Nada sabe de lo que escribe, pero las palabras están ahí, “deletreadas” por los dedos, y se quedan presas en algo mucho menos voluble que la memoria.
Sólo al final del
final sabrás del resultado. Con la página en la mano, con el cerebro en blanco
y, ahora, sí, con los ojos abiertos de par en par.
Ordena las piezas: HESSE.
Pero de nuevo las
desordena en seguida… ¡Enemigo de lo
bello!
¿Acabaría ella
convertida en una judía pequeña, fea, rechoncha y ávida?
(Gertrud
Stein, Liliam Hellman, y más a mano, la plañidera Pizarnik que nunca entendió el idioma el idioma que
escribía…)
Este día es muchos
días.
Ordena las piezas…
¿Dónde
vive el coleccionista?
Es
un tipo de Los Ángeles. Pero ahora anda por Boston. Compra terrenos,
especialmente en parajes boscosos con grandes claros abiertos a la edificación.
Algo trama. (Y no será honorable.)
Dos
horas de viaje en automóvil hacia Vermont, donde el hombre disfruta de una
segunda o tercera residencia.
Es
una casa diseñada por Frank Lloyd Wright en 1952. (250.000 dólares).
“¿Qué
sabes del tipo?”
“Todo.
Tiene dinero. Un especulador nato.”
“Pero
la casa…”
“Parece
desmentir esa tosquedad, pero no es así. Y es cierto, fue obra de Lloyd Wright.
Él estuvo aquí… El aire huele a sagrado.”
“Algo
bueno deben de tener, su familia, él mismo…”, dijo.
La
casa…
Habrá
libros por todas partes…
Les
abre la puerta el mismo anfitrión. Un falso gesto de sorpresa. Estaba prevista
la hora de su llegada, lo que incita al sarcasmo silencioso… y hablado. Les
esperaba. Estaba todo acordado. Así que, finge. El Testigo sonríe burlón. Es
inútil llevar a cabo algo espontáneo con un tipo como ése.
Libros
de gran formato, tres de ellos (ver,
no leer) encima de una de las mesas
auxiliares del salón; una novela policíaca de bolsillo de cubierta llamativa
sobre el sofá de piel de vaca; una estantería de roble forrada con lomos
negros, azules y verdes (por debajo del centenar) .
Luces:
amarillas y ocres. Bien acompasadas, crean un buen ambiente a pesar de los
muebles presuntuosos.
¿Una
copa?
Parece
una hora adecuada.
Pues nada de eso.
Y
tampoco hay invitación para sentarse. Se trata de una exhibición, un recorrido
que excluye la sabia conversación. Es una cuestión de ego y vanagloria.
Empezó
infame:
“En
realidad”, confesaba, “lo adquirí aconsejado por mi asesora financiera. Una
mujer estupenda, una lince en todo. Una brocker
de fiar. Nada de fondos ni cestas de valores opacos. “Oro”, advirtió. “Y arte
de los cincuenta y sesenta, lo último. Vamos a esto, a una inmejorable
plusvalía…”
“Lo adquirí…: se refería a una de las
pinturas de Hesse (una de las que yo quería catalogar).
Etcétera.
Por
lo demás, ¿cómo pudo el viejo león de Wisconsin diseñar un hogar de tales
hechuras conociendo al cretino listo para los negocios y con la billetera
repleta que se la encargó? El desajuste entre ambos “conceptos”, él y la casa,
el mercachifle y el arquitecto, el artista y don Nadie, es intolerable,
contrapuestos hasta la indecencia.
El feliz propietario
de naderías, puesto que nada entiende, y, por consiguiente, cualquier cosa artística
que posea terminará deslizándose como agua entre sus finos dedos pasados por la
manicura, viste como un dandi “de los 50”: el fular de seda debajo de la camisa
azul celeste, perfectamente anudado, deja ver el cuello esbelto y bronceado;
luce un fino bigote, fuma en boquilla dorada y es excelente el corte de pelo
echado hacia atrás. La mano derecha en el bolsillo del pantalón blanco con
pinzas. Zapatos de un marrón claro con flecos. Exhala seguridad, una parsimonia
elegante. Es la personificación de la pasta. Lástima que el dinero no logre
tapar la estupidez.
Exhalaba condescencia.
“Adelante,
le dije –nos relataba eufónico-, tú eres la experta. Y la genial Claire en
seguida empezó a seleccionar artistas, obras… Es una de mis empleadas
geniales.”
El
tipo despide un discreto olor a colonia sin alardes, de seca fragancia,
carísima.
“Amontoné
Hockney, Hesse, Warhol…”
“¿Podría
enseñarme la casa?”
“…
Carl Andre, Lichtenstein, Kitaj, dibujos de Morris…”
“La
casa, ¿podría verla?”
“¿Perdón…?”
“La
casa…”
“Con
mucho gusto... De Kooning, Clyfford Still…”
La
casa en 1970: 1.275.000 $.
Aún
no la vende. La construcción resiste, y también la madera, bien tratada a lo
largo de los años. “Aguantaré hasta el final”, se dice el inversionista.
Pero
no hablamos de arte, bastardos de cuatro perras, debe decirse para sí, hablo de
pasta. Nos mira de arriba abajo, y sé que piensa exactamente eso: correctos y bien educados, pero visten ropa barata
de confección comprada en Grandes Almacenes.
El
Gran Propietario había rehusado que el propio Lloyd Wright diseñara los
muebles, como solía hacer en casi todos sus
proyectos inmobiliarios. Por supuesto, eso era lo único que repugnaba la
armonía de la afortunada concepción material y espacial de la construcción, un
caparazón varado en la tierra, órgano de feliz sincronía regido por leyes
propias, hasta las más nimias. Aunque, como toda arquitectura individualista
con pretensiones serias, escondiera sus secretos y sus chirridos.
En
la casa, de planta abierta, la chimenea actúa como núcleo central en torno al
cual parece estructurarse todo el interior a la vez que se acopla a los
volúmenes horizontales del exterior al erigirse a lo alto ancha y robusta. En
la disimulada sencillez del diseño coexisten espacios muy diferenciados entre
sí, todos sugerentes, como invitando en cada uno de ellos a hacer cosas muy
diferentes entre ellos: leer, pensar… amar. Las resoluciones técnicas, si uno
se pone a pensarlo de verdad, son
casi asombrosas: una invención estética de artista más que de arquitecto las invisibiliza:
sistemas ocultos de riego, vigas de acero escondidas en la cubierta voladizo,
machones de ladrillo que, al margen de su disposición eminentemente estética,
cumplen una función estructural, macetones de profusa jardinería que culminan
la armonía de los ángulos. Piedra, ladrillo y madera. Es suficiente con eso.
