jueves, 24 de octubre de 2013

HESSE 123

Busca una retórica. Busca una estética.
Acude al MOMA: pero sólo en la tienda mira con ojos escrutadores en torno a sí: compra una camiseta con nominal serigrafía en la parte delantera.
Sale a la calle con la bolsa de papel después de haber pagado sin la menor intención de echar un vistazo a las salas donde poder deambular frente a unos cuadros de los que nadie te prohibió jamás que no fueras sacrílego y desdeñoso si así te placiera. (Pero también respetuoso.)
Cuando sea un espíritu incorpóreo, de silenciosas trastadas, mis paseos por las salas de los museos serán interminables, como la vida interminable de los seres que los habitan, seres dobles y que dan mucho juego a la divagación: los que los pintaron cuando fueron reales (y no incorpóreos como, al igual que yo, son ahora) y los que se hallan encerrados en los cuadros, pobres diablos que nunca traspasarán el muro de la incorporeidad, condenados a una visibilidad perenne de la que nunca podrán escabullirse.
“Tengo que volver a Brooklyn”, se decía. “Tengo que hacerlo antes de que sea demasiado tarde.” Allí había dejado a su primer novio, un dibujante de comics que vivía en la calle 5 con la Quinta Avenida, en Park Slope, un chico judío de origen alemán, como ella, que contaba historias tristes mediante una narración gráfica que apenas intercalaba tres o cuatro bocadillos por página: relataba con las imágenes porque estaba convencido que todas las palabras son innecesarias si organizas lo visual de forma que el lector (en esta ocasión, casi espectador) se vea obligado él mismo a agregar los diálogos a las viñetas. Sus historias siempre eran de finales desdichados, repletas de personajes mudos y confusos que brujuleaban de una página a otra sin saber exactamente adónde ir y siempre víctimas de unas peripecias de las que nunca salían con bien pero tampoco con daños irremediables. En suma, unas historias de lo cotidiano en las que no pasaba nada que no fuera lo habitual en un ser humano corriente: los dibujados vivían, trabajaban y morían en una megaciudad donde la crueldad se revestía con la apariencia de lo normal. Bien. Aunque quizás abusara un poco del escenario plural de una atmósfera gris y oscura encajada entre rascacielos.
 “¿Qué habrá sido de él?, se preguntó divertida. Hablaba con ese acento brooklynese que convertía el idioma inglés en lo más parecido al Esperanto del siglo XXI. “Hace mil años le presté un par de libros (entre ellos el Carpe Diem, de Bellow) que nunca me devolvió. Esa sería una perfecta coartada para andar tras su pista…” Y una mañana de lluvia suave, templada, al final de la primavera, coge el metro en la calle Grand y aterriza en la Séptima Avenida. Pero después de andar un buen rato por calles flanqueadas de árboles y seculares casas de dos y tres plantas de ladrillo rojo, ensoñadora bajo un paraguas azul ultramar, permitiendo que los recuerdos del pasado enmarañaran aún más el presente, sin decidirse realmente a nada (ni siquiera intentó acercarse a la calle 5), terminó dando vueltas por las colinas arboladas de Prospect Park y emocionándose viendo rodar el tiovivo de mil colores bajo la luz gris y la leve llovizna acogedora… Respecto a su antiguo amor apenas salida de la adolescencia, quién sabe, quizás sobreviviera con las ilusiones de antaño encerrado en El Hotel Existencia de mister Auster, en compañía de mister Harry Dunkel (a) Harry Brightman, incapaz de haberse creado su propio Hotel Existencia (al contrario que ella, que es capaz de apropiarse de todas las buenas ideas en un santiamén) y leyendo por prescripción facultativa del doctor S. La conciencia de Zeno, un magnífico estudio de las posibilidades de cualquier lenguaje y sus limitaciones para penetrar en la realidad de las cosas y comenzar a volar más allá de la mera definición. 
El arte no es secreto. Tal vez la técnica…
