domingo, 22 de diciembre de 2013

HESSE 128

Asesina a Caronte; hunde la barca en esas aguas densas…
Ve allí, lejos de la ribera…
Desde Marte, buenos días.
En esta fecha, 1 de junio de 1970, no estoy demasiado alejada de la Tierra, a unos sesenta millones de kilómetros; el año próximo estaré algo más cerca, unos cincuenta millones, lo que aumenta las posibilidades de que podamos vernos y saludarnos con la mano.
Te veo desde Marte.
Marte es un mundo extraño. Como puede serlo cualquier lugar desconocido y desierto que aún no conozcas de la Tierra.
Marte es el lugar donde vive ese tipo que no entiendes.
Marte es ese desván donde ocultas los trastos.
Marte es lo que escondes debajo de la cama.
Marte es el diccionario donde se hallan las palabras que aún no has oído.
En Marte es donde aguarda aquello que aún no has imaginado (pero que algún día podrás vislumbrar).
Marte es la barraca de feria donde puedes exhibir los monstruos sin el menor escrúpulo.
Marte es el País de las Ocurrencias Estrafalarias.
Marte es el grado cero de la evolución: nadie sabe todavía si ha habido allí un pasado o tiene un futuro.
Marte es el otro lado de tu cerebro.
Te asombrarías de escuchar tu propia voz en Marte.
Te caerías de espaldas si vieras tu imagen en los espejos bermellones.
Marte puedes estar al lado de tu casa, a la vuelta de la esquina.
A lo mejor incluso al final del pasillo, en una de las habitaciones del fondo, donde duerme la criada.
Marte es un mundo inexplorado.
Sólo tienes que empezar a buscarlo.
Y para andar sobre su llamativa corteza de óxido sólo tienes que aprender a dejar de respirar. Y andar un poco más de prisa: todo es más lento aquí.
Más allá del horizonte marciano se alarga la noche cósmica donde la mirada humana es incapaz de penetrar, donde la Tierra es un mínimo punto con deslizamiento al azul apenas luminoso de ínfima magnitud, roca, tierra y agua aisladas en el vasto mar oscuro, una mota pegada a la lente de un telescopio marciano, como una bola náufraga y microscópica a la que nadie pudiera oír: en esa insignificancia mayúscula se hallan vuestras ambiciones y soberbias, los engaños y los afanes, vuestra ridícula insolencia de seres finitos, inapreciables e invisibles a los ojos del universo: sois del todo desdeñables y mínimos en tan grandiosa negritud.
En Marte una tiene un poco más de tiempo: 40 minutos de más al día para ponerlo todo del revés.
Y para sentirte de veras una marciana auténtica (cual es mi caso) debes descubrir nuevos colores, nuevas formas, sabias combinaciones:
No regirá tu vida mandamiento ninguno
No amarás por encima de nadie a ningún dios
Utilizarás en vano los nombre de quienes te vengan en gana
No harás daño a nadie
No permitirás que nadie te haga daño a ti.
El arte de Marte requiere la ilusión óptica: verás lo que quieras ver, inventarás su nomenclatura y sancionarás la legitimidad de cualesquiera de tus antojos.
El arte tiene su tiempo, su ritmo, impone una cadencia: va a su aire. En Marte las cosas no son como deberían ser o, al menos, como deberían ser en la Tierra. En Marte la exigencia mayor es que seas extravagante (verde cronopio y con calcetines a rayas y el ojo derecho al tuntún).
En Marte todo es una ilusión. Y no sólo óptica alterada por la física. Hay más, mucho más, de lo que partece a simple vista.
Una cadencia intuitiva.
Y en cuanto a las formas de vida… Basta con que las imagines con los materiales que te plazcan y las configures al estilo que mejor se acomode a tus emociones, sentimientos, pensamientos, temores, alegrías, premoniciones, rarezas, engaños, ambición, esperanzas…
Y Marte es donde los sueños se cumplen: no lejos de mi gruta, abierta entre los canales de Nylosirtis y Nephentes y en cuyas paredes rojas dibujo mis escenas de caza (con pigmentos rojos, naturalmente), se hallan los restos del aparato terminado de construir por el señor Robert Hutchings Goddard veinte años atrás con el que consiguió llegar hasta aquí desde lo alto de un cerezo, cuando adolescente, encaramado sobre sus ramas, miraba hipnotizado el guiño rojizo del planeta misterioso.
Buenas noches desde Marte, y atentos a la sorpresa.

