domingo, 5 de diciembre de 2021

51

 

¡Y qué porquerías! ¿Cómo demonios iba a librarse esta insensata de la ponzoña manipulando/respirando semejantes atrocidades químicas? ¡Inconsciente!

¿Y que proponía? La mueca burlona del payaso de Dada ha trocado en seriedad y arcanos místicos: la cola de vaca, la madre, el sí-sí, el caballo de madera: la angustia, el dolor, el rechazo hacia un mundo desquiciado y terrible, el absurdo, la gratuidad, la nada. Todo eso, y mucho más, se halla en la tela de araña de Hesse y su cohorte de antes y de después.

Tiempo atrás, en el 291 de la Quinta Avenida, Armory Show exhibe todo lo que de moderno puedas hallar en tus raíces, todo lo que de vanguardia podía intitularse en aquellos los años de guerra y dadá: de todo ello naces.

Un nihilismo que renuncia a las palabras y se reconoce en la incógnita del significado y en la verdad de los materiales que la construyen sin moral, sin reglas, sin orden ni concierto. Los antecedentes serían la contradicción, la cobardía; al final, la resignación: todo acaba dirimiéndose en la cartera y el jornal del día de un mozo de café parisino.

En fin, hacer algo con nada (la nada). Como Samuel Beckett, Pollock, San Juan de la Cruz, Cage, Heidegger…

Gran diario:

16.12.68. x.: “Soy demasiado débil.”

Convengamos en ello. Pero se esconde en el desperdicio de la moderna alquimia: deteriora una encarnación joven aún, atractiva, misteriosa.

7.1.70: “El arte como catalizador que active una mente creativa… ¡para vivir mejor solamente!”

9.2.67: “¿Cómo vivir en el caos?”.

5/5/2011: el falso goliardo del futuro apaga la risotada… entre el caos de siempre. “ventura astrosa… ¡dañosa y falsa vecina!

Esta nueva Eva que sorbe tu sexo.

Esta perra.

Está soñando. Se despierta aterrado, acobardado. Sudoroso, con la boca seca, tarda un buen tiempo en recuperar la normalidad; es decir, la grisura del día que amanece, la vorágine que presiente, el asco hacia todo aquello que lo derrota sin misericordia.

Aburrido, hace tiempo. De un extremo a otro del puente de Brooklyn: treinta minutos. Dos horas: cuatro travesías a ninguna parte: en la mitad del puente, la ciudad con la aureola de una luz verde, fantasmagórica.

En la mitad del puente.

Un magnífico lugar para la reflexión.

Durante este tiempo deberías haberte saciado de visionar fotografías de Walker Evans, una realidad en blanco y negro que desmiente todos tus sueños ambiciosos en technicolor de pequeñoburguesa con problemas de terapia. Ya que eres la Chica Lista escapa como del diablo y sus ardides de la Chica Con Problemas Mentales. Ese camino está cegado y no conduce sino a la atonía.

Lo hizo. Después del cinemascope en technicolor, Expanded Expansion, que ya no existe. Polvo eres y al polvo vuelves.

GODARD: la creación está en el montaje, se dice. ¿La línea argumental? Qué más da rodar un árbol por delante o por detrás.

-Diga.

-Mire, Wallace…

-¿Algún problema?

-No.

-¿Entonces…?

-Han subido los precios escandalosamente.

-¿Quién ha subido los precios escandalosamente?

-Un tipo de Brentano’s. Se ha hecho con “Skirmish at Sartori”, que es el último de la serie, aunque apareció antes que el cuatro y el cinco.. Se publicó en el Scribner’s Magazine de abril de 1935.

Cuesta 175 pavos.

-Con este ya tenemos cuatro, ¿no?

Alza la ortografía: se escribe mejor en tres dimensiones.

Todo va bien. Ella es la heroína silenciosa e invisible de aquellas mañanas del verano frescas, claras, marinas. Fluían transparentes, serenas y veloces… Como luego los años.

 “Ven.”

La madre coge a la niña de la mano. La pequeña se resiste. Tiene miedo a lo desconocido. Y su madre, ahora, lo es.

La pequeña quiere echarse para atrás, pero la mujer no la suelta.

Se acercan a la ventana.

“Tu mamá vuela, mira...”

Se asoman al precipicio.

¿Qué ves?

Allá al final, pero muy al final, las aguas oscuras reflejan dos trémulos rostros de mujer. Son ellas. Madre e hija.

El sueño varía desafiante a lo largo de los años. A veces, el agua es verde hierba; a veces, del color del hierro. Una década después, la madre joven; ella, vieja, cancerosa: 90 años (o más, hay que joderse).

Vanitas.

“Parecía un cuadro”, diría la jovencita al terapeuta diez años más tarde.

“¿Un cuadro? ¿De qué estilo?”

Ella cierra los ojos. Piensa en relojes de sol.  La luz en el muro.

Abre los ojos:

Los amarillos.

Clepsidra: verde.

“Dígame, ¿de qué estilo?”

Su madre cae a cámara lenta hasta la muerte.

En realidad, seamos precisos, vuela... hacia abajo: se lanza al vacío desde lo alto del edificio de apartamentos Eldorado, en la 81 con Central Park West.

Fundido en negro.

(Voz en off).

Hasta ella alcanza el sonido del agua que salva los guijarros y cantos rodados, el arroyo que fluye entre las verdes riberas, el aire cálido que parece bajar de los árboles, la brisa susurrante y señorial del álamo, los cielos azules y los grandes felinos de ojos verdes (esmeralda): 10 años de edad. Todo es un cuento.

“¿De qué estilo?”

¿Qué quieres...? (Nunca una madre suicida, eso nunca, nunca).

“¿No me oye? ¿De qué estilo?”

50 pavos la sesión para al tipo de la pipa de ojos entrecerrados. A este paso su padre va a tener que asegurar con una buena póliza el Metropolitan Opera House, el museo Whitney y hasta la Estatua de la Libertad…  Y cobrar las primas al alcalde Wagner.

Rousseau, el aduanero saxofonista, demasiado perverso para ser un naïf. Otro que no sabía dibujar y echaba mano del pantógrafo en los casos más apurados, al igual que del dinero ajeno. De eso se trataba. Entre períodos carcelarios, pintaba. Un mundo de falsos colores planos (pues llenos están de sabias gradaciones) donde la fantasía reviste la forma más primitiva. Un paso más y dejarían de ser cuadros, sólo serían sueños.

Las selvas que protegen de las miradas, aun llenas de peligros, pero verdes, en el fin del mundo… ¡dónde no hay psicoanalistas somnolientos ni psiquiatras químicos! Allí logran parecer dormidas las mujeres despiertas sin vestiduras coriáceas.

Perfecta para el infierno… pero sin culpas.

Está muerta: una materia inerte. Un material sobre el que podemos trabajar.

Oh, gran disector de la humana materia:

“Ahí adentro tenemos de todo, un montón de componentes de gran valor.”

Seccionar, cortar, pegar, coser, unir, construir, tallar…

Olvida la armonía de las formas, de nada nos ha de servir las proporciones, el canon renacentista o la pleitesía medieval, la medida…

Abrir en canal desde el cráneo hasta el pubis, sacar al sol la máquina de los órganos; abrir por el medio brazos y piernas, desvelar el color de los huesos al aire de la mañana.

Somos indagadores de lo de dentro: las vanguardias de la antiforma.

En el fondo, un montón de trastos orgánicos, huesos rotos, vasos podridos, grasa fundida, tendones atados, músculos inertes…

Una taxidermia intelectual, aunque habrá que valerse de todo aquello que contiene el recipiente. En el fondo es un asunto morfológico, y toda estructura ha de ser vista, aun parcialmente.

¿Qué haremos con la carne?

Al fuego.

Antes, la obra, una perfomance de lo subterráneo.

Ni siquiera existe misterio en las estrellas: una inmensa bola de color rojo-amarillo que se consume a sí misma en una hoguera termonuclear hasta devorarse del todo. Nada más. Finalmente, se queda a oscuras. Así de sencillo. Una simpleza mayúscula. Cósmica, diríamos mejor.

Cadaverous dissection.

Toda una tropa de hermeneutas y exégetas data, cataloga,  describe y descifra minuciosamente la obra de la artista desaparecida décadas atrás.

La teoría poética, el análisis semántico como instrumento de dilucidación y el escarceo metodológico sobre los presupuestos e intencionalidad primarios de la artista alcanzan hasta la connotación microscópica en el marco contextual del que se nutría la malograda escultora. Se trataría en suma de allegar a unos resultados concluyentes a través de una teoría para la semiótica del discurso poético en lugar de la mera interpretación de la ordenación y apariencia formales de la obra.

Veamos:

Empecemos por los sesos.

Antes el cráneo, la duramadre.

Secciónalo…

¡Y eso!

Olvídalo, eso es el tumor. No nos sirve.

Nunca hubiera sospechado que… esa protuberancia oval, esa hinchazón… Malignidad viscosa.

¡Maldito asesino!

En el occipital izquierdo.

Coge un poco del hemisferio derecho… Bonitas rugosidades, conformarán texturas, relieves sutiles.

¿Y ese gris rosáceo?

Es el cerebelo.

Qué pátina… Arranca un trocito.

Huele a raro.

Figuraciones de carnicero metafísico.

Es materia inanimada.

Anatomía aplicada.

Este material no nos va a servir… Es demasiado ligero, de una levedad intranscendente. Vayamos a cosas más sólidas.

