a lo que somos en parajes y ciudades tan distintos y extraños a los nuestros originales y a los que nunca más volveremos. En Almería Andre andaba con “alpargatas”, y eso le hacía ser muy feliz. Sol, en Valencia, acarreaba eufórico de un lado a otro un pesado trasto de alfarería popular que había comprado en un mercadillo callejero junto a la Lonja. Recorriendo las galerías de El Prado, L. mutaba hacia el pasado, añoraba un bagaje cultural y artístico que exigía, a la norteamericana que era ella, desear a la vez un milenio de grandezas y miserias históricas enroscadas como sierpes en torno a su identidad: “Me sentí totalmente inferior, una neoyorquina paleta disfrazada de moderna…” En todo caso, hay algo de maligno en todo esto, de sadismo inconsciente: me muestran pedazos de la oportunidad de un futuro que podría ser el mío si yo no estuviera a punto de morir.

Tan hermética es una obra plástica contemporánea que huye de un significado realista palpable como la jerga filosófica que juega una y otra vez con las palabras y las frases sin construir ni una sola vez una respuesta o poner en práctica algún hallazgo esencial.

Respecto a la poesía…

Esa gente al otro lado del río, en New Jersey, por ejemplo, donde vive A., encerrada en el sótano escribiendo mala poesía…

No me siento contemporánea de nadie. Pero ésa es la razón por la cual intimido a los otros mientras ellos y sus obras a mí sólo me producen aburrimiento.

Una modernidad: su carga de ADN es una información muy limitada… ¡a niveles de un multidiverso!

Quedo en Z., detrás de Grand Central, con K. Le escucho con irritante incomodidad, pisando un suelo pegajoso de cerveza derramada por tres generaciones de europeos reacios a los batidos y demasiado pobres para el bourbon y el whisky.

En efecto (se ha dicho demasiadas veces, y no por ello deja de ser una verdad demoledora): todo sería más fácil si en este mundo uno pudiera ser completamente desgraciado o completamente feliz.

“Extrañas conformaciones entreveradas por lo que parece ser el oscurantismo chamánico (!?) que anida en el espíritu de la artista, y que les infiere más allá de las formas caprichosas un aura de misticismo, un lastre teológico, un ritual… Religiosidad al fin.”

Y siguen prefiriendo confundir vida y obra, los lances de la vida con los resultados de un trabajo que una vez expuesto abomina de lo referencial y analógico.

Ella es extraña, muy introvertida, como casi todas las nórdicas: deja sobre la mesa (atiborrada de cachivaches y rebabas) el libro. Mira en torno a sí como extasiada. Deja escapar alguna palabra suelta, intrascendente. Unos minutos después, su expresión se torna huraña, hasta belicosa. De pronto, hace un gesto cortante, inexplicable, y sin esperar mi despedida, abre ella misma la puerta y desaparece. El libro: Inferno, de Strindberg. Un autor del que nada he leído. ¿Espera que lo lea? En una de las páginas de cortesía, una línea garabateada por alguien, tal vez ella misma, me disuade definitivamente: Este es el libro más ambiguo que se ha escrito jamás.

…Y marché, algunas veces solo, otras acompañado para reflexionar debidamente sobre el gran desorden en el que, sin embargo, terminé por descubrir una coherencia infinita. Este libro es el de El Gran Desorden y el de La Coherencia Infinita. He ahí mi Universo, como yo lo he creado, como se ha mostrado a mí. Peregrino, si me sigues respirarás más libremente, pues en mi Universo reina el desorden y en él está la libertad.

Todos los antiguos dioses se convierten en demonios a la época siguiente.

Espero una catástrofe sin poder saber cuál.

Dar muerte a la bruja no causa castigo.

¿Por qué todas las hadas son bellas? Son abortos (están a  medio hacer).

De tu paso por la tierra, de tus manos sobre el arte, harán una teleología… Muerta, tu biografía sólo se ha de explicarse desde una concordancia trágica: temen tanto al absurdo que les es absolutamente preciso endosar un patético simulacro de coherencia a aquello que no entienden a primera vista.

Pero su discernimiento lo único que requería era comprensión a una emoción… humana.

(13 de mayo de 1970)

No he leído jamás un libro que me impresionara tanto como una buena pintura o escultura del XX. Incluso S., si me atengo sólo a la acción, me parece un decorado sangriento. (11.2.1951).

Atardecer en el apartamento. Un raro aroma de melocotón hervido penetra al interior por la ventana abierta. La nórdica, en un momento dado, abandona el periódico a un lado del sofá, se pone en pie y se aproxima hasta mí que, junto al vano de la ventana, contemplo con desgana la calle anegada por la lluvia. Acerca una mano a mi cara y, delicadamente, abre mis labios con los dedos, los acaricia con la punta de la lengua. Me dejo hacer.

Una estética bumerang: si vuelve a tu mano es que no ha dado en el blanco.

Insidioso, ahí está otra vez ese sentimiento de pérdida de todo, de la propia vida, de los amigos, de los objetos que amas y que te rodean protegiéndote de la desnudez absoluta.

Entonces… crear. Es la única tabla de salvación.

Ser irreal. Como nacida de mi obra. Una extensión sin alma, o una sombra de ella proyectada en la pared. Material, tan sólo, y mucho más vulnerable que las propias piezas, ya con su rápido deterioro a cuestas,  que exhibo con suicida despreocupación.

6.12. 969.

La broca se abre paso literalmente hasta el mismo magma del pensamiento. ¿Qué puede atisbarse en ese agujero?

