lunes, 29 de agosto de 2022

58

Nada sabe de lo que escribe, pero las palabras están ahí, “deletreadas” por los dedos, y se quedan presas en algo mucho menos voluble que la memoria.

Sólo al final del final sabrás del resultado. Con la página en la mano, con el cerebro en blanco y, ahora, sí, con los ojos abiertos de par en par.

Ordena las piezas: HESSE.

Pero de nuevo las desordena en seguida…  ¡Enemigo de lo bello!

¿Acabaría ella convertida en una judía pequeña, fea, rechoncha y ávida?

(Gertrud Stein, Liliam Hellman, y más a mano, la plañidera Pizarnik que nunca entendió el idioma el idioma que escribía…)

Este día es muchos días.

Ordena las piezas…

¿Dónde vive el coleccionista?

Es un tipo de Los Ángeles. Pero ahora anda por Boston. Compra terrenos, especialmente en parajes boscosos con grandes claros abiertos a la edificación. Algo trama. (Y no será honorable.)

Dos horas de viaje en automóvil hacia Vermont, donde el hombre disfruta de una segunda o tercera residencia.

Es una casa diseñada por Frank Lloyd Wright en 1952. (250.000 dólares).

“¿Qué sabes del tipo?”

“Todo. Tiene dinero. Un especulador nato.”

“Pero la casa…”

“Parece desmentir esa tosquedad, pero no es así. Y es cierto, fue obra de Lloyd Wright. Él estuvo aquí… El aire huele a sagrado.”

“Algo bueno deben de tener, su familia, él mismo…”, dijo.

La casa…

Habrá libros por todas partes…

Les abre la puerta el mismo anfitrión. Un falso gesto de sorpresa. Estaba prevista la hora de su llegada, lo que incita al sarcasmo silencioso… y hablado. Les esperaba. Estaba todo acordado. Así que, finge. El Testigo sonríe burlón. Es inútil llevar a cabo algo espontáneo con un tipo como ése.

Libros de gran formato, tres de ellos (ver, no leer) encima de una de las mesas auxiliares del salón; una novela policíaca de bolsillo de cubierta llamativa sobre el sofá de piel de vaca; una estantería de roble forrada con lomos negros, azules y verdes (por debajo del centenar) .

Luces: amarillas y ocres. Bien acompasadas, crean un buen ambiente a pesar de los muebles presuntuosos.

¿Una copa?

Parece una hora adecuada.

Pues nada de eso.

Y tampoco hay invitación para sentarse. Se trata de una exhibición, un recorrido que excluye la sabia conversación. Es una cuestión de ego y vanagloria.

Empezó infame:

“En realidad”, confesaba, “lo adquirí aconsejado por mi asesora financiera. Una mujer estupenda, una lince en todo. Una brocker de fiar. Nada de fondos ni cestas de valores opacos. “Oro”, advirtió. “Y arte de los cincuenta y sesenta, lo último. Vamos a esto, a una inmejorable plusvalía…”

Lo adquirí…: se refería a una de las pinturas de Hesse (una de las que yo quería catalogar).

Etcétera.

Por lo demás, ¿cómo pudo el viejo león de Wisconsin diseñar un hogar de tales hechuras conociendo al cretino listo para los negocios y con la billetera repleta que se la encargó? El desajuste entre ambos “conceptos”, él y la casa, el mercachifle y el arquitecto, el artista y don Nadie, es intolerable, contrapuestos hasta la indecencia.

El feliz propietario de naderías, puesto que nada entiende, y, por consiguiente, cualquier cosa artística que posea terminará deslizándose como agua entre sus finos dedos pasados por la manicura, viste como un dandi “de los 50”: el fular de seda debajo de la camisa azul celeste, perfectamente anudado, deja ver el cuello esbelto y bronceado; luce un fino bigote, fuma en boquilla dorada y es excelente el corte de pelo echado hacia atrás. La mano derecha en el bolsillo del pantalón blanco con pinzas. Zapatos de un marrón claro con flecos. Exhala seguridad, una parsimonia elegante. Es la personificación de la pasta. Lástima que el dinero no logre tapar la estupidez.

Exhalaba condescencia.

“Adelante, le dije –nos relataba eufónico-, tú eres la experta. Y la genial Claire en seguida empezó a seleccionar artistas, obras… Es una de mis empleadas geniales.”

El tipo despide un discreto olor a colonia sin alardes, de seca fragancia, carísima.

“Amontoné Hockney, Hesse, Warhol…”

“¿Podría enseñarme la casa?”

“… Carl Andre, Lichtenstein, Kitaj, dibujos de Morris…”

“La casa, ¿podría verla?”

“¿Perdón…?”

“La casa…”

“Con mucho gusto... De Kooning, Clyfford Still…”

La casa en 1970: 1.275.000 $.

Aún no la vende. La construcción resiste, y también la madera, bien tratada a lo largo de los años. “Aguantaré hasta el final”, se dice el inversionista.

Pero no hablamos de arte, bastardos de cuatro perras, debe decirse para sí, hablo de pasta. Nos mira de arriba abajo, y sé que piensa exactamente eso: correctos y bien educados, pero visten ropa barata de confección comprada en Grandes Almacenes.

El Gran Propietario había rehusado que el propio Lloyd Wright diseñara los muebles, como solía hacer en casi todos sus  proyectos inmobiliarios. Por supuesto, eso era lo único que repugnaba la armonía de la afortunada concepción material y espacial de la construcción, un caparazón varado en la tierra, órgano de feliz sincronía regido por leyes propias, hasta las más nimias. Aunque, como toda arquitectura individualista con pretensiones serias, escondiera sus secretos y sus chirridos.