8-11-69: se llama así este día, este minúsculo fragmento de tiempo. Llama a la puerta. No abro. Sé que estás ahí. Ni un solo ruido, ni respirar siquiera, no estoy en ninguna parte. Insiste. Incluso puede abrir la puerta. Y qué, no me verá, ya me he desvanecido en el silencio.
Noviembre me hace la gracia de su eternidad:
Un domingo oscuro y silencioso sin lluvia, de mediados de noviembre de ese mismo 1969, supo con seguridad que moriría antes de un año, que el diablo que se agazapaba en su interior tenía siete vidas y ella sólo una. Se acercó al baño y se plantó frente el espejo: se sorprendió a sí misma en la luz submarina sonriéndose no de felicidad pero sí con complaciente beatitud.
¿Y después qué?
Cualquier Higginson que acabe aseando los desperfectos:
-¿Quién eres? ¿Qué pretendes?
-Soy El Glosador. Ni siquiera tocaré con mis manos nada tuyo, ningún objeto, ni el más mínimo residuo. Mi cometido es esencialmente taxonómico, una simple dilucidación de la vastedad connotativa del material con el que trabajabas. Pero es posible que hasta acabe alumbrando un nuevo lenguaje adyacente a tu obra… Y, después de todo, mister Higginson no lo hizo tan mal al parecer.
-Quién sabe…
-Sí… quién sabe.
Su escritura es documental, digamos.
Creí que era literaria.
Entonces me interesaría todavía menos.
Entonces, ¿qué?
No hay entonces.
Verano del 69. Después de haber mangoneado por segunda vez en su cerebro. Nada más despertar se dio cuenta aún en la noche que respiraba aire caliente. El lecho temblaba. Cerró los ojos: se sentía como mecida por aguas pegajosas y tibias. Permaneció tendida durante horas sin abrir los ojos, despierta. Al mediodía la temperatura sobrepasaba ampliamente los treinta grados. El calor húmedo y asfixiante había calcinado cualquier resquicio de esperanza. No podía huir ni al pasado ni al futuro. Tras los párpados se hallaba el rojo más vivo. Era materia inerte en el vórtice de un incendio invisible, un pedazo de algo candente, algo indefinible. Creyó que la piel de su cuerpo hervía y que empezaba a derretirse. A primeras horas de la tarde el tiempo se detuvo por fin.
Ahora era una muerta en vida.
Ningún dios sabe hablar.
También El Artista debe callar.
Otra madrugada, la oscuridad le tocaba. Percibía sobre la carne desnuda el contacto tibio y leve, envolvente. Esa extravagancia le asustó de tal forma que canceló todos sus compromisos y se encerró en el estudio mientras llegaba la noche, pero temía tanto a ésta que se negó a apagar la luz eléctrica hasta el gris amanecer del día siguiente. Nunca volvió a experimentar un fenómeno similar en el tiempo que aún le quedaba por vivir, de manera que al final comprendió la naturaleza del visitante incorpóreo que posaba sobre ella su aura como anticipo de las misteriosas sensaciones que le aguardaban y que negadas estaban a todos los vivos.
Y otra tarde del verano de 1954, en la estación del metro de Times Square, agachada mientras recogía una de las fichas caída en el suelo, alguien le palmeó en las nalgas. Se levantó electrizada para descubrir al osado, pero la indignación que sentía le encegazaba de tal modo que no vio en absoluto a nadie a su alrededor, y era la infernal hora punta, cuando miles de pasajeros se entremezclan entre ellos yendo de un lado a otro, tropezando unos con otros, sólo atentos a sus destinos particulares, tan comunes por otra parte: en torno a ella sólo había vacío, nadie, un espacio silencioso y desierto nada más que invadido por la luz amarilla, gastada, y el aire que respiraba, quizás más espeso que el de hacía unos segundos. Aturdida, buscó el refugio de la pared. Tardó varios minutos en reponerse, con los ojos cerrados, presa de gran agitación y totalmente desconcertada. Cuando finalmente volvió a abrir los párpados la visión se había normalizado por completo. Frente a ella, que permanecía apoyada en la pared y aún con miedo de ponerse a andar, la marea de gente iba de aquí para allá indiferente a sus temores y perplejidades, despreocupados de esa jovencita anónima (y hasta invisible) cuyo mareo debía achacarse a su desarreglo mensual.