Mete la lanceta más abajo, utiliza el bisturí, prepara la sierra…

Vamos a descuartizarla. De veras, te lo digo yo. La vamos a hacer trizas.

¿Y esto?

Macroscópica ejemplar.

Huesos, ligamentos, músculos, nervios, arterias…

Cada cosa a su tiempo. Seleccionemos huesos: el principio de todo. 206 huesos en total; 187 articulaciones (bisagras, cóncavas, elipsoidales…) Huesos… Resistencia como la del hormigón armado, amigo. Y son flexibles, suma plástica. Nos interesan los compactos, muy utilizables: duros, densos, tubulares.

Como buscando guijarros en el mar: sólo en la cabeza tiene 28 espléndidos huesos.

Vértebras, clavículas, omoplatos, costillas, el esternón, la escápula, el ilíaco, la tibia… ¡Buen almacén! Divide y clasifica. ¡Oh, muestrario inagotable! ¡600 músculos!

Un solo corazón.

Un solo hígado.

¡Haremos una obra maestra con todo esto!

¡Cerebro fascinante, sus circuitos misteriosos, magnífica estructura!

¡Tan palpable!

Retira la bóveda craneal. Nos servirá.

Con cuidado, no la quiebres.

Guarda el tronco encefálico. Ha de tener su utilidad. ¡Cuán magnífico plástico!

Ningún jugo de látex ha de superar la textura sugeridora del encéfalo, su tacto primoroso, su liquidillo que hará sus veces en la composición.

Seamos selectivos: extiende ante ti los materiales, escoge los más apropiados para tus fines, o improvisa… Aunque lo procesual es importante, como un rito cuyo conjunto de reglas aspirase a lo sagrado… o a lo fútil, a lo testimonial.

Adelante: paso a paso, del lóbulo frontal sajaremos las áreas del conocimiento y la memoria, de las emociones conductuales, de la sensibilidad, la psicosensitiva, la del estado de ánimo…

¿Y eso?

Amigo, un buen  estado de ánimo influye tanto en la resolución de la obra artística que pudiera decirse que es el verdadero estímulo motriz de su desarrollo y culminación.

Del lóbulo temporal arrancaremos el área de la comprensión de las palabras y del occipital el área de lo visual y lo psicovisual, ya en el cogote.

Bonita reserva de material. Impecable.

¿Y qué me dices de los vasos sanguíneos, de las arterias, de la aorta y la femoral, de la poplítea…?

Más abajo, la médula espinal, ramillete inspirador.

El colon, el recto (mucho de sí puede dar su uso metafórico).

Imagina el esternón, la escápula, las decenas de huesecillos menores como guijarros, la tibia fantástica, una costilla (o tres).

Tarea ingente: tenemos más de 7.000 componentes, piezas, piececillas, nombres, posibilidades, los grandes títulos…

El tracto digestivo: ¡un magnífico tubo!

Centenares de músculos: qué festín para la cocina del artista.

Corta un  pedazo de la manguera del esófago.

Separa un deltoides, corta uréteres.

Guarda un trapecio, el sartorio.

Luego, estiraremos el mondongo de los intestinos.

¿Y ese canal… oscuro?

Veamos la compota: mezcla el hígado, el bazo, un riñón y la vejiga, agrega un ojo (como el que añade un diente de ajo). Empieza a machacar en la artesa hasta formar una masa compacta. Vierte un poquito de sangre de cuando en cuando. Sugerente color. Ahora, coge un cazo y ve utilizando el mazacote a tu discreción: la obra en ciernes.

Lo material ya es, per se, una categoría en el arte.

Y punto: haremos la más intrigante tela de araña imaginable con los metros de nervios, la piel extensa, los vasos, las hebras del cabello.

Y haremos de la calavera los ojos del tiempo, las aguas tibias.

¿Conoces a muchos que saltaran al vacío?

Es interesante la pirueta postrera.

Veamos.

Salto al vacío: Deleuze, Levi, Goytisolo, Mendieta (?), mamá Hesse…

Dispone ante sí el inventario:

Dos cuerdas trenzadas.

Un bote de látex.

Un rollo de alambre.

Botes de resina líquida.

Tres cables.

Un tubo de goma.

Tres barras de hierro.

Un ladrillo.

Una piedra.

Un guijarro.

Arenilla…

Manos a la obra.

Figuras retóricas/plásticas

Figuras literarias

Sustitutivos.

The Green Train:

30/Noviembre/1969.

Hora crepuscular.

Emana la atmósfera interior de la librería un extraño aire dulzón, como si sutiles vaharadas de ajenjo escapasen de las páginas de los miles de libros alineados en las estanterías o apilados contra la pared.

-Vino un tipo esta mañana con un andrajoso manuscrito en la mano.

-No es nada extraño, eres un librero mercachifle. ¿Quién si no tú podría hacerse con viejas ediciones de Dickens todavía en sus folletones bostonianos?

La historia:

“Quiero vender esto”, propuso el tipo dejando caer sobre el mostrador un mazo de hojas sucias y amarillas por el tiempo.

“¿Qué tenemos ahí…?”

“Debería sentarse, amigo.”

“¿Está usted seguro que debería hacerlo?”

“No es para menos… Y el precio tampoco lo será.”

En 1932 a uno de los editores de Chato & Windus, un tal Ian Parsons, le robaron del asiento trasero del coche el manuscrito de Ultramarine de Malcom Lowry que éste había enviado a la editorial para su posible publicación. Aunque milagrosamente existía una copia al carbón, y no debida en absoluto al desastrado Lowry (que ignoraba su existencia en ese momento), el texto difería bastante del original, ya que se trataba de una de las versiones previas a la definitiva. Lowry no fue capaz de reescribirla de nuevo (pensó hasta en el suicidio), así que, partiendo de esas páginas la novela pudo ser reconstruida por sus editores, si bien con notables diferencias respecto a la que le fue robada a Parsons, que jamás fue hallada… al menos hasta ese instante que el desconocido entró con un portafolios marrón de piel gastada en la librería de Ray Yeats. Lo anecdótico, ahora ya sin drama, fue que Ultramarine sería publicada posteriormente por otra editorial londinense, Jonathan Cape, que nunca pudo hacerse una idea de aquella extraviada versión corregida y mecanografiada en limpio por uno de los amigos del escritor en ciernes.

“¿Ultramarine?”

“La tiene delante de sus narices.”

“¿El original que robaron?”

“El mismo.”

“Déjeme ver…”  

Luego de unos largos minutos de inspección cuidadosa y silencio sagrado:

“¿Puede explicarme cómo el maltrecho manuscrito de un escritor, por entonces un perfecto desconocido, perdido en  el Londres de antes de la guerra aparece treinta años más tarde en Nueva York en un día como este y en una librería como esta? ¿Qué razones puede darme para creerle?”

“Un tipo de Boston se encontraba por aquel tiempo merodeando por Cambridge. Escribía una tesis sobre Chatterton y los ancient lays. El hombre no andaba sobrado de dinero, así que solía hacerse con papel usado comprado en chamarilerías, algo que no le importaba lo más mínimo mientras las cuartillas o las hojas de papel no estuviesen colmadas por ambas caras. Esa es la explicación. El tipo regresó a los Estados Unidos provisto todavía de ese puñado de hojas mecanografiadas por un solo lado. Leyó el texto. Nunca sabremos si le gustó o no, pero finalmente prefirió no usar el papel para sus propios borradores. El caso es que cuando abandonó el apartamento que tenía alquilado, y del que soy arrendador, apareció el manuscrito en un rincón entre montañas de papeles, revistas y suplementos culturales. Otro de mis inquilinos, un profesor inglés de lenguas clásicas, le echó un vistazo. Me dijo que aquello podría tener algún valor... aunque no para él, ya que había decidido que el esplendor de la literatura inglesa acababa con Alexander Pope.”

“Parece usted un hombre culto…”

“Lo soy, pero también me gusta la pasta…”

“Ya veo.”

“Entonces nos entenderemos a la perfección.”

“Sé con quien hemos de hablar. Les pondré en contacto con él. Por otra parte, mi comisión es, digámoslo de ese modo, muy modesta, casi miserable.”

“Me agrada oír eso.”

Y de repente, un amanecer notas que el cuerpo abandona ligero y ágil las sábanas. Subes la hoja de la ventana, asomas la cabeza, hinchas los pulmones. El otoño huele en las calles, se respira un aire claro y fresco proveniente del río, en este caso es el aire del Hudson. Algo suspendido en la atmósfera sutil, algo feble y limpio que hace creer en la inminencia de una resurrección después del sofocante, larguísimo y húmedo verano de Nueva York.

Creación: otoñal de vuelta.

Las fechas, tan importantes que parecen consignadas en un diario… Aunque sólo consiguen adquirir su sentido más cabal transcurrido el tiempo, ya catalogadas en la memoria: y los sucesos que nos trajeron quedan en tan poco… una imágenes de colores apagados, una vida estática difícil de creer.

Está la maestra, la Parker. Dice. En U65, aclara.

Demasiado lejos. Digo.

No para mí. Dice. No hace mucho tiempo (se ríe: ¿qué clase de tiempo?) estuve en ese universo de soles azules, mejorando células. Vamos, que volví a saludarla.

