Eva
Hesse rechaza que el genio del pasado no alcance a comprobar las consecuencias seculares
de su genialidad, incluso le repugna la idea de que los habitantes de un pasado
y un presente (el de ella misma) no puedan admirar los mundos y las eras que
todavía han de prolongarse durante miles de millones de años después de ellos.
Eva Hesse prefiere
creer que ha de sobrevivir a la muerte por los siglos de los siglos.
Eva
Hesse es inmortal (se dice). Y, débilmente, de nuevo sonríe a la habitante azul
del espejo, porque es inútil que intente borrarla de allí, hacerla desaparecer
de algún modo si una y otra vez se
enfrenta a ella misma observándose en
ese cristal revelador.
Le
subyuga esa imagen que morirá con ello, lo oculto,
aquella cavilación de palabras silenciadas. ¿Cómo ver lo oculto? Con la
invención. ¿Cómo es? Como lo inventes: absurdo, grotesco, inesperado.
Ha
pactado el silencio aprobatorio entre las dos. Y el perfecto diálogo que ya
queda en su vida es decididamente el que convoca a ellas a solas, bajo esa luz
desleída de azules.
(Apaga
la luz: “Sé que estás ahí”, advierte a las sombras de delante de ella donde
supone que se yergue la celada, tan presta al intercambio de despropósitos a la
otra parte del azogue. “Aunque no te vea, estás tan quieta en tu sitio como yo
en el mío.” Se hace a un lado: “Ahora si que ya no estás.” Sale del cuarto de
baño, en absoluta oscuridad, sin cerrar la puerta tras ella.)
El
ejercicio del arte es una forma de mirarse en el espejo, un juego o diálogo tan
narcisista que a la larga puede acabar en el aborrecimiento: una se muestra en
el espejo como se muestra en el arte: una suerte de exhibición, una mascarada a
través de un peor o mejor maquillaje.
Ha
conquistado ese juego. Estoy/no estoy. Me veo/no me veo. Hola/adiós.
En
la obra de arte: me escondo/no me escondo.
Retrato
de un caballero, de una dama, de un joven (en barroco marco del XVII con
moldura en pan de oro): seguramente el
retrato se parece al retratado, pero seguramente también al artista.
Su
espejo de artista, el del estudio, es pobre, rectangular, un pobre cristal
azogado enmarcado de mínimo y desnudo bisel encima de la pequeña pila del
lavabo, colgado a la escarpia clavada en la baldosa.
Eh,
¿adónde estás?
Enciende
la luz.
Te
veo distinta a ayer.
Pues
eres tú.
Es…
la enfermedad. Por dentro soy la misma.
Ese
es el problema de hacernos con un personaje. Sólo debería visualizarse lo que
hacemos, y no lo que somos y aparentamos.
Te
noto tan diferente, tan “extraña” a quien yo creo ser en este momento.
Es
un error muy común: atisbar por las rendijas equivocadas.
Hasta
mañana (replicó con ligero enfado).
Hasta
mañana, le dijo el espejo.
Buenas
noches.
Buenas
noches: apaga la luz.
(Pues
aunque el espejo se ha despoblado de su presencia, prendida la luz sigue
atrapando los objetos y la forma del espacio desierto, de los baldosines
azules, de la cortina azul de la ducha, del pequeño estante de madera pintado
de azul donde se posan el vaso con el cepillo de plástico azul con las cerdas
azules y el tubo del dentífrico, dos peines, el cepillo de carey del pelo, el
toallero metálico azul, la toalla ¡azul!… Qué visión terrorífica durante todas
las horas de la noche, pensaría el espejo, sin poder hacer nada, aguantando esa
imagen detenida, invariable, reiterada, inamovible en el azul heridor de la
noche eléctrica.)
Apaga
la luz.
Estas
ultimas semanas, ¿no será el sheol?