Grandes ventanas por las que entra la luz a raudales, luz sagrada y limpia como
un aire libre de impurezas, una organización formal que acota hasta tal punto
lo espacial que ese hábitat parece ser el único apropiado para la existencia
feliz del hombre: lo que manda en todo momento de manera sutil y milagrosa, sin
enjundia constructiva o arquitectónica, es el espacio interior, el techo y la
pared que abrigan del frío y cobijan de la lluvia y la cólera del viento… Y la
naturaleza envolvente, visible, sin ningún impedimento que la oculte,
acariciadora de la construcción en todo momento: “…lo único que llegaremos a
conocer del cuerpo de Dios.”
“Acompáñenme,
por favor.”
Le
miran aquiescentes y silenciosos.
“En
una de las habitaciones de mis hijos podrán observar colgados un Pollock y un Newman, un lienzo de la O’Kefee de pequeño
formato. Creo que va siendo hora de venderlos, ¿no? Por lo menos antes de que
nos metamos de lleno en los años setenta… Desmitificadores, me temo.”
“Si
él lo quiere… le seguiré el juego”, se dice El Catalogador (vive de farol: a la
mierda con todo).
De
manera que miente con todas las de la ley, con grande mala hostia:
“Hará
usted muy bien. Los directores de los museos se han vuelto volubles. Nadie
puede negar una evidente saturación en el mercado del arte. Y los setenta,
efectivamente, lleva usted razón, son una incógnita. ¡Cualquiera sabe! Yo me
desprendería de ellos en seguida. Las galerías han cerrado el grifo y el arte
americano aún no interesa en Europa. ¡Habrá una desbandada general, créame!”
“¿Habla
usted en serio?”
“Todavía
está a punto de recoger excelentes dividendos. Me atrevería a asegurar que un
sesenta por ciento por encima del precio que pagó”, remata.
(Sabe
de lo que habla).
Un
silencio embarazoso antecede a la acción del especulador.
Se
ha descompuesto el tipo, la cara adquiere el tono de la cera y el azul del iris
vibra de incertidumbre:
“¿Un
sesenta por cien…?”, exclama. “No es mala venta, en todo caso”, termina
reconociendo mientras retira la boquilla de entre los dientes con gesto
pensativo.
Sólo
cinco años más tarde algunos de esos cuadros rondarán el millón de dólares:
multiplicarían por cien su valor… de mercado.
El
paseo inmobiliario y artístico ha perdido interés. Sólo es una casa, sólo son
cuadros absurdos, debe pensar el inversor. Sólo son unos invitados y, ahora, un
estorbo hasta criminal. Ahora ya le falta tiempo para todo: para coger el
teléfono, para hacer sumas, para
concebir estrategias de venta, para coger las llaves del flamante Corvette rojo
y plateado del 53, uno de los trescientos hechos a mano ese año, y salir
disparado hacia Manhattan, calle 57 Oeste.
La
mirada se ha acerado; la boca se encoge hacia adentro: “Bien, deben
disculparme. Tengo asuntos urgentes que atender”, logra decir con falsa
tranquilidad.
Les
acompaña presuroso a la puerta.
El
Embaucador Vengativo puede oír los delgados regueros de sudor resbalando sobre
la piel delicadamente tostada, puede oler la adrenalina que exhalan sus poros…,
adivinar en ese atildado mequetrefe el olor del dinero al alcance de sus dedos
elegantes y culpables mezclándose con la irrupción hormonal que se activa ante
las tretas y galimatías que exigen el trueque y la ganancia.
Buen
provecho.
Una
obra original: buscan las firmas, sabe. Asegúrese. Les dan la vuelta, miran por
delante, por detrás:
¿Están
firmados, no?
Por
supuesto.
Folios al peso.
¿A cuánto?
Un lingote de oro de 12, 4 kilos.
¿Ese peso exactamente?
No quiero falsificaciones.
Él está en su mejor momento.
Los
brazos débiles. Y mucho antes de caer enferma ella.
¿No
la has hecho tú?
Uno
de los minimalistas más convencido de las teorías que abrigan la plástica
mínima del movement: “¿Por qué hacer
con nuestras propias manos la obra? ¿Acaso los arquitectos que diseñas las
casas las construyen ellos mismos?”
Es un artista, un hombre que piensa, imagina,
fantasea… No es un obrero.
¿Cuántas
manos ahí?
Ayudante,
hombre de fuerza bruta.
Feminista,
femenina.
Laooconte:
cuatro brazos poderosos de hombre levantan el gráfico testimonio de tu
genialidad, una obra difícil, de envergadura singular, y los materiales
complejos de tratar…
“¿Quién
va a pagar algo por… eso?”
Dos
millones de dólares: 2011.
Los
espejos: ¿Cuál es tu verdadero rostro?
Mi
obra es mi reflejo.
¿No
es el arte moderno una blasfemia…?
No
existe Dios, una invención de la noche más primitiva.
En
el fuego, alrededor de las llamas enhiestas: existe la religión, se dice.
Cualquiera
de ellas: “El fuego que alumbra, que calienta la piel del invierno…”
Sobre
todas, el arte: invocar al vacío (o al espíritu) una vez se ha renegado de los
lenguajes litúrgicos.
Así
era la época, rituales al borde del abismo, en la cuerda floja de la nada, en
lo más profundo y oscuro de la caverna del espíritu.
¿Consagran
las manos del artista?
La
huella de los dedos, el palpar del genio sobre la materia, el ejemplar único de
la caza, el tiro irrepetible (no cuentan las falsificaciones, de nada sirven
aun siendo miméticas, aun igual de
placenteras que la obra real) es lo que otorga el gran valor… ¡el ejemplar
único en la pared del salón, arriba del sofá, enseña de la patria de este
hogar! (Frente al aparato de televisión).
(Aunque
sin la cabeza cornuda de un pobre ciervo, reno o cabra montés.)
1950.