Donde crece la maldad del asesino o… del inocente.

Ni lo bello ni lo inútil: el misterio (y si se pudiera, una actitud moral).

La nórdica y yo.

Un día claro y frío, brillante de luz. De una luz alegre. Estamos sentadas a una de las mesas junto a la entrada de la cafetería. El sol de diciembre entra a raudales a través del ventanal, hasta tal punto que me obliga entrecerrar los ojos de cuando en cuando. No siento la menor vergüenza de estar frente a ella después de aquella tarde de lluvia y aburrimiento. Está hermosa y silenciosa, tan hermética. Como es su costumbre va sin maquillar, y se ha recogido el cabello rubio en un moño resplandeciente. No se ha librado de la bufanda a cuadros que lleva en torno al cuello, y viste el gastado jersey azul marino que ya conozco y unos viejos y caros vaqueros que todavía acentúan más su cuerpo alto y esbelto. Experimento tal sosiego que me hace estar en paz con todo lo del mundo y, por primera vez en mucho tiempo, también conmigo misma. Al llegar, y en cuanto se despojó de la chaqueta de cuero negro, G. había depositado un grueso libro sobre la mesa. Es impensable imaginarla sin un libro entre las manos. Poco después lo avanza hacia mi lado, sorteando las tazas del capuchino y el platillo con las pastas. Su mirada insta a que abra sus páginas y lo hojee.

Se llamaba Justinus Kerner. Era un poeta suavo. También era médico y ocultista. Entre otras cosas, afirmaba haber escuchado en cierta ocasión a una vidente alojada en su casa expresarse con el mismísimo lenguaje de Adán, aquel “que penetra en el corazón de las cosas y designa a cada ser por su nombre verdadero”. Kerner relata los pormenores del hecho en Die Seherin von Prevorst, un libro impreso en Stuttgart hacia 1830. Aunque no fue hasta 1857, influenciado por Swedenborg, que empezó a publicar sus klecksografías, manchas de tinta hechas al azar pero en realidad perpetradas por un espíritu en pena y ajenas por completo a la voluntad y el control del propio ejecutante.

¿Cuánto tiene de taumatúrgico el arte, incluso sin contar con la colaboración del artista?

¿Qué somos capaces de ver sin ver?

¿Acaso no sueñas con los ojos cerrados?

G. desvela asimismo un hecho que aún agrega más desconcierto en mis conjeturas: con posterioridad los experimentos y descubrimientos de Justinus Kerner encontraron una aplicación diagnóstica en la psicoterapia, bajo el nombre tan conocido de “test de Rorschach”.

Hacer arte sin frases hechas ni lugares comunes, y si es posible hasta con faltas de ortografía, sin el corsé de unas reglas sólo válidas para el momento actual.

¡Oh, tú, sapientísimo Hermes Trismegistos, ilumíname en este mundo de cenizas!

¡Oh, obra extraordinaria!

Respiras exactamente el material de tus figuraciones, su sustancia criminal. Una mórbida esencia de atracción fatal. Así, pues, ningún reproche. Se trata, sin duda, de una obra coherente. Hasta el límite de lo siniestro.

Azul y rojo. He ahí las señales.

Porque todo corrimiento al rojo conduce al lugar de los muertos, en el borde del universo, y antes de acabar otra vez en la “idea”.

Eres hermética.

No: oscura.

“Nunca sabrás la verdad…”

Y una obra de arte, por muy significativa que sea (por muy semántica) lleva debajo de su título esa escritura en tinta simpática. Es la etiqueta invisible con el precio oculto.  

Recorrer los espacios de la infancia: alzas del suelo el hielo y el fuego, el aire atrapado por las cuerdas del ahorcado.

Lo advertí en Alemania, en el 65.

De nuevo en el 66.

Siempre ha sido así.

Vayas donde vayas llevas contigo el “olor de Nueva York”.

¿Quién diseña las máquinas que han de sustituirnos? Serán útiles, no bellas. Mi enfermedad es fea.

4’ 33’’.

La cultura del vacío: que baste el pensamiento. La no-pintura de Malevitch, la no-música de Cage, la no-escultura de Andre.

El no-arte. Y una meditación sobre la nada, lo que eras antes de nacer: puedes imaginarlo, porque el mundo estaba ahí, sin ti, en la nada.

De modo que el alma crece, deja de jugar, se hace mayor… Envejece… ¡No! Son nuestros sentidos (aunque sólo fuese uno de ellos finalmente) que absorben mayor cantidad de información al paso de los años, y el mundo se hace más visible y desentrañable, más invicto y poderoso a medida que entramos en la decadencia física.

Cruel paradoja: una existencia que sueña con la inmortalidad y se ve abocada a la desaparición más vulgar y hedionda: se pudre en un instante.

Despiertas en mitad de la noche: ¡pero si estaba muerta!

W.:

Un tipo que se emborracha bebiendo dos vasos (sic) de café y leyendo a Emerson a la caída de la tarde… ¡crisálida del demonio!

¿Por qué pienso tan a menudo en W.?

¡Porque no lo entiendo y sin embargo su lectura me reafirma en todo lo que creo!: Tengo el pensamiento en la punta de la lengua, suele escribir en los Diarios del año 14 mientras navega por el Vístula donde flotan grandes témpanos de hielo, pegado a la potente luz de un reflector y expuesto sin ningún temor a las balas enemigas que acechan desde las orillas.

Además, también es el tipo que no duda en confesar que lee poesías de Trakl que considera geniales aunque no las entiende.