sábado, 7 de diciembre de 2013

HESSE 127

Porque uno nunca recuerda los libros que ha comprado y permanecen escondidos debajo de los ya leídos, los que en realidad ama y una y otra vez termina releyendo, los que ganan todas las batallas saboteando la lectura insana de los otros recién llegados con olor a plomo de la imprenta, aún con los pañales limpios, lloriqueando desde sus portadas chillonas.
Eva Hesse leyó Berlin Alexanderplatz (me dijo) a lo largo de una semana de verano, horas antes del anochecer, junto a la ventana abierta que casi dejaba entrar desde la calle las largas y verdes ramas de las acacias de limpias y pujantes hojas que brillaban a la luz crepuscular, pues no dejó de llover ni una sola tarde de esa semana en Nueva York. Nunca vi ese ejemplar (me dijo), pero a juzgar por los comentarios de sus allegados (que lo juraban), sus páginas estaban profusamente subrayadas y con anotaciones al margen.
“Al final vemos otra vez al tipo, muy cambiado, hecho un  desastre y sin una perra gorda, pero erguido…” (Camino del Parque arrastrando un trozo de metal, algo muy parecido a una vieja máquina de escribir despedazada).
“Un hombre tiene unos ojos, y en ese hombre hay muchas cosas, y todas desordenadas, puede pensar un infierno de cosas…” "Sabe que está perdido. Sigue sin entender nada de nada.
Y celebré a los muertos, porque muertos estaban.
Al final:
Biberkopf: “No hay nada más que contar de su vida.”
La existencia es lo que es, y eso es todo lo que tienes que admitir.
Lo que se aprende de veras en esta vida (me dijo que había dicho) es a morir, a ir viendo como se te va el vivir.
(Y entonces sí, notó un temblor que no nacía dentro de ella y supo que la leve agitación de sus manos y la parálisis ardorosa que tensaba la piel de la cara eran el reflejo del pánico, de la certeza en que una fuerza desconocida y extraña traspasaba su carne en ese momento y la invadía sin remedio, que definitivamente la tierra se abría bajo sus pies y la alejaba del cielo y el aire se pudría y que ella debía enfrentarse con sus pocas armas de combate a encarar el desafío, aún indescifrable, al que le obligaba un mal irrevocable y bien acorazado de estratagemas y ruindad: Dios sólo te dio ojos para que vieras la grandeza de sus obras.)
Acaba tus días, si es que puedes, conduciendo 12 horas un Checker modelo A-11 pintado de amarillo (destruidos sin remisión al cabo de 500.000 kilómetros de rodaje) por las calles y avenidas de Nueva York, transportando a gente que no conoces a sitios extraños, tipos anónimos hasta casi parecer irreales sentados detrás de tu cogote y de quienes lo único humano reconocible son los gruñidos que emiten al hablar a solas y los monosílabos que a modo de saludo profieren al entrar en el coche y al abonar la carrera, acaba en un movimiento continuo entre cordilleras de cemento, hierro y cristal, inocente preso de un perpetum mobile anterior y posterior a ti, no confiando en nadie, no viendo nada, no pensando y envenenándote de hot-dogs al mediodía y bebiendo brandy hasta reventar cuando ya el día se esconde en la noche.
También puedes acabar embriagado por la locura caminante llamada Walser, caminando bajo la nieve impertérrito a través de calles y calles nocturnas y acercándote cada vez más y más a la absoluta nada a medida que diriges los pasos hacia la fría muerte ataviada de blanca madrugada. (Inexpresivo, sin una mueca de displicencia en el rostro, sin la menor señal de temor, mudo y sin reproches.)
Sé buen acólito. Obedece las reglas (las que mejor te acomoden).
Templa el vino el corazón (Eclesiástico, 31-31).
¿Qué vida es la de los que del todo carecen de vino? (Eclesiástico, 31-33).
Toda sabiduría viene del Señor (Eclesiástico, 1-1).
Da tus pies a sus cepos y tu cuello a su argolla (Eclesiástico, 6-25).
Humilla mucho tu alma… (Eclesiástico, 7-19).
Y entonces sí, notó un temblor...
-¿Quién es el que conmigo va?
-No es el amigo.
-Es… Abstracto.
Una vez fuiste concreta, reconocible, discernible:
En el  650 West 172 (c.1941), cuando entonces, Picasso temblaba ante la que se le venía encima: a los 5 años habla con muñecas, juega al ajedrez con su hermana, come patatas y verduras, no le gusta la leche (toma tu vasito de leche negra), no le gusta la carne ni las sopas, “lo mejor son las espinacas”, dormía abrazada a la almohada, se trae libros ilustrados de la biblioteca (al final de ese año “ya no le gustaban las muñecas”) y le gusta ir al Museo de Historia Natural antes de jugar en Central Park. Veinte años más tarde, la carne sigue sin gustarle, no juega al ajedrez, duerme abrazada a la almohada (a su calor impostado y “frío”), continúa comiendo espinacas, la leche no puede ni verla (toma tu vasito de leche negra), coge libros prestados de la Biblioteca Pública y cuando sale del Museo de Historia Natural (al que no deja de acudir un par de veces al mes) se encierra en el estudio a pintar (porque, en el 61, sólo pinta), que es una forma más de jugar. ¿Y de amores? Ya es sabia en eso, y altanera: “El auténtico amor es una carnicería en su expresión más literal, querido.”
Hazme invisible, mas no muerta. A un lado de La Mesa de las Ideas, bajo la luz cenital de penumbra, he de colocar la calavera, mi calavera ya descarnada, símbolo de vanitas, de mi extraña y misteriosa poquedad. Y,ahora, puesto que soy Invisible y Consciente, he de dibujar maravillosas entelequias de aristotélico influjo sobre livianos papiros o en rudos pergaminos sin importar el precio de sus hechuras.
En el espejo: encerrada en el plano: ni por delante ni por detrás existe escapatoria (pero ahora es una prisionera del azogue que no desearía salir jamás de la engañosa celda).
En el espejo: habita en él a salvo, pues sólo se halla en peligro si en él se contempla, si se hace realidad.
Espectro.
No mirarse nunca en él: ese personaje desmiente a la que eres verdaderamente, la que puebla tu interior desconocido, misterioso y único, no hay posible concordancia con la que te crees y la que representas a los ojos de los demás ¿Qué saben ellos? ¿Qué sabe el espejo de ti?: una imagen al revés de una encarnadura desajustada con tu conciencia y tu pensamiento, una envoltura grotesca incapaz de mostrarte y mucho menos de ser tú.
En Central Park una no se aburre nunca… si no va aburrida.
Porque yo iba directa a la degradación: yo era de las que utilizaba lo que entendíais como arte para expresar mis propias angustias y celebraciones. Como otros muchos demiurgos burlones os he hecho caer en la trampa: traficabais con mi nombre en 1971 y especuláis con mis obras en 2013. En 2050 habré suplantado inexorablemente a algún dios menor…
Os obstináis en el engaño: el arte sólo sirve a los artistas. 
Entra en La Librería. Ya no compra libros. Compra cuadernos Moleskine. 
Adiós a todo eso.
.