Versión número 29 de Cuadrado Negro.
Lo veo.
¿Qué tal Blanco sobre Blanco?
Más acertado.
Creer en la utopía es aceptar tu ineficacia en el presente.
Creer en la utopía es dejar las cosas para más adelante.
Creer en la utopía es el precio que pagas por tu pobreza de ahora.
Creer en la utopía es creer en un gemelo futuro inexistente.
Creer en la utopía es un cheque en blanco a tu acreedor.
Creer en la utopía es entregarte a tus enemigos (y tenlo por seguro, tienes muchos).
Manos a la obra: ella no cree que trabajar cansa.
Ella no cree:
Ora et labora.
Los hechos:
¿Cuándo aprendió a dibujar?
Mire usted… Tenía yo, a la sazón…
Allan Stone: dibujos:
la estructura de lo que vendrá más tarde, el desnudo armazón donde asentar las ideas.
¿Y éso?
En el Parque de Atracciones éso significa un bono de diez viajes en El Tren de la Bruja.
La Aprendiza querría saber más, comprender mejor, construir la pesadilla o el sueño.
Enhebra bien el discurso, es la tipografía lo que enrarece todo.
Conocer el mundo y sus misterios no han de valerte para una perfecta comunión con la vida: tal experiencia no exige la comprensión de la naturaleza así como al instinto le repugna el freno de la erudición.
Signos, caracteres, círculos, líneas… Ese vocabulario sin orden ni concierto es suficiente para entregarse a la tarea ímproba de expresar lo inexpresable.
¿Conoces los secretos de la naturaleza? Su materia invisible organiza lo visible.
Demasiado fatigaste el cerebro.
¿Qué conjuros pronuncias para que se desprendan de tinieblas todos los conocimientos?
Pero es muda: trabaja con las manos.
Pomposo lenguaje, pero pomposa y engalanada es la muerte pero aún menos pomposa que algunas vidas… inútiles.
Muéstralas.
¿El qué?
Las cosas de tus manos.
¿Cómo?
Con tu aprecio por lo ininteligible.
Nigromante, ¿para qué quieres adivinar el futuro? ¿Pues no sabías que el futuro siempre es el final?
¿A qué muertos invocas?
A mis ascendientes, a los suicidas, a los olvidados, a los exilados, a los desheredados, a los despreciados, a los anónimos…
Qé fáusticos entretenimientos: todo lo tuyo ha de desvanecerse en el aire al igual que el humo, disolverse como el polvo y confudirse en los suelos.
Con quien has pactado (contigo misma, en verdad, pues no sé de ninguna otra fuerza) te ha conducido a la confusión: ¿qué crees que legas después de tu muerte sino unos trastos que hieden a laboratorio pueril? Me dirás que todo es confusión, pues el dios que crea el mundo crea al diablo, pero todo eso son paparruchas. La preocupación real del hombre es su propia condición llena de secretos y que no entiende. Esa reflexión ronda una y otra vez su mente, y en cuanto el arte, donde tú te has metido tan graciosamente, cesa de representar los escenarios que le circundan no le queda más remedio que indagar en lo indecible, en lo invisible. Ni hay dios ni hay mundo ni hay diablo. Una vez hayas sucumbido nada fue antes y nada es después. Lo hermético no es lo exterior donde tropiezan tus ojos; son tus cavilaciones las que te enredan y los despojos de tu fracaso la obra que tienes la desfachatez de exhibir a nuestra mirada.
 Escribe Yahvé del derecho y del revés, maga, y no conseguirás nada:
Mira al menos en tu interior: abrirás la puerta a un océano de imaginaciones, y a ninguna de ellas la refrena la discreción. Tus dos opciones se limitan al exceso, que son los despropósitos y la ropavejería con que ofendes nuestro entendimiento, o a la renuncia, que es el silencio y tu propia obra de arte que eres tú misma. Nada tengo que venderte, la ciega naturaleza está a punto de robártelo todo: no eres Margarita, temerosa de su tosquedad; pero tampoco la inconsciente y bella Helena que engarza floridos discursos en tierras alemanas.
-¿Acaso no serás tú Mefistófeles?
-Yo, querida, tampoco tengo donde caerme muerto.

El Viejo Bromista en Los Cielos observa a sus criaturas, las expone a la vicisitud, a la maldición y al humano engaño y mantiene los labios sellados. Luego, ya interpelará a El Diablo, que irrumpe ante Él chorreando sangre por los ojos, fatigado de maldad:
-¿De dónde vienes que no sabía nada de ti?
-De bajar a la Tierra y darme una vuelta por ella.

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