Busca una retórica.
Busca una estética.
Acude al MOMA: pero
sólo en la tienda mira con ojos escrutadores en torno a sí: compra una camiseta
con nominal serigrafía en la parte delantera.
Sale a la calle con la
bolsa de papel después de haber pagado sin la menor intención de echar un
vistazo a las salas donde poder deambular frente a unos cuadros de los que
nadie te prohibió jamás que no fueras sacrílego y desdeñoso si así te placiera.
(Pero también respetuoso.)
Cuando sea un espíritu
incorpóreo, de silenciosas trastadas, mis paseos por las salas de los museos
serán interminables, como la vida interminable de los seres que los habitan,
seres dobles y que dan mucho juego a la divagación: los que los pintaron cuando
fueron reales (y no incorpóreos como, al igual que yo, son ahora) y los que se
hallan encerrados en los cuadros, pobres diablos que nunca traspasarán el muro
de la incorporeidad, condenados a una visibilidad perenne de la que nunca
podrán escabullirse.
“Tengo que volver a
Brooklyn”, se decía. “Tengo que hacerlo antes de que sea demasiado tarde.” Allí
había dejado a su primer novio, un dibujante de comics que vivía en la calle 5
con la Quinta Avenida, en Park Slope, un chico judío de origen alemán, como
ella, que contaba historias tristes mediante una narración gráfica que apenas
intercalaba tres o cuatro bocadillos por página: relataba con las imágenes
porque estaba convencido que todas las palabras son innecesarias si organizas
lo visual de forma que el lector (en esta ocasión, casi espectador) se vea obligado él mismo a agregar los diálogos a
las viñetas. Sus historias siempre eran de finales desdichados, repletas de
personajes mudos y confusos que brujuleaban de una página a otra sin saber
exactamente adónde ir y siempre víctimas de unas peripecias de las que nunca
salían con bien pero tampoco con daños irremediables. En suma, unas historias
de lo cotidiano en las que no pasaba nada que no fuera lo habitual en un ser
humano corriente: los dibujados vivían, trabajaban y morían en una megaciudad
donde la crueldad se revestía con la apariencia de lo normal. Bien. Aunque
quizás abusara un poco del escenario plural de una atmósfera gris y oscura
encajada entre rascacielos.
“¿Qué habrá sido de él?, se preguntó
divertida. Hablaba con ese acento brooklynese
que convertía el idioma inglés en lo más parecido al Esperanto del siglo XXI.
“Hace mil años le presté un par de libros (entre ellos el Carpe Diem, de Bellow) que nunca me devolvió. Esa sería una
perfecta coartada para andar tras su pista…” Y una mañana de lluvia suave,
templada, al final de la primavera, coge el metro en la calle Grand y aterriza
en la Séptima Avenida. Pero después de andar un buen rato por calles
flanqueadas de árboles y seculares casas de dos y tres plantas de ladrillo
rojo, ensoñadora bajo un paraguas azul ultramar, permitiendo que los recuerdos
del pasado enmarañaran aún más el presente, sin decidirse realmente a nada (ni
siquiera intentó acercarse a la calle 5), terminó dando vueltas por las colinas
arboladas de Prospect Park y emocionándose viendo rodar el tiovivo de mil
colores bajo la luz gris y la leve llovizna acogedora… Respecto a su antiguo
amor apenas salida de la adolescencia, quién sabe, quizás sobreviviera con las
ilusiones de antaño encerrado en El Hotel Existencia de mister Auster, en
compañía de mister Harry Dunkel (a) Harry Brightman, incapaz de haberse creado
su propio Hotel Existencia (al contrario que ella, que es capaz de apropiarse
de todas las buenas ideas en un santiamén) y leyendo por prescripción
facultativa del doctor S. La conciencia
de Zeno, un magnífico estudio de las posibilidades de cualquier lenguaje y
sus limitaciones para penetrar en la realidad de las cosas y comenzar a volar
más allá de la mera definición.
El arte no es secreto.
Tal vez la técnica…
8-11-69: se llama así
este día, este minúsculo fragmento de tiempo. Llama a la puerta. No abro. Sé
que estás ahí. Ni un solo ruido, ni respirar siquiera, no estoy en ninguna
parte. Insiste. Incluso puede abrir la puerta. Y qué, no me verá, ya me he
desvanecido en el silencio.