domingo, 1 de diciembre de 2013

HESSE 126

Hesse se sintió perdida, disuelta en la grisura prolongada de París durante septiembre de 1964: del jueves 3 al lunes 14: Rodin y Brancusi; el museo de uno, donde el verdín del bronce se confundía con el verde follaje; el taller minúsculo del otro, orden(anzas) íntimo, pero no eran verdaderamente recintos sagrados, sólo el lugar, el vaciado de los fantasmas: el del místico, el del genial artesano.
Sería la noche del 7 (01 a.m.): noche de brujas.
15/9/64:
(“Roma, que se mostraba al sol ruidosa, desnuda del todo a pesar del tráfico y sus crispados habitantes, algo sucia, espléndida… al fin de un largo viaje.”)
¿París? ¿Roma? ¿Hamburgo? ¿Basilea? ¿Bruselas? ¿Londres?
Estás en Tierra de nadie. Si te mantienes en silencio nadie adivina nada de nada: eres extranjera en cualquier lugar, pero en secreto.
(Postales desde España.)
“La Alhambra está más allá de las palabras”, le informa Sol LeWitt antes de tomar el tren que le llevará de Granada a Valencia en la primavera del 70: la moribunda intenta imaginar maravillas orientales, nombres exóticos sobre los que parecen elevarse naranjales y palmeras, irrealidades que desconciertan todavía más su postración en el sucio Bowery de aquellos años.
¿Países? Sé tu la rezagada, la que los ve chapotear en el lodo de la identidad con el manojo de las plumas coloreadas de la tribu en la mano. Ni la pintura es una bandera, ni la escultura una lanza, y toda teoría es inocente. El mejor artista es aquel que más pronto ha retornado a la infancia ondeando un trapo blanco en son de paz: dibújalos de frente, sin cuello, con manos y pies de alambre y pelo de púas,  pero a todos ponles la misma cara de espantapájaros o de calabaza iluminada.
Eso mismo he estado haciendo durante estos dos últimos años de artista: espantapájaros que alejaran a los creyentes de los buenos pensamientos:
-No se asemeja a nada que hubiera visto con anterioridad, en cosas propias del arte o no.
-Ése es un buen principio.
-¿Qué clase de artista quedamos en que era?
-¡Pche!
-Adelante alguna pista, algo habrá que decir…
-Digamos que sus elucubraciones surgen de las postrimerías…
-¿Postrimerías? ¡Qué diablos!
-Muerte, juicio, infierno y gloria.
-Si atisbáramos minuciosamente hasta lograríamos dar con el dedo manchado de tinta del Pantocrátor.
-Un arte sagrado…
-Ya, ya…
(Hesse: “Finalmente, un artista se halla en todas partes -después de él incluso-: una especie de gato de Schrödinger, vigilante pero complaciente con cualquier clase de interpretación acerca de su destino: muerto o vivo, ¡qué más da!”)
-Un arte cuando menos curioso, puesto que exige en cualquier momento la presencia del artista… milenio arriba, milenio abajo.
-¿?
-Al menos para atestiguar su condición.
-Gatos que se desintegran al tiempo que sonríen en el espacio, gatos muertos/vivos, gatos vivos/muertos… ¡Extravagancias sin fin!
-¡Magnífico! Sobre todo cuando los payasos augustos sólo inspiran lástima y a los clowns ya les ha perdido del todo su cansina afectación de eruditos a la violeta. Tales payasos ya no nos hacen la menor gracia. En cuanto al payaso Malasombra…
Verbigracia: 
Te acercas con sigilo (no vaya a ser que saque las uñas) al montón de partículas (puedes contar los trillones de ellas: no falta ni una sola), soplas (ni siquiera te hace falta el barro o la costilla) y al otorgarle tu aliento creador… ¡albricias!: he ahí el gato con sus dos ojos dorados, sus cuatro patas y sus siete vidas; mimoso, alza el rabo mientras le acaricias el lomo, ronronea satisfecho ante tan loca eternidad...
-Esta teoría me queda grande, pues yo no soy artista.
-Como el gato que no es gato y se limita a ocultar la suma exacta e impronunciable de sus átomos a fin de distraer un ratito al personal y conceder la gracia de su figura al paisaje vistiendo el muñeco.
Echa un vistazo a la caja de esta pobre EvaHesse: tu adusta (o interesada o estupefacta o incrédula o irritada) mirada convierte lo que ves, modifica las reglas, ampara el desatino o el prodigio: tú eres el significado: has sido el medio para la cosa (¿es arte o no es arte?… ¡No haber abierto la caja!
En fin, todo es tan ambiguo.
Su Underwood, ¿era de teclas blancas o negras?
Ambigüedad…
Requiere las dos caras de… la moneda.
¡Quien tuviera una gemela! Anda, guapa, termina lo que yo he empezado.
¿Por delante o por detrás?
Vuelve a poner las manos sobre la obra. Sin suplicios, hechicera. El arte es la paz, y las visiones:
Hacia 1400, el anacoreta Julian de Norwich llevó sus ojos sin aprensión al pequeño objeto del tamaño de una simiente que El Visitante había depositado en la palma de su mano.
-¿Qué es esto?
-Es todo cuanto es hecho en el Mundo (llámese inmundo).
Se entrega a curiosos alfabetos.
Oculta su letrería tras el pensamiento, aunque éste se desmenuce en físicos antojos.
Su (tcga) en el que trajina de la mañana a la noche es su falta absoluta de código; es infalible el efecto sorprendente de esa improvisación, y es una entre miles de millones de posibilidades. Quizá más, pues no exige el dibujo perfecto y a cada exhibición resulta una imagen (por infinitesimal que sea la diferencia) distinta al montaje de la anterior.
Hasta su total destrucción sus piezas son una novedad a lo largo de su existencia objetual: mudan, se niegan a sí mismas al salir a la luz, se reciclan, se alteran, a pesar de que jamás renieguen de su forma primitiva.
Hesse, el ojo de Argos: Hesse la de los cuatro ojos, o los cincuenta, o los cien, que controla en todo momento La Creación.
Cada día se baña esta diosa de la modernidad en las aguas que vierte la fuente de Canato, precisamente cerca de la localidad griega de Argos: cada noche se acuesta virgen.
A la salida del sol convoca a los fenómenos uránicos: cósmicos, telúricos.
Adelante, adelante: manos a la obra.
En tales asuntos se reconoce.
Mi obra soy yo. Nada de mi vida, ni la desdicha ni el temor, ni el éxito ni la felicidad, nada de aquello que incluso carece de visibilidad, ha de serle ajeno, pues brota de lo que sienten mis ojos.
¿De veras te asemejas al tieso engrudo que mancilla la pared?,
¿al corrompido látex?, ¿a la hedionda resina?
Autorretrato:
(De auto- y retrato).
1.m.
Dícese
del retrato
de una persona
hecho por ella misma:
Ese ejercicio narcisista de escrutarse a sí mismo… o adornarse, fingirse, admirarse, complacerse, disfrazarse, (ocultarse).
Acopias en tu lista de sucesos influyentes, además de alas de mosca, pulidos y veteados guijarros de playa o quién sabe qué, la atenta contemplación de muchos de aquellos que indagaron (o no) en ellos mismos: Giotto (plasmado el  rostro entre gentes devotas y anónimas), Durero (galán y talentoso), Velázquez (de porte cortesano irresistible), Rembrandt (precario pintor de encargo sin modelos), Delacroix (guerrero anónimo), Van Gogh (37 veces intentó imitarse pincel en mano), Schiele (qué atónito personaje), Cézanne (seriedad ante todo, monsieur), Picasso (el de los mil deseos y un solo rostro poderoso), Klee (geómetra de los sueños), Lucien Freud (cuya desnudez lo esconde mejor que cualquier atavío)…
¿Qué autorretratos son ésos los de Duchamp, Pollock, Rothko, Andre y compañía?
¿Adónde están? 