Indagaba entonces, todavía en U1, en la Tierra:

Durante horas frente la fachada de piedra caliza y ladrillos rojos del Algonquín, en la 44 oeste, con un ejemplar de Esquire en la mano: finales de 1958: la vieja dama indigna atraviesa algo tambaleante el mosaico blanco y negro del vestíbulo y sale del hotel con el cerebro bien empapado de whisky a esas tempranas horas de un domingo de octubre, claro y limpio. A desintoxicarse con el aire festivo de las once de la mañana (pasea por Bryant Park, Rockefeller Center, quizás una copa en Columbus -¡una más!-, en el bar Stock’s). Abórdala. Aunque te escupa, ella contestará a tus preguntas. No sin desdén, acrecentará tus dudas. Es decir, te hará más sabia.

¿Quién eres tú, pequeña judía? ¿Eres tan tonta que crees que alguien puede ser feliz escribiendo?

No me gusta escribir. Y no quiero hacerlo. Soy… artista.

Temblando, mira a la mujer madura. “Soy artista”, se dice una y otra vez para sus adentros.

¿Y ella, la vieja airada con la causticidad a cuestas de una espalda ya encorvada? Bien, tiene derecho a creerse quien es. Una dulce arpía. Escribe, no tiene sueldo fijo y vive el momento, duerme en un hotel. Morirá arruinada, sola, traicionada, sin un centavo: todo lo lega a los negros.

Sin embargo… ¿Quién no ha sido en alguna época de su vida un poco (digámoslo así) grotesco?: en el 32 esta mujer sentenciosa y aguda, que eleva la mordacidad a género literario, pretende suicidarse con una variopinta gama de pastillas para dormir. Al cabo de las horas, cuando se despierta en la cama del hotel, aún vestida, no se le ocurre otra cosa que llamar a su médico para que la recomponga con un lavado de estómago. Luego, sale a la calle como si tal cosa (quizá se compre un bonito pañuelo de cuello en Tale’s…) Bonito final para uno de su sarcásticos cuentos.

Item más: cuarenta años después de su muerte el hotel vende souvenirs en su recuerdo: la mueca irónica serigrafiada en un tazón de café, su nombre estampado en un pañuelo de cuello, sonriendo desde unos gemelos, la postal con su carota estragada de vieja escéptica.

“De acuerdo, enana. Hablemos.”

Subway. Coge la 4 hasta Grand Central.

En el Philip Morris.

Notas sobre x, otra concepción del arte.

Baja andando por Madison Avenue hasta la Biblioteca Morgan luchando contra el viento, la grisura mojada del día.

Contempla manuscritos, rarezas antiguas, bagatelas valiosas.

Toma asiento. Desenrosca la estilográfica. No escribe, el plumín muerto del que nada brota. Hasta ella, la zorra de la pluma, se rebela en este día de perros. Aprieta la goma del depósito recargable. Seco. Ahora, quiere irse. Sale a la calle. Empieza a llover con furia. Se mete adentro otra vez. Aguanta las miradas inquisitivas: de los gruesos lentes de una de las cancerberas se proyectan como dardos las reprobaciones. Vuelve a sentarse: y estate quietecito, hombrecillo imprevisible.

Notas equivocadas. Se enfurece en silencio. Traga la quina.

El manuscrito “Hesse”. Muy sobado ya. Traspapela un rato, lee por encima saltando líneas, párrafos enteros: de todo esto poco le va a servir, se maldice.

Además, tendrá que reescribirlo otra vez: las hojas se caen a pedazos.

Página 296: álgebra de la necesidad.

Piensa en todo ello. Se calma.

+ Notas.

Una gramática generativa:

Crea su lenguaje y cuando de verdad es inteligible y comienza a ordenar su fonética, ortografía, morfología y sintaxis, entonces se borra de la hoja de papel, se desvanecen las tintas y nada de todo ello ha quedado para la posteridad.

Una lengua muerta, un lenguaje perdido.

El instinto de una depredadora en el fondo.

¿Acaso no fue ella la forense del expresionismo abstracto?

Todas las notas: a lápiz. Y si pudiera escribir sobre el polvo, antes del viento del norte, el furioso viento del norte…

No dejar rastro.

Alguna piedra aquí y allá.

En el caso de Hesse: el arte desaparece al hacer mutis por el foro la artista que, al igual que los artistas verdaderos, raras veces acostumbran a exhibirse en las galerías que muestran su obra. Como una pieza de teatro. Empieza y acaba. Fin del espectáculo. Ni siquiera asoman la cabeza atisbando por el cortinaje al acabar la función.

Toda la tramoya se ha venido abajo.

domingo, 21 de noviembre de 2021

50

 

Camina bajo la lluvia, pero al cabo de unos minutos se da cuenta de que se están echando a perder los libros que lleva en la mano. “No importa, se dice, “sólo son de bolsillo y, además, de saldo: veinticinco centavos los dos ejemplares.”

No hay dolor, pero tampoco esperanza.

Ninguna de las mil cuatrocientas sectas religiosas que acechan el dinero o la conciencia de las gentes más infantilizadas de este país tienen una entrada para el cielo. Ni una sola de ellas. Pagues el precio que pagues, idiota. Tampoco pueden condenarte al infierno, ni asustarte con sus prédicas tautológicas, su seriedad impostada y sus perfomances. No pueden hacer nada.

Tendrás que hacerlo tú sola.

Personaje la hace: y juega con la ventaja de más de un lustro de haberla sobrevivido, mira, le dice, quiero que nos sentemos en este banco, frente al río, con el puente majestuoso a la izquierda, en la calle 59, y, efectivamente, nacen de esa neblina misteriosa del cine en blanco y negro, la bruma del tiempo. Y no digamos una sola palabra. Es una película muda. Una mezcla muy batida entre Lang y Vidor envuelta en vaharadas de niebla, sólo de ella, porque en Nueva York el aire siempre (o casi siempre) es limpio, renacido por el viento benéfico del Atlántico que nada haya que pueda evitar.

¿Cuáles son los tiempos, su auténtica dimensión en realidad, del teatro, el cine, la literatura, la música, el arte…?

Al parecer, sólo el arte repugna de esa dimensión. No hay tiempo en una escultura, en una pintura.

O sí.

(Arrastra el del acto de sus hechuras.)

Ella no ha despojado la dimensión del tiempo en sus obras más calculadas: su deterioro implacable obliga a creer en una elección y utilización sutil, absolutamente deliberada, de los materiales perecederos y corruptibles. “Estas obras del espíritu tienen vida propia, envejecen, se degradan, mueren.”

El ciclo completo.

Una oxidación inevitable: las ganas, la emoción, el amor.

Como todo lo humano.

Se exploraba: ¿cómo semejante monstruo de afecciones…?

Fecha de caducidad: sufre averías. Viejos modelos del año 36, del 52, del 70. A cada segundo se producen miles y miles de sustituciones. Reemplazos.

Casa de recambios: hasta el huesecillo más diminuto, cáncamo, sacro, escarpia, etmoides.

“Parecen más perfectos”, dijo en 2011. “Durarán más”, profetizó rascándose la barbilla (de la que no brotaba ningún picor), un gesto, digamos, doctoral, estética de bata blanca, asepsia en el alma (un poco bruta y recelosa a fin de cuentas, típica de todo galeno que ya sabe lo que le espera hasta el día de la jubilación y, luego de ésta, herido de muerte, aburrido, coja la caña de pescar, embadurne lienzos de pequeño formato o vaya de un lado a otro del mundo subido en un avión o en un autocar en compañía de otros viejos ociosos de piernas torcidas como él).

Fecha de caducidad: sin ir más lejos (14 de enero) Ingrid Grauber muere a los 9 años al respirar monóxido de carbono embotellado en Birkenau: 1945.

Había nacido el 11 de enero de 1936, en Hamburgo, calle…

Eva Hesse: el 11 de enero de 1945 su padre, como regalo de cumpleaños le entrega un libro de cuentos y tres días más tarde la lleva hasta el mirador del Empire State bajo los rayos del sol matinal. Toca verdaderamente el cielo: el mundo a sus pies: Todo esto será tuyo, todo esto te doy.

Había nacido el 11 de enero de 1936, en Hamburgo, calle…

Por la noche, después del baño, en pijama sentada a la mesa de la cálida cocina (la calefacción al máximo contrarrestando el invierno neoyorquino), rodeada de los suyos (ha sido un día feliz, muy feliz), mira golosa las galletas y la leche embotellada (blanca, pura, casi maternal tras el vidrio).

F., señor de la galería.

H., señor del museo.

Ellos deciden… todo.

Dirigen, encauzan magnifican. O sólo toleran. Pero esa exhibición ya es una declaración de guerra inapelable.

F.: “Tu obra es mucho más interesante que tú.”

Piedra simulada, modelado que aparenta la pesada labor de la talla: masilla de epoxy.

Una química propensa a la simulación.

Él, una vez, conoció a un tipo que fundía bronces (del bueno, libre de la escoria y el desecho de los solares) muy orgulloso de conseguir pátinas que simulaban ser piedras de reluciente pulido, maderas, mármoles, texturas minerales… pero sólo era bronce, untrampantojo. Era la perversión conceptual más ridícula que pudiera pensarse, y además, sin un propósito revolucionario: sólo era apariencia: ¿A que parece travertino? Y, ésta, fíjate, el más precioso ébano. Y repasaba con las yemas de los dedos la bruñida superficie del… ¡bronce coloreado!