Le dijo que esa chica vivía (en realidad, sólo dormía) en un apartamento cerca del callejón de Patchin Place que no tenía cocina (aunque sí cucarachas, una cama, un grifo y un enchufe), de modo que se agenció un hornillo eléctrico para guisar las chuletas de cerdo y hervir sus verduras. Se cubría la cabeza con un gorro de lona verde oliva, calzaba botas de suela gruesa y en cualquier época del año vestía un mono amarillo de trabajo con grandes bolsillos laterales que en invierno varios jerséis de lana ocultaban a medias la parte superior. En verano se ponía debajo del peto una simple camiseta de color suave, un naranja, o un azul. Pero era eso todo lo que en verdad necesitaba, y en cuanto amanecía se precipitaba a la calle con una bolsa de papel llena de plátanos y zanahorias, su única comida hasta la cena de regreso al apartamento, y a buen paso recorría las siete manzanas que le separaban del garaje temporalmente sin uso donde pintaba óleos a pequeña escala sobre masonite: figuras y retratos imaginarios que terminaban recordando el sombrío dramatismo de las vidas reales que uno podía observar a su alrededor en esta parte de la ciudad, el Village, que no dejaba de abastecer material de esa clase a todas horas.

“Pero esa muerta de hambre enajenada podía ser cualquiera de nosotras en algún momento de nuestra vida”, repuso con una sonrisa desdeñosa. “Lo importante era mantener la misantropía a raya y creer en lo que una llevaba entre manos. Lo que no era nada fácil rodeada de chinches, comida de lata y la ropa interior siempre húmeda aunque estuviera secándose colgada de la barra de la ducha una semana entera.”

Querido amigo, eran los tiempos aquellos cuando nunca dejaba de llover en Nueva York y a zancadas por sus calles había que batirse contra la tristeza y hasta con la sombra que dejabas atrás.

En resumen, íbamos a convertirnos en los Más Grandes Artistas Contemporáneos del Mundo de Entonces, así que éramos para que nos echaran de comer aparte.

Y eso en una ciudad que desde los tiempos de William “Boss” Tweed siempre ha habido alguien dispuesto a robarte el sándwich o a meter la mano en tu vacío bolsillo para arrebatarte el alma.

Existen unos niños que son comedores de tierra. Se les hincha el estómago lleno de hierbas y lombrices.

Niños-tierra.

No es tan difícil de creer.

“¿Sabes lo que significa Häagen Dazs?”

Niños-piedra al paso del tiempo, y una vez petrificados, son las mejores esculturas que una pueda entrever en los sueños.

“Ella tenía un sentido darwiniano del arte: atacaba a dentelladas la obra de otros artistas… -Más bien caníbal- señalaron a sus espaldas. Y esa sucesión de improperios hacia el trabajo ajeno fortalecía aún más si cabe su ansia de una publicidad gratuita ya puesta a sus pies desde hacía años en virtud de una generosa fábrica de anécdotas del todo destructivas.”

Su frustración, aliviada más tarde en Yale, fue no haber estudiado en Black Mountain College: ese pegote en lo biográfico, ese ornamento cronológico…

Otra peripatética: su errancia improvisada le lleva a laberintos impensables por la ciudad, pero no la aleja del monstruo de cemento, hierro y cristal laberíntico pegado a su culo, no logra despistarlo, siente su aliento fétido penetrar por sus narices, incrustarse en el velo del paladar.

Todo desciframiento conduce a la decepción. Descubierto el mecanismo, se acaba el juego y acaece el final y el cansancio de la fiesta.

Pero mantener la ilusión es un precio demasiado alto: nunca se termina de poseer nada.

Toda arquitectura se sostiene sobre los cimientos bajo tierra.

Nace, y crea el mundo en ese instante: ha creado el pasado y el presente, sus hechos y sus imágenes.

“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”

Lo importante (quizá): lo que hay entre las cosas, esa relación invisible que, al igual que sucede con la ley de la gravedad que gobierna el cosmos por lo alto y por lo bajo, las ata a su lugar, las atrapa unas a otras, las compone y las inserta en la sintaxis ideal.

Lo más valioso ahora de mi madre: una caja de carey con guarnición de plata que heredó de su abuela. En Alemania, ella guardaba en el interior hojas manuscritas de cuando era adolescente y escribía pensamientos que en realidad eran buenos propósitos y deseos honestos. Un día la cerró con llave. Se casó. Nos tuvo a nosotras. Al llegar a Nueva York, la llave no aparecía por ninguna parte. Pasaron unos años. Ella murió. La caja sigue cerrada. Nadie se atreve a abrirla. Y así salvamos a aquella niña hermosa y feliz encerrada en la bella prisión de unos terrores, de la locura, de la desesperación, del suicidio.

Filósofos, magos y sacerdotes de cualquier laya: sólo creer en ellos si un día (no muy lejano) vuelven de la muerte y abren la boca:

“Pues hemos visto a Dios, y tenemos que deciros de su parte que…”

Etcétera.

Sol LeWitt (sólo unos días después de haber recibido la carta): “Lo subversivo de hoy en el arte se convertirá en plusvalía en el futuro… ¡Y no demasiado lejano!”

Interdisciplinar: ni siquiera eso, puesto que ningún casillero crítico acogería sin violencia el desarreglo, la turbulencia de una nueva profesión de fe que repugna toda medida: Ishtar, Hang-Up,  cualquiera otra de mis obras.