viernes, 29 de noviembre de 2013

HESSE 125

Tu obra… una arquitectura dramática…
Sólo una arquitectura plástica que agrede tanto lo espacial como lo propiamente formal.
¿La forma?
¡Es sólo lo que envuelve el sagrado espacio donde actúo!
Escribe de un modo… teológico.
(¿Podría usted manufacturarnos una novelita sólo a base de epígrafes…?)
¿Bíblicos?
Una suerte de centón teológico.
Un resumen de… ¡nada!
Empecemos por el Principio…
¡Otra vez!
En el Principio era la oscuridad…
Luego, hubo el sol, la luz, las cosas…
Despojas a la piedra de su miserable cargador, Sísifo, la “instalas” a solas en el espacio apropiado: entonces, ahora, el peñasco ya es una obra de arte.
¿Cómo subrayar el espacio (que por sí mismo es tan visible)?: profanándolo con el objeto.
“Ensuciaba el espacio…” Etcétera.
El arte “difícil” es un modo más de obligar a intervenir en el hecho artístico a un espectador tradicional que se rebelara ante lo que se le antoja como una afrenta a su inteligencia: su huida, o su desprecio, ultima la obra aun no sabiéndolo él.
No lo entiende porque “no comprende” que está escrito con lenguaje plástico.
Tu idea no precisa de la forma para hacerse visible: cuéntanosla.
La forma tampoco precisa de la idea: basta con que la muestres.
Respecto a…: era desdeñosa con lo que no decía, con lo que no tenía, con lo que no hacía. De modo que, una vez descubierto el truco, neutralizarla era muy fácil: su opinión carecía de la más mínima importancia en cualquier tema que se tratase por mucho que se desgañitara descalificando todo aquello que era contrario a su parecer: sólo certificaba su existencia como ser humano (y eso era innecesario, bastaba con verla).
Nunca dos veces lo mismo: he ahí una obra de arte continuamente reciclada en su exposición, igual y cambiante, inalterable y distinta…
-¿Existe la “obra de arte total”, la GesamtKunstwerk?
-Existe. Eres tú misma.
“Deja de hacer arte, pues; sólo vive como artista.”
El tipo, su aire furtivo, dice que escribe, nadie sabe nada de nada, silencioso y hosco, clandestino y brumoso, tambaleante, como salido todas las mañanas de un antiguo speakeasies detenido en el tiempo.
Todo lenguaje es una arbitrariedad consentida, un crimen a la imaginación, pues la relega a lo comprensible, que es tanto decir como a su desarticulación.
Y sobre todas las cosas: rester soi-même. (“¿Y si te equivocas?”. “Seré yo la equivocación.”)
Más allá de las falsas suposiciones:
“Curiosamente, nunca he visto ningún callejón sin salida en Nueva York.”
“El mundo en tus manos, pues.”
Quizá no sea demasiado pronto ya para grabar mi epitafio en el barro de la cloaca: “Hizo lo que tenía que hacer, que era lo que sabía hacer, y lo hizo bien.”
Se dio la vuelta y alzó un poco la cabeza: un árbol de ramas desguarnecidas de hojas como un maldito esqueleto gris… ¡en mayo! Y a la mañana siguiente, un amanecer sucio, el silencio malo del minúsculo dormitorio, la lluvia fría de antes de la nieve…
-¿Cuál es la historia…?
(Se le quedó mirando en silencio sin desdén, sin pena, hasta con absoluto respeto, sin respuesta...)
El Limitador: “Más que escribir una biografía del sujeto… ¡parecía elaborar su prospecto!”
Ya en coma: la voz de la posteridad de los otros le susurraba al oído: eres una long sellers, las ventas no cesan, se multiplican las leyendas y escrituras, los precios aumentan…
Un día te confiesas finalmente que Nueva York, en la hora más solitaria del día, en la más oscura de la noche, no es para ti una ciudad, ni siquiera un escenario sobredimensionado de seres humanos, objetos y placeres, esperanzas y desengaños: es sólo un paisaje, una extensión vacía después de todo que tus ojos pueblan de figuraciones y espejismos como harían las alucinaciones de un náufrago del desierto.
Ahora, con los ojos cerrados, escucha la joven sedente música alemana (un día, de pronto, descubrió que siempre escuchaba a los músicos alemanes). Surgido de la oscuridad el sonido dibuja sus garabatos en el espacio, hilvana las imágenes de la suma abstracción. Dentro de poco volverá a tenderse en la cama con las piernas extendidas, con los brazo rectos a los costados, mantendrá los ojos cerrados mientras el tiempo, que no la olvida y con el que no es posible negociar, la acosa, la debilita por momentos, la desangra, la va replegando sobre sí misma reduciéndola más y más hasta convertirla en un muñón pensante. En su imaginación, que todavía ilumina sus ojos cerrados, recrea una minuciosa cronología de nítidas viñetas (línea clara) hasta llegar a la bruma y los negros empedrados de Hamburgo.
Luego, todo se desvanece hasta el origen inexplicable, el blanco más blanco que hiere los ojos y... vuelve al presente y sus brutales contrapuntos.
Todos los niños viven en el pasado, cuando llegan al presente ya han desaparecido, se los tragó la ficción. ¿Quién era Evchen disfrazada de niña? ¿Qué era Hamburgo? ¿Por qué sonríe? ¿Qué eran los cielos blancos, las sombras grises, las caras blancas, los vestidos grises, las sonrisas eternas, los ojos abiertos eternos, la quietud eterna? ¿Quién estaba delante de la fotografía? ¿Quién era… El Testigo?