En la casa, de planta abierta, la chimenea actúa como núcleo central en torno al cual parece estructurarse todo el interior a la vez que se acopla a los volúmenes horizontales del exterior al erigirse a lo alto ancha y robusta. En la disimulada sencillez del diseño coexisten espacios muy diferenciados entre sí, todos sugerentes, como invitando en cada uno de ellos a hacer cosas muy diferentes entre ellos: leer, pensar… amar. Las resoluciones técnicas, si uno se pone a pensarlo de verdad, son casi asombrosas: una invención estética de artista más que de arquitecto las invisibiliza: sistemas ocultos de riego, vigas de acero escondidas en la cubierta voladizo, machones de ladrillo que, al margen de su disposición eminentemente estética, cumplen una función estructural, macetones de profusa jardinería que culminan la armonía de los ángulos. Piedra, ladrillo y madera. Es suficiente con eso. Grandes ventanas por las que entra la luz a raudales, luz sagrada y limpia como un aire libre de impurezas, una organización formal que acota hasta tal punto lo espacial que ese hábitat parece ser el único apropiado para la existencia feliz del hombre: lo que manda en todo momento de manera sutil y milagrosa, sin enjundia constructiva o arquitectónica, es el espacio interior, el techo y la pared que abrigan del frío y cobijan de la lluvia y la cólera del viento… Y la naturaleza envolvente, visible, sin ningún impedimento que la oculte, acariciadora de la construcción en todo momento: “…lo único que llegaremos a conocer del cuerpo de Dios.”

“Acompáñenme, por favor.”

Le miran aquiescentes y silenciosos.

“En una de las habitaciones de mis hijos podrán observar colgados un Pollock y un Newman, un lienzo de la O’Kefee de pequeño formato. Creo que va siendo hora de venderlos, ¿no? Por lo menos antes de que nos metamos de lleno en los años setenta… Desmitificadores, me temo.”

“Si él lo quiere… le seguiré el juego”, se dice El Catalogador (vive de farol: a la mierda con todo).

De manera que miente con todas las de la ley, con grande mala hostia:

“Hará usted muy bien. Los directores de los museos se han vuelto volubles. Nadie puede negar una evidente saturación en el mercado del arte. Y los setenta, efectivamente, lleva usted razón, son una incógnita. ¡Cualquiera sabe! Yo me desprendería de ellos en seguida. Las galerías han cerrado el grifo y el arte americano aún no interesa en Europa. ¡Habrá una desbandada general, créame!”

“¿Habla usted en serio?”

“Todavía está a punto de recoger excelentes dividendos. Me atrevería a asegurar que un sesenta por ciento por encima del precio que pagó”, remata.

(Sabe de lo que habla).

Un silencio embarazoso antecede a la acción del especulador.

Se ha descompuesto el tipo, la cara adquiere el tono de la cera y el azul del iris vibra de incertidumbre:

“¿Un sesenta por cien…?”, exclama. “No es mala venta, en todo caso”, termina reconociendo mientras retira la boquilla de entre los dientes con gesto pensativo.

Sólo cinco años más tarde algunos de esos cuadros rondarán el millón de dólares: multiplicarían por cien su valor… de mercado.

El paseo inmobiliario y artístico ha perdido interés. Sólo es una casa, sólo son cuadros absurdos, debe pensar el inversor. Sólo son unos invitados y, ahora, un estorbo hasta criminal. Ahora ya le falta tiempo para todo: para coger el teléfono, para hacer sumas,  para concebir estrategias de venta, para coger las llaves del flamante Corvette rojo y plateado del 53, uno de los trescientos hechos a mano ese año, y salir disparado hacia Manhattan, calle 57 Oeste.

La mirada se ha acerado; la boca se encoge hacia adentro: “Bien, deben disculparme. Tengo asuntos urgentes que atender”, logra decir con falsa tranquilidad.

Les acompaña presuroso a la puerta.

El Embaucador Vengativo puede oír los delgados regueros de sudor resbalando sobre la piel delicadamente tostada, puede oler la adrenalina que exhalan sus poros…, adivinar en ese atildado mequetrefe el olor del dinero al alcance de sus dedos elegantes y culpables mezclándose con la irrupción hormonal que se activa ante las tretas y galimatías que exigen el trueque y la ganancia.

Buen provecho.

Una obra original: buscan las firmas, sabe. Asegúrese. Les dan la vuelta, miran por delante, por detrás:

¿Están firmados, no?

Por supuesto.

Folios al peso.

¿A cuánto?

Un lingote de oro de 12, 4 kilos.

¿Ese peso exactamente?

No quiero falsificaciones.

Él está en su mejor momento.

Los brazos débiles. Y mucho antes de caer enferma ella.

¿No la has hecho tú?

Uno de los minimalistas más convencido de las teorías que abrigan la plástica mínima del movement: “¿Por qué hacer con nuestras propias manos la obra? ¿Acaso los arquitectos que diseñas las casas las construyen ellos mismos?”

 Es un artista, un hombre que piensa, imagina, fantasea… No es un obrero.

¿Cuántas manos ahí?

Ayudante, hombre de fuerza bruta.

Feminista, femenina.

Laooconte: cuatro brazos poderosos de hombre levantan el gráfico testimonio de tu genialidad, una obra difícil, de envergadura singular, y los materiales complejos de tratar…

“¿Quién va a pagar algo por… eso?”

Dos millones de dólares: 2011.

Los espejos: ¿Cuál es tu verdadero rostro?

Mi obra es mi reflejo.

¿No es el arte moderno una blasfemia…?

No existe Dios, una invención de la noche más primitiva.

En el fuego, alrededor de las llamas enhiestas: existe la religión, se dice.

Cualquiera de ellas: “El fuego que alumbra, que calienta la piel del invierno…”

Sobre todas, el arte: invocar al vacío (o al espíritu) una vez se ha renegado de los lenguajes litúrgicos.

Así era la época, rituales al borde del abismo, en la cuerda floja de la nada, en lo más profundo y oscuro de la caverna del espíritu.

¿Consagran las manos del artista?

La huella de los dedos, el palpar del genio sobre la materia, el ejemplar único de la caza, el tiro irrepetible (no cuentan las falsificaciones, de nada sirven aun siendo miméticas,  aun igual de placenteras que la obra real) es lo que otorga el gran valor… ¡el ejemplar único en la pared del salón, arriba del sofá, enseña de la patria de este hogar! (Frente al aparato de televisión).

(Aunque sin la cabeza cornuda de un pobre ciervo, reno o cabra montés.)