El pintor falso declaraba sin sonrojo: “Los sentimientos son el lenguaje del alma… ” Bah… ¡Y lo decía en voz alta!

Su público: “Pase”, dijo invitándome a entrar la gran dama neoyorquina. Y tenía el dibujo de un castor a pincel y aguadas sepias sobre tela de color marfileño enmarcado en una media caña dorada en el lujoso vestíbulo: el abolengo antepasado.

Año 2970, a principios de junio, más o menos (¡ja!): troceado debidamente el cerebro, desentrañado en su totalidad, revelado a la luz hasta el último átomo de su sustancia… el alma tampoco aparece por ninguna parte.

Y ya no quedan más escondites en el cuerpo.

“Una proyección”, dijo.

O sea, un efímero haz de luz, polvo.

No existen más opciones. No es una bola de oro, ni una esfera de diáfano cristal, ni la diminuta escoria del hierro primitivo. Y tampoco navega por la sangre ni se halla adherido en algún punto de la osamenta ni se oculta en el fondo del ojo.

Invisible como un dios.

Eso lo aclara todo.

E inmediatamente se puso a leer una novela policíaca.

1969.

Octubre, 20.

Lunes. Ayer domingo, al regresar a casa por la noche, sumida en la niebla otoñal, fría y húmeda, una sensación de tristeza irreprimible casi me hace caer al suelo. Disimulé como pude mi embarazo.

(Iba en compañía de K. y S., que desde hacía rato permanecían en silencio también, como tristes, pero lo de ellos era la abulia reflexiva de una noche de domingo, un decaimiento transitorio al final de un día tan criminal como acaba siendo el maldito domingo, algo tan radicalmente distinto, tan lejos de mi “pánico”, que me hubiera cambiado por alguno de los dos en un instante, incluso perdiendo mi identidad. Recobré el ánimo infundiéndome a mí misma esperanza, respirando el aire con sabor a piedra y agua que parecía abrir boquetes como puños en los pulmones, sintiéndome un poco a salvo al reconocer estas calles y árboles tan míos, estas piedras, hierros y maderas de las casas, tan queridos ahora, tan valiosos.)

¿No hay ningún sortilegio humano en estos momentos que me permita adivinar que seré el 20 de octubre de 1970?

Otro año, otro domingo, acompañada o en soledad, otra niebla de Nueva York…

En Irving Place. La tarde cálida, sosegada. Sorben una taza de café para disimular. Libros y periódicos en las mesas de la terraza de Pete’s Tavern. Todos ellos futuros delincuentes con una pluma en la mano.

Respecto a la creación, más que en lo intuitivo prefiero creer en la imaginación y su infinita capacidad de sorprenderme. He aquí la taumaturga de la imagen convencional y su más dilecta ocupación: estafar a la mayor parte de los devotos de lo ilusoriamente representado (que en el fondo sólo admiran lo artesano, y otros mundos imaginarios no tienen cabida en su razón).

En lo que a mí concierne, lo intuitivo no es sino el precipitante de una equivocación, el mensaje equivocado.

Al natural… ¿Aspira mi obra a reproducir “el natural”? Más bien entiendo ahora, al final, que expreso “lo natural” en estado puro (o impuro, me da lo mismo). ¿Para qué mentir con una reproducción ilusoria, el divorcio tácitamente aceptado de lo irreal? Por lo demás, ninguna forma de arte excluye a otra o a su débito sólo porque se diferencie de ella.

La narración de las imágenes que constituyen el presente: sólo lo azaroso.

Mi padre nos llevaba a Macy’s los viernes por la tarde. El viaje en metro desde Washington Heights hasta la 34 siempre era festivo: sólo los tres, de la mano, sonrientes. Al salir, yo porfiaba por acercarme a ver el reloj de Herald  Square y saludar a esos dos tipos, Stuff y Guff, que nunca terminan por decidirse a golpear la campana con sus pesados martillos (¡que sin embargo sí repica por arte de magia!).

Cada artista debería poseer “una voluntad estética” no ya de ser diferente, sino de “obrar diferente”, y sólo con el fin de interesar a los demás, a ese espectador que conoce de sobra todos los trucos del pasado artístico. Pero esto no significa que deba perseguir un modo propio de mostrar las cosas. Es una cuestión de expresarse, de la necesidad de hacerlo.

En el momento de entrar en la librería de R.: una tipa que sale con rostro, figura y vestido a lo Ed Koren…

No te olvides de la época en que vives: peinados, atuendos, todo el inventario de la costumbre, del entretenimiento y la seducción, serán las antiguallas del pasado para generaciones de los insolentes jóvenes de después.

Ella se ve en el espejo: en la casa, en los ascensores, en las cafeterías y restaurantes, en los grandes almacenes. Por eso su obra en su totalidad es la construcción de espejos… sin ella. (Los reflejos, entonces, son raros.)

¿Qué acento tiene mi obra? La voz claudicante del enfermo… ¡No!  No es propio de la agonía el desafío, el reto mayúsculo a la credulidad de los otros: el enfermo se rebela por encima de todo contra sí mismo.

Pintaba de acuerdo con unas tesis, como escribir la biografía de alguien a quien… realmente odias. Una materialización del método ideológico (como de un preparado químico) antes que el resultado de la idea. Lo procesual alcanza a ser una categoría artística más, pero sigue siendo un procedimiento, materiales y herramientas, que nunca se convertirá en el equivalente de una pintura o una escultura.