Decenas de fotografías y reportajes en Life:
20 centavos. Del quiosco de la esquina a casa con la revista semanal recién
impresa en las manos pecadoras, aún con el venenoso aroma a plomo y papel
entintado, puede olerse hasta la sangre, la pólvora, el drama, el crimen.
1968:
100 dólares por una fotografía.
2010:
225.000 dólares por una fotografía.
Mira
la luna:
El
ojo de Copérnico, los mares blancos, pálidos… Y la otra cara, oculta,
noctámbula.
Despierta:
a un lado, Jennie misteriosa.
(Su
hueco todavía tibio, como si fuesen a preparar un vaciado sobre la cama, sacar
el moldeado, airear su belleza portuguesa.)
Abandona
el lecho.
La
puerta del lavabo está cerrada.
Golpea
suavemente con los nudillos. Pronuncia su nombre con miedo, como se habla a un
fantasma.
“Jennie.”
Adentro:
será la luz roja.
Repite:
“Jennie.”
“Espera”,
contesta la voz del interior misterioso.
Está
revelando: 1970: ampliadora, cubetas, fijador, negativos, papel de positivar,
de contacto…
Abre la puerta.
Cubre
su cuerpo, alto y esbelto, magnífico, una de mis camisas que ha descolgado del
armario. Apenas arropa el pubis sombreado de ligero vello, deja al descubierto
la largura y hermosura de las piernas marinas.
Sonríe
a la vez que sacude con parsimonia una de la grandes fotografías recién salida
de la cubeta, ya impresionada.
Es
una perspectiva de los rascacielos de la Sexta Avenida desde Diamond Row hasta
la 52.
Enciende
la luz roja.
Cierra la puerta.
Jennie: ha tirado más de diez mil fotografías desde
que están en Nueva York.
Algunas
tardes, a la hora del crepúsculo, con la copa en la mano, el repaso es
absorbente, felizmente interminable: cataloga el tiempo y la vida de una
ciudad.
Centenares de lugares,
decenas y decenas de calles, azoteas, muros, fachadas, vestíbulos, escaleras,
ventanas, cristales, hierros, piedras…
Revela
la ciudad de piedra y metal, la del ruido y el movimiento, pues la hace ver,
sentir su pulso.
Estos
decorados sobreviven durante años y años a generaciones que nacen y mueren.
Resulta que lo único que no parece provisional a pesar de los cambios,
derribos, suplantaciones y modificaciones morfológicas en este microcosmos
universal es la ciudad. Sucede a sus habitantes que, ridículamente, se llaman
dueños de ella en algún momento de sus vidas transitorias sólo porque duermen
cada noche en alguno de sus diminutos agujeros y comen sobre dos metros de
tierra de nadie.
Repudia el retrato y
el paisaje de los humanos: “Son efímeros, y no dejarán nunca de repetirse…”
No son piedra.
Qué infamia la cópula, qué asco los
espejos.
Una
fotografía de la gente es lo más repetido e innecesario que pueda imaginarse.
Los
edificios, el laberinto de las calles, cegados los horizontes.
Sin
embargo, finalmente claudica: esas riadas continuas de gente son el auténtico
alimento de los pétreos desfiladeros y las vías rectilíneas en busca inaudita
del horizonte, de las plazas abiertas al sol. La ciudad los engulle sin que se
den cuenta de nada.
Podría trazarse una descomunal topografía
de sus andares, caprichos, azares, mis imaginaciones y figuraciones, sentires,
contemplaciones…, escribiré en mi cuaderno de notas de
viaje (aunque sin dibujitos).
Cerca del Lincoln, una
calle de acacias, de poco tránsito. Paralizado en blanco y negro. Alza la
vista. Lleva algo en la mano, un libro, folletos. Le es imposible recordar qué.
Han pasado 40 años de ese intrigante estatismo.
Ahora
sólo es una instantánea de Jennie (que tampoco se halla a su lado desde hace
años).
Y
en el cerebro se estampan esas imágenes equívocas de la memoria exógena, a su
pesar acaso. Hay luz captada en ellas, fantasmas delineados en una encarnadura
que desafía el paso del tiempo pero a la vez atestigua en su inmediatez una
frágil condición del sujeto retenido, algo que terminará maleándose,
pudriéndose en vida, muriendo, pues es una imagen transitoria a despecho de la
falaz eternidad que le confiere la inmovilidad. Y esas pruebas indignas del
paso por la vida atrás quedan, ofensoras y humillantes, sólo inmarcesibles
durante unos pocos años (aunque terminen sumando muchos más años que una vida).
¿Cómo
era? Unos rasgos nítidos o imprecisos que te revelan… por fuera.
Descenso
a los infiernos.
(A
cámara lenta.)
Film stills deprimentes. Estereotipos del
pasado (vestimentas, peinados, modas efímeras). El código visual de lo
transitorio que, paradójicamente, airea una perennidad desde la liviana materia
del papel, tan presto a la destrucción, a su desaparición.
“Tus
fotos, Jennie, sólo son una copia interesada de la realidad, sólo un dibujo más
o menos fiel de sus contornos, de sus oscuros y sus claros.”
-Tu
escritura –se defiende- es sólo una interpretación de esa realidad, un remedo
descriptivo, un ir y venir de palabras sobre la página, cagadas de mosca para
quien no entienda la lengua en la que están escritas.
Hasta los jeroglíficos
egipcios y mesopotámicos logran descifrarse.
Una
tarea ¿para qué?
Jennie,
c. 1978: “Prefiero oír palabras que leerlas…”
Palabra:
dibujo/significado. Ni oírlas ni comprenderlas: verlas.
Los
objetivos, filtros y demás trastos de la Nikon de Jennie simulan una veracidad
que nada tiene que ver con la verdad que, gracias al cerebro, transmite el ojo
en su viaje de ida y vuelta; en el fondo, es otra interpretación.
“Escribo
con la Nikon”, dice. Una metáfora muerta.
Pero
en el lenguaje el mundo se cifra de tal modo que su épica se diluye en el suceso
menor de la ocurrencia y la fantasía.
“Erase”.
Una traición. Otra metáfora muerta
Una
sombra de otra sombra: ya demasiado lejos de la luz.
Y las tornas
cambiadas, trastocados los finales: Beatriz me guía al infierno. El poeta no ha
aparecido. Y nunca, nunca, se halla el paraíso.
Te conviene emprender distinto viaje.