Talla sin cincel ni puntero, ni esquirlas, apenas un leve ruido de la masilla engañosa: “modelar” lo que será “piedra”, nada de desbastar como un bracero martillo o bujarda en mano: las artimañas están a la orden del día.

Esta piedra falsa que pesa, que está fría, que nace de materia tan blanda…

Ni tan siquiera es marga, la piedra humilde del bancal y la montaña del secano, ennegrecida noblemente por el sol, la lluvia y el tiempo, que levanta la rústica pared y defiende del desplome a los sembrados.

El rostro blando.

La mirada blanda.

Los tiempos blandos, mentiras dalinianas.

5 de enero. Mi cumpleaños. Lo único que puedo esperar que caiga del cielo es lo que se desprenda fortuitamente de las estanterías y rincones de The Green Train.

En efecto no me los regala, pero el precio es irrisorio: media docena de Esquire del año 40 con las historias de Pat Hobby. Las revistas van envueltas en “ese maravilloso papel verde que tanta pena te da romper”.

Una propedéutica al absurdo: trabaja esforzadamente todas las mañanas. Y sabe que se muere. Nadie puede engañarla. Trabaja en su obra aprendiendo para la nada, asomada al abismo. En adelante, ninguna de sus experiencias más domésticas o sublimes será susceptible de ser estructurada de una forma plástica.

Mira el rojo. ¿Dónde está la forma? ¿Dónde la oculta? Todo es material, pero algunas cosas… precisan de un catalizador que las materialice, un reactivo que actúe a la manera de la ropa que visualiza y descubre al hombre invisible cansado ya de “vivir en la luz”.

“Mi obra exige comprensión.”

¿Qué clase de comprensión? ¿No basta con verla? Si desea que le comprendan, ¿por qué dificulta la manera de contarnos su historia? Aniñe el método. Simplifíquelo. Frente al arte todos tenemos 6 años de edad. O menos.

“Pido paciencia... Ese tipo de comprensión.”

Mientras, su alma tempestuosa se ha desplazado del cerebro al pecho. Estos viajes extremos perpetra la moribunda llevando y trayendo a su antojo esa porción de cosas que es la conciencia, ese desván inmenso del alma que todo parece abarcarlo, y lo aloja donde le viene en gana: hoy en los ojos, mañana en las manos, ayer en la garganta, nunca en el cerebro maligno.

Se cuenta cosas él:

“La leerá pronto. Sólo tiene un capítulo.”

“Un capítulo… ¡de mil páginas!”

“Bueno, sigue siendo un capítulo.”

11/9/69. 11 a.m.

La espera.

Sin otra cosa que hacer.

En el Lower Manhattan. Pasea de un lado a otro.

Hace un día gris, de una dureza metálica. Sube un viento húmedo y pegajoso del Hudson. Merodea por Wall Street y sube hasta Liberty y Maiden Lane.

Contempla las esculturas de Noguchi, de Nevelson y Dubuffet. Contempla extasiado los viejos edificios ochocentistas levantados de hierro y ladrillo, eternos.

Más arriba, entre Broadway, Barclay y Greenwich Street: las torres que levantan a la vez (son idénticas) en el mismo centro financiero ya han alcanzado las veinte plantas de altura. Más de una decena de grúas sobresalen por encima de las dos construcciones que aún son un puro esqueleto, oscuro y apagado en comparación con los luminosos edificios de muro cortina que las rodean. Las imagina alzadas, dominando el cielo del Downtown, invencibles como dos colosos frente el mar, vigías alerta del gran sueño americano.

1 de abril. Martes.

En el apartamento de E., frente la TV.: Lennon y Yoko Ono en el programa Today, de Thames. Los entrevistan acostados en la cama, aunque vestidos. Paz, invocan: sonrientes, dueños de sí mismos y de sus destinos. En realidad, se trata de una perfomance: Bed in: diez horas por día ante el objetivo neutral de la cámara de Mekas defendiendo ideologías (que mucho venían a cuento), posturas chocantes, imágenes inefables.

Se dirían inmortales. Hablan con suficiencia. Parecen saberlo todo. Conceptualmente. Hay algo desconcertante en su actitud, como una soterrada burla o desprecio sutil hacia las preguntas que les formulan y hasta a sus mismas respuestas. Y, sin embargo, tiene sentido lo que dicen, y parecen estar en contra de todo aquello que sojuzga, engaña y manipula al ser humano. Pero, ¿no hay cierta condescendencia en todo ello? Pontifican, muy educados, desde el altar de la fama, el dinero y la despreocupación material: perfectos para el espíritu. Podría pensarse que en pocos años levitarán sobre las aceras, emprenderán vuelos magníficos por el cielo azul entre algodonosas nubes blancas:

Paz, hermanos.

Puros espíritus.

O sólo apariencias.

Palotes de niño.

Una graciosa inmaterialidad, tenue y vacua como las creencias.

Ono ha corrido en busca de la celebridad desde tiempo atrás: deja sus clases de música, enlaza happening tras happening, hasta que, al final, Cut Piece la mete de lleno en Indian Gallery y, de allí, a los brazos de Lennon.

Hesse ha conocido a Ono en el estudio de M.

En el 68 ambas coinciden en una exposición en la John Gibson. No cabe dudar del recíproco escrutinio por encima del hombro, el recelo cortés.

En el 69: Rape. Ambas, en el disparadero.

(El mismo año, Right After, esa patética maraña de cordel y fibra de vidrio, con el tumor ya dentro. Todo eso, meses después.)

Hesse hace las presentaciones. Como siempre, él se siente invisible.

Ono es una mujer muy pequeña, pero da una impresión de solidez, de presencia rotunda verdaderamente extraña. No es intensidad ni una singular energía lo que emana de sus ojos, antes al contrario, su mirada es distante y somnolienta; es, por así decirlo, una fisicidad que traspasa cualquier dimensión, materia en estado puro, algo nuclear, reconcentrado, telúrico hasta el mismo hierro incandescente, como si de un momento a otro fuese a comprimirse del todo y convertirse en una mínima bola negra.

Incurre en una especie de adulación, de obligado ejercicio ante la diva: le presenta para la firma autógrafa una copia algo tosca, despojada de su lujo, de Grapefruit que adquirió tiempo atrás. Cinco segundos de gloria mientras medio le sonríe.

Spanish drum”, le dice con los ojos cerrados, devolviéndole el desaseado ejemplar con una firma zarrapastrosa, ininteligible.

Casi está a punto de palparse, de comprobar que es él mismo y no una entelequia de su versátil imaginación.

Busca a John Lennon con la vista, tras ella, a los lados, pero no está, ha declinado asistir a esta exhibición “del más inteligente de los artistas fluxus del momento”.

Inmediatamente Yoko Ono se aleja de él, con la copa en la mano cruza una o dos palabras con todos aquellos que salen a su encuentro, pero ni por un instante se detiene ante nadie, como si al final de todos esos cuerpos y paredes se hallase una meta sólo percibida por ella.

“El sitio no facilita grandes excursiones, ni espirituales ni físicas, de modo que tendrá que salir por la puerta o empezar a andar en círculo”, se dice rencoroso, y apura la copa de un trago.

“Sabes, Ono la Conceptual se encubre en los silencios, su misma obra induce a pensar que nos hallamos ante una experiencia que exige la fe más que su dilucidación, todo bien adobado con una pieza musical.”

Hesse le mira perpleja, hace un gesto de desaliento con la mano.

Más tarde, camino de casa, se mantiene en un silencio reflexivo.

Una vertiente fluxus, la  norteamericana, que se concentra en lo tranquilo, lo pacífico oriental: se ausenta lánguida, suave, se desliza sobre el suelo pulido y esplendente en pos de una revolución social que termine acribillando al arte y lo haga desaparecer de una vez por todas, a fin de cuentas un entretenimiento para burgueses y mercaderes, un fiasco para las buenas gentes que a las seis y media de la mañana se ponen en marcha camino del trabajo.

Habla de definiciones, se dice. Todo hay que definirlo de nuevo. Esa es la propuesta, lo que obliga a producir sin orden ni concierto múltiples sintaxis plásticas en busca de un concepto. Inventando, pues, lenguaje y significado: una nueva actitud, un rompimiento con lo adocenado, lo falso de los ismos de atrás. Bien.

No hay ritual, pues el rito demanda ciertas reglas y ello, sin duda, es contra natura a esta secta del mero divertimento.

El apartamento de estos dos divos de portada internacional (Time, Watios of the World) es de una amplitud asustante. Más allá de las grandes ventanas, Central Park (casi) en toda su extensión: delante el lago rodeado de verde. La luz natural hiere los ojos. Hay maravillas, tesoros ocultos, en este espacio de riquezas mobiliarias y culturales: películas, libros, esculturas, cuadros, discos, diarios y revistas de medio mundo, objetos de anticuario, muebles de último diseño, aparatos electrónicos de todo tipo, lámparas maravillosas de Aladino: todo les ha sido concedido por el genio… o el azar. Cualquiera medianamente culto pagaría un tique de entrada, cinco dólares, todas las mañanas por entrar en ese lugar (estuvieran ellos dos o no) de once a doce, pongamos por caso.

El último estadio del arte: el artista sin obra, sin espectáculo, sólo el nombre y la condición. Ni hecho ni objeto tangible: pasea por las estancias vacías, por galerías desiertas donde se agolpan los pensamientos.

Era un surrealista.

Como Hesse.