Un ser absolutamente normal sería aquel que te confiesa con expresión amistosa “que la tristeza es mi estado habitual dos o tres minutos al día, el resto del tiempo lo dedico al trabajo, al placer y al sueño.”

Mayo de 1970: Le ha ocurrido algo a esta ciudad que me impide reconocerla.

En el interior de una cabina telefónica de la 52 con la Once, lindando un parque brumoso y desconocido en la noche de viscosa humedad, tan lejos de todo, donde hasta podría aparecer el diablo, o un dios inmortal disfrazado de mendigo…

Descuelgo el auricular, marco el número. El disco deja de girar. Aguardo mientras escucho apagadamente, como muy lejos, el tono de llamada: nadie contesta. El sonido exiguo, como un hilo de vida que me atara a la tierra, deja de ser audible, se pierde en el silencio. La comunicación se corta.

Podría ser hasta el último decorado donde acaece la muerte, la tuya, donde aún entrevés las formas y los colores de la existencia que abandonas, los olores y sonidos, y todo huyendo hacia atrás, hacia el futuro que por fin, definitivamente, se aleja de ti mientras un dios injusto y vencido (el de la tierra) se encuentra escondido entre restos de comida y basura en el interior de alguna de las papeleras  y contenedores nocturnos.

Deshaceos del cadáver.

Desmontad el tinglado.

Buenas noches.

Viendo la obra de …

La tipa no es artista, pero…: “Existen los pensamientos falsos, como esas semillas que nadie ha descubierto que están podridas y se las entierra bajo tierra, y se deja pasar el tiempo, y nada, de ellas no germina nada.”

Ya en un sueño, sueña: ciego, sin temor, el sonido limpio y suficiente de una cítara lo adentra en las sombras.

Evolución de los disfraces.

Es inútil hablar de arte con V.: es hostil hacia todo aquello que no entiende, y debería ser al contrario, sentirse agradecido a los dioses por existir todavía en su época adulta algo que no entiende mientras intenta desentrañarlo con la mirada del niño que fue.

También la cara es una máscara: pero se modifica tan lentamente, día a día, y sólo cuando al cabo de los años aparecen de nuevo los testigos de épocas pasadas, esos indeseables aún vivos, compañeros de miserias, se revelan todas las grietas, se resquebraja la piel del rostro ante la fealdad creciente de adentro que pugna por abrirse paso al sol, mostrar al doriangray del interior que nace de la pústula.

Pero, al contrario que la faz fatalmente desnuda por mucho maquillaje que la cubra, es fácil engañar la apariencia del cuerpo, precisamente porque es apariencia, lo exterior, lo que lo artificial esconde.

Desde 1950 no ha dejado de subir escalones; ella, a lo suyo, adelante: atrás sólo se mira cuando alguien pretenda alcanzarte.

Verano del 53. En la fiesta de… La falda ancha y la cintura estrecha, el estampado alegre de pequeñas flores y capullos rojos, rosas, el cuello fruncido, el busto generoso.

O la jovencita del curso del 51: jersey gris de punto sencillo, pantalones de corte estrecho de color negro, zapatos tipo ballet también negros.

¡Cuán sabrosa! ¡mmmmmm!

Es la schmear que unta el bollito…

¿Cuántos atavíos has acumulado sobre esta figura de carne y de huesos?

¿Te hacía distinta cada uno de ellos?

¿Pensabas tú o el disfraz te dictaba al oído las consignas?

En los cuarenta el vestido infantil y adolescente adornaban hasta la melancolía, la añoranza de la madre: faldas de algodón hasta la rodilla, los estampados siempre florales, los cuellos pujantes de luz blanca, los calcetines que evitaban la aspereza de los zapatos de cordones.

Todavía la “joven que no sabía si iba a ser artista” conjuga extrañas combinaciones: pantalones vaquero unisex holgados, chaquetilla de béisbol, la blusa o la camisa blancas de corte casi masculino.

Cada vestimenta obliga a caminar de un modo especial, a ser “otra”, a mirar distinto. La ropa como un hábito: puta o monja, informal o listilla, seductora o con prisas, estudiante o golfa, dama de mohatra…

¿Pues no llegó a calzar zapatos de béisbol, camisas a cuadros, pantalones pedals pushers? ¡Baila el swing en Greenwich Village!

Se baña en las aguas de Coney Island ceñida con un bañador azul celeste de una pieza con cuello Halter, y pocas horas más tarde, al anochecer andando por Chinatow, sin dejar de mordisquear una manzana dulce, oculta el cabello aún húmedo con un pañuelo rojo anudado por debajo de la barbilla, se ha disfrazado de beatnik con atuendo de camisa y pantalón completamente negros.

Cumple los, digamos, requisitos.

-¡No comprará en Paraphernalia!

-No. A esos extremos… no.

En 1968 sale a la calle de julio vestida con una simple túnica corta, infantil, de color amarillo, sandalias negras y una correa de cuero azul en la muñeca izquierda, pero se desliza por las aceras del Manhattan de 1957 con una falda ancha circular y un horrible pelo rizado.

Nunca fue Lolita, pero llegó a encasquetarse en la cabeza una gorra de mozo con visera; nunca fue andrajosa, y hasta se estiraba modosa luciendo un abrigo blanco de doble pecho con dos hileras de botones metálicos; nunca coronó su testa con un pillbox, pero sí cubrió su cabellera en muchas ocasiones con una boina verde tipo militar ladeada; su etapa hippie no incluyó en ningún momento ni la camisa larga de estopilla ni el caftán oriental; fue vista con un traje pietmondrian, participó en una quema de sujetadores y una tarde se la divisó (a lo lejos) calzando unas botas Doctor Marteen, y otra mañana soleada paseaba con una sencilla blusa con pantalones, y otra mañana también soleada volvió a pasear también con una sencilla túnica (pero ahora sin pantalones) que dejaban al aire los muslos poderosos y con unas botas estrechas hasta la rodilla, pero nunca se la descubrió en el invierno neoyorquino tapada hasta las orejas con un abrigo afgano de piel de oveja curada en orina. 