Y,
entonces, erradicas las contenciones. La cámara sólo quiere apresar. Cuantos
más enemigos, mejor. Captura una y otra vez incansable el remedo del mundo, sus
fechorías legibles, las formas invasoras. Acaso el objetivo ni siquiera
seleccione encuadres significativos. Nada de sintaxis. Sólo formas: únicamente
tienes que apostarte entre la Sexta Avenida y Broadway con la 33 Oeste. O
parapetarte en una ventana baja de la 42 o Center Street atisbando por el visor
o disimular tras un árbol de Central Park al sol del domingo; mejor aún: como
falso estudiante por Columbia acechas cámara en ristre piezas jóvenes y
tiernas, a plena luz, sólo con el escondite del arte.
Juega
con las lentes. Sé paciente. Respira el aire verde refrescado por el Hudson.
Merodea incansable por Riverside Park. Bien abiertas las lentes. Apunta.
Dispara.
Pues
son presas pacíficas. Todo llega a convertirse en objetual.
Y
tú eres el inofensivo: anónimo, y tu máquina no mata.
Mas
todo lo que fotografías y pasa a tu lado queda muerto en una centésima de
segundo. Esas gentes que como un río te anega desde todas direcciones salen de
tu objetivo para desaparecer del todo una vez el obturador se repliega.
De
nuevo, puro automatismo.
No entenderás ni tu
tiempo ni sus figuraciones, ni tampoco su sentido. Robas la apariencia de un
mundo inmediatamente muerto una vez has presionado el disparador. Pero eso es
todo: una crónica silente de líneas y formas casi en seguida decadentes, espectrales,
pertenecientes ya a un pasado revisado sin imaginación, sin gracia, sin oropel
ni mistificaciones gloriosas o memorables.
Esa procesión de
andantes ya no la forman humanos, son fotografías, máscaras sin nombre,
figurantes para una colección con todas las variantes posibles, intercambiable
en el inmenso guiñol urbano donde viven movilizados por una extraña fuerza
vital que les obliga a seguir adelante día tras día.
Ahora estás dentro de
la barraca de feria que es Nueva York: huele a cerrado.
No son monstruos,
todos son diferentes entre ellos, y esa disimilitud a veces llamativa sino por
obvia cuando menos por aparatosa, es lo que hace a unos monstruos de los otros.
Una linterna mágica,
donde lo exponencial, lo malthusiano de la combinatoria humana termina
proyectándose sobre el muro intracraneal de quienes observan ocultos tras la
lente o a través de la mirada desnuda.
Y no hace falta que
vayas a sus patéticas cuevas en el Bronx, en Brooklyn o en Little Italy en
busca del buen gigante aplastado por la elefantiasis o el niño orejudo medio
idiota. Te salen al paso en el momento más inesperado y en el lugar más
equívoco. Lo primero que ves en ellos es la diferencia, la imperfección, lo
sobresaliente de esa distinción.
No existe sintaxis
aquí. Es la retórica de lo imprevisto, lo desconcertante, un código sin reglas
ni mandamientos procesuales: sólo mirar, sólo dejar que la máquina les engulla
y los mantenga quietecitos en la oscuridad de su panza paradójica hasta que
sean revelados a la luz: sesgados, en posición frontal, de espaldas, a lo
lejos, emborronados por un close-up
repentino, nítidos o turbios, clasificables o indeterminados.
No
son monstruos. Precisamente porque no son iguales a ti. Es decir, no son
prescindibles como tú: son grotescos y maravillosos, admirables por llamar la
atención, por hacerse oír, por querer existir a pesar de todo.
¿Y
qué ocurre cuando el protagonista de la fotografía es el que está detrás de la cámara?
Empieza
a descubrir otra realidad. Entonces
ya no importa que destroce un orden aparencial, las formas ideales de lo que creía estar viendo.
La
geometría estéril de los tabúes se desbarata, el castillo de naipes marcados
por la convención y la estulticia del rigor se viene abajo con estrépito.
Lo
moral y lo ético apenas tienen lugar en una neutralidad maquinal y técnica que
al tiempo que nada hace por enderezar entuertos tampoco interviene crítica,
desmitificadora o vindicante. Se mantiene en silencio. Al igual que las
fotografías y sus personajes retratados en ellas.
Como
buena entomóloga judía la crueldad de la naturaleza (en la que ella en nada ha
contribuido para su fatal desarrollo y permanencia, luego es inocente) es
perfectamente asumible, es semejante al turismo africano de fotografía: uno
contempla cómo la cría de gacela va a caer en las garras de la leona, pero no
hará nada por defenderla. Se trata de la ley de la selva. Tú sólo eres un
testigo inútil, invisible entre la cámara y el suceso.
No comment.
La máquina habla. Es suficiente. La naturaleza, estúpida y sanguinaria, sigue
su curso a la nada, insensible a lo moral.
La
parada de lo singular en Manhattan depara el espectáculo, mas no una
intervención interesada. Ahora es una normalidad, y el caudal pacífico que
llena las avenidas flamantes y las calles de Nueva York pendula entre lo
cotidiano y la pesadilla intocable, incorregible.
La
otra chica judía que huye horrorizada de las páginas satinadas de Harper’s Bazaar y Vogue se da de bruces encantada con la sordidez y fealdad
inconsciente de lo estrafalario y anómalo, que se diría que es lo que anduvo
buscando sin saber su nombre.
Esta
es otra que, libre de tumores, levanta la tapa del infierno y aspira su
hediondez. No es que se relama en ello como sorbiendo un merengue,
entendámonos, pero mete la nariz para sacar de sí su propia degeneración, el
hedor de sus venas por donde fluye la sangre enferma, lo excrementicio de la
sociedad biempensante y que oculta al Gran Ojo Universal.
El
tumor como una sabrosa tarta de manzana: un pedacito para cada uno: este para
ti; este para aquel; este para mí… servidos en platillos adornados con vírgula
dorada, las cucharillas de plata, y la jarra de agua pura, las blancas
servilletas de tela…. Todo muy equitativo y, por supuesto, menos letal, más
llevadero, despojado del dramatismo en la mirada de quienes se creen
inmortales.
El
final, aun siendo el mismo, no es justo: una tiene un tumor; otra, se mata. Dos
desperdicios.
El
esperpento es la magnífica seriedad de los actuantes. Se diría que son eternos.