Noviembre me hace la
gracia de su eternidad:
Un domingo oscuro y
silencioso sin lluvia, de mediados de noviembre de ese mismo 1969, supo con
seguridad que moriría antes de un año, que el diablo que se agazapaba en su
interior tenía siete vidas y ella sólo una. Se acercó al baño y se plantó
frente el espejo: se sorprendió a sí misma en la luz submarina sonriéndose no
de felicidad pero sí con complaciente beatitud.
¿Y después qué?
Cualquier Higginson
que acabe aseando los desperfectos:
-¿Quién eres? ¿Qué
pretendes?
-Soy El Glosador. Ni
siquiera tocaré con mis manos nada tuyo, ningún objeto, ni el más mínimo
residuo. Mi cometido es esencialmente taxonómico, una simple dilucidación de la
vastedad connotativa del material con el que trabajabas. Pero es posible que
hasta acabe alumbrando un nuevo lenguaje adyacente a tu obra… Y, después de
todo, mister Higginson no lo hizo tan mal al parecer.
-Quién sabe…
-Sí… quién sabe.
Su escritura es
documental, digamos.
Creí que era
literaria.
Entonces me
interesaría todavía menos.
Entonces, ¿qué?
No hay entonces.
Verano del 69. Después
de haber mangoneado por segunda vez en su cerebro. Nada más despertar se dio
cuenta aún en la noche que respiraba aire caliente. El lecho temblaba. Cerró
los ojos: se sentía como mecida por aguas pegajosas y tibias. Permaneció
tendida durante horas sin abrir los ojos, despierta. Al mediodía la temperatura
sobrepasaba ampliamente los treinta grados. El calor húmedo y asfixiante había
calcinado cualquier resquicio de esperanza. No podía huir ni al pasado ni al
futuro. Tras los párpados se hallaba el rojo más vivo. Era materia inerte en el
vórtice de un incendio invisible, un pedazo de algo candente, algo indefinible.
Creyó que la piel de su cuerpo hervía y que empezaba a derretirse. A primeras
horas de la tarde el tiempo se detuvo por fin.
Ahora era una muerta
en vida.
Ningún dios sabe
hablar.
También El Artista
debe callar.
Otra madrugada, la
oscuridad le tocaba. Percibía sobre
la carne desnuda el contacto tibio y leve, envolvente. Esa extravagancia le
asustó de tal forma que canceló todos sus compromisos y se encerró en el
estudio mientras llegaba la noche, pero temía tanto a ésta que se negó a apagar
la luz eléctrica hasta el gris amanecer del día siguiente. Nunca volvió a
experimentar un fenómeno similar en el tiempo que aún le quedaba por vivir, de
manera que al final comprendió la naturaleza del visitante incorpóreo que posaba
sobre ella su aura como anticipo de las misteriosas sensaciones que le
aguardaban y que negadas estaban a todos los vivos.
Y otra tarde del
verano de 1954, en la estación del metro de Times Square, agachada mientras
recogía una de las fichas caída en el suelo, alguien le palmeó en las nalgas.
Se levantó electrizada para descubrir al osado, pero la indignación que sentía
le encegazaba de tal modo que no vio en
absoluto a nadie a su alrededor, y era la infernal hora punta, cuando miles
de pasajeros se entremezclan entre ellos yendo de un lado a otro, tropezando
unos con otros, sólo atentos a sus destinos particulares, tan comunes por otra
parte: en torno a ella sólo había vacío, nadie,
un espacio silencioso y desierto nada más que invadido por la luz amarilla,
gastada, y el aire que respiraba, quizás más espeso que el de hacía unos
segundos. Aturdida, buscó el refugio de la pared. Tardó varios minutos en
reponerse, con los ojos cerrados, presa de gran agitación y totalmente
desconcertada. Cuando finalmente volvió a abrir los párpados la visión se había normalizado por
completo. Frente a ella, que permanecía apoyada en la pared y aún con miedo de
ponerse a andar, la marea de gente iba de aquí para allá indiferente a sus
temores y perplejidades, despreocupados de esa jovencita anónima (y hasta
invisible) cuyo mareo debía achacarse a su desarreglo mensual.
Versión número 29 de Cuadrado Negro.
Lo veo.
¿Qué tal Blanco sobre Blanco?
Más acertado.
Creer en la utopía es
aceptar tu ineficacia en el presente.
Creer en la utopía es
dejar las cosas para más adelante.
Creer en la utopía es
el precio que pagas por tu pobreza de ahora.