He descubierto una evidencia cada día más irritante: entre todos

los artistas profesores (Yale, por ejemplo), o aquellos que pululan por los campus sin que una sepa muy bien su cometido, los que se exhiben por cualquier ámbito académico o docente, alientan una meritocracia cuyo efecto final es la más absoluta mediocridad. Hacen arte, y algunos hasta exponen su obra en alguna galería del SoHo, porque, ingresados en la cofradía, han de pagar su cuota anual, trimestral, mensual…

“Me alojo en este hospital…”, dijo.

Exitus Acta Probat.

Lo afirma el libro abierto detrás de la cabeza de mármol del guerrero erguido en Washington Park.

Me extingo joven: no he conocido la nada pura y dura del viejo ante la muerte.

No untas la “pluma” del arte en la enfermedad, en el dolor, en la impotencia. Y si así fuera, hacerlo de manera que la obra (una exudación animal) deviniese inescrutable: nada trasluzca detrás de su apariencia.

“Esa niña judía…” me señalaban en las tiendas, en la misma escuela. Ha pasado el tiempo. “Esa joven judía” ha cambiado la Biblia por la mitología griega…

(¿Por qué conformarse con poco?)

Utilizaba la metafísica como un instrumento de choque. Tales inversiones geniales.

Una artista de su tiempo, donde cotizan las naderías: aparece con una túnica de mil colores abotonada hasta el cuello y unos aparatosos jodhpurs.

Rescoldos de La Era de los Floripondios y El Incienso Embriagador y Atenuante.

Mayo, 1972.

En el MoMa.

No pierdas la calma.

Ella no la perdió. Dos años ya.

Y entonces, frente el cuadro español, ya lo sabía: una inmensa alegoría.

Quizás la artista del Bowery pensaría: “Aún hay tiempo para todo.”

2012: Lo hubo. Entre todas las telarañas del arte bobo de las tres últimas décadas, tu obra se alza tan intrigante como aquel primer día de la Fischbach, especiada ahora por el misterio y la injusticia de tu muerte.

Es una mañana radiante de luz, todavía fresca.

Un rato en la cola frente al portón posterior del jardín del museo.

Traspasadas las puertas, guardo las entradas que en el futuro atestiguarán este museo, este día, esta luz.

Ante el Guernica. Compendio de un claroscuro español que en Nueva York es algo muy parecido a la nada, como todo lo cinematográfico y lo literario.

Merced a las ocho fotografías del reportaje de Dora Maar sabemos de su proceso. En un principio, el moribundo que yace a la izquierda del cuadro con un brazo extendido, agonizaba cabeza abajo. En el último momento, Picasso le dio la vuelta: gritaba su muerte al mundo, remedaba el espanto goyesco (español).

Ítem más. Puedo correr cuanto quiera: no me alejaré demasiado de la pegajosa muerte. Y esos de bata blanca, tratando de cortar los hilos viscosos y cohesivos de la araña negra, mintiéndonos a todos…

Imago Dei: su número exacto vertido sobre el suelo en forma de materia. Indescifrable. Inobjetable.

¿Y el loco, el verdadero loco? El yo muerto en el cuerpo todavía en su andadura biológica: alimentado, defecado, envejeciendo... Un sin yo (la monstruosidad de un cuerpo sin control ni vergüenzas).

En un cementerio de yoes. Cada uno en su respectiva (y atómica) burbuja de aire.

En El Día de la Resurrección: un vendaval se cuela por las rendijas de puertas y ventanas…

“Y aullaba…”

Sobre el suelo…

Lo comprobó:

En la esquina de Maiden Lane con Broadway tienes el tiempo a tus pies y puedes pisotearlo cuantas veces lo desees.

(Eso, amigo, sí que es el mundo al revés.)

Crear, había escrito en algún sitio.

Y ahora sin miramientos, sin torpezas realistas. Puesto que me ronda la muerte, todo lo tengo por ganar. Todo es posible ahora como nunca lo fue.

El miedo es una sensación absurda. ¿A qué? En realidad, no es sino la espera de lo inevitable, pero que puede suceder o no. Y tanto una cosa como otra, son inevitables.

Otra vez el parque. Los ricos no frecuentan los parques.

“Había un rey que lo poseía todo: riquezas incontables, esplendor, glorias y honores. Antes del crepúsculo se sentaba en su trono y mirando al vacío repasaba en su mente los tesoros y haciendas que le pertenecían, las gentes, los campos, las ciudades que dominaba. Ya anochecido, comía los manjares que le servían sin abandonar su asiento real. Apenas se levantaba del trono miraba adentro de sí, calculando su fortuna, el caudal de sus cofres repletos de monedas de oro y piedras preciosas. Solitario y silencioso quedaba pensativo durante las horas nocturnas, embriagado por los aromas que la noche traía hasta él, complacido al saberse a salvo de temores y penurias, y de esa guisa permanecía aguardando la madrugada y el festivo canto de la alondra cuando se retiraba de nuevo a sus aposentos y se tendía sobre el lecho de lujosas sedas y brocados sin dejar de pensar en todo aquello que poseía y podía usar a su antojo pues era su dueño absoluto. “La cantidad de cosas que podría hacer…”, se decía feliz antes de conciliar el sueño. Pero nunca hacía nada de lo que pensaba que podía hacer. Así, día tras día. Días tras día. Hasta que se murió (sentado en su trono).”