Si hurgamos, el monstruo (lo que no se ve)
está dentro. Es lo que habría que airear: la mezcolanza repelente de lo que se
halla tras las encarnaduras. Un fantástico material capaz de proporcionar
sugerentes combinaciones e inesperadas
resoluciones plásticas.
La
frialdad es una condición necesaria en una antropología visual que requiere
enlodarse con el objeto de su estudio. Aunque, naturalmente, sin afligirse:
ello invalidaría el cometido principal de quien sólo observa, registra y
captura de manera transitiva.
Emboscada
en su propia trampa (terminará matándose), la chica díscola de los Nemerov
refleja la fealdad de lo extraño o su
belleza oculta. En verdad, no sabemos.
Y,
en el fondo de todo ese muestrario, se agazapa lo evidente, el exponente no por
tangencial en cuanto imagen menos sorpresivo: el monstruo era ella. Fue la
felicidad de los monstruos, su plácido conformismo, la que confundiría su mente
y la arrojó sin contemplaciones a una tristeza sórdida y destructiva. Su
diferencia les hacía a ellos menos vulnerables y a la notaria de la cámara una
desdichada enfrentada a su interior lleno de horrores sólo visible para ella.
La subversión ha podido con esta viajera que iniciara su periplo mediante
inocentes travesuras.
¿Qué
esperaba?
Lo
que no tenía nombre.
Una
más robando el fuego con la Nikon SLR
de 35 milímetros o la Rolleiflex de
gran angular de 2 pulgadas y cuarto.
Aterrada
de su embarazo imaginario rehúsa abortar el espanto.
¿Cómo
desembarazarse de la realidad que ha construido con semejantes patrones?
Lo
degusta recorriendo la senda de lo peor, una noesis obcecada en el engendro que
la hunde en las arenas movedizas de un cerebro enfermo (aunque sin tumor).
Ha
dejado de mirar a través del visor. Mal asunto.
Tan
cerca has estado de aquel enajenado Strindberg que un siglo atrás ya buscaba el
alma de los seres y los objetos de la forma más auténtica realizando retratos
fotográficos por medio de una cámara fabricada por él mismo con una lente sin
pulir, un tosco artilugio a través del cual las placas sumergidas en el líquido
revelador registraban absurdos abstractos que el dramaturgo confundía con
espíritus y otras prodigiosas apariciones.
Ahora
está desnuda frente a los ojos acusadores de los demás. Una desnudez
mortificante, ni ejemplar ni digna de ser revelada. Es repulsiva, y apesta a
Central Park West y a Park Avenue, a Upper East Side y a Quinta Avenida, a su
origen de judía rica y a abrigos de suaves pieles de los que emanan fragancias
francesas. Han vuelto los antiguos olores a pesar de la mugre y el sudor y la
mierda con que ha estado embelleciéndose y perfumándose desde hace más de una
década con la cámara al cuello y veinte rollos en los bolsillos del abrigo
andrajoso: era capaz de llevar encima sin lavar la misma ropa exterior e
interior durante semanas.
De
nada ha servido. En el final nada anestesia, nada duerme. El viejo olor de la
decencia y el lujo te asfixia. La podredumbre del corazón.
Y
odia el asqueroso verano en Nueva York, interminable, sofocante, lleno de
desalientos y el cielo blanco, candente.
La última
cena: un pollo entero asado que vomitará al amanecer hirviente, ya
irrespirable. Bonita purga.
El
26 de julio de 1971 echa el cierre definitivo a la barraca. Licencia al hombre
de tres cabezas, a la mujer serpiente, al niño de doce pies, al viejo volador
sin alas, a la gorda de 315 kilos, al bebé elefante, al feto rojo, arrugado,
guiñaposo encerrado en la botella, a un frasco transparente lleno de billones
de células cancerosas: una masa indescifrable.
Después
de la excursión, el baño sagrado, el sueño eterno: la sangre que brota de las
venas (esto ya es una costumbre en los artistas, qué fastidio) colorea el agua,
la eleva a materia de estrella.
Felices
sueños, felices fiestas.
No
os neguéis a la compasión.
Os
quiero.
Diana.
Los
tienes delante, los que forman la muchedumbre de neoyorquinos y visitantes de
paso que dan sentido a la urbe y sus pleitesías y complacencias. Las corte de
los milagros de todos los días. Una fraternidad en la que todos sus miembros
cotizan idéntico final después de una correría de infinitas variantes. Pero son
como fantasmas agitados que no dudarían en propinarte un empujón si te
interpones en su camino, van y vienen, viven y mueren, desaparecen, se suceden,
se sobreviven, son un nombre, o ni siquiera eso, se les recuerda, se sumen en
el olvido hasta el final de los tiempos humanos y terrenales. En el fondo y en
la apariencia para el testigo atemporal son siempre los mismos. El mismo, la
misma.
En
tu obra, terrible Hesse, eliminas al hombre y a la mujer, tan ordinarios y
tumultuosos, tan repetidos y conocidos. Al igual que las estructuras
imaginarias del ser conforman una poesía visual de lo orgánico, lo de “adentro”
expuesto al exterior mediante la fantasía matérica permite allegar a otra clase
de poesía tan legítima como aquélla.
El
arte de la elegida informa de lo que ya nunca serás capaz de ver: estás
demasiado enclavado en la realidad y sus figuraciones para poder suplantarlas,
tu percepción es esclava en demasía de todo aquello que se opone a lo
fantástico e incluso a lo ilusorio. Pero ella desenreda la metafísica plástica
y se evade del referente humano, codifica y enreda sus atributos más íntimos y
a los que nadie, absolutamente nadie, podría encarnar en hombre y mujer. ¿Cómo
se dibuja el espíritu? ¿Quién sabría delinear el alma, colorear el pensamiento,
construir la emoción?
Amontona
detritus, una savia nueva. Trastos elevados a superior categoría de la que
merecerían a tenor de su sorprendente y química materia que tan fácil
aplicación procesual ha encontrado en las Bellas
Artes.
Ese
alfabeto la descifra en la creación. Ella es el discurso. Qué formidable
procesión de residuos.
Esto
es el espíritu, se dice ante un pedazo de plástico.
Coge
un tubo de goma, lo retuerce: mira lo que te haría, alma invisible, loco
pensamiento de un lado a otro… ¡Ni para el arte me vales!