¿Acaso no descendía Hesse misma de la fuga de la razón?

“Por entonces, siempre estaba esperándola en algún sitio. Yo era el que esperaba con un libro en la mano, sin nada en las manos, la mirada cenicienta, la mirada exultante, a la puerta de los edificios, en una esquina poblada de gente multicolor, en la mitad de los puentes, en los parques, junto a la taquilla de un cine, en las librerías solitarias del mediodía, o sentado a una mesa en un pequeño restaurante del East Village mirando al exterior a través del ventanal mientras anochecía, siempre con los ojos vigilantes, acechando su figura entre la gente, apeándose de un taxi, bajo un paraguas, saliendo de un drugstore, doblando una calle, avanzando de repente hacia mí como nacida del aburrimiento (o de la nada), brotada del ensueño…”

¿Podían configurarla las imágenes insólitas de su obra? En cierto modo, ambas se hermanaban en la vigilia mórbida durante su enfermedad y muerte.

Ahondaba en lo inconsciente el hombre esquinero (como una ramera a la espera del cliente), aquella misma fuerza, al alcance de todos, que exigía de la artista calva la expresión más desaforada e inescrutable de una disposición matérica. La trance inequívoca que lejos de atestiguar tus talentos algo revelase los de ella más allá de la impresión en la retina de su arte poderoso y extraño.

12 de marzo, 69.

En Broadway, esquina a Herald Square. A la derecha se eleva el Empire State, casi engullido por la niebla, una oscura y sólida silueta envuelta en jirones blanquecinos coronada por la antena gigantesca.

Hace frío. Apenas se distingue nada más allá de unos metros a causa del aire sucio.

Observa, como buen hombre de las multitudes algo chismoso, a la gente que sube por Broadway o baja por la Sexta, la esquina ajetreadísima de automóviles y peatones de las calles 34 y 35: masas solamente, pues es inútil ponderar cualquier rasgo diferenciador en esos miles y miles de andantes brumosos, manchas encogidas en sí mismas, casi ocultas en sus ropas nuevas y vistosas (con bolsas en las manos, sosteniendo siempre algún trasto, arrastrando un crío lloroso).

Un río fluyente de personas inaudito, inagotable, de una riqueza racial nunca vista por él hasta ese momento, en este lugar que es encrucijada de caminos en lo más bullicioso de la urbe. Gentes, automóviles, el sempiterno taxi amarillo dando la nota en el gris, el blanco, el rojo, el azul, el negro, el verde en una marea de flujo y reflujo constante de hombrecillos y mujercillas móviles que cruzan pasos de peatones, aguardan obedientes al lado de semáforos, que no se sabe de dónde vienen ni adónde se dirigen, dónde se esconden al final del día con la compra a plazos de sí mismos, dónde…

Deja libre el pensamiento.

Un hombre tras su sintaxis.

Lo que quieres expresar se halla en los límites de lo ejecutable, las palabras ya no te sirven. ¿No podrías darle otra forma a la ocurrencia? Tal vez de ese modo alcanzaras, aun sesgadamente, a identificar el desasosiego.

No hay puntos cardinales.

Decide meterse en Macy’s, a dos pasos de donde se encuentra, como otros deciden meterse en el Chelsea o en el Algonquin a buscar lo suyo.

Todos los grandes almacenes tienen forma de cajón a pesar de las fachadas neobarrocas, eclécticas, labauhaus, historicistas, palladianas, minimalistas, racionalistas, art decó: BUSQUE SU HUESO.

Uno puede encontrarlo hasta ya dispuesto con un lazo de seda.

Puro automatismo psíquico.

El lugar le engulle. Duda si podrá salir de allí. Podría vivir allí. Ser de allí. La posibilidad de esconderse ALLI para siempre es razonable. Aún pasarán muchos años antes de que instalen sensores térmicos u otros artilugios traicioneros que detecten el calor corporal del intruso.

Ahora ya es ese tipo esencialmente frívolo, superficial en muchos aspectos. Se ha convertido en el fantoche moderno de todas las épocas: ahora… y después (2014): en realidad, sólo se toma en serio la salud, cambiar de coche, portátil, tableta o teléfono móvil cada pocos años y deambular por los pasillos de un centro comercial con un par de tarjetas de crédito en el bolsillo de la americana o en el bolsillo trasero del pantalón pegado al culo buscando mi hueso, todas las chucherías electrónicas que añadan una prestación más a las chucherías electrónicas que ya acapara allá en su rancho grande. Fuera de eso, todo deriva en un escepticismo y una actitud cínica que acaban larvando una pose de indiferencia pretendidamente sabia y que no es sino la displicencia del hombre iletrado.

En Macy’s sube y baja escaleras mecánicas de madera, muy estrechas. Otro sabueso, uno más, con los dientes (¡qué digo, colmillos!) al aire en busca de la tibia sustanciosa, cálida, cálcica.

Escarbo en los contenedores. Busco mi hueso.

Un perfecto granuja que esconde los buenos modales a la hora de una codiciada captura en los ansiados meses de rebajas: ¡cómo te adelantes te tiro escaleras abajo, vieja del demonio!

No se deja avasallar por las dentelladas ajenas: defiende su territorio a codazos y pisotones.

Busca alambres, materiales dúctiles, maleables, apropiados para mis fines: polímeros.

Se trata de un nuevo vocabulario, un alfabeto que cuando menos sea capaz de sorprenderle a él mismo.

Por supuesto.

Una lingüística que exige la fe por encima de todo, una credulidad basada en el libre ejercicio y potestad de la plástica contemporánea.

Sin duda.

El nuevo modelo interior reclama elementos singulares: intrigar, inquietar, sacudir conciencias, causar perplejidades. Surrealismo puro.

¿Puede ayudarme? Óxidos. Metales. Plásticos. Acrílicos. Resinas. Gomas, cuerdas. Fibras artificiales. Químicas domésticas...

El tipo atildado, terno azul y corbata a juego en una gradación menor (o la tipa de labios rojos, mirada lobezna, maquillada, cuerpo de cereales y verduras al vapor, grititos ahogados en el amor), ni siquiera muestra estupor ante la petición. Sonriendo: “Tal vez en menaje… En alguna ferretería”.

¿En qué planta?

“No, tendrá que bajar mucho más, bajar, bajar, ¿entiende?”

Los pozos de Pollock, allí donde las aguas oscuras y gélidas reflejan trémulas tu rostro, el rostro, las gotas inúmeras de las estrellas: bajar hasta el agua podrida.

Látex.

¿Cómo?

Poliuretano.

¿Cómo? Disculpe, señor, ¿cómo ha dicho?

Fibra de vidrio.

¿Vidrio? Ajá. Ahora le entiendo, señor. Cristalería y afines se encuentran en la planta sexta del lado oeste, edificio anexo. Más al sur. Encontrará de todo: cristal de Bohemia, Swaronsky, veneciano antiguo, de Murano, Steuben…

¿Hesse?

No va a descubrirla en Saks ni en Bloomingdales, ni tan siquiera en ninguna de las tiendas de supercherías y ropa barata de la Tercera Avenida o en Times Square y sus inmediaciones. Y tampoco en las que huelen a esencia francesa como Barney o Gin’s, o en Tiffany’s, que, además, no existe: sólo fue una invención (la excusa literaria, digamos) de Truman García Capote cuando aún no había salido de Greenwich y emborronaba las primeras cuartillas huyendo de los botellazos de su ambivalente madre en negligé, borracha desde primeras horas de la mañana.

Una nueva Edad de oro: todas las blasfemias que se perpetran contra estas obras del 68 y 69 se volverán contra los labios que las profieren. Reaccionarios, podéis prohibir y destruir todos los Studio 28 del mundo: la historia os condena sin remedio y absuelve a aquéllos que experimentan con un espíritu hecho materia, palpable, exponible, fou. Conversos racionales, no obstante, que se mofarán en los cincuenta (la misma Hesse) de la sopa de Péret que inunda las páginas del Almanach surrèaliste du demi-siécle, en la que, naturalmente, no meterán la cuchara: tan libre es la imaginación que ni siquiera ha de apelar a lo figurativo del mundo. Y el arte es, por definición, mudable, desviacionista, sectario, proteico en todo su desarrollo milenario: sacrílego.

Una energía volcánica le hace regurgitar de las profundidades hacia el cielo (todavía neblinoso, glacial, inhóspito).            

En South Street Seaport, en la calle Fulton. Por esos muelles en el East River anduvo como un fantasma con Hesse: buscaba el vocabulario en los grandes almacenes oxidados, pronto corroídos por las sombras metálicas. También hacía frío, ya en el crepúsculo. Empecinada, con la vista baja, con algo entre las manos que ya era imposible definir (silenciar): es fácil –le decía ella-, la huella surrealista se hallaba en el mismo material, en los procedimientos, yo huía de la imagen reconocible, de ese pompier moderno y embaucador de los sueños capaz de envejecer malignamente lo experimental.

Buscaba desesperado y en un silencio hosco un piano-bar, uno cualquiera por las inmediaciones de Grove Street: ya sólo quería escuchar, cerrar los ojos, no observar nada hasta el siglo que viene. Vestir la realidad con el inventario de un almacén de desechos reciclados por la ocurrencia y el ingenio plásticos.

Recordar… o imaginar: inventar el futuro, recordar el pasado, ambas cosas tan intangibles, de la misma sustancia esquiva.