viernes, 8 de noviembre de 2013

HESSE 124

Eva Hesse rechaza que el genio del pasado no alcance a comprobar las consecuencias seculares de su genialidad, incluso le repugna la idea de que los habitantes de un pasado y un presente (el de ella misma) no puedan admirar los mundos y las eras que todavía han de prolongarse durante miles de millones de años después de ellos.
Eva Hesse prefiere creer que ha de sobrevivir a la muerte por los siglos de los siglos.
Eva Hesse es inmortal (se dice). Y, débilmente, de nuevo sonríe a la habitante azul del espejo, porque es inútil que intente borrarla de allí, hacerla desaparecer de algún modo si una y otra vez se enfrenta a ella misma observándose en ese cristal revelador.
Le subyuga esa imagen que morirá con ello, lo oculto, aquella cavilación de palabras silenciadas. ¿Cómo ver lo oculto? Con la invención. ¿Cómo es? Como lo inventes: absurdo, grotesco, inesperado.
Ha pactado el silencio aprobatorio entre las dos. Y el perfecto diálogo que ya queda en su vida es decididamente el que convoca a ellas a solas, bajo esa luz desleída de azules.
(Apaga la luz: “Sé que estás ahí”, advierte a las sombras de delante de ella donde supone que se yergue la celada, tan presta al intercambio de despropósitos a la otra parte del azogue. “Aunque no te vea, estás tan quieta en tu sitio como yo en el mío.” Se hace a un lado: “Ahora si que ya no estás.” Sale del cuarto de baño, en absoluta oscuridad, sin cerrar la puerta tras ella.)
El ejercicio del arte es una forma de mirarse en el espejo, un juego o diálogo tan narcisista que a la larga puede acabar en el aborrecimiento: una se muestra en el espejo como se muestra en el arte: una suerte de exhibición, una mascarada a través de un peor o mejor maquillaje.
Ha conquistado ese juego. Estoy/no estoy. Me veo/no me veo. Hola/adiós.
En la obra de arte: me escondo/no me escondo.
Retrato de un caballero, de una dama, de un joven (en barroco marco del XVII con moldura en pan de oro): seguramente el retrato se parece al retratado, pero seguramente también al artista.
Su espejo de artista, el del estudio, es pobre, rectangular, un pobre cristal azogado enmarcado de mínimo y desnudo bisel encima de la pequeña pila del lavabo, colgado a la escarpia clavada en la baldosa.
Eh, ¿adónde estás?
Enciende la luz.
Te veo distinta a ayer.
Pues eres tú.
Es… la enfermedad. Por dentro soy la misma.
Ese es el problema de hacernos con un personaje. Sólo debería visualizarse lo que hacemos, y no lo que somos y aparentamos.
Te noto tan diferente, tan “extraña” a quien yo creo ser en este momento.
Es un error muy común: atisbar por las rendijas equivocadas.
Hasta mañana (replicó con ligero enfado).
Hasta mañana, le dijo el espejo.
Buenas noches.
Buenas noches: apaga la luz.
(Pues aunque el espejo se ha despoblado de su presencia, prendida la luz sigue atrapando los objetos y la forma del espacio desierto, de los baldosines azules, de la cortina azul de la ducha, del pequeño estante de madera pintado de azul donde se posan el vaso con el cepillo de plástico azul con las cerdas azules y el tubo del dentífrico, dos peines, el cepillo de carey del pelo, el toallero metálico azul, la toalla ¡azul!… Qué visión terrorífica durante todas las horas de la noche, pensaría el espejo, sin poder hacer nada, aguantando esa imagen detenida, invariable, reiterada, inamovible en el azul heridor de la noche eléctrica.)
Apaga la luz.
Estas ultimas semanas, ¿no será el sheol? Con los ojos cerrados vagas de un lado a otro, de la cama al lavabo, de la casa a la calle, del café al hospital, del libro a la locura del pensamiento estéril, encanallado en un sacrificio carente de sentido y sin honor: el hediondo objeto, la materia fecal y obscena apresa la luz de los vatios, se adueña y erige por encima del espíritu que nunca debía morir. Y los espectadores se mueven alrededor, escudriñan, interpelan a lo inerte y lo mudo: ven un objeto, y me ven a mí, y no lo saben.
Con los ojos cerrados, ven, diosa, conviérteme en piedra, ni cuerpo violado ni infatigable espíritu.
Apaga la luz.
Hola, de nuevo.
Sabes, ahora cada vez más me parezco a ti… Estoy cansada, como si de un momento a otro me fuera a sumir en un sueño profundo. Es cierto, me reconozco en esas ojeras y en el rictus incrédulo de la boca, los pómulos afilados, en la palidez espectral, en la oscuridad de tus ojos…
Me alegro, gemela. Aquellas disidencias entre lo que veías y lo que sentías no eran embarazo deseable: no somos tres: pues yo (tu reflejo) y tú agotan el cupo. La que parlotea incesante desde tu interior es la que no ha  sido para el mundo: invisible y lejos de lo tangible. ¿Quién la conoce?  ¿Quién sabe de verdad de esta insurrecta? Allí dentro no para quieto ni un instante el pensamiento. Una corriente tan fluida como la sangre, tan adentro… ¿adentro… de qué?
Las obras de arte son las pústulas, lo excremental de ese adentro, su imagen  (¿verdadera?) tal vez, aunque no importa que no sea así, y crecen desde ese sinsentido palabrero y silencioso (que tampoco importa demasiado que no sea así). El único arte es ese ensimismamiento que produce hacer arte: un juego de niños mientras la tarde se apaga más allá de la ventana y la languidez se apodera de las horas, de la carne infantil ahíta ya del sol del día y los pequeños misterios y las ocurrencias, fatigada ya de ese día que se desviste del dorado tornándose gris oscuro, sucio, teñido de la nocturnidad de las lámparas sin alicientes salvo el del sueño.
Odian los espejos el pensamiento, aquello que no han de atrapar jamás, odian los sentimientos que no son capaces de escenografíar, las emociones que no logran radiografiar, los odios y los afectos que las expresiones disimulan…. En efecto, para ti, artificio simplón, yo sólo soy una máscara: lo pavoroso por desinhibido y libérrimo, hasta cruel y hasta perverso y hasta repugnante y hasta criminal, que habla incontenible entre órganos y huesos, nervios y vísceras permanece secreto a las visiones que proporcionas (tú única virtud), al mundo natural de las cosas que reflejas, te es extraño y no aflora mediante ese trivial mecanismo que activa tu precaria máquina de figuraciones, y de nada te sirve en este caso la zalamería que empleas en inducir a los incautos que se deleitan contemplándose al juego del autómata, aquel que, en el complicado arte del ajedrez, a despecho de la torpeza de sus adversarios, provoca con sus lances deliberadamente mal resueltos que ganen la partida ellos, los lerdos: son insensibles a su decrepitud, a las arrugas, al cerco de fatiga que rodea los ojos, a la mirada borrosa: ¡dejan de ver el tiempo a causa de tus ardides!
Porque los espejos sí engañan, taimados fabricantes de tragantonas miserables: ése soy yo. ¡Quia! Lo que ves, ni lo puedes tocar.
Se mira en el espejo y no se ve, porque lo que ve está fuera de ella, y va a desintegrarse y quedarse en nada por siempre y para siempre. Es como una figura de hielo que al sol del mediodía se ha de disipar sin dejar rastro.
Ella no es eso.
Ella no es tan fácil.
Habló del horizonte, como si fuera el futuro, que no tiene tampoco rastro: allá en la lejanía, donde nunca se alcanza, donde la reverberación del sol levanta traslúcidas humaredas capaces de corporeizar los sueños, el espejismo.
Pero los espejos sólo muestran el pasado, lo que anda tras de ti.
En Nueva York no se ve de ninguna manera el horizonte, que sólo son los lados que te flanquean en las andanzas interminables. Millones de los andantes, al término del día, lo principal que han ganado es precisamente eso: un día más que estuvieron vivos. Y eso parece ser todo. No se acuestan felices, pero tampoco resignados. Creen en el nuevo día que ha de amanecer. “Todo un día por delante”, se dicen. Cierran los ojos y duermen, confiados y condenados.
A la mañana siguiente, depende del clima, Nueva York amanece roja y pegajosa, o blanca y gélida, o azul, dorada y gris a la vez y con una brisa fresca que da ganas de todo porque estás con el ánimo de creértelo todo.
No hay trama en la escultura de Eva Hesse; ¿tema?, oculto, quizá el tuyo, cualquiera, el que seas capaz de imaginar.
Pero él, que nada tenía salvo una máquina de escribir que cada día se oxidaba de silencio más y más, era andante infatigable, y hablaba para sí en rústico, como si estuviera en los campos del Señor: estas son tierras de mucho viento, de aguaceros, de nevadas que agrietan las venas.
Ella trabaja lo inusual, que es la forma verdadera de dar con lo esencial, o al menos con lo sobresaliente.
El armazón invisible de sus obras fue el tóxico, invisible y  letal.
Otro
escribió
(Todesfuge)
con la lengua que lo mató
la misma primavera del mismo año:
sobrevivimos porque la herida se ha cerrado por fuera (aunque nos va pudriendo por dentro),
sangra en la oscuridad
encerrada la herida
oculta a todos los ojos
hasta que hace enfermar todo el cuerpo.
Invocaba a cosas raras, puesto que la normalidad le había vuelto la espalda.
¡Oh, Cosa, vuelve tu piedad hacia mí…!
Los dioses no existen, qué tontería, son mucho menos que la luna, a la que a veces, aun brillando solitaria en el cielo de la noche, ni se mira.
Hesse pensaba en la luz lunar, una tintura tétrica sobre las cosas de la tierra, sobre los objetos solos y las componendas de objetos que ella tramaba sobre los suelos y las paredes. La luz artificial los agraviaba; la luz solar los dañaba: el reflejo selenita bastaría para revelarlos en su perfecta dimensión de novedad, en su verdad y necesidad más auténticas.
Ella ya vivía como en esa luz: sólo le llegaba el reflejo de las cosas y de los seres, una endeble emisión de la vida de afuera brutal y ambiciosa de la que poco a poco comenzaba a sentirse foránea. Era mucho mejor así. Encerrada en su estudio todo le llegaba amortiguado, y no iba a amilanarla la lluvia y la completa oscuridad que en esa primavera del 70 acortaba de pronto las tardes.
La realidad platónica se halla confundida, pues es sin duda esta palidez serena y silenciosa que huye del escalpelo tosco del sol que todo lo ciega y lo hiere de luz, la cara de la verdad… La sombra ni ha sido ni se corrompe, al contrario que la carne del cuerpo que es pronto devorada por una podredumbre, y que es como un artificio tan efímero que hasta impalpable parece en ocasiones a pesar de su pujanza y su vocerío, de esa verticalidad que tan poderosa se muestra pero que se desmorona al suelo al leve aleteo de la mínima ave, es como una llama que se eleva pero es sólo un fuego que muere al menor soplo: la muerte es una flor que florece sólo una vez, dijo el poeta suicida en esa misma primavera del 70, y lo dejó bien probado con su muerte por agua (él, Celan, Crane, Woolf... gallardos y altos como tú).
Alguien en posesión de mis ojos.
Ser como ellos, pero de verdad mudo, porque lo sublime tiende a la mudez más tenaz: la elocuencia de los objetos calla lo trivial pero exagera lo excéntrico.