La
fibra de vidrio: la amenaza constante: estás jugando con fuego, ¿a qué husmear
la materia del infierno? Sé juiciosa, la pulcra madera, el barro virgen y el
hierro inocente bastan para cerciorarse del mundo y sus apariencias. No
precisas nada más. Dijo (uno): “¿Así que quieres ser artista?” Muy bien. Coge
un lápiz y un bloc y echa a andar. El mundo ya sabes dónde está.” Abandona las
pompas de lo novedoso. Todo el futuro está lleno de peligros. Te rodean
asesinos dispuestos a darte el golpe final. Y ni siquiera son visibles: asestan
la cuchillada sin que nadie sea capaz de percibir su presencia maligna. Sé
modesta, no adores el becerro de oro de los nuevos
materiales (¡Bonita advertencia! Lo bastante para lanzarse a ellos sin
pensarlo dos veces: lo nuevo te empuja adelante.)
Tu rara gramática del
sinsentido y lo objetual depara dolorosos acontecimientos. Es una selva
inexplorada aún, sin el bagaje defensivo necesario, de modo que estás expuesta
a todo tipo de ataques y agresiones, por lo alto y por lo bajo, desde todos los
lados. ¿No te bastaba el vocabulario cercano de la figuración? También ahí
anidan infinitas versiones todavía invisibles, sugestivas combinatorias capaces
de airear múltiples variaciones formalistas. Y ello con la materia ancestral
del pincel y el pigmento, del palillo y el barro. Recapacita virgen necia, y
toma el camino correcto de lo milenario, el éxtasis del símbolo y de lo humano.
¿Es
lo nuevo lo no-conocido?
Nuevo
es lo que ha de emerger a la realidad de una manera u otra; no-conocido puede
que no exista nunca. En ese territorio de lo no-conocido es donde me muevo. Esa
certeza es lo que me hace estar segura de que lo físico, lo material, el objeto al cabo, sea sólo la punta del
iceberg, sin que eso presuponga conferir al concepto, al pensamiento, un papel
“escondido”: lo que queda por debajo de la parte visible de la obra es lo
extraño, lo no-conocido, el
territorio virgen para el artista y que es por donde traza sus idas y venidas,
su agotadora excursión por lo ontológico, incluso es la región de lo sublime,
otro lugar y otro tiempo donde nadie puede seguir al artista porque él mismo y
su obra se tornan invisibles por
innominados e ignotos.
La
estética es exclusiva del ser y las cosas
de lo humano.
¿Y
los otros, los de delante?
Actúan.
Son lo otro.
Diseño
mis obras sobre papel.
El
alzado tridimensional, su estructura visible, real, sólo es la última etapa (y la más grosera) del acto creativo.
Cuando termine la
guerra haré que me las fabriquen con materiales vírgenes en el mismo Vietnam.
Ítem.
Siempre
fui precavido: las manos, las de otro.
Hasta
me llamo Smith: el nombre perfecto.
Existen
las fábricas, las componendas impecables, los tornos que miden hasta el
milímetro, la precisión industrial en un trabajo bien hecho y revelador de la
mayor pureza: los mejores acabados. Bonito eslogan.
La
buena nueva.
Este
es el nuevo arte.
Parece
raro…
¿Qué
se pensaban? Yo no iba a morir en el empeño. Ser artista es algo muy inferior a
ser un “hombre sin patrañas”. En realidad, el arte es una curiosidad, quizás
también algo parecido a la cultura y, sobre todo, y muy especialmente, una
adición nominal que te permite la extravagancia y la ocurrencia más demenciales
sin llamar excesivamente la atención. Si, además, ganas dinero, la palmadita en
la espalda, la zorra bajo las sábanas…
La
conciencia en su sitio: dormida, anestesiada por el logro.
Y,
desde luego, la antítesis de lo inmediatamente propuesto. Es el único lugar
donde uno puede administrar su talento con frialdad y libre de competencias
adolescentes.
Yo
envío mis ideas escritas y dibujadas en un papel a la Welding Company, en
Newark. Ellos fabrican mis obras. Respetan íntegramente mis instrucciones. No
hay sitio para el error. Cuando llegan a mis manos perfectamente embaladas,
sólo hay que montarlas o disponerlas sobre el suelo de la galería. Eso puedo
hacerlo yo, o puede hacerlo otra persona obediente. ¿Qué importancia puede
tener para el espectador, para ese tipo vulgar y anónimo cuya única misión es
contemplar el trabajo de los demás? Nunca debimos dejarle entrar a olisquear en
la cocina. Esos son los errores del pasado que me dispongo a combatir. El
espectador en su sitio, detrás de la raya roja; nosotros, en el nuestro. El
arte, al menos por el que yo abogo, tiene mucho de alquimia, de arcano. Un
código conceptual que guarda algún vínculo mental con los llamados “misterios
de la tribu”, sólo el brujo se halla en posesión de sus poderes y gracias. Sé
muy bien qué hace que mis obras resulten de una manera u otra, y cuál debe ser
el orden de su disposición. Antes, he pensado durante mucho tiempo el material
que va a configurarlas, la textura, el brillo o la pátina que debe
ennoblecerlas, la forma que las delimita y las convierte en objeto artístico,
las relaciones espaciales… Y ello de gran pulcritud, de aséptico acabado,
meticulosa perfección. Impersonal, objetivo. A veces, uno alcanza a ser genial…
Si se me permite decirlo de ese modo, en fin… Nada en todo esto es sencillo, y
queda muy lejos de lo simple, puesto que los factores que se conjugan en el
proceso llevado a cabo suponen una gran meditación. Una modesta línea sobre el
papel puede obligarme a permanecer durante horas bajo la luz de la lámpara, el
círculo o el rectángulo son capaces (lo sé) de llevarme a la locura en cuanto
me descuidara, la geometría reflexiva a la que someto el objeto, su enmarque en
el espacio, logra conducirme casi a la extenuación. Mucho he de pensar. Mi arte
es pura reflexión, su esencia más verdadera. La conversión de las escalas es algo
realmente enervante, las pátinas finales, los perfiles extremados, y la luz…
Realmente, se trata de una matemática fatigosa a la vez que… intrigante. Sí,
esa es la palabra. Y nunca cesa la inquietud, lo acuciante de la creación. Uno
nunca sabe si se guiarán exactamente por
los planos, si se atendrán a lo prescrito con la fidelidad debida pues, por muy
meticulosos que sean, estos tipos de la Kreysler, la American Canyon o la
Calson siempre encuentran un resquicio abierto en el boceto para pensar por su
cuenta, para colarse con alguna ocurrencia estúpida.