Creer en la utopía es
creer en un gemelo futuro inexistente.
Creer en la utopía es
un cheque en blanco a tu acreedor.
Creer en la utopía es
entregarte a tus enemigos (y tenlo por seguro, tienes muchos).
Manos a la obra: ella
no cree que trabajar cansa.
Ella no cree:
Ora et labora.
Los hechos:
¿Cuándo aprendió a dibujar?
Mire usted… Tenía yo, a la sazón…
Allan Stone: dibujos:
la estructura de lo
que vendrá más tarde, el desnudo armazón donde asentar las ideas.
¿Y éso?
En el Parque de
Atracciones éso significa un bono de
diez viajes en El Tren de la Bruja.
La Aprendiza querría
saber más, comprender mejor, construir la pesadilla o el sueño.
Enhebra bien el
discurso, es la tipografía lo que enrarece todo.
Conocer el mundo y sus
misterios no han de valerte para una perfecta comunión con la vida: tal
experiencia no exige la comprensión de la naturaleza así como al instinto le
repugna el freno de la erudición.
Signos, caracteres,
círculos, líneas… Ese vocabulario sin orden ni concierto es suficiente para
entregarse a la tarea ímproba de expresar lo inexpresable.
¿Conoces los secretos
de la naturaleza? Su materia invisible organiza lo visible.
Demasiado fatigaste el
cerebro.
¿Qué conjuros
pronuncias para que se desprendan de tinieblas todos los conocimientos?
Pero es muda: trabaja
con las manos.
Pomposo lenguaje, pero
pomposa y engalanada es la muerte pero aún menos pomposa que algunas vidas…
inútiles.
Muéstralas.
¿El qué?
Las cosas de tus
manos.
¿Cómo?
Con tu aprecio por lo
ininteligible.
Nigromante, ¿para qué
quieres adivinar el futuro? ¿Pues no sabías que el futuro siempre es el final?
¿A qué muertos
invocas?
A mis ascendientes, a
los suicidas, a los olvidados, a los exilados, a los desheredados, a los
despreciados, a los anónimos…
Qé fáusticos
entretenimientos: todo lo tuyo ha de desvanecerse en el aire al igual que el
humo, disolverse como el polvo y confudirse en los suelos.
Con quien has pactado
(contigo misma, en verdad, pues no sé de ninguna otra fuerza) te ha conducido a
la confusión: ¿qué crees que legas después de tu muerte sino unos trastos que
hieden a laboratorio pueril? Me dirás que todo es confusión, pues el dios que
crea el mundo crea al diablo, pero todo eso son paparruchas. La preocupación
real del hombre es su propia condición llena de secretos y que no entiende. Esa
reflexión ronda una y otra vez su mente, y en cuanto el arte, donde tú te has
metido tan graciosamente, cesa de representar los escenarios que le circundan
no le queda más remedio que indagar en lo indecible, en lo invisible. Ni hay
dios ni hay mundo ni hay diablo. Una vez hayas sucumbido nada fue antes y nada
es después. Lo hermético no es lo exterior donde tropiezan tus ojos; son tus
cavilaciones las que te enredan y los despojos de tu fracaso la obra que tienes
la desfachatez de exhibir a nuestra mirada.
Escribe Yahvé del derecho y del revés, maga, y
no conseguirás nada:
Mira al menos en tu
interior: abrirás la puerta a un océano de imaginaciones, y a ninguna de ellas
la refrena la discreción. Tus dos opciones se limitan al exceso, que son los
despropósitos y la ropavejería con que ofendes nuestro entendimiento, o a la
renuncia, que es el silencio y tu propia obra de arte que eres tú misma. Nada
tengo que venderte, la ciega naturaleza está a punto de robártelo todo: no eres
Margarita, temerosa de su tosquedad; pero tampoco la inconsciente y bella
Helena que engarza floridos discursos en tierras alemanas.
-¿Acaso no serás tú
Mefistófeles?
-Yo, querida, tampoco
tengo donde caerme muerto.
El Viejo Bromista en
Los Cielos observa a sus criaturas, las expone a la vicisitud, a la maldición y
al humano engaño y mantiene los labios sellados. Luego, ya interpelará a El
Diablo, que irrumpe ante Él chorreando sangre por los ojos, fatigado de maldad:
-¿De dónde vienes que
no sabía nada de ti?
-De bajar
a la Tierra y darme una vuelta por ella.
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