Había, pues, que apostrofar (y hasta valerse de la navaja de Gorky) con arte inteligente las imágenes que toda figuración termina proponiendo; a la postre, remedos técnicamente mediocres de una plástica ya contrastada y difícil de superar mediante un onirismo que a fuer de descabellado embromaba la realidad de más allá que pretendía sublimar, sin alcanzar nunca la obscenidad revolucionaria del schocker pop.

Ella le daba la espalda al inmenso contenedor de huesos, y con el bello rostro inclinado hacia abajo y la oscura melena a un lado, como si los ojos huyeran de lo alto, de un cielo enemigo, buscaba por la tierra oxidada y sucia de negros grumos, variopinta y pródiga, d’avantgarde: era hija cabal, hipster, una cool cat a la que nada iba impedirle crear su mundo argótico alzado sobre la duda, el absurdo y la incoherencia pero también sobre el más absoluto convencimiento de su poder estético, tan extraño y turbador como iniciático y alejado de la histriónica muleta de la narración figurativa y su paráfrasis, pues sólo de la subversión de ésta podría ella nacer.

La logicista maneja cables de fibra de vidrio mojados en resina… Lo intuitivo guía sus pasos: escribe el Gran Diario (el definitivo).

miércoles, 13 de octubre de 2021

49

Jennie te arrastra. De nuevo, mitologías: tira dos docenas de fotografías a la fachada del 450 Este, en la 52.

The Unvanquished.

Lote completo: 925 dólares.

El Coleccionista: “Estoy en disposición de pagar una cantidad importante.”

-Será cuestión de tiempo.

-No me importa si al final logramos hacernos con todos los números. Tengo entendido que eran siete.

(Como una colección de cromos: Armas de la Segunda Guerra Mundial, Grandes del Beisbol, Padres de la Patria, Animales de África, Grandes Actores de Hollywood… “Te cambio el 24 por el 14.” “El 14 vale siete del 24… por lo menos.” “¿Y qué me dices del 24, el 51 y el 96 por el 14?” “Me interesarían más, entonces, el 36, el 73, el 82 y el 105.”)

-Seis. Eran seis. El último capítulo, “An Odor of Verbena”, fue un añadido. Era un relato inédito, de modo que nunca fue publicado en revistas con anterioridad.

-Me complace saberle tan bien informado.

-“Ambuscade” fue el primero de la serie, y “Skirmish at Sartoris” el sexto.

-¿Hay posibilidades de hacerse con todo ellos?

-Tiene que haberlas. Sólo se trata de dinero.

-¿Qué opina Ray Yeats de todo esto?

-Ese tipo se mueve por debajo de los cinco dólares.

-Mal asunto.

-Me encargaré personalmente de este trabajo al margen de mi librería. Sin intermediarios.

-Lo que usted crea oportuno. Quizá sea mejor así.

Carl Andre, su auténtico mentor, en sus buenos tiempos era hombre de cimas y valles: a los veinte años anduvo por la  Inglaterra del naciente pop y la Francia sartriana; a los veintiuno, de vuelta a USA,  ingresó en el Servicio de Inteligencia del ejército; a los veintidós se estableció en Nueva York y durante un tiempo trabajó de editor; a los veinticinco fue guardafrenos de la Pennsylvania Railroad en New Jersey… En fin.

Andre: “A él le debo prácticamente todo”.

Es sólo una frase.

Pero ¿por qué?

(Nadie hace tu trabajo por ti: sólo los negros que no existen con un par de centavos en los bolsillos y con la máquina de escribir a rastras por las calles de la Ciudad del Triunfo.)

“Bueno”, le dijo, “yo odio escribir a mano.”

Andre, el hombre de las frases: “Eres brillante, Evchen”.

LeWitt era recepcionista en el MoMa cuando Hesse lo conoció, al mismo tiempo que la otra subyugada Lippard percibía su influjo de judío inteligente y profético. Se sintió fascinada por él y su trabajo. Luego, han pasado los años. Son artistas. Muy callados. Todos llevan un lastre a la espalda.

Vivir no es fácil.

Cada uno con su crimen adentro, o su fantasía, o su miedo, o su drama... o su nada.

El hombre misterioso Sol LeWitt conoce de sobra la enfermedad (terminal, él lo sabe desde el principio) de Hesse. No habla inútilmente. No se compadece. Se limita a sufrir en silencio.

Ambos son judíos. O eran.

Europa se los hubiera tragado enteritos y todavía tiernos, a juzgar por la pavorosa sincronía de sus años de infantes con el supremo poder del carnicero nazi.

Una vez se reía: “Una siempre es judía… ¡cómo se es católico! Sólo los protestantes se libran de llevar toda su vida la culpa o el cadáver a cuestas.”

LeWitt: se interroga constantemente.

Pasamos la tarde en X.

Andre: hablaremos de Carl Andre.

(Adopta tus precauciones, amigo.)

Influida por una antropología que certificaba toda la magia y los pasados misterios de una raza, una etnografía actualizada que visualiza idealmente un folclore tan válido plásticamente como perturbador.

¿Naif?

¿Ha visto usted realmente la estética tan peculiar de los salvajes de antaño?, preguntó el tipo del salacot.

“Haré de mi cuerpo (de mi alma) un objeto artístico.”

De repente, como un espejismo, surge de la trémula luz del sol del desierto, de la llanura dormida del mediodía, de la ardiente humedad de la selva…

La belleza es una cuestión de identidad, la que se posee, la que se crea, la que se ve con los ojos cerrados…

Admira el rostro tatuado de un cacique Hiriti-Paevata, de un rey Tauhlao, del isleño de las Carolinas, de un dajak del antiguo Borneo, deléitate en la espesura cromática que cubre por entero el cuerpo del japonés de siglos atrás… (descifra El Hombre Ilustrado de Bradbury, anticipa el futuro en sus imágenes, lee las dieciocho fascinantes historias que se encierran entre sus cambiantes bordes: en la mano una rosa recién cortada, el anillo azul tatuado alrededor del cuello, cada centímetro de la piel lo cubren cohetes y estrellas, prados y ciudades, iglesias y tabernas, calles y plazas, gentes y galaxias, animales y bosques, tu rostro, tu destino… todo aquello que la imaginación diabólica de la bruja hace brotar de las hirientes agujas de la noche mientras el sueño te ha vencido).

Surge la pareja de salvajes (porque eran de otro tiempo) del vibrante aire que induce a la figuración y a lo inexplorado, surge de lo extraño, de lo indefinible, de un encantamiento que mucho tiene de genial invención artística:

a tenor de su deseo de adornarse, aquellos lejanos artistas de un bodyart del árbol y la jungla y unos cielos desconocidos sometían el soporte del cuerpo finito a multitud de trapisondas y deformaciones:

lo pintan de mil maneras con decenas de colores que obtienen del mineral, la planta y la tierra, y el embadurne y el tatuaje polinésico conforma una obra de arte andante y guerrera no exenta de desafío hacia la plástica inerte que les rodea:

todos los orificios del cuerpo se prestan a una deformación, la carne se corta, se mutila, se agujerea, se violenta, la piel se pervierte con los tintes y las incisiones, los ojos se agazapan tras el laberinto de rayas y cortes que los circundan, se empequeñecen los pies, se ulceran los miembros, y hasta el cráneo adquiere formas espurias valiéndose de la presión de tablillas atadas alrededor de la cabeza, se aplanan los occipucios, se saja la carne del pecho, se alargan los brazos, se enredan los pelos:

he ahí el indígena melanesio de las Salomón que adorna su frente con una diadema de cipreas e incrusta en su nariz un anillo de piedra pulimentada, el sakai de Malaca que horada el tabique nasal con una caña transversal, la joven de Hainán que desgarra sus orejas por el peso de decenas de anillos, el nativo de la isla Montgomery que ulcera las incisiones que se ha practicado en la piel con agua salada y jugo de raíz de mangrove con el fin de resaltar el tatuaje por medio de los monstruosos bulbos creados, las pinturas blancas que en profusión de líneas recorre el cuerpo de los kaipara en sus sobrecogedoras danzas, el bagobo malayo con los dientes ennegrecidos y limados en sierra y la piel enteramente cubierta por tatuajes geométricos y zoomorfos; observa las deformaciones dentales del basari y la labial de las mujeres musgu y ubangui capaces de insertarse en los labios discos de madera de más de 12 centímetros, pues tal es su ideal de belleza, admira tales conceptos de lo bello en las cicatrices deliberadas en la frente y las mejillas combinadas con la diadema de cauri y los collares de hueso de la mujer cunama; verás cabellos lanosos largamente trabajados, trenzas cuya longitud alcanza el suelo en el tocado de la mujer ovamba o formando elaborados bucles en la cabeza de los papúas, tan amantes de los peinados complicados, o los suntuosos peinados repletos de trenzados y frisados de las mujeres de Fernando Póo o los adornados con vistosas plumas como en los algonquinos y cabelleras con marcado carácter cultural y espiritual como en los nubios y también el rapado místico del tibetano… 

 “Tampoco es tan difícil que llegues aquí. Ahora no tienes que pagar un centavo por atravesar el puente.”

Por lo demás, le jura que nunca ha paseado por Central Park subida en un coche de caballos. Ni por la Quinta Avenida tampoco. Y no ha patinado al son de Jingle Bells en Rockefeller Center ni un solo día de invierno en su vida. Él se lo propone en un arrebato de ingenuidad. Ella se echa a reír: “Nunca seré ya una chica casadera.”