¿Laicismo
o práctica sacramental?
Quien
sabe…
¿Importa
algo en realidad?
Un
chamán obrador, teórico, parlanchín… y ecuménico: nada se opone a nada.
Se
trata de obras inmortales, imperecederas en el tiempo: aquéllos que las
fabrican siguiendo tus instrucciones en una cuartilla pueden repetirlas cuantas
veces crean necesario. La obra es lo desechable, la encarnadura tenaz del
concepto y el plano escrito en un papel.
Si
logras dejar en blanco el maldito cerebro del espectador, aunque sólo sea por
unos instantes, la flecha ha dado en el blanco. La diana es la nada. ¿Sabes qué significa exactamente ese cerebro vacío? Pues que ahora es una
caja a la que puedes ir arrojando en su interior todo aquello que se te ocurra.
Estás creando un maldito lenguaje desde el cerebro hueco de ese tipo poco menos
que alelado hacía unos momentos.
En
pos de la proporción áurea.
El
número de oro, la fórmula del universo.
Luego,
todo se desvanece como el agua entre los dedos.
1966, Nueva York. Por
entonces…
Una
panda de empleados (libreros, recepcionistas, vigilantes) del M0Ma (no parecía
una casualidad) comienzan a levantar catedrales, a erigir culto a nuevos
dioses, pues los antiguos han quedado sepultados por el rezo salmódico, una cháchara
monótona carente de sentido.
¿Cuál
es el nuevo arte? Qué pregunta. El último en asomar la testa por encima del
fango de las pasadas lluvias.
La
propuesta: un aburrimiento técnico, lo raro que se torna clarificador, lo
nebuloso que termina perfilando la forma perfecta.
Ítem. Lo judío es lo
perfecto.
Y,
en seguida, la cháchara.
El
arte es un lenguaje universal… Mentira: exige la traducción, la exégesis: una
comprensión de sus mil idiomas en ese silencio mayestático donde se ha posado.
O su contrario: el sacro enredo ininteligible, inaudible, de una invidencia
flagrante a tenor de su desnudez comunicativa aunque hábilmente catapultada a
lo metafísico a través de la misión propagandística de los actuantes de la
pluma.
La
hermenéutica y sus entusiastas afiliados terminan por otorgar patente de
genialidad al cachivache, al futuro pingajo mercantil y museable.
¿Qué lógica ampara tal
morfología de lo pulcramente reducido a niveles artísticos mínimos, apenas
tocable por su propio creador?: Lo puramente formal, una ordenación carente de
misterio y de la sucia huella de los dedos. An
American Way of Life: de la limpieza más desusada al objeto del basural
periférico. Un esteticismo de la geometría hermanada con lo irregular de la
materia. De lo simple (el cubo, la línea, el círculo) a lo poético que anida en
todo detritus, una gestalt de lo
seriado como reflejo de la absurdidad que da lugar a una semántica tan precisa
como descabellada frente a lo cultural e ideológico que informan la sociedad de
su tiempo.
Este nuevo artista,
Prometeo feliz y comodón, lejos del fuego y su chamusquina, del águila y la
maldición, ya no necesita la presencia
física de la obra. Le basta con pensar. “De nuevo hablo conmigo mismo”, que
diría un Ginsberg un poco más borracho de lo habitual en compañía de sus
compadres y todavía poco wittgensteiniano, poco esencialista.
(Aunque, calla. Como
suele decirse, nunca trates de imbécil a un artista engreído, pero nunca
olvides que lo es.)
La
Artista Perspicaz ha acudido un día lluvioso de abril de 1968 a desmenuzar 46 Variaciones en Tres Partes de Tres Clases
Distintas de Cubos.
Ella
misma ya expone a solas (y sin miedo): Fischbach.
He
aquí al recepcionista Sol LeWitt.
Te
diré algo, dice el hombre Que Nunca Habla.
Ella
escucha con atención.
“Ahora”,
volvería a decirse a sí misma, sin esconder una sonrisa, “ya lo sé todo.”
Pero
le atemoriza estar sola, ser solo, a
oscuras en el 134 de Bowery.
Hay
días que…
Sale
a la lluvia de afuera, fresca y primaveral, como liberada de algo innombrable
que la oprimía desde tiempo atrás, algo que no lograba definir en su angustia y
que el agua clara que cae del cielo como una promesa termina borrando del todo.
No
importa el orden, en realidad. Ni la pulcritud de su presentación, ni un
serialismo de principiante o una matemática de bachiller. Lo que importa es el
alma y su profundo galimatías, la idea hijuela de aquélla.
Impura
y sacrílega, trasnochadora, transgresora, rebelde y desafiante, obscena,
confusa y hechicera de falsos prodigios…, pues la taimada pretende convertir la
escoria y el desorden que ensombrece los rincones y el suelo de su mugriento y
herético taller en brillante oro: ¡de cabeza al Syllabus Errorum Modernorum…! ¡Y allí te cuezas, apóstata!
MINIMALISTAS:
Es de los nuestros.
ELLA:
Empujadme sin avisar.
¿Y
tú?
¿Yo?
Sí, tú.
Pues
como ese tipo que al final murió de las
convulsiones que le produjo leer las obras completas de Walter Scott en doce
días y medio.
Mano
sobre mano.
No
sabe qué hacer.
(Así
que se fue a pasear al perro.)
(De
haber seguido en Nueva York este tipo hubiera acabado con toda probabilidad
convertido en un hombre-rata viviendo a perpetuidad entre las sombras
polvorientas y fantasmales del Freedom Tunnel.)
(Las
calles están nevadas. Receloso, anda por el medio de la acera. A pesar de estar
arruinado guarda tamaños cuidados: teme que se desprenda un trozo de hielo de
una cornisa y le abra la cabeza. ¿Quién pagaría al energúmeno del médico? Eso
si hay verdadera mala suerte y no se
muere.)
Te
tienen como a una niña mimada, pero a la vez no te suponen ninguna heteronomía
aplastante ni en el arte ni en la vida.