1950. Decenas de fotografías y reportajes en Life: 20 centavos. Del quiosco de la esquina a casa con la revista semanal recién impresa en las manos pecadoras, aún con el venenoso aroma a plomo y papel entintado, puede olerse hasta la sangre, la pólvora, el drama, el crimen.

1968: 100 dólares por una fotografía.

2010: 225.000 dólares por una fotografía.

Mira la luna:

El ojo de Copérnico, los mares blancos, pálidos… Y la otra cara, oculta, noctámbula.

Despierta: a un lado, Jennie misteriosa.

(Su hueco todavía tibio, como si fuesen a preparar un vaciado sobre la cama, sacar el moldeado, airear su belleza portuguesa.)

Abandona el lecho.

La puerta del lavabo está cerrada.

Golpea suavemente con los nudillos. Pronuncia su nombre con miedo, como se habla a un fantasma.

“Jennie.”

Adentro: será la luz roja.

Repite: “Jennie.”

“Espera”, contesta la voz del interior misterioso.

Está revelando: 1970: ampliadora, cubetas, fijador, negativos, papel de positivar, de contacto…

Abre la puerta.

Cubre su cuerpo, alto y esbelto, magnífico, una de mis camisas que ha descolgado del armario. Apenas arropa el pubis sombreado de ligero vello, deja al descubierto la largura y hermosura de las piernas marinas.

Sonríe a la vez que sacude con parsimonia una de la grandes fotografías recién salida de la cubeta, ya impresionada.

Es una perspectiva de los rascacielos de la Sexta Avenida desde Diamond Row hasta la 52.

Enciende la luz roja.

Cierra la puerta.

Jennie: ha tirado más de diez mil fotografías desde que están en Nueva York.

Algunas tardes, a la hora del crepúsculo, con la copa en la mano, el repaso es absorbente, felizmente interminable: cataloga el tiempo y la vida de una ciudad.

Centenares de lugares, decenas y decenas de calles, azoteas, muros, fachadas, vestíbulos, escaleras, ventanas, cristales, hierros, piedras…

Revela la ciudad de piedra y metal, la del ruido y el movimiento, pues la hace ver, sentir su pulso.

Estos decorados sobreviven durante años y años a generaciones que nacen y mueren. Resulta que lo único que no parece provisional a pesar de los cambios, derribos, suplantaciones y modificaciones morfológicas en este microcosmos universal es la ciudad. Sucede a sus habitantes que, ridículamente, se llaman dueños de ella en algún momento de sus vidas transitorias sólo porque duermen cada noche en alguno de sus diminutos agujeros y comen sobre dos metros de tierra de nadie.  

Repudia el retrato y el paisaje de los humanos: “Son efímeros, y no dejarán nunca de repetirse…”

No son piedra.

Qué infamia la cópula, qué asco los espejos.

Una fotografía de la gente es lo más repetido e innecesario que pueda imaginarse.

Los edificios, el laberinto de las calles, cegados los horizontes.

Sin embargo, finalmente claudica: esas riadas continuas de gente son el auténtico alimento de los pétreos desfiladeros y las vías rectilíneas en busca inaudita del horizonte, de las plazas abiertas al sol. La ciudad los engulle sin que se den cuenta de nada.

Podría trazarse una descomunal topografía de sus andares, caprichos, azares, mis imaginaciones y figuraciones, sentires, contemplaciones…, escribiré en mi cuaderno de notas de viaje (aunque sin dibujitos).

Cerca del Lincoln, una calle de acacias, de poco tránsito. Paralizado en blanco y negro. Alza la vista. Lleva algo en la mano, un libro, folletos. Le es imposible recordar qué. Han pasado 40 años de ese intrigante estatismo.

Ahora sólo es una instantánea de Jennie (que tampoco se halla a su lado desde hace años).

Y en el cerebro se estampan esas imágenes equívocas de la memoria exógena, a su pesar acaso. Hay luz captada en ellas, fantasmas delineados en una encarnadura que desafía el paso del tiempo pero a la vez atestigua en su inmediatez una frágil condición del sujeto retenido, algo que terminará maleándose, pudriéndose en vida, muriendo, pues es una imagen transitoria a despecho de la falaz eternidad que le confiere la inmovilidad. Y esas pruebas indignas del paso por la vida atrás quedan, ofensoras y humillantes, sólo inmarcesibles durante unos pocos años (aunque terminen sumando muchos más años que una vida).

¿Cómo era? Unos rasgos nítidos o imprecisos que te revelan… por fuera.

Descenso a los infiernos.

(A cámara lenta.)

Film stills deprimentes. Estereotipos del pasado (vestimentas, peinados, modas efímeras). El código visual de lo transitorio que, paradójicamente, airea una perennidad desde la liviana materia del papel, tan presto a la destrucción, a su desaparición.

“Tus fotos, Jennie, sólo son una copia interesada de la realidad, sólo un dibujo más o menos fiel de sus contornos, de sus oscuros y sus claros.”

-Tu escritura –se defiende- es sólo una interpretación de esa realidad, un remedo descriptivo, un ir y venir de palabras sobre la página, cagadas de mosca para quien no entienda la lengua en la que están escritas.

Hasta los jeroglíficos egipcios y mesopotámicos logran descifrarse.

Una tarea ¿para qué?

Jennie, c. 1978: “Prefiero oír palabras que leerlas…”

Palabra: dibujo/significado. Ni oírlas ni comprenderlas: verlas.

Los objetivos, filtros y demás trastos de la Nikon de Jennie simulan una veracidad que nada tiene que ver con la verdad que, gracias al cerebro, transmite el ojo en su viaje de ida y vuelta; en el fondo, es otra interpretación.

“Escribo con la Nikon”, dice. Una metáfora muerta.

Pero en el lenguaje el mundo se cifra de tal modo que su épica se diluye en el suceso menor de la ocurrencia y la fantasía.

“Erase”. Una traición. Otra metáfora muerta

Una sombra de otra sombra: ya demasiado lejos de la luz.

Y las tornas cambiadas, trastocados los finales: Beatriz me guía al infierno. El poeta no ha aparecido. Y nunca, nunca, se halla el paraíso.