Con los ojos cerrados vagas de un lado a otro, de la cama al lavabo, de la casa
a la calle, del café al hospital, del libro a la locura del pensamiento
estéril, encanallado en un sacrificio carente de sentido y sin honor: el
hediondo objeto, la materia fecal y obscena apresa la luz de los vatios, se
adueña y erige por encima del espíritu que
nunca debía morir. Y los espectadores se mueven alrededor, escudriñan,
interpelan a lo inerte y lo mudo: ven un objeto, y me ven a mí, y no lo saben.
Con los ojos cerrados,
ven, diosa, conviérteme en piedra, ni cuerpo violado ni infatigable espíritu.
Apaga
la luz.
Hola,
de nuevo.
Sabes, ahora cada vez
más me parezco a ti… Estoy cansada, como si de un momento a otro me fuera a
sumir en un sueño profundo. Es cierto, me reconozco en esas ojeras y en el
rictus incrédulo de la boca, los pómulos afilados, en la palidez espectral, en
la oscuridad de tus ojos…
Me
alegro, gemela. Aquellas disidencias entre lo que veías y
lo que sentías no eran embarazo deseable: no somos tres: pues yo (tu reflejo) y
tú agotan el cupo. La que parlotea incesante desde tu interior es la que no
ha sido para el mundo: invisible y lejos
de lo tangible. ¿Quién la conoce? ¿Quién
sabe de verdad de esta insurrecta? Allí dentro no para quieto ni un instante el
pensamiento. Una corriente tan fluida como la sangre, tan adentro… ¿adentro… de
qué?
Las obras de arte son
las pústulas, lo excremental de ese adentro, su imagen (¿verdadera?) tal vez, aunque no importa que
no sea así, y crecen desde ese sinsentido palabrero y silencioso (que tampoco
importa demasiado que no sea así). El único arte es ese ensimismamiento que
produce hacer arte: un juego de niños
mientras la tarde se apaga más allá de la ventana y la languidez se apodera de
las horas, de la carne infantil ahíta ya del sol del día y los pequeños
misterios y las ocurrencias, fatigada ya de ese día que se desviste del dorado
tornándose gris oscuro, sucio, teñido de la nocturnidad de las lámparas sin
alicientes salvo el del sueño.
Odian los espejos el pensamiento,
aquello que no han de atrapar jamás, odian los sentimientos que no son capaces
de escenografíar, las emociones que no logran radiografiar, los odios y los
afectos que las expresiones disimulan…. En efecto, para ti, artificio simplón,
yo sólo soy una máscara: lo pavoroso por desinhibido y libérrimo, hasta cruel y
hasta perverso y hasta repugnante y hasta criminal, que habla incontenible
entre órganos y huesos, nervios y vísceras permanece secreto a las visiones que
proporcionas (tú única virtud), al mundo natural de las cosas que reflejas, te
es extraño y no aflora mediante ese trivial mecanismo que activa tu precaria
máquina de figuraciones, y de nada te sirve en este caso la zalamería que
empleas en inducir a los incautos que se deleitan contemplándose al juego del autómata, aquel que, en el
complicado arte del ajedrez, a despecho de la torpeza de sus adversarios,
provoca con sus lances deliberadamente mal resueltos que ganen la partida
ellos, los lerdos: son insensibles a su decrepitud, a las arrugas, al cerco de
fatiga que rodea los ojos, a la mirada borrosa: ¡dejan de ver el tiempo a causa
de tus ardides!
Porque
los espejos sí engañan, taimados fabricantes de tragantonas miserables: ése soy
yo. ¡Quia! Lo que ves, ni lo puedes tocar.
Se
mira en el espejo y no se ve, porque lo que ve está fuera de ella, y va a desintegrarse y quedarse en nada por
siempre y para siempre. Es como una figura de hielo que al sol del mediodía se
ha de disipar sin dejar rastro.
Ella
no es eso.
Ella
no es tan fácil.
Habló
del horizonte, como si fuera el futuro, que no tiene tampoco rastro: allá en la
lejanía, donde nunca se alcanza, donde la reverberación del sol levanta
traslúcidas humaredas capaces de corporeizar los sueños, el espejismo.