Ella, La Buena Judía, se ha librado definitivamente de todos los caprichos. Es lo malo de conocer el camino a la perfección.

Habla de mitología. Una charla confusa, apenas informada de la materia. Sin embargo, dos o tres temas y personajes mitológicos los domina a la perfección.

Otra figura mitológica: Aracne.

“Desafío a las diosas”, le dice.

“Lo sé”, contesta.

Has desatado la cólera divina. El castigo te acecha durante un tiempo y, al final, te atrapa a dentelladas. No te soltará hasta la muerte.

Todo lo mitológico es, en esencia,  un desafío, una afrenta a los poderes ocultos. Y se pierde siempre.

-¿Quién es?

-¿Wallace? Soy Morgan.

-¿Qué tiene que decirme?

-Ya tenemos el 4, “Riposti in Tertio”, aunque se tituló “The Unvanquished” en el Saturday Evening Post del 14 de noviembre de 1936.

-¿Precio?

-100 dólares…

-¿100 dólares? ¿Así de redondo…? ¿Ni 94 ni 102?

-Bueno, la cuestión es que…

-¡Cómprelo!

Le hablaré de La Rama Dorada, se dijo él.

En la Biblioteca Pública dejó pasar las tardes de lluvia, frías y hostiles del otoño de 1969. Tomaba notas de la edición abreviada en dos tomos de Macmillan. Pronto llenó dos cuadernos escolares. Luego, se hacía un lío irritante intentando descifrar su letra a vuela pluma.

Lo liaba todo.

¡Qué tipo!

Proporción áurea (del alma).

Hablemos de ello.

Arrima el ascua a su sardina: desdeña la matemática, abre ventanas, deja correr la brisa y el viento, cree en la magia antes que en la belleza racional de los números.

¿Qué ordenación es esa?

Piensa en el nueve: lo escribe: lo nombra: finalmente lo dibuja: 9.

Pisotea la arena, deshace el  muñeco de arena mojada. Se queda mirando estúpidamente el sol allá en el horizonte azul del mar. Inalcanzable. 

El Negro lejos de su máquina de escribir y demasiado cerca del abatimiento típico de los tipos del sur: Is this Your Luckyday?, lee una y otra vez en la centelleante palabrería de colores del pinball. Pide otra cerveza, suave y mala.

“Necesito un norte…”

Y miró a lo lejos, aquella reluciente mañana, la antena plateada del Empire...

Margie K., una de las amigas de Jennie Q., tan joven que todo es nuevo en ella: la piel, la ambición, la mirada, la confianza…

El Paseante se la encuentra en el cruce de la avenida Manhattan con la calle 109, a punto de doblar hacia Columbus Avenue. Es un día soleado, pero de mucho aire, incómodo para un andar calmo y el disfrute del pensamiento mientras la vista va y viene.

Podrían contratarte, dice K.

El viento oblicuo le da en la cara, hermosa y resplandeciente por el sol, y el cabello liso, de un castaño claro, se enmaraña con gracia, los mechones vuelan a uno y otro lado del rostro ovalado iluminado por el brillo de unos ojos almendrados de un matiz meloso, y ella no cesa de peinarlos hacia arriba con los dedos entreabiertos de la mano.

Él, algo nervioso, apaña mejor la mochila a la espalda mientras mueve la cabeza de un lado a otro.

No quiero dar clases de ningún tipo, contesta.

¿Qué tiene que enseñar él? Lo que sabe, no sirve para nada.

Le mira incrédula, se da la vuelta sonriendo y, a paso ligero, se encamina hacia el parque con el grueso cartapacio debajo del brazo.

Él cambia de dirección (llevaba exactamente la de ella) y se aleja decidido. No tendré más remedio que meterme en Central Park. ¿Y qué hago yo allí a las nueve de la mañana?, se pregunta irritado.

A ella aún le da tiempo para anunciar su próxima exposición: “Hey, City Blank”, dice sin el menor entusiasmo.

“¡O.K.!”.

Él calcula alternativas.

¿Quién es? Él se pregunta eso mismo un par de veces al día.

Un epifenómeno, una vida vicaria.

Quizás un Versteller: pervierte la realidad cuantas veces le viene en gana: ¡pero siempre atendiendo lo esencial de ésta!

Más importante que su obra: artistas cuya sociabilidad y afabilidad les hace innecesarios. Basta con ellos. Pues “ellos y su obra” son como columnas Morris ambulantes.

Indiferente a lo estéril e infecundo, aún tuvo tiempo de atisbar a la gente groovy con sus camisas de flores, las torpes guitarras y los cantos bienintencionados. Acabando los sesenta, unos años después de llegar de Alemania, ya sin ataduras sentimentales, más de una vez contempló largo rato, incrédula y fascinada, la pacífica y vistosa muchedumbre en torno a la fuente Bethesda en Central Park. Se sentía ajena, no obstante, extraña ante los cantos y los atuendos. Los redujo a su mínima expresión: parecen un cuadro. El Ángel Que Nos Mira. Y otro domingo bochornoso, de calor húmedo, sin nada mejor que hacer al salir aburridas de un cine refrigerado, antes de anochecer, merodeaba en compañía de P., R. y B. por St. Mark’s Place, en la parte baja de la Segunda Avenida, donde se reunían los conversos más concienciados, sin lograr adivinar en un sentido estrictamente artístico la bondad de lo que contemplaba. A la semana siguiente, se desentendió de toda aquella estética juvenil poco adecuada al aluvión de ideas y presentimientos plásticos que pugnaban en su cerebro. “Son materiales lo que necesito”, se decía una y otra vez. “Me bastará con eso.”

Al diablo con las canciones.

Sustituye las flores por el hierro,  el óleo y el barro por los nuevos materiales, la química del mundo que se avecina,  los caprichos, los desastres.

La ha convencido: “sólo soy un turista español con el trazado de las líneas del metro dibujado en una mano y el mapa de Manhattan en la otra. El pasaporte entre los dientes.”

(Pero no mires jamás a los ojos de un neoyorquino.)

Suben a la terraza de Rockefeller Center antes del atardecer, cuando el ocaso del sol por encima del Hudson tiñe de rojo el cielo de Staten Island. Todo empieza a difuminarse a esta hora, como las peripecias y sucesos del sueño al despertar, como si fuesen irreales la catedral de St. Patrick’s, el Empire State, el Seagram, la masa brumosa de Wall Street… Y todo lo que les es dado contemplar desde lo alto parece que vaya a sumirse en la nada, a disiparse en el polvo de la noche (llámalo un sueño). Pero de pronto, como luciérnagas gigantes que surgieran del subsuelo, se encienden los millares de luces de Times Square, los rascacielos del Downtown comienzan a tachonar de ventanas encendidas sus todavía grises siluetas, se ilumina la antorcha de la Estatua de la Libertad y los focos del Empire lanzan sus destellos azules al mar abierto.

En ese tiempo todavía uno se queda encandilado leyendo a la medianoche en la cinta de luz del edificio del New York Times las últimas noticias y sucesos internacionales de teletipo del último minuto mientras, en torno a sí y su ingenuidad, una muchedumbre de iniciados en lo siniestro compra y vende (todo puede comprarse y venderse, anuncia una cadena nacional de televisión) los crímenes que nunca serán noticia.

(3.6.1969, 23,58)

Hoy, Nuestro Presidente, a las puertas de América, impide con la sola ayuda de Dios… etcétera.

A., un corresponsal catalán amigo de C. que conoce a B. (a quien El Negro ha hecho algunos favores de tipo literario-mercenario), vive en la 86, en un barrio residencial repleto de cervecerías, restaurantes y emigrantes alemanes. Escribe para un par de revistas de arte españolas, a las que El Embaucador no tiene acceso, y en las páginas de un periódico de tirada nacional que no haría ascos a una crónica artística pergeñada por su experimentada pluma de corresponsal-escritor. La tarjeta manuscrita de B. le abre sus puertas. Es un tipo comprensivo, de sonrisa acogedora y aspecto bondadoso, paternal, con el pelo peinado a un lado completamente blanco. Le invita a una copa (son las siete de la tarde). Se interesa por lo que hace y, lo más importante, querido, los planes que tiene para el futuro en Nueva York. Él contesta sin mentir, pero con inocentes evasivas que el otro capta de inmediato. Le expone el motivo de su visita. Accede en seguida a su petición. “Dime, ¿qué clase de escultura hacen (sic) estos chicos?” En ese instante él se queda absolutamente sin palabras. Inclina el torso hacia la mesa y coge el vaso de whisky, da un trago calculado (A. es un tipo respetable, debe apreciar la mesura). Al cabo de unos segundos, con el vaso entre las manos, él sólo acierta a decir lo más inapropiado y sucinto mientras mira los dos cubitos de hielo que sobresalen del líquido ambarino: “Abstractas.”

Estamos en 1969.  

(No están demasiado gastadas algunas definiciones.)

Algún atavismo europeo pervive en esta antigua emigrante germana. Es tan distinta como el Village al resto de Manhattan: plazas, rincones hasta recoletos, calles pequeñas y estrechas… Compra pasta en Bleecker Street (y vino toscano y panetone) en una tienda italiana junto al cine de sesión continua que pasa mañana, tarde y noche películas de los años treinta y cuarenta; pasea por St. Luke’s Place, la calle más bonita flanqueada por bellísimos y grandes árboles copudos, se demora por callejuelas.