Te conviene emprender distinto viaje.

Y, entonces, erradicas las contenciones. La cámara sólo quiere apresar. Cuantos más enemigos, mejor. Captura una y otra vez incansable el remedo del mundo, sus fechorías legibles, las formas invasoras. Acaso el objetivo ni siquiera seleccione encuadres significativos. Nada de sintaxis. Sólo formas: únicamente tienes que apostarte entre la Sexta Avenida y Broadway con la 33 Oeste. O parapetarte en una ventana baja de la 42 o Center Street atisbando por el visor o disimular tras un árbol de Central Park al sol del domingo; mejor aún: como falso estudiante por Columbia acechas cámara en ristre piezas jóvenes y tiernas, a plena luz, sólo con el escondite del arte.

Juega con las lentes. Sé paciente. Respira el aire verde refrescado por el Hudson. Merodea incansable por Riverside Park. Bien abiertas las lentes. Apunta. Dispara.

Pues son presas pacíficas. Todo llega a convertirse en objetual.

Y tú eres el inofensivo: anónimo, y tu máquina no mata.

Mas todo lo que fotografías y pasa a tu lado queda muerto en una centésima de segundo. Esas gentes que como un río te anega desde todas direcciones salen de tu objetivo para desaparecer del todo una vez el obturador se repliega.

De nuevo, puro automatismo.

No entenderás ni tu tiempo ni sus figuraciones, ni tampoco su sentido. Robas la apariencia de un mundo inmediatamente muerto una vez has presionado el disparador. Pero eso es todo: una crónica silente de líneas y formas casi en seguida decadentes, espectrales, pertenecientes ya a un pasado revisado sin imaginación, sin gracia, sin oropel ni mistificaciones gloriosas o memorables.

Esa procesión de andantes ya no la forman humanos, son fotografías, máscaras sin nombre, figurantes para una colección con todas las variantes posibles, intercambiable en el inmenso guiñol urbano donde viven movilizados por una extraña fuerza vital que les obliga a seguir adelante día tras día.

Ahora estás dentro de la barraca de feria que es Nueva York: huele a cerrado.

No son monstruos, todos son diferentes entre ellos, y esa disimilitud a veces llamativa sino por obvia cuando menos por aparatosa, es lo que hace a unos monstruos de los otros.

Una linterna mágica, donde lo exponencial, lo malthusiano de la combinatoria humana termina proyectándose sobre el muro intracraneal de quienes observan ocultos tras la lente o a través de la mirada desnuda.

Y no hace falta que vayas a sus patéticas cuevas en el Bronx, en Brooklyn o en Little Italy en busca del buen gigante aplastado por la elefantiasis o el niño orejudo medio idiota. Te salen al paso en el momento más inesperado y en el lugar más equívoco. Lo primero que ves en ellos es la diferencia, la imperfección, lo sobresaliente de esa distinción.

No existe sintaxis aquí. Es la retórica de lo imprevisto, lo desconcertante, un código sin reglas ni mandamientos procesuales: sólo mirar, sólo dejar que la máquina les engulla y los mantenga quietecitos en la oscuridad de su panza paradójica hasta que sean revelados a la luz: sesgados, en posición frontal, de espaldas, a lo lejos, emborronados por un close-up repentino, nítidos o turbios, clasificables o indeterminados.

No son monstruos. Precisamente porque  no son iguales a ti. Es decir, no son prescindibles como tú: son grotescos y maravillosos, admirables por llamar la atención, por hacerse oír, por querer existir a pesar de todo.

¿Y qué ocurre cuando el protagonista de la fotografía es el que está detrás de la cámara?

Empieza a descubrir otra realidad. Entonces ya no importa que destroce un orden aparencial, las formas ideales de lo que creía estar viendo.

La geometría estéril de los tabúes se desbarata, el castillo de naipes marcados por la convención y la estulticia del rigor se viene abajo con estrépito.

Lo moral y lo ético apenas tienen lugar en una neutralidad maquinal y técnica que al tiempo que nada hace por enderezar entuertos tampoco interviene crítica, desmitificadora o vindicante. Se mantiene en silencio. Al igual que las fotografías y sus personajes retratados en ellas.

Como buena entomóloga judía la crueldad de la naturaleza (en la que ella en nada ha contribuido para su fatal desarrollo y permanencia, luego es inocente) es perfectamente asumible, es semejante al turismo africano de fotografía: uno contempla cómo la cría de gacela va a caer en las garras de la leona, pero no hará nada por defenderla. Se trata de la ley de la selva. Tú sólo eres un testigo inútil, invisible entre la cámara y el suceso.

No comment. La máquina habla. Es suficiente. La naturaleza, estúpida y sanguinaria, sigue su curso a la nada, insensible a lo moral.

La parada de lo singular en Manhattan depara el espectáculo, mas no una intervención interesada. Ahora es una normalidad, y el caudal pacífico que llena las avenidas flamantes y las calles de Nueva York pendula entre lo cotidiano y la pesadilla intocable, incorregible.

La otra chica judía que huye horrorizada de las páginas satinadas de Harper’s Bazaar y Vogue se da de bruces encantada con la sordidez y fealdad inconsciente de lo estrafalario y anómalo, que se diría que es lo que anduvo buscando sin saber su nombre.

Esta es otra que, libre de tumores, levanta la tapa del infierno y aspira su hediondez. No es que se relama en ello como sorbiendo un merengue, entendámonos, pero mete la nariz para sacar de sí su propia degeneración, el hedor de sus venas por donde fluye la sangre enferma, lo excrementicio de la sociedad biempensante y que oculta al Gran Ojo Universal.

El tumor como una sabrosa tarta de manzana: un pedacito para cada uno: este para ti; este para aquel; este para mí… servidos en platillos adornados con vírgula dorada, las cucharillas de plata, y la jarra de agua pura, las blancas servilletas de tela…. Todo muy equitativo y, por supuesto, menos letal, más llevadero, despojado del dramatismo en la mirada de quienes se creen inmortales.

El final, aun siendo el mismo, no es justo: una tiene un tumor; otra, se mata. Dos desperdicios.