jueves, 24 de octubre de 2013

HESSE 123

Busca una retórica. Busca una estética.
Acude al MOMA: pero sólo en la tienda mira con ojos escrutadores en torno a sí: compra una camiseta con nominal serigrafía en la parte delantera.
Sale a la calle con la bolsa de papel después de haber pagado sin la menor intención de echar un vistazo a las salas donde poder deambular frente a unos cuadros de los que nadie te prohibió jamás que no fueras sacrílego y desdeñoso si así te placiera. (Pero también respetuoso.)
Cuando sea un espíritu incorpóreo, de silenciosas trastadas, mis paseos por las salas de los museos serán interminables, como la vida interminable de los seres que los habitan, seres dobles y que dan mucho juego a la divagación: los que los pintaron cuando fueron reales (y no incorpóreos como, al igual que yo, son ahora) y los que se hallan encerrados en los cuadros, pobres diablos que nunca traspasarán el muro de la incorporeidad, condenados a una visibilidad perenne de la que nunca podrán escabullirse.
“Tengo que volver a Brooklyn”, se decía. “Tengo que hacerlo antes de que sea demasiado tarde.” Allí había dejado a su primer novio, un dibujante de comics que vivía en la calle 5 con la Quinta Avenida, en Park Slope, un chico judío de origen alemán, como ella, que contaba historias tristes mediante una narración gráfica que apenas intercalaba tres o cuatro bocadillos por página: relataba con las imágenes porque estaba convencido que todas las palabras son innecesarias si organizas lo visual de forma que el lector (en esta ocasión, casi espectador) se vea obligado él mismo a agregar los diálogos a las viñetas. Sus historias siempre eran de finales desdichados, repletas de personajes mudos y confusos que brujuleaban de una página a otra sin saber exactamente adónde ir y siempre víctimas de unas peripecias de las que nunca salían con bien pero tampoco con daños irremediables. En suma, unas historias de lo cotidiano en las que no pasaba nada que no fuera lo habitual en un ser humano corriente: los dibujados vivían, trabajaban y morían en una megaciudad donde la crueldad se revestía con la apariencia de lo normal. Bien. Aunque quizás abusara un poco del escenario plural de una atmósfera gris y oscura encajada entre rascacielos.
 “¿Qué habrá sido de él?, se preguntó divertida. Hablaba con ese acento brooklynese que convertía el idioma inglés en lo más parecido al Esperanto del siglo XXI. “Hace mil años le presté un par de libros (entre ellos el Carpe Diem, de Bellow) que nunca me devolvió. Esa sería una perfecta coartada para andar tras su pista…” Y una mañana de lluvia suave, templada, al final de la primavera, coge el metro en la calle Grand y aterriza en la Séptima Avenida. Pero después de andar un buen rato por calles flanqueadas de árboles y seculares casas de dos y tres plantas de ladrillo rojo, ensoñadora bajo un paraguas azul ultramar, permitiendo que los recuerdos del pasado enmarañaran aún más el presente, sin decidirse realmente a nada (ni siquiera intentó acercarse a la calle 5), terminó dando vueltas por las colinas arboladas de Prospect Park y emocionándose viendo rodar el tiovivo de mil colores bajo la luz gris y la leve llovizna acogedora… Respecto a su antiguo amor apenas salida de la adolescencia, quién sabe, quizás sobreviviera con las ilusiones de antaño encerrado en El Hotel Existencia de mister Auster, en compañía de mister Harry Dunkel (a) Harry Brightman, incapaz de haberse creado su propio Hotel Existencia (al contrario que ella, que es capaz de apropiarse de todas las buenas ideas en un santiamén) y leyendo por prescripción facultativa del doctor S. La conciencia de Zeno, un magnífico estudio de las posibilidades de cualquier lenguaje y sus limitaciones para penetrar en la realidad de las cosas y comenzar a volar más allá de la mera definición. 
El arte no es secreto. Tal vez la técnica…
8-11-69: se llama así este día, este minúsculo fragmento de tiempo. Llama a la puerta. No abro. Sé que estás ahí. Ni un solo ruido, ni respirar siquiera, no estoy en ninguna parte. Insiste. Incluso puede abrir la puerta. Y qué, no me verá, ya me he desvanecido en el silencio.
Noviembre me hace la gracia de su eternidad:
Un domingo oscuro y silencioso sin lluvia, de mediados de noviembre de ese mismo 1969, supo con seguridad que moriría antes de un año, que el diablo que se agazapaba en su interior tenía siete vidas y ella sólo una. Se acercó al baño y se plantó frente el espejo: se sorprendió a sí misma en la luz submarina sonriéndose no de felicidad pero sí con complaciente beatitud.
¿Y después qué?
Cualquier Higginson que acabe aseando los desperfectos:
-¿Quién eres? ¿Qué pretendes?
-Soy El Glosador. Ni siquiera tocaré con mis manos nada tuyo, ningún objeto, ni el más mínimo residuo. Mi cometido es esencialmente taxonómico, una simple dilucidación de la vastedad connotativa del material con el que trabajabas. Pero es posible que hasta acabe alumbrando un nuevo lenguaje adyacente a tu obra… Y, después de todo, mister Higginson no lo hizo tan mal al parecer.
-Quién sabe…
-Sí… quién sabe.
Su escritura es documental, digamos.
Creí que era literaria.
Entonces me interesaría todavía menos.
Entonces, ¿qué?
No hay entonces.
Verano del 69. Después de haber mangoneado por segunda vez en su cerebro. Nada más despertar se dio cuenta aún en la noche que respiraba aire caliente. El lecho temblaba. Cerró los ojos: se sentía como mecida por aguas pegajosas y tibias. Permaneció tendida durante horas sin abrir los ojos, despierta. Al mediodía la temperatura sobrepasaba ampliamente los treinta grados. El calor húmedo y asfixiante había calcinado cualquier resquicio de esperanza. No podía huir ni al pasado ni al futuro. Tras los párpados se hallaba el rojo más vivo. Era materia inerte en el vórtice de un incendio invisible, un pedazo de algo candente, algo indefinible. Creyó que la piel de su cuerpo hervía y que empezaba a derretirse. A primeras horas de la tarde el tiempo se detuvo por fin.
Ahora era una muerta en vida.
Ningún dios sabe hablar.
También El Artista debe callar.
Otra madrugada, la oscuridad le tocaba. Percibía sobre la carne desnuda el contacto tibio y leve, envolvente. Esa extravagancia le asustó de tal forma que canceló todos sus compromisos y se encerró en el estudio mientras llegaba la noche, pero temía tanto a ésta que se negó a apagar la luz eléctrica hasta el gris amanecer del día siguiente. Nunca volvió a experimentar un fenómeno similar en el tiempo que aún le quedaba por vivir, de manera que al final comprendió la naturaleza del visitante incorpóreo que posaba sobre ella su aura como anticipo de las misteriosas sensaciones que le aguardaban y que negadas estaban a todos los vivos.
Y otra tarde del verano de 1954, en la estación del metro de Times Square, agachada mientras recogía una de las fichas caída en el suelo, alguien le palmeó en las nalgas. Se levantó electrizada para descubrir al osado, pero la indignación que sentía le encegazaba de tal modo que no vio en absoluto a nadie a su alrededor, y era la infernal hora punta, cuando miles de pasajeros se entremezclan entre ellos yendo de un lado a otro, tropezando unos con otros, sólo atentos a sus destinos particulares, tan comunes por otra parte: en torno a ella sólo había vacío, nadie, un espacio silencioso y desierto nada más que invadido por la luz amarilla, gastada, y el aire que respiraba, quizás más espeso que el de hacía unos segundos. Aturdida, buscó el refugio de la pared. Tardó varios minutos en reponerse, con los ojos cerrados, presa de gran agitación y totalmente desconcertada. Cuando finalmente volvió a abrir los párpados la visión se había normalizado por completo. Frente a ella, que permanecía apoyada en la pared y aún con miedo de ponerse a andar, la marea de gente iba de aquí para allá indiferente a sus temores y perplejidades, despreocupados de esa jovencita anónima (y hasta invisible) cuyo mareo debía achacarse a su desarreglo mensual.