Salgo del cine y ella interpela al cabo de unos pasos, olvidando la película fallida de Losey:

-¿Qué sabes de gramática?

-La suficiente para componer una sinfonía.

-Yo puedo estructurar una “película” valiéndome de unos cuantos trastos: sé cómo contar historias aunque… sólo para mí.

-No me interesa la relación causa-efecto. Yo también sabría acompasar distintas partes de un todo sin que la melodía, si es que tiene que haber melodía, sufriera el menor quebranto. Puedo vivir sin normas, al menos aquellas que parecen más imprescindibles y resultan ser las más cuestionables por arbitrarias, inofensivas y estúpidas. De modo que también puedo crear sin normas. Tranquilamente.

-¿Eso es la gramática?

-Querida, yo soy un filósofo, puesto que no he podido ser un poeta cuando menos regular, y, al igual que tú como artista, puedo despreciar tranquilamente no sólo el lenguaje sino su gramática, su ordenamiento censor que contempla como prioritario la lingüística antes que la creación.

No vivo en mi cuerpo. Soy un cuerpo, y eso parece ser todo. No me hallo encerrada bajo metros de piel esperando la hora de salir del capullo y emprender el vuelo (¿hacia dónde?). Formo parte de esa piel, y me pudriré con ella.

El cuerpo era el crédito falso:

“Devuélvenos el alma”, te reclaman las voces negras en el mismo instante de expirar.

Obedientemente, desapareces del mundo y entregas el alma, que es el precio por volver en paz, sin deudas, a la nada, a la nada eterna.

Sientes el abrazo (o el beso, el tacto, la cópula final) de la muerte, y despiertas del sueño un instante antes de morir, sintiendo en la boca la hediondez del último suspiro: Dionisos, que volvía locas a las mujeres y se comía vivos a los niños…

Toda esa fantasía horrible de la muerte, sus crueles personajes y fantoches: el dios, el diablo, mitos, leyendas, figuraciones y ocurrencias, acrecientan una plástica que lejos de contraponerse a la vida parece otorgarle su sentido más pleno y auténtico.

9/12/1968.

No más dinero para taxis. La última vez, año I antes de Cristo, me metí en uno que olía a podrido, y de remate me senté sobre una devastada tapicería llena de quemaduras de cigarrillos y un asqueroso escupitajo en un extremo. Tampoco podía aislarme mirando al exterior, puesto que los cristales de las ventanillas se hallaban impenetrables a la visión de afuera por los regueros de polvo seco y motas de un color repugnante entre blanquinegro y amarillo acuoso.

En el asiento del autobús: el libro de bolsillo ajado y sucio olvidado o simplemente abandonado una vez leído. Casi es imposible descifrar el título y el nombre del autor en la portada horriblemente coloreada: los Glass, que manotean a brazo partido por sobresalir de la maleza de los días, ahuyentar la guadaña del olvido en la madurez ya de mi biografía.

En el suelo del vagón del metro: pliegos dominicales del Times de ayer, pisados y mojados por miles de suelas momentos después de chapotear por las calles bajo la lluvia y descender a un subsuelo que hoy, especialmente, parece el infierno.

Una vez afuera, el viento ha amainado pero la llovizna persiste. Al doblar a Leroy Street desde la Séptima: a poco menos de un metro de mis pies diviso lo que parece una entrada para Broadway, y juraría que no invalidada ni (todavía) echada a perder por la lluvia. No me agacho y sigo mi camino. Sólo al llegar al estudio dejo de imaginar a cuál de las obras en cartel me hubiera gustado asistir.

La vista siempre baja, acariciando las losas de la acera. Rumiando sin cesar, sin que por ello haya de desistir de la cacería.

Leído en las páginas ocultas del Gran Escritor (otro): “… El tipo me inspiraba muchas dudas. ¿Sabría algo de música, literatura, pintura, béisbol…?

Escrito lo cual, ¿a qué clase de música, literatura, pintura… podría referirse?

Coniff o Cugat, Hunter o Uris, Homer, Benton…

El Hombre de los Parques y Todas las Horas detiene el paso. Parece dudar unos instantes en la encrucijada de Times Square.  Luego, encamina sus pasos de manera decidida a una de las aceras de la calle 43 Oeste.

Comer, lo que se dice comer…

Bud’s 25.

Martes, 5 de octubre, 1971.

11,15 a.m.

Es un tío listo El Paseante.

Siempre lo hace (ya le hemos visto comer en otras ocasiones).

(Ha hecho de comer su tabla de salvación.)

(Podría comerse a sí mismo, mejorando la altruista proposición de Swift.)

Hay que elegir la hora adecuada, antes del mediodía histérico cuando las cafeterías terminan atestadas, plagadas de bultos y apreturas, cruzadas de parte a parte de aturdidas conversaciones a dos carrillos y la atmósfera se torna espesa por los fritos de la manteca, el humo de los cigarrillos y el calor de los cuerpos que hasta parecen desprender un vapor animal en la mareante angostura. “A esas horas ya se han disipado las fragancias de la loción de los afeitados y las colonias”, se dice muy serio para sus adentros, a la vez que contempla aliviado la mayor parte de las mesas vacías. No importa si el estómago no se halla preparado. Es una cuestión de cabezonería, hay que comer y es la mente la que tiene que estar preparada para llevar a cabo esa contienda diaria lejos de los apretujones y el sofoco de los alientos entibiando la piel del cuello. Cabezonería,  es ella quien decide.