El esperpento es la magnífica seriedad de los actuantes. Se diría que son eternos. Si hurgamos, el monstruo (lo que no se ve) está dentro. Es lo que habría que airear: la mezcolanza repelente de lo que se halla tras las encarnaduras. Un fantástico material capaz de proporcionar sugerentes combinaciones  e inesperadas resoluciones plásticas.

La frialdad es una condición necesaria en una antropología visual que requiere enlodarse con el objeto de su estudio. Aunque, naturalmente, sin afligirse: ello invalidaría el cometido principal de quien sólo observa, registra y captura de manera transitiva. 

Emboscada en su propia trampa (terminará matándose), la chica díscola de los Nemerov refleja la fealdad de lo extraño o su belleza oculta. En verdad, no sabemos.

Y, en el fondo de todo ese muestrario, se agazapa lo evidente, el exponente no por tangencial en cuanto imagen menos sorpresivo: el monstruo era ella. Fue la felicidad de los monstruos, su plácido conformismo, la que confundiría su mente y la arrojó sin contemplaciones a una tristeza sórdida y destructiva. Su diferencia les hacía a ellos menos vulnerables y a la notaria de la cámara una desdichada enfrentada a su interior lleno de horrores sólo visible para ella. La subversión ha podido con esta viajera que iniciara su periplo mediante inocentes travesuras.

¿Qué esperaba?

Lo que no tenía nombre.

Una más robando el fuego con la Nikon SLR de 35 milímetros o la Rolleiflex de gran angular de 2 pulgadas y cuarto.

Aterrada de su embarazo imaginario rehúsa abortar el espanto.

¿Cómo desembarazarse de la realidad que ha construido con semejantes patrones?

Lo degusta recorriendo la senda de lo peor, una noesis obcecada en el engendro que la hunde en las arenas movedizas de un cerebro enfermo (aunque sin tumor).

Ha dejado de mirar a través del visor. Mal asunto.

Tan cerca has estado de aquel enajenado Strindberg que un siglo atrás ya buscaba el alma de los seres y los objetos de la forma más auténtica realizando retratos fotográficos por medio de una cámara fabricada por él mismo con una lente sin pulir, un tosco artilugio a través del cual las placas sumergidas en el líquido revelador registraban absurdos abstractos que el dramaturgo confundía con espíritus y otras prodigiosas apariciones.

Ahora está desnuda frente a los ojos acusadores de los demás. Una desnudez mortificante, ni ejemplar ni digna de ser revelada. Es repulsiva, y apesta a Central Park West y a Park Avenue, a Upper East Side y a Quinta Avenida, a su origen de judía rica y a abrigos de suaves pieles de los que emanan fragancias francesas. Han vuelto los antiguos olores a pesar de la mugre y el sudor y la mierda con que ha estado embelleciéndose y perfumándose desde hace más de una década con la cámara al cuello y veinte rollos en los bolsillos del abrigo andrajoso: era capaz de llevar encima sin lavar la misma ropa exterior e interior durante semanas.

De nada ha servido. En el final nada anestesia, nada duerme. El viejo olor de la decencia y el lujo te asfixia. La podredumbre del corazón.

Y odia el asqueroso verano en Nueva York, interminable, sofocante, lleno de desalientos y el cielo blanco, candente.

La última cena: un pollo entero asado que vomitará al amanecer hirviente, ya irrespirable. Bonita purga.

El 26 de julio de 1971 echa el cierre definitivo a la barraca. Licencia al hombre de tres cabezas, a la mujer serpiente, al niño de doce pies, al viejo volador sin alas, a la gorda de 315 kilos, al bebé elefante, al feto rojo, arrugado, guiñaposo encerrado en la botella, a un frasco transparente lleno de billones de células cancerosas: una masa indescifrable.

Después de la excursión, el baño sagrado, el sueño eterno: la sangre que brota de las venas (esto ya es una costumbre en los artistas, qué fastidio) colorea el agua, la eleva a materia de estrella.

Felices sueños, felices fiestas.

No os neguéis a la compasión.

Os quiero.

Diana.

Los tienes delante, los que forman la muchedumbre de neoyorquinos y visitantes de paso que dan sentido a la urbe y sus pleitesías y complacencias. Las corte de los milagros de todos los días. Una fraternidad en la que todos sus miembros cotizan idéntico final después de una correría de infinitas variantes. Pero son como fantasmas agitados que no dudarían en propinarte un empujón si te interpones en su camino, van y vienen, viven y mueren, desaparecen, se suceden, se sobreviven, son un nombre, o ni siquiera eso, se les recuerda, se sumen en el olvido hasta el final de los tiempos humanos y terrenales. En el fondo y en la apariencia para el testigo atemporal son siempre los mismos. El mismo, la misma.

En tu obra, terrible Hesse, eliminas al hombre y a la mujer, tan ordinarios y tumultuosos, tan repetidos y conocidos. Al igual que las estructuras imaginarias del ser conforman una poesía visual de lo orgánico, lo de “adentro” expuesto al exterior mediante la fantasía matérica permite allegar a otra clase de poesía tan legítima como aquélla.

El arte de la elegida informa de lo que ya nunca serás capaz de ver: estás demasiado enclavado en la realidad y sus figuraciones para poder suplantarlas, tu percepción es esclava en demasía de todo aquello que se opone a lo fantástico e incluso a lo ilusorio. Pero ella desenreda la metafísica plástica y se evade del referente humano, codifica y enreda sus atributos más íntimos y a los que nadie, absolutamente nadie, podría encarnar en hombre y mujer. ¿Cómo se dibuja el espíritu? ¿Quién sabría delinear el alma, colorear el pensamiento, construir la emoción?

Amontona detritus, una savia nueva. Trastos elevados a superior categoría de la que merecerían a tenor de su sorprendente y química materia que tan fácil aplicación procesual ha encontrado en las Bellas Artes.

Ese alfabeto la descifra en la creación. Ella es el discurso. Qué formidable procesión de residuos.

Esto es el espíritu, se dice ante un pedazo de plástico.

Coge un tubo de goma, lo retuerce: mira lo que te haría, alma invisible, loco pensamiento de un lado a otro… ¡Ni para el arte me vales!