Versión número 29 de Cuadrado Negro.
Lo veo.
¿Qué tal Blanco sobre Blanco?
Más acertado.
Creer en la utopía es aceptar tu ineficacia en el presente.
Creer en la utopía es dejar las cosas para más adelante.
Creer en la utopía es el precio que pagas por tu pobreza de ahora.
Creer en la utopía es creer en un gemelo futuro inexistente.
Creer en la utopía es un cheque en blanco a tu acreedor.
Creer en la utopía es entregarte a tus enemigos (y tenlo por seguro, tienes muchos).
Manos a la obra: ella no cree que trabajar cansa.
Ella no cree:
Ora et labora.
Los hechos:
¿Cuándo aprendió a dibujar?
Mire usted… Tenía yo, a la sazón…
Allan Stone: dibujos:
la estructura de lo que vendrá más tarde, el desnudo armazón donde asentar las ideas.
¿Y éso?
En el Parque de Atracciones éso significa un bono de diez viajes en El Tren de la Bruja.
La Aprendiza querría saber más, comprender mejor, construir la pesadilla o el sueño.
Enhebra bien el discurso, es la tipografía lo que enrarece todo.
Conocer el mundo y sus misterios no han de valerte para una perfecta comunión con la vida: tal experiencia no exige la comprensión de la naturaleza así como al instinto le repugna el freno de la erudición.
Signos, caracteres, círculos, líneas… Ese vocabulario sin orden ni concierto es suficiente para entregarse a la tarea ímproba de expresar lo inexpresable.
¿Conoces los secretos de la naturaleza? Su materia invisible organiza lo visible.
Demasiado fatigaste el cerebro.
¿Qué conjuros pronuncias para que se desprendan de tinieblas todos los conocimientos?
Pero es muda: trabaja con las manos.
Pomposo lenguaje, pero pomposa y engalanada es la muerte pero aún menos pomposa que algunas vidas… inútiles.
Muéstralas.
¿El qué?
Las cosas de tus manos.
¿Cómo?
Con tu aprecio por lo ininteligible.
Nigromante, ¿para qué quieres adivinar el futuro? ¿Pues no sabías que el futuro siempre es el final?
¿A qué muertos invocas?
A mis ascendientes, a los suicidas, a los olvidados, a los exilados, a los desheredados, a los despreciados, a los anónimos…
Qé fáusticos entretenimientos: todo lo tuyo ha de desvanecerse en el aire al igual que el humo, disolverse como el polvo y confudirse en los suelos.
Con quien has pactado (contigo misma, en verdad, pues no sé de ninguna otra fuerza) te ha conducido a la confusión: ¿qué crees que legas después de tu muerte sino unos trastos que hieden a laboratorio pueril? Me dirás que todo es confusión, pues el dios que crea el mundo crea al diablo, pero todo eso son paparruchas. La preocupación real del hombre es su propia condición llena de secretos y que no entiende. Esa reflexión ronda una y otra vez su mente, y en cuanto el arte, donde tú te has metido tan graciosamente, cesa de representar los escenarios que le circundan no le queda más remedio que indagar en lo indecible, en lo invisible. Ni hay dios ni hay mundo ni hay diablo. Una vez hayas sucumbido nada fue antes y nada es después. Lo hermético no es lo exterior donde tropiezan tus ojos; son tus cavilaciones las que te enredan y los despojos de tu fracaso la obra que tienes la desfachatez de exhibir a nuestra mirada.
 Escribe Yahvé del derecho y del revés, maga, y no conseguirás nada:
Mira al menos en tu interior: abrirás la puerta a un océano de imaginaciones, y a ninguna de ellas la refrena la discreción. Tus dos opciones se limitan al exceso, que son los despropósitos y la ropavejería con que ofendes nuestro entendimiento, o a la renuncia, que es el silencio y tu propia obra de arte que eres tú misma. Nada tengo que venderte, la ciega naturaleza está a punto de robártelo todo: no eres Margarita, temerosa de su tosquedad; pero tampoco la inconsciente y bella Helena que engarza floridos discursos en tierras alemanas.
-¿Acaso no serás tú Mefistófeles?
-Yo, querida, tampoco tengo donde caerme muerto.

El Viejo Bromista en Los Cielos observa a sus criaturas, las expone a la vicisitud, a la maldición y al humano engaño y mantiene los labios sellados. Luego, ya interpelará a El Diablo, que irrumpe ante Él chorreando sangre por los ojos, fatigado de maldad:
-¿De dónde vienes que no sabía nada de ti?
-De bajar a la Tierra y darme una vuelta por ella.