Festival de cine en el Lincoln Center.

Tenemos que ir, dice. Más de veinte largometrajes a concurso.

Consigue las entradas para los pases de la sección oficial a través de una amiga periodista.

Godard, Cassavetes, Welles, varios filmes de detrás del telón de acero, ahora tan de moda, una retrospectiva de Gance…

En especial, desean ver la película de Martin Tolbal, Bridges, que cerrará el certamen dentro de una semana.

Por el momento, ven cine del este. En cinemascope, pero en blanco y negro.

Más tarde.

En el apartamento. Ha salido del baño, ultima los preparativos para acostarse. Huele a limón en torno a ella, y es muy agradable. Mientras la observa a hurtadillas recuerda una de las películas visionada por la tarde, una checoslovaca en blanco y negro que le produjo verdadero miedo (la palabra exacta sería desasosiego, pero no está seguro de no haber sentido miedo también) en virtud de la siniestra frialdad con que muestra en la pantalla los últimos días de un intelectual represaliado por el régimen: su despertar en la cama en el amanecer oscuro y lluvioso, el rostro sin afeitar del hombre en el espejo, aún vestido con el pijama, el parco desayuno con el inevitable cigarrillo entre los dedos, las gotas de lluvia en la ventana, los pequeños y baratos estantes llenos de libros, la vetusta máquina de escribir a un lado de la mesa, el hombre rodeado de sombras finalmente sentado y abatido en el sillón desvencijado del minúsculo apartamento suburbial donde vive. Y los raquíticos árboles, las aceras maltrechas, las hileras de los edificios blancos tipo cajón, el cielo negro, el frío glacial que dejan adivinar todas las imágenes…

Al día siguiente.

50 centavos: suficiente para el metro, el hot dog y el socorrido periódico.

Por la tarde: ella vuela hacia Chicago: otra colectiva con Serra, Nauman…

Durante la mañana, clara y limpia por el aire proveniente del Atlántico, él pasea, compra libros, se mete en cafeterías con grandes ventanales estilo Hooper a leer tranquilamente el Times.

Tiene libre todo el tiempo del mundo.

Baraja ocurrencias, obra milagros.

Le dice que irá al zoo del Bronx.

Qué valiente. Ella cuelga el teléfono; él sale de una cabina pública en Lexington. Allí mismo sube al metro.

No es una hora punta, así que al llegar a Harlem el vagón casi se vacía al apearse los afroamericanos en la 110.

No descubre, al menos en su vagón, a ningún tipo de aire anglosajón. ¿Un wasp? Inconcebible. Al zoo se va en coche y con las ventanillas cerradas. Incluso con una pistola amartillada bien escondida debajo de la americana. Para usar sólo en legítima defensa.

Un portorriqueño con una sahariana amarilla por encima del pantalón color hueso canta un bolero en español. Una jamaicana mueve las caderas al son de un ritmo inaudible. Les mira con simpatía. Siempre lo hace con estos americanos-caribeños. Desde el shakespearino musical de Bernstein (1961) siente debilidad partidista por todo lo hispano neoyorquino del West Side.

En realidad, el Bronx queda tan lejos para un tipo de Manhattan como Sudamérica o cualquier parte de Asia. Allí vive la auténtica máquina de Nueva York, más de dos millones de laboriosos braceros de todo tipo que sostienen día a día la isla y sus trapicheos cerca del cielo (sin alcanzarlo jamás).

“Al Bronx no se va nunca, nunca”, advierte el sofisticado de turno del East Village.

Pero allí vivió una vez Edgar Allan Poe.

Luego miraba a los animales tan extraños (invisibles).

Por la tarde (él): Portrait of Jason, del 67, pero la ponen de nuevo en un cine del Village.

-¿Wallace?

-El mismo.

-Hemos conseguido el Saturday Evening Post del 29 de setiembre del 34, con “Ambuscade”, y el del 3 de noviembre del mismo año, donde apareció “Raid”, el tercero.

-Eso es magnífico.

-Respecto al precio…

-¿Qué pasa con él?

Y mientras ella construye inconsciente o a sabiendas el mito pringándose malignamente con toda la sintagmática plástica que ha metido en el saco venenoso de los materiales, él podría dedicarse a no hacer nada, a preguntar en librerías del Midtown acerca de títulos de libros inencontrables, dar un largo paseo en la barcaza para turistas (¡pintada de verde!) por el East River cargado con bolsas de comida y botellines de cerveza o escribiendo poemas en prosa (?), o distrayendo la mañana y la tarde en Riverside Park lanzando vistazos mal disimulados a las jovencitas en short que desfilan delante de sus narices camino de Columbia.

A por ellos.

¿Vas a conformarte con ser parte de la tropa?

¿Qué guerra es la que libras?

Jamás de segundona, de imperceptible underdog.

Contarás uno por uno tus propios crímenes contra el arte celebrado por los millonarios del Upper Eats Side.

En el 69 ya hablaba en susurros, de una forma muy dulce. Ama el silencio. Sus esculturas lo son. Y, por favor, nada de la maldita sofisticación.

De su diario: “Conocí a un tipo de Milán que nada más llegar vestido de hippy quería meterse en Electric Circus. Nos reímos de la proposición y le invitamos a visitar el Broadway de medianoche. Pero él insistía una y otra vez, de modo que lo empujamos al interior de un taxi en dirección al East Village con la advertencia (y una buena propina) al taxista de que lo dejara justo en la puerta. No lo volví a ver hasta el día de la inauguración en X., durante la que me rehuyó en todo momento avergonzado de sí mismo. Sus pinturas me parecieron igual que su comportamiento del día después, insignificantes. Hoy es un tipo célebre que gana dinero, envejece como un cobarde y cuenta mentiras”.

Lo ha descubierto: puede recrear de nuevo las obras: es dueña de su aura.

Paisajes de desolación.

(El mejor lugar para reinventarse.)

Beckett: ella sólo asiste a las representaciones en el Off-off y, contadas veces, a las del off-Broadway en alguno de los tugurios experimentales y decididos del Village y los locales más aseados diseminados por las inmediaciones de Washington Square. Sospecha de lo oficial, de lo “bien escrito”; desde luego, del teatro, el cine o el arte de entretenimiento.

Es una peripatética a ratos infantiles: crea sus propios juegos.

En efecto, han asistido otra vez a una representación de Final de Partida. Le subyuga esa obra. A él, le inquieta.

Sobre un escenario predecible en la obra de Beckett (las ruinas bombardeadas de una ciudad se dibujan sobre los decorados del fondo), Hamm y Clov monologan, dialogan… sentados, de pie, mientras andan (en realidad, Hamm se arrastra como un animal herido sobre las tablas).

Haces de luz azul que simulan reflectores iluminan desde los extremos la escena de un acto único, sin intermedios.

¿Y ahora?

Nada.

¿No hay gaviotas?

 ¡Gaviotas!

¿Y en el horizonte? ¿No hay nada en el horizonte?

¿Pero qué quieres que haya en el horizonte?

Etcétera.

Se hace la oscuridad.

Todo acaba con el estridente sonido de una sirena.

Ahora son vertiginosos destellos rojos y azules.

¿Crees en la vida futura?

La mía siempre lo ha sido, dice, y vuelve la cara a un lado para que no descubra los ojos enrojecidos, húmedos ya.

Se encienden las luces de la sala: los actores han desaparecido, y unos hombres vestidos con monos verdes retiran los decorados. Es todo.

La gente sale en silencio, cabizbaja. Como había entrado.

Yo, una vez, queridos niños, había conocido a un pintor loco que pensaba que había llegado el fin del mundo. Le tomé mucho afecto. Así que me empeñé en hacerle ver algo de la realidad “verdadera” que le ayudara en sus cuadros. Le cogía de la mano y lo llevaba a la ventana: mira el cielo azul, y las olas de plata, y el trigo verde que crece cada día, y las velas blancas de las barcas que surcan el mar esmeralda, la brisa que perfuma la mañana…. El miraba por un instante horrorizado, se echaba para atrás y volvía renqueante a su oscuro rincón gimoteando: sólo había visto cenizas.

La espera. De nuevo.

Pasea impaciente alrededor del arco de mármol que parece defender la Quinta Avenida del bullicio algo desastrado de Washington Square y las mareas indiscriminadas de gente que suben de todos lados. Hace un tiempo húmedo, muy cálido. El cielo empieza a agrisarse.

No viene. (Sábado, 27-6-1970. 17,47 p.m.)

“Hola”, le dice al verla avanzar hacia él, todavía a unos metros. Viste una túnica de algodón ligero, blanca, talar, de mangas acampanadas. No lleva nada en las manos. “Lo mejor será que nos metamos en una cafetería. No va a tardar en llover.”

Asiente con la cabeza. Sonríe. “Tenía muchas cosas que hacer. No debería haber venido.”

“He traído unos libros.”

“No sé si me conviene leer. Debo estar alerta. A saber donde aterriza una…”

“Qué pálida estás.”

“¿Cómo quieres que esté? Ahora, este es mi color natural. Veremos más adelante…”

Se mete en una cafetería abarrotada y tiene que permanecer de pie frente a la barra. La incomodidad es violenta. Prefiere la lluvia de fuera. Renuncia a cualquier tipo de consumición y sale a la calle. Aspira el aire, ahora fresco, a bocanadas lo mete adentro de sus pulmones, hasta lo traga con rabia.