La fibra de vidrio: la amenaza constante: estás jugando con fuego, ¿a qué husmear la materia del infierno? Sé juiciosa, la pulcra madera, el barro virgen y el hierro inocente bastan para cerciorarse del mundo y sus apariencias. No precisas nada más. Dijo (uno): “¿Así que quieres ser artista?” Muy bien. Coge un lápiz y un bloc y echa a andar. El mundo ya sabes dónde está.” Abandona las pompas de lo novedoso. Todo el futuro está lleno de peligros. Te rodean asesinos dispuestos a darte el golpe final. Y ni siquiera son visibles: asestan la cuchillada sin que nadie sea capaz de percibir su presencia maligna. Sé modesta, no adores el becerro de oro de los nuevos materiales (¡Bonita advertencia! Lo bastante para lanzarse a ellos sin pensarlo dos veces: lo nuevo te empuja adelante.)

Tu rara gramática del sinsentido y lo objetual depara dolorosos acontecimientos. Es una selva inexplorada aún, sin el bagaje defensivo necesario, de modo que estás expuesta a todo tipo de ataques y agresiones, por lo alto y por lo bajo, desde todos los lados. ¿No te bastaba el vocabulario cercano de la figuración? También ahí anidan infinitas versiones todavía invisibles, sugestivas combinatorias capaces de airear múltiples variaciones formalistas. Y ello con la materia ancestral del pincel y el pigmento, del palillo y el barro. Recapacita virgen necia, y toma el camino correcto de lo milenario, el éxtasis del símbolo y de lo humano.

¿Es lo nuevo lo no-conocido?

Nuevo es lo que ha de emerger a la realidad de una manera u otra; no-conocido puede que no exista nunca. En ese territorio de lo no-conocido es donde me muevo. Esa certeza es lo que me hace estar segura de que lo físico, lo material, el objeto al cabo, sea sólo la punta del iceberg, sin que eso presuponga conferir al concepto, al pensamiento, un papel “escondido”: lo que queda por debajo de la parte visible de la obra es lo extraño, lo no-conocido, el territorio virgen para el artista y que es por donde traza sus idas y venidas, su agotadora excursión por lo ontológico, incluso es la región de lo sublime, otro lugar y otro tiempo donde nadie puede seguir al artista porque él mismo y su obra se tornan invisibles por innominados e ignotos.

La estética es exclusiva del ser y las cosas  de lo humano.

¿Y los otros, los de delante?

Actúan. Son lo otro.

Diseño mis obras sobre papel.

El alzado tridimensional, su estructura visible, real, sólo es la última etapa (y la más grosera) del acto creativo.

Cuando termine la guerra haré que me las fabriquen con materiales vírgenes en el mismo Vietnam.

Ítem.

Siempre fui precavido: las manos, las de otro.

Hasta me llamo Smith: el nombre perfecto.

Existen las fábricas, las componendas impecables, los tornos que miden hasta el milímetro, la precisión industrial en un trabajo bien hecho y revelador de la mayor pureza: los mejores acabados. Bonito eslogan.

La buena nueva.

Este es el nuevo arte.

Parece raro…

¿Qué se pensaban? Yo no iba a morir en el empeño. Ser artista es algo muy inferior a ser un “hombre sin patrañas”. En realidad, el arte es una curiosidad, quizás también algo parecido a la cultura y, sobre todo, y muy especialmente, una adición nominal que te permite la extravagancia y la ocurrencia más demenciales sin llamar excesivamente la atención. Si, además, ganas dinero, la palmadita en la espalda, la zorra bajo las sábanas…

La conciencia en su sitio: dormida, anestesiada por el logro.

Y, desde luego, la antítesis de lo inmediatamente propuesto. Es el único lugar donde uno puede administrar su talento con frialdad y libre de competencias adolescentes.

Yo envío mis ideas escritas y dibujadas en un papel a la Welding Company, en Newark. Ellos fabrican mis obras. Respetan íntegramente mis instrucciones. No hay sitio para el error. Cuando llegan a mis manos perfectamente embaladas, sólo hay que montarlas o disponerlas sobre el suelo de la galería. Eso puedo hacerlo yo, o puede hacerlo otra persona obediente. ¿Qué importancia puede tener para el espectador, para ese tipo vulgar y anónimo cuya única misión es contemplar el trabajo de los demás? Nunca debimos dejarle entrar a olisquear en la cocina. Esos son los errores del pasado que me dispongo a combatir. El espectador en su sitio, detrás de la raya roja; nosotros, en el nuestro. El arte, al menos por el que yo abogo, tiene mucho de alquimia, de arcano. Un código conceptual que guarda algún vínculo mental con los llamados “misterios de la tribu”, sólo el brujo se halla en posesión de sus poderes y gracias. Sé muy bien qué hace que mis obras resulten de una manera u otra, y cuál debe ser el orden de su disposición. Antes, he pensado durante mucho tiempo el material que va a configurarlas, la textura, el brillo o la pátina que debe ennoblecerlas, la forma que las delimita y las convierte en objeto artístico, las relaciones espaciales… Y ello de gran pulcritud, de aséptico acabado, meticulosa perfección. Impersonal, objetivo. A veces, uno alcanza a ser genial… Si se me permite decirlo de ese modo, en fin… Nada en todo esto es sencillo, y queda muy lejos de lo simple, puesto que los factores que se conjugan en el proceso llevado a cabo suponen una gran meditación. Una modesta línea sobre el papel puede obligarme a permanecer durante horas bajo la luz de la lámpara, el círculo o el rectángulo son capaces (lo sé) de llevarme a la locura en cuanto me descuidara, la geometría reflexiva a la que someto el objeto, su enmarque en el espacio, logra conducirme casi a la extenuación. Mucho he de pensar. Mi arte es pura reflexión, su esencia más verdadera. La conversión de las escalas es algo realmente enervante, las pátinas finales, los perfiles extremados, y la luz… Realmente, se trata de una matemática fatigosa a la vez que… intrigante. Sí, esa es la palabra. Y nunca cesa la inquietud, lo acuciante de la creación. Uno nunca sabe si se guiarán exactamente por los planos, si se atendrán a lo prescrito con la fidelidad debida pues, por muy meticulosos que sean, estos tipos de la Kreysler, la American Canyon o la Calson siempre encuentran un resquicio abierto en el boceto para pensar por su cuenta, para colarse con alguna ocurrencia estúpida.