lunes, 14 de octubre de 2013

HESSE 122

“Yo he visto ansiedad”, dijo el hombre ciego. “Yo he visto mi terror gritando en su cara”, dijo la mujer muda. “Yo he visto la voz de Dios”, dijo el hombre sordo.
La familia Picasso algo maltrecha, de irregular continente: papá, mamá, helen, yo: una barata reproducción en papel de periódico.
A tu alrededor no hay nada perfecto porque no existe la forma perfecta: practica el desorden, ni siquiera el curso de la sangre obedece a la ley estética: fluye su plasma por vericuetos de arbitraria anatomía y chocante hidrografía.
Lo simétrico en ti… una cuestión de equilibrio, pura dinámica que en el fondo ignora las bondades de la plástica.
Domingo. Maldito domingo. 2 de julio de 1961: un calor asfixiante no impide que abra las páginas de sus libros de escueta sintaxis  palabras certeras, al mílimetro, las justas: al grano, muchacho, decía cada una de sus líneas.
Jueves. 4 de julio de 1963. En la librería The Green Train:
-¿Qué haces aquí? Es la fiesta nacional, chica.
-Odio las fiestas.
-Soy un librero, no una biblioteca. ¿Qué buscas, pues?
-The Soft Machine.
-Andas con retraso.
-Venial.
-Una pequeña penitencia te vendrá bien. De rodillas…
Afuera, la calle hierve.
De mis diarios del pasado sólo me interesan las mentiras que ingenuamente yo tomaba por verdades inalterables.
2-7-59: pinta rostros que ocultan las máscaras:
“La televisión es para los negros”, había dicho tiempo atrás. Pero ahora, viejo y celebrado, nobel y enaltecido, no se perdía ni uno solo de los Car 54, Where Are You?
“Lo malo de hacerte vieja es que al final te cuesta lo indecible desprenderte de las cosas viejas”, había escrito… ¡a los veinte años!
Al otro lado de la ventana, la luz y su compás desmentía el tiempo estancado de adentro. No dejaba de pensar, moribunda y lúcida, pero atenazada ya por el pánico de saberse tan próxima al olvido de sí misma, al olvido de todo, palpando la nada, sintiéndola como un agua espesa y negra donde se sumergería como en el sueño más crucial.
El anciano escritor veía la televisión, pero era uno de los más sabrosos e infatigables hontanares de sus citas: “Entre el dolor y la nada, prefiero el dolor.”
“Hola, dolor”, saludaba todos los días al desvanecerse la última penumbra de la noche el espectro del espejo de luz fría y marina del cuarto de baño a la joven mujer de la cabeza vendada y grandes ojos abatidos.
Deberíamos alimentarnos los dos de aquello que sin duda ninguna va a constituir un verdadero reconstituyente. Hay un bar con tres grandes ventanales en la calle 12 con la Séptima, los asientos son cómodos, inmejorables las vistas a un bullicio contagioso, fluyente la vida, los deseos, las ambiciones:
-Un par de filet mignon, por favor, y para un ella un vaso de chianti y para mí un bourbon, Jack Daniel’s si es posible.
El ajetreo constante de la calle y sus leyes urbanas tan conocidas (jamás unos ojos se encuentran con otros ojos, nadie se toca en la marea colorista y muda) fuera de su incesante corriente y siendo un observador a salvo (o atónito) de sus afanes hasta actúa de analgésico.
“Por el tubo puede estar circulando algún tipo de fluido: sangre, linfa, agua…”, dijo el crítico eminente rascándose la barbilla.
¿Pero en verdad estamos ante su cuerpo?
Su obra no era metáfora de nada
Ella era la metáfora.
Retrocedió dos pasos atrás. Miraba el conjunto de objetos desparramados por el suelo sin perplejidad. No estaba desconcertado, sólo ponía un interés inusitado por allegar a penetrar en algún significado (o algunos significados), pero no trascendental, sólo una pista, meros indicios, una huella de aquella lejana decisión artística que le pusiera en camino de cierta comprensión del hecho plástico que ahora póstumamente se enfrentaba a sus ojos contemporáneos.Podía entreverse un mosaico en todo aquello; ahora bien, ¿era necesario que cada una de sus partes aunque relacionadas unas con otras con aparente solución de continuidad conformaran una imagen global y un sentido unitario contrastados? “Debería bastar, entonces”, se dijo, “una sugestión, esa simpleza, buena o mala, inane o fértil, que produjese en el espectador tal encandilamiento que pudiera desprenderse con toda naturalidad del deseo de encontrar un significado”. 
Basta con la fe, se había dicho tantas veces. Pero el día que comprendas que también puedes prescindir de la fe para aceptar las obras de arte de la modernidad, habrás culminado con éxito la evolución de tu educación artística. Una aceptación no es un acatamiento; es, simplemente, la conciencia del juego que en todo lo concerniente a la vida prevalece.
“Todos los dioses son imperfectos.” Le hubiera gustado pensarlo en el mismo instante de morir. Pero esa certidumbre le asaltaba antes de hora, aún no rodeada de los olores clínicos, cuando sin dejar de trabajar en su obra ni un segundo aún debería creer en alguna de las divinidades que pueblan la oscuridad infinita y eterna. Creer en un dios es, en cierto modo, vengarse de él, pues el reproche aflora en los labios de inmediato: siempre lo hallarás culpable por el uso ruin de su pretendida omnisciencia, como aquel novelista que se ampara en la trama y las anécdotas para zarandear sin ton ni son a sus inocentes personajes y perpetrar impunemente sus crímenes literarios.
¡Qué mudanzas! Y de un día para otro.
Una obra de arte alejada de lo replicante puede dar lugar a millares de interpretaciones (entre las que alguna de ellas debe ser la correcta, pero se lo deberían transmitir entonces al artista a fin de que éste supiera a qué atenerse y felicitarse a sí mismo por tal consecución, podría hacerlo hasta alborozado), aunque sólo las impermeables a los símbolos llevan la adherencia de lo cabal, por muy paradójico que resulte esto ante su indescifrable sentido: Godot no es Dios. Es Godot.
¿Para qué expresar lo inexpresable?
A diferencia de otros valores, cualesquiera que fueren, la estética del hombre, su absurda creación, sus dominios y sus impotencias, sus angustias y finitud, es suficiente para un artista con esa reflexión siempre inabarcable. Basta con el ser, algo que hasta ahora no ha podido ser comprendido del todo. ¿Por qué se es? Al parecer, ningún otro ser vivo se sume en interrogaciones lacerantes: la propia existencia los zarandea o los mece, los destruye como náufragos complacientes con su destino efímero.
De modo que en lugar del subterfugio del símbolo abraza lo tangible a despecho de su inefable apariencia, merodea en torno a una estética imposible, de inimaginables asideros e impenetrables razones y confiérele el atavío más estrafalario: incluso te sería lícito llegar al fraude.
“Mi obra, esos trastos malolientes que pareces despreciar, es el desarrollo tangencial de la esencia de mi ser”, dijo sin rubor.
(No me gusta pronunciar la palabra “alma”, que se me antoja como una charca, un estancamiento acuático lleno de pequeños bichos y otros microorganismos invisibles).
 Al Oyente le nubló el rostro la sombra de una duda: pero, ¿dudaba de él mismo, de sus propios pensamientos, o de ella, de sus palabras? ¿O dudaba de los dos, de sus tareas fraudulentas?
Lacan extraía la piedra…
Lacan: era un impostor: no creía en la filosofía. Iba directo a lo práctico, es decir, a revelar las supercherías, cuando es esto lo que nos hace verdaderamente felices.
Sólo nos concierne lo inconsciente. Pero eso sólo es la otra cara de la moneda, la que nunca cae a la vista.
Era Jackson Pollock quien tenía toda la razón: eligió la audacia, se adentró en la locura (del cuello de la botella) y se lanzó a la muerte en una furiosa y encarnizada cabalgada hacia el fin de la noche.
Yo sólo soy un intérprete que cree en lo que crean sus manos (unas manos de Orlac): están autorizadas a perpetrar cualquier cosa.
Los tres agujeros en la cabeza aún no me han arrojado al desaliento, todavía soy ajena al peor de los desahucios, a la autocompasión. Sé, lo supe desde antiguo, que siempre se muere hoy, diez años antes, cuatro años después, este año, ahora, hoy, en este mismo instante.
¿Ha bastado mi vida? Dicen que 10.000 horas trabajando en algo acaba convirtiéndote en un experto.
¿Mi opus-1? Rayaazul.
(Rayaazul, DG-1.)
¿Cómo está el parque a estas horas?
El crepúsculo de invierno gris azulado, frío, de metálica herida, insobornable a la piedad, a la soledad, al hastío. Las luces deslizantes de las calzadas y las autopistas ruidosas y envueltas en vertiginosos rayos verdes y rojos hacen temible la helada noche que ya se cierne sobre los fugitivos y los desahuciados. No nieva, pero hay nieve sucia y dura sobre las aceras y los arcenes. ¿Dónde esconderse?
Instrucciones muy urgentes para antes de morir (pero ésta fue una ocurrencia ya en la infancia):
diseña una casa imaginaria con cosas y ocupaciones imaginarias donde vivir imaginariamente de muerta, pero tendrás que abrir la puerta (así que atina con la llave de la imaginación) justo en el momento preciso en que la de la vida se cierra (de golpe y a cajas destempladas o despaciosamente y con chirriante sonido de madera polvorienta de siglos).
Entretanto, él podría intentar conseguir cien pavos en la librería de Frances Stelof:
-Se trata de un asunto de autoedición.
-Tendremos que pensarlo.
-Puedo exhibirme en el escaparate como curiosidad publicitaria en beneficio de la librería durante una semana: en pelota viva con un ejemplar de Finnegans Wake tapando los genitales… a modo de hoja adánica.
-Interesante…

Wise Men Fish Here.