¿Y
ése que contigo va? Un escritorzuelo del demonio. El cronista del pasado que se
aburría y bajó a la tierra, un seudocreador de puñados de planos
interrelacionándose donde termina borrado finalmente a despecho de su
omnisciencia. La sombra de una sombra. Un notario que levanta actas de
materiales apócrifos, retales deshonestos, suposiciones, mentiras… Un negro con el depósito de la
estilográfica demasiado cargado que mancha de tinta azul (la sangre más
repugnante y cobarde) todo aquello que queda a su alcance.
Ella:
necesita todo el espacio y mucho más de seis días. Es la Diosa. Y no descansa
el séptimo día. ¿Para qué? El tiempo vuela.
Tampoco necesita un
hombre a su lado.
Es una diosa, y eso es mucho más que un
dios.
Aunque
si cometes una transgresión tal vez sólo seas impuro hasta la puesta del sol (Levítico, III, 11-24).
Sed
santos, porque santo soy yo (Levítico,
IV, 19-3).
Ella, pura o no,
improvisa levíticos, autos sacramentales de propia inspiración.
He
aquí, mis hermanos en la muerte del arte, su Kashrut, un conjunto de leyes que no ha de demandar la consigna ni
la prohibición en ninguna de las manifestaciones artísticas del futuro. Ejerce
el libre albedrío. La fe sólo es el vacío, el miedo a la nada.
Este
es mi cuerpo: comed de los pies a la cabeza.
Eva,
hoy, es la nada, está en la nada.
Este
es mi espíritu: bebed.
La
libertad absoluta: mente, cuerpo y materia forman un revoltijo del que la
afición ha de nutrirse.
1948:
Así pues, dedico este modesto dibujo a mi daddy
y al público en general.
Porque
su vida en nada se parece a la de los otros, y sus sendas son extrañas (Sabiduría, I, 2-14).
¿Acaso
no era su propósito vaciar la obra de
toda condición estética aun sin incluirla en el discurso diario de las
trivialidades humanas? Tal vez el arte, el objeto final susceptible de
especulación y observación descabellada sea un maldito juego, un
entretenimiento, pero no lo es en modo alguno la intervención del artista,
levítica y solitaria, de recogimiento, y el proceso coadyuvante de su
plasmación.
Y
he ahí el fracaso, pues más tarde o más temprano, dependerá del cambalache
programado, la obra adquiere una validez financiera (cuando no la tenía
estética por deliberación), o plástica o histórica: se ha convertido en un
producto artístico lo que sólo era lo residual de un proceso mágico, alquímico,
esclarecedor y luminoso como el rayo gótico que de improviso recorre la
oscuridad del espacio sagrado de la catedral y desvela el caleidoscopio de las
vidrieras.
Una
obrera del arte: unos, se manchan; otros, se envenenan. Los demás son los
farsantes que comercian e inflan sus estómagos de aire: porque es desdichado
quien desprecia la sabiduría y la disciplina, sus esperanzas son vanas y sus
afanes estériles (Sabiduría, I,
3-11).
Come
resina, respira óxido, úntate de cáncer. Muere por tu obra. Si es preciso, te
cortas una oreja, te descerrajas un tiro en el pecho y tardas dos días en morir
yacente en un camastro de la buhardilla como el bueno de Vincent. ¡Bella
agonía!
Puedes
ahorcarte. Estrellarte con un automóvil. Cortarte las venas. Arrojarte al
vacío. Galopar a lomos del caballo con la lanza de Thor clavada en el brazo.
Ser más hombre que artista (o ser sólo hombre).
Y
entonces estará el justo en gran seguridad frente a los que le afligían y
menospreciaban sus obras (Sabiduría,
I, 5-1).
O
ser Picasso, sencillamente: El Gran Español Feliz.
Para
todos los niños felices el dibujo es una magia, los palotes de colores ni son
símbolos ni analogías, ni metáforas ni apelan a lo connotativo; denotan, sin
adjetivaciones de ninguna especie, la más determinante de las simplicidades
informativas: son una realidad que representa a papá y mamá y a toda la
parentela con la mayor exactitud posible acompañados de la casa sobre la tierra
verde y el árbol recto a la derecha (y las nubes algodonosas y blancas recorren
el cielo azul, y, a veces, a un lado, también se ve el coche marrón, o negro, o
azul, o rojo, o amarillo: el cromatismo es una cuestión muy personal; lo que no
pintan nunca los niños es un coche blanco, no entienden la invisibilidad, se
aferran a lo concreto).
No
crezcas nunca: anda de luna de miel con el mundo hasta los 90 años
bíblicos, picassianos, dibujando
palotes, las emociones chafarrinando.
Y
la muchedumbre, seducida por la perfección de la obra, al que hasta entonces
honraba como a un hombre, le miró como cosa sagrada (Sabiduría, II, 14-20).
Así
que 2.000.000 de dólares esa pequeña reunión de materiales imperfectos que de
tan sagrados no se pueden tocar en virtud de su fatal delicadeza: pueden
convertirse en polvo, pues el tiempo ha desustanciado su materia que a duras
penas se sostiene. Se está desmaterializándose, en nada ha de quedar: blanco.
Has obrado
correctamente. Has logrado que otros especulen con el concepto, la no-materia,
la sola palabra, que es aire y el viento se la lleva: “Pagan la nada, las
palabras que nada son y en el aire se desvanecen.”
Tu arte es una
negación: invalida el objeto y su miserable adición de valor de cambio. Y, sin
embargo…
Sé
como quien, sabiendo, sabe callar (Eclesiástico,
I, 32-11).
Nada
digas. Sueña.
Pero
también esto es vanidad: todos sus días son dolor, y todo su trabajar fatiga, y
ni aun de noche descansa su corazón (Eclesiastés,
2,23).
¿Por
qué creerle? (Respecto a su arte.)
Y
ella: ¿Por qué creerles a ellos? (Respecto a sus medicinas.)
Desahuciada,
se precipitó desnuda y con la sola arma de sus manos en la selva, cualquier
cosa salvo el encarnizado enemigo que corría tras sus espaldas en forma de
quirófano y radiaciones.
“Hahnemann,
supongo.”
“Sueñe,
mi querida amiga.”
Bastan
el aire, y el agua, y el calor del sol…
Lo
mitómano. El violeta es el color de los dioses.
“¿Sabes
lo que significa Häagen-Dazs?”