¿Laicismo o  práctica sacramental?

Quien sabe…

¿Importa algo en realidad?

Un chamán obrador, teórico, parlanchín… y ecuménico: nada se opone a nada.

Se trata de obras inmortales, imperecederas en el tiempo: aquéllos que las fabrican siguiendo tus instrucciones en una cuartilla pueden repetirlas cuantas veces crean necesario. La obra es lo desechable, la encarnadura tenaz del concepto y el plano escrito en un papel.

Si logras dejar en blanco el maldito cerebro del espectador, aunque sólo sea por unos instantes, la flecha ha dado en el blanco. La diana es la nada. ¿Sabes qué significa exactamente ese cerebro vacío? Pues que ahora es una caja a la que puedes ir arrojando en su interior todo aquello que se te ocurra. Estás creando un maldito lenguaje desde el cerebro hueco de ese tipo poco menos que alelado hacía unos momentos.

En pos de la proporción áurea.

El número de oro, la fórmula del universo.

Luego, todo se desvanece como el agua entre los dedos.

1966, Nueva York. Por entonces…

Una panda de empleados (libreros, recepcionistas, vigilantes) del M0Ma (no parecía una casualidad) comienzan a levantar catedrales, a erigir culto a nuevos dioses, pues los antiguos han quedado sepultados por el rezo salmódico, una cháchara monótona  carente de sentido.

¿Cuál es el nuevo arte? Qué pregunta. El último en asomar la testa por encima del fango de las pasadas lluvias.

La propuesta: un aburrimiento técnico, lo raro que se torna clarificador, lo nebuloso que termina perfilando la forma perfecta.

Ítem. Lo judío es lo perfecto.

Y, en seguida, la cháchara.

El arte es un lenguaje universal… Mentira: exige la traducción, la exégesis: una comprensión de sus mil idiomas en ese silencio mayestático donde se ha posado. O su contrario: el sacro enredo ininteligible, inaudible, de una invidencia flagrante a tenor de su desnudez comunicativa aunque hábilmente catapultada a lo metafísico a través de la misión propagandística de los actuantes de la pluma.

La hermenéutica y sus entusiastas afiliados terminan por otorgar patente de genialidad al cachivache, al futuro pingajo mercantil y museable.

¿Qué lógica ampara tal morfología de lo pulcramente reducido a niveles artísticos mínimos, apenas tocable por su propio creador?: Lo puramente formal, una ordenación carente de misterio y de la sucia huella de los dedos. An American Way of Life: de la limpieza más desusada al objeto del basural periférico. Un esteticismo de la geometría hermanada con lo irregular de la materia. De lo simple (el cubo, la línea, el círculo) a lo poético que anida en todo detritus, una gestalt de lo seriado como reflejo de la absurdidad que da lugar a una semántica tan precisa como descabellada frente a lo cultural e ideológico que informan la sociedad de su tiempo.

Este nuevo artista, Prometeo feliz y comodón, lejos del fuego y su chamusquina, del águila y la maldición, ya no necesita la presencia física de la obra. Le basta con pensar. “De nuevo hablo conmigo mismo”, que diría un Ginsberg un poco más borracho de lo habitual en compañía de sus compadres y todavía poco wittgensteiniano, poco esencialista.

(Aunque, calla. Como suele decirse, nunca trates de imbécil a un artista engreído, pero nunca olvides que lo es.)

La Artista Perspicaz ha acudido un día lluvioso de abril de 1968 a desmenuzar 46 Variaciones en Tres Partes de Tres Clases Distintas de Cubos.

Ella misma ya expone a solas (y sin miedo): Fischbach.

He aquí al recepcionista Sol LeWitt.

Te diré algo, dice el hombre Que Nunca Habla.

Ella escucha con atención.

“Ahora”, volvería a decirse a sí misma, sin esconder una sonrisa, “ya lo sé todo.”

Pero le atemoriza estar sola, ser solo, a oscuras en el 134 de Bowery.

Hay días que…

Sale a la lluvia de afuera, fresca y primaveral, como liberada de algo innombrable que la oprimía desde tiempo atrás, algo que no lograba definir en su angustia y que el agua clara que cae del cielo como una promesa termina borrando del todo.

No importa el orden, en realidad. Ni la pulcritud de su presentación, ni un serialismo de principiante o una matemática de bachiller. Lo que importa es el alma y su profundo galimatías, la idea hijuela de aquélla.

Impura y sacrílega, trasnochadora, transgresora, rebelde y desafiante, obscena, confusa y hechicera de falsos prodigios…, pues la taimada pretende convertir la escoria y el desorden que ensombrece los rincones y el suelo de su mugriento y herético taller en brillante oro: ¡de cabeza al Syllabus Errorum Modernorum…! ¡Y allí te cuezas, apóstata!

MINIMALISTAS: Es de los nuestros.

ELLA: Empujadme sin avisar.

¿Y tú?

¿Yo?

Sí, tú.

Pues como ese tipo que al final murió de las convulsiones que le produjo leer las obras completas de Walter Scott en doce días y medio.

Mano sobre mano.

No sabe qué hacer.

(Así que se fue a pasear al perro.)

(De haber seguido en Nueva York este tipo hubiera acabado con toda probabilidad convertido en un hombre-rata viviendo a perpetuidad entre las sombras polvorientas y fantasmales del Freedom Tunnel.)

(Las calles están nevadas. Receloso, anda por el medio de la acera. A pesar de estar arruinado guarda tamaños cuidados: teme que se desprenda un trozo de hielo de una cornisa y le abra la cabeza. ¿Quién pagaría al energúmeno del médico? Eso si hay verdadera mala suerte y no se muere.)

Te tienen como a una niña mimada, pero a la vez no te suponen ninguna heteronomía aplastante ni en el arte ni en la vida.