Engulle y calla.

No se habla con la boca llena.

La mesa se halla pegada al ventanal, y la luz fría y gris desciende suavemente sobre el tablero de piedra sintética sobre el que deposita los periódicos y el libro. En un segundo siente a la camarera desgreñada y somnolienta junto a él sosteniendo el pequeño cuaderno de las comandas como una autómata de plástico, metal o lo que sea extraterrestre, distante e infeliz. La mujer, de voz áspera y urgente, emana el aroma dulzón de la típica colonia para bebés. Viste un uniforme azul celeste de falda corta y blusa y lleva la cabellera suelta, y puede que sucia. Minutos después aparece de nuevo con el plato combinado tamaño XL que ha elegido. He ahí las viandas del peregrino predicando la buena nueva por las tierras del Señor. El Comensal se zampa con delectación los huevos grasientos, el bacon crujiente, la lechuga y los pepinillos mal aliñados que sobresalen del cuenco de madera, mordisquea la tostada de pan integral. Sin dejar de masticar rumia planes, confusas estrategias para ganar algún centavo más (del bestseller que tiene en la mollera directo a un deportivo descapotable Karmann Ghia, que es lo que acaban comprándose los escritores que les endilgan sus novelas a algún tipo despistado de Hollywood con dinero que tirar). Bebe grandes tragos de su refresco azucarado y empalagoso tamaño familiar. A través del vidrio gris (donde como un aleph inesperado se ha focalizado todo, absolutamente todo, Nueva York) observa las andanzas del personal pisoteando las aceras, sorteándose entre ellos, sin mirarse ni por un instante unos a otros, ajenos y neoyorquinos. De cada cien viandantes, noventa zampan algún comestible sin dejar de mover las piernas en ningún instante: sándwiches, helados descomunales, palomitas de maíz que extraen de grandes recipientes de papel satinado, salchichas, patatas fritas, pastel de carne con aros de cebolla rebozados, barritas de chocolate, emparedados de salami, pretzels, bagels ya endurecidos, el hot dog… En esas bocas anhelantes tiene cabida cualquier comistrajo digerible. A su vez, El Escritor Nutritivo se dice: “Y ahora, una hamburguesa a medio hacer con queso, una doble ración de cheesecake, un Banana Split gigante, un par de cappuccinos espolvoreados con chocolate…” Y todo ello sin hambre, saboreando en el encéfalo bien regado el tiempo aquel en que ganabas unos dólares (los exactos) y eso era una razón suficiente para meterte de lleno en las cocinas.

“Cesa de comer. Sólo quedan migajas. Deja pasar un rato. Piensa en arroyos azules que se deslizan cuesta abajo por la verde pradera dominada por cánticos celestiales, cuando en realidad lo que de verdad desearía es dirigir sus pasos camino del retrete. Se pone en pie, respira hondo, se ajusta el pantalón a la cintura, recoge sus pertenencias y se acerca a la caja registradora con el tique en la mano. Paga la cuenta y sale.”

Sigue sentado a la mesa aún con las sobras del banquete, el gran vaso impreso con un logotipo rojo vacío, el plato salpicado de goterones marrones y amarillos, el cuenco de la ensalada todavía con una hoja de lechuga y un pepinillo, pero es la fuente pringosa del helado lo que más acentúa su sentimiento de culpabilidad. En el extremo más alejado de los restos del festín, descansan los dos periódicos y el libro en pulcro paralelismo con el borde de la mesa. El Escritor Disciplinado y Ordenado da una calada al cigarrillo. El aire caliente y acre que llena sus pulmones casi le hace marear. Expulsa del tórax con delectación el humo viciado del Pall Mall. Mira al exterior: rastrea como un radar pecaminoso jovencitas en minifalda que descuellen de entre la multitud gris y aburrida, incesante. Y, entonces, puede verse caminando como un desconocido más entre la muchedumbre ajetreada, anda al compás de una gruesa mujer muy maquillada con varias bolsas en las manos, por delante de un joven negro de elevada estatura que se cubre la cabeza con una gorra de béisbol y mira hacia delante por encima de las cabezas que le circundan altivo e indiferente, de raza poderosa. Con cierto malestar, que se va agudizando ante la mortificante evidencia, se ve y se reconoce a la perfección. Se ha descubierto uno más, exactamente un individuo. Le abruma esa figura identificable sólo para él tan irremediablemente unida a su pensamiento, y también a sus miserias físicas…

“Ése soy yo, ¿pero quién es? ¿Y adónde va?”

Y en ese momento es él precisamente la imagen patética de la desolación más absoluta.

Reflexivo, aplasta la colilla en el cenicero de plástico duro. Abandona el asiento. Coge el libro y los periódicos del día con las viejas noticias de pasado mañana (persisten los titulares que divagan sobre el hombre en la luna, de nuevo los claroscuros solemnes de la historia). Se dirige a la caja registradora al lado de la puerta de salida del local.

Deja fluir el pensamiento, que la idea se desparrame como una sustancia poderosa e imbatible: golpea las teclas, conoce el lugar exacto de cada una de ellas, el resultado de golpearlas imprime una letra en su cerebro en blanco: una obra de arte: escribe con una Remington ciega.