Pero
los espejos sólo muestran el pasado, lo que anda tras de ti.
En
Nueva York no se ve de ninguna manera el horizonte, que sólo son los lados que
te flanquean en las andanzas interminables. Millones de los andantes, al
término del día, lo principal que han ganado es precisamente eso: un día más
que estuvieron vivos. Y eso parece ser todo. No se acuestan felices, pero
tampoco resignados. Creen en el nuevo día que ha de amanecer. “Todo un día por
delante”, se dicen. Cierran los ojos y duermen, confiados y condenados.
A
la mañana siguiente, depende del clima, Nueva York amanece roja y pegajosa, o
blanca y gélida, o azul, dorada y gris a la vez y con una brisa fresca que da
ganas de todo porque estás con el ánimo de creértelo todo.
No
hay trama en la escultura de Eva Hesse; ¿tema?, oculto, quizá el tuyo,
cualquiera, el que seas capaz de imaginar.
Pero
él, que nada tenía salvo una máquina de escribir que cada día se oxidaba de
silencio más y más, era andante infatigable, y hablaba para sí en rústico, como
si estuviera en los campos del Señor: estas son tierras de mucho viento, de
aguaceros, de nevadas que agrietan las venas.
Ella
trabaja lo inusual, que es la forma verdadera de dar con lo esencial, o al
menos con lo sobresaliente.
El
armazón invisible de sus obras fue el tóxico, invisible y letal.
Otro
escribió
(Todesfuge)
con
la lengua que lo mató
la
misma primavera del mismo año:
sobrevivimos
porque la herida se ha cerrado por fuera (aunque nos va pudriendo por dentro),
sangra
en la oscuridad
encerrada
la herida
oculta
a todos los ojos
hasta
que hace enfermar todo el cuerpo.
Invocaba
a cosas raras, puesto que la normalidad le había vuelto la espalda.
¡Oh,
Cosa, vuelve tu piedad hacia mí…!
Los
dioses no existen, qué tontería, son mucho menos que la luna, a la que a veces,
aun brillando solitaria en el cielo de la noche, ni se mira.
Hesse
pensaba en la luz lunar, una tintura tétrica sobre las cosas de la tierra,
sobre los objetos solos y las componendas de objetos que ella tramaba sobre los
suelos y las paredes. La luz artificial los agraviaba; la luz solar los dañaba:
el reflejo selenita bastaría para revelarlos en su perfecta dimensión de
novedad, en su verdad y necesidad más auténticas.
Ella
ya vivía como en esa luz: sólo le llegaba el reflejo de las cosas y de los
seres, una endeble emisión de la vida de afuera brutal y ambiciosa de la que
poco a poco comenzaba a sentirse foránea. Era mucho mejor así. Encerrada en su
estudio todo le llegaba amortiguado, y no iba a amilanarla la lluvia y la
completa oscuridad que en esa primavera del 70 acortaba de pronto las tardes.
La
realidad platónica se halla confundida, pues es sin duda esta palidez serena y
silenciosa que huye del escalpelo tosco del sol que todo lo ciega y lo hiere de
luz, la cara de la verdad… La sombra ni ha sido ni se corrompe, al contrario
que la carne del cuerpo que es pronto devorada por una podredumbre, y que es
como un artificio tan efímero que hasta impalpable parece en ocasiones a pesar
de su pujanza y su vocerío, de esa verticalidad que tan poderosa se muestra
pero que se desmorona al suelo al leve aleteo de la mínima ave, es como una
llama que se eleva pero es sólo un fuego que muere al menor soplo: la muerte es
una flor que florece sólo una vez, dijo el poeta suicida en esa misma primavera
del 70, y lo dejó bien probado con su muerte por agua (él, Celan, Crane,
Woolf... gallardos y altos como tú).
Alguien
en posesión de mis ojos.
Ser como ellos, pero de verdad mudo, porque lo sublime
tiende a la mudez más tenaz: la elocuencia de los objetos calla lo trivial pero
exagera lo excéntrico.