¿Y ése que contigo va? Un escritorzuelo del demonio. El cronista del pasado que se aburría y bajó a la tierra, un seudocreador de puñados de planos interrelacionándose donde termina borrado finalmente a despecho de su omnisciencia. La sombra de una sombra. Un notario que levanta actas de materiales apócrifos, retales deshonestos, suposiciones, mentiras… Un negro con el depósito de la estilográfica demasiado cargado que mancha de tinta azul (la sangre más repugnante y cobarde) todo aquello que queda a su alcance.

Ella: necesita todo el espacio y mucho más de seis días. Es la Diosa. Y no descansa el séptimo día. ¿Para qué? El tiempo vuela.

Tampoco necesita un hombre a su lado.

Es una diosa, y eso es mucho más que un dios.

Aunque si cometes una transgresión tal vez sólo seas impuro hasta la puesta del sol (Levítico, III, 11-24).

Sed santos, porque santo soy yo (Levítico, IV, 19-3).

Ella, pura o no, improvisa levíticos, autos sacramentales de propia inspiración.

He aquí, mis hermanos en la muerte del arte, su Kashrut, un conjunto de leyes que no ha de demandar la consigna ni la prohibición en ninguna de las manifestaciones artísticas del futuro. Ejerce el libre albedrío. La fe sólo es el vacío, el miedo a la nada.

Este es mi cuerpo: comed de los pies a la cabeza.

Eva, hoy, es la nada, está en la nada.

Este es mi espíritu: bebed.

La libertad absoluta: mente, cuerpo y materia forman un revoltijo del que la afición ha de nutrirse.

1948: Así pues, dedico este modesto dibujo a mi daddy y al público en general.

Porque su vida en nada se parece a la de los otros, y sus sendas son extrañas (Sabiduría, I, 2-14).

¿Acaso no era su propósito vaciar la obra de toda condición estética aun sin incluirla en el discurso diario de las trivialidades humanas? Tal vez el arte, el objeto final susceptible de especulación y observación descabellada sea un maldito juego, un entretenimiento, pero no lo es en modo alguno la intervención del artista, levítica y solitaria, de recogimiento, y el proceso coadyuvante de su plasmación.

Y he ahí el fracaso, pues más tarde o más temprano, dependerá del cambalache programado, la obra adquiere una validez financiera (cuando no la tenía estética por deliberación), o plástica o histórica: se ha convertido en un producto artístico lo que sólo era lo residual de un proceso mágico, alquímico, esclarecedor y luminoso como el rayo gótico que de improviso recorre la oscuridad del espacio sagrado de la catedral y desvela el caleidoscopio de las vidrieras.

Una obrera del arte: unos, se manchan; otros, se envenenan. Los demás son los farsantes que comercian e inflan sus estómagos de aire: porque es desdichado quien desprecia la sabiduría y la disciplina, sus esperanzas son vanas y sus afanes estériles (Sabiduría, I, 3-11).

Come resina, respira óxido, úntate de cáncer. Muere por tu obra. Si es preciso, te cortas una oreja, te descerrajas un tiro en el pecho y tardas dos días en morir yacente en un camastro de la buhardilla como el bueno de Vincent. ¡Bella agonía!

Puedes ahorcarte. Estrellarte con un automóvil. Cortarte las venas. Arrojarte al vacío. Galopar a lomos del caballo con la lanza de Thor clavada en el brazo. Ser más hombre que artista (o ser sólo hombre).

Y entonces estará el justo en gran seguridad frente a los que le afligían y menospreciaban sus obras (Sabiduría, I, 5-1).

O ser Picasso, sencillamente: El Gran Español Feliz.

Para todos los niños felices el dibujo es una magia, los palotes de colores ni son símbolos ni analogías, ni metáforas ni apelan a lo connotativo; denotan, sin adjetivaciones de ninguna especie, la más determinante de las simplicidades informativas: son una realidad que representa a papá y mamá y a toda la parentela con la mayor exactitud posible acompañados de la casa sobre la tierra verde y el árbol recto a la derecha (y las nubes algodonosas y blancas recorren el cielo azul, y, a veces, a un lado, también se ve el coche marrón, o negro, o azul, o rojo, o amarillo: el cromatismo es una cuestión muy personal; lo que no pintan nunca los niños es un coche blanco, no entienden la invisibilidad, se aferran a lo concreto).

No crezcas nunca: anda de luna de miel con el mundo hasta los 90 años bíblicos,  picassianos, dibujando palotes, las emociones chafarrinando.

Y la muchedumbre, seducida por la perfección de la obra, al que hasta entonces honraba como a un hombre, le miró como cosa sagrada (Sabiduría, II, 14-20).

Así que 2.000.000 de dólares esa pequeña reunión de materiales imperfectos que de tan sagrados no se pueden tocar en virtud de su fatal delicadeza: pueden convertirse en polvo, pues el tiempo ha desustanciado su materia que a duras penas se sostiene. Se está desmaterializándose, en nada ha de quedar: blanco.

Has obrado correctamente. Has logrado que otros especulen con el concepto, la no-materia, la sola palabra, que es aire y el viento se la lleva: “Pagan la nada, las palabras que nada son y en el aire se desvanecen.”

Tu arte es una negación: invalida el objeto y su miserable adición de valor de cambio. Y, sin embargo…

Sé como quien, sabiendo, sabe callar (Eclesiástico, I, 32-11).

Nada digas. Sueña.

Pero también esto es vanidad: todos sus días son dolor, y todo su trabajar fatiga, y ni aun de noche descansa su corazón (Eclesiastés, 2,23).

¿Por qué creerle? (Respecto a su arte.)

Y ella: ¿Por qué creerles a ellos? (Respecto a sus medicinas.)

Desahuciada, se precipitó desnuda y con la sola arma de sus manos en la selva, cualquier cosa salvo el encarnizado enemigo que corría tras sus espaldas en forma de quirófano y radiaciones.

“Hahnemann, supongo.”

“Sueñe, mi querida amiga.”

Bastan el aire, y el agua, y el calor del sol…

Lo mitómano. El violeta es el color de los dioses.

“¿Sabes lo que significa Häagen-